Capítulo 12

El atizador cayó de los dedos inertes de Sarah. Incluso aunque hubiera tenido tiempo para tomar medidas, nada la podría haber preparado para ese beso fiero y hambriento. Matthew amoldó su boca a la de ella exigiendo una respuesta. Y todo, incluido cada uno de sus pensamientos, desapareció de su mente salvo él.

Más cerca. Quería que la estrechara más cerca. Quería sentir la calidez que parecía irradiar de su piel y que la hacía arder de la manera más deliciosa. Quería que los brazos de Matthew se cerraran con fuerza alrededor de su cuerpo. Lo quería pegado a ella.

Como si le hubiera leído la mente, la estrechó con fuerza, alzándola hasta que sus pies dejaron de tocar el suelo. Ella le rodeó el cuello con los brazos y se aferró a él con todas sus fuerzas. Lo sintió moverse, luego se dio cuenta de que él se había girado con ella en brazos para apoyar la espalda contra un árbol.

Él abrió las piernas y la atrajo bruscamente contra la unión de sus muslos, un lugar donde la fricción era… perfecta.

En el dormitorio, la había seducido suavemente, con lentitud, pero ahora la sorprendió con una pasión que era fruto de la frustración y la más oscura necesidad. Le invadió la boca con la lengua mientras sus manos la apretaban más contra sí. El calor y el olor de su cuerpo la rodearon como una manta en llamas, mientras la exquisita presión de su duro deseo contra la unión de los muslos de Sarah reavivó al instante el fuego que él acababa de apagar. Se frotó contra ella, provocándole estremecimientos de placer que la recorrieron de la cabeza a los pies y le aflojaron las rodillas.

Cada beso era más profundo que el anterior, después los labios de él abandonaron los suyos para delinear su barbilla. Ella arqueó el cuello para darle mejor acceso y él, de inmediato, aceptó la invitación, fue descendiendo con sus besos hasta lamer con la lengua el hueco de la garganta. Ella entrelazó los dedos en su pelo y dejó caer la cabeza hacia atrás, absolutamente embriagada por la deliciosa sensación de decaimiento.

Con un profundo gemido, él levantó la cabeza, pero en lugar de besarla de nuevo, le apartó el pelo de la cara. Con un gran esfuerzo, ella abrió los párpados. Y se lo encontró mirándola directamente a los ojos.

La confusión que Sarah sentía por haber finalizado el beso debió de reflejarse en su cara, porque él dijo con suavidad:

– Por favor, no pienses que me he detenido porque no te deseo. El problema es que te deseo demasiado. Apenas me quedan fuerzas para resistirme a ti.

En el interior de Sarah, todos los sentimientos que él había avivado con sus besos y sus caricias apartaron a un lado su decoro, que le rogaba y ordenaba que guardara silencio. Haciendo acopio de valor, ella dijo:

– ¿Qué ocurre si no quiero que te detengas?

Los ojos de Matthew se oscurecieron.

– Créeme, me resultaría imposible hacerlo. Si no me hubiera detenido cuando lo hice…

– Si no te hubieras detenido, entonces, ¿qué?

Su mirada escudriñó la de ella.

– ¿No lo sabes? ¿Incluso después de lo que compartimos en tu dormitorio ignoras lo que ocurre entre un hombre y una mujer?

El rubor le inundó la cara.

– Sé lo que ocurre.

– ¿Porque lo has experimentado con Franklin?

– ¡No! No lo he experimentado nunca. Nadie me ha tocado nunca, ni me ha besado de la manera que lo haces tú. -Bajó la cabeza y clavó la mirada en el pecho de Matthew-. Nadie me ha deseado nunca.

Él le levantó la barbilla con la punta de los dedos hasta, que sus miradas se encontraron.

– Yo te deseo… -dejó escapar una risita carente de humor-, te deseo tanto que apenas puedo pensar en nada más.

– Sé que eso debería asustarme y desearía que así fuera. Pero me avergüenza admitir que no lo hace.

– Deberías estar asustada. Podría hacerte daño, Sarah. Sin querer.

La mirada de Matthew escudriñó la de ella. Sarah sabía que él no se refería al daño físico, lo que sólo podía significar que él temía que ella se enamorara de él. Algo que para su consternación ya estaba ocurriendo. Y su corazón se rompería tarde o temprano como muy bien sabía, pues él tenía que casarse pronto… Se quedó paralizada cuando la realidad la golpeó como un jarro de agua fría.

