Sarah estaba en su dormitorio mirando fijamente la cama, cada rincón de su corazón y de su mente estaba lleno de recuerdos. Los pálidos rayos del sol de última hora de la mañana, débiles por las nubes que cubrían el cielo, teñían la colcha de un color deslustrado que se correspondía perfectamente con su estado de ánimo. Un lacayo acababa de llevarse sus últimas pertenencias. Lo único que quedaba era esperar la llegada de los carruajes. Y luego se iría a casa. De regreso a la vida que siempre había vivido. La vida que siempre había sido suficiente.
Hasta que había llegado allí.
Hasta que se había enamorado loca y totalmente de un hombre que no podía ser suyo. Había sabido desde el principio que existía la posibilidad de que las cosas acabaran tal y como habían acabado, pero a pesar de ello una pequeña llama de esperanza se había instalado en su pecho; creía que podían encontrar el dinero. Que Matthew no se casaría con una heredera. Que al final se casaría con quien quisiera. Y que la afortunada sería ella.
Sueños tontos y ridículos que en el fondo no eran más que vanas esperanzas. Por supuesto que sabía que su corazón estaba en juego. Pero de alguna manera no había pensado que dolería tanto. No se había dado cuenta de que dejaría un profundo vacío en su pecho. No había sabido que perdería su alma junto con su corazón.
Se dirigió a la ventana y miró a los jardines que se extendían debajo. ¿Existiría realmente el dinero que el padre de Matthew declaraba haber escondido allí? ¿O quizá sus palabras habían sido sólo delirios de un hombre agonizante que exhalaba su último aliento roto de dolor?
Metiendo la mano en el bolsillo, sacó el papel donde había escrito las últimas palabras del padre de Matthew. Sostuvo la lista ante la escasa luz solar y la estudió por milésima vez. «Fortuna. Hacienda. Oculto aquí. Jardín. En el jardín. Flor de oro. Parra. Fleur de lis.»
Seguro que había algo que se le escapaba. Revisó mentalmente el nombre latino de cada flor dorada y especie de parras que se le ocurrieron, pero no le sugirió nada nuevo. Después de mirar las palabras durante otro minuto, soltó un suspiro, dobló el papel y lo volvió a meter en el bolsillo.
Con una última mirada, abandonó la habitación y cerró la puerta, el suave chasquido resonó en su mente como una campana fúnebre.
En el pasillo, la saludó Danforth, que, después de agitar la cola, continuó con lo que parecía ser una vigilia en la ventana más cercana a la puerta principal. Tildon, que también la saludó, le explicó:
– Danforth se instala aquí cada vez que su señoría está ausente.
Y cuando regresara, lo haría con una nueva esposa. «Para. Deja de pensar en eso.» Sí, tenía que dejar de pensar en ello. Porque cuando lo hacía, le dolía tanto que apenas podía respirar.
Sarah se acercó a la ventana y rascó a Danforth detrás de las orejas. El perro levantó su mirada oscura con una expresión que parecía decir: «Oh, sí, justo ahí.»
– Adiós, amigo -susurró-. Te voy a echar de menos.
Danforth inclinó la cabeza y lanzó un gruñido como si preguntara: «¿Qué pasa? ¿Tú también te vas?»
– Siento que no hayas podido conocer a mi Desdémona. Creo que os hubierais llevado como los panecillos con la mantequilla.
Danforth se relamió ante la mención de su comida favorita, aunque en lo que a él concernía, todas las comidas eran sus favoritas. Le dio una última palmadita, y tras despedirse de Tildon, salió de la casa.
Había un montón de actividad en el camino de acceso para vehículos. Un lacayo llevaba baúles y otros bultos más pequeños de equipaje; los viajeros permanecían en grupitos, despidiéndose y esperando para irse. Sarah vio a Carolyn, que hablaba con lord Thurston y lord Hartley. Cuando se acercó, oyó que su hermana decía:
– ¿Pueden perdonarme, caballeros? Tengo que hablar con mi hermana.
