– ¿Te acuerdas de Azelea Lingo?
– No -respondió Daisy con la mente en otra parte mientras miraba por la ventana de la cocina de su madre.
– Claro que sí. Es la que le compró a Lily media aspiradora como regalo de boda -prosiguió Louella como si Daisy hubiese estado presente en la boda de su hermana.
– ¿Cómo puede una persona comprar media aspiradora como regalo de boda? -preguntó Daisy sin tener interés alguno por el tema. Hacía más de una hora que Jack había aparecido para marcharse a los pocos minutos. Más de una hora y todavía no le había visto el pelo a Nathan.
– Dejó una paga y señal y Lily tuvo que pagar el resto. Una aspiradora de noventa dólares le costó cincuenta. Y ya sabes, Azelea no pasa hambre precisamente. Está tan gorda que tiene que sentarse por turnos, así que no se trata de que no pudiese pagar una aspiradora entera.
Daisy había estado a punto de marcharse una docena de veces, pero siempre había acabado concluyendo que la mejor opción era quedarse y esperar.
– Bueno, pues el marido de Azelea, Bud, la dejó hace unos años y se casó con una muchacha de Amarillo. Pero lo que la chica de Amarillo no sabe es que Bud viene a Lovett cada dos por tres a buscar el amor en los brazos de Azelea -siguió contándole su madre.
Daisy se frotó el entrecejo. La cabeza iba a explotarle.
– ¿Qué te pasa, cariño mío? -Louella hizo un alto en su historia para hablar con Pippen-. Oh, ¿quieres tu gorro? Daisy, mi amor, ¿dónde está el gorro de Pip?
Daisy apretaba con tal fuerza la mandíbula que le costó articularla para poder hablar.
– Posiblemente en tu dormitorio -le respondió a su madre.
– Ve a mirar encima de la cama de la abuela -le dijo Louella a Pippen.
– No, tú -exigió el niño con su aguda voz.
– Iremos juntos -accedió entones Louella.
Cuando salieron de la cocina, Daisy siguió mirando por la ventana. Apartó la cortina azul de terciopelo y apoyó la frente en el cristal. Dado que Nathan no había vuelto, supuso que Jack lo había encontrado: se le ocurrieron una docena de posibilidades que iban desde que los dos se hubiesen sentado a charlar en alguna parte hasta que Jack había secuestrado a Nathan. Suponía que algo así era del todo inviable, pero con Jack nunca se sabía.
Abrió la puerta y sacó la cabeza para echar un vistazo a la calle. No había señal alguna de ninguno de los dos.
– Cierra la puerta. Estás dejando que entre el calor de la calle -dijo su madre al entrar en la habitación. Daisy se volvió y vio que su madre se había puesto una blusa rosa que llevaba cosidas diminutas perlas de adorno y una falda larga tejana. Pippen estaba a su lado, con su gorro de mapache y los pañales a la vista.
– Este mediodía, justo cuando salía del hospital, traían a Bud Lingo para ingresarlo -prosiguió su madre-. Al parecer, sufrió un ataque al corazón mientras estaba con Azelea. No pude quedarme en el hospital, pero siento una terrible curiosidad por saber qué ocurrirá cuando su mujer le siga la pista desde Amarillo hasta aquí. -Louella se acercó al armario donde guardaba las cintas de vídeo y lo abrió-. La menor de sus hijas, Bonnie, también estaba allí. Es la que tuvo esa niña tan fea el día de San Valentín. Dios, cuando levanté la mantita que la cubría y le vi la cara a la pobre niña, casi se me para el corazón. No tenía ni un solo pelo en la cabeza, y era rosada y delgaducha como una rata recién nacida. Por supuesto, mentí y le dije que era preciosa. ¿Te acuerdas de Bonnie? Bajita. Morena…
Al parecer su madre se había empeñado en conseguir que le estallase la cabeza. Daisy salió al porche y cerró la puerta. Se sentó en el primer escalón y apoyó la sien en una de las columnas blancas de madera que sostenían el techo. Estaba muy nerviosa, y hacía ya un buen rato que había perdido la paciencia. Era apenas la una del mediodía, pero sabía que el día ya no podía sino ir a peor. Jack la odiaba abiertamente: iba a hacer de su vida un infierno, tal como ella le había prometido la primera noche que le vio. Aunque Daisy entendía el enfado y la indignación de Jack, no podía permitirle salirse con la suya, no podía consentir que quien se llevara la peor parte fuera el que menos culpa tenía, es decir, Nathan.
