Capítulo 17

Tres días después, una tarde en la que el brillante sol teñía el paisaje de un aura dorada que Matthew esperaba que fuera un presagio de buena fortuna, Sarah y él estaban en la rosaleda, con las palas en la mano, preparados para cavar las dos últimas hileras de rosales que quedaban. Lo malo era que no habían encontrado nada todavía. Lo bueno, que nadie los había interrumpido durante esas tardes. Ni Matthew, ni Danforth, ni Daniel -que los había acompañado cuando no sustituía al anfitrión- habían detectado intrusos.

La mirada de Matthew encontró la de Sarah por encima de los setos y tuvo que plantar firmemente los pies y aferrarse al mango de madera de la pala para no ir hacia ella. Para no cogerla bruscamente entre sus brazos y enterrar la cara en ese lugar cálido y fragante donde su cuello se unía con su hombro.

Los días pasados en su compañía habían estado repletos de momentos que nunca olvidaría. De trabajo arduo y de decepción al no encontrar el dinero. De risa, sonrisas, sueños y recuerdos del pasado. Y también de largas noches…, horas que habían pasado conociéndose el uno al otro, compartiendo la pasión, susurrando en la oscuridad, abrazándola mientras dormía. Luego se levantaba para mirar por la ventana del dormitorio, buscando alguna señal de intrusos en los jardines, y sin ver a nadie.

Ninguno de los dos mencionaba el inminente final de su tiempo juntos o las pocas probabilidades que tenían de encontrar el dinero. Pero la realidad pesaba sobre ellos y oprimía el corazón de Matthew. Cómo iba a encontrar fuerzas para alejarse de ella, no lo sabía. Por ahora, sólo les quedaba rogar una última vez y tener éxito.

– ¿Lista? -preguntó; tenía la garganta reseca por razones que no tenían nada que ver con su reacción a las rosas.

Ella asintió con la cabeza y se le deslizaron las gafas. Él tuvo que agarrarse al mango de la pala con más fuerza para no volver a colocárselas en su lugar. Sarah sonrió, pero sus expresivos ojos reflejaban la gravedad del momento.

– Lista.

Matthew se colocó el pañuelo sobre la nariz y la boca. Cavaron en silencio; los únicos sonidos que se oían eran los crujidos de las hojas, el gorjeo de los pájaros y las palas penetrando en la tierra. Con cada paletada sin resultados, Matthew tenía la moral cada vez más baja. Tras arrojar la última palada de la última zanja, Matthew se encontró mirando ciegamente el espacio vacío. Había invertido todo su tiempo y energía durante casi un año para nada.

Maldita sea, se sentía… hecho polvo. Se puso en cuclillas, apoyó la frente sudorosa en el mango de la pala y cerró los ojos, abrumado por una sensación de cansancio y derrota que no había conocido nunca. Había tenido el presentimiento de que eso sería lo que pasaría y aun así, nunca había perdido las esperanzas. Pero ahora ya no. Su destino estaba decidido. Ya no quedaban esperanzas. Ni tendría a Sarah. Al día siguiente por la mañana se iría a Londres. Para comenzar la siguiente fase de su vida. Sin ella.

Sabía que durante el resto de su vida estaría obsesionado por sus recuerdos. Por su amor por ella. Y se preguntaría por el dinero. ¿Habría existido en realidad y él había fracasado en encontrarlo a pesar de todos sus esfuerzos? ¿Estaría todavía sepultado en alguna parte, debajo de alguna flor dorada que él no había visto, burlándose de él? ¿O quizás el bastardo que había estado cavando durante la tormenta había encontrado el tesoro que tanto había buscado él? Por desgracia, nunca lo sabría.

Él suspiró profundamente, rendido; estaba a punto de ponerse en pie cuando la excitada voz de Sarah le llegó desde el otro lado del seto.

– Matthew, creo que he encontrado algo.

Le llevó varios segundos salir de la niebla de derrota que lo envolvía. Cuando lo hizo, se puso en pie de un salto y rodeó el seto a toda velocidad.

Sarah, con la cara húmeda de sudor y roja por el esfuerzo, estaba de rodillas, apartando frenéticamente la tierra con las manos. Observó que había llegado casi al final de la hilera y que sólo quedaban unos metros por cavar.

– Mi pala ha dado contra algo duro -dijo ella, irguiéndose a su lado con los ojos llenos de excitación y esperanza.

Él se arrodilló a su lado y juntos apartaron la tierra restante. Menos de un minuto después detuvieron las manos. Y clavaron los ojos en lo que habían descubierto.

