Capítulo 6

Un calor abrasador atravesó el cuerpo de Sarah, y si hubiera podido arrancar la mirada de la figura desnuda de lord Langston, lo más probable es que hubiera bajado la vista para averiguar si su falda estaba ardiendo. Como un olmo viejo, permanecía arraigada a ese lugar sin respirar apenas para no volver a empañar las lentes, y casi sin parpadear, pues ver cómo una de las musculosas piernas de lord Langston pasaba por encima del borde de la bañera era una imagen que no podía perderse.

Por desgracia, su conciencia escogió ese momento para despertar y hacerse notar.

«¡Interrumpe esta denigrante invasión de su intimidad de inmediato! -le exigió su odiosa voz interior-. Aparta la mirada en este mismo instante y dale a ese pobre hombre la privacidad que se merece.»

Lo que ese pobre hombre merecía, decidió Sarah, era una ovación en toda regla. Él levantó su otra pierna y ella ladeó la cabeza para no perderse tan increíble vista. Otra oleada de calor la atravesó. Cielos. Lord Langston había sido ciertamente bendecido. En todos los sentidos.

Su irritante conciencia intentó protestar de nuevo, pero la aplastó como lo haría con un molesto mosquito. Porque la verdad era que no podía dejar de mirarlo. Tenía que vigilarlo. ¿De qué otra manera sabría cuál era el mejor momento para escapar hacia la puerta? Y además, ella era una especie de… científica. De acuerdo, su especialidad era la jardinería y no la anatomía, pero sí que poseía la misma pasión por aprender que un científico. La sed de conocimiento de un científico.

«Sí, y mira lo mal que terminó la búsqueda de conocimiento para el doctor Frankenstein», dijo la socarrona voz interior.

Tonterías. Las cosas habrían ido mucho mejor si el doctor Frankenstein hubiera conseguido que su creación se pareciera a lord Langston. Deslizó la mirada por la forma masculina y apenas pudo contener un suspiro apreciativo.

«Mucho mejor.»

Estaba desarrollando un nuevo conocimiento -y un notable aprecio- por la anatomía propiamente masculina.

Lo observó introducirse en el agua vaporosa, luego vio cómo apoyaba la cabeza hacia atrás contra el borde de la bañera. Después de exhalar un largo suspiro, cerró los ojos.

Sarah lo estudió, notando cómo debido a su estatura, las rodillas flexionadas sobresalían del agua. Aunque sus rasgos estaban relajados, detectó líneas de tensión alrededor de la boca y los ojos cerrados, ¿Qué lo preocupaba tanto que incluso invadía ese momento de paz?

Sarah posó la mirada sobre el mechón de pelo oscuro que le caía sobre la frente y, de golpe, sus dedos ardieron por el deseo que sintió de acariciarlo. Por descubrir si era tan sedoso como parecía. Echó a volar su imaginación y se vio a sí misma caminando hacia él, arrodillándose al lado de la bañera. Pasándole los dedos entre los cabellos para luego deslizados por sus facciones. Memorizando la textura de su piel. La forma de sus labios…

Como si la llamaran por señas, los labios de lord Langston se abrieron ligeramente, atrayendo la atención hacia su boca. A pesar de todos sus esfuerzos por ignorar tales cosas… ¿por qué siempre acababa admirando lo que nunca podría tener? Siempre se había sentido atraída particularmente por los labios de los hombres. Y los de ese hombre eran muy hermosos. Llenos, perfectos y muy atrayentes. ¿Cómo conseguían parecer firmes y suaves a la vez? De nuevo, se imaginó arrodillada al lado de la bañera, delineando lentamente el contorno de la boca con la yema de los dedos, luego se inclinaba hacia delante para rozar sus labios con los de él. Cerró los ojos y contuvo el aliento. ¿Cómo se sentiría su boca contra la de ella? Y su piel… ¿cómo se sentiría bajo las palmas de sus manos? ¿Áspera? ¿Suave?

Una oleada de calor palpitante la atravesó, concentrándose en un punto de su vientre. Era una sensación que reconoció, ya que a menudo la sentía cuando yacía a solas en la cama, en la oscuridad, anhelando… algo. Una sensación que la dejaba inquieta y acalorada, y que la hacía sentir como si su piel encogiera de alguna manera. Cambió de posición ligeramente, apretando los muslos, pero el movimiento no alivió su necesidad en absoluto; más bien sirvió para enardecer esas palpitantes sensaciones.

Abrió los ojos y apretó los dedos sobre el terciopelo de la cortina cuando él extendió la mano para coger una gruesa pastilla de jabón del platito que estaba encima de la mesita al lado de la bañera. Paralizada, lo observó deslizarse el jabón por la piel mojada, lavándose los brazos, el pecho. Luego dejó de verle las manos, probablemente para deslizar el jabón por la parte inferior de su cuerpo, y maldijo a la bañera de cobre por impedirle la vista. Esperando mejorar el ángulo de su visión, se puso de puntillas. Maldición, no servía de nada.