Bajó la vista y se quedó mirando su pie desnudo con las uñas pintadas de rojo. Por primera vez. Se percató de que tenía la marca de unos dedos en los muslos. No tuvo que preguntarse de dónde habían salido. Jack. Había dejado su huella cuando hicieron el amor, y días después todavía no había desaparecido.
Era de esperar, pensó. La marca que Jack dejó en ella en su juventud estuvo allí durante muchos años, y no se refería precisamente a Nathan. La marcó donde nadie podía verlo. Dejó una marca imborrable en su corazón y en su alma. Una marca que por muy lejos que se fuese, por mucho tiempo que pasase, o por mucho que lo ocultase, no perdía un ápice de su fuerza.
A pesar de los sentimientos que Jack albergaba ahora por ella, Daisy tenía la sensación de que se estaba enamorando de nuevo de él. Había empezado a detectar los síntomas con la misma claridad con la que comprendía que no podía permitir que algo así sucediese.
Cuantos antes agarrase a Nathan y se fuesen del pueblo, mejor. Ahora Jack sabía que tenía un hijo. Podría llamarlo o escribirle a Seattle, incluso visitarlo de vez en cuando en el futuro. Lily se estaba recuperando y pronto le darían el alta, pero ella seguía atrapada. Sí, Daisy tenía sus propios problemas, y debía largarse de allí antes de que su vida se desmoronase por completo. Desde una manzana de distancia Daisy oyó el inconfundible sonido del Mustang de Jack. Alzó la vista y vio el coche negro que se acercaba a la casa. Cuando se puso en pie, el coche se detuvo frente al porche. Jack paró el motor y vio a Daisy. Sus miradas se encontraron: en la de Jack había ira; en la de Daisy, resignación. Ella inclinó la cabeza para ver quién se sentaba en el asiento del copiloto: era Nathan. Su hijo tenía la cabeza gacha. Dijo algo, y ambos salieron del coche. Cerraron las portezuelas al mismo tiempo y Jack espero a que Nathan rodease el coche. Daisy sintió el sol de Tejas calentándole los hombros. Le costó dios y ayuda mantener el control y no echarse a correr hacia su hijo.
Jack y Nathan ascendieron el camino de entrada al mismo ritmo. Nathan, con las manos en los costados, se esforzaba por conferir a su andar un aire de aparente tranquilidad. Sin embargo, sus ojos azules expresaban cautela: no sabía si le esperaba una bronca o un abrazo.
Jack llevaba una mano metida en el bolsillo de sus Levi’s y la otra colgada despreocupadamente de un costado. Como siempre, caminaba sin prisa, como si no tuviera especial interés por llegar a ninguna parte.
– ¿Dónde has estado, Nathan? -le preguntó su madre cuando se detuvo frente a ella. Tuvo que refrenar el impulso de abrazarle y tranquilizarle como si fuese todavía un niño pequeño-. Estaba muy preocupada. Sabes que no me gusta nada que te vayas por ahí y no me digas cuándo vas a volver.
– Hemos ido a dar una vueltecita -le dijo Jack.
Nathan frunció el ceño y Daisy le preguntó:
– ¿Estás bien?
– Sí.
Pero no parecía estar bien. Parecía cansado y molesto, y tenía las mejillas enrojecidas debido al calor.
– ¿Tienes hambre?
– Un poco -admitió Nathan.
– Entra y dile a la abuela que te prepare algo de comer.
Nathan se volvió hacia Jack y le dijo:
– Supongo que nos veremos.
– Cuenta con ello -respondió Jack-. Te llamaré cuando haya hablado con Billy.
