Daisy se bajó las Vuarnet hasta la mitad del puente de la nariz y miró por encima de la montura a Lily, que ocultaba sus ojos tras unas Adrienne Vittadinis con cristales color lavanda. Como si de un policía en una operación de vigilancia se tratase, Lily aparcó su Ford Taurus entre un camión y una furgoneta. Sonaban los últimos compases de Earl Had to Die, y las notas finales del teclado se desvanecieron entre las dos hermanas. Daisy no tenía nada en contra de las Dixie Chicks, de hecho tenía dos de sus discos, pero si Lily volvía a poner una vez más esa canción Daisy no respondería de sus actos.
– ¿Lo has visto por alguna parte? -preguntó Lily mientras pasaba la mirada por el aparcamiento hasta encontrarse con el edificio de apartamentos de estuvo de la calle Eldorado. Bajó la mano que tenía apoyada en el volante y apretó el botón de rebobinado.
– ¡Joder, Lily! -exclamó Daisy fuera de sí-. Es la quinta vez que pones esa canción.
Lily la miró y frunció el ceño.
– ¿Las has contado? Eso es obsesivo, Daisy.
– ¿Qué? Oye, no soy yo la que escucha una y otra vez Earl Had to Die metida en el coche frente al apartamento de mi inminente ex marido.
– No es su apartamento. Ha alquilado una casa en Locust Grove, cerca del hospital. El apartamento es de ella, de Nelly, esa alimaña -dijo Lily volviéndose de nuevo para escrutar el edificio.
Las Chicks empezaron a cantar otra vez la misma canción. Daisy se inclinó y apagó el aparato. Se hizo el silencio. Tras salir de Showtime, la noche anterior, Lily dio un rodeo con el coche y pasaron por delante del apartamento de la tal Nelly. De hecho pasó tres veces, como una acosadora desgraciada, antes de dejar a Daisy en casa de su madre.
Esa mañana fue a dejar a Pippen a primera hora con la excusa de que tenía que «encontrar trabajo». Daisy observó el sencillo peinado de su hermana y la ropa arrugada que llevaba y supo al instante que algo no encajaba. Le dijo a Lily que la acompañaría. Se puso unos pantalones vaqueros cortos, una camiseta negra y unas sandalias, y se recogió el pelo con una pinza.
– ¿Desde cuándo llevas haciendo esto? -le preguntó.
Lily aferró con fuerza el volante.
– Desde hace un tiempo.
– ¿Por qué?
– Tengo que verles juntos.
– ¿Por qué? -volvió a preguntar-. Es una locura.
Lily se encogió de hombros, pero no apartó la mirada del edificio de apartamentos.
– ¿Qué harás si los ves juntos? ¿Atropellarlos con el coche?
– A lo mejor.
No creía que su hermana tuviese realmente la intención de atropellar a Ronnie, pero el mero hecho de estar allí sentada pensando en ello le pareció motivo suficiente para preocuparse.
– Lily, no puedes matarlos.
– Tal vez podría darles un golpe con el parachoques, o pasarle a Ronnie por encima de las pelotas para inutilizárselas y que no pueda usarlas con su novia.
– No puedes machacarle las pelotas a Ronnie Darlington. Irías a la cárcel.
– Eso si me pillaran.
– Te pillarían, seguro. Siempre pillan a las ex mujeres. -Se inclinó hacia su hermana y le acarició el hombro-. Tienes que dejar de hacer estas cosas.
Lily negó con la cabeza mientras una lágrima aparecía bajo las gafas y descendía por su mejilla.
– ¿Por qué tiene que ser feliz? ¿Por qué puede irse a vivir con su novia y ser feliz mientras yo siento que la rabia me corroe por dentro? Tendría que dolerle lo que nos ha hecho, Daisy. Tendría que sufrir como Pippen y yo.
– Lo sé.
– No, no lo sabes. Nadie te ha roto nunca el corazón. Steven murió, no se fugó con una mujer rompiéndote el corazón.
Daisy retiró la mano del hombro de su hermana.
– ¿Acaso crees que ver morir a Steven no me rompió el corazón?
Lily se volvió hacia Daisy y se enjugó las lágrimas.