Cuando lord Langston acabó de enjabonarse, volvió a dejar el jabón en el platito, luego se sumergió bajo el agua para enjuagarse, desapareciendo de su vista. Antes de poder tomar una bocanada de aire, él reapareció y se pasó las manos por la cara mojada. Luego se levantó lentamente.

Ella no había creído posible que hubiera nada más perfecto que lord Langston desnudo, pero era obvio que se había equivocado.

No había nada mejor que un lord Langston desnudo y mojado.

El agua resbalaba por su cuerpo, dejando regueros plateados que brillaban intensamente bajo el resplandor del fuego de la chimenea. Que Dios la ayudara, no sabía dónde mirar. No sabía en qué orden recrearse la vista ante el delicioso espectáculo que se mostraba ante ella. Él levantó los brazos, echó la cabeza hacia atrás y, con lentitud, se apartó el pelo mojado de la cara.

Sarah se sintió como si fuera engullida por el fuego de la chimenea. La visión de él era tan cautivadora, tan estimulante, tan… excitante que sintió debilidad en las piernas. En verdad necesitaba apoyarse contra la pared si no quería caer derechita al suelo, otra inesperada molestia para una mujer que no se consideraba propensa a desmayarse. Con la mirada fija en él, dio un paso hacia atrás. Una tabla del suelo crujió bajo sus pies. Sarah se quedó paralizada mientras el sonido pareció estallar como un trueno en el silencio de la habitación junto con el frenético latido de su corazón. Su mirada voló a lord Langston, pero estaba claro que no había oído nada, ya que ni siquiera levantó la cabeza ni vaciló en sus abluciones.

Gracias a Dios. Qué humillante sería que la atrapara en su dormitorio, mirando embobada su desnudez, aunque ¿quién podría culparla de mirarlo embobada? El solo pensamiento de que la pudiera descubrir le puso un nudo en el estómago. Sin apenas atreverse a respirar, pisó con cuidado sobre la tabla que había crujido y se sintió llena de alivio cuando no se produjeron más sonidos.

Lo observó frotarse enérgicamente con una gran toalla blanca para luego ponerse una bata azul marino. Una parte de ella suspiró interiormente de alivio al ver que estaba cubierto, deseando que se fuera al vestidor para poder escapar. Pero había otra parte de ella que lamentaba la pérdida de la visión más perfecta que había contemplado nunca. Lo cierto era que no podía esperar a llegar hasta su bloc de dibujo para plasmarlo en papel, si bien sabía que, aunque viviera cien años, no olvidaría lo que había visto. Supuso que debería sentir al menos un ápice de remordimiento por haberse quedado boquiabierta mirándolo, pero lo único que sentía era pesar por que la función hubiera terminado y no haber tenido un telescopio a mano.

O un abanico, por Dios, ¡qué calor hacía allí dentro! Él se aseguró el cinturón de la bata y se dirigió hacía la parte oscura de la habitación en la esquina más alejada de ella. Sarah contuvo el aliento, esperando que él saliera por la puerta que había al lado que, suponía, conducía al vestidor. Oyó que se abría y cerraba un cajón, y segundos después, en lugar de abandonar la habitación como ella había esperado, lord Langston emergió de las sombras y atravesó la estancia con la mirada fija en el escritorio. El escritorio estaba situado a no más de medio metro de su escondite.

¡Por Dios! ¿Qué estaba haciendo? Con la mala suerte que estaba teniendo ese día, lo más probable era que él se pusiera a escribir una carta. Qué incordio de hombre. ¿Por qué no podía sencillamente ir a vestirse como haría cualquier otro hombre que sólo llevara una bata? ¿Y ella creía que era el Hombre Perfecto? Obviamente debía de estar perdiendo la cabeza. Era un memo que le había arruinado una fuga perfecta distrayéndola con su desnudez. Le ardían los ojos, sentía débiles las rodillas, la mente entumecida, la respiración entrecortada ante esa magnífica desnudez. La cual, por cierto, él había tenido la desfachatez, eeeh… la decencia, de cubrir.

Él se acercó al escritorio y ella contuvo el aliento, rezando para que no tuviera intenciones de sentarse y escribir una larga misiva.

Sus oraciones fueron escuchadas.

En lugar de sentarse al escritorio, él cambió bruscamente de dirección y tiró con fuerza de la cortina.

Antes de que pudiera siquiera boquear, el musculoso antebrazo de lord Langston golpeó con fuerza contra su pecho, inmovilizándola contra la pared. Se quedó sin respiración y el impacto le torció las gafas. Percibió el vislumbre indefinido de un filo plateado antes de que el frío metal presionara contra su cuello.

Demasiado horrorizada para moverse, lo miró y sintió como si los ojos se le salieran de las órbitas, si era por la presión de su brazo o por el cuchillo que sostenía contra su garganta, no lo sabía. Una inconfundible sorpresa titiló en la mirada de él, que acto seguido entrecerró los ojos.

– Señorita Moorehouse -dijo con una voz fría totalmente contraria al calor que emanaba de su cuerpo-. ¿Puedo preguntarle qué está haciendo escondida detrás de mi cortina?

