Sarah necesitaba averiguar más cosas sobre él.
Lo que significaba que no podía pasarse el tiempo pensando en la forma que la hacía sentir.
Sentada ante la mesa cuadrada de hierro forjado cubierta por un mantel de lino, observó el juego de té de plata que Tildon había dispuesto en la terraza. Además de té, había una bandeja con un buen surtido de bocaditos de pepino y berro sobre finas rebanadas de pan crujiente, bollos con mermelada de fresa, y panecillos frescos recién horneados todavía calientes.
El aroma que despedían llegaba hasta ella por la suave brisa del verano, pero no era eso lo que le hacía la boca agua. No, era lord Langston que tan eficazmente la distraía de su objetivo que no era otro que averiguar más cosas sobre él.
Y de ser posible, algo que lo hiciera parecer menos atractivo. Algo que no le hiciera bullir la sangre como cuando había descubierto que besaba de maravilla. O algo que no le desgarrara el corazón como la historia del triste suceso acontecido a sus hermanos. Porque en verdad le había desgarrado el corazón. Por Dios, no quería que le ocurriera eso. No se lo podía permitir.
Pero ¿cómo podía ignorar la empatía y la simpatía que sentía por él? Sabía que llevaría la pena consigo durante el resto de sus días porque ella misma padecía ese tipo de dolor que ni el paso del tiempo lograba entumecer. Él conocía ese sentimiento. La entendía. Y eso la acercaba más a él de lo que cualquier referencia a su buen aspecto físico pudiera hacer.
Aunque no podía negar que era extremadamente apuesto, a pesar de que no quería notarlo era corta de vista, no ciega. En esos segundos antes de que Tildon llamara a la puerta, había llegado a pensar que lord Langston tenía intención de besarla otra vez. Y en vez de sentirse consternada, indignada, desinteresada o cualquiera de las cosas que debería sentir, había notado cómo su corazón latía de excitación, teniendo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no rodearle el cuello con los brazos y apretar su cuerpo contra el de él. Para experimentar una vez más el aturdimiento que había sentido entre sus brazos la noche anterior. Sentir sus manos sobre ella, la urgente necesidad, la exigencia… que la impulsaba a acercarse más mientras sus lenguas se enlazaban.
Deslizó la mirada por su figura masculina mientras él despedía a Tildon para después acercarse a la mesa y sentarse en el asiento junto al de ella. Sarah dejó escapar un suspiro, y una calidez, que nada tenía que ver con el sol de la tarde, la atravesó.
– ¿Se encuentra bien, señorita Moorehouse?
La voz de él la arrancó con brusquedad de esos caprichosos pensamientos y descubrió que estaba observándola. La expresión que mostraba sugería claramente que él sabía que ella lo había estado mirando.
Maldición. Podía sentir perfectamente cómo el rubor ascendía por su cuello.
– Estoy bien, gracias -dijo ella con el tono más educado que pudo encontrar.
– Parece… acalorada.
– Es por culpa del sol -mintió, haciendo una mueca interior ante la mentira.
– ¿Prefiere tomar el té dentro?
«Sí, preferentemente en su dormitorio mientras lo veo tomar un baño.»
Sarah a duras penas logró contener un gemido horrorizado. Por Dios, esto no iba bien. Tenía que olvidarse de ese beso. Tenía que dejar de pensar en besarlo otra vez. Y, sobre todo, tenía que dejar de pensar en volver a verlo desnudo.
Se suponía que tenía que hacer… algo. Algo que no lograba recordar. Frunció el ceño y se obligó a concentrarse. Ah, sí. Tenía que centrarse en intentar averiguar sus secretos. Perfecto. Porque si bien había sentido una profunda empatía por él y despertado sus simpatías con la historia que le había contado -un tema que sospechaba que él no solía tratar con otras personas-, todavía tenía secretos… Por ejemplo, la verdadera naturaleza de sus salidas nocturnas al jardín. No podía desde luego preguntarle directamente por qué lo hacía. No, tenía que obtener la información sutilmente. Alentándolo a hablar de otras cosas, esperando a que sin querer se le escapara algo.
Pero ¿cuál era la mejor manera de proceder? Lo mejor sería adoptar una mirada conspiradora y apelar a su vanidad. Por sus observaciones, había llegado a la conclusión de que a los hombres les gustaba que les contaran secretos, y que no eran para nada inmunes a la adulación.
Cogiendo la taza de té de porcelana china de la que salía el vapor humeante, le dijo:
– La transformación del niño del retrato en el hombre que es ahora ha sido extraordinaria, milord.
Él encogió los hombros.
– Creo que muchos niños pasan por lo que podríamos llamar una fase embarazosa.
