Capítulo 7

Diez minutos antes de que llegaran las demás chicas para la cita de la una de la madrugada, Sarah estaba delante del gran espejo de cuerpo entero de su dormitorio clavando la vista en su reflejo. Se había puesto un camisón blanco de algodón y una sencilla bata de algodón blanco que llevaba anudada en la cintura. Luego se había peinado el indomable pelo en una gruesa y sencilla trenza. Estaba igual que todas las noches, completamente normal. Pero no se sentía igual.

Levantó la mano y se pasó la yema de los dedos por los labios. Cerró los ojos y se le escapó un suspiro de placer. Nunca, ni siquiera en sus sueños más descabellados, ni una sola vez en las incontables horas que había permanecido despierta por la noche imaginando que la besaba un hombre, que la tocaba un hombre, había sospechado que la realidad pudiera ser tan increíblemente maravillosa.

Aquella deliciosa sensación de su cuerpo presionando el suyo, de sus labios en los suyos, de su lengua tocando la suya mientras con sus manos le acariciaba suavemente el pelo y le apretaba la espalda para atraerla más hacia él. La embriagadora sensación de la piel de su pecho bajo la palma de su mano, el agitado murmullo de su respiración, la abrumadora sensación de su dureza presionando contra la unión de sus muslos. Un intenso calor la invadió y apretó las piernas en un esfuerzo para reducir el dolorido pálpito donde él había presionado tan íntimamente contra ella, pero fue inútil.

Lo había sentido caliente. Firme y grueso. Ser envuelta por sus brazos era como ser abrasada por una manta suave secándose bajo los cálidos rayos del sol. Su pelo mojado había sido como seda húmeda bajo sus dedos. La había abrazado, la había besado, la había tocado con una ardiente pasión que ella nunca creyó que podría experimentar más allá de su imaginación. Y a pesar de lo activa que era su imaginación, nunca hubiera concebido una escena como la que había compartido con lord Langston.

¿Por qué? ¿Por qué la había besado así? Abrió los ojos para estudiar su reflejo y negó con la cabeza, completamente confundida. Nada de lo que reflejaba el espejo inspiraría la pasión de un hombre. Quizás él había estado bebido, aunque por lo que ella había visto, no olía ni sabía a nada de eso. Lo más humillante era considerar que lo más probable era que él hubiera estado pensando en otra mujer. Fingiendo que ella era otra persona. Que era una mujer hermosa. No había otra explicación lógica. A menos que…

Quizá la había besado para distraerla de que guardaba un cuchillo en el dormitorio, un cuchillo que había presionado contra su garganta cuando la creyó un intruso con intención de hacerle daño, ¿Guardarían todos los caballeros un arma como hacía lord Langston? Quizá. O quizá sólo lo hacían los caballeros que tenían algo que ocultar, Y era justo lo que había estado pensando hasta que… él consiguió que dejara de pensar con un beso.

Se le escapó otro suspiro. No importaba que él hubiera estado pensando en otra persona o tratando de distraerla, ahora ella conocía esa magia de la que sin querer había oído hablar a otras mujeres. Ese encantamiento al que Carolyn tan a menudo había aludido. Era embriagante. Era adictivo. Y, se temía, inolvidable.

¿Lo notarían su hermana o sus amigas? ¿Podrían notar a simple vista ese calor resplandeciente que pulsaba en su interior?

Se acercó más al espejo. No. Con las gafas puestas, aún parecía la Sarah de siempre.

Sonó un suave golpe en la puerta y apartó la mirada del espejo para cruzar rápidamente la habitación. Abrió la puerta para descubrir a Carolyn, Julianne y Emily en el pasillo, agarrando firmemente algo contra las batas.

– Parece ser que todas hemos tenido éxito en el juego de búsqueda -dijo Sarah después de que entraran las tres y cerrara la puerta.

– Sí -dijo Emily, con los ojos brillantes de excitación-. ¿Conseguiste la camisa de lord Langston?

«Entre otras cosas.» El rubor le inundó la cara.

– Sí. -Se aclaró la garganta-. Espero que haya ido todo sobre ruedas.

– Entré en el dormitorio de lord Thurston y estuve fuera, con la corbata en la mano, en menos de un minuto. -Presumió Emily, esbozando una sonrisa al colocar su tesoro sobre la cama-. Fue muy fácil.

– Lo mismo me ocurrió a mí -dijo Julianne, añadiendo las botas de lord Berwick que había obtenido-. No me encontré con nadie, pero el corazón me latía tan rápido que llegué a pensar que me desmayaría.

– Coger los pantalones de lord Surbrooke de su armario fue tan sencillo como coger margaritas en el jardín -dijo Carolyn con una sonrisa, mostrando su prenda antes de colocarla encima de las otras dos sobre la cama.

– Sarah dijo que los hombres eran unos memos -dijo Emily con una sonrisa traviesa-, y parece que, al menos en esta ocasión, está en lo cierto. -Miró a Sarah-. ¿Cómo te fue?

La cara de Sarah ardió todavía más y supo que debía de estar roja como un tomate.

– Bien. No tuve ningún problema. -Al menos ninguno que pensara compartir. Añadió la camisa de lord Langston al montón y luchó para borrar de su mente la imagen de él mojado y desnudo. Intentó concentrarse en la sonrisa de Carolyn.

– Podremos hacer un ejemplar estupendo de nuestro Hombre Perfecto con todos estos artículos -dijo Sarah-. Todo lo que necesitamos es rellenar las prendas con trapos o palos y tendremos al señor Franklin N. Stein.

– Podríamos acercarnos al pueblo y comprar los palos -dijo Julianne-. Los caballeros tienen programado un torneo de tiro con arco para mañana, será el momento perfecto -dijo con una amplia sonrisa-. Me encanta ir de compras.

