Daisy guardó el vestido en el armario y se puso una camiseta roja y los pantalones cortos del pijama. Después se lavó la cara. Eran poco más de las diez y su madre ya estaba durmiendo.
Se sentó en el borde de la cama y llamó a Seattle para hablar con su hijo. En el estado de Washington eran sólo las ocho de la noche; estaba segura de que Nathan no se habría ido a dormir todavía.
Estaba en lo cierto.
– Hola, madalenita -dijo cuando Nathan respondió al otro lado de la línea tras cuatro tonos.
– Ah, mamá…
De acuerdo, no era un gran principio para una conversación, pero era estupendo escuchar su voz.
– ¿Cómo va todo?
– Estupendamente.
– Te echo de menos.
– Entonces vuelve a casa.
– Estaré ahí dentro de poco más de una semana.
– Mamá, no quiero quedarme aquí una semana más.
Había mantenido la misma conversación con su hijo justo antes de marcharse. Junie y Oliver no eran sus parientes favoritos. No es que le pareciesen horribles, simplemente eran aburridos. Especialmente para un chaval de quince años.
– Vamos, no puede ser tan malo.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Alguna vez has vivido con la tía Junie y el tío Olly el «sabelotodo»?
– Nathan, ¡van a oírte! -Por desgracia, Oliver era uno de esos hombres a los que les gusta impresionar a los demás con sus limitados conocimientos sobre cualquier materia humana. Fue Steven el que empezó a llamarlo Olly, el «sabelotodo».
– No pueden oírme. No están aquí. Me han dejado a Michael Ann y a Richie para que les haga de canguro.
Daisy aguantó el teléfono entre el hombro y la barbilla.
– Michael Ann sólo tiene un año menos que tú.
– Lo sé. Y es como un grano en el culo. Me sigue a todas partes y no deja de preguntarme tonterías.
– Lo que creo es que está enamorada de ti.
– ¡Oh, Dios mío! Eso sería horrible, mamá -respondió Nathan indignado-. ¿Cómo puedes decir eso? Es mi prima.
– Esas cosas pasan -dijo Daisy para molestarle.
– ¡Pero si no sabe ni atarse los zapatos!
Daisy se echó a reír y la conversación se centró en la escuela. Sólo faltaban cinco días para las vacaciones de verano. Había cumplido quince años en diciembre y estaba contando los días que le quedaban para poder aprender a conducir desde primero. Todavía le faltaba un año, pero ya había elegido su futuro coche. Al menos el futuro coche preferido de esa semana.
– Tendré un Nova Super Sport. Y también un cuatro por cuatro. Nada de esos trastos con tres marchas. ¿Para qué, sino puedes quemar neumático? Será genial. -Daisy ni siquiera fingió saber de qué estaba hablando. Era un fanático de los coches. De eso no había duda. Su madre suponía que lo llevaba inscrito en el ADN. Es más, era altamente probable que hubiese sido concebido en el asiento trasero de un Chevrolet. Nathan estaba condenado a ser un amante de la velocidad.
– ¿De qué color? -le preguntó, no porque creyese que iba a conducir un Nova SS o a quemar neumáticos. Nathan no trabajaba.
– Amarillo con la capota negra.
– ¿Como un abejorro?
Nathan esperó unos segundos antes de contestar:
– Blanco con la capota negra.
Hablaron durante unos cuantos minutos más, acerca del tiempo y de adónde irían de vacaciones cuando ella regresase. Nathan acababa de ver una de esas películas eróticas de adolescentes, así que pensó que Ford Lauderdale estaría bien. O tal vez Hawai.
Para cuando colgaron el teléfono, se habían decidido por Disney World; aunque Daisy sabía que Nathan podía haber cambiado de opinión la próxima vez que hablara con él. Daisy se untó los brazos con un poco de loción con aroma de almendra. En el dedo anular de la mano izquierda, donde había llevado el anillo de casada durante quince años, le había quedado una pequeña marca blanca. Había metido las dos alianzas en el bolsillo del traje con el que enterraron a Steven. Pensó que lo más apropiado era que descansasen junto a su corazón.