Aunque ambos caballeros parecían reacios a renunciar a su compañía, se alejaron para unirse a lord Berwick y el señor Jennsen, que también aguardaba en las cercanías.
– Gracias, me has salvado de verdad -dijo Carolyn en voz baja después de que Sarah y ella se hubieran alejado unos pasos-. ¡Cielos! ¡Creo que lord Hartley estaba a punto de declararse!
– ¿Declarar exactamente qué?
Carolyn soltó una risita.
– No estoy segura, pero no deseaba oírlo fuera lo que fuese.
Se detuvieron al lado del carruaje de Carolyn que llevaba el escudo de armas de los Wingate en las portezuelas lacadas en negro. Carolyn le dirigió a su hermana una mirada inquisitiva.
– ¿Estás bien, Sarah?
Antes de que Sarah pudiera contestar, Carolyn continuó rápidamente.
– Diría que estás ansiosa por regresar a casa, si no fuera porque estás pálida y tus ojos… parecen tristes.
Para mortificación de Sarah, se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Estoy cansada -dijo. Su conciencia la regañó, porque si bien era cierto que se sentía cansada, no era la verdadera razón.
Carolyn extendió la mano para coger la de Sarah y le ofreció una sonrisa alentadora.
– Esta noche dormirás en tu cama. Descansarás mejor en un entorno familiar.
Sarah se tragó el nudo de pena que se le puso en la garganta al pensar en su cama, en su solitaria cama. Ciertamente, no podría dormir.
Carolyn le apretó suavemente la mano.
– Te agradezco todos estos meses de compañía, Sarah. No podría haber vuelto a salir sin tu ayuda y apoyo.
Sarah le devolvió el apretón.
– Sí, hubieras podido. Eres mucho más fuerte de lo que crees.
Carolyn negó con la cabeza.
– Encontrar las fuerzas para seguir sin Edward ha sido… difícil. Pero después de tres años, he comprendido que él habría querido que yo siguiera viviendo plenamente.
– Por supuesto que habría querido. Amaba tu sonrisa, igual que yo. Es un verdadero placer verte sonreír de nuevo.
– Haber asistido a todas esas veladas conmigo cuando sé que hubieras preferido quedarte en casa, dedicándote a tus actividades… No sé cómo agradecértelo.
– No hay necesidad cuando tú eres lo más preciado para mí. Asistiría a cien veladas más para verte sonreír.
– ¿Cien? -dijo Carolyn en tono divertido.
– Sí. Pero, por favor, no me lo pidas. -Sarah fingió un exagerado escalofrío-. Creo que perdería la razón.
– Prometo no aprovecharme de tu buena disposición. Especialmente después de haber fundado la Sociedad Literaria de Damas Londinenses para mi propio beneficio.
– No lo hice sólo por ti -protestó Sarah. Pero Carolyn sacudió la cabeza.
– Lo hiciste por mí. Y te quiero por ello. -Esbozó una sonrisa traviesa.
– Tengo que decir que nuestra primera incursión en la literatura escandalosa ha sido un enorme éxito. Estoy impaciente por elegir nuestro siguiente libro.
– Y yo. Basándome en mis investigaciones sobre el tema, nuestro próximo libro será una novela de aventuras, lo suficientemente escandalosa como para que cualquier matrona eche mano de sus sales.
– Que es precisamente la razón por la que lo escogeremos -dijeron al unísono; luego se rieron.
– Supongo que te encantará volver a tu jardín -dijo Carolyn-, aunque éstos son espectaculares.
Sarah casi se ahogó con la oleada de tristeza que la inundó.
– Sí, lo son.
– ¿Has encontrado algún lugar favorito?
– Resulta difícil decidirse, pero quizá la zona donde está la estatua. -«Allí mantuve la primera conversación con Matthew»-. Es como un jardín oculto dentro de un jardín.
– Sí, es una zona preciosa. ¿Qué diosa representa la estatua?