Todas se rieron, y Emily sugirió:

– Hagamos una lista de las cosas que nuestro Hombre Perfecto diría y haría.

Todas estuvieron de acuerdo. Sarah se sentó detrás del escritorio mientras las demás se sentaban con las piernas recogidas sobre la colcha color marfil de la cama. Con la pluma en la mano, Sarah preguntó:

– Además de estar encantado de acompañarnos de compras, ¿Qué más diría?

Julianne se aclaró la voz y adoptó un tono grave.

– Pasar el día en mi club no es tan importante, querida. Prefiero quedarme contigo.

– Me gustaría bailar otra vez -añadió Emily, imitando también la voz de un hombre.

– Eres la mujer más bella que he visto nunca -fue la sugerencia de Carolyn.

– La mujer más inteligente y con las opiniones más interesantes -agregó Emily.

– Podría hablar contigo durante horas -dijo Julianne. Sus palabras acabaron con un suspiro soñador.

– ¿Estás cansada, mi amor? ¿Por qué no te sientas en el sofá y me dejas darte un masaje en los pies?

Todas estallaron en risitas tontas ante la última sugerencia de Carolyn, mientras la mano de Sarah volaba sobre el papel para apuntar todas las ideas.

– Me encanta el sonido de tu nombre -dijo Emily.

Una imagen de lord Langston vestido con la bata, el pelo mojado y la mirada clavada en su cara, pasó como un relámpago por la mente de Sarah. «Recuerdo su nombre…, señorita Sarah Moorehouse».

– Tu pelo es precioso -dijo Julianne.

Sarah detuvo la mano y cerró los ojos, rememorando esas mismas palabras con otra voz.

– Y también tus ojos -agregó Emily.

«¿Nadie le ha dicho nunca lo bonitos que son sus ojos?»

– Hueles muy bien -agregó Carolyn.

– Como las flores del jardín bajo un sol estival -Sarah no pudo evitar que las palabras de lord Langston escaparan de su boca y levantó la cabeza de golpe. Se encontró con que su hermana y sus amigas asentían con aprobación.

Con la cara ardiendo, Sarah centró toda su atención en la lista con celo renovado.

– Creo que él debería decir «quiero besarte» con mucha frecuencia -decretó Julianne.

«Quiero besarla.» Las palabras reverberaron en la mente de Sarah, calentando cada una de sus células. Ella había oído esas mismas palabras hacía un rato. Y lo cierto era que habían sido perfectas.

– También debería repetir continuamente «te quiero» -dijo Carolyn con suavidad-. Son las palabras más hermosas que he oído nunca.

El tono triste en la voz de su hermana devolvió a Sarah a la realidad y le dijo:

– Te quiero, Carolyn.

Como si lo estuviera esperando, su hermana sonrió.

– Yo también te quiero, cielo.

Sarah se ajustó las gafas y preguntó:

– ¿Qué es lo que haría nuestro Hombre Perfecto?

– ¿Quieres decir además de acompañarnos de compras, bailar, hablarnos y decirnos lo magníficas que somos? -preguntó Emily.

De nuevo las roncas palabras pronunciadas por lord Langston invadieron la mente de Sarah. «… Es usted quien es… magnífica.» Se aclaró la voz.

– Sí. Además de todo eso.

– Flores -dijo Julianne-. Debería traer flores.

– Y llevarnos de excursión en plan romántico -agregó Emily.

– Tomarse tiempo para saber qué cosas nos gustan y luego ofrecérnoslas -dijo Carolyn-. No tienen que ser cosas caras ni elaboradas. Sólo… detalles. -Su mirada adquirió una expresión lejana-. De los regalos que me hizo Edward, mi favorito fue un simple pensamiento. Secó una de esas flores, que son mis favoritas, entre las páginas de un libro de poemas de Shakespeare, justo en las páginas de mi soneto favorito. La flor provenía del jardín donde compartimos nuestro primer beso. -Una sonrisita iluminó su cara-. No le costó nada, pero para mí fue de un valor incalculable.

Sarah hizo la anotación en un lado, levantó la vista y preguntó:

– ¿Alguna cosa más?

– Creo que ahora nuestro hombre es realmente perfecto -dijo Julianne-. Lo único que nos queda por hacer es crearlo físicamente.

– Podemos reunimos aquí mañana por la tarde después de ir de compras -sugirió Sarah.

– ¿Vas a venir? -preguntó Carolyn.

– Si no os importa, preferiría quedarme aquí y explorar el jardín para hacer algún dibujo. Las plantas son espectaculares. -Esbozó una sonrisa-. Quizás estas preciosas damas puedan tentar a algún caballero a acompañarlas de compras.

Emily miró al techo.

– Es bastante improbable. Sin duda alguna preferirán cazar algunos zorros. Me senté al lado de lord Thurston en la cena, y ese hombre, aunque es muy bien parecido, es capaz de aburrir a un santo. Fue incapaz de hablar de nada que no fueran caballos.

– Pero no es un hombre desagradable -dijo Julianne-. La verdad, todos los caballeros aquí presentes son agradables. Y el señor Jennsen parecía muy entretenido con nuestra Sarah.

– Yo también lo noté -dijo Carolyn-. Ese hombre no podía apartar la vista de ti.

Fue el turno de Sarah de mirar al techo.

– Estaba siendo educado. Y bastante agradecido de no tener que hablar sobre la caza del zorro con lord Thurston y lord Berwick, como había hecho la cena anterior.

– Lord Langston y lord Surbrooke son también muy amables -admitió Emily-. Por supuesto eso cambiará si mamá y la tía de Julianne, Agatha, no cesan en esos pocos sutiles esfuerzos de casamenteras.