«Casarse con otra…»

¿Cómo había podido olvidarse de eso siquiera por un instante? La comprensión de lo que ella había hecho, de lo que habría sucedido si él no la hubiera detenido, la llenó de vergüenza. Él debía casarse con otra. En unas semanas. Y lo peor de todo es que probablemente se casaría con una de sus más queridas amigas.

Por Dios, si se casaba con Julianne, ¿cómo podría volver a mirarla a los ojos alguna vez? ¿Cómo podría volver a hablar con ella?

Dio un paso atrás, alejándose de su abrazo, sin saber si sentirse aliviada o humillada por la facilidad con la que la dejó ir. Una aguda mortificación la invadió y deseó que la tierra se la tragase.

– ¿Qué he hecho?-susurró ella.

Él intentó alcanzarla, pero ella siguió retrocediendo a trompicones, sacudiendo la cabeza. ¿En qué había estado pensando? El problema era que no había estado pensando. Matthew la había tocado, la había besado, y ella se había olvidado de todo lo que no fuera él y la manera en que la hacía sentir. Lo cual ya había sido bastante malo de por sí, pero encima, él se casaría en poco tiempo con su amiga, lo que hacía que aquel interludio fuera del todo inaceptable. En todos los aspectos.

Se presionó con una mano el estómago revuelto.

– Debo irme.

Él se acercó un paso a ella, pero no intentó tocarla.

– Sarah, no has hecho nada malo.

– ¿Tú crees? -Su voz sonaba entrecortada, lo cual la mortificaba todavía más-. Estás buscando esposa. Y le has echado el ojo a una de mis mejores amigas, una amiga muy querida.

Él se pasó las manos por la cara, pareciendo tan torturado como ella misma se sentía.

– Yo asumo toda la responsabilidad de lo que ha pasado entre nosotros.

– Muy cortés por tu parte, pero no puedo aceptarlo. Si te has tomado libertades conmigo es porque yo te lo he permitido. Y no puedes negar que has sido tú el que tuvo el buen tino y la fuerza de voluntad para detenerse. Si no te hubieras detenido, habría accedido a cualquier cosa que quisieras. -Qué humillación, la vergonzosa verdad le puso un nudo en la garganta-. Está claro que tienes los ojos puestos en Julianne -dijo ella, odiando el profundo dolor que esas palabras le causaron, odiando todavía más que él no lo negara-. ¿Qué sientes por ella?

– Aparte de pensar que es una joven muy agradable, no siento nada por ella. -De nuevo se pasó las manos por la cara-. No puedo pensar en nadie que no seas tú.

– Yo no soy una heredera. -Y por primera vez en su vida, deseó serlo.

– Por desgracia, soy muy consciente de ello.

– Lo que quiere decir que… lo que podríamos llamar «esta locura pasajera»… que hay entre nosotros, debe terminarse. Y si cortejas a Julianne deberás decirle la verdad sobre tu situación financiera.

– Te aseguro, señorita, que sea lady Julianne u otra, tanto ella como su padre tendrán pleno conocimiento de los hechos -dijo él con voz altiva-. Aunque te parezca mentira, la mayoría de las herederas no aspira a casarse por amor.

La tensión se palpó en el aire. La brisa agitó un rizo de Sarah sobre su cara y ella lo apartó a un lado con impaciencia.

– Yo nunca he tenido que luchar contra este tipo de tentación antes -dijo ella-, y me alegro de que tú sí hayas podido controlarte, porque yo no sirvo para esto. Tendré que desarrollar ese talento. De inmediato. -Inspiró profundamente y luego continuó-. Te he ofrecido mi ayuda para intentar descifrar las últimas palabras de tu padre y mantengo mi palabra. Pero no puede haber más actos íntimos entre nosotros.

Se sostuvieron la mirada durante unos largos segundos, luego Matthew asintió lentamente.

– No habrá más intimidades entre nosotros -acordó con voz queda-. Te ofrezco mis más sinceras disculpas por mi comportamiento.

– Igualmente. Y ahora, si me excusas, regresaré a la casa.

– Te acompañaré -dijo él, con un tono que no admitía discusiones.

Como ella no sentía deseos de prolongar más de lo necesario ese encuentro, simplemente inclinó la cabeza, y después de recoger el atizador caído, caminó hacia la casa con tanta rapidez como pudo.

Cuando llegaron a las puertas francesas por las que ella había salido de la casa, él apoyó la mano en el pomo de latón.

– Si vienes a mi estudio mañana por la mañana después del desayuno, te enseñaré la lista de las últimas palabras de mi padre.