El arrebato de cólera que atravesó a Sarah como un relámpago la sacó del estupor y del temor que la paralizaban, dándole fuerzas para mirarlo directamente a los ojos.

– ¿Puedo preguntarle yo a usted qué hace presionando un cuchillo contra mi garganta?

– Me temo que es la manera que tengo de tratar a los intrusos. Le sugiero que se familiarice con la sensación si piensa continuar entrando a hurtadillas en las habitaciones de otras personas.

– No entré a hurtadillas. La puerta estaba abierta. Ahora, con perdón, me gustaría que me soltara y que me quitara ese cuchillo del cuello.

En lugar de liberarla le recorrió la cara con la mirada.

– Me ha estado espiando.

Sintió cómo un rubor culpable comenzaba a subirle desde los dedos de los pies y no le cupo ninguna duda de que en unos segundos toda su piel parecería una enorme mancha rosada.

– No le estaba espiando. Estaba esperando la oportunidad de abandonar su habitación. -Lo que era cierto. Bueno, no podía negar que su acusación tenía cierto viso de verdad. Y también era cierto que si ese hombre no quería que las mujeres lo miraran, no debería quitarse la ropa… nunca. Más bien debería procurar ser un poco más feo. Quizás engordar. O utilizar una máscara horrenda.

– ¿Está armada? -preguntó.

– ¿Armada? Le aseguro que no.

Él se acercó más, hasta que sólo unos centímetros los separaron. Sarah aspiró profundamente cuando sintió que el calor de su cuerpo la envolvía, inundándole los sentidos con su olor a limpio. Una gota de agua cayó del pelo mojado de lord Langton para aterrizar en la clavícula de Sarah, donde serpenteó hacia abajo, cosquilleándole la piel antes de perderse bajo su vestido.

Lord Langston bajó la mirada y luego volvió a levantaría hacia ella.

– ¿Está sujetando algo?

¿Lo estaba haciendo? Ella flexionó los dedos y se dio cuenta de que todavía sostenía la suave camisa blanca. Ah, sí, su camisa… o, como se referiría a eso de ahora en adelante, su perdición.

– Es sólo una camisa.

Él arqueó una de las cejas.

– ¿Qué tipo de camisa?

Por Dios, le resultaba casi imposible respirar, pensar con él tan cerca… Una sensación que de alguna manera tenía poco que ver con el brazo que la apretaba y con la fría hoja que sentía en el cuello, y mucho con el hecho de que sólo la fina tela de la bata la separaba de las manos y del cuerpo desnudo de lord Langston.

Ella tragó, se humedeció los labios y luego dijo con la voz más firme que pudo lograr:

– Le diré qué tipo de camisa es después de que me suelte y ponga el cuchillo en el suelo.

Él vaciló durante varios segundos más, y ella se obligó a mirarlo con su mirada más penetrante…, nada fácil con las gafas colgándole precariamente de la punta de la nariz. Incluso con las caras tan cerca, Sarah no podía distinguir perfectamente los rasgos de él. Aun así, estaba claro por la expresión de lord Langston que desconfiaba de la razón de su presencia en el dormitorio.

Sin apartar la mirada de la de ella, Matthew bajó lentamente el brazo y ella aspiró con rapidez. Luego él dejó el cuchillo encima del escritorio, al alcance de la mano, como bien pudo notar. Sarah se llevó la mano al cuello y presionó los dedos contra la piel donde se había posado la fría hoja. La recorrió un estremecimiento de pies a cabeza, seguido por otro arrebato de cólera.

– Podía haberme cortado la garganta.

– Considérese afortunada de que no lo hiciera.

– ¿Qué clase de hombre amenaza a sus invitados de ese modo?

– ¿Qué clase de mujer se esconde detrás de las cortinas y espía a los hombres mientras toman un baño?

Maldición, ahí la superaba, pero ni en sueños pensaba reconocerlo. Al fin y al cabo la culpa de que se escondiera tras la cortina era de él. Alzando la barbilla, le dijo con su tono más arrogante:

– Sin duda alguna no creerá que yo represento algún tipo de amenaza física para usted, milord.

– No sé qué creer, señorita Moorehouse. No crea que se me pasa por alto el que haya eludido mi pregunta sobre qué clase de mujer se esconde detrás de las cortinas y espía a los hombres mientras toman un baño.

– Como usted eludió la mía sobre qué clase de hombre amenaza a sus invitados con un cuchillo.

Se sintió satisfecha al ver su expresión de disgusto. Bien, estupendo. Aunque aún estaba lejos de cantar victoria. Él se apartó un paso, se cruzó de brazos y le dirigió una mirada helada.

– Sigo esperando una explicación.

Ella se colocó bien las gafas y tomó aliento, pero su olor a limpio le invadió la mente con la imagen de él, desnudo y mojado, apartándose el pelo, y perdió la facultad de hablar.

Al ver que ella guardaba silencio, la apremió:

– Espero una explicación sobre la camisa… ¿Deseaba regalarme esa prenda? O… -Él se movió tan rápida e inesperadamente que ella se quedó paralizada cuando plantó las manos en la pared a ambos lados de su cabeza, aprisionándola-. ¿O se metió a escondidas en mi habitación para ver cómo me bañaba?

