Capítulo 5

En la cena de esa noche, Sarah se sentó de nuevo en el extremo opuesto a su anfitrión, entre lord Berwick y el señor Logan Jennsen. Lord Berwick, al que le echaba algo más de treinta años, poseía el tipo de deslumbrante gallardía rubia que le garantizaba una constante atención femenina allá adonde fuera. Él le dirigió una sonrisa educada, le preguntó cortésmente por su salud, hizo un educado comentario sobre el clima, y después centró la atención en Carolyn, que estaba sentada a su otro lado.

Sarah soltó un suspiro de alivio. Ahora podría concentrarse en la deliciosa comida y no se vería forzada a entablar una incómoda conversación. Tomó una cucharada de sopa cremosa y, como solía hacer, saboreó el líquido en la boca unos segundos antes de tragarlo, identificando mentalmente los ingredientes que se deslizaban por su lengua. Nata fresca, brócoli, perejil, tomillo, una pizca de estragón…

– ¿Hace esto con frecuencia, señorita Moorehouse?

Sarah tragó precipitadamente al oír la profunda voz masculina que le llegaba de la izquierda y giró la cabeza. Los oscuros ojos del señor Jennsen la miraban fijamente.

Tras haberlo observado en varias veladas, Sarah sabía que el misterioso americano era inmensamente rico, y que la mayor parte del tiempo permanecía en los rincones observando a la multitud. Si era por elección propia o porque los miembros de la sociedad lo mantenían apartado -o una combinación de ambas cosas- no lo sabía. Lo invitaban a los acontecimientos -era demasiado rico para ignorarlo-, aunque luego lo mantenían a una distancia prudencial. Como si se tratase de una bestia exótica que en cualquier momento fuera a morderles. Y por supuesto, era americano. Y comerciante. Cualquiera de esas razones era más que suficiente para que la élite de la sociedad lo tratara de una manera no demasiado amigable. Aunque no los habían presentado hasta el día anterior, en las dos ocasiones que se había encontrado con él en Londres, había sentido una especie de afinidad hacia él: ambos se sentían extraños.

El señor Jennsen era tan moreno como lord Berwick rubio; era un hombre alto, musculoso y robusto. Tenía rasgos regulares y angulosos, y una nariz que parecía haberse roto más de una vez, y que hacía que nadie pudiera considerarlo guapo. Pero con esos ojos agudos e inteligentes, y su dominante presencia era, sin duda alguna, sumamente irresistible.

No podía ignorar que desde que los habían presentado él le dirigía la palabra, algo que la asombraba, en especial cuando Emily, que estaba muy hermosa con su vestido de muselina verde pálido, estaba sentada justo enfrente de él. Después de limpiarse los labios con la servilleta, Sarah le dijo:

– No estoy segura de qué quiere decir con «esto», señor Jennsen.

– Estas veladas en retiros campestres. -Se le acercó un poco más, haciendo que a ella le llegara su aroma a jabón y a ropa blanca almidonada. Con un susurro que sólo ella pudo oír, añadió-: Estas cenas interminables.

Una risa sorprendida borboteó en la garganta de Sarah ante tan escandaloso comentario. Que el cielo la ayudara, no podía más que estar de acuerdo con él. Tosió para ahogar el sonido.

– ¿No le gusta la sopa?

Él miró su plato.

– Es verde.

– Supongo que es lo que sucede cuando es de brócoli.

– Ah, entonces ése es el problema. No me gusta el brócoli.

– Pues es una lástima, por lo que he leído en el menú esta noche van a servirlo en abundancia. Soufflé de brócoli, estofado de brócoli, seguido por brócoli frito, sopa de brócoli e incluso brócoli flambeado para el postre.

Él pareció absolutamente horrorizado.

– Está bromeando.

– Sí, claro que sí. -Ella le sonrió ampliamente-. Pero su expresión no tiene precio.

Él la miró fijamente durante unos segundos y luego se rió.

– Lo sabía.

– ¿Que estaba bromeando? -Sarah negó con la cabeza-. Creo que no.

– No, quiero decir que sabía que usted era… diferente.

Sarah permaneció inmóvil durante unos segundos; luego suspiró para sus adentros. Aparentemente hoy era el día en que los caballeros señalaban sus defectos.

Algo debió de reflejarse en su cara, pues él dijo:

– Le aseguro que «diferente» era un elogio, señorita Moorehouse. Tiene sentido del humor y no teme hablar con franqueza.