Ella asintió.

– Allí estaré.

Él abrió la puerta y ella se deslizó dentro.

La mano de él le rozó el brazo y sintió un escalofrío cuando él le susurró:

– Sarah.

Pero ella no se dio la vuelta, temía que si lo hacía no tendría fuerzas para marcharse. Se apresuró hacia las escaleras, desesperada por estar a solas. Cuando llegó al dormitorio, cerró la puerta y se recostó contra la hoja de roble, con el pecho agitado por la prisa y el esfuerzo por contener el sufrimiento que amenazaba con ahogarla.

Durante un momento mágico se había permitido olvidar quién era ella, olvidar el tipo de mujer que siempre había sido. Se había sentido como una planta marchita a la que finalmente se acordaban de regar, absorbiendo cada gota de esas maravillosas sensaciones que la atravesaban. Pero entonces, la realidad había regresado con un golpe particularmente duro.

Necesitaba olvidar sus besos. Sus caricias. Su sonrisa. Su risa.

Necesitaba olvidarle.

Desafortunadamente, era lo último que quería hacer.

Y al mismo tiempo era la única salida que tenía.


¿Vendría?

A la mañana siguiente, Matthew paseaba de arriba abajo delante del escritorio en su estudio privado, haciéndose la misma pregunta desde que ella se había alejado de él la noche anterior. ¿Iría Sarah a su estudio como le había prometido? ¿O cambiaría de idea?

Quizás había pasado la noche sin dormir, como él. Quizá se había pasado la noche recogiendo sus cosas para marcharse y no regresar jamás.

Pensar en su partida lo llenó de una angustia indescriptible. Se detuvo y miró coléricamente el reloj de oro de la repisa de la chimenea, sólo para descubrir, con intensa frustración, que no importaba cuan furiosamente clavara la mirada en el reloj los minutos no pasaban con más rapidez.

Con un suspiro de cansancio, se acercó al sillón junto a la chimenea y se hundió en el cojín con un débil «plaf». Apoyando los codos en las piernas abiertas, descansó la cabeza en las manos y cerró los ojos.

Al instante, su mente visualizó una imagen de ella. Sarah en su dormitorio la noche anterior, desnuda, mojada, excitada, con el pelo alborotado por sus propias manos impacientes. Con los párpados cerrados por el deseo, con los exuberantes labios húmedos, abiertos e hinchados por sus besos. Con las manos apretadas contra su propio pecho. Con sus suaves curvas derretidas contra él. Luego, la vio mirándolo en el jardín, vulnerable por el deseo que él de alguna manera había logrado controlar antes de que estallara. Había necesitado cada gramo de voluntad para detener la locura que lo invadió en el mismo momento que la tocó.

«Sí no te hubieras detenido, habría accedido a cualquier cosa que quisieras.»

Sus palabras lo habían perseguido durante toda la noche, conjurando docenas de imágenes sensuales. Cosas que él quería hacer con ella. A ella. Cuan diferente habría resultado la noche si su maldita conciencia no se hubiera entrometido.

Pero ¿por qué? ¿Por qué esa mujer? ¿Qué tenía que lo provocaba de esa manera?

Y, de repente, tuvo la respuesta. Frunció el ceño y lo meditó durante varios segundos, pensándolo como se pensaría la compra de una chaqueta nueva, imaginando cómo le quedaría. Y cuanto más lo pensaba, más sabía que no podía negarlo, que de hacerlo sólo se estaría mintiendo. Además de sentirse dolorosamente atraído por ella…

Le gustaba mucho Sarah Moorehouse. Muchísimo. En realidad, sospechaba que le gustaba demasiado.

Le gustaba su franqueza. Su inteligencia y su ingenio. Su compasión. El amor que sentía por su hermana. La manera que se sobreponía a la mezquina falta de amabilidad que le mostraba su madre. Su talento. El atisbo de vulnerabilidad que tanto trataba de ocultar. Su mirada. Su olor. Su risa y su sonrisa. El que, a diferencia de las demás jóvenes con las que él solía tratar, no tenía interés en salir y buscar marido… o, como en el caso de mujeres más maduras, ir de velada en velada y escoger al siguiente hombre con el que mantener una relación amorosa.

Todo lo de ella le gustaba.

Lo cual, pensó, no le había pasado nunca.

Había conocido a un buen número de mujeres que aunque le gustaron no lo habían tentado de esa manera. También había habido muchas mujeres en su pasado a las que había deseado, pero que después no había soportado ver fuera del dormitorio. ¿Se sentía tan atraído por Sarah porque le gustaba? ¿O le gustaba sólo porque la encontraba muy atractiva?