La irritación la sacó del estupor.

– Ésa es una insinuación de lo más impropia, milord. Y la camisa no es un regalo. -Levantó la prenda y la agitó por debajo de su nariz-. De hecho, es suya.

– ¿De veras? Bueno, encuentro muy interesante que me aclare lo que usted considera impropio…, sobre todo cuando se ha colado en mi habitación para espiarme mientras tomaba un baño y robarme la ropa.

– No su ropa. Sólo su camisa.

– Ah. Parece tener un talento natural para dejar las cosas bien claras, señorita Moorehouse.

– Sólo porque usted posee el mismo talento para hacer declaraciones inexactas… Además, su acusación es falsa, yo no robaba la camisa, sólo la tomaba prestada.

– ¿Por qué razón?

– La cogí para un… juego de búsqueda. Es un juego que hemos ideado las otras damas y yo. Sólo una diversión inofensiva.

– Ya veo. ¿Así que pensaba devolverme la camisa?

– Por supuesto.

– ¿Cuándo? ¿En el próximo baño?

«Sólo si fuera la mujer más afortunada de la tierra.» Parpadeó para apartar la imagen de su desnudez. O al menos lo intentó. Y fracasó estrepitosamente.

– Le aseguro que no. Había pensado devolverla cuando no hubiera nadie en el dormitorio. Tal y como se suponía que sucedería ahora. Tengo que decirle, milord, que si se hubiera quedado en la sala donde se suponía que debía estar, esta debacle no hubiera tenido nunca lugar.

– Al parecer está insinuando que esconderse detrás de mi cortina para espiarme es culpa mía.

– Es precisamente lo que estoy diciendo.

Matthew la estudió durante largos segundos, completamente perplejo. Pero su desconcierto no era fruto únicamente de tan escandalosa lógica. No, más bien se debía a que no podía entender por qué encontraba ese cambio tan estimulante. Por qué continuaba aún aprisionándola con su cuerpo, deseando acercarse todavía más a ella. Y por qué ella no le había exigido aún que se apartara.

Rogó a Dios para que ella lo hiciera. Le rogó a Dios para encontrar las fuerzas necesarias para apartarse. No quería estar tan consumido por aquel deseo tan descabellado de tocarla.

Era una locura. Con esa ropa tan sencilla, esas gafas tan gruesas y su naturaleza franca, ni siquiera se acercaba al tipo de mujer por la que se sentía atraído. Y allí estaba, inmóvil, con el corazón desbocado sólo por tenerla cerca. Y tampoco podía mentirse a sí mismo…, mientras estaba en el baño, antes de descubrirla detrás de la cortina, había estado pensando en ella. En esos ojos color miel que encontraba tan fascinantes.

Lo paralizaban. Lo calentaban. La había imaginado acercándose a él, tocándolo. Besándolo. Y ahora, allí estaba ella.

Pero ¿por qué estaba allí? ¿Sería cierto lo de aquel juego? ¿O acaso ella no era -como él ya había pensado- lo que parecía? A menos que fuera una consumada actriz, no poseía ni una pizca de coquetería, pero sabía que guardaba secretos. Parecía inocente, pero dibujaba bocetos muy detallados de hombres desnudos. ¿Añadiría dibujos de él a su bloc? Encontró la idea muy excitante. De una manera irritante.

Aspiró y percibió un leve olor a flores…, una leve fragancia que lo hizo querer acercarse más para captar el esquivo perfume, algo que lo irritó todavía más.

Dirigió la mirada a su pelo alborotado y le ardieron los dedos por el deseo de arrancarle cada horquilla y soltar esos indomables rizos, que ella estaba empeñada en someter, para que formaran una cascada sobre sus hombros. Luego le estudió la cara, fijándose en cada rasgo que tan inexplicablemente se le había quedado grabado en la memoria y que no podía olvidar. Esos labios… esos labios exuberantes que eran más propios de una cortesana que de una solterona. Esos labios que parecían llamarlo como una sirena. Y esos enormes ojos, agrandados por las gafas, que brillaban como si lo estuvieran retando. En verdad, la señorita Moorehouse parecía muy -irritantemente- tranquila, mientras que él se sentía -irritantemente- todo lo contrario a tranquilo.

Apretó la mandíbula. Maldición, eso no le gustaba nada. El sentido común le indicaba que había llegado el momento de sacar a esa molesta mujer de su dormitorio.

Por desgracia, parecía que el sentido común no se había hecho aún cargo de la situación porque en vez de enviarla a su habitación se acercó un poco más a ella. Sonrió para sus adentros cuando observó la aprensión que brilló en sus ojos. Ah… Excelente. No estaba tan serena como parecía.

– Decir que me estaba espiando por mi culpa… es algo ciertamente audaz, señorita Moorehouse. Sin embargo, voy a ofrecerle un buen consejo: la próxima vez que decida robar algo, debería esforzarse por evitar los tablones rechinantes.

La irritación que brilló en los ojos de ella lo complació sobremanera.