– Supongo que sí. Pero es diferente. Steven no te dejó por voluntad propia. -Inspiró por la nariz, tomó aliento, y luego añadió-: Tuviste suerte.
– ¿Qué? Acabas de decir algo horrible.
– No quiero decir que tuvieses suerte porque Steven muriese, sólo que no tienes razones para imaginarte a Steven haciendo el amor con otra mujer. No tuviste que preguntarte si la estará besando o tocando o abrazando.
– Tienes razón. Tengo razones para imaginármelo muerto en el suelo. -Daisy se cruzó de brazos y miró a su hermana-. No voy a tener en cuenta tus palabras porque sé que tienes un mal día. -Pero en realidad no estaba preparada para dejarlo correr, así que añadió-: sé que no pretendes comportarte como una niñata insensible, pero eso es justo lo que has hecho.
– Y yo estoy segura de que no pretendes comportarte como una egoísta, pero eso es exactamente lo que haces.
Daisy abrió la boca de par en par. Estaba sentada en el coche de su hermana con la intención de evitar que ésta hiciese alguna estupidez y resulta que ella era la egoísta.
– Sí, es cierto, y he venido aquí a vigilar el apartamento de Ronnie porque no tengo nada mejor que hacer.
– ¿Acaso piensas que me apetecía mucho ir ayer por la tarde al Showtime para que tú pudieses acosar a Jack Parrish?
– No es lo mismo. Sabes muy bien que es fundamental que hable con Jack. -Volvió la cabeza y al mirar por la ventanilla vio a una anciana con un abrigo rosa paseando a su perro por la acera-. No le estaba acosando.
– No creo que él opine lo mismo.
No, seguro que no. Y después de lo que había pasado la tarde anterior tenía que darle la razón. Ir al Showtime y aparecer en la fiesta de su sobrina no había sido una de sus ideas más brillantes, pero el tiempo jugaba en su contra. Sólo disponía de unos pocos días más, y si Jack no le hubiese mentido respecto a su viaje fuera de la ciudad no habría perdido cuatro días. Estaba contra la espada y la pared y los nervios empezaban a hacer acto de presencia.
– ¿Viste cómo se comportaba con las hijas de Billy? -preguntó Daisy. Cuando lo vio acercarse con las dos niñas sintió una sorpresiva punzada en el corazón-. Es muy bueno con ellas, y las niñas le quieren de verdad. Los niños no fingen acerca de esas cosas.
– ¿Y eso te hizo pensar que no deberías haberte casado con Steven?
Daisy se hundió en su asiento y miró hacia el frente.
– No, pero me hizo comprender que cuando le cuente lo de Nathan probablemente se enfadará mucho más de lo que había creído. No es que pensase que no iba a irritarse, pero había una parte de mí que esperaba que, en el fondo, lo entendiese. -Se sacó la pinza del cabello y recostó la cabeza en el asiento-. Jack no estaba preparado para tener familia. Acababa de perder a sus padres, no habría podido asumir el hecho de que estuviese embarazada. Hice lo correcto.
– Pero… -inquirió Lily.
– Pero nunca me he permitido preguntarme qué clase de padre habría sido. -Dejó la pinza sobre el salpicadero-. Nunca he querido pensar en eso.
– ¿Y ahora sí lo piensas?
– Sí. -Aunque sin duda habría sido mejor no hacerlo, no podía evitar pensar en ello.
La puerta de uno de los apartamentos se abrió y apareció Ronnie con una mujer morena del brazo. Daisy sólo había visto a Ronnie en un par de ocasiones, cuando Lily y él habían ido a visitarla a Seattle, pero lo reconoció al instante. Era un hombre atractivo, con el cabello rubio estudiadamente despeinado y una de esas sonrisas seductoras que hacen perder la cabeza a algunas mujeres. Al contrario que a Lily, a Daisy nunca le habría impresionado, y mucho menos hacerle perder la cabeza.
– Apaga el motor -le dijo Daisy a su hermana. Esa mañana, el sombrero vaquero de Ronnie dejaba su rostro y la parte superior de su camisa roja en la sombra. Llevaba un cinturón con una hebilla del tamaño de una bandeja y unos pantalones tan ceñidos que parecía que le hubieran pintado las piernas de azul.