Maldita sea, no tenía ni idea. Todo lo que sabía era que verla en la bañera, tocarla, observar y sentir cómo llegaba al clímax, era una experiencia inolvidable que tenía que olvidar. Maldita sea, ojalá fuera una heredera…

Se quedó paralizado. Sólo necesitaba casarse con una heredera si no encontraba el dinero. Si lo encontraba, podría casarse con quien quisiera.

Podría casarse con Sarah.

El júbilo lo inundó, y soltó una carcajada. Maldición, ¿cómo no se le había ocurrido antes?

Luego, la realidad se impuso de golpe. Después de tantos meses buscando, no estaba más próximo de encontrar el dinero ahora, eso asumiendo que existiera.

Pero bueno, existía esa leve esperanza de que pudiera conseguirlo. Una esperanza que ahora había cobrado mayor significado, porque encontrar el dinero no sólo solucionaría sus problemas financieros, lo liberaría para casarse con una mujer que quisiera de verdad, una que admirara y que deseara profundamente.

«No te hagas demasiadas ilusiones», le advertía la vocecilla interior, una advertencia que se obligó a escuchar. Sería tonto si pusiera sus esperanzas, su futuro, en algo que todavía era muy incierto. Por lo tanto, enterró esa minúscula llama de esperanza en lo más profundo de su corazón antes de que se hiciera con el control de su mente y se concentró en la dura realidad: tenía el fracaso casi garantizado.

Cuando llegara Sarah, le mostraría el pedazo de papel en el que había escrito las últimas e indescifrables palabras de su padre, para ver si podía arrojar alguna luz sobre ellas con sus conocimientos en jardinería. Luego retomaría su tarea con renovado vigor y rezaría para alcanzar el éxito. Si fracasaba, simplemente tendría que olvidarse de ella.

Bueno, puede que no fuera tan simple, pero acabaría olvidándose. Tendría que hacerlo. No tenía elección. Era sólo una mujer. ¿Qué había dicho Daniel de ellas? Ah, sí, que en la oscuridad todas eran iguales. Pero… él había estado con ella a oscuras en varias ocasiones y la habría reconocido incluso con los ojos cerrados. Tenía su olor metido en la cabeza como si viviera allí. Sus dedos reconocerían la sedosa textura de su cabello y de su piel satinada hasta en la cueva más oscura. Reconocería al instante el sabor de su boca. Y ese sonido suave, entre sorprendido y excitado que vibraba en su garganta cada vez que la tocaba.

Presionó las manos contra los ojos y negó con la cabeza. «No pienses en tocarla. No pienses en cómo sabe, ni en cómo se siente contra ti. Sencillamente no pienses en ella.» Sí. Tenía que pensar en lady Julianne, cuyo bello rostro…

Ni siquiera lo podía recordar. En especial ahora que la esperanza de casarse con Sarah había echado raíces en su corazón.

– ¡Arg! -masculló contra las manos.

Sonó un golpe en la puerta, y se puso rápidamente de pie como si estuviera sentado sobre cristales.

– Adelante -dijo.

La puerta se abrió y apareció Tildon.

– La señorita Moorehouse desea verlo, milord.

Matthew se reprendió a sí mismo mentalmente cuando su corazón pareció saltarse un latido ante la sola mención de su nombre. Por Dios, se estaba comportando como un jovencito imberbe.

– Gracias, Tildon, hágala pasar.

Se estiró la chaqueta y enderezó los hombros, luego adoptó una pose de absoluta indiferencia. ¿Qué importaba que la hubiera visto desnuda? ¿Que hubiera acariciado su cuerpo desnudo? Había visto antes a mujeres desnudas. Y había acariciado sus cuerpos. El que en ese momento no pudiera recordar el nombre o cualquier otra cosa de esas mujeres no quería decir nada.

«Es solamente una mujer.»

Exacto. Igual que cualquier otra. Una mujer tan poco indicada para él que esa situación era ridícula. Una mujer que desaparecería de su vida en cuestión de días, para no volver a verla ni pensar en ella nunca más.

