Los rayos del sol naciente se filtraban por la ventana del dormitorio de Sarah cuando abandonó sigilosamente su habitación. Se había despertado al amanecer como cada mañana, ansiosa por salir, especialmente al darse cuenta de que la lluvia había cesado en algún momento de la noche. Sentía deseos de oler la fresca humedad que impregnaba el aire y la hierba después de la tormenta.
El día anterior por la tarde, a medida que su carruaje se acercaba a Langston Manor, había percibido imágenes de lo que parecían ser unos impresionantes jardines y estaba deseosa de explorarlos para sacar algunos bocetos. Especialmente a esa hora, durante esos tranquilos instantes previos al amanecer, en los que tenía todo el tiempo del mundo para sí misma.
Con su gastada cartera de cuero -donde llevaba su material de dibujo- bajo el brazo, dobló la esquina del pasillo. A punto estuvo de chocar con una joven criada que cargaba con una brazada de ropa de cama blanca.
– ¡Oh, mil perdones, señorita! -dijo la criada apretando contra su pecho la carga que llevaba-. No esperaba encontrarme con nadie tan temprano.
– Ha sido culpa mía -dijo Sarah, agachándose para recoger la cartera y una funda de almohada que se había caído de la pila que cargaba la criada-. Estaba tan ensimismada en mis pensamientos que no miré por dónde iba. -Se incorporó, dobló con habilidad la funda de almohada y luego la depositó sobre el montón de ropa de la criada.
– Gra-gracias -tartamudeó la joven claramente sorprendida.
Sarah contuvo el deseo de mirar al techo. Era ridículo que la criada se hubiera sorprendido por un mero gesto de cortesía, especialmente cuando era ella la que se había conducido con atolondramiento. Por Dios, era hija de un médico, no parte de la realeza. Ni aunque viviera cien años podría acostumbrarse a la formalidad de la sociedad con la que Carolyn se había emparentado. A menudo se preguntaba cómo lo toleraba su hermana.
– De nada… -inclinó la cabeza, esperando que la joven le facilitara su nombre.
– Mary, señorita.
Sarah se ajustó las gafas y sonrió.
– De nada, Mary.
La mirada de la criada se deslizó por el vestido de diario de Sarah.
– ¿Necesita algo, señorita? ¿El cordón de llamada de su habitación no funciona?
– No pasa nada, gracias. Quizá podría indicarme qué dirección debo tomar para ir a los jardines -levantó la cartera-. Esperaba poder hacer algunos bocetos.
La cara de Mary se iluminó.
– Oh, los jardines son muy hermosos, señorita, especialmente después de la lluvia. Y están muy bien cuidados. Su señoría es un apasionado de la jardinería.
Sarah arqueó las cejas.
– ¿De verdad?
– Oh, sí, señorita. Se remanga la camisa y trabaja él mismo en el jardín. No le asusta la suciedad como a algunos caballeros. Ni siquiera le importa trabajar en los jardines por la noche. -Se acercó un poco más y susurró-: Entre la servidumbre corre el rumor de que su señoría está cultivando algún tipo de flores nocturnas y eso requiere muchos cuidados.
– ¿Flores nocturnas? -El entusiasmo la invadió al pensar en tan inusuales flores, y luego se regañó interiormente por su hiperactiva imaginación. La noche anterior, lord Langston sólo había estado trabajando en su jardín y ella lo había comparado con un científico loco como Frankenstein-. Esas flores son muy raras.
– No le diga nada a nadie sobre esto, señorita, pero su señoría es un experto en el estudio de las plantas y las flores y otras cosas por el estilo.
– Intentaré tratar con él sobre el tema en cuanto tenga oportunidad -murmuró Sarah. Quizás había juzgado mal a lord Langston. Cualquier hombre que amara la jardinería, o que estuviera dispuesto a pasar la noche en vela para trabajar con flores nocturnas, no podía ser del todo malo.
Después de que Mary le diera las indicaciones para salir de la casa por las puertas francesas del salón, Sarah se lo agradeció y se encaminó hacia allí. En el mismo momento en que salió a la terraza de piedra, la embargó una sensación de paz. El cielo se teñía con los colores dorados y rosados del sol naciente. Las hojas de los olmos, que parecían lanzas flanqueando la casa, susurraban a gran altura como si fuera la música de fondo del canto de los pájaros.
Tras aspirar profundamente el embriagador aroma de la lluvia reciente, Sarah se desplazó sobre las losas de piedra. Contuvo el aliento al contemplar la belleza del vasto jardín que se extendía ante ella. Caminos curvos perfectamente delineados serpenteaban entre una amplia extensión de césped y setos cuidados con esmero. Un bosquecillo de olmos, debajo de los cuales se encontraban situados unos acogedores bancos, proporcionaría la sombra en cuanto el sol calentara. Estaba claro que su anfitrión veneraba el jardín, era el más hermoso que había visto nunca. Podía imaginarse lo impresionante que sería en cuanto la luz del sol lo inundase.