– No voy a atropellarlo.
– Apágalo, Lily. -La pareja estaba demasiado lejos para poder ver el rostro de Nelly con claridad, pero incluso a esa distancia Daisy pudo apreciar que se había recogido el pelo en lo alto de la cabeza en una cola de caballo y que llevaba su considerable trasero enfundado en unos pantaloncitos negros de deporte.
El motor dejó de sonar y Daisy alargó la mano para hacerse con las llaves. Agarró a Lily del brazo para evitar que abriese la portezuela.
– No vale la pena, Lily.
La pareja montó en una camioneta Ford blanca con llamas de un color rojo metalizado pintadas en los costados. Ronnie ayudó a «Nelly, esa alimaña» a subir a su asiento, después puso en marcha la camioneta y se fueron. Cuando ya salían del aparcamiento, sintió un brote de ira en el estómago. Lily se cubrió la boca con la mano, peor un agudo gemido se le escapó entre los dedos. Daisy se inclinó hacia su hermana y la atrajo hacia sí para abrazarla con todas sus fuerzas.
– Lily, ese tío no se merece que llores por él -le dijo acariciándole el pelo.
– Sigo enamorada de él. ¿Por qué ya no me quiere? -Lily lloraba. Mientras, Daisy la tenía entre sus brazos y sintió que se le desgarraba el corazón. ¿Qué clase de tipejo era capaz de abandonar a su mujer y a su hijo? ¿Qué clase de hombre amoral se iba a vivir con otra mujer y vaciaba las cuentas bancarias para no tener que entregar el dinero de su hijo? Cuantas más vueltas le daba, más se irritaba. De algún modo, Ronnie pagaría por el daño que le estaba haciendo a su hermana.
– Cariño, ¿te has planteado la posibilidad de iniciar una terapia? -le preguntó a su hermana.
– No quiero hablar de eso con extraños. Es demasiado humillante. -A partir de ahí su discurso se hizo incoherente; su voz parecía el grito de un delfín angustiado.
– Deja que conduzca yo -dijo Daisy. Lily asintió y mientras Daisy rodeaba el coche, Lily se sentó en el asiento del acompañante-. ¿Te apetece una Dr. Pepper? -preguntó mientras salían del aparcamiento-. Te ayudará a despejarte la garganta.
Lily se limpió la nariz con la manga y asintió.
– Vale -fue todo lo que pudo decir.
Daisy condujo hasta un supermercado Minute Mart y aparcó frente a la puerta. Se metió las llaves en el bolsillo por si acaso a Lily se le pasaban ciertas ideas por la cabeza, sacó cinco dólares de su bolso y cogió las gafas de sol del salpicadero.
– Ahora mismo vuelvo -dijo tras abrir la puerta. Una vez dentro de la tienda, llenó un vaso grande con Dr. Pepper, lo cerró con su correspondiente tapadera y cogió una pajita. Cuando Lily se calmase un poco, hablaría con ella de su abogado: quería saber lo que estaba haciendo por ella.
– Buenos días -dijo el dependiente; estaba tan delgado que el uniforme verde parecía colgar de una percha. En su tarjeta de identificación ponía «Chuck» y «Tenga usted un buen día». Daisy dudaba que eso fuese posible.
– Buenos días. -Al entregarle al muchacho el billete de cinco dólares, vio que una camioneta Ford blanca con llamas rojas en los costados se detenía en el aparcamiento a escasos metros del Ford Taurus de Lily. Vio que Ronnie y Nelly salían de ella y vio también que se avecinaba una catástrofe-. Oh, no.
La puerta del acompañante del Taurus se abrió como movida por un resorte y Lily salió disparada. Se colocó frente a la pareja cuando alcanzaron la hacer, frente al supermercado. Daisy pudo oír los gritos histéricos de Lily a través de las cristaleras, y estaba segura que la gente que estaba repostando en la gasolinera era testigo de un buen espectáculo.
Daisy dejó la pajita sobre el mostrador y, con la mano alzada, dijo:
– Vuelvo enseguida.