– No todos los niños. Mi hermana, por ejemplo. Fue una niña muy guapa y lo sigue siendo.
– Su hermana es mayor que usted.
– Sí. Me lleva seis años.
– ¿Entonces cómo sabe que fue una niña muy guapa?
– Mi madre me lo dijo. Con mucha frecuencia. Creo que pensaba que si me lo recordaba muchas veces podría conseguir que superara la «fase embarazosa», como usted la llamó, que padecí desde mi nacimiento.
Después de tomar un sorbito de té, añadió:
– Mi madre piensa que soy así sólo para fastidiarla. Insiste en que no tengo necesidad de utilizar las gafas y que si me quedara quieta durante horas y le permitiera utilizar una plancha para alisar mis indomables rizos, no sería tan poco atractiva. Aunque me deja claro que nunca sería tan hermosa como Carolyn, piensa que al menos debería intentarlo.
Él se detuvo cuando llevaba la taza de té a los labios y frunció el ceño.
– No me puedo creer que le dijera eso.
– Claro que lo hizo. Y muy a menudo. -De hecho, todavía lo hacía, pero sus palabras ya no le afectaban-. Mientras era pequeña me importaba mucho, sobre todo porque no quería que Carolyn, a la que adoraba, sintiera el mismo desagrado que mi madre por algo que yo no podía evitar.
Tomó otro sorbo de té y continuó:
– Pero Carolyn siempre me ha defendido. Lo cierto es que el manifiesto favoritismo que nuestra madre siente por ella ha sido siempre un motivo de vergüenza para ella incluso más que para mí. Carolyn es una persona afectuosa y cariñosa, nunca dejó de mostrarme su amor incondicional. Lo que ha hecho que todavía la quiera más.
Él la estudió por encima del borde de la taza.
– Observo que usted tiene el mismo problema que su madre en la vista.
– Aunque creo que podría haber sido algo más diplomática, no me dijo nada que no fuera cierto. Cualquiera que tenga ojos en la cara puede ver que Carolyn es impresionante y yo no. Es sencillamente la verdad, ni más ni menos. -Esbozó una sonrisa-. Por supuesto en ocasiones hago un esfuerzo extraordinario para probarle a mi madre que sea cual sea mi aspecto no merezco el estatus de favorita.
De inmediato, los ojos de Matthew brillaron con interés.
– ¿Sí? ¿Qué hace?
– Va a pensar que soy una persona horrible.
– Lo dudo. Basándome en lo que me ha dicho, no pensaría que usted es horrible ni aunque hubiera vaciado un cubo lleno de agua sobre la cabeza de su madre.
Su cara debía de estar roja como un tomate, porque él le preguntó en tono de guasa:
– ¿Le ha vaciado un cubo lleno de agua sobre la cabeza?
– No. Pero no puedo negar que lo he pensado.
– Apuesto lo que sea a que en más de una ocasión.
– Casi todos los días -fue la seca respuesta.
– Pero se contuvo. Está claro que usted posee una constitución fuerte.
– No particularmente. En la mayoría de los casos el cubo era demasiado pesado para que lo pudiera levantar.
Él se rió, fue un sonido profundo y seductor. Le relucieron los dientes y la sonrisa se reflejó en los ojos. El efecto fue… deslumbrante.
– ¿No ha oído hablar de los cubitos?
– Sí. Pero mi intención era fastidiar a mi madre, no enfadarla.
– ¿Y se las arregla para fastidiarla?
– Bueno, no es muy difícil. Me encanta sentir el sol en la cara, así que me quito el sombrero en el jardín, un crimen según mi madre, ya que las pecas que me salen sólo consiguen que mi cara resulte todavía menos atractiva. Algunas veces finjo entenderla mal. Por ejemplo, si mi madre dice «me voy a desmayar», puedo contestarle, «ah, sí, tengo algo que pintar». -Sarah intentó por todos los medios no sonreír-. Está convencida de que estoy sorda. Y luego juego con ella a algo que llamo el «juego de los sentidos». Le digo cosas como «no te oigo bien, no llevo las gafas».
Matthew sonrió ampliamente.
– O como «puedo olerlo, ya sabes que no soy sordo».
– «Puedo verlo, no estoy sorda.»
– «Puedo olerlo, no soy ciego.»
Sarah se rió.
– Exactamente. Mi madre suelta un suspiro de resignación, mira al cielo y masculla por lo bajo…, no estoy segura de si un juramento o una plegaría para que Dios le dé paciencia. No lo debería encontrar tan gracioso, pero lo hago. Y ahora ya conoce mi mayor secreto…, no soy buena persona.