– Parece que usted padece la misma cualidad, señor Jennsen.

– Sí. Por lo que agradezco profundamente encontrarme sentado junto a usted esta noche. En la última cena me senté entre la madre casamentera de lady Julianne y la tía casamentera de lady Emily que, dicho sea de paso, está medio sorda. Rezo para que me salve de otra cena interminable sin ninguna charla sustancial. Blablabla, clima, más clima, matrimonio, matrimonio, matrimonio, blablabla. -Meneó la cabeza-. No sé cómo hacen los británicos para conversar siempre de lo mismo.

– Es una habilidad adquirida durante la infancia. Nos la inculcan para que cuando lleguemos a la adolescencia, sepamos hablar del clima, el matrimonio y blablabla durante todo el día.

– Entiendo. ¿Y cómo se libró usted de ese conocimiento?

Ella vaciló, preguntándose si debía ser honesta, pero luego decidió que no había ninguna razón para ocultarse tras perogrulladas con ese hombre que no temía hablar claro.

– A mis padres no les importaba si dominaba con maestría el bello arte de debatir sobre el clima, además todas sus aspiraciones matrimoniales fueron colmadas por mi hermana. Así que pude aprovecharme y aprender otras cosas.

Él asintió mostrando su aprobación.

– Estupendo. Cosas como jugar con los perros y pasear por los jardines, supongo. -Cuando ella arqueó las cejas, añadió-: La vi hoy, durante el té de la terraza. Usted y ese enorme perro estaban pasando un buen rato.

– Sí. ¿Usted no se divirtió?

– Desde luego, no tanto como usted. No fue sólo que me tocó sentarme otra vez entre las casamenteras, sino que no me gusta particularmente el té.

– ¿Ni el brócoli ni el té? -Ella chasqueó la lengua-. ¿Hay algo que le guste, señor Jennsen?

– Los espárragos. El café. -Tomó su copa y la miró por encima del borde-. Me gustan las cosas inusuales. Inesperadas. La gente que posee sentido del humor y que no teme hablar con franqueza. ¿Qué le gusta a usted?

– Las zanahorias. La sidra caliente. La gente que, como yo, se siente… extraña. La gente que posee sentido del humor y no teme hablar con franqueza.

Él esbozó una media sonrisa.

– Parece que he encontrado un espíritu afín. Gracias a Dios. Pensé que iba a tener que sufrir toda la estancia escuchando a Thurston y Berwick hablar de la caza del zorro.

– Es lo que hacen los caballeros en este tipo de acontecimientos. Pasean, comen, duermen, cazan, cuentan historias bellamente adornadas sobre cacerías y presumen de sus éxitos. -Sonrió ampliamente-. Además siempre puede jugar al piquet y al whist con las damas de compañía.

Él fingió estremecerse.

– Gracias, pero no.

– Puede que le guste jugar con lady Julianne y lady Emily. Las dos son expertas jugadoras, como mi hermana. Y aunque no hayan tenido oportunidad de probarlo, le aseguro que las tres son capaces de hablar de algo más que el clima. Simplemente deberá tratar primero ese tema. Uno debe hablar del clima para llegar a temas más interesantes.

– ¿Como cuáles?

– Ir de compras. La moda.

– Dios me ayude.

– La ópera. Ir de caza. -Curvó los labios-. O el matrimonio. En ese tema incluso se le unirán las damas de compañía.

– Me mata, lo sabe, ¿no? -Él introdujo la cuchara en el plato y con aire distraído removió la sopa-. No quería ofender a su hermana o a sus amigas. Lo cierto es que Thurston y Hartley son mortalmente aburridos. Ni siquiera las damas de compañía son tan malas como ellos. Su hermana y sus amigas han sido encantadoras.

– No lo dudo ni por un momento. Son todas muy hermosas.

– Sin duda. Su hermana especialmente.

Sarah sonrió.

– Sí, lo es. Y por dentro también.

– Entonces posee ciertamente una rara belleza. Y es afortunada de tener una hermana que piense tan bien de ella.

Sarah negó con la cabeza.

– Yo soy la afortunada, señor. Carolyn ha sido siempre mi modelo a seguir. Y mi mejor amiga.

Los lacayos quitaron los platos de sopa, luego sirvieron unas finas rodajas de jamón y crema de guisantes.

– Más comida verde -susurró el señor Jennsen, mirando con animosidad los guisantes.

– No se preocupe -le contestó Sarah también en un susurro-. Sólo quedan nueve platos más y acabará la cena.