– Oh, Dios mío -susurró ella.

Él tragó saliva, casi incapaz de deshacer el nudo que sentía en la garganta, el nudo que se le había formado al ver el ladrillo que habían descubierto. No era el dinero, sino solamente… un ladrillo. Un jarro de agua fría que apagó de golpe el último rayo de esperanza.

Las lágrimas que brillaban en los ojos de Sarah le decían que ella se sentía exactamente como él. Le tembló el labio inferior y una sola lágrima resbaló por su mejilla. Y el corazón de Matthew simplemente se partió en dos.

– Sarah… -la tomó entre sus brazos para absorber sus silenciosos sollozos, cada uno de ellos era como una puñalada en el corazón.

– Yo cre-creía que lo había encontrado -susurró ella contra su cuello.

– Lo sé, cariño. Yo también lo creí.

– No puedo creer que no estuviera ahí. Tenía tantas esperanzas…, estaba tan segura… -Otro sollozo desgarrador la atravesó y él le presionó los labios contra el alborotado pelo. Maldición, verla y oírla llorar le destrozaba.

Ella lo miró y se pasó los sucios dedos por sus húmedas mejillas, secándose los ojos llenos de lágrimas con determinación.

– Todavía me quedan unos metros. Quiero terminar. Puede estar ahí.

Él le tomó la cara entre las manos, enjugando suavemente los restos de lágrimas. Había mil cosas que quería decirle. Cosas que compartir con ella. Decenas de miles de mañanas que quería pasar con ella. Y el dolor de saber que eso no iba a ocurrir nunca, casi le cortaba la respiración.

– Yo terminaré -dijo él.

Diez minutos más tarde tuvo que admitir la derrota otra vez.

– Nada -dijo con voz inexpresiva.

Él se giró y le tendió una mano sucia. Ella se la cogió con otra mano tan sucia como la suya, y se dejó llevar lejos de allí. En cuanto estuvieron a una distancia segura de la rosaleda, él se quitó el pañuelo de la cara y se detuvo. Ella lo miró y sus miradas se encontraron. Sintió la necesidad de decir algo, pero por Dios, no tenía ni idea de qué. Fuera como fuese, tuvo que aclararse la garganta para poder hablar.

– Gracias por tu ayuda.

El labio inferior de Sarah tembló y él rezó para que ella no llorara otra vez. Se sentía como una cuerda deshilachada a punto de romperse, y si veía sus lágrimas de nuevo, se moriría.

– De nada -susurró ella-. Siento que todo haya sido en vano.

– Y yo. -Más de lo que podía imaginar.

– Va a ser difícil… despedirnos.

– Sarah… -no sabía qué más decirle, y con un gemido, la tomó entre sus brazos y enterró la cara en su pelo. ¿Difícil? Iba a ser condenadamente imposible.

Respirando temblorosamente, él levantó la cabeza y la miró directamente a los ojos. Los ojos más hermosos que había visto nunca.

– Todavía nos queda esta noche -dijo él-. Nos queda una noche más.

Y luego él se iría y haría lo que tenía que hacer, cumpliría las promesas que había hecho, se ocuparía de sus responsabilidades, salvaría la hacienda que su padre había llevado a la ruina. Conservaría el honor, el honor de la familia. Pero a cambio, perdería a Sarah, quien significaba para él más que nada en el mundo.

Y si ahora le parecía horrible, sabía que al día siguiente sería aún más terrible.


La cena de esa noche acabó convirtiéndose en una celebración informal para conmemorar el final de la reunión campestre en Langston Manor. La comida y el vino fluyeron libremente, y Sarah intentó con todas sus fuerzas ocultar su sufrimiento y compartir las festividades. Afortunadamente, todos los demás, con excepción de Matthew -a quien prefería no mirar para no perder la compostura-, parecían estar de buen humor, así que no fue necesario más que inclinar la cabeza, sonreír y soltar algún comentario ocasional.

Como era su costumbre, se pasó la cena observando a su alrededor. Lady Gatesbourne y lady Agatha estaban enfrascadas en una conversación con lord Berwick; era obvio que ambas damas estaban midiéndolo de arriba abajo como un posible marido potencial, igual que un director de pompas fúnebres mediría un ataúd.

Emily y Julianne mantenían un vivo diálogo con lord Hartley, mientras Carolyn se reía de algo que Matthew había dicho.

Lord Surbrooke y lord Thurston charlaban sobre caballos, una conversación que parecía interesar también al señor Jennsen, que estaba sentado a su lado.