– No estaba robando, milord. Si insiste en ello está siendo usted muy desnudo -agrandó los ojos ante el error-. Rudo, quise decir rudo.

– Hummm. Sí, hablando de desnudos…

– ¡No estaba hablando de desnudos!

– … ha visto bastante de mí.

Sospechó que estaba poniéndose colorada, y deseó que hubiera más luz en la estancia para poder apreciar el color que teñía sus mejillas. Sarah apretó los labios y él casi pudo ver cómo hacía acopio de valor. Alzó la barbilla y luego asintió con un fuerte movimiento de cabeza.

– Fue inevitable, me temo.

– La mayoría de las jóvenes solteras se desmayarían ante semejante vista.

– No soy como la mayoría de las jóvenes, milord, no soy propensa a los desmayos.

– Aunque ciertamente no es que estuviera viendo algo que no hubiera visto antes.

Ella parpadeó.

– ¿Perdón?

– Su amigo Franklin. Basándome en el boceto que vi, lo ha visto desnudo. -Una desagradable sensación lo recorrió cuando dijo esas palabras, una sensación que se parecía mucho a los celos.

– Oh. Hummm, sí.

– ¿Esas circunstancias fueron similares a ésta?

– ¿Circunstancias?

– Cuando vio desnudo a Franklin… ¿estaba tratando de robar (perdón) pedir prestada su camisa? ¿O la ocasión era de una naturaleza más… personal?

Como ella no respondió él se acercó más, hasta que sus cuerpos quedaron separados por menos de cincuenta centímetros. El pecho de Sarah subía y bajaba con cada respiración agitada, y las manos que agarraban con firmeza la camisa eran lo único que se interponía entre ellos. Ver su ropa en las manos de ella era algo íntimo e increíblemente excitante. Maldición, la encontraba muy excitante. De una manera que ni le gustaba ni entendía, pero que no podía negar. Igual que no podía negar la inexplicable necesidad de acariciarla y de tocarla. Ni podía negar el irracional pensamiento de borrar a ese tal Franklin de su mente.

Por lo que había visto del boceto, Franklin y ella eran más que simples amigos, pero ella transmitía una inocencia que contradecía la naturaleza íntima de ese boceto. Era un acertijo fascinante. Y él tenía intención de resolverlo.

– Sospecho que su madre no aprobaría estas actividades -dijo él con voz sedosa.

Sarah se pasó la lengua por los labios resecos, un simple gesto que él quiso que repitiera.

– Le aseguro que no le importaría lo más mínimo -dijo ella con suavidad-. Mi madre no se fijaría en mí ni aunque corriera desnuda por la cocina.

Súbitamente, visualizó una imagen de ella desnuda en la cocina… y él deleitándose en ella, caliente y excitado. Tuvo que aclararse la voz para poder decir:

– ¿Perdón?

– Perdóneme, milord. Algunas veces me despisto y hablo sin pensar. Y utilizo palabras impropias como «desnuda». Lamento haber ofendido su sensibilidad.

Frunció el ceño.

– Le aseguro que no soy tan sensible. Usted, sin embargo, parece obsesionada por cosas de naturaleza «desnuda».

– Eso no es cierto…

Sus palabras acabaron en un suave jadeo cuando él apartó una mano de la pared y capturó un rizo suelto del pelo de Sarah entre sus dedos. Ella se quedó inmóvil; incapaz de detenerse, él desplazó la otra mano hacia su pelo, quitándole lentamente todas las horquillas y dejándolas caer al suelo, donde aterrizaron con un suave repiqueteo. Ella no intentó detenerlo, sólo lo miró con los ojos muy abiertos, reflejando una combinación de asombro y perplejidad, como si no pudiera creerse que él la estuviera tocando ni supiera por qué lo hacía.

La sintió temblar, oyó su respiración agitada y una sombría satisfacción lo invadió al saber que eso…, lo que él estaba haciendo, también la afectaba a ella.

Con cada horquilla que le quitaba, más tirabuzones caían sobre su espalda hasta por debajo de la cintura. Un delicado perfume a flores emanó de los mechones liberados, y él inspiró profundamente. Cuando terminó, entrelazó los dedos por los brillantes y alborotados mechones. Tocándole la montura de las gafas, le preguntó:

– ¿Puedo? -Sin darle tiempo a negarse, le quitó las gafas y la miró fijamente-. Parece un cuadro de Botticelli -susurró.

Un sonido de incredulidad escapó de los labios de Sarah, que negó con la cabeza, agitando los rizos.

– No creo. Fue quien pintó la Venus.

– Sí. Y si usted estuviera desnuda, avergonzaría a la propia Venus.

– Necesita gafas.

– Le aseguro que no.

– Ahora es usted quien se obsesiona con cosas «desnudas».

La recorrió lentamente con la mirada, imaginando los pechos plenos y las largas piernas que su modesto vestido dejaba adivinar.

– Eso parece -convino él suavemente.

Le acarició la suave mejilla con el pulgar. Su piel era como cálido terciopelo.