– Flora. -Sarah frunció el ceño-. Flora… -repitió lentamente. Las palabras de Carolyn hicieron que acudiera un recuerdo a su mente. «Oculto. Un jardín dentro de un jardín.» Las últimas palabras del padre de Matthew fueron… «Jardín. En el jardín.»
Le pareció que se le detenía el corazón. ¿Y si el padre de Matthew hubiera querido decir literalmente jardín en el jardín? ¿Podría haberse referido a la zona donde se ubicaba la estatua de Flora?
Cerró los ojos y recordó la zona. ¿Había flores doradas rodeando a Flora? «Flores doradas, flor de oro…»
Flor de oro.
Una idea la golpeó con tanta fuerza que se quedó boquiabierta. Por Dios, ¿sería posible? Abrió los ojos de golpe con una exclamación y se encontró a Carolyn mirándola fijamente.
– ¿Estás bien, Sarah?
Se sentía tan excitada que era incapaz de permanecer quieta.
– Sí, estoy bien. Pero debo irme… Yo, hummm, me dejé algo en el jardín. -Una excusa que rezaba para que fuera verdad.
– Puede recuperarlo alguno de los lacayos.
– ¡No! Quiero decir…, no es necesario. Estaremos mucho tiempo en el carruaje, me gustaría dar una vuelta rápida. Volveré tan pronto como pueda. No te vayas sin mí.
– Por supuesto que no…
Pero Sarah no esperó a que su hermana terminara la frase. Ya se había dado la vuelta y se dirigía a grandes zancadas hacia la casa, pensando a toda velocidad. A sus espaldas, escuchó el zumbido de las conversaciones y una voz masculina que preguntaba:
– Lady Wingate, ¿adónde va su hermana con tanta prisa?
Y la respuesta de ésta:
– Se dejó algo en el jardín…
No escuchó nada más porque entró en la casa para decirle precipitadamente a Tildon que se había dejado algo en el jardín. El mayordomo le dirigió una extraña mirada, pero ella siguió adelante, casi corriendo por el pasillo hacia la sala, por donde salió de la casa.
En el mismo momento que pisó las losas de la terraza, se subió las faldas y corrió, con las últimas palabras del padre de Matthew reverberando en su mente. «Flor de oro, flor de oro…» Santo Dios, si tuviera razón…
Cuando llegó al rincón escondido donde Flora derramaba agua desde su jarra, a Sarah le estallaban los pulmones. Jadeando, se dejó caer de rodillas y, sin prestar atención a la grava que se le clavaba en la piel a través de la tela del vestido, comenzó a examinar la base de la estatua, recorriendo con los dedos cada centímetro de piedra. La esperanza corría por sus venas, fortaleciéndose con cada veloz latido de su corazón. Tenía que tener razón. Tenía que estar en lo cierto.
Había completado casi una cuarta parte de la circunferencia cuando notó una grieta en la piedra. Una grieta demasiado perfecta para ser accidental. Sin apenas poder respirar, metió los dedos por la estrecha abertura y descubrió una pequeña oquedad de forma rectangular que parecía contener algo dentro.
Intentó mover las piedras haciendo palanca, pero se dio cuenta con rapidez de que necesitaba algún tipo de herramienta. Poniéndose en pie de un salto, miró a su alrededor buscando algo, cualquier cosa, un palo que sirviera, pero su rápida búsqueda no produjo resultados. Maldición, tendría que regresar a la casa. O… a la casa del jardinero, que estaba mucho más cerca. Había visto hacía un rato a Paul trabajando en el otro extremo del jardín durante su rápido paso por la terraza, por lo que no se lo encontraría en la casa. Lo que le venía muy bien, ya que no tenía el menor deseo de responder preguntas. Sólo tomaría prestada una herramienta o un cuchillo y él jamás lo sabría.
Se dirigía en esa dirección cuando oyó unos pasos que hacían crujir la grava. Por el sonido pesado, dedujo que era un hombre. Un hombre con prisa. Segundos más tarde el hombre apareció y se frenó en seco al verla.