– Esfuerzos que se dirigen también hacia lord Berwick, lord Thurston y lord Hartley -añadió Julianne con un profundo ceño en la frente-. ¿Creéis que alguno de los caballeros presentes podría ser el Hombre Perfecto?

Emily negó con la cabeza.

– No. Tal hombre no existe, de otra manera no habríamos tenido que crearlo. -Emitió un dramático suspiro-. Pero ¡qué maravilloso sería que existiera!

Sí, sería algo maravilloso, aunque poco realista. Sarah recogió las prendas de vestir y las escondió en su baúl de viaje que estaba guardado en el fondo del armario. Las damas se dieron las buenas noches y prometieron encontrarse la tarde siguiente para dar vida a Franklin N. Stein.

Sarah cerró la puerta tras su partida, pero segundos después alguien llamó con un golpe seco. Abrió la puerta y se encontró con Carolyn en el pasillo. Después de que su hermana entrara en la habitación, le dijo:

– Sé que debes de estar cansada, Sarah, pero… -Extendió la mano y tomó la de Sarah-. Quería decirte lo feliz que me siento de que estés aquí conmigo.

Sarah se sintió aliviada de que la razón por la que Carolyn había regresado a su dormitorio no fuera nada malo.

– No más que yo.

– Lo sé, y te lo agradezco. Estas reuniones contigo, Julianne y Emily, y las aventuras de la Sociedad Literaria, son justo lo que necesito. -Una sonrisita apareció en los labios de Carolyn-. Por supuesto, estoy segura de que ya lo sabías.

– No puedo negar que esperaba que te divirtieras.

– Espero que tú también te estés divirtiendo. -Los ojos de Carolyn escrutaron su cara-. Veo que este viaje también ha sido bueno para ti. Confiaba en que ausentarte de tu rutina habitual, y alejarte de mamá, te permitiera extender un poco tus alas -le dirigió una breve sonrisa-. Y sabía que te gustarían los célebres jardines del marqués.

Sarah parpadeó.

– ¿Estás intentando decirme que en vez de venir por ti, como yo pensaba, tú querías venir por mí?

Carolyn sonrió ampliamente.

– Hay un dicho que dice que las grandes mentes piensan igual.

Sarah estaba sorprendida y emocionada, y añadió:

– Cierto. Pero no tienes que preocuparte por mí, Carolyn. Soy muy feliz.

– Sí, eso lo veo. Hay un… brillo nuevo en ti, y me alegro mucho.

Un profundo sonrojo cubrió rápidamente las mejillas de Sarah. Antes de que pudiera añadir nada más, Carolyn la besó en la mejilla y agregó:

– Buenas noches, cielo. Duerme bien. -Y luego se marchó, cerrando la puerta sigilosamente.

Sarah soltó un largo suspiro. Estaba claro que su brillo interior saltaba a la vista, al menos para Carolyn, que la conocía mejor que nadie. Era de agradecer que su hermana desconociera su procedencia. Lo que le hizo recordar la pregunta de Julianne: «¿Creéis que alguno de los caballeros presentes podría ser el Hombre Perfecto?»

Soltó un suspiro exasperado, enfadada consigo misma por ser tan caprichosa y poco práctica. No, el Hombre Perfecto no existía. Era sólo producto de la imaginación. Aunque… lord Langston, no podía negarlo, había sido perfecto tanto besando como preocupándose por ella. Había dicho varias de las cosas de la lista que diría el Hombre Perfecto y cumplía varios requisitos de la primera lista, la de los rasgos del Hombre Perfecto. Además de ser un hombre que sabía besar, lord Langston era guapo, ocurrente e inteligente. Y ella podía dar fiel testimonio de que era sorprendentemente apasionado y de que le hacía sentir mariposas en el estómago. No estaba segura de si era amable, paciente, generoso, honorable y honesto. La verdad era que los dos últimos rasgos podían ser puestos en entredicho, dados los secretos que guardaba. Estaba claro que sabía mucho menos de jardinería de lo que la gente pensaba. Y además, si no llevaba gafas… ¿cómo podía ser perfecto?

Y aun así, si fuera el Hombre Perfecto, ¿de qué le valdría a ella? Nunca sería su Hombre Perfecto, puesto que ella no atraía precisamente a hombres así. Pero mejor que él no lo fuera porque corría el riesgo de enamorarse locamente de él.

Y eso sería un desastre de proporciones gigantescas; simplemente le partiría el corazón en dos.

Pero si después de averiguar más cosas sobre él descubría que estaba cerca de ser perfecto, tendría que dejar de pensar en él inmediatamente. Y tendría que olvidarse de su beso. De la sensación de sus caricias. De la textura de su piel bajo los dedos. De su sabor.

Por desgracia, sospechaba que sería más fácil pensarlo que hacerlo.


– Excelente disparo, Berwick -dijo Matthew cuando la flecha de su invitado cayó en el anillo de nueve puntos de la diana que estaba al otro lado del césped.

Lord Berwick bajó el arco.

– Gracias. Creo que eso me da posibilidades.

– Va mejor que Jennsen, pero a él aún le falta disparar una flecha -le recordó Matthew.

Después de observar la calmada y constante determinación que Jennsen había exhibido durante las dos últimas horas en el campo de tiro con arco, Matthew ya no se preguntaba por qué ese hombre tenía éxito en los negocios. Aunque era el menos experimentado de los arqueros, Jennsen había ido a por sus adversarios uno por uno, nunca había parecido cansado ni sudoroso. Incluso en las ocasiones en que su disparo era menos brillante su absoluta confianza estremecía a los demás tiradores, obligándolos a cometer errores imperdonables. A lo largo del torneo la atmósfera de amigable competencia había desaparecido dando paso a una tensión casi palpable, sobre todo en las dos últimas rondas. Hartley y Thurston se había dejado llevar por la frustración en varias ocasiones; Thurston había llegado incluso a romper una flecha con la rodilla.