– El estado natural de Venus es desnuda, ya sabe. -Ella abrió los labios y dejó escapar un suave gemido, el tipo de sonido jadeante y placentero que lo instaba a descubrir qué otros sonidos eróticos podría emitir ella.

Sarah asintió lentamente.

– Sí. También sé que se la asocia con el amor y la belleza. Y si bien puedo saber algo sobre el amor, la belleza no es aplicable a mí de ninguna manera.

Matthew capturó un puñado de rizos y lentamente pasó los dedos entre los satinados tirabuzones.

– Debo disentir. Su pelo es precioso.

En lugar de estar agradecida, lo miró como si hubiera hablado en otro idioma.

– De verdad que necesita gafas.

Él negó con la cabeza y con suavidad envolvió el puñado de rizos en torno a su puño para llevarlo hasta su cara e inspirar profundamente.

– Y huele bien. Como las flores del jardín bajo un sol estival. Y sus ojos… -Matthew observó sus profundidades castaño-doradas, deseando de nuevo que hubiera más luz.

– Son del color del barro -dijo ella con voz indiferente.

– Son del color de la miel y el chocolate -corrigió él-. ¿Nadie le ha dicho nunca lo bonitos que son sus ojos?

– Nunca -dijo ella sin titubear.

– ¿Ni siquiera su amigo Franklin?

Ella vaciló, y luego dijo:

– No.

Matthew decidió enseguida que ese hombre era idiota.

– Pues ya queda dicho. -Su mirada descendió hasta la boca de Sarah-. Y sus labios. Son… impresionantes.

Ella no dijo nada durante unos largos segundos, sólo clavó la vista en él con expresión ilegible. Luego, le tembló ligeramente el labio inferior y una mezcla de resignación, decepción y alguna cosa más pareció asomar a sus ojos. Aunque alzó la barbilla, Matthew sospechó que el coraje que había exhibido antes la había abandonado.

– Por favor, deje de jugar conmigo, milord -dijo ella quedamente-. Lamento haberme entrometido e invadido su privacidad. No fue mi intención. Y ahora, si me disculpa… -Le tendió la camisa.

Matthew se sintió como si estuviese siendo despedido. De la misma manera en que se había sentido en el jardín. Y la punzada de dolor que detectó en sus ojos provocó en su pecho una sensación de vacío a la que no pudo dar nombre. Estaba claro que ella pensaba que él se estaba burlando de ella, y aunque parte de él quería que así fuera, no había nada más alejado de la verdad.

– Puede quedarse la camisa, señorita Moorehouse. No querría estropearle la diversión.

– Gracias. Ya se la devolveré. -Ella entrecerró los ojos mirando hacia su mano que todavía sostenía sus gafas-. Si me devuelve las gafas, me iré.

Lo cual era precisamente lo que su sentido común le instaba hacer. Pero en el fondo de su ser él quería que se quedara. Y quería descubrir si ella era tan suave como parecía. Si sabía tan deliciosa como parecía. Sólo un roce, una mera degustación… para satisfacer esa imperativa curiosidad.

Sin mirar, extendió la mano y depositó las gafas sobre el escritorio, al lado del cuchillo. La sorpresa se reflejó en los ojos de Sarah.

– ¿Por qué ha dejado ahí mis gafas? -preguntó ella.

– Porque sí.

– No puedo ver sin ellas, milord. Incluso a esta distancia… -indicó el espacio entre ellos con un movimiento de su mano- no lo veo muy bien.

– Entonces tendré que acercarme más. -Matthew dio un paso adelante y levantó las manos para enredarlas en su pelo-. ¿Así me ve mejor?

Ella tragó audiblemente.

– Hummm, la verdad, me siento un poco… presionada. Si hay algo que quiera…

– Lo hay. -Dejó caer la mirada a la boca de ella. Y tuvo que contener un gemido. Por Dios, ella parecía tan… madura. Tan deliciosa. Tan besable-. Quiero besarla.

Ella frunció el ceño.

– Está bromeando.

– No lo estoy.

– No sea ridículo.

– No lo soy.

– Esta mañana ni siquiera podía recordar mi nombre.

– Recuerdo su nombre ahora -le dijo con la mirada clavada en sus labios-. Señorita Sarah Moorehouse.

– Entonces debe de estar loco.

– No lo estoy. ¿Y usted?

– Por supuesto que no. Yo sólo tengo…

– ¿Tanta curiosidad como yo? -Matthew tomó la cara de Sarah entre sus manos y con la yema del pulgar le rozó el exuberante labio inferior. Un gemido jadeante surgió de su boca, inflamando todavía más el deseo de él.

– La curiosidad, como puede recordar…

– … mató al gato. Sí, lo sé. -Se acercó todavía más a ella, hasta que su cuerpo tocó el suyo desde las rodillas al pecho-. Qué afortunados somos de no ser gatos.

– No puedo encontrar ni una sola razón por la que pueda sentir deseos de besarme.

Matthew inclinó la cabeza hasta que sus labios estuvieron a un soplo de los suyos y susurró:

– No se preocupe. Yo encontraré suficientes razones para los dos.