– Genial. -Nathan subió los escalones con los pantalones a la altura de las caderas acompañado del tintineo de sus cadenas.
– ¿Dónde lo encontraste? -quiso saber Daisy en cuanto su hijo cerró la puerta.
– En el instituto. Estaba hablando con una chica -respondió Jack.
– ¿Adónde lo has llevado? -preguntó Daisy mientras se volvía para mirarle a la cara. El ardiente sol penetraba por el fino tejido del sombrero de Jack y le cubría el rostro de pequeños puntitos de luz.
– Por ahí.
– Por ahí, ¿dónde? -insistió Daisy.
Jack sonrió y dijo:
– Simplemente por ahí.
Ella se llevó la mano a la frente para protegerse del sol. Jack lo estaba pasando de maravilla con todo aquello.
– ¿De qué habéis hablado? -le preguntó Daisy.
– De coches.
– ¿Y?
– Va a trabajar para mí este verano -le explicó Jack.
– Imposible -dijo Daisy haciendo un amplio gesto con la mano-. Tenemos planes.
– Cámbialos. Nathan dice que quiere trabajar para mí este verano.
Daisy le miró fijamente a los ojos, esos ojos verdes rodeados por largas y oscuras pestañas, y le dijo:
– ¿Piensas que voy a creerme que todo eso se le ha ocurrido a él solito?
Jack negó con la cabeza y un montón de puntitos de luz se pasearon por sus labios.
– No importa a quién se le haya ocurrido. Es lo que queremos los dos.
– No podemos quedarnos aquí todo el verano -dijo Daisy mientras una gota de sudor descendía entre sus pechos-. Ya he pasado aquí más tiempo de que tenía pensado.
– No hay razón alguna para que te quedes. De hecho, tal vez sea mejor que te vayas -opinó Jack.
– No voy a dejar a mi hijo aquí contigo -le aseguró Daisy-. Lo conoces desde hace una hora y ya le has manipulado para que quiera quedarse.
– Sencillamente le he ofrecido un trabajo: ayudar a Billy a reparar un motor Hemi 426. La idea le ha encantado.
Daisy alzó las manos y exclamó:
– ¡Pues claro que le ha encantado! Ese niño ha dormido con sábanas de la NASCAR la mayor parte de su vida y escogió su primer coche a los tres años. Un Porche 911.
– ¡Por todos los santos! -exclamó Jack a su vez-. ¿Dejaste que mi hijo eligiese una de esas mierdas europeas?
En cualquier otra circunstancia Daisy se hubiese echado a reír, pero se limitó a preguntar:
– ¿Qué demonios importa eso?
– Es un Parrish. -Jack se sacó el sombrero y se enjugó la frente con la corta manga de su camiseta-. A nosotros nos importa. -Se pasó la mano por el pelo y volvió a colocarse el sombrero-. Si hubiese sido educado como Dios manda, sabría apreciar la diferencia -añadió.
¿Cómo se atrevía a criticar el modo en que había educado a Nathan? Tal vez no había sido siempre la madre perfecta, pero había hecho todo lo que estaba en su mano para serlo. Habría matado a cualquiera que hubiese querido hacerle daño a su hijo.
– Si hubiese sido educado como Dios manda -prosiguió Jack-, no llevaría un anillo en el labio ni cadenas de perro por todas partes.
Fue la gota que colmó el vaso, y en menos de un segundo se olvidó por completo de su decisión de llevarse bien con Jack por el bien de Nathan. En ese preciso instante había dejado de importarle que Jack tuviera derecho o no a estar enfadado; había cruzado la línea, había insultado a su hijo.
– Es un muchacho estupendo -dijo Daisy apoyando el dedo índice en el pecho de Jack-. El aspecto no es lo que importa, lo que importa es el interior.
Jack observó el dedo de Daisy y después volvió a mirarla a los ojos.
– Parece un erizo.
– Muchos chicos lo parecen donde nosotros vivimos -dijo Daisy golpeándole a Jack con el dedo dos veces más-. ¡Paleto!