Cada una de las rondas había resultado ser muy competitiva. Daniel ganó la primera ronda, y Matthew la segunda. Hartley y Thurston se disputaron la tercera ronda, ganando finalmente Hartley con un tiro perfecto. Jennsen había ganado la cuarta y Berwick la quinta. Todos habían estado de acuerdo en que ésa era la última ronda y ya habían llegado al último tiro.

– Jennsen necesita obtener diez puntos para ganar -dijo Thurston, mirando al americano. Un frío brillo inundó sus ojos-. ¿Alguien quiere hacer esto más interesante?

Logan Jennsen le dirigió una fría mirada a Thurston, luego miró decidido a Berwick.

– Apuesto cinco libras a que hago el mejor tiro.

Berwick arqueó una de sus cejas rubias y esbozó una sonrisa divertida.

– Yo apuesto diez a que pierdes.

– Lo veo -dijo Hartley, mirando al americano con la misma falta de cordialidad que Thurston-. Apuesto por Berwick.

– Yo también -dijo Thurston. Se giró hacia Daniel-. ¿Por quién apuestas, Surbrooke?

Daniel sonrió.

– Por Jennsen. -Matthew detectó la rabia que brillaba en los ojos de Berwick.

– Acabarás arrepintiéndote -dijo Berwick en tono gélido.

Daniel se encogió de hombros.

– No me importa perder.

– ¿Y tú, Langston? -preguntó Berwick, fijando su mirada azul en Matthew-. ¿Por quién apuestas?

Matthew levantó las manos en señal de fingida rendición, esperando aligerar la tensión que crepitaba en el aire.

– Como soy el anfitrión sería descortés por mi parte no demostrar imparcialidad. Por lo tanto, me mantendré neutral y os desearé a los dos buena suerte.

Sin embargo, Matthew apostó mentalmente por Jennsen. La conducta de ese hombre dejaba claro que estaba acostumbrado a obtener lo que quería, y lo que quería en ese momento era superar a Berwick, y reírse de Hartley y Thurston.

Matthew había oído rumores de que la decisión de Jennsen para abandonar su América natal estaba motivada por algo más que el deseo de expandir sus negocios, y que su pasado no era tan limpio como cabía suponer. Había ignorado los rumores porque provenían de los competidores de Jennsen, pero ahora, después de haber visto la fría determinación y el férreo control que exhibía en el campo de tiro, no podía por menos de preguntarse si esos rumores no serían ciertos.

Con la misma serenidad que había exhibido durante todas las rondas, Jennsen levantó el arco y apuntó. Segundos más tarde la punta de la flecha impactaba contra el círculo de diez puntos. Se giró hacia Berwick, y Matthew pudo apreciar que no había ningún brillo de triunfo en los oscuros ojos de Jennsen. Más bien, miraba a Berwick con una fría e indescifrable expresión que Berwick devolvió con la misma frialdad antes de inclinar la cabeza admitiendo su derrota.

– Liquidaré mi deuda cuando regresemos a la casa -dijo Berwick con voz cortante.

Thurston y Hartley mascullaron algo parecido, aunque su disgusto era más que evidente. Jennsen asintió conforme.

– Bueno, ha sido entretenido -dijo Daniel con voz alegre-. Por mi parte voy a celebrarlo con un brandy. ¿Alguien me acompaña?

– Un brandy -convino Thurston, sonando como si estuviera rechinando los dientes. Se dirigió hacia Matthew mientras el grupo atravesaba el césped hacia las dianas para recuperar las flechas-. Y una partida de whist con tus preciosas invitadas, Langston.

– Una sugerencia excelente -dijo Hartley-. Unas preciosas mujeres, las tres. Es una lástima que no hayas invitado a más, Langston.

Matthew se contuvo para no mencionar las otras dos invitaciones que había enviado, o el hecho de que Hartley y Thurston habían aparecido inesperadamente con Berwick y desequilibrado de esa manera la balanza entre hombres y mujeres.

– Sí, son todas preciosas -afirmó.

– Lady Julianne, especialmente -dijo Berwick, a sus espaldas-. Es una de las mujeres más bellas que he visto.

Matthew apenas pudo contenerse para no mirar al cielo. Maldición. Lo último que necesitaba era un rival decidido a lograr las atenciones de lady Julianne, especialmente cuando contaba con tan poco tiempo.

Jennsen se giró hacia Hartley y le dijo:

– Has dicho que las tres mujeres son preciosas. Pero hay cuatro…, y sí, todas son preciosas.

Hartley frunció el ceño desconcertado.

– ¿Cuatro? ¿Te refieres a lady Gatesbourne o a lady Agatha?

Matthew se puso rígido. Maldita sea, sabía demasiado bien a quién se refería Jennsen.

– Me estaba refiriendo a la señorita Moorehouse -dijo Jennsen con suavidad. Intercambió una mirada con Matthew, que padeció el mismo examen inescrutable con el que Jennsen había obsequiado a Berwick hacía sólo un momento.

– ¿La señorita Moorehouse? -repitió Hartley en tono de incredulidad-. Sin duda alguna estás bromeando. Es la dama de compañía de lady Wingate.

– Y no es precisamente preciosa -indicó Thurston torciendo el gesto con desagrado.

– A menos que estés a oscuras -añadió Berwick.