Sarah se lo quedó mirando fijamente. Pasmada. Era Matthew.
Con la respiración entrecortada, él le preguntó:
– ¿Qué haces aquí?
Ella parpadeó dos veces para asegurarse de que era él de verdad y no un producto de su imaginación desbocada.
Cuando él no desapareció, ella se humedeció los labios.
– ¿Qué haces tú aquí?
Matthew respiró hondo para recuperar el aliento, luego se acercó a ella con lentitud. Estaba paralizada. Cuando sólo los separaba la longitud de un brazo, él se detuvo. Y se forzó a mantener los brazos a los costados. Si no lo hacía, cedería al deseo incontrolable de tomarla entre sus brazos, y olvidar todas las cosas que necesitaba decirle en ese momento.
– Estoy aquí porque tengo algo que decirte, Sarah.
Ella salió del trance en el que parecía haberse sumido al verlo.
– Matthew, me alegro tanto de que estés aquí. Creo que he…
Él le tocó los labios con la yema de los dedos.
– No puedo esperar ni un segundo más para decirte que te amo.
Cuando le había impedido continuar, ella había parecido a punto de discutir con él, pero ahora agrandó los ojos.
– ¿Me amas?
– Te amo. Te amo tanto que no puedo pensar en nada más. Estaba a medio camino de Londres cuando me di cuenta de que no podía hacerlo.
– ¿Hacer qué?
Incapaz de seguir sin tocarla, la tomó de las manos, entrelazando sus dedos con los de ella.
– Ir a Londres.
– Así que regresaste. Y me alegro tanto de que lo hayas hecho porque yo he…
– No. No regresé.
Ella arqueó las cejas y lo miró de arriba abajo.
– Pues parece todo lo contrario.
– Quiero decir que regresé. Obviamente. Pero no de inmediato. Fui a ver a tu familia antes de volver a casa.
– Es maravilloso, pero tengo que decirte que… -sus palabras se interrumpieron cuando las de él penetraron en su cerebro-. «¿A mi familia?»
– Sí. En vez de ir a Londres, visité a tus padres.
– ¿Pero por qué? No puedo encontrar ni una sola razón por la que harías eso.
Él curvó los labios ante la frase familiar.
– No te preocupes. Yo encontraré suficientes razones para los dos.
– Pues me encantaría conocer esas razones.
– La verdad es que sólo hay una razón. -Levantó una de sus manos y le besó los labios-. Quería decirles que deseaba casarme con su hija.
Matthew buscó su mirada para ver su reacción, esperando encontrar alegría. En vez de eso, vio una total y absoluta sorpresa. De hecho, se había puesto totalmente pálida. No era precisamente la reacción que él había esperado. Cuando ella permaneció en silencio, él dijo:
– La única vez que vi una expresión más asombrada que la tuya fue en la salita de tus padres hace unas horas.
– No… no puedo imaginar que estuvieran más conmocionados que yo.
– Bueno, admito que al principio hubo una pequeña confusión.
– Supongo.
– Pensaron que la hija con la que quería casarme era tu hermana.
Ella parpadeó. Luego inclinó la cabeza.
– Sí, estoy segura de que pensarían eso.
– Cuando les dije que me refería a su hija Sarah…
– Estoy segura de que mi madre no te creyó.
– De hecho, no lo hizo. -Matthew tensó la mandíbula al recordar la conversación con la madre de Sarah. Había fruncido la boca y básicamente le había dicho que era tonto por pensar en Sarah cuando Carolyn era tan hermosa.
A él le había dado una gran satisfacción poner en su sitio a esa mujer que tan poca bondad había mostrado hacia Sarah. Se aseguró de que entendiera que él no toleraría tales comentarios despectivos en el futuro ni más insultos contra Sarah, quien, debía recordar, iba a ser la marquesa de Langston. El padre de Sarah había permanecido en silencio durante toda la conversación. Cuando terminó, le había dirigido a Matthew una mirada aprobatoria. Bueno, lo cierto era que parecía a punto de aplaudir.