Él emitió un pequeño gemido, y ella no pudo ocultar una sonrisa.

– ¿Podría recordarme por qué estoy aquí y no en mi casa de Londres donde la comida no es tan verde? -dijo él.

– No tengo ni idea. ¿Por qué vino a Langston Manor?

– Langston me invitó. No sé muy bien por qué, ya que no nos conocemos. Supongo que tiene intención de discutir conmigo algún asunto de negocios. Como ésas son mis conversaciones favoritas, estoy dispuesto a tolerar comidas verdes. -La miró de soslayo-. ¿Puedo suponer que usted vino a Langston Manor para ser una de las candidatas?

Sarah casi escupió la crema de guisantes por encima de la mesa. Después de tragar, le contestó:

– ¿Candidata a marquesa? Cielos, no. Nada de eso.

– ¿Por qué no? ¿Ya está comprometida?

Sarah clavó los ojos en él, para ver sí bromeaba, pero por increíble que pareciera, nada, ni en sus ojos ni en su expresión, delataba que así fuera.

– No, no lo estoy. -Y añadió por lo bajo-: ¿Ha oído que lord Langston ande buscando esposa?

– Es un rumor que circula por Londres. Cuando llegué ayer y vi tan imponente despliegue de hermosas invitadas, sin ningún tipo de compromiso, pensé que el rumor debía de ser cierto. -Luego él sonrió. Una sonrisa muy atractiva, decidió ella, tenía los dientes un poco asimétricos, pero blancos-. Así que no está usted comprometida. A pesar de la comida verde, esta cena mejora por momentos.

Ahora sí que supo que bromeaba.

– Sólo soy la acompañante de mi hermana.

– Y yo estoy aquí porque… Bueno, no estoy seguro. Pero por primera vez desde que llegué, me alegro de estar aquí. -Cogió la copa y la levantó hacia ella-. Un brindis. Por lo inesperado -sonrió de nuevo-, y por los nuevos amigos.


Como había hecho muchas veces desde que se había sentado -y con el ánimo cada vez más contrariado-, la mirada de Matthew se desvió hacia el extremo opuesto de la mesa. ¿Qué demonios pasaba entre la señorita Moorehouse y Logan Jennsen? Ese maldito sinvergüenza la miraba como si fuera un pastelito y él se muriera por el azúcar. Cada vez que Matthew los miraba, o se reían, o sonreían o tenían las cabezas juntas.

– Si no dejas de fruncirle el ceño a Jennsen, vendrá hasta aquí hecho una furia y te plantará cara -susurró Daniel, que estaba sentado a su izquierda-. Ya sabes lo groseros que son esos americanos.

– No estoy frunciendo el ceño -dijo Matthew. Maldición, ¿por qué demonios estaban brindando Jennsen y la señorita Moorehouse?

– Por supuesto que no lo haces. Siempre tienes esa profunda arruga entre las cejas como si estuvieras royendo una piedra. Lo que me gustaría saber es a quién no frunces el ceño… ¿Es Jennsen o la señorita Moorehouse quien te tiene tan malhumorado?

– No estoy malhumorado. Estoy… preocupado. Jennsen está acaparando a la señorita Moorehouse. Esa pobre mujer debe de aburrirse como una ostra.

Daniel miró al otro extremo de la mesa y de nuevo a su amigo.

– No parece aburrida. De hecho, parece estar pasando un buen rato.

Matthew siguió la dirección de su mirada. Sí, ella parecía estar pasando un buen rato.

– También Jennsen parece pasarlo bien.

Sí, maldita sea, eso parecía. Por razones que no podía explicar, Matthew tensó la mandíbula.

– Parece que no te cae demasiado bien -dijo Daniel, acercándose más hacia él para que nadie pudiera oírlos-. ¿Por qué lo has invitado?

En realidad, Jennsen no le había caído mal hasta hacía unos quince minutos.

– Por lo mismo que invité a todos los demás. Porque es rico.

– No entiendo cómo podría serte de utilidad a no ser que pretendas robarle.

– Ni en broma.

– Hummm. Y supongo que eres consciente de que aunque sea rico, la heredera con la que tienes que casarte debe ser una mujer.

– Ya me he dado cuenta, gracias. Lo invité porque posee una brillante mentalidad financiera. Planeo ganarme su amistad y luego solicitar su consejo sobre las mejores oportunidades de inversión.