– Disiento por completo -dijo Jennsen-. Aunque siempre he creído que la belleza es algo subjetivo.

Sus ojos oscuros desafiaron a Matthew.

– ¿No estás de acuerdo, Langston?

Matthew apretó la mandíbula. Obviamente, Jennsen estaba estableciendo algún tipo de reclamo sobre la señorita Moorehouse, algo que no debería importarle ni molestarlo lo más mínimo, especialmente dada su situación y su necesidad de cortejar a lady Julianne. Pero maldición, lo molestaba. Una oleada de celos, tan indeseada como innegable, lo invadió, y sólo con un gran esfuerzo logró dominarse.

Devolviéndole la misma mirada intensa a Jennsen logró imprimir a su voz una calma que estaba muy lejos de sentir:

– Sí, estoy de acuerdo en que la belleza es algo subjetivo.

Y siempre que pusiera sus ojos en cierta dama, es decir, en lady Julianne, las cosas irían bien.


Después de degustar un brandy en la sala con sus invitados, Matthew logró escabullirse de una partida de billar y se dirigió a su estudio privado. Una vez allí, intentó concentrarse en los libros de cuentas de la hacienda, pero la tarea le resultó imposible y frustrante. Y sin ningún motivo aparente. Con los caballeros en la sala de billar y las damas aún en el pueblo, la casa estaba tranquila. Ni siquiera Danforth roncaba en la alfombrilla junto a la chimenea como solía hacer habitualmente a esa hora del día. No tenía ninguna excusa para no poder aprovechar ese rato y repasar sus finanzas, para ver qué más podía vender y para encontrar la manera de reducir gastos.

Por desgracia, sabía que no importaba cuan duramente se volcara en los libros de cuentas, sólo tenía dos opciones posibles: casarse con una heredera, lo cual era la opción más práctica, o bien continuar con su búsqueda y tener éxito, algo en lo que había fallado el año anterior. Pero incluso si tenía éxito en la búsqueda, el honor le dictaba que tenía que casarse. Y pronto. Y dado que la búsqueda hasta ese momento había sido un fracaso, su esposa tendría que ser una heredera.

Aunque la casa estaba tranquila, no así sus pensamientos. No, sus pensamientos estaban repletos de imágenes de ella. Y de ese apasionado beso que habían compartido. Un beso que de alguna manera había puesto a prueba su autocontrol como ningún otro beso lo había hecho hasta el momento. Quizá porque ella era diferente a todas las mujeres que había besado. A pesar de su escasa experiencia -y así lo creía, pues aunque anduviera pintando hombres desnudos, no parecía una mujer muy experimentada- ella era… natural. Inexperta. Totalmente carente de malicia y vanidad. Y la encontraba irresistiblemente atrayente. Encontraba irresistible eso y esos ojos enormes. Esas curvas deliciosas. Esos labios suaves y plenos…

Se pasó las manos por la cara. Maldición, había querido saber cómo se sentiría ella contra su cuerpo, cómo sabría, y ahora que lo sabía había sido incapaz de pensar en otra cosa desde que ella había abandonado su dormitorio. No cabía duda de que su mala actuación en el campo de tiro con arco era resultado de tal distracción. Esa obsesión por una mujer que en todos los sentidos era opuesta a lo que normalmente le atraía, lo desconcertaba. Siempre le habían gustado las mujeres pequeñas, de voz suave y belleza clásica, o sea, rubias y de ojos azules. Mujeres como lady Julianne. Pero por alguna razón, lady Julianne -que era la heredera que necesitaba- no captaba su atención.

En lugar de ello, había sido cazado por una solterona sin pelos en la lengua, de ojos castaños, pelo oscuro, alta y con gafas; una joven que jamás podría ser descrita como una belleza clásica. Pero había algo en ella que lo tenía obnubilado. Era algo a lo que no podía dar nombre porque nunca lo había experimentado antes. Y basándose en las palabras y el comportamiento de Logan Jennsen, Matthew no era el único que había caído bajo su hechizo. Por todos los infiernos.

Pero a diferencia de él, Jennsen tenía libertad para cortejar a quien deseara. No era que Matthew quisiera cortejar a la señorita Moorehouse. Ni siquiera sería su tipo eliminando el factor «heredera» de la ecuación. Era sólo que esa situación, con ella invadiendo sus pensamientos a cada instante, lo tenía confuso e irritado.

Soltó un suspiro frustrado y ya estaba a punto de centrar la atención en los odiosos libros de cuentas cuando oyó un «guau» familiar. Movió la mirada a las puertas francesas que, abiertas, permitían el paso de la brillante luz del sol del atardecer. Aparentemente, Danforth se había despertado en el lugar que había encontrado para echar la siesta. Probablemente bajo los cálidos rayos de sol en la terraza. Bestia afortunada.

Sonó otro «guau» seguido por una suave risa femenina. Una risa que él reconoció al instante. Una risa que hizo que se enderezara en la silla como si le hubieran pegado una tabla a la espalda.

– Qué perro tan tontorrón, quédate quieto. -La risueña voz de la señorita Moorehouse flotó hasta el interior a través de las puertas entreabiertas que daban a la esquina más alejada de la terraza.

Como en un sueño, él se levantó. Ya había atravesado la mitad de la alfombra Axminster en dirección a las puertas cuando Danforth emergió por la abertura. Con la lengua colgando y agitando el rabo, el perro se dirigió directo hacia él. Saludó a Matthew con tres ladridos ensordecedores, y luego se sentó. Sobre su bota.

Segundos después la señorita Moorehouse apareció en la estancia procedente de la terraza.