En el momento en que Daisy salió por la puerta, Lily le estaba llamando «puta» y «culo gordo» a Nelly, y ésta, a modo de respuesta, le dio una bofetada. Daisy vio pasar volando las gafas de sol de su hermana. Lily alzó entonces la mano para devolverle el golpe, pero Ronnie la agarró del brazo y le dio un empujón.
Lily cayó al suelo y entonces Daisy sintió que se le encogía el corazón. La ira corrió por sus venas como un fluido tóxico, y echó a correr a toda velocidad, lanzándose contra el que pronto sería su ex cuñado. Años atrás, Steven y Jack le habían enseñado a defenderse. No había tenido que echar mano de aquellas lecciones hasta entonces, pero no las había olvidado. Era como montar en bicicleta. Le clavó el hombro en el esternón. Él gruñó y la agarró por el pelo. Tiró de él, pero ella apenas tuvo tiempo de sentirlo, pues le asestó un puñetazo en el ojo.
– ¡Ah, zorra chiflada!
Sin pensarlo siquiera le propinó un rodillazo justo debajo de la hebilla del cinturón. No creía haber acertado de lleno, pero el golpe resultó bastante eficaz para dejarle sin aliento. Ronnie le soltó el pelo a Daisy y dio un paso atrás. A continuación se dobló por la mitad; tenía algunos cabellos de Daisy entre los dedos.
– Si vuelves a tocar a mi hermana -le dijo Daisy entre jadeos- te mataré, Ronnie Darlington.
Ronnie gruñó y la miró con ojos entornados.
– Inténtalo, zorra estúpida.
A Daisy no le importaba que la llamasen «zorra chiflada»; al fin y al cabo era una expresión que en ocasiones la había definido bastante bien. Pero «zorra estúpida»… Por ahí no pasaba. Se abalanzó hacia él de nuevo, pero algo la sujetó por la cintura y tiró de ella.
– Has ganado, florecita.
Intentó librarse del brazo que la aprisionaba por la cintura, pero Jack la levantó del suelo.
– ¡Suéltame! ¡Voy a patearle el culo!
– Me temo que es más probable que acabe pateándotelo él a ti. Entonces tendría que intervenir y darle su merecido por haberte puesto la mano encima. Y no quiero hacerlo. Buddy y yo hemos venido aquí a poner gasolina y a tomar un café, eso es todo. No teníamos pensado pelear.
Daisy parpadeó y recuperó de ese modo la visión periférica. Cuando se volvió para mirar por encima del hombro, notó que el corazón le latía en la garganta.
– ¿Jack?
La sombra de su sombrero color beige le cruzaba la cara, y, aunque de sus labios salió un «Buenos días», el tono de su voz parecía indicar que no tenían nada de buenos.
Buscó a Lily con la mirada y la vio apoyada en la pared de la tienda. Tenía un corte en el puente de la nariz y la señal roja de los dedos de Nelly en la mejilla. Un hombre con una camiseta azul hablaba con ella. Nelly estaba sentada en el suelo y la cola de caballo que llevaba en lo alto de la cabeza se había desplegado hacia un costado de su cabeza. Ronnie se incorporo con un gruñido y se tocó la entrepierna como si intentara asegurarse de que todo estaba en su sitio.
– Espero que no puedas utilizarla durante un mes -espetó Daisy, y Jack la apretó con más fuerza contra su pecho.
Jack se dirigió entonces a Ronnie. Daisy notó su voz en la sien.
– Iros de aquí ahora que todavía podéis teneros en pie.
Ronnie abrió la boca, pero volvió a cerrarla al instante. Cogió a Nelly, que no paraba de chillar con todas sus fuerzas, por el brazo, la llevó hasta la camioneta, puso en marcha el motor y se alejaron de allí con un potente chirriar de neumáticos.
– ¿Estás bien, Lily? -le preguntó a su hermana.
Lily asintió y recogió las gafas de sol que le entregó el hombre de la camiseta azul.