Mientras extendía la loción por sus manos le echó un vistazo a la habitación. Era su antiguo dormitorio, pero no quedaba de él más que la cama. Sus diplomas de la escuela de fotografía, las placas que había recibido como animadora y el póster de Rob Lowe, que ella había clavado a la pared cuando acababa de estrenarse St Elmo, punto de encuentro, habían sido sustituidos por un póster de El Álamo, otro de River Walk, en San Antonio, y varios de molinos de viento.
Se puso en pie, fue hasta el armario y lo abrió. No había en él más que unos cuantos vestidos que había llevado en bailes de graduación del instituto, un par de viejas botas vaqueras con corazoncitos blancos y una enorme caja que llevaba su nombre escrito en letras negras. Arrastró la caja hasta dejarla junto a la cama, se sentó y se quedó mirándola durante un buen rato. Sabía lo que iba a encontrar allí dentro. Retazos de su vida, recuerdos que había mantenido enterrados durante mucho tiempo. Durante el banquete de boda había conseguido mantener a raya todos esos recuerdos, pero ahora iba a enfrentarse a ellos. ¿Realmente le apetecía hacer un repaso del pasado?
A decir verdad, no, no mucho.
Retiró la cinta y abrió la caja.
Encima de todo vio un ramillete de flores secas, el bonete de su graduación y unas cuantas etiquetas que rezaban HOLA, MI NOMBRE ES DAISY. No recordaba el motivo por el que había guardado todas esas etiquetas, pero sí reconoció el ramillete. Tocó los capullos secos y amarillentos que en su momento habían sido rosáceos y blancos. Se los acercó a la nariz y aspiró profundamente. Olían a polvo y a viejos recuerdos. Lo dejó sobre la cama, a su lado; sacó entonces de la caja una mantita de bebé y la toga bautismal. Lo siguiente fue una caja con forma de corazón que contenía el collar que su abuelo le había regalado y los anuarios del instituto. Buscó el del décimo curso y lo abrió. Fue pasando páginas y se detuvo al ver una fotografía en la que aparecían los profesores frente a la puerta principal. Esa foto la había tomado ella durante su primer curso de fotografía, antes de aprender todo lo necesario sobre composición e iluminación.
Llegó a las instantáneas del equipo de animadoras, en las que aparecía Sylvia y también ella. Iban con sus uniformes dorados y azules, y estaban dando saltos y volteretas. Fue el año en que ella se cortó el pelo al estilo de la princesa Diana de Gales. Pero si bien a Diana le quedaba estupendo, ella parecía un chico con minifalda plisada.
Se fijó en la foto de su clase y se le encogió el corazón. Llevaba ortodoncia y tenía manchas oscuras debajo de los ojos debido a todo el maquillaje que se había puesto.
Pasó unas cuantas páginas hasta llegar a las hileras de fotos de alumnos. Se detuvo a contemplar la de Steven. La rozó con los dedos y sonrió. Siempre le había parecido el típico ejemplo de muchacho americano, guapo y con pelo rubio ondulado, chispeantes ojos pardos y aquella sonrisa tejana tan suya, como si no tuviese preocupación alguna en la vida. Jugaba a fútbol americano y a baloncesto, y había sido delegado de su clase durante el último año.
Daisy tuvo que pasar unas cuantas páginas más hasta llegar a la foto de Jack. Al contrario que Steven, Jack siempre estaba serio. No es que fuese más serio que Steven, simplemente no deseaba gastar energía riendo sin ton ni son.
Aquel año acababa de cumplir los dieciséis, un año más que Nathan en la actualidad. Ambos tenían el mismo color de pelo y de piel, y la forma de su nariz también le parecía similar. Pero Daisy no encontró ningún otro punto en común.
Ese año, Jack dejó el equipo de fútbol americano porque su padre necesitaba que trabajase en el taller después de clase. Jack había sido el quarterback titular del equipo hasta el último año de instituto. Cuando lo dejó, Steven ocupó su posición. Por lo que podía recordar, Jack nunca había tenido celos de Steven; sólo le entristecía no poder seguir jugando.
Ese fue el año en que ella se enamoró de Jack. Siempre había sentido algo por él, en el mismo sentido en que lo había sentido por Steven, pero de repente empezó a mirarlo de un modo distinto.
El día en que todo cambió, Jack estaba esperando a que Steven acabase su entrenamiento sentado en la parte de atrás de la vieja camioneta de su padre. Daisy se había quedado en el instituto después de clase para hacer los carteles del próximo baile y al salir lo vio en el aparcamiento, contemplando a sus compañeros en lugar de entrenar con ellos.
Quizá no fue más que la luz de la tarde, esos rayos dorados que le iluminaban el rostro, pero a Daisy le pareció más guapo de lo habitual. No se trataba sólo de las pestañas, más largas que las suyas, ni de su barba incipiente en el mentón. No era sólo el relieve de sus bíceps, tan visibles cuando cruzaba los brazos: Jack no levantaba pesas, levantaba motores de coche.
– Qué tal -le dijo Jack mientras le indicaba que se sentara a su lado.
– ¿Qué estas haciendo? -le preguntó tras sentarse. Apoyó los libros en su regazo y miró hacia el campo: los Mustangs de Lovett habían acabado de entrenar y se dirigían a los vestuarios.
– Estoy esperando a Steven.
– ¿Echas de menos jugar, Jack?
– Qué va, lo que echo de menos son las chicas bonitas. -Era cierto que los jugadores acostumbraban a salir con las chicas más guapas, pero que no echase de menos jugar no lo era.
– Ahora tienes que conformarte con las feas -dijo burlándose de él y le miró por el rabillo del ojo.
– Daisy, ¿acaso no sabes que no hay chicas feas en Tejas?
Él siempre insistía en eso.
– ¿Quién te lo ha dicho?
Jack se encogió de hombros.
– Es un hecho. Como El Álamo o Río Grande, eso es todo. -Le tomó la mano y le acarició los nudillos mientras examinaba sus dedos-. Además, tú seguirás viéndote conmigo, ¿verdad?
Ella volvió la cabeza y lo miró fijamente. Estuvo a punto de darle una respuesta ingeniosa, pero cuando se encontró con sus ojos verdes algo la detuvo. Por un instante, el modo como la miró le hizo pensar que la respuesta era importante para él. Como si se sintiese inseguro. Le sorprendió apreciar en el interior de Jack algo en lo que nunca se había fijado. Quizá finalmente había cosas que le afectaba, quizá tenía sentimientos como todo el mundo. O incluso más.
Pero entonces sonrió y todo volvió a la normalidad.
– Por supuesto, Jack -respondió Daisy-. Seguiré viéndome contigo.
– Sabía que podía contar contigo, florecita. -Por primera vez, su voz le llegó al corazón y la emocionó. Quedó anonadada ante lo increíble y fantástico que resultó todo. Pero era algo imposible. No podía enamorarse de Jack. Era su amigo, y no quería perderlo. Y aun cuando no hubiese sido su amigo, habría sido una idiotez permitir que ocurriese.
Él le apretó la mano y se puso de pie.
– ¿Quieres que te lleve a casa?
Daisy levantó la mirada y le vio allí, delante de ella, con las manos metidas en los bolsillos de sus Levi’s. Asintió. Jack Parrish tenía muchas cualidades, pero la fidelidad no era una de ellas. Le rompería el corazón como si fuese de cristal. Y si eso ocurría no podrían seguir siendo amigos. Y ella le echaría muchísimo de menos.
En ese momento, Steven salió del vestuario con el pelo húmedo peinado hacia atrás y Daisy se dijo a sí misma que no cedería al impulso de enamorarse de Jack. Había tenido un momento de confusión, eso era todo. Como cuando eran niños y se pasaban demasiado rato en el tiovivo. Jack lo hacía rodar con tanta rapidez que Daisy no podía pensar o ver con claridad.
Pero ahora ya estaba bien. Podía pensar con claridad de nuevo. Gracias a Dios.
– ¿Vais a ir a algún sito? -les preguntó.
– Vamos a ir a Chandler -respondió Jack refiriéndose a un pueblo del tamaño de Lovett a unos setenta kilómetros al oeste.
– ¿Por qué?
– Hay un Camaro Z-28 del 69 al que quiero echarle un vistazo.
– ¿Del 69? -Nunca había entendido la fascinación que sentía Jack por los coches viejos. O «clásicos», como él los llamaba. Ella prefería los coches nuevos, con una tapicería que no le desgarrase las medias. Esa tendencia de Jack no tenía mucho que ver con la escasez de dinero. Aunque, obviamente, tenía más bien poco. En ese sentido, Daisy tenía más en común con Jack que con Steven. El padre de Steven era abogado y su familia vivía con holgura. La máxima responsabilidad de Steven era mantener sus notas. La madre de Daisy, en cambio, era camarera y dependía de las ayudas del gobierno, y la familia de Jack tenía un taller mecánico que no parecía muy próspero. Lily y ella tenían que encargarse de la limpieza de la casa y de empezar a preparar la cena, en tanto que Jack ayudaba en el negocio familiar-. ¿Y el coche funciona? -preguntó.
– Todavía no.
Claro.
– Hola, Daisy -dijo Steven mientras se acercaba-. ¿Qué haces aquí tan tarde?
– Estaba preparando los carteles del baile. ¿Irás al baile?
– Sí. Había pensado pedirle a Marilee Donahue que fuese conmigo. ¿Crees que aceptará? -Steven sonrió. No había duda alguna de que Marilee aceptaría.
Daisy se encogió de hombros.
– ¿Tú vas a ir, Jack? -le preguntó, aunque estaba casi segura de conocer la respuesta.
– Para nada. Ya sabes que sólo me pongo traje cuando mi madre me obliga a ir a catecismo o si voy a algún funeral. -Cerró la parte de atrás de la camioneta y se dirigió al asiento del conductor-. Además, no me gusta bailar.
Daisy sospechaba que no se trataba tanto de que no le gustase, como de que no sabía. Era de ese tipo de personas que cuando no saben hacer algo, no se atreven a probarlo.
– Podrías ponerte simplemente una camisa bonita y una corbata -le dijo ella. Pero, por alguna razón, el hecho de que Jack no llevase a ninguna chica al baile le agradó más de lo que debería, teniendo en cuenta que había superado su anterior confusión.
– Ni hablar. -Montaron todos en la vieja camioneta y Jack arrancó.
– ¿Y a ti ya te lo ha pedido alguien? -le preguntó Jack a Daisy, como siempre, sentada entre los dos, mientras salían del aparcamiento.
– Sí. -Les extrañó tanto que alguien la hubiese invitado a ir al baile que ella no quiso decirles nada más.
– ¿Quién? -preguntó Steven.
Ella tenía la vista clavada al frente, por encima del salpicadero.
Steven alzó una ceja.
– Vamos, Daisy Lee. ¿Quién te lo ha pedido?
– Matt Flegel.
– ¿Vas a ir con Bicho?
– Ya no le gusta que le llamen así.
Jack miró a Steven por encima de la cabeza de Daisy.
– ¿Qué tiene de malo Bicho… quiero decir, Matt? -Daisy levantó la mano antes de que tuvieran tiempo de responder-. Retiro la pregunta. No me importa lo que penséis ninguno de los dos. Me gusta Matt.
– No para de salir con una y con otra.
– No es el chico adecuado para ti -añadió Jack.
Daisy se cruzó de brazos y permaneció en silencio hasta que llegaron a su casa. Ésta sí que era buena, tanto uno como el otro habían salido con montones de chicas, así que no estaba dispuesta a escuchar su opinión; además, si había algún «chico inadecuado» con el que ella o cualquier otra chica podía salir, ése era Jack. Y entonces se alegró todavía más de no estar enamorada de él.
Daisy se pasó el resto del curso saliendo con chicos que ni Jack ni Steven aprobaban, pero a ella no le importaba. Como la mayoría de muchachas de su edad, no tardó en aprender lo que le gustaba a los chicos. Y lo que era aún más importante, aprendió a parar las cosas antes de llegar demasiado lejos. Como resultado, se ganó cierta reputación de chica fácil; aunque ella opinaba que era del todo injusto. Los muchachos la besaban. Ella también los besaba. Por lo que había podido ver, las chicas eran mojigatas, las que no soltaban ni un tímido beso, o fáciles, las que besaban y tal vez algo más, o «guarras». Y todo el mundo sabía lo que eso significaba.
Aquel verano dejó que Eric Marks le tocase los pechos por encima de la camiseta. La cosa llegó a oídos de Jack y Steven, que no tardaron en presentarse en su casa para hablar con ella. Daisy se puso hecha una furia y les cerró la puerta en las narices.
Menudos hipócritas.
Se hizo animadora universitaria en el último año de instituto. El pelo le llegaba hasta los hombros y se había hecho la permanente. Steven seguía jugando a baloncesto y a fútbol americano y, por descontado, seguía siendo el delegado de clase. Jack recorría con su Camaro las llanas carreteras de Tejas y Daisy seguía diciéndose a sí misma que no se sentía atraída por él, que le quería pero que no estaba enamorada de él, que el corazón no le dolía cuando veía pasar a Jack en su coche acompañado de alguna chica. Era su amigo, como siempre lo había sido. Nada más. Y ella no iba a permitirse el lujo de sentir otra cosa por él.
Todo cambió pocas semanas antes de las vacaciones de Navidad de ese último curso, cuando J.T. Sanders le pidió a Daisy que la acompañase al baile del instituto. J.T. era un muchacho guapo y tenía un Jeep Wrangler. Negro. Daisy trabajaba por las noches en el restaurante Wild Coyote, y ahorró el dinero suficiente para comprarse el vestido perfecto. Era de raso blanco. Sin mangas y con pidrecitas brillantes en el corpiño y la falda. Era lo más bonito que había tenido jamás. La noche antes del baile recogió el vestido durante un descanso en el restaurante. Cuando llegó a casa, J.T. la llamó para cancelar la cita. Le dijo que su abuela había muerto y que tenía que ir al funeral en Amarillo. Todo el mundo sabía había empezado a salir con otra chica justo una semana antes. Habían dejado a Daisy en la estacada.
Y todo el mundo se enteró.
El día del baile, Daisy trabajó en el Wild Coyote en el turno de comidas. Mantuvo la compostura y actuó como si no la hubiesen humillado. Fingió no estar triste ni dolida y bromeó con sus compañeras: al fin y al cabo J.T. no era más que un perdedor.
Ninguna de ellas le creyó. Lo peor que podía ocurrirle a una chica era que la dejasen colgada la noche antes de un baile esgrimiendo una excusa absurda.
Y eso todo el mundo lo sabía.
Cuando acabó su turno se fue a casa y se encerró en su habitación. Colgó el vestido de la puerta del armario y se tumbó en la cama a llorar. A las cuatro, su madre asomó la cabeza por la puerta y le preguntó si quería un poco de helado de chocolate con menta. Le respondió que no. Lily le había preparado su bocadillo preferido, pero tampoco se lo comió.
A las cinco y media Jack llamó a la puerta de su habitación, pero ella no lo dejó entrar. Tenía la cara y los ojos hinchados, y no quería que la viese así.
– Daisy Lee -gritó desde el otro lado de la puerta-. Sal de ahí.
Ella se sentó en la cama y sacó un pañuelo de papel de la caja.
– Vete, Jack.
– Abre.
– No -dijo sonándose la nariz.
– Tengo algo para ti.
Ella miró hacia la puerta.
– ¿Qué es?
– No puedo decírtelo. Tendrás que verlo.
– Tengo una pinta horrible.
– No me importa.
«De acuerdo», pensó ella. Se levantó de la cama y entreabrió la puerta. Sacó la mano.
– ¿De qué se trata?
Él no respondió y ella se vio obligada a echar un vistazo por la rendija de la puerta. Jack estaba en el pasillo, iluminado por la luz proveniente de la habitación de su hermana, y parecía un ángel, o al menos un muchacho del coro de la iglesia. Llevaba su traje azul marino de los domingos y una camisa color crema. De su cuello colgaba una corbata roja.
– ¿Qué sucede, Jack? ¿Has tenido que ir a un funeral?
Él se echó a reír y sacó la mano que ocultaba a la espalda. En ella llevaba un ramillete de rosas blancas y encarnadas.
– ¿Querrías venir al baile conmigo?
– Tú odias los bailes del instituto -dijo con la puerta todavía entreabierta.
– Lo sé.
Daisy se acercó el ramillete a la cara y aspiró con fuerza. Tenía la nariz tapada, así que no pudo disfrutar mucho del aroma. Se mordió el labio superior para que dejase de temblar. Al verlo allí, en el pasillo de su casa, con un traje que odiaba y pidiéndole que fuese con él a un baile que le revolvería las tripas, se sintió desesperadamente enamorada de Jack Parrish. El amor que sentía emanaba de su corazón y se expandía por su pecho asustándola a más no poder. Todos sus años de lucha y resistencia se convirtieron en nada.
Estaba enamorada de Jack y era inútil intentar evitarlo.
Esa noche Jack la besó por primera vez. O, mejor dicho, ella lo besó a él. Durante el baile, mientras ella sentía lo que era el amor por primera vez en su vida, él la trató como lo había hecho siempre, como una amiga. Daisy sentía bullir todo su cuerpo, estaba más viva que nunca, sin embargo él permanecía impasible. Fue maravilloso e increíble, y, después del baile cuando él la acompañó hasta la puerta de su casa, Daisy le rodeó con sus brazos y lo besó.
En un principio Jack se quedó inmóvil, con los brazos caídos. Acto seguido la agarró por los hombros y la apartó de su lado.
– ¿Qué haces?
– Bésame, Jack. -Si él la rechazaba, estaba convencida de que caería muerta al instante. En el porche de su casa.
Él la agarró con más fuerza, la atrajo hacia sí y la besó en la frente.
– No, no me trates como a una amiga. -Tragó saliva con dificultad-. Por favor- susurró mirándole a los ojos-. Quiero que me beses como besas a las otras chicas. Quiero que me toques como las tocas a ellas.
Jack se apartó y observó los labios de Daisy.
– No te burles de mí, Daisy. No me gusta.
– No me estoy burlando. -Le acarició el hombro y después el cuello-. Por favor, Jack.
Entonces, como si no desease hacerlo pero se sintiese incapaz de oponerse por más tiempo, la besó muy despacio. En esta ocasión el roce de sus labios hizo que Daisy se quedase sin aliento. Echó la cabeza hacia atrás y se aferró a su pecho. Hasta entonces, había creído saber lo que era besar a un chico. Jack le demostró que no tenía ni idea del asunto. Aquel beso fue cálido y húmedo y despertó en ella una necesidad que cambiaría su vida para siempre.
Después de todos los años transcurridos, Daisy seguía recordando con todo detalle la noche en que, en el porche de su madre, Jack cambió su vida por completo. Se abrazó con fuerza a él mientras Jack seguía entregándole esos besos líquidos que hacían que le doliesen los pechos y que su cuerpo temblase. Jack no apartó ni un momento las manos de los hombros de Daisy y en ella se encendió el deseo de algo más. Habría querido que la tocase por todas partes, en lugar de marcharse, y dejarla aturdida y llena de deseo.