– Vuelve aquí, perro travieso. No he terminado…

Su mirada cayó sobre Matthew y sus palabras se interrumpieron como si las hubieran cortado con un hacha. Se detuvo en seco como si se hubiera estrellado contra un muro.

El corazón de Matthew dio un vuelco. Clavó los ojos en ella, observando el sencillo vestido gris y el moño desaliñado del que se habían soltado docenas de mechones brillantes. Un sombrero le colgaba a la espalda, sujeto por las cintas de raso que llevaba atadas flojamente alrededor del cuello. Tenía las mejillas sonrosadas y el pecho agitado como si hubiera corrido una larga distancia.

Sarah se humedeció los labios, un gesto que le hizo apretar sus propios labios para no imitarla. Se ajustó las gafas que se le habían deslizado hasta la mitad de la nariz y luego le ofreció una torpe reverencia.

– Lord Langston, discúlpeme. Pensaba que los caballeros estaban ocupados con el tiro con arco.

– Ya hemos terminado el torneo. Pensaba que las damas se habían ido al pueblo.

– Me he quedado para explorar detenidamente sus extensos jardines. Espero que no le importe.

«No, si no comienza a escupirme nombres latinos de flores.» O a preguntarle sobre las straff wort o las tortlingers.

– En absoluto.

Sarah miró en derredor y frunció el ceño.

– Ésta no es la sala.

– No. Éste es mi estudio privado.

El rubor inundó sus mejillas.

– Oh. Debo pedirle perdón de nuevo. No tenía intención de entrometerme.

Se entrometía de todas maneras. En su privacidad y en su muy aburrido -esto… productivo- trabajo con los libros de cuentas. Debería despacharla, por supuesto. Sin embargo se encontró diciendo:

– No se ha entrometido. Es más, estaba a punto de pedir el té. ¿Le gustaría acompañarme?

Por Dios, ¿de dónde diablos había surgido esa invitación? No había estado a punto de pedir el té. De hecho, aún era muy temprano para que él lo tomara. Era como si hubiera perdido el control de sus labios.

Con sólo pensar en labios, dirigió la mirada a su incitante boca. Intentó no mirarla, intentó apartar la mirada de esos exuberantes labios que sabía que eran cálidos y deliciosos. Vaya, parecía que también había perdido el control sobre sus pupilas.

Ella lo estudió durante varios segundos, como si fuera un acertijo que estuviera tratando de descifrar, luego dijo:

– Tomar el té suena delicioso. Gracias.

Danforth soltó lo que pareció ser un «guau» de aprobación. Probablemente porque el animal sabía que con el té venía su bocado favorito: las rosquillas.

Bueno, puede que eso fuera lo mejor. Después de todo, ¿no había decidido pasar algún tiempo con ella para enriquecerse de su extenso conocimiento sobre plantas, y que lo ayudara en su búsqueda? Sí, lo había hecho. Era necesario que pasase tiempo con ella. Y siempre que fuera capaz de mantener la conversación alejada de las straff wort y las tortlingers, las cosas irían bien. Se recordó que tenía que preguntarle a Paul sobre las straff wort y las tortlingers para que la señorita Moorehouse no volviera a pillarlo desprevenido.

– Póngase cómoda, por favor -dijo Matthew, señalando el conjunto de sillones cerca de la chimenea. Sacó la bota de debajo de Danforth y cruzó la estancia hacia el cordón que había cerca del escritorio. Cuando terminaba de recoger los libros de cuentas, Tildon contestó a la llamada.

Después de ordenar que sirvieran el té en la terraza, Matthew se unió a la señorita Moorehouse junto a la chimenea.

En lugar de sentarse, ella permaneció frente a la chimenea mirando con fijeza el retrato que colgaba encima de la repisa. Él siguió la dirección de su mirada y miró la pintura que nunca dejaba de provocarle un nudo en el estómago.

– ¿Su familia? -preguntó ella.

Él sintió que le palpitaba un músculo en la mandíbula.

– Sí.

– No sabía que tenía un hermano y una hermana.

– No los tengo. Ya no. Murieron los dos. -Las palabras salieron más entrecortadas de lo que hubiera querido, ya que aunque pensaba en James y Annabelle todos los días, rara vez hablaba de ellos. Sintió el peso de la mirada de ella y se volvió en su dirección. La encontró mirándolo con los ojos muy serios.

– Lamento su pérdida -comentó con suavidad.

– Gracias -dijo él por rutina; años de práctica habían conseguido que dominara la pena que una vez lo había mantenido paralizado. Había aprendido a vivir con ella. La culpa, sin embargo, no se había desvanecido nunca-. Ocurrió hace mucho tiempo.

– Pero la pérdida de un ser querido es un dolor que no se cura nunca.

Matthew arqueó las cejas, asombrado tanto por sus palabras como por lo bien que reflejaban sus pensamientos.

– Lo dice como si lo supiera por experiencia.

– Lo sé. Cuando tenía catorce años, mi querida amiga Delia, una chica que conocía desde la infancia, falleció. Todavía la extraño y continuaré haciéndolo durante el resto de mi vida. Y también quería al marido de mi hermana, Edward, como si fuera mi propio hermano.

Él asintió. Ella comprendía su pena.

– Su amiga, ¿cómo murió?

Un profundo dolor brilló en sus ojos y se tomó varios segundos para responder.

– Nosotras íbamos a caballo y le sugerí una carrera. -Su voz se volvió un susurro y miró al suelo-. El caballo de Delia se hizo daño poco antes del final y la tiró. Se rompió el cuello en la caída.

Inmediatamente Matthew reconoció la culpa que escondía su voz. ¿Cómo podría no hacerlo? Era tan familiar para él como su propia voz, y una profunda sensación de empatía lo atravesó.

– Lamento profundamente su pérdida.