Jack abrió mucho los ojos y después los entrecerró. La agarró por la muñeca y le apartó la mano.
– Te has convertido en una yanqui, has olvidado los buenos modales y tienes un acento horrible -le dijo Jack.
Daisy se aclaró la garganta, dispuesta a saltarle a la yugular. Se afianzó sobre los pies y dijo:
– Lo tomaré como un cumplido viniendo de un mecanicucho de segunda como tú.
– Zorra vanidosa. -La agarró por los hombros como cuando tenían diez años y discutían para dejar claro quién tenía la mejor bicicleta. Se quitaban la palabra el uno a la otra, gruían y se enseñaban los dientes, pero jamás alzaban la voz-. Siempre has creído que el sol sale y se pone por tu propio culo.
– Y tú siempre has creído que tenías un regalo de Dios entre las piernas. -Daisy le colocó las manos sobre el pecho y le empujó, pero él no se movió-. Pero te diré una cosa, en nombre de todas las mujeres, lo que tienes ahí abajo no es nada del otro mundo.
– Pues no parecías opinar lo mismo el sábado pasado, sentada sobre el maletero del Custom Lancer. De hecho, lo que tengo entre las piernas te hizo disfrutar tanto que incluso te pusiste a llorar.
– No te hagas ilusiones. Hacía mucho tiempo que no tenía relaciones. Me habría pasado lo mismo con cualquiera. -Daisy sonrió, estaba demasiado enfadad para que eso pudiera incomodarla-. Podría haber sido Tucker Gooch -añadió, consciente de lo poco que a Jack le gustaba Tucker.
Jack se carcajeó y dijo:
– Tucker no tiene lo que hay que tener para hacerte respirar como si estuvieses teniendo una experiencia mística.
La puerta de la casa se abrió y Louella asomó la cabeza.
– Estáis ofreciendo un buen espectáculo a los vecinos.
Jack soltó los hombros de Daisy y se las ingenió para parecer contrito.
– Buenas tardes señora Brooks.
– Hola, Jackson. Hace calor, ¿eh?
– Más que en el mismo infierno -contestó Jack quitándose el sombrero e intercambiando con la madre de Daisy los cumplidos de rigor como para demostrar que le habían educado como Dios manda.
– No te veía desde hacía mucho tiempo -le dijo Louella.
– Cierto, señora -admitió Jack.
– ¿Cómo está tu hermano?
– Está bien. Gracias por su interés.
– Bueno, salúdalo de mi parte.
– Así lo haré ¿y usted como se encuentra, señora Brooks?
Daisy se sentó en el penúltimo escalón de hormigón. Apoyó la frente en la mano dispuesta a que su madre empezara a relatarle a Jack la larguísima historia sobre el amago de ataque al corazón que sufrió cuando vio a la poco agraciada hija de Bonnie Lingo. Por una vez en su vida, Daisy agradeció su pesadez, pues eso le ofrecía tiempo para recomponerse.
Sin embargo, Louella se limitó a decir:
– Eres muy amable por preguntármelo. Estoy bien.
– Me alegro de que así sea, señora.
Daisy casi pudo sentir los ojos de su madre clavados en la nuca. Pero ya se sentía lo bastante idiota por haber discutido con Jack en el porche, así que prefirió no volverse y evitar una de las miradas reprobatorias de su madre.
– ¿Nos ha oído Nathan? -le preguntó Daisy.
– No. Desde dentro no podíamos oíros, pero se os veía perfectamente -explicó Louella.
– Estupendo -susurró Daisy.
Escuchó cómo se cerraba la puerta y miró a Jack para decirle:
– Vamos a tener que llevarnos bien.
Él negó con la cabeza. Incluso con aquel absurdo sombrero tenía buena pinta.
– Eso no va a ocurrir -dijo Jack.
– Entonces tendremos que fingir. Por el bien de Nathan.
– Escucha, florecita, te diré algo -dijo él echándose el sombrero hacia atrás-. Me temo que no soy bueno mintiendo.
Daisy recordó su mentira sobre su reciente viaje a Tallase.