– ¿Qué demonios ha pasado? -preguntó Jack-. ¿No tenéis nada mejor que hacer que pelearos con los demás? -No soltó a Daisy, y ella volvió la cabeza para mirarle. La brisa esparció algunos de sus cabellos rubios sobre la camisa de Jack. Daisy levantó la mirada y la clavó en la sombra que proyectaba el sombrero. Los profundos ojos verdes de Jack la miraban fijamente. Esperando.
– Eran el marido de Lily y su novia.
Jack inclinó la cabeza y la sombra descendió hasta sus labios.
– Ah.
Daisy de pronto se sintió muy débil: no era más que el efecto de la adrenalina corriendo por sus venas, pero agradeció que Jack la estuviese sujetando con fuerza.
– Es una rata asquerosa.
– Eso he oído decir.
A Daisy no le sorprendía que la reputación de Ronnie le precediese. Lovett era un pueblo relativamente pequeño.
– Vació la cuenta bancaria para no tener que darle dinero por Pippen.
Jack deslizó la mano sobre el vientre de Daisy al soltarle el brazo. Dio un paso atrás y el fresco aire de la mañana reemplazó el roce de su recio pecho en la espalda de Daisy. La mano le palpitaba, le dolía la cabeza y también el hombro, y las rodillas le flaqueaban. Hacía mucho tiempo que no sentía la fuerza de un hombre al abrazarla, y nada le habría gustado más que volver a apoyar la cabeza contra el pecho de Jack. Por descontado, la idea era absurda.
– Me he hecho daño en la mano.
– Deja que le eche un vistazo. -Le tomó la mano entre las suyas. Llevaba las mangas de la camisa remangadas hasta los codos, y sobre el bolsillo podía leerse CLÁSICOS AMERICANOS PARRISH en letras bordadas en negro-. Mueve los dedos.
Tenía la cabeza inclinada sobre su mano y faltó poco para que el ala de su sombrero le rozara los labios. Olía a jabón, a limpio y almidón. Le pasó el pulgar por la palma de la mano y notó leves pinchazos ascendiendo hacia su muñeca y el resto del brazo. La adrenalina le estaba jugando una mala pasada. O quizá tuviera algún nervio maltrecho.
Jack la miró a los ojos. Durante unos segundos no hizo nada más. Daisy había olvidado que los ojos de Jack tenían unas motas verdes que sólo se apreciaban si se miraban muy de cerca.
– No creo que te hayas roto nada, pero supongo que deberías hacerte una radiografía. -Le soltó la mano.
Ella cerró los dedos y se agarró el puño con la otra mano.
– ¿Cómo sabes que no hay nada roto?
– Cuando me rompí la mano se me hinchó casi al instante.
– ¿Cómo te la rompiste?
– En una pelea.
– ¿Con Steven?
– No. En un bar de carretera, en Macon.
¿Macon? ¿Qué habría estado haciendo en Macon? No sabía nada acerca de la vida que había llevado en los últimos quince años. Sintió curiosidad, pero suponía que si Jack respondía a sus preguntas no iba a hacerlo profusamente.
El dependiente salió de la tienda y se acercó a Daisy para entregarle sus gafas de sol.
– Gracias, Chuck -le dijo antes de ponérselas. También le entregó el cambio y el vaso de Dr. Pepper, que Daisy aceptó con la mano sana.
– ¿Cree que debería llamar a la policía? -preguntó el muchacho-. Vi que primero pegaron a la otra mujer.
Un informe policial tal vez resultase útil en el divorcio de Lily, pero ella no era completamente inocente en este caso. Lily había estado acosando a Ronnie. No sabía si Ronnie se había dado cuenta, pero cabía la posibilidad de que así fuera.
– No. Está bien.
– Si cambia de opinión, hágamelo saber -dijo Chuck antes de volver a la tienda.
Daisy miró a Lily y al hombre que hablaba con ella.
– ¿Va contigo? -le preguntó a Jack.
– Sí. Es Buddy Calhoun.
– ¿Es mayor o menor que Jimmy?
– Un año menor.
Daisy recordaba muy poco de Buddy, excepto que sus dientes eran un desastre y que era pelirrojo como el resto de los Calhoun. Miró a su alrededor, observó a la gente que había en el aparcamiento y en la gasolinera. Las consecuencias de lo que acababa de hacer empezaron a tomar cuerpo en su cabeza.