Excelente. Ahora que había enfocado el asunto desde la perspectiva correcta, ella podía atravesar la puerta y él estaría bien. Sentiría…

Ella atravesó la puerta y él se sintió como si le hubieran golpeado el cráneo con una sartén. El corazón se le aceleró al ver sus ojos detrás de las enormes gafas, dos profundos pozos vulnerables de color miel que no ocultaban las inconfundibles huellas de las lágrimas que había derramado. Y esos labios… que todavía mostraban las reveladoras señales de haber sido besados. Estaba claro que ella había tratado de domar implacablemente su pelo rebelde en un moño apretado, pero varios mechones se le habían soltado, y le hormiguearon los dedos por el deseo de enterrarlos en esas hebras sedosas para terminar de desarreglarlos. Ataviada con un sencillo vestido marrón sin adornos no debería haber inflamado el deseo de Matthew en lo más mínimo. Pero fue mirarla y todas sus resoluciones volaron por la ventana.

Era incapaz de demostrar desinterés o indiferencia hacia ella. En su lugar sentía un calor abrasador. Algo que era más que deseo. Sí, sentía deseo y pura lujuria, emociones básicas y simples fáciles de satisfacer. Pero no había nada simple en lo que esa mujer le hacía sentir. Detrás del deseo y la lujuria había algo más.

Porque lo que el quería no era hacer el amor con ella y luego marcharse. No, quería hablar con ella. Pasear con ella. Reírse con ella. Compartir la comida con ella. Saberlo todo de ella. Y aunque querer todas esas cosas lo confundía totalmente, no por ello podía negarlas.

«No puede haber más actos íntimos entre nosotros.»

Era lo que le había dicho ella, y en definitiva era lo más correcto. Él había estado de acuerdo… Era lo correcto. Dios, ella no era una mujer experimentada con la que tener un lío. Era virgen. Era su invitada. Y él necesitaba casarse con una heredera. Debía dejar de hacer tonterías. Si encontrase el dinero, entonces le pediría que se casara con él. Pero como no podía contar con ello, tenía que proceder como había decidido…, con la premisa de que necesitaba una heredera. No podía hacer otra cosa que seguir adelante con el plan, que era la razón por la que ella había venido al estudio. Aclarándose la voz, le dijo:

– Pasa, por favor. ¿Te apetece un té?

Ella negó con la cabeza.

– No, gracias. -Las gafas se le deslizaron hacia abajo con el movimiento y él observó cómo se las ajustaba, cerrando los puños con fuerza para contener el deseo de acercarse a ella y hacerlo él mismo.

Dio permiso a Tildon para marcharse, y el mayordomo se fue cerrando la puerta tras de sí. El suave chasquido de la cerradura pareció resonar en la tranquila estancia con la misma fuerza que el latido del corazón de Matthew.

Sabía que debía haberse atenido a las reglas del decoro y evitar tentaciones ordenándole a Tildon que dejara la puerta entreabierta, pero no podía arriesgarse a que los oyera alguien sin querer. Intentó pensar en algo inocuo, pero tenía la mente en blanco. Salvo esa imagen de ella entre sus brazos, ¿Debería preguntarle si había dormido bien? No, si lo hacía podía obligarla a hacerle la misma pregunta, y ¿qué podría contestarle? Estaba claro que la verdad no. Porque la verdad era que él no había podido dormir. Lo cierto era que se había pasado toda la noche intentando convencerse de que ella no significaba nada para él. Que lograría olvidarla con facilidad.

Algo que con sólo dirigirle una mirada había quedado descartado por completo. Le había bastado sólo un instante en su compañía para darse cuenta de que había malgastado todas esas horas que había pasado diciéndose a sí mismo que lo que sentía por ella era una aberración. Estaba claro que no era así.

Pero hasta que no lograra localizar el dinero, tenía que reprimir sus sentimientos. Era injusto y cruel hacerle una oferta de matrimonio que probablemente no podría realizarse.

– ¿Tienes ahí las palabras que quieres que mire? -preguntó ella con una voz absolutamente desprovista de emoción.

La pregunta lo sacó bruscamente de su ensimismamiento y asintió con la cabeza.

– Sí. Están en mi escritorio. -Cruzó la estancia y le ofreció una silla.

Ella vaciló unos segundos antes de caminar con firmeza hacia él. Cuando se detuvo delante de la silla, él estaba justo a sus espaldas. Y tuvo que agarrarse con fuerza al respaldo de madera de cerezo de la silla para no caer en la tentación de abrazarla. La nuca de Sarah, que él sabía que era como cálido terciopelo y que olía a flores, estaba a menos de diez centímetros de sus labios.

Saber que sólo tenía que inclinarse para rozar los labios contra su piel le hizo contener la respiración, lo que sólo contribuyó a aumentar su tortura. Su olor, una sutil fragancia floral que lo hacía sentir como si estuviera en el jardín bañado por los rayos del sol, invadió sus sentidos y tuvo que apretar los dientes para contener el gemido que pugnó por salir de su garganta.

A diferencia de él, ella parecía estar totalmente serena, algo que lo irritaba sobremanera. Excelente. Podría dejar de desearla si se sentía irritado. De hecho, cuanto más irritado, mejor. Él le acercó la silla y ella se sentó, luego se puso a su lado.

– Esto es lo que escribí justo después de morir mi padre -dijo él, señalando el papel del escritorio-. Era casi imposible entender lo que decía, las palabras fueron dichas de manera entrecortada y la mayoría no era más que débiles susurros y tartamudeos.

Ella pasó el dedo con lentitud por la lista, repitiendo cada una según pasaba la yema del dedo por encima.

– Fortuna. Hacienda. Oculto aquí. Jardín. En el jardín. Flor de oro. Parra. Fleur de lis. -Mientras continuaba mirando las palabras ella le dijo-: Cuéntame dónde has buscado hasta ahora. Basándome en esto supongo que habrás mirado en los alrededores de las flores doradas o amarillas.

– Sí. Le he preguntado a Paul por todas las plantas amarillas (mi color favorito), especialmente por las flores, y se mostró encantado de enseñarme la multitud de flores con matices dorados que tengo no sólo en el jardín sino en toda la hacienda.

Ella se giró y lo miró.

– ¿El amarillo es tu color favorito?

– No. -Deslizó la mirada por el vestido de Sarah para después mirarla a los ojos-. Me gustan los colores más oscuros. ¿Y a ti, Sarah? ¿Qué colores te gustan más?

Le sostuvo la mirada durante unos segundos, y un delicado rubor cubrió las mejillas de Sarah. Luego volvió a mirar el papel.

– Me gustan todos los colores, milord -dijo ella, enfatizando sutilmente la última palabra-. Después de buscar cerca de las flores doradas, ¿cavaste cerca de las parras?

– Sí. Acres y acres de parras. Al igual que las flores doradas, hay parras por toda la hacienda. A veces me parece que cuando creo haber encontrado la última, descubro otra. He estado muy ocupado esta primavera.

Se inclinó hacia delante y señaló las últimas palabras.

– No estoy seguro de lo de la flor de lis. Como ya te he dicho, era difícil comprender lo que decía.

– La traducción sería «lirios» -explicó ella-. Hay muchos lirios en tu jardín, y de muchas variedades diferentes.

– Y he cavado debajo y alrededor de todas. Después de buscar en las flores doradas, y luego infructuosamente en las áreas de las parras, dibujé un mapa del jardín y registré sistemáticamente todas las zonas. La rosaleda, donde me encontraste anoche, es la última sección que me queda por registrar. Basándome en que él dijo «oculto aquí» estoy seguro de que mi padre quería decir los jardines de Langston Manor. Pero a pesar de eso, he registrado el pequeño jardín de la casa de Londres, así como los invernaderos, tanto aquí, como en Londres, aunque no encontré nada.

– ¿Eso quiere decir que ya has registrado todas las zonas donde están plantados los lirios?

– Todas menos la rosaleda. ¿Por qué lo preguntas?

Ella se giró y lo miró otra vez. Como él se había inclinado, sus caras quedaron a menos de treinta centímetros. Con agrado, él observó que Sarah contenía el aliento y se le oscurecían los ojos. Parecía que ella no se sentía tan indiferente como aparentaba. Estupendo. Porque le desagradaba sobremanera sufrir a solas.

– Lo pregunto porque aunque la traducción literal de Fleur de lis es lirio, también se lo conoce como flor de iris.

Matthew se quedó paralizado.

– No lo sabía. ¿Estás segura?

– Sí -respondió escrutando sus ojos-. ¿Significa algo? Por lo que me has dicho ya has registrado todas las zonas de los lirios.

– Lo hice. Y no encontré nada. -Un atisbo de esperanza lo atravesó-. Pero «iris» podría ser una pista importante ya que no sólo es el nombre de una flor.

– ¿De qué más es el nombre? -preguntó con expresión perpleja.

– Iris era el nombre de mi madre. -Sus esperanzas crecieron-. Y lo que más le gustaba a mi madre del jardín era la zona que mi padre construyó especialmente para ella, en honor de su flor favorita. Y es el único lugar que no he terminado de registrar.

La comprensión asomó a los ojos de Sarah.

– La rosaleda.

Загрузка...