– Mi estimada señorita Moorehouse, si estos pequeños ejemplos es en lo que se basa para decir que no es buena persona, le sugiero que se replantee sus criterios porque eso no la capacita para ser la reina del mal.
– Quizá no, pero lo cierto es que mi falta de belleza ha sido algo positivo para mí. Como toda la atención de mi madre siempre ha recaído en Carolyn, he podido tomarme libertades de las que se privan a la mayoría de las jovencitas.
– ¿Como cuáles?
– Mientras Carolyn estaba atrapada por mi madre, recibiendo interminables lecciones de conducta, baile y posturas formales, pude correr bajo el sol, dibujar flores, cultivar el jardín, explorar el campo, dar largos paseos, nadar en el lago. -Se inclinó para tomar un panecillo y le dirigió una sonrisa traviesa-. Le comunico que soy muy buena pescando y atrapando ranas.
En los ojos de Matthew brilló la diversión.
– Por qué será que no me sorprende. Cuando era niño me gustaba atrapar ranas. Y algunas veces pescar. Pero hace años que no lo hago. -Tomó un sorbo de su té, luego se reclinó en la silla-. ¿Qué me cuenta de su padre?
– Mi padre es médico, con frecuencia se pasa los días visitando pacientes en otros pueblos. Pasa poco tiempo en casa y cuando está, se encierra en su estudio para leer publicaciones médicas. Incluso ahora, cada vez que me ve, me da una palmadita distraída en la cabeza y me envía fuera…, exactamente igual que cuando tenía tres años.
Él asintió lentamente y su mirada se volvió pensativa.
– Raras veces vi a mi madre cuando era niño, y mis recuerdos sobre ella son algo borrosos. La recuerdo muy hermosa, siempre saliendo para alguna velada o fiesta. Supongo que se preocupaba por mí, aunque nunca me lo dijo. Después de que murieran James y Annabelle, la vi cada vez menos porque estaba interno en la escuela la mayor parte del tiempo y solía irme a pasar las vacaciones con mi amigo Daniel, lord Surbrooke. -Hizo una pausa, luego añadió quedamente-: Mi madre murió cuando yo tenía catorce años.
– Y su padre falleció el año pasado -dijo Sarah con suavidad.
– Sí. -Un músculo palpitó en su mejilla-. Le dispararon. Fue un salteador de caminos que trataba de robarle. Nunca lo capturaron. Fue como si desapareciera de la faz de la tierra después de asesinarlo.
– Lo siento. Lamento su pérdida y que usted ahora esté… solo.
Él la miró con una expresión un tanto inquieta. Sarah se maldijo interiormente por no contener la lengua.
– Perdóneme, milord. Lo dije sin ánimo de ofender. Algunas veces expreso mis pensamientos en voz alta sin darme cuenta.
– No me ha ofendido. Tengo algunos amigos íntimos y muchos conocidos, así que no estoy solo. Pero no tengo familia, así que en ese sentido tiene razón.
– Me sorprende que no se haya casado.
– ¿De veras? ¿Por qué?
Sarah se dio cuenta de que ésa era la oportunidad perfecta para halagarle…, aunque cualquier halago no sería más que la verdad.
– Es bien parecido, con título, sabe… -«besar muy bien»- de jardinería. Muchas de las cualidades necesarias para asegurarse la atención femenina.
– Podría decirse lo mismo de usted, señorita Moorehouse.
Ella sonrió abiertamente.
– ¿Soy bien parecida y tengo título?
Él le devolvió la sonrisa.
– Bueno, usted no tiene título.
– Ni soy bien parecida. -Se inclinó un poco hacia él y bajó la voz, como si compartieran un gran secreto-. Sólo los caballeros mayores y las mujeres severas pueden ser piropeados así.
– Cierto. La mejor manera de describirla sería «muy atractiva». Algo que ciertamente es.
De repente, a Sarah se le ocurrió que él también estaba adulándola. Y no sabía si debía sentirse halagada o sospechar de sus motivos. Sospechar, por supuesto, era la opción más sabia.
Antes de que ella pudiese decidirse, él continuó:
– De todas maneras, lo que quería decir es que me sorprende que no se haya casado.
Ella se quedó paralizada, y la desconfianza -en toda la extensión de la palabra-, la asaltó ante tan ridícula declaración que sólo podía ser un intento de adularla. Estaba claro que ese hombre se traía algo entre manos. O era un memo. Fuera lo que fuese, no debía preocuparse pues ella era de las que nunca atraería la atención ni de un hombre que tramara algo ni de un memo, y mucho menos de un memo tan atractivo como éste.
Sintiéndose mucho mejor, arqueó las cejas.
– ¿De qué se sorprende exactamente, milord?
– ¿Está buscando cumplidos, señorita Moorehouse?