Sí, ése había sido el plan. En ese momento, sin embargo, sentía enormes deseos de mandar a Jennsen de vuelta a Londres. De inmediato. Antes de que ese bastardo pudiera comerse con los ojos a la señorita Moorehouse otra vez. Demasiado tarde. El bastardo acababa de comérsela con la mirada de nuevo. Matthew sintió que le palpitaba un músculo de la mandíbula.

– Dios mío, hombre, tu cara parece que anuncia tormenta. Si no lo creyera imposible, diría que te sientes celoso de que Jennsen preste atención a la anodina señorita Moorehouse…

La voz de Daniel se desvaneció y Matthew se giró hacia él. Su amigo lo miraba con la mandíbula desencajada.

– Puede que mi cara parezca que anuncie tormenta -dijo Matthew con ligereza-, una descripción con la que no estoy de acuerdo, pero al menos no parezco una carpa con la boca abierta.

Daniel cerró la boca de golpe. Luego susurró:

– ¿Estás loco? Ella es… es…

– ¿Es qué? -preguntó Matthew incapaz de ocultar la frialdad de su voz.

– Bueno… No es una heredera.

– Me doy cuenta de ello. Ya te he dicho que no tengo ningún interés romántico en ella. -Una vocecita interior emitió una tosecilla y masculló algo que sonó muy parecido a «mentiroso».

Maldita vocecilla estúpida.

– Dios mío, hombre, no puedo explicármelo. En especial con una belleza como lady Julianne por aquí. Quien, como recordarás, es la heredera que tanto necesitas. Y, desde luego, no parece ni de lejos una… solterona. -Entrecerró los ojos y lo miró de manera especulativa-. Pero hay algo en la señorita Moorehouse que ha captado tu interés…, algo que no tiene nada que ver con sus secretos. Si eso fuese todo, tus ojos no le lanzarían puñales a Jennsen. Ni la mirarías a ella como si fuera un trocito de fruta jugosa que quisieras comerte.

– Te aseguro que nada hay más lejos de la realidad -dijo Matthew con rigidez.

«Mentiroso», repitió con desprecio la estúpida vocecilla.

– Si tú lo dices…

– Lo digo. Simplemente estoy… sorprendido del interés que la señorita Moorehouse muestra hacia Jennsen.

– ¿Sorprendido? ¿De que una solterona, especialmente una tan simple, centre su atención en un hombre atractivo, soltero y escandalosamente rico?

– Aunque la señorita Moorehouse está soltera, no está… disponible. Siente afecto por un hombre llamado Franklin. -Apretó los dedos involuntariamente alrededor del tallo de la copa.

– ¿Y cómo sabes eso? -preguntó Daniel.

– Vi un boceto que ella dibujó de él.

– ¿Y sus sentimientos son correspondidos?

Una imagen del íntimo boceto surgió en la mente de Matthew.

– Sí, así lo creo. -Frunció el ceño-. Me pregunto qué tipo de nombre es Franklin.

Daniel negó con la cabeza y se rió entre dientes.

– Por Dios, ahora sí que lo he oído todo. Cómo te metes en estos líos es algo que no entiendo.

– Que mostraras un poco de comprensión por mis aprietos financieros y maritales no estaría del todo mal, ¿sabes?

– Oh, créeme, te comprendo. -Daniel levantó la copa y le hizo un brindis-. Te deseo la mejor suerte del mundo, amigo. No dudo que la vas a necesitar.


Sarah abrió silenciosamente la puerta de su recámara y se asomó con cautela. Después de asegurarse de que el pasillo débilmente iluminado estaba vacío salió con rapidez de la habitación. Con el corazón latiendo desbocado, se obligó a caminar despacio y a componer una expresión de absoluta inocencia. En caso de que tropezara con alguien la excusa que tenía preparada para explicar por qué andaba por ahí a esas horas de la noche cuando debería estar acostada era que le había pedido prestado un pañuelo a su hermana y se le había olvidado devolvérselo. Si el hipotético transeúnte sabía que el dormitorio de su hermana estaba en la dirección contraria, simplemente fingiría confusión, se disculparía, y se daría la vuelta.

Pero esperaba no toparse con nadie. Todos los caballeros estaban en la salita, bebiendo brandy o lo que fuera que los caballeros hicieran después de la cena, y todas las damas, incluyendo las de compañía, se habían ido a la cama a dormir. O por lo menos esperaba que las damas de compañía estuvieran dormidas, porque la Sociedad Literaria de Damas Londinenses se reuniría en su habitación a la una de la madrugada. Exactamente dentro de dos horas.