Ella levantó la vista y lo miró. Sus ojos se encontraron y Matthew no pudo evitar sentir un vacío en el corazón ante la expresión desolada que mostraban. Era una mirada que él conocía demasiado bien.

– Gracias -susurró ella.

– Creo que ya sé por qué le dan miedo los caballos.

– No he vuelto a montar desde entonces. No es exactamente el miedo lo que me detiene, es más…

– No querer volver a recordar cosas demasiado dolorosas. -Era una afirmación más que una respuesta. Sabía con exactitud cómo se sentía ella.

– Sí. -Lo estudió con sus enormes ojos, agrandados por las gafas-. Ahora es usted el que suena como si lo supiera por experiencia propia.

Matthew sopesó con rapidez qué y cuánto contarle. Era algo de lo que nunca hablaba. Pero esa mirada desolada que le había dirigido hizo que se le retorcieran las entrañas. Había hecho aflorar todos sus instintos protectores. Había conseguido que quisiera reconfortarla.

Tras aclararse la garganta, él dijo:

– Así es. Es la razón por la que nunca voy al pueblo.

Aunque ella no dijo nada, él vio surgir la comprensión en su semblante y cómo asentía con la cabeza. Ella no sabía lo que había ocurrido, pero sabía que su aversión al pueblo tenía que ver con la muerte de sus hermanos. Lo entendía. Y no preguntaba. Simplemente compartía con él un mutuo entendimiento.

Algo en el interior de Matthew pareció expandirse. Le gustaba muchísimo esa faceta de ella. No necesitaba llenar los silencios con charlas intranscendentes o realizando interminables preguntas cómo hacían otras mujeres. Aunque era extrovertida, poseía una callada entereza y una serenidad que lo atraía enormemente.

Y antes de que pudiera detenerse, se encontró diciendo:

– Tenía once años. Se suponía que debía quedarme estudiando matemáticas, pero en vez de eso me fui al pueblo para ver a mi amigo Martin. Era el hijo del carnicero. Mi padre me había prohibido expresamente que fuera al pueblo, ya que la gente estaba enfermando con unas fiebres y no quería que ninguno de los habitantes de Langston Manor se viera expuesto a ellas. -Aspiró profundamente y las palabras surgieron con más rapidez. Salieron a borbotones como el veneno de una herida abierta-: Pero había oído que Martin estaba enfermo y quería verlo. Llevarle una medicina que había dejado el doctor por si alguien enfermaba. Así que fui. A la mañana siguiente estaba febril. Dos días después, James y Annabelle cayeron enfermos. Yo sobreviví. Ellos no lo hicieron. Ni tampoco Martin.

Dejó de hablar. Se quedó sin aliento. Vacío. Y sus rodillas parecían no querer sostenerle. Su hermano y su hermana habían muerto por su culpa. Había sobrevivido por razones que no podía ni lograba entender; pero de alguna manera decir las palabras en voz alta -palabras que había mantenido guardadas durante tanto tiempo- le permitió sentir un alivio que no había sentido en años. Quizá tuvieran algo de razón los que decían que la confesión era buena para el alma.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando ella extendió la mano y la cerró con suavidad sobre la suya.

Él bajó la vista. Los delgados dedos de ella sujetaban los suyos.

Le dio un ligero apretón y él, sin pensarlo, le devolvió el gesto.

– Usted se culpa -dijo ella quedamente.

Matthew levantó la mirada a la de ella. Sus ojos mostraban una suave comprensión y una compasión que hizo que sintiera una opresión en el pecho.

– Si hubiera hecho lo que me dijeron… -su voz se desvaneció, incapaz de pronunciar las palabras que resonaban en su mente: «todavía estarían vivos».

– Lo comprendo. De veras. Se suponía que no podía hacer carreras de caballos. Si no lo hubiera sugerido… -aspiró profundamente.

– Es un dolor con el que vivo…

– … cada día -finalizaron los dos al unísono.

Ella inclinó la cabeza.

– Lamento mucho lo que ha sufrido.

– Y yo lamento lo que ha sufrido usted. -Vaciló y luego preguntó-: Alguna vez… ¿tiene conversaciones con su amiga? -Nunca le había preguntado eso a nadie, temía que pensaran que sería un firme candidato al hospital psiquiátrico Bedland.

– Con frecuencia -dijo ella, asintiendo. El movimiento hizo que se le deslizaran las gafas por la nariz y se las volvió a ajustar con la mano libre, la que no sujetaba la de él. Matthew flexionó los dedos, acomodando la palma de la mano contra la de ella, encontrando un innegable consuelo en la calidez de su piel contra la suya-. Visito la tumba de Delia con regularidad -dijo-. Le llevo flores y le cuento los últimos acontecimientos. Algunas veces llevo un libro y le leo. ¿Habla usted con sus hermanos?

– Casi todo los días -dijo él, sintiendo que un enorme peso desaparecía de sus hombros con sólo admitirlo en voz alta.

Una fugaz sonrisa atravesó su rostro, luego, como si hubiera leído sus pensamientos, ella dijo:

– Pensaba que era la única. Es bueno saber que no me pasa sólo a mí.

– Sí, es bueno. -Lo mismo que estar de pie a su lado sujetando su mano. Era increíblemente bueno. Lo confundía el hecho de sentir que no estaba tan… solo.

– Ahora comprendo esa nota de tristeza en sus ojos -explicó ella. La sorpresa de Matthew debió de ser evidente, porque ella añadió-: me gusta observar a la gente, es un hábito nacido de mi gusto por pintar y por pasar demasiado tiempo sentada en las esquinas de las veladas.

– ¿Sentada en las esquinas? ¿No baila?

