Capítulo 18

Daisy había vivido quince años en el noroeste, pero no había olvidado lo serio que podía ser para la gente de Tejas un partido de fútbol americano. Ya fuese en el Tejas Stadium de Dallas, en el campo de un instituto de Houston o en un pequeño parque de Lovett, el fútbol era para todos como una especie de segunda religión.

Amén.

Lo que Daisy no sabía era que aquel partido en concreto era un acontecimiento anual. Los hombres se reunían una vez al año para sudar, darse golpes y comparar sus heridas de guerra. No había señales en el suelo. Ni árbitros. Ni postes de gol. Tan sólo dos líneas laterales, dos zonas de tanteo marcadas con pintura naranja fluorescente y una persona encargada del cronómetro. El equipo de Jack llevaba sudaderas de color rojo y las del equipo contrario eran azules.

Cada equipo tenía como máximas aspiraciones no sólo ganar sino machacar al contrario. Se trataba de fútbol americano en estado puro, y Nathan Monroe iba a ser el único jugador con casco y protecciones. Un detalle que le incomodaba lo indecible.

Daisy intentó rebajar su incomodidad explicándole una y otra vez que él sólo tenía quince años y que iba a enfrentarse a hombres mucho mayores y mucho más fuertes. Al parecer no le importaba que le hiciesen daño, lo único que le fastidiaba era quedar como un gallina.

– Nathan, tu ortodoncia me costó cinco mil dólares -le dijo su madre-. No voy a dejar que te hagan saltar los dientes de un golpe.

Sólo le mejoró un poco el humor cuando Brandy Jo llegó al campo y le dijo que le gustaba cómo le quedaban el casco y las protecciones.

Daisy, Nathan y Jack habían ido juntos al campo, y cuando ya estaban cerca Jack examinó con más detenimiento el vestido de Daisy.

– No se parece en nada a los vestiditos de animadora que solías llevar en el instituto -dijo cuando Nathan se alejó para recoger su sudadera roja de manos de Billy.

Daisy había ignorado por completo la sugerencia de Jack respecto a su vestuario y había elegido un vestido que se cruzaba en la espalda. Daisy se fijó en el dobladillo: le llegaba justo por encima de las rodillas.

– ¿Demasiado largo?

– Y además no deja la espalda al descubierto -añadió Jack.

– No tenía pensado ponerme a hacer esas piruetas que, al parecer, tanto te gustaban.

Jack se fijó en los integrantes de su equipo, que estaban reunidos en el centro del campo.

– Con este vestido podrás lastimarte los «pompones». Y eso sería una verdadera lástima.

– No te preocupes por mis pompones. -Daisy se detuvo en la línea roja-. Están estupendamente.

Daisy le vio alejarse y sonrió. No llevaba nada debajo de su jersey de punto y se le veía la piel a través de los agujeritos. Se fijó en sus pantalones de fútbol americano: le marcaban todas las nalgas. Jack Parrish estaba realmente bien. Los pantalones le llegaban justo por debajo de las rodillas, y llevaba calcetines negros y botas con tacos. Se movía como si nada en el mundo pudiese alterarle. Como si no fuese a pasarse la siguiente hora recibiendo más golpes que una estera.

Daisy oyó que alguien la llamaba, se volvió y, entre los jugadores del equipo azul, vio a Tucker Gooch saludándola con la mano. Ella le devolvió el saludo y reconoció junto a él a un montón de antiguos compañeros del instituto. Cal Turner y Marvin Ferrell. Lester Crandall y Leon Kribs. Eddy Dean Jones y algunos de los hermanos Calhoun, incluidos Jimmy y Buddy. Se preguntó si Buddy estaría al corriente de que Lily, después de hacer el amor con él, perdió la cabeza y empotró su coche contra el salón de la casa de Ronnie.

Probablemente no.

Reconoció a unas cuantas personas más. La gente con la que había crecido en Lovett. Penny Kribs y la pequeña Shay Calhoun. La esposa de Marvin, Mary Alice, y Gina Brown.

Daisy notó una punzada de celos en el estómago. Se preguntó si Gina y Jack habrían estado juntos desde el mes pasado. Probablemente sí. Los celos fueron ascendiendo por su estómago y le atenazaron el corazón. Conocía aquel sentimiento, le resultaba muy familiar. Lo había sentido quince años atrás, cuando la sola idea de que Jack pudiese estar con otra mujer le hacía hervir la sangre.