– Aunque tu madre no me creyó al principio, logré convencerla de que te quería a ti. Sólo a ti. Siempre a ti. -Su mirada buscó la de ella, y la confusión aturdida que vio en sus ojos lo instó a continuar-: Y ahora, parece que tengo que convencerte a ti.
Levantando sus manos unidas, él las presionó contra su pecho.
– Sarah, me enamoré de ti en este mismo lugar, la primera vez que hablamos. Desde ese momento, no he podido pensar en otra cosa que no seas tú. Tus ojos, tu sonrisa me robaron el corazón, y he sido tuyo desde ese día. Intenté convencerme a mí mismo de que podía marcharme y vivir sin ti, que podría casarme con otra persona para salvar la hacienda que mi padre dejó en la ruina a causa del juego. Lo cierto es que hice un buen trabajo para autoconvencerme hasta que llegó el momento de irme. Incluso hice dos horas de camino antes de darme cuenta de que era un completo memo.
La miró directamente a sus bellos ojos que aún tenían una mirada aturdida.
– Te amo, Sarah. Sé que te estoy pidiendo que vivas una vida de penurias, pero te juro que haré todo lo posible para asegurarme de que siempre sea confortable. Haré lo imposible para compensarte y que la hacienda no se venga abajo…, pero tengo que decirte que en definitiva habrá dificultades económicas. Hay bastantes probabilidades de que siempre sea así. Si fracaso en la misión de saldar las deudas de mi padre, incluso puedo acabar en la prisión de deudores.
Los ojos de Sarah echaron fuego al oír eso.
– Si alguien intenta meterte en prisión, tendrá que ser sobre mi cadáver.
Matthew curvó una de las comisuras de los labios.
– No me había dado cuenta antes de esa vena luchadora que tienes.
– Nunca he tenido nada por lo que luchar. Hasta ahora. -Ella soltó una de sus manos y ahuecó la palma sobre su mejilla-. Yo también te amo. Tanto que me duele.
– Excelente. Me alegra saber que no sólo me pasa a mí.
Se arrodilló ante ella.
– Sea o no una promesa en el lecho de muerte, no puedo casarme con nadie que no seas tú. Sarah, ¿me harás el honor de convertirte en mi esposa?
Los ojos de Sarah brillaron intensamente y le tembló el labio inferior.
Maldita sea, no sabía qué decir… Sarah estaba a punto de llorar. Se puso en pie rápidamente y en el momento en que lo hizo ella le rodeó el cuello con los brazos. Luego enterró la cara en su pecho y se puso a llorar como si se le estuviera rompiendo el corazón.
Una sensación muy parecida al pánico se apoderó de él. Maldita sea, aquellos desgarradores sollozos eran peor que las simples lágrimas. Le acarició la espalda y, desesperado, besó su pelo.
– ¿Puedo suponer que ésta es una manera muy inusual de decir que sí?
Ella levantó la cabeza, y la ternura se adueñó de su corazón. Esos ojos castaño dorados parecían topacios brillantes desde detrás de sus gafas.
– Sí -susurró ella, luego se rió y el jovial sonido fue acompañado por la aparición de un par de hoyuelos-. ¡Sí!
Se sintió invadido por el júbilo y bajó su boca a la de ella en un beso profundo, lleno de amor, pasión y esperanza para el futuro. Cuando se estaba perdiendo en el sabor de ella, ella lo empujó hacia atrás.
Después de que él levantara la cabeza a regañadientes, Sarah dijo:
– Matthew, debo decirte algo… Aún quedan esperanzas.
Él inclinó la cabeza para deslizar sus labios por el fresco perfume del cuello de Sarah.
– Lo sé. Ahora que has dicho que sí…
Ella negó con la cabeza y su sien chocó contra su barbilla.
– No… Quiero decir que podemos encontrar el dinero.
Él se enderezó y la miró con el ceño fruncido.
– ¿Qué?
– Después de meditar las últimas palabras de tu padre y conversar con mi hermana hace un rato, se me ocurrió una idea. Mientras hablaba con Carolyn me referí a esta zona como un jardín oculto dentro de un jardín. Me di cuenta de que eran las palabras de tu padre. Jardín. En el jardín. ¿Has buscado aquí?
– No. -Él extendió la mano para abarcar el área-. Está rodeada de setos. No hay parras. Nada que se parezca a un lirio o flor de lis. No hay flores doradas.
– Exactamente. Quizás el problema sea que estábamos buscando algún tipo de flores doradas. Dijiste que te costó mucho trabajo comprender lo que tu padre decía ya que entrecortaba las palabras. ¿Y si tu padre no dijo «flor de oro»?-Sus ojos adquirieron un brillo excitado-. Dijo que había una fortuna, y tú asumiste como yo que eso quería decir billetes. Papel moneda. ¿Pero y si la fortuna no eran billetes sino oro? Por ejemplo en monedas de oro. ¿Y si lo que él dijo fue «Flora tiene el oro», queriendo decir que el oro estaba escondido en la fuente?
Matthew frunció el ceño, recordando los últimos momentos de vida de su padre. Luego asintió lentamente, una llamita de esperanza se encendió dentro de él.
– Es posible.
– En cuanto se me ocurrió, vine aquí. Me puse a examinar la base de la fuente y encontré una grieta en la piedra justo antes de que tú llegases. Creo que el tesoro puede estar escondido ahí dentro.
Él clavó en ella una mirada estupefacta.
– ¿Y me lo dices ahora?
Ella miró al cielo.
– He intentado decírtelo. Varias veces. Pero estabas demasiado ocupado declarándote. No es que me esté quejando, entiéndeme.
Matthew soltó una carcajada y, cogiéndola en brazos, la hizo girar. Tras depositarla sobre sus pies, le dijo:
– ¿Te he dicho últimamente lo brillante que eres?
– Bueno, lo cierto es que no creo que lo hayas dicho nunca.
– Qué lamentable descuido por mi parte. Eres absolutamente brillante. Gracias a Dios que has decidido casarte conmigo, así me puedo pasar el resto de mi vida diciéndotelo todos los días.
– No debes decir que soy brillante hasta saber si estoy o no en lo cierto.
– Incluso aunque no lo estuvieras, es una brillante deducción. ¿Dónde está esa grieta en la piedra?
Tomándolo de la mano, lo condujo hacia la fuente, se arrodilló y se lo mostró.
– ¿Ves la grieta y la piedra suelta de ese lado?
– Sí.
La excitación lo atravesó. Sacando el cuchillo de su bota, introdujo la delgada hoja. Durante varios minutos los únicos sonidos fueron el goteo de la fuente y el raspar del cuchillo contra la piedra.
– Ya está suelta -dijo él, sintiéndose incapaz de ocultar la excitación de su voz. Depositó el cuchillo en el suelo y logró meter la punta de un dedo en el lateral de la piedra. Moviéndolo de un lado a otro, lo fue sacando poco a poco-. Casi está -dijo, agarrando mejor la gruesa piedra.
Un momento después la piedra del tamaño de un ladrillo se deslizó para revelar una oquedad oscura. Matthew miró a Sarah, que en aquel momento miraba fijamente la abertura.
– Creo que deberías hacer los honores -dijo él, señalando el hueco con la cabeza.
Ella negó con la cabeza.
– No. Mira tú. Es tu fortuna.
– Miraremos juntos ya que es nuestra fortuna.
– Cierto.
Estaban a punto de meter sus manos a la vez en la abertura cuando una voz dijo a sus espaldas:
– Es verdaderamente enternecedor, pero en realidad es mi fortuna.
Matthew se giró sobre sí mismo para mirar unos ojos familiares. Pero en lugar de la amistad que estaba acostumbrado a ver allí, un odio manifiesto brillaba intensamente en ellos, un sentimiento más real si cabe por la pistola que le apuntaba directamente al pecho.