Se dio cuenta de su error cuando el señor Jennsen le dijo en un susurro:

– Le quedaré sumamente agradecido si me rescata de esta conversación tan aburrida sobre caballos.

Sarah no pudo evitar reírse entre dientes.

– Y pensar que creía que estaba fascinado.

– No. Sólo intentaba mostrar lo mucho que han mejorado mis modales.

– ¿Qué les pasa a sus modales?

– ¿No lo ha notado?

– ¿Notar qué?

Él la miró directamente a los ojos con una expresión muy seria.

– Es bueno que esté sentada porque lo que estoy a punto de decirle le causará un gran impacto. -Se acercó más a ella-. Soy americano. De América.

Sarah fingió sorprenderse.

– Nunca lo hubiera supuesto. ¿Usted? ¿Es un colono advenedizo?

Él se llevó la mano al corazón.

– Se lo juro. Lo que significa que tengo que mejorar mis modales, ya que aparentemente dejan mucho que desear. En especial, si espero tentar a cierta señorita para que venga a visitarme a mi casa de Londres.

Dada la manera en que la miraba, no había lugar a malinterpretaciones, y un cálido rubor inundó sus mejillas.

– No… no sé cuándo me será posible.

– Cuando tenga tiempo libre -dijo él con ligereza-. Es una invitación abierta, para las dos, para usted y su hermana, o con quien quiera viajar. -Su mirada buscó la de ella-. Me gusta muchísimo su compañía y me encantaría verla otra vez.

– Me… me siento muy halagada.

– No debería. -Le dirigió una pícara sonrisa-. Después de todo, soy sólo un americano grosero.

– Yo también he disfrutado de su compañía -dijo ella. Y lo había hecho. Pero no quería darle falsas esperanzas, y sabía que en cuanto llegara a casa, pasaría mucho tiempo antes de que su roto corazón pudiera amar de nuevo-. Pero…

– Nada de peros -dijo él con suavidad-. No hay necesidad de que se excuse ni de que me explique nada. Como usted, soy bastante observador. Sólo deseo que usted sea feliz, y debería ir a Londres, me encantaría mostrarle la ciudad. Sólo tiene que decirme cuándo.

El sonrojo de Sarah se hizo todavía más evidente. No estaba segura de qué era lo que había observado, pero sospechaba que él se había dado cuenta de que mostraba algo más que un interés pasajero por Matthew.

– Gracias por su amistad.

– De nada.

Él no añadió que le estaba ofreciendo algo más que amistad, pero no lo necesitaba…, estaba en sus ojos para que ella lo viera. Sarah cogió la copa de vino y bebió un sorbo para ocultar su consternación. Hasta que había ido a Langston Manor ningún hombre la había mirado dos veces. Ahora había dos hombres que se mostraban interesados en ella.

Ojalá su corazón hubiera elegido a Logan Jennsen en vez de a Matthew. Pero pensarlo era tan inútil como imaginar que habían encontrado el dinero.

Le quedaba una noche más con Matthew; unas pocas horas robadas que deberían durarle toda una vida. Tenía intención de atesorar cada momento.


Era casi medianoche cuando terminaron las partidas y todos se dirigieron a sus dormitorios. En cuanto entró en su habitación, se quitó rápidamente la ropa y se puso lo único que quería llevar encima…, la camisa de Matthew que había pedido prestada para Franklin, al que ya habían desmontado para devolver los artículos a sus dueños. Le devolvería la camisa a Matthew esa noche, mucho después de que él se la quitara.

Minutos más tarde oyó un suave golpe en la puerta. Con el corazón desbocado observó cómo se abría la puerta. Matthew entró con un pequeño ramillete de flores de lavanda. Después de cerrar la puerta con llave, ella surgió de las sombras.

Él se quedó paralizado cuando la vio, la recorrió con la vista de arriba abajo, con una mirada que mostraba una combinación de ardor y ternura que lo dejó sin aliento. Sin apartar los ojos, caminó hacia ella, titubeando, cuando se detuvo a menos de medio metro.

– Te has puesto mi camisa -dijo él.

Ella asintió con la cabeza.

– Recuerda que te dije que te la devolvería.

– Sí. -Él extendió la mano y tocó la tela-. Pero creo que deberías quedártela. En mí es una prenda normal, pero en ti parece algo… magnífico. -Le tendió el ramillete-. Para ti.

Sarah tomó las flores y se las llevó a la nariz para aspirar la fresca fragancia.