– No puedo creer que me haya peleado en público. -Apoyó el vaso de Dr. Pepper en su mejilla-. Ni siquiera digo palabrotas cuando estoy con otras personas.
– Si te sirve de consuelo, te diré que no has dicho ninguna. -No, no le servía de consuelo, y menos aún después de oírle añadir-: Pero tu hermana tiene la lengua de un camionero. La oímos desde la gasolinera.
Daisy ya no vivía en Lovett, pero su madre sí. A ésta se le caería la cara de vergüenza. Daisy y Lily seguramente serían el tema de conversación en el siguiente baile del club de solteros.
– ¿Crees que nos ha visto mucha gente?
– Daisy, estamos en el cruce de Canyon con Vine. Por si no lo recuerdas, es el punto más concurrido del pueblo.
– Entonces, todo el mundo va a saber que le he dado un puñetazo en el ojo a Ronnie Darlington. -Apartó el refresco de su mejilla. Dios bendito, ¿podrían ir peor las cosas?
Sin duda.
– Y también le diste un rodillazo en las pelotas.
– ¿Lo viste?
– Sí. Recuérdame que no me meta contigo. -Jack miró por encima de la cabeza de Daisy-. ¿Estás listo, Buddy?
Buddy Calhoun se volvió y le dedicó a Jack una radiante y perfecta sonrisa. Buddy se había deshecho de la mala dentadura de los Calhoun. Y tenía el pelo de un rojo oscuro, no del tono zanahoria de sus hermanos. También era más guapo.
– Listo, J.P. -bramó.
¿J.P.?
– No te metas en problemas -le dijo Jack antes de volverse-. La próxima vez es posible que yo no ande cerca para evitar que cometas alguna estupidez, como querer pelear con un hombre que pesa el doble que tú.
Ella apoyó su mano enrojecida sobre el brazo de Jack para detenerlo. Tenía toda la razón.
– Gracias, Jack. Si no me hubieses detenido, podría haber pasado algo grave. -Sacudió la cabeza. Tal vez no la odiaba tanto como pretendía dar a entender-. Cuando vi que empujaba a mi hermana… No sé qué pasó, perdí la cabeza y me lancé contra él.
– No tiene importancia, Daisy. -O al menos no tanta como para que se sintiese especial-. Lo habría hecho por cualquier mujer. -Jack bajó la vista y se quedó mirando fijamente la mano que le había colocado sobre el brazo.
– Pero como no soy cualquiera, deberías dejar que te lo agradezca como es debido -dijo Daisy con la esperanza de que a partir de ese momento empezasen a relacionarse en términos más amistosos y pudiese hablarle por fin de Nathan.
Jack esbozó una media sonrisa y fue levantando la mirada pasándola por sus pechos y su mentón y fijándola finalmente en su boca. No le apasionaba su propuesta e intentaba hacerla sentir incómoda.
– ¿En qué estás pensando?
– No en lo que tú crees.
Desde la sombra que proyectaba el ala de su sombrero Jack la miró por fin a los ojos.
– ¿Entonces…?
– En invitarte a comer.
– No me interesa.
– A cenar.
– No, gracias. -Jack bajó de la acera y añadió volviendo ligeramente la cabeza-: Vamos, Buddy.
Daisy lo observó mientras cruzaba el aparcamiento hacia el Mustang clásico de color negro que estaba frente a uno de los surtidores de la gasolinera. Dos costuras recorrían la espalda de su camisa hasta adentrarse en sus Levi’s. No llevaba cinturón y se le marcaba la billetera en el bolsillo trasero. Buddy le seguía. Daisy miró a su hermana. La marca del bofetón empezaba a desaparecer de su mejilla.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Daisy a su hermana mientras se acercaba a ella.
– Estoy bien. -Lily tendió la mano, cogió el vaso de Dr. Pepper y bebió un trago-. Creo que perdí el control.
¿En serio?
– Un poco -reconoció Daisy.
Las dos se dirigieron hacia el Ford Taurus de Lily y se metieron dentro. Lily dijo al abrocharse el cinturón:
– Lamento lo que te dije sobre Steven. Tienes razón. Me comporté como una zorra insensible.