Ansiosa por explorarlo, bajó la escalinata de piedra. La hierba mojada le humedeció los robustos zapatos y el bajo del vestido, pero en vez de sentirse incómoda, celebró la familiar sensación. Caminó lentamente por los senderos curvos, maravillándose ante la primorosa profusión de plantas. Su mente las reconocía según las veía: pensamientos, margaritas, pimpinelas azules, entre otras muchas.
El rumor suave del agua alcanzó sus oídos, y siguió el sonido. Varios minutos más tarde, tras doblar una curva, se deleitó al toparse con una gran fuente redonda de piedra coronada por la estatua de una diosa cubierta con una túnica. Portaba una jarra ligeramente inclinada, desde donde caía un suave chorro de agua al estanque que tenía a los pies. Un banco de piedra rodeaba parte de la fuente, y todo el conjunto estaba protegido por unos altos setos. Sintiéndose como si hubiera descubierto un escondite secreto, Sarah se sentó y abrió el bloc de dibujo.
Acababa de completar el esbozo de la fuente cuando oyó crujir la grava suavemente. Levantando la vista, vio cómo un perro enorme entraba en el pequeño claro. El animal se detuvo en cuanto la vio. Ella se mantuvo perfectamente quieta para no sobresaltar al animal, esperando que fuera amigable. El perro levantó la enorme cabeza y olfateó el aire.
– Buenos días -le dijo Sarah con suavidad.
El animal meneó la cola saludándola, y con la lengua colgando trotó hacia ella. Inclinando la cabeza, le olisqueó los zapatos, y luego subió hasta sus rodillas. Ella siguió inmóvil, dándole la oportunidad de captar su olor mientras admiraba el oscuro y brillante pelaje. Cuando comprendió que ella era una amiga y no una enemiga, el perro se sentó satisfecho a sus pies.
Contenta de que la considerara alguien de fiar, Sarah sonrió.
– Un guau para ti también. -Dejó a un lado el bloc de dibujo y enterró los dedos en el cuello del perro para rascarlo. Los ojos oscuros e inteligentes del animal mostraron satisfacción y levantó una pata enorme y mojada para plantarla sobre el regazo.
– Oh, parece que te gusta -le susurró con dulzura, luego se rió cuando su nuevo amigo soltó un sonido que parecía un suspiro de satisfacción-. A mi perra también le encanta esto. ¿Cómo es que te encuentras aquí solo?
Tan pronto como terminó de plantear la pregunta la grava volvió a crujir. Dejó de rascar al perro y levantó la vista para observar a la figura que entraba en el claro. Una figura que reconoció de inmediato; era su anfitrión, lord Langston. La miró y se detuvo como si hubiera chocado contra un muro. Estaba claro que él estaba tan sorprendido de verla como ella de verlo a él.
Él miró fijamente al enorme can pegado a ella, y frunciendo el ceño silbó suavemente. El perro bajó la pata de su regazo de inmediato. Después de dirigirle a Sarah una mirada que parecía decir «no te muevas que enseguida vuelvo», trotó obedientemente hacia su señoría, donde se dejó caer pesadamente sobre el suelo. Exactamente sobre una de las pulidas botas del señor.
Sarah se levantó, se ajustó las gafas y le ofreció a lord Langston una torpe venia, tragándose las ganas de reprocharle el que hubiese invadido ese santuario interrumpiéndola. No tenía derecho a sentirse molesta. Después de todo, ése era su jardín, y ése su perro. Pero ¿por qué no estaba ese hombre en la cama? De sus observaciones ella había concluido que la mayoría de los nobles no se levantaban hasta el mediodía. Por supuesto, ésa era la oportunidad perfecta para hablar sobre el jardín y las flores nocturnas con él, un poco inconveniente por la hora, pero oportunidad al fin y al cabo.
– Buenos días, milord.
Matthew clavó la vista en la joven, reconociendo a la invitada de las gafas empañadas por la sopa de la cena de la noche anterior. La hermana de lady Wingate de cuyo nombre no podía acordarse. Se tragó el reproche por haber interrumpido su paseo. ¿Por qué, en nombre de Dios, no estaba todavía en la cama? Él había observado que las jóvenes raras veces se levantaban antes del mediodía. Y cuando lo hacían no llevaban el vestido de diario arrugado -y mojado- que vestía esa jovenzuela, además del cabello recogido en un moño que se inclinaba muy precariamente hacia la izquierda, con rizos rebeldes soltándose del recogido. Y, ¿por qué, en nombre de Dios, lo hacía sentir como si fuera él quien se estuviera entrometiendo en su privacidad?
Maldición, como su anfitrión, se suponía que tendría que quedarse allí para intercambiar algunas formalidades educadas y banales con ella. Lo cual era lo último que quería hacer. Necesitaba dar ese paseo, necesitaba estar a solas para aclararse la cabeza, para matar el tiempo hasta que Daniel regresara de la herrería del pueblo, adonde había ido para recabar información sobre la presencia de Tom Willstone la noche anterior en la hacienda. Bien, lo haría, pero escaparía en cuanto se le presentara la primera oportunidad.
– Buenos días -dijo él, resignado a pasar algunos minutos de conversación forzada.
Bajó la mirada y apenas pudo contener un respingo ante el contorno de la huella enorme de una pata que le arruinaba la falda del vestido. Por Dios, en cuanto ella lo notara no dudaría en poner el grito en el cielo. Tomó nota mental de mencionárselo a la señora Harbaker. El ama de llaves se ocuparía de que la prenda quedara totalmente limpia. Esperaba no verse forzado a reemplazarlo. Los vestidos de las mujeres costaban unas cantidades astronómicas de dinero.
– Observo que ha encontrado a mi perro -dijo él, rompiendo el silencio.
– Bueno, la realidad es que él me encontró a mí. -La mirada de Sarah se desplazó hasta el perro y esbozó una sonrisa-. Parece gustarle sentarse sobre los pies de la gente.
– Sí. Sentarse… Le enseñé a hacerlo. Sin embargo, requiere algo más de entrenamiento para que aprenda dónde plantar el trasero. -Cuando se inclinó para palmear con cariño el cálido y robusto pescuezo del perro, Matthew se prometió tener una seria charla con el animal sobre lo de buscar invitadas no deseadas durante el paseo matutino-. Espero que no la haya asustado.
– De ninguna manera. Yo también tengo un perro. La mía es casi tan grande como el suyo. La verdad es que salvo por el color del pelaje, son muy parecidos. -Posó la mirada en la mascota-. Es muy dulce.
Matthew apenas pudo ocultar la sorpresa que le producía que ella poseyera un animal tan grande. La mayoría de las damas que él conocía poseían perros falderos de pequeño tamaño, perruchos que malgastaban el tiempo estropeando alfombras, mordisqueando los tobillos y holgazaneando sobre almohadones de raso.
– ¿Dulce? Gracias. Sin embargo puedo asegurarle que preferiría que lo considerara un perro fiero y valiente.
Ella levantó la vista y una sonrisita se insinuó en sus labios.
– Estoy segura de que puede ser ambas cosas de una manera muy dulce. ¿Cómo se llama?
– Danforth.
– Un nombre interesante. ¿Cómo lo escogió?
– De alguna manera… era el adecuado para él. ¿Está sola? -preguntó él echando una mirada alrededor-. ¿No tiene dama de compañía?
Ella arqueó las cejas, luego curvó los labios con evidente diversión.
– A mi edad sería más apropiado que yo misma fuera dama de compañía, no que necesitara una, milord.
¿A su edad? Así que ella era mayor de lo que él había supuesto. No es que se hubiera fijado. La miró de soslayo. No parecía tener ni un día más de veinte años. A la luz del amanecer no se apreciaban bien los rasgos de la edad. Y no cabía duda de que esas gafas y ese vestido manchado le daban un aire de solterona.
– Es muy temprano para estar levantada -observó él, orgulloso de que su voz no denotara su fastidio.
– No para mí. Éste es mi momento del día. Me encanta esta quietud, la hermosa luz del sol naciente, la paz y la serenidad del amanecer. La promesa de un nuevo día lleno de posibilidades.
Matthew arqueó levemente las cejas. Era también su momento favorito del día, aunque no estaba seguro de haberlo podido expresar de manera tan elocuente.
– Sé lo que quiere decir.
– Sus jardines son preciosos, milord.
– Gracias…
Maldición, desearía poder recordar su nombre. Le sería mucho más fácil excusarse si pudiera decir «bueno, ha sido muy entretenido conversar con usted, señorita Jones, pero debo continuar mi camino». ¿Sería posible que su apellido fuera Jones? No, casi seguro que no…
– Me han comentado que es un experto horticultor y jardinero.
Su comentario lo trajo bruscamente de regreso a la realidad y contuvo el deseo de levantar la vista al cielo. Obviamente sus sirvientes le habían estado dando a la lengua. La próxima vez que contratara a alguien, pediría como requisito fundamental que todos los candidatos fueran mudos.
– Sí, es mi gran pasión -dijo, pronunciando la mentira que sus actividades nocturnas lo obligaban a contar más veces de las que deseaba.
La cara de Sarah se iluminó con una sonrisa, mostrando unos perfectos dientes blancos y rectos y unos profundos hoyuelos gemelos en sus mejillas.
– También es mi gran pasión. -Le indicó un grupo de plantas que rodeaban la fuente-. Estos hemerocallis flava son los especímenes más hermosos que he visto nunca.
«¿Hemero… qué?» Matthew apenas pudo contener un gemido. Maldición, si aquello no era mala suerte, entonces no sabía qué lo era. ¿Cuántas probabilidades había de que la primera mujer con la que conversaba en meses no hablara de algo que no fuera la moda o el clima y fuera una experta en jardinería?
– Ah, sí, son mis favoritos -dijo él entre dientes.
Y ahora sí que era el momento de escapar. Deslizó el pie de debajo de Danforth y dio un paso atrás. Casi chocó con el borde de la fuente. Y descubrió -o mejor dicho su trasero descubrió- que el borde de la fuente estaba mojado. Mojado y frío.
Refrenó el juramento que pugnó por salir de sus labios y se apartó de la piedra. Maldición, no había nada más incómodo que la lana fría y mojada pegada a las posaderas.
Sarah miró a la fuente y luego a sus caderas y él notó un leve temblor en sus labios. Ella levantó la mirada hacia la de él y dijo con la voz llena de diversión:
– Es una sensación de lo más incómoda, me ha sucedido lo mismo más veces de las que quiero recordar. ¿Puedo ofrecerle mi pañuelo?
¡Bah! Como si un pequeño pañuelo de mujer fuera a secar al instante su mojado trasero. Sin embargo parte de la molestia que sentía se evaporó al ver la empatía que ella mostraba ante su incomodidad.
– Gracias, pero apenas está mojado -mintió, intentando mantener el semblante impasible ante el reguero de agua que le corría por la parte trasera del muslo.
– Vale. Dígame, ¿utiliza algo especial? -preguntó ella.
– ¿Para secar los pantalones?
– Para fertilizar las plantas.
– Hummm, no. Sólo utilizo… eeeh… lo usual.
– Seguramente su fertilizante orgánico debe de contener algo especial -dijo ella con el tono y la expresión seria-. Algo fuera de lo normal. Sus delfinias son extraordinarias y la lanicera caprilfolium es la más fragante que he olido jamás.
Por Dios. Esa conversación lo hacía sentir como si fuese el centro de una diana mojada que corriera de un lado a otro en un campo de tiro.
– Tendría que consultarle a Paul, mi jardinero jefe, sobre eso, ya que de la fertilidad de los órganos se encarga él.
Ella frunció el ceño y parpadeó detrás de las lentes.
– ¿Está hablando del fertilizante orgánico?
– Sí, por supuesto.
La penetrante mirada de ella y la manera en que entrecerró los ojos lo hizo sentir como si fuera un muchacho al que hubieran pillado haciendo una travesura. Definitivamente era el momento de escapar. Sin embargo, antes de que pudiera moverse siquiera un centímetro, ella dijo:
– Hábleme sobre sus flores nocturnas.
– ¿Perdón?
– He intentado buscar dondiegos de día y dondiegos de noche pero no he tenido éxito. Deben de estar hermosísimos después de la lluvia de la última tarde. Evidentemente el agua les habrá sentado mejor que a usted.
Él se quedó paralizado, sintiéndose inmediatamente invadido por la sospecha.
– ¿Mejor que a mí?
– Sí. Lo vi regresar a la casa anoche. Con una pala.
Maldición. ¿Así que sí había alguien en la ventana cuando miró hacia la casa la noche anterior? Lo había sospechado. Estaba claro que era una de esas mujeres curiosas que se pasaban el tiempo espiando por las ventanas y escuchando detrás de las puertas, exactamente el tipo de invitada que no quería en su casa. Y ahora mostraba una expresión que sugería que ella no estaba precisamente convencida de que él hubiera estado sólo plantando flores. Doble maldición.
– Sí, estuve en el jardín -dijo él con ligereza-. Me fastidió que comenzara a llover, pues me obligó a dejar de trabajar con las flores nocturnas. Casi estaba terminando. Pero dígame, ¿qué hacía despierta a esas horas?
Sus sospechas se acrecentaron cuando una mirada inequívocamente culpable se reflejó en sus ojos. Estaba claro que se traía algo entre manos. ¿Pero qué?
– Ah, nada -dijo ella en un tono evasivo que sonó absolutamente forzado-. Simplemente me sentía inquieta e incapaz de dormir después del viaje.
Como hombre que sabía mucho de mentiras, le resultó evidente que ella no decía la verdad. ¿Qué demonios estaría haciendo en realidad? De inmediato descartó la posibilidad de un encuentro amoroso. Una sola mirada bastaba para ver que no era esa clase de mujer. ¿Estaría conspirando para robar la plata de los Langston? O peor todavía… ¿estaría espiándole?
Apretó los dientes al pensar en eso. ¿Podía ser ella la que había estado observándolo en el cementerio? Dado el estado desastroso de su pelo, parecía como si también la hubiera pillado la lluvia. ¿Habría abandonado su habitación para dar un paseo nocturno por el jardín y habría dado con él accidentalmente? ¿O lo habría visto salir de la casa y lo había seguido?
No lo sabía, pero tenía intenciones de averiguarlo.
– Espero que no haya sufrido ningún inconveniente por haber sido pillado por la lluvia, milord.
– Ninguno en absoluto -dijo él; la hábil maniobra para desviar la conversación de sí misma no le pasó desapercibida.
– ¿Y sus flores nocturnas siguen saludables?
«Maldición, ojalá lo supiera.»
– Oh, sí. Esas pilluelas van viento en popa.
– Sin duda agradecerán sus diligentes cuidados de la noche pasada.
– Exactamente.
– ¿Así que va a verlas todas las noches?
«Ah, sí, era una curiosa.»
– Depende de mi horario, por supuesto.
– Por supuesto. Me gustaría verlas. ¿En que parte del jardín están?
«Maldición, ojalá lo supiera.»
– Bueno, por ahí. -Agitó la mano vagamente en un arco que abarcaba tres cuartas partes del jardín-. Simplemente siga el camino y dará con ellas.