– Gracias. Son mis favoritas.

– Lo sé. Y ahora también son las mías.

Mirándole por encima de las flores color malva, le dijo:

– Los arreglos del comedor y el vestíbulo eran magníficos.

– Quería que supieras que pensaba en ti.

Al volver a oler las flores, notó algo brillante entre ellas. Lo cogió y se quedó paralizada ante el objeto que sacó.

Era un broche. Con la forma de un lirio, un lirio perfecto, una flor esmaltada en púrpura con esmeraldas verdes en las hojas y ribeteado en oro.

– Es muy bonito -susurró ella, pasando los dedos por los vivos colores.

– Sí. Era de mi madre -dijo Matthew suavemente-. Espero que lo uses. Y que al hacerlo me recuerdes con cariño.

«¿Con cariño?» Por Dios, esa palabra no le hacía justicia a lo que sentía por él. Parpadeando para contener sus ardientes lágrimas, dijo:

– Gracias, Matthew. Lo guardaré siempre como un tesoro. Yo también tengo un regalo para ti. -Se encaminó al escritorio, dejó las flores y el broche sobre la superficie pulida y luego cogió unos pergaminos enrollados y atados con una cinta. Regresó a su lado para dárselos.

En silencio, él quitó la cinta y desenrolló lentamente los bocetos. Miró el primero; tenía dibujadas dos flores con largos tallos curvos. Matthew sonrió.

– Straff wort y tortlingers -dijo él, leyendo las palabras que ella había escrito debajo de las plantas imaginarias-. No sé cómo, pero sabía que serían exactamente así.

Tomó el segundo boceto y lo miró durante largo rato; un músculo comenzó a palpitarle en la mandíbula. Cuando finalmente levantó la vista, la emoción que reflejaban sus ojos hizo que el corazón de Sarah se saltara un latido.

– Tú… como Venus. Es perfecto. Justo como sería Venus si llevara gafas. Gracias.

– De nada.

Volvió a atar la cinta con cuidado y luego cruzó la estancia para dejar los bocetos encima del escritorio al lado de las flores. Después caminó hacia ella, pero cuando llegó a su altura, no se detuvo, la tomó en brazos y la llevó a la cama, dejándola sobre el borde del colchón.

Sin decir nada, se arrodilló ante ella y extendió la mano para desabrocharle su camisa; lo único que llevaba puesto. Tras deslizarle la prenda por los hombros y los brazos, le rozó la piel con la yema de un dedo desde el hueco de su garganta al ombligo.

– Tiéndete -susurró con voz ronca.

Después de que lo hiciera, él le abrió las piernas y le subió los muslos colocándoselos sobre los hombros. El pudor de Sarah se evaporó con el primer toque de la lengua de Matthew sobre sus sensibles pliegues. Nunca había imaginado tal intimidad. Él le hizo el amor con la boca, la acarició con los labios y la lengua mientras sus dedos le rozaban la piel con delicada perfección. Cuando llegó al clímax, ella lanzó un grito que pareció provenir de las mismas profundidades de su ser.

Lánguida y relajada, lo observó quitarse las ropas. Luego Matthew cubrió su cuerpo con el suyo y la magia empezó una vez más. Sarah intentó memorizar cada roce. Cada mirada. Cada sensación. Pues sabía que serían los últimos.

Cuando despertó por la mañana, él se había ido.


Matthew llevaba dos horas en la carretera camino de Londres cuando detuvo a Apolo y se inclinó para palmear el cuello marrón del caballo castrado. Los rayos del sol naciente que teñían de malva el amanecer cuando abandonó Langston Manor habían dejado paso a un cielo azul salpicado con nubes algodonosas. Sus invitados no abandonarían su casa hasta media tarde, pero él se había sentido incapaz de quedarse.

No habría soportado decirle adiós a Sarah delante de todo el mundo. Quería recordar su imagen dormida después de haber hecho el amor, con su pelo extendido alrededor como un halo rizado de color café.

Delante de él, el camino se dividía en dos: el de la izquierda conducía al sudoeste, hacia Londres, mientras que el de la derecha conducía… en dirección contraría a Londres.

Miró los dos caminos durante un largo momento mientras miles de imágenes atravesaban su mente. Imágenes que sabía que lo obsesionarían hasta el final de sus días.

Sabía lo que tenía que hacer. No había vuelta atrás.

Pero antes de ir a Londres, tenía que visitar otro lugar primero.

Presionando con los talones los flancos de Apolo, cambió el rumbo y tomó el camino de la derecha.

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