Rozó sus labios sobre los de ella una vez, luego otra muy suavemente. Ella abrió los labios con un ronco suspiro y él aprovechó la invitación para ahondar el beso.

E inmediatamente se perdió. En el embriagador perfume a flores y en el delicioso sabor de ella. Le deslizó una mano suavemente bajo el brazo hacia el hueco de la espalda, y la atrajo más hacia él. Dios, era tan suave, tal y como él había sabido que sería. Cálida y voluptuosa, y sabía tan bien…, tan condenadamente bien. Hacía mucho tiempo que no abrazaba a una mujer. Que no besaba a una mujer. Demasiado tiempo…

Profundizó más el beso, su lengua exploró el calor aterciopelado de la boca de ella. Sarah vaciló durante varios segundos, y luego, con un gemido ronco, abrió los labios y tocó la lengua de él con la suya. Y de repente, lo que él había pensado que era un simple beso se transformó. Sintió cómo lo atravesaba una lujuria urgente, cálida, excitante y pura. De repente quería algo más. Más…

Sin interrumpir el beso, se acercó más, inmovilizándola contra la pared con la parte inferior de su cuerpo e introduciendo ligeramente la rodilla entre sus piernas. Habría conseguido mantener el control si ella hubiera permanecido pasiva entre sus brazos, pero Sarah cerró los brazos alrededor de su cuello, se relajó bajo sus brazos y se dejó llevar, presionando su cuerpo contra el de él.

La reacción del cuerpo de Matthew fue veloz e implacable, y con un gemido se frotó contra ella, apretando su dureza contra la suavidad de Sarah.

El placer lo embargó y perdió cualquier sentido del tiempo y del espacio. Estaba embriagado por la sensación de su cuerpo contra el suyo, una sensación que le hacía sentir como si ella estuviera metiéndosele por debajo de la piel. Un beso condujo a otro, como una droga intoxicante, y la urgencia fue cada vez mayor. Irreflexiva, inevitable, nada importaba salvo el sabor y la sensación de ella. Deslizó las manos por la curva de su trasero y luego las subió hasta llenarlas con la plenitud de sus senos. La cabeza de Sarah cayó hacia atrás y él recorrió con los labios la incitante curva del cuello, rozando con la lengua el frenético latido de su pulso mientras ella enterraba los dedos en sus cabellos húmedos. Sonidos eróticos emergieron de su garganta y Sarah se retorció contra él, despojándolo de todo rastro de control. Su erección pulsó con fuerza, y Matthew la apretó más contra la pared.

«Detente…», tenía que detener esa locura, porque si no lo hacía iba a tomarla entre sus brazos, llevarla a la cama, y apagar ese maldito fuego que ella había encendido. Pero no podía hacerlo… por alguna razón… por alguna maldita razón que se le escapaba.

«Estás buscando esposa -le recordó su siempre servicial vocecilla interior-. Y esta mujer no es una heredera, no es una de las candidatas.»

Cierto. Y su amiga sí era una candidata. Y además, no estaba seguro de que se pudiera confiar en esa mujer. Por supuesto, había más razones que él no podía recordar en ese momento, pero que incluso su mente perdida en la lujuria sabía que existían. Lo que hacía que ese interludio fuera una idea muy, pero que muy mala. En todos los aspectos. Aunque, maldición, ella era tan deliciosa. En todos los sentidos. Y lo hacía sentirse mejor de lo que se había sentido en mucho tiempo. Tenía que detenerse…, pero simplemente no podía hacerlo.

Levantando el brazo, le agarró la muñeca y la llevó hacia arriba, deslizándola dentro de la bata y arrastrando la palma por su pecho desnudo. Un gemido le retumbó en la garganta y se pasó su mano por el pecho otra vez. Sarah empezó a tocarlo tentativa y lentamente cuando un sonido penetró la neblina de lujuria que lo rodeaba. Un sonido ronco, profundo, parecido a un… «guau».

Maldición. Con un esfuerzo hercúleo, levantó la cabeza. Se la quedó mirando fijamente, cautivado por la visión que ofrecía. Parecía completamente excitada y perdida en la misma neblina nebulosa que lo rodeaba a él. La respiración errática se escapaba de entre sus labios carnosos y húmedos, y tenía los ojos entrecerrados. Él giró la cabeza y le dirigió a Danforth una mirada airada que debería haber hecho que el animal se escabullera de su habitación con el rabo entre las piernas. Pero la mirada de Danforth saltó de él a la señorita Moorehouse, y Matthew casi podía oír a su perro pensando: «Bueno, bueno, ¿qué tenemos aquí?»

Danforth miró a la señorita Moorehouse con una expresión de adoración, se relamió y emitió otro «guau». Luego pareció como si el can sonriera ampliamente, y con un firme empujón del hocico apartó a Matthew y se coló entre ellos dos. Luego se sentó sobre el pie desnudo de Matthew y procedió a jadear como un perrito contra su pierna desnuda.

Maldición.

Devolvió la atención a la señorita Moorehouse. Ella clavaba los ojos en él con una expresión deslumbrada que se correspondía a la perfección con la manera en que él se sentía. Su mano aún reposaba sobre su pecho, justo encima del lugar donde su corazón latía como si acabara de llegar corriendo desde Escocia.