– Si tú lo dices…
Jack frunció el ceño y dijo:
– Al menos no tan buena como tú.
Daisy se puso en pie sobre el último escalón y le miró a los ojos.
– ¿De verdad crees que Nathan querrá quedarse aquí contigo sabiendo que me odias? -le preguntó a Jack y, sin esperar a que respondiese añadió-: Le gusta comportarse como si fuera adulto. Le gusta creer que me empeño en tratarlo como un niño pequeño, pero lo cierto es que todavía me necesita.
Jack relajó el gesto de su frente y preguntó:
– ¿Me estás diciendo que vas a dejar que se quede durante el verano?
Daisy no creía disponer de otra opción. Hablaría con Nathan, y si realmente deseaba trabajar en el taller de Jack y conocerle Daisy no se opondría.
– Si eso es lo que quiere… Pero no le dejaré solo contigo. Lo dejé en Seattle sólo un par de semanas al cuidado de unos familiares y no pudo resistirlo.
Daisy dejó salir el aire de sus pulmones y añadió como si pensase en voz alta:
– Nathan sólo ha traído una mochila de ropa. Yo sólo me traje una maleta. No podemos pasar todo el verano con lo que tenemos aquí. -Tendría que ir a Seattle en busca de unas cuantas cosas.
Jack se cruzó de brazos. Había ganado ese asalto y lo sabía.
– Tienes que prometerme que no volveremos a pelearnos -le pidió a Jack.
– Acepto.
– Tenemos que llevarnos bien.
– Delante de Nathan.
Para Daisy todavía no era suficiente.
– Vas a tenar que fingir que te gusto -le advirtió a Jack.
Jack echó la cabeza hacia atrás y la sombra de su sombrero le recorrió la cara de arriba abajo. Entonces dijo:
– No tientes a la suerte.
Daisy cambió el agua de las lilas y volvió a colocar el jarrón en el estante que había junto a la cama de su hermana, en el hospital. A Daisy le desagradaba el intenso perfume de las lilas. Le hacían pensar en la muerte.
– No voy a estar aquí mañana cuando te den el alta -le dijo a Lily tendiendo el brazo para coger el jarrón con tulipanes y rosas blancas.
– ¿Nathan y tú volvéis a casa? -preguntó Lily mientras se comía la gelatina de la bandeja del almuerzo.
– Sólo yo, pero por unos pocos días. -Daisy caminó hasta la pila y cambió el agua del jarrón-. Por lo visto, vamos a quedarnos aquí a pasar el verano.
Lily no dijo nada y Daisy volvió la cabeza para mirarla. Lily tenía la frente cubierta por una amplia venda blanca que le protegía las heridas. Uno de sus ojos presentaba un tono entre azul y negro, el otro iba del verde al amarillo. Tenía el labio superior ligeramente hinchado, el antebrazo izquierdo vendado y el tobillo y el pie derechos escayolados.
– ¿Qué ha pasado? -acabó por preguntar Lily-. ¿Le hablaste de Nathan a Jack?
– No exactamente. -Daisy dejó el jarrón junto al tarro de lilas y se sentó en una silla cerca de la cama de Lily-. Fue Nathan, por así decirlo, el que se lo dio a entender -le respondió a su hermana; no tardó en contarle el resto de la historia y luego añadió-: He intentado decirle a Jack lo mucho que lo lamento, pero aún no está preparado para recibir mis disculpas.
Lily volvió la cabeza sobre la almohada. Sus ojos azules contrastaban con el mosaico de colores de su rostro.
– Lo lamento no son más que dos palabras, Daisy -le dijo su hermana-. Y no significan absolutamente nada si no las sientes de veras. Ronnie me decía que lo lamentaba cada vez que lo pillaba en una mentira, pero lo que realmente lamentaba era que lo hubiese pillado de nuevo. A veces decir lo lamento no es suficiente.
Oyeron que llamaban al doctor Williams por megafonía. Daisy se puso en el lugar del otro, de aquel que sentía el más terrible de los dolores.
– Sí, lo sé. -Se aferró a los brazos del sillón y añadió-: Por eso vamos a pasar aquí el verano. Se lo debo a Jack. Es posible que, en su momento, tomase la decisión correcta, pero no debería haber esperado quince años para contárselo. Me siento muy culpable.
– Tampoco dejes que la culpa te atormente -le rectificó Lily dejando la gelatina sobre la bandeja-. ¿Te acuerdas de cuando estuvimos en el Slim Clem’s?
– Claro.
– Esa noche me fui a la cama con Buddy Calhoun -confesó Lily.
Daisy se quedó con la boca abierta.
– Vino a mi casa y nos enrollamos -empezó a contarle su hermana-. Fue muy dulce y, la verdad, estuvo muy bien. Pero en cuanto se marchó empecé a sentirme culpable, como si hubiese engañado a mi marido. Ronnie me había estado poniendo los cuernos durante años, y luego nos abandonó a Pippen y a mí, y en cambio era yo la que me sentía culpable. -Se rascó la frente, cerca de la venda-. No tenía ni pies ni cabeza, pero me sentí tan mal que me monté en el coche y fui hasta su casa. No estaba allí, pero empecé a dar vueltas con el coche mientras esperaba a que llegase. Fui cabreándome cada vez más. Después de eso no me acuerdo de mucho, pero supongo que se me fue la cabeza y acabé empotrada en su salón.
– Lily. -Daisy se puso en pie y se acercó a la cama-. ¿Qué quieres decir? ¿Que sentirme culpable hará que pierda la cabeza o que debo tener en cuenta la posibilidad de que Jack estampe su Mustang contra la puerta de la casa de mamá?
– Ni una cosa ni la otra. No lo sé. Lo único que digo es que quiero volver a sentirme como una persona normal. -Lily apartó la bandeja y preguntó-: ¿Puedes rascarme el dedo gordo del pie?
Daisy se desplazó hasta el extremo de la cama y le rascó el dedo a su hermana. Tenía el tobillo muy hinchado.
– ¿Qué le contaste a la policía sobre el accidente? -quiso saber Daisy.
– Que había ido a ver a Ronnie para hablar de la pensión del niño, que debió de sobrevenirme una de mis terribles jaquecas y que acabé dándole al acelerador en lugar de al freno.
¿Se lo tragaron?
Lily se encogió de hombros y dijo:
– Fui a clase con Neal Flegel. Ronnie nunca le cayó del todo bien. Me puso una multa por exceso de velocidad. Mi seguro cubre los desperfectos de la casa, pero estoy convencida de que la prima va a ascender tanto que no podré conducir durante n tiempo.
Lo cual, según el punto de vista de Daisy, era casi una bendición.
– ¿Te has planteado lo de acudir a un psicólogo?
– Sí, lo he pensado. Tal vez no estaría mal del todo -admitió Lily mientras alzaba la mano para hacerse con el mando que controlaba la posición de la cama-. Aunque creo que después de empotrar el coche en casa de Ronnie veo las cosas más claras.
Eso sonaba bien.
– Un hombre que me haga sentir tan mal conmigo misma no vale la pena -prosiguió Lily-. Cuando no me dejo llevar por la locura, soy una persona bastante agradable.
Daisy sonrió y exclamó:
– ¡Claro que sí!
– Ronnie no se merece nada, y mucho menos que yo sufra por él.
– Exacto -asintió Daisy.
– Voy a concentrar mis esfuerzos en ser mejor persona y en criar a Pippen. Paso de sentirme una piltrafa por culpa de Ronnie. Necesito un hombre que me haga sentir importante.
– Tienes razón. -Las palabras de Lily parecían indicar que había vuelto al buen camino.
– ¿Por qué debería depender mi autoestima de un hombre que confunde crecimiento personal con erección? -se preguntó Lily.
Daisy se echó a reír y respondió:
– No hay razón alguna.
Lily tiró del esparadrapo que sujetaba la bolita de algodón que tenía en el anverso del codo y añadió:
– Los hombres son la escoria del mundo, habría que matarlos a todos.
Bueno, tal vez no hubiese recuperado del todo la cordura.