– Creo que lo que dije fue que eras una niñata.
– Ya lo sé. Vámonos a casa.
Daisy puso en marcha el coche.
– ¿Cuánto tiempo crees que tardará mamá en descubrir lo que ha pasado?
– No mucho -dijo Daisy con un suspiro-. Probablemente intente sonsacarnos.
Por el retrovisor vio el coche de Jack salir del aparcamiento.
– ¿Daisy?
– ¿Sí?
– Gracias. Fuiste muy valiente lanzándote sobre Ronnie.
– No me des las gracias. Prométeme que no volverás a perseguir a Ronnie ni a Nelly la alimaña.
– De acuerdo. -Lily bebió un trago y añadió-: ¿Te fijaste en su culo?
– Es enorme -respondió Daisy.
– Y lo tiene caído -puntualizó Lily.
– Sí. Tú eres mucho más mona y tienes el pelo más bonito -observó Daisy.
Lily sonrió y añadió:
– Y mejor aliento.
Daisy soltó una carcajada y asintió.
Cuando llegaron a casa de su madre, Lily agarró a Pippen del brazo y se sentó en el sofá con él. Puso un vídeo de dibujos animados y hundió la nariz en el cabello de su nuca.
– Te quiero, Pippy -le dijo a su hijo.
Sin apartar los ojos de la tele, el niño echó ligeramente la cabeza hacia atrás y le dio un beso a su madre en la barbilla.
– ¿Has encontrado trabajo? -le preguntó Louella desde la cocina mientras preparaba unas galletas: toda la casa olía a la manteca de cacahuete.
– Dijeron que me llamarían -respondió Lily escondiendo su sonrisa tras la cabeza de su hijo.
– Gallina -le susurró Daisy.
Lily era una lianta, de eso no cabía duda. Daisy tenía tan sólo tres días por delante antes de retomar su vida en Seattle. Ese día en concreto era el último de clase para Nathan, por lo que tenía pensado llamarle y preguntarle cómo le había ido.
Tenía un montón de cosas por hacer. Disponía de tres días para conseguir que su hermana enderezase su vida, entregarle la carta de Steven a Jack y decirle que tenía un hijo. Después de todo eso podría regresar a casa y seguir adelante con su vida junto a su hijo. Ella y Nathan podrían ir a pasar unos días a alguna playa y tostarse un poco al sol. Se tomaría unas cuantas piñas coladas mientras el muchacho disfrutaba viendo a chicas en bikini: estarían en la gloria.
Pero justo en ese momento lo único que deseaba era darse una ducha, ponerse hielo en la mano y tomar un trago. El flujo de adrenalina había disminuido, y estaba cansada y dolorida, pero de no haber sido por Jack ahora se sentiría mucho peor. Lanzarse contra Ronnie no había sido una decisión muy inteligente, pero ni siquiera había pensado lo que hacía. Se limitó a reaccionar al ver que empujaba a Lily.
«Me temo que es más probable que él acabe pateándotelo a ti. Entonces tendría que intervenir y darle su merecido por ponerte la mano encima», le había dicho Jack. También vino a decirle que lo habría hecho por cualquier mujer. Le dijo que no tenía importancia.
Pero ahora que podía pensar con algo más de claridad, dudaba que hubiese abrazado a cualquier mujer unos cuantos minutos más de lo necesario como lo había hecho con ella. Al menos no del mismo modo, apretándola con fuerza contra su pecho. Y dudaba seriamente que hubiese frotado la mano de cualquier otra mujer con el pulgar. También dudaba que fuera consciente de lo que estaba haciendo.
Ella estaba tan concentrada en lo que pasaba a su alrededor que no se había percatado de que el roce de Jack había sido más personal de lo que dictaban las normas de comportamiento del buen samaritano y lo había mantenido durante algunos segundos más.
Se dio cuenta en ese momento, y el mero recuerdo de su roce le hizo contener el aliento. Cuando Daisy subía las escaleras camino de su dormitorio, su madre la llamó para que bajara a ayudarla.