Ella asintió con la cabeza y la tensión que lo atenazaba bajó de intensidad. Mientras ella no tuviera la certeza de que sus propósitos fueran siniestros, seguiría pensando que sus salidas nocturnas eran para trabajar en el jardín. Excelente. Y ahora sí era el momento de escaparse.
– Si me excusa, señorita… -se aclaró la voz y tosió-. Danforth y yo continuaremos nuestro paseo.
Ella ladeó la cabeza y le dirigió una mirada tan penetrante y desconcertante que lo hizo sentir como si fuera un cristal transparente y ella pudiera ver en su interior.
– No sabe cómo me llamo, ¿verdad?
Fue una afirmación, no una pregunta, y para su vergüenza, sintió que el rubor le inundaba el rostro. Lo peor era saber que ella tenía razón.
– Por supuesto que sé quién es. Es la hermana de lady Wingate.
– Pero no puede acordarse de mi nombre. -Antes de que él pudiera intentar resolverlo de alguna manera cortés o incluso admitir que estaba en lo cierto, ella agitó la mano para quitarle importancia al asunto-. Por favor, no se preocupe. Me ocurre siempre. Soy Sarah Moorehouse, milord.
«Me ocurre siempre.»
Matthew no supo si fueron sus palabras o la manera práctica en que las dijo lo que le recordó que debía mostrarse cauteloso con ella. Sí, se daba cuenta de que esa mujer tan poco interesante podía pasar desapercibida…; algo que, obviamente, ella tenía asumido. Una inesperada oleada de simpatía lo invadió, y lamentó no haber recordado su nombre. Curiosa o no, era su invitada, y era más que reprochable haber tenido el mismo comportamiento que tantos hombres antes que él.
Por alguna razón inexplicable, no quiso marcharse. Seguramente era el resultado de querer averiguar más cosas sobre ella, como su inclinación a mirar por las ventanas, o quizá deslizarse a hurtadillas por los jardines en mitad de la noche. Pero no sentía deseos de reanudar su anterior conversación, así que señaló con la cabeza su bloc de dibujo.
– ¿Qué estaba dibujando?
– Su fuente. -Deslizó la mirada hacia la estatua femenina-. Es la diosa romana Flora, ¿no?
Él arqueó las cejas con sorpresa. Podía no saber mucho de plantas, pero conocía muy bien la mitología. Y estaba claro que la señorita Sarán Moorehouse también.
– No creo que nadie la haya identificado con anterioridad, señorita Moorehouse.
– ¿De veras? Pues las rosas primaverales que fluyen de sus labios son una pista muy obvia. Y, ¿dónde si no iba a estar la diosa de las flores más que en un jardín?
– Dónde si no, cierto.
– A pesar de ser una figura menor de la mitología romana, Flora es mi diosa favorita.
– ¿Por qué?
– Porque también es la diosa de la primavera, mi estación favorita, simboliza el ciclo de la vida. Celebro su fiesta todos los años.
– ¿El día de Flora? -preguntó arqueando las cejas.
– ¿Lo conoce?
– Sí, sin embargo, nunca lo he celebrado. -Intrigado le preguntó-: ¿Y qué hace?
No le pasó desapercibida la sorpresa de ella ante su interés.
– Es algo un poco absurdo, la verdad. Sólo hago un pequeño picnic privado en el jardín.
¿Absurdo? Más bien parecía… tranquilo.
– ¿Privado? ¿Lo celebra sola?
Ella negó con la cabeza, consiguiendo que se le soltara otro rizo oscuro que le rozó la mejilla.
– No, no estoy sola. Invito a algunos amigos. -Se le marcaron los hoyuelos y un brillo asomó a sus ojos detrás de las gafas-. Por supuesto, es una invitación muy codiciada y exclusiva. Muy solicitada, ya sabe. No todo el mundo consigue sentarse en una manta, reliquia de la familia Moorehouse, para compartir la fiesta que tengo preparada.
– ¿Qué es lo que prepara?
Ella ladeó la cabeza.
– La cocina es una de mis grandes pasiones.
– Creí entender que la jardinería era su gran pasión.
– Es posible tener más de una pasión, milord. Me encanta encontrar nuevos usos para todas las hierbas y verduras que cultivo.
Él trató de ocultar la sorpresa de que una joven aristocrática supiera incluso dónde estaba la cocina, luego se acordó de que ella no pertenecía a la nobleza. Su padre era… ¿comisario? ¿médico? Sí, por ahí iba la cosa. El título de su hermana le había sido otorgado en matrimonio.
– ¿Y es… buena cocinera?
– Nadie se ha chupado los dedos -esbozó una amplia sonrisa-… todavía.
Una risa ahogada retumbó en la garganta de Matthew, algo muy extraño, pensó asombrado. Y se dio cuenta de cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había reído.
– Cuénteme cosas sobre esa fiesta exclusiva que prepara para celebrar el día de Flora.
– El menú cambia cada año, según quién asista. Este año preparé pasteles de carne y bollos de mermelada de arándanos, con tarta de fresa para el postre. Todo eso para mí.
– Suena delicioso. ¿Y para sus invitados?
– Para ellos hubo zanahorias crudas, pan duro, hueso de jamón, leche caliente y un cubo de gachas.
– Eso no suena… demasiado delicioso. No me extraña que afirme que nadie se haya chupado los dedos todavía.
Ella se rió.
– Es la comida perfecta cuando los invitados son conejos, gansos, mi perra Desdémona, una camada de gatos y un cerdo.
– Ya veo. ¿Puedo suponer que el cerdo es de verdad y no un humano con hábitos malsanos?
– Efectivamente. Aunque las gachas eran para él, logró engullirse un trozo de mi tarta de fresa.
– Lo comprendo, yo en su lugar hubiera hecho lo mismo. Tiene usted unos amigos muy interesantes.
– Son leales y siempre quieren verme feliz. Especialmente cuando llevo tarta de fresa.
– ¿No invita a ningún caballo?
Ella negó con la cabeza y algo brilló en sus ojos.
– No. Me dan miedo.
Él alzó las cejas con rapidez.
– ¿Los caballos?
– No, las tartas de fresa. -Le brindó otra amplia sonrisa-. Sí, los caballos. Me gustan siempre y cuando estén a más de tres metros de mí.
– Le debe de resultar muy difícil ir en carruaje.
– Cierto. Ir en carruaje no es, definitivamente, una de mis grandes pasiones.
Matthew señaló su bloc con la cabeza.
– ¿Puedo ver su dibujo?
– Oh…, es muy simple. Apenas había comenzado.
Como mirar un rudimentario dibujo era bastante más seguro que volver a hablar sobre especies de plantas de las que él nunca había oído hablar, le dijo:
– No me importa, si a usted tampoco.
Ella apretó los labios, y él reparó en los hoyuelos que se le formaron en las mejillas. Aunque estaba renuente, podía ver claramente que no quería ofender a su anfitrión. Por Dios, el dibujo debía de ser malísimo. Bien, le echaría un vistazo rápido, le soltaría algún cumplido cortés, y luego se excusaría. No cabía duda de que él había cumplido con su deber de conversar, y que ahora sabía ya bastantes cosas sobre ella. No tenía ganas de despertar sus sospechas prolongando su charla demasiado tiempo.
Ella le tendió el bloc con extrema cautela, como si él fuera a morderle, pero en lugar de ofenderle, le divirtió. Por lo general, las mujeres solían estar deseosas de complacerle. Estaba claro que no era el caso de la señorita Sarah Moorehouse.
Él cogió el bloc y bajó la vista. Luego parpadeó. Lo giró un poco para captar mejor la luz suave del amanecer.
– Esto es muy bueno -dijo, incapaz de ocultar su tono sorprendido.
– Gracias. -Ella sonó tan sorprendida como él.
– Si esto es lo que usted llama «simple», me gustaría ver qué considera un dibujo acabado. Los detalles que ha captado, especialmente aquí… -se acercó un poco más, hasta detenerse a su lado, luego sujetó el bloc con una mano mientras señalaba la cara de Flora con la otra- y aquí, en la expresión, es algo asombroso. Puedo imaginarme la sonrisa que está a punto de aparecer. Casi puedo ver cómo cobra vida.
Volvió la cabeza para mirarla, y desplazó los ojos por su perfil, percibiendo la nariz pequeña y recta, casi demasiado pequeña para soportar la montura metálica de las gafas. Y la curva de la mejilla, con la suave piel manchada de carboncillo.
Como si ella hubiera sentido el peso de su mirada, se giró para mirarle, y él se sintió sorprendido porque ella era realmente alta. La mayoría de las mujeres apenas le llegaba a los hombros, pero los ojos de ella estaban casi a la misma altura de los de él.
Ella parpadeó tras las gafas, como si la sorprendiera encontrarle allí. El grosor de las lentes hacía que sus ojos parecieran más grandes, y él sintió el repentino deseo de que hubiera más luz para saber de qué color eran. No parecían oscuros, probablemente fueran azules.
– Usted es muy alto -dijo ella con demasiada rapidez. Tan pronto como pronunció las palabras, apretó los labios como si se le hubieran escapado sin querer. Incluso a la tenue luz pudo ver él el rubor que le teñía las mejillas.
Una sonrisa tiró de las comisuras de los labios de Matthew.
– Eso mismo pensaba yo de usted. Es un alivio no tener que encorvarme para conversar.
Una risita se escapó de los labios de Sarah y esbozó una sonrisa.
– Es justo lo que estaba pensando.
La mirada de él fue de la sonrisa a los hoyuelos profundos e intrigantes que, según pudo observar, enmarcaban un par de labios exuberantes.
– Ha captado la expresión de Flora a la perfección -dijo él-. El aire de felicidad y serenidad que emana.
– Su cara refleja amor y satisfacción profundos -dijo ella con suavidad-. Algo comprensible, ya que está en su lugar favorito, el jardín, rodeada de todo lo que ama. -Miró su boceto y en su voz se percibió un deje de tristeza-. Pasa su vida siendo amada, rodeada de todo lo que ama, es decir…
– ¿Envidia su posición? -sugirió él, observando su perfil. Ella se volvió hacia él y lo estudió durante varios segundos, con la misma atención con que la observaba él. Aunque era la hermana de lady Wingate, no pudo observar parecido alguno entre esa mujer y la hermosa vizcondesa. Nadie podría decir que la señorita Moorehouse fuera una belleza. Sus rasgos parecían… poco armónicos. Los ojos, agrandados por las gafas, eran demasiado grandes, la nariz demasiado pequeña. La barbilla demasiado decidida y los labios exuberantes. Incluso su altura no estaba a la moda. Su pelo de color ratón era, por lo que podía ver en ese momento, indomable. Trató de recordar algo, cualquier cosa que pudiera haber oído sobre ella, pero sólo sabía que era la dama de compañía de lady Wingate y que era solterona. Con esos datos, se la habría imaginado como a una matrona de mediana edad, severa y de rostro demacrado. Pero aunque no era hermosa, no era ni vieja ni severa ni demacrada. No, esa mujer era joven. Y saludable. Y estaba claro que además era inteligente. Poseía una sonrisa fascinante que le iluminaba el semblante. Una sonrisa que ofrecía un intrigante contraste con la tristeza que él había detectado en su voz. Y unos enormes ojos rasgados tan inocentes que resultaba difícil apartar la mirada de ella.
«Sí, pero también era curiosa y la noche anterior estaba haciendo algo que no tenía intención de confesar.»
– Es un lugar envidiable -repitió ella con suavidad-. Sí, eso lo describe a la perfección. ¿Quién podría pedir más?
«Yo.» Él quería algo más. Algo que le frustraba no tener, algo que quería desde hacía casi un año. Algo que anhelaba, pero que le desesperaba no encontrar. Quería paz.
Una palabra muy simple para algo tan condenadamente difícil de alcanzar.
Se dio cuenta de que la estaba mirando con fijeza y se aclaró la garganta.
– ¿Tiene más dibujos en su bloc?
– Sí, pero…
Sarah se interrumpió cuando él abrió una página al azar y observó el bello boceto de una flor a acuarela. Debajo de él, escrito con una letra pequeña y meticulosa ponía narcissus sylvestris que, dado que reconocía la flor, era claramente el nombre latino para…
– Un narciso -dijo él-. Muy bonito. Tiene usted tanto talento con las acuarelas como con el carboncillo.
– Gracias. -De nuevo ella pareció asombrarse por el cumplido, y él se preguntó por qué. Estaba claro que cualquiera que viera los dibujos se daría cuenta de que eran excelentes-. He hecho bocetos de centenares de especies.
– ¿Otra de sus pasiones?
Ella sonrió.
– Mucho me temo que sí.
– ¿Y qué hace con ellos? ¿Los enmarca para colgarlos en su casa?
– Oh, no. Los dejo en los blocs de dibujo y los voy añadiendo a mi colección. Tengo intención de organizados en algún momento y publicar un libro de jardinería con ellos.
– ¿De verdad? Un fin encomiable.
– No puedo aspirar a ninguna otra cosa.
Matthew dejó de observar el boceto y sus miradas se cruzaron. En ese momento había bastante más luz y podía percibir que sus ojos no eran azules en absoluto, sino más bien de un castaño cálido y dorado. Además de inteligencia, detectó un leve reto en su mirada directa, como si lo estuviera desafiando a poner en duda su objetivo. No pensaba hacerlo, por supuesto. Porque además de curiosa, la señorita Moorehouse era una de esas eficientes y aterradoras solteronas que intentaba siempre conseguir sus propósitos sin importar los obstáculos que encontrara en el camino.
– ¿Por qué conformarse con la luna si se puede alcanzar las estrellas? -añadió él.
Ella parpadeó, luego volvió a sonreír.
– Exactamente -convino ella.
Consciente de que estaba mirándola fijamente otra vez, centro su atención en el bloc de dibujo. Pasó algunas páginas más, estudiando bocetos de plantas poco familiares con impronunciables nombres latinos, y de flores de las que no recordaba los nombres, pero que le sonaban por las horas que había pasado cavando alrededor de ellas. Una de las flores que reconoció fue una rosa, y contuvo un estremecimiento. Por alguna misteriosa razón esas malditas flores lo hacían estornudar. Las evitaba siempre que podía.
Pasó otra página. Y se quedó mirando fijamente. Era el detallado dibujo de un hombre. De un hombre muy desnudo. Un hombre que estaba generosamente… dotado. Un hombre que, por lo que decían las letras mayúsculas que había al pie de la página, se llamaba Franklin N. St…
Sarah contuvo el aliento y le arrebató el bloc de dibujo de las manos para cerrarlo. El chasquido de las páginas al cerrarse pareció resonar entre ellos.