Y tenía que conseguir una camisa antes de que llegaran.

Gracias a la conversación que había mantenido antes de la cena con la muy bien informada Mary, una de las criadas, Sarah sabía cuál era la habitación de lord Langston. Todo lo que tenía que hacer era colarse dentro, coger una camisa y volver a salir con sigilo. Si lord Langston estaba en la salita, y su ayuda de cámara Dewhurst tomaba el acostumbrado té de las once -otra información cortesía de Mary-, ¿qué problemas podría encontrar?

Un momento después, y sin que se encontrara a nadie en el pasillo, se detuvo ante la habitación de lord Langston. Aspiró profundamente y luego llamó a la puerta, dispuesta a jurar y perjurar que creía que era la habitación de su hermana si alguien contestaba a su llamada. Y si alguien lo hacía, rezó para que fuese el ayuda de cámara y no lord Langston, pues parecía estar de mal humor durante la cena. Cada vez que había mirado en su dirección -lo que para irritación suya, ocurría con más frecuencia de la que le gustaría reconocer- tenía el ceño fruncido. Al ver que nadie contestaba a su llamada, asió el pomo de la puerta y la abrió lentamente. Después de otra rápida mirada al pasillo para asegurarse de que no estaba siendo observada, cruzó el umbral y cerró la puerta. Se recostó contra la hoja de roble, esperando unos segundos a que su corazón dejara de latir a un ritmo tan frenético. Cuando inspiró profundamente, sus sentidos fueron invadidos al instante por el olor de él. El olor a ropa limpia y un leve indicio a sándalo. El tipo de olor que le haría exhalar un suspiro femenino… si ella fuera la clase de mujer que hiciera tal cosa, lo que por suerte no era.

Recorrió la habitación con la mirada, notando el fuego que ardía en la chimenea e iluminaba la estancia con un cálido tono dorado. La gran bañera de cobre estaba situada delante del hogar. El sofá de cuero y los sillones a juego también estaban cerca de la chimenea. Los muebles eran de caoba. Un armario, un lavamanos y varias cómodas. La enorme cama con el cubrecama azul marino pulcramente doblado. Las mesillas de noche que flanqueaban la cama. El escritorio del rincón y un atril de lectura. Permaneció durante mucho tiempo con la mirada fija en el atril que sostenía un libro con cubiertas de cuero, pero contuvo las ganas de examinarlo y desplazó su atención hacia el armario y las cómodas. ¿Dónde estarían las camisas de su señoría? Apartándose de la puerta, se encaminó a la cómoda más cercana. Asiendo el tirador de latón, abrió el cajón superior.

Ante sí encontró un montón de camisas pulcramente dobladas.

Una risita entrecortada se le escapó de los labios y rápidamente agarró la camisa de arriba. ¡Por Dios, sí que había sido fácil!

Cerró el cajón y apretó firmemente el tesoro contra su pecho. De nuevo, el delicioso olor de lord Langston invadió sus sentidos. Se quedó paralizada y bajó la vista a la camisa blanca. Había algo perturbador e íntimo en ver la tela blanca apretada contra sus pechos. Como en un sueño levantó lentamente la prenda. Luego, cerrando los ojos, enterró la cara en la suave tela e inspiró profundamente.

Una vivida imagen de él surgió en su mente: cuando caminaba hacia ella esa tarde con los rayos cálidos del sol arrancando destellos de su espeso pelo oscuro. Su perezosa sonrisa. Las arruguitas de sus ojos cuando se reía. Los ojos color avellana, los cuales, incluso cuando se reía, le parecían tristes de alguna manera. Su voz profunda…

– Eso será todo, Dewhurst -dijo la profunda voz de lord Langston en el pasillo-. Buenas noches.

– Muy bien, milord. Buenas noches.

«Dios mío.»

Sarah levantó la cabeza tan rápido que casi se le cayeron las gafas. Miró frenéticamente a su alrededor, buscando un escondite, pero a diferencia de su habitación, allí no había biombos. Sin mucho donde elegir, y sin tiempo, se dirigió hacia la pesada cortina de terciopelo que cubría las ventanas. Acababa de esconderse cuando oyó que se abría la puerta. Luego se cerró.

Cerró los ojos con fuerza durante varios segundos y luchó contra el pánico. Qué incordio. ¡Qué hombre tan fastidioso! ¿Por qué no estaba en la salita donde se suponía que debía estar?