Pero Jack no era de su propiedad y, además, ya no era una niña. Sabía muy bien cómo sobrellevar los celos. No se opuso a ellos ni tampoco fingió no sentirlos. Dejó que se manifestasen. Y después se limitó a esperar a que se fuesen por donde habían venido.

En este asalto, la cabeza venció al corazón. Daisy se sentó en una silla plegable en la banda del campo, junto a Rhonda y sus hijas. Las tres niñas llevaban trajes de animadora de color rojo y no dejaban de saltar, como si tuviesen muelles en lugar de piernas.

– El año pasado Billy se lesionó un músculo de la ingle -le dijo Rhonda mientras le quitaba a Tanya los calcetines para que la niña pudiese mover los deditos de los pies-. Estuvo doliéndole unas tres semanas.

– Marvin se rompió el pulgar -añadió Mary Alice mientras se inclinaba hacia delante en su silla.

El casco y las protecciones no resguardaban ni la ingle ni los pulgares. Daisy se puso en pie, dispuesta a sacar de allí a Nathan, pero volvió a sentarse: si le hacía algo así a su hijo jamás la perdonaría. Así que cruzó los dedos y no se movió.

El partido dio comienzo a las siete y media. El calor era insoportable incluso a la sombra, y los jugadores sudaban como animales. Jack era el quarterback del equipo rojo. Daisy había olvidado lo mucho que le gustaba verle jugar. Cada vez que Jack echaba el brazo hacia atrás para lanzar la pelota, se le subía la sudadera y Daisy atisbaba un pedazo de su plano vientre y el ombligo, justo por encima de la cintura de los pantalones. Cuando le placaban, podía ver su pecho al completo.

El parque Horizon View no tardó en verse invadido por los gritos y los encontronazos de aquellos hombres. Los cuerpos golpeaban contra el suelo de manera audible, y los espectadores de ambas bandas no dejaban de animar.

En el primer cuarto, Jack le envió un pase en corto a Nathan, y éste lo pescó y corrió con el balón en las manos unas diez yardas antes de que le placaran. Daisy sostuvo la respiración hasta que vio que su hijo se ponía en pie y se limitaba los restos de césped del casco. En el segundo cuarto, Jimmy Calhoun consiguió un touchdown para el equipo rojo. Por desgracia, le hicieron un placaje en la zona de tanteo y cayó al suelo de mala manera. Cuando logró volver a ponerse en pie fue cojeando hasta su coche y Shay tuvo que llevarlo al hospital. Todo el mundo coincidió en que probablemente se había lesionado la rodilla. Buddy tan sólo esperaba que no se tratase de algo más permanente.

– El deseo de Shay es formar una familia numerosa -dijo mientras observaba cómo se llevaban a su hermano-. Espero que Jimmy no haya sufrido daños irreparables en alguna zona vital.

Durante el descanso, Daisy ayudó a Rhonda y a Gina a abastecer de botellas de agua a los miembros de ambos equipos. Los jugadores parecían bastante hechos polvo, y todavía les quedaba la mitad del encuentro. En el equipo azul, Leon Kribs tenía un ojo a la funerala y Marvin Ferrell, el labio muy hinchado. Por su parte, Tucker Gooch tuvo que vendarse el tobillo, y aprovechó el momento para pedirle el teléfono a Daisy.

No se lo dio.

Le dio alguna absurda excusa y se fue a hablar con Nathan para asegurarse de que estaba bien. Billy le pasó a Nathan el brazo por los hombros y le revolvió el pelo con la otra mano. En lugar de enfadarse, como esperaba Daisy, Nathan se rió y le dio suavemente con el puño en la barriga.

– A Billy le gustaría tener un hijo -le dijo Rhonda-. Pero tendrá que conformarse con jugar con Nathan.

Billy sólo iba a disponer de tres semanas más antes de que Nathan y ella regresasen a Seattle. Daisy se preguntó cómo afrontaría Nathan la partida: ¿todavía tendría las mimas ganas de volver a casa?

¿Y ella? Al pensar en ello la inquietud que sentía se transformó en verdadera ansiedad, pues le asustaba enormemente que la respuesta fuese negativa. Justo el día anterior, ella y Nathan habían pasado por el centro de Lovett en coche y Daisy se había fijado en un local vacío junto a la tienda de regalos Donna’s, en la Quinta. Sin ni siquiera proponérselo, se vio a sí misma allí. Un cartel colgaría encima de la puerta: DAISY MONROE, FOTÓGRAFA. O tal vez llamaría a su estudio «Florecita» o…

Su corazón y su cabeza estaban librando una batalla, y lo mejor sería que aclarase las cosas lo antes posible antes de firmar un contrato de alquiler en Seattle.

Le pasó una botella de agua a Eddy Dean, que tenía sangre en los nudillos, y otra a Cal Turner, que ya cojeaba al andar. La cojera, sin embargo, no le impidió pedirle a Daisy que quedasen en el Slim esa misma noche. Ella le echó una mirada a Jack, que estaba a unos cuantos metros de distancia, muy concentrado en su conversación con Gina. Jack tenía las manos apoyadas en la cintura y de un hombro le colgaba una toalla blanca. Gina señaló hacia la izquierda, pero Jack puso entonces sus ojos en Daisy, que se acercaba con las botellas.

– Luego hablamos -dijo Gina encaminándose hacia la banda.

– De acuerdo; gracias -respondió Jack al coger dos botellas de agua; abrió una. Tenía una herida sanguinolenta en el codo izquierdo y los pantalones blancos machados de verde. Se bebió media botella de un trago y vertió el resto sobre su cabeza.

– ¿Vas a salir con Cal esta noche? -le preguntó a Daisy mientras se secaba la cara con la toalla.

Ella se preguntó si habría oído a Cal.

– ¿Te molestaría? -le preguntó ella.

La miró por encima de la toalla y después se la colgó alrededor del cuello.

– ¿Te importaría si así fuese? -preguntó él a su vez.

Daisy se volvió hacia la banda, hacia donde estaba Gina, y dijo:

– Sí.

Jack apoyó las puntas de los dedos en la mejilla de Daisy para obligarla a que le mirase y reconoció:

– Sí, me molestaría. No salgas ni con Cal ni con el Bicho ni con nadie.

– No voy a salir con Cal ni con nadie. -Daisy bajó la vista y se miró un instante los pies; después fue levantando la mirada paseándola por los pantalones y el jersey rojo de Jack y la fijó finalmente en sus ojos verdes-. ¿Y Gina?

Jack se acercó tanto a ella que casi se rozaron y le pasó el pelo tras la oreja.

– No he estado con nadie -dijo él en un susurro-. No desde lo del Custom Lancer.

Daisy se preguntó si estaba hablando del coche. Conociendo a Jack, podía ser.

– ¿En serio?

– Sí. -Deslizó los dedos por el cuello de Daisy-. ¿Y tú?

Daisy no pudo evitar sonreír.

– Por supuesto que no.

Él también sonrió.

– Estupendo. -Le dio un fugaz beso en los labios y regresó junto al resto de su equipo. Aquel beso no contaba como tal. Apenas podía recibir la denominación de beso, pero había sido lo bastante húmedo para dejarle en los labios su sabor. Lo bastante cálido para encender fuego en su corazón.

Durante el desarrollo del tercer cuarto del partido, el equipo azul anotó un touchdown, pero lo cierto es que Daisy no estaba prestando mucha atención al juego. Otras cosas mucho más importantes le preocupaban en esos instantes. Se había enamorado de Jack. Ya no podía pasarlo por alto. Había acudido a Lovett para hablarle a Jack de Nathan. No albergaba la menor intención de volver a enamorarse de él, pero así había sido, y ahora tenía que decidir qué pasos iba a dar a partir de ese momento. Quince años atrás había huido del dolor que suponía no sentirse amada por Jack. En esta ocasión no iba a salir corriendo. Si huía no tendría ninguna posibilidad de saber lo que Jack sentía por ella.

Cuando llevaban jugados cuatro minutos del último cuarto, Marvin Ferrell, que pesaba unos cuantos kilos más que Jack, se le tiró encima. Cayó al suelo con una exclamación de dolor y a Daisy le dio un vuelco el corazón. Permaneció tumbado de espaldas durante un buen rato, hasta que Marvin le ayudó a ponerse en pie. Jack movió la cabeza a un lado y a otro para comprobar que seguía en su sitio y, después, regresó muy despacio junto al resto del equipo. Su siguiente lanzamiento fue un pase espectacular de veinte metros para Nathan, quien, tras recibirlo, corrió como una bala hasta la zona de anotación. Nathan se sacó el casco y lo lanzó contra el suelo. Empezó a dar saltos y a recibir las felicitaciones de sus compañeros. Jack le pasó el brazo por encima de los hombros. Padre e hijo caminaron con las cabezas unidas hacia la banda, ambos sonriendo como si acabasen de ganar millones en la lotería.