La tristeza ensombreció su rostro, pero desapareció con tanta rapidez que él se preguntó si se lo habría imaginado.

– No. Asisto sólo como acompañante de mi hermana. Además los caballeros prefieren bailar con jóvenes delicadas y elegantes.

Esto último lo dijo en un tono práctico y, de repente, se hizo evidente para él por qué ella no bailaba.

Nadie se lo pedía.

Una imagen apareció en su mente. La de ella en una velada, sentada sola en una esquina, observando mientras todas las demás jóvenes, exquisitamente vestidas, bailaban. Y supo, sin lugar a dudas, que él habría sido uno de esos caballeros que habría bailado con una joven delicada y elegante sin mirar dos veces a la señorita Moorehouse, sencilla y con gafas. La vergüenza lo invadió al tiempo que sentía algo parecido a la añoranza. Porque si bien ella no era una belleza clásica -como había descubierto al observarla más de cerca-, no era sencilla en absoluto.

Aclarándose la voz, él preguntó:

– ¿Decía que había observado tristeza en mis ojos?

Ella asintió con la cabeza.

– Eso y…

Su voz se desvaneció y un leve rubor le tiñó las mejillas.

– ¿Y qué?

Después de una breve vacilación, añadió:

– Secretos. -Luego encogió los hombros-. Pero todo el mundo guarda secretos, ¿no cree?

– ¿Incluyéndola a usted?

– Especialmente yo, milord. -Apareció un brillo pícaro en sus ojos, y esbozó una rápida sonrisa, permitiendo que Matthew viera un breve vislumbre de sus hoyuelos-. Es evidente que soy una mujer misteriosa.

Él le devolvió la sonrisa.

– Y yo, claro está, también soy un hombre misterioso.

– Sí, eso sospecho -dijo ella en tono ligero y él no supo decidir si ella estaba hablando en serio o no.

Sarah apartó su mano de la de él, y Matthew inmediatamente sintió la pérdida de su contacto. Girándose para mirar la pintura, ella dijo:

– Su hermano era considerablemente menor que usted.

– Al revés, me llevaba diez años. -Ella frunció el ceño, luego lo miró y volvió a mirar al retrato, y así dos veces más hasta que al final clavó la mirada en él con una expresión entre confundida y asombrada-. Quiere decir que usted es… -las palabras se evaporaron y un inmenso rubor cubrió sus mejillas.

– El niño pequeño, gordito, con la cara redonda y las gafas. Sí, ése soy yo. En toda la gloria de mis seis años. El joven alto y bien parecido es mi hermano James.

– Hay un notable parecido entre usted y él. Y ninguno entre usted y el niño de seis años.

– A eso de los dieciséis crecí y me desarrollé. -Puede que él no fuera ya ese niño tímido, torpe y solitario por fuera, pero por dentro… aún seguía siendo ese niño. El niño que no había podido suplicar, reclamar o robar la atención de su padre… hasta que James murió. E incluso así sólo había conseguido la atención de su padre para que un día tras otro le recordara que la muerte de James era culpa de él. Como si no lo supiera. Como si no lo reconcomiera a cada minuto.

– La transformación es… notable -dijo ella. Se volvió hacia él-. ¿Qué les ocurrió a sus gafas?

– Cuando llegué a los veinte años, no las necesité. El doctor me dijo que en ocasiones, cuando los niños crecen, su vista cambia. Algunas veces para mejor, otras para peor. La mía cambió para mejor.

– Es muy afortunado, milord. La mía cambió para peor.

Matthew ladeó la cabeza y la estudió durante varios segundos, como se haría con una obra de arte.

– Pero las gafas le quedan bien. Algunas veces me pongo las mías, cuando leo cosas con letra pequeña.

Ella clavó los ojos en él y luego parpadeó.

– Oh, Dios mío. -Eran sólo tres palabras, pero fueron dichas con el mismo tono jadeante y áspero que había usado después de que la besara. Los ojos de Matthew bajaron involuntariamente a la boca de Sarah, dándose cuenta de inmediato de su error cuando el deseo de besarla de nuevo lo puso duro como una piedra.

Besarla otra vez era una idea muy mala. Pero maldición, quería hacerlo. Muchísimo. Allí, bajo la luz del sol, donde podría verla, donde podría observar cada una de sus reacciones. Sin embargo, antes de que pudiera inclinarse sobre ella, sonó un golpe en la puerta. Maldiciendo mentalmente la interrupción, exclamó:

– Adelante.

Tildon entró y anunció.

– El té está servido en la terraza, milord.

Tras dar las gracias al mayordomo, que cerró las puertas en silencio, Matthew aspiró profundamente antes de devolver la atención a la señorita Moorehouse. Su sentido común le decía lo afortunado que era de que Tildon hubiera golpeado la puerta en ese momento, si no, lo más probable era que la hubiera besado otra vez. Maldita sea, ¿a quién intentaba engañar? La habría besado de nuevo y punto.

Lo que se suponía que no debía estar haciendo con ella. No, debería estar hablando, averiguando qué secretos sabía y decidir si lo podía ayudar en su búsqueda. No necesitaba saber lo bien que besaba. Eso ya lo sabía. Y lo hacía bien.

Fenomenalmente bien.

Frunció el ceño interiormente y cambió de postura para aliviar la creciente incomodidad que ocultaban los pantalones. Maldición, ese incordiante deseo por ella era sencillamente inaceptable. Lo que necesitaba era mantener la atención alejada de sus labios y concentrarse en la tarea propiamente dicha: averiguar más cosas sobre ella. Y con ese propósito, extendió el codo, ofreciéndole el brazo y le indicó la terraza con la cabeza.

– ¿Vamos?

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