Un largo suspiro llegó a sus oídos seguido por el suave crujido del cuero. Al recordar que el sofá de cuero no estaba en dirección a las ventanas, se arriesgó a mirar a hurtadillas por el borde de la cortina.

Lord Langston -su perfil era claramente visible- estaba sentado en uno de los sillones de cuero. Con los codos apoyados en las rodillas y la frente apoyada en las palmas de las manos. Parecía muy cansado. Y triste. Su postura decaída le recordó la manera en que había visto a Carolyn una vez, cuando su hermana creía que nadie la miraba, y se sintió invadida por una repentina simpatía hacia él. ¿Qué lo hacía tan infeliz?

Antes de que ella pudiese hilvanar alguna teoría, él se inclinó hacia delante y se quitó la bota. Luego le siguió la otra. Se puso en pie y para su fascinación -eh…, alarma- comenzó a desvestirse.

Sarah agrandó los ojos y se olvidó de respirar. Parpadeando observó cómo se quitaba lentamente la chaqueta. Luego la corbata, seguida de la camisa.

Oh, Dios… La Sociedad Literaria de Damas Londinenses había elegido, definitivamente, al candidato perfecto para tomar prestada la camisa, porque lord Langston con el pecho desnudo no podía ser calificado de otra manera que no fuera perfecto. Sarah curvó los dedos en el borde de la cortina y deslizó una mirada hambrienta por los anchos hombros. Una oscura mata de vello negro se extendía por el pecho y se estrechaba en una línea que dividía su abdomen plano y musculoso.

Aún seguía empapándose de la extraordinaria vista cuando él comenzó a desabrocharse los pantalones negros. Y, antes de que ella pudiera llenar de aire sus pulmones, él se quitó la prenda.

Si hubiese podido hacerlo, Sarah habría abierto la boca y dado las gracias de que sus globos oculares estuvieran firmemente sujetos a sus cuencas, ya que de otra manera se habrían caído, produciendo un ruido indeseado sobre el suelo.

Lo único con lo que podía comparar a lord Langston era con la escandalosa estatua con la que se había tropezado en casa de lady Eastland durante una velada musical el pasado mes. Tan asombrada se había quedado que lo había grabado en su memoria para dibujar un boceto más tarde, el que había visto lord Langston en el jardín esa misma mañana. El mismo bajo el que había escrito Franklin N. Stein después de que hubieran decidido hacer el Hombre Perfecto. Porque hasta ese momento había creído que la estatua era lo más perfecto que se podía encontrar.

Estaba claro que estaba equivocada. Ahora estaba segura de que no podía haber un espécimen masculino más perfecto que lord Langston. Mientras que la estatua era simplemente un reflejo de la realidad, nada podía haberla preparado para ver a un hombre desnudo real… literalmente en carne y hueso.

Le recorrió el cuerpo musculoso con su ávida mirada, percibiendo las caderas estrechas y las largas piernas, luego se dirigió a su ingle con una fascinante atracción que sólo experimentaba en librerías y jardines. Una intrigante sombra de vello oscuro rodeaba una virilidad absolutamente cautivadora.

«Pero, por Dios, ¿es que no había aire en esa habitación?»

Antes de que pudiese tragar el aire que tan desesperadamente necesitaba, él se giró, invitándola a contemplar una vista trasera igual de fascinante. Santo cielo, no había ni un solo centímetro en ese cuerpo que no fuera absolutamente hermoso.

El deseo de acercarse más, de estudiar cada uno de sus músculos, de tocar toda la piel que estuviera a su alcance fue casi abrumador. Lo cierto era que tuvo que afianzar los pies y agarrarse con fuerza a la cortina para no ceder a la tentación. Se le empañaron las lentes y frunció el ceño, parpadeando con rapidez para hacer desaparecer la molesta neblina que le impedía la vista. Luego se dio cuenta de que aquello se debía a su propia respiración entrecortada contra la tela de las cortinas. Se reclinó un poco y se forzó a cerrar la boca.

Con una gracia que marcaba cada músculo de su cuerpo -lo que provocó que su corazón latiera imparable y se quedara sin respiración-, él se acercó a la gran bañera de cobre. Y por primera vez ella vio las volutas de vapor que se elevaban desde el borde. Abrió de nuevo la boca cuando la comprensión la envolvió como una nube caliente y húmeda.

Estaba a punto de ver cómo un lord Langston -perfecto y muy desnudo- tomaba un baño.

Загрузка...