– Santo cielo -dijo ella con voz jadeante y ronca.

Si él se hubiera sentido capaz de hablar, habría expresado un sentimiento similar, aunque lo que habría dicho él sería algo parecido a: «Por todos los infiernos, ¿qué demonios ha ocurrido?»

– No tenía ni idea -susurró ella-. Me lo había preguntado…, pero jamás lo había sospechado…, ni en mis más descabellados sueños. -Y emitió un suspiro largo y placentero, que rebotó contra su piel-. Oh, Dios…

Él frunció el ceño. Por sus palabras parecía como si ella nunca hubiera sido besada, antes. Pero seguro que una mujer que había dibujado a un hombre desnudo había sido besada. Aunque había algo demasiado inocente en ella. Y la respuesta al beso, aunque innegablemente apasionada, le había parecido poco experimentada. ¿Era posible que hubiera sido la primera vez?

Antes de que él pudiera salir de su ensimismamiento y preguntar, ella parpadeó varias veces, luego levantó la cabeza de la pared y miró de reojo al suelo.

– ¿Supongo que esa masa informe de color café es Danforth?

Al oír su nombre, Danforth emitió otro «guau» ahogado y meneó el rabo sobre el suelo de parqué. Matthew se aclaró la garganta.

– Eso me temo.

– ¿Cómo ha llegado aquí?

– Sabe abrir las puertas. -Le dirigió a su mascota una mirada airada-. Yo le enseñé. -Y ahora mismo deseaba no haberlo hecho. El maldito perro se había pasado de listo. Y tenía un terrible don de la oportunidad.

«¿O había sido perfecto?» Su sentido común le decía que Danforth había salvado la situación. Había interrumpido algo que jamás debería haber empezado. Su excitado cuerpo, sin embargo, disentía por completo. Y una simple mirada a la señorita Moorehouse con los labios húmedos y el pelo suelto lo hacía desear volver a estrecharla entre sus brazos.

La mano de Sarah se apartó de su pecho, y él de inmediato echó de menos su contacto. Con un sonido avergonzado ella se retiró el pelo alborotado hacia atrás.

– Yo… siento la necesidad de decir algo, pero no sé qué.

Dijo esas palabras sin rastro de coquetería o argucia, y él no pudo evitar tomar un mechón suelto de su cabello para colocárselo detrás de la oreja.

– Usted es… magnífico. -Ella asintió con expresión seria-. Sí, quizá sea la palabra correcta. Usted es magnífico.

Él esbozó una sonrisa.

– Gracias. Pero es usted quien es… magnífica.

Lo estudió durante varios segundos mientras la confusión atravesaba sus rasgos. Luego negó con la cabeza.

– No lo soy. Sé que no lo soy. Y esto…, lo que ha sucedido entre nosotros, no debería haber sucedido. No debería estar en su dormitorio y nosotros no deberíamos habernos…

– ¿Besado? -le sugirió amablemente cuando su voz se desvaneció.

– Besado -repitió ella en un ronco susurro que provocó que él cerrara los puños para no agarrarla de nuevo.

Luego Sarah sacudió la cabeza como para despejarla de telarañas, y extendió la mano para coger las gafas del escritorio. Después de ponerse las gafas, lo miró. Todo rastro de deseo y excitación había abandonado sus ojos, reemplazados por la frialdad de alguien a quien no le importaba nada.

– Perdone, milord. No sé lo que me sucedió. No hago esto normalmente… -frunció el ceño y luego continuó en tono enérgico- no me comporto de esta manera. Creo que debemos olvidar lo que ha ocurrido.

– ¿Lo hará?

– Sí, ¿no lo hará usted?

– Creo que tiene razón en que deberíamos intentarlo. Pero, sin embargo, creo que no podremos.

– Tonterías. Uno puede hacer cualquier cosa que se proponga. Y ahora, debo irme. -Se alejó de él y se inclinó para recoger la camisa que se le había caído. Danforth estaba sentado sobre la manga y ella tuvo que tirar con fuerza varias veces para sacar la tela de debajo del perro. Y luego, la mujer que sólo unos momentos antes había temblado entre sus brazos atravesó el dormitorio a paso vivo y abandonó la habitación cerrando la puerta a sus espaldas sin volver la vista atrás.

Él clavó los ojos en la puerta cerrada durante varios segundos, luego con un suspiro se pasó las manos por el pelo y sacó el pie de debajo de Danforth. Quizá la señorita Moorehouse podría olvidar ese beso, pero sabía que él no lo haría.

La pregunta era: ¿qué pensaba hacer al respecto? ¿Y con ella? No tenía ni idea. Y además estaba el hecho de que lo había visto desnudo, y él siempre había creído en el juego limpio.

¿No debería hacer algo sobre eso? Tenía claro lo que quería hacer, Hummm. Parecía que las cuestiones que involucraban a la señorita Moorehouse lo hacían pensar demasiado. Y tenía el presentimiento de que pensar en ella le acarrearía demasiadas dificultades.

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