– Ya voy -respondió; después cerró la puerta a su espalda. Se apoyó en ella al tiempo que sentía una fuerte punzada de calor en el vientre y entre los muslos. El calor se extendió por todo su cuerpo y lo notó especialmente en los pechos. No había sentido nada parecido desde hacía mucho tiempo, pero sabía de qué se trataba. Deseo. Deseo sexual. Años atrás aquel impulso la había dominado.
Cerró los ojos. Tal vez rememoró el roce de Jack. Tal vez no fueron más que fantasías, pero no pudo evitar imaginar lo estupendo que sería sentir otra vez el cuerpo sólido y fuerte de un hombre. Era maravilloso sentirse protegida. Era maravilloso sentir el pecho de un hombre contra la espalda, sus brazos alrededor de la cintura. Que dios se apiadase de ella, pero echaba de menos esa sensación. La echaba tanto de menos que deseó fundirse con Jack. Se preguntó qué habría sucedido si se hubiese dado la vuelta y le hubiese besado en el cuello. Qué habría pasado si le hubiese recorrido el cuello con la lengua mientras le acariciaba con las manos su fornido pecho. Desnudo, como lo estaba en la cocina de su casa la noche en que volvió a verlo. Medio desnudo, con los pantalones colgando despreocupadamente de sus caderas, como preparados para que ella pudiera introducir en ellos las manos después de deslizarlas por su vientre plano, arrodillarse ante él y hundir su rostro en la bragueta.
Daisy abrió los ojos. Jack era el último hombre de la Tierra con el que tenía que tener fantasías sexuales. El último hombre del planeta que debería hacerle pensar en el sexo.
«Ha pasado mucho tiempo, eso es todo», se dijo alejándose de la puerta. Abrió un cajón y sacó unas bragas y un sujetador. Tenía treinta y tres años, y antes de la enfermedad de Steven su vida sexual había sido muy activa. A Daisy le gustaba el sexo y lo echaba de menos. Había supuesto que sólo era cuestión de tiempo que su deseo de intimidad volviese a adquirir protagonismo. Pero que sucediese en ese preciso momento no tenía nada de bueno. Y lo peor de todo era que fuera Jack el desencadenante. Por razones obvias, que Jack y ella se enrollasen tenía que estar fuera de consideración.
Daisy fue hasta el baño que había al otro extremo del pasillo. Sin embargo, acostarse con cualquier otro hombre empezaba a ser una posibilidad. Sólo había estado con dos hombres en toda su vida; tal vez hubiera llegado el momento de experimentar. Disponía de dos días y medio antes de regresar a Seattle. Quizá fuera el momento de vivir alguna experiencia antes de volver a casa para ejercer de madre. Tal vez debería añadir «acostarse con alguien» a su lista de tareas.
De pronto se sintió culpable. Steven estaba muerto, ¿por qué tenía entonces la sensación de que iba a serle infiel a su marido? No lo sabía, pero así era. El sentimiento de culpa estaba ahí, y sabía que muy probablemente le impediría llevar a cabo acción alguna.
Era una lástima, porque le habría apetecido disfrutar del sexo sin ataduras: enrollarse con alguien y no volver a verlo en la vida.
Abrió el grifo de la bañera y colocó la mano bajo el chorro de agua. Pero quizá, si llevase a cabo su plan, ese sentimiento de culpa se disipara para siempre. Tal vez fuese como volver a perder la virginidad. La primera vez fue la más difícil. Después todo se hizo más sencillo. Y mucho más divertido.
Obviamente, no disponía de candidato alguno. Tal vez podría ligarse a algún tipo en un bar. Alguien que se pareciese a Hugh Jackman o al protagonista del anuncio de Coca-Cola light. No, esos hombres le recordaban demasiado a Jack. Tendría que escoger a alguien totalmente diferente. Alguien parecido a Viggo Mortensen o a Brad Pitt. No, mejor Matthew McConaughey.
Oh, sí.
Pero ni hablar de Jack. Nunca jamás. Eso sería poco menos que un suicidio.
«Aunque tal vez -le susurró una suave voz en su interior- sería la bomba.» Se quitó los pantalones cortos y la camiseta. Tenía la sensación de que, si no se andaba con mucho cuidado, aquella vocecita interior podía meterla en serios problemas.