Después del partido, Nathan seguía tan alterado que se dejó llevar y le dio tal abrazo a su madre que la alzó en vilo.

– ¿Has visto el touchdown? -le preguntó antes de soltarla.

– Por supuesto. Ha sido precioso.

Nathan se sacó las protecciones de los hombros mientras Brandy Jo y un grupo de amigos y amigas adolescentes se aproximaba. Todos parecían muy impresionados por el hecho de que los mayores hubiesen invitado a jugar a un chico de quince años.

– He jugado porque Jack y Billy estaban en el equipo rojo -dijo.

Un muchacho con una camiseta del grupo Weezer le preguntó:

– ¿Quiénes son Jack y Billy?

– Billy es mi tío. -Nathan se detuvo y miró hacia Daisy-. Y Jack es mi padre.

Daisy sintió la presencia de Jack a su espalda segundos antes de que la agarrase por los hombros. Le miró a los ojos y se dejó apresar por su agradable sonrisa; después volvió a mirar a su hijo. Los dos hombres de su vida se estaban mirando a los ojos y parecían entenderse sin palabras. No había gimoteos, ni lloros, ni abrazos. Era un reconocimiento parecido a un apretón de manos o un saludo deportivo.

En lugar de irse a casa con Daisy y con Jack para celebrar su touchdown, Nathan le preguntó si podía ir a dar una vuelta con sus nuevos amigos. Le dedicó una mirada fugaz a Brandy Jo, y en ese instante Daisy supo que aquella jovencita de quince años, con una larga cabellera de color castaño y un marcado acento de Tejas, había usurpado el lugar que ella ocupaba en la vida de su hijo. Sintió una inesperada punzada de celos. Nathan se estaba haciendo mayor a pasos agigantados, y ella echaba de menos a ese niño que solía cogerla de la mano y levantar su cabecita para mirarla como si fuese la cosa más importante del mundo.

– ¿Nos vamos? -le preguntó Jack inclinándose hacia ella-. Quiero sacarte de aquí antes de que aparezca Cal e intente echarte el lazo otra vez.

Jack bromeaba pero no del todo. Daisy detectó el dolor en su voz.

– ¿Qué te duele?

– El hombro -dijo él caminando hay hacia el aparcamiento-. Me duele mucho.

– No sé por qué no os ponéis protecciones. -Daisy levantó una mano y añadió-: No hace falta que lo digas. Lo sé. Las protecciones son para mariquitas.

Jack abrió la portezuela del copiloto para que Daisy pudiese entrar. Justo antes de montarse en el coche echó un último vistazo hacia el campo de juego, para ver una última vez a Nathan.

– Está creciendo demasiado rápido -dijo Daisy mientras le observaba alejarse con Brandy Jo del brazo-. Siempre ha sido muy movido e independiente. No podía llevarlo a ningún sitio cuando era un niño porque salía corriendo. Así que le puse una de esas correas para niños pequeños. Siempre me sentía más segura sabiendo que estaba al otro lado de la correa. Daba un tirón y dejaba de hacer lo que estuviese haciendo. -Aferró la parte de arriba de la portezuela que separaba su cuerpo del de Jack-. Ojalá pudiese dar un tirón ahora para evitar que se metiese en problemas.

Jack colocó las manos junto a las de Daisy.

– Es un buen chico, Daisy. Todo irá bien.

Le miró a los ojos, se inclinó hacia delante y le dio un leve beso, un beso que se transformó sin transición alguna en un beso suave y lento capaz de derretirle el corazón. Jack olía a sudor y a hierba. Le acarició las manos con los pulgares mientras la besaba. Jack se tomó su tiempo, profundizando en aquel beso íntimo. Los rincones más secretos del alma de Daisy reconocieron el contacto con Jack. Fue algo más que el roce de dos bocas, algo más que el empuje del deseo, que exigía una continuación de ese beso.

Cuando se apartó, Jack la miró tal como solía hacerlo años atrás. Con la guardia baja. Sus anhelos y deseos resultaban absolutamente evidentes en su mirada verde y cristalina.

– Ven conmigo a mi casa -dijo Jack colocando las palmas de sus manos sobre las de Daisy.

Ella tragó saliva y en su boca se dibujó una sonrisa. No había necesidad alguna de preguntarle qué tenía planeado hacer.

– Creí que te dolía el hombro -dijo.

– No es para tanto.

– Puedo darte un masaje.

Jack negó con la cabeza.

– Tienes que conservar las fuerzas para otro tipo de masaje.

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