Matthew no podía decidir si se encontraba divertido, asombrado o intrigado. Lo cierto era que no lo habría sospechado de esa mujer tan anodina. Pero estaba claro que había más en ella de lo que parecía. ¿Podría ser que se hubiera pasado la noche anterior haciendo dibujos eróticos? Maldición, ¿podía ser que ese tal Franklin fuera uno de sus propios sirvientes? Había un joven llamado Frank entre los jardineros…
Aunque era poco probable. ¡Apenas acababa de llegar! Trató de recordar los rasgos del hombre del dibujo, pero lo único que le venía a la mente era su cara morena e indefinida…, la única parte de él que estaba borrosa.
– ¿Un amigo suyo? -preguntó en tono arrastrado.
Ella levantó la barbilla.
– ¿Y si así fuera?
Bien, era admirable cómo se mantenía firme.
– Diría que lo ha retratado bastante bien. Aunque estoy seguro de que su madre se quedaría conmocionada.
– Al contrario, estoy segura de que no le importaría en absoluto. -Se alejó de él y dirigió su mirada al hueco entre los setos-. Ha sido muy agradable conversar con usted, milord, pero no me gustaría entretenerle más en su paseo matutino.
– Mi paseo, claro -dijo él, sintiendo un inexplicable deseo de retrasar su marcha. Para mirar si tenía más bocetos en los que descubrir un rasgo más de esa mujer cuya personalidad había mostrado tantos contrastes en tan poco tiempo.
Ridículo. Era el momento de retirarse.
– Señorita Moorehouse -se despidió-, la veré esta noche en la cena.
Le dirigió una venia formal, un gesto al que ella respondió con una breve reverencia. Luego, con un suave silbido llamó a Danforth y se dirigió con el perro pegado a los talones en dirección a los establos. Quizás un paseo le ayudara a aclararse la cabeza.
Caminando con paso presto, reflexionó sobre el encuentro con la señorita Moorehouse, y se le ocurrieron dos cosas; la primera que esa mujer era un pozo de sabiduría sin fondo sobre jardinería, algo que podría serle útil para recabar información sin que ella se diera cuenta dada su naturaleza… curiosa. Había tratado de obtener tal información de Paul, pero aunque su jardinero jefe sabía mucho de jardinería, no poseía una educación formal como la que obviamente poseía la señorita Moorehouse. Quizá su invitada era la pieza clave que necesitaba en su búsqueda.
Y en segundo lugar, la mujer eficaz, aunque cortés, ¡le había despedido de su maldito jardín! Como si ella fuera una princesa y él su lacayo. No había insistido, ya que irse era precisamente lo que él había querido hacer desde el principio.
Maldición. No podía decidir si estaba más molesto o intrigado.
Las dos cosas, decidió.
La señorita Sarah Moorehouse era una de esas irritantes solteronas que espiaban por las ventanas cuando deberían estar durmiendo, que siempre estaban en el lugar donde menos esperabas, y que oía y veía cosas que no debería. Pero la evidente contradicción entre su apariencia anodina y su dibujo erótico de un hombre desnudo lo intrigaba.
Como sus conocimientos sobre plantas. Si podía utilizarlos para avanzar en su búsqueda, bien, encontraría la manera de soportar su presencia.
Haría cualquier cosa para terminar la búsqueda y recuperar su vida. Y por si acaso lo había seguido al jardín la noche anterior, ya procuraría él que no lo hiciera de nuevo.
Sarah sostuvo firmemente el bloc de dibujo contra el pecho mientras clavaba la vista en el hueco de los setos por el que lord Langston acababa de desaparecer. Después de varios segundos, dejó escapar el aliento; ni siquiera se había dado cuenta de que había contenido la respiración.
Caramba, no podía negar que su anfitrión era un espécimen con muy buena planta. Incluso, si sólo contara el físico, podría ser calificado fácilmente como el Hombre Perfecto. Mientras había estado parado al lado de Sarah, su pulso se había comportado de una manera inquietante, errática, y sin precedentes, de una manera que no le gustaba en absoluto. ¿Qué le pasaba?
Se ajustó las gafas con un gesto impaciente. No, no le gustaba nada. Porque a pesar de lo atractivo que podía parecer un hombre exteriormente, las apariencias en ese caso engañaban, y sus rasgos bien parecidos ocultaban con toda claridad a un sinvergüenza. ¿Ese hombre era experto en jardinería? ¡Ja! Basándose en la conversación que habían mantenido y los comentarios que había hecho de los bocetos, estaba convencida que no distinguiría el abono de un clavel. Si era cierto que la noche anterior él regresaba de atender sus flores nocturnas cuando lo vio por la ventana, ella se comería su sombrero. No lo llevaba puesto, pero por Dios, iría a por uno para comérselo. Lo que la llevaba de nuevo a preguntarse: ¿qué estaba haciendo la noche pasada lord Langston con esa pala?
Su imaginación conjuró de inmediato espeluznantes imágenes del doctor Frankenstein, y apretó los labios. Fueran o no siniestras las actividades de su anfitrión, eran más que sospechosas en el mejor de los casos, y ella tenía intención de descubrir lo que él estaba tramando, en especial si tenía intención de cortejar a una de sus amigas. Si su anfitrión era culpable de algo, alguien tenía que advertir a Julianne y Emily.
Alguien tenía que detener a lord Langston.