– Le aseguro que no. -Por Dios, ella tenía demasiado sentido común para lanzarse a tan inútil tarea-. Simplemente siento curiosidad de por qué está tan sorprendido.
– Supongo que porque parece muy… natural. Y leal.
– O sea, como un perrito faldero.
Él se rió.
– Sí, pero usted es más alta. Y huele mucho mejor.
Sarah ocultó la sonrisa detrás de la taza de té.
– Gracias. Creo.
– Y además es muy inteligente.
Sarah emitió un bufido.
– Aunque agradezco su valoración, basándome en mis observaciones, la mayoría de los caballeros no encuentran que la inteligencia sea una cualidad atractiva en una mujer.
– Bueno, a pesar de que pueda parecer un poco desleal con mi género, compartiré un secreto con usted. -Acercó más la silla y sus rodillas chocaron por debajo de la mesa, provocándole un cosquilleo en la pierna. Inclinándose hacia ella, le dijo con voz muy seria-: Lamento informarla de que muchos caballeros son, por desgracia, memos.
Sarah parpadeó, no sabía si sentirse aturdida, complacida o fascinada de que considerara a muchos miembros de su género de la misma manera que ella. No cabía duda de que su opinión, y su manera de expresarla, la asombraban, y pensar que compartían la misma opinión con respecto a ese tema la hizo sentir una calidez que no lograba describir, una calidez que, a pesar de no ser igual, le producía el mismo efecto que el de su cercanía.
La rodilla de lord Langston permaneció tocando ligeramente la de ella, tan ligeramente que supuso que sería algo accidental. Pero la calidez, combinada con el brillo de desafío en sus ojos, le indicaba que él sabía muy bien lo cerca que estaba.
«Aparta la pierna», susurraba la vocecilla interior de Sarah. Sí, era obvio que debería apartar la pierna. Debería echar la silla hacia atrás. Poner algo de distancia entre ellos. Terminar con ese insensato contacto, renegar del calor que se extendía a través de lodo su cuerpo.
Pero su cuerpo la traicionó e hizo exactamente lo que quería hacer…, acercarse más a él. Hasta que sus caras quedaron separadas a menos de cincuenta centímetros.
– ¿Me está diciendo, milord, que usted no forma parte de las tropas de los memos?
– ¿Qué pasaría si le afirmara con toda certeza que no?
– Diría que está mintiendo.
En lugar de ofenderse, él parecía estar divirtiéndose.
– ¿Por qué piensa que soy memo?
– Porque muy de vez en cuando pienso que todo el mundo lo es.
– ¿Incluida usted?
– Oh, especialmente yo. Siempre digo o hago cosas que no debo.
– ¿De verdad? ¿Cuáles?
– Diría que he pecado de memez hace tan sólo unos segundos, cuando he sugerido no sólo que mi anfitrión mentía sino que era un memo. -Eso y permitir que sus rodillas se rozaran. Lo cierto era que el contraste entre su inocente conversación y la «muy inocente» presión de la rodilla de él contra la suya la hacía sentir una especie de calor exultante que nunca había conocido.
Él cambió de posición, aumentando el contacto entre su pierna y la de ella, y su corazón dio un vuelco.
– Encuentro su franqueza muy refrescante -dijo él suavemente.
– ¿En serio? La mayoría de la gente la encuentra abrumadora.
La mirada de lord Langston se volvió seria y buscó la suya.
– Siempre he preferido la cruda verdad a las perogrulladas poco sinceras. Y me temo que dado mi título y mi posición, la mayoría de las veces tengo que padecer perogrulladas poco sinceras. Sobre todo de las mujeres.
– Si esas mujeres elogian su apariencia o su casa, sin duda alguna no puede acusarlas de ser poco sinceras.
Él encogió los hombros.
– Pero ¿qué motivos tienen para hacerlo?
– Me aventuraría a especular que es porque encuentran que ambos, usted y su casa, les resultan muy atractivos.
– De nuevo debo preguntar por qué. Por ejemplo, tanto lady Gatesbourne como lady Agatha se han deshecho en cumplidos hacia mí desde el momento que llegaron. Han elogiado mi persona, mí casa, mi jardín, mis platos, mis muebles, mi corbata, mi perro…
– Sin duda alguna estará de acuerdo en que Danforth es digno de elogios -interrumpió ella con una sonrisa.
– Naturalmente. Sin embargo, cuando lady Gatesbourne se refirió a él como «lindo perrito», Danforth estaba sentado sobre su zapato y ella tenía en la cara una expresión de absoluto horror. Puede que en ocasiones sea un poco memo, pero sé reconocer una adulación poco sincera cuando la oigo.
– Las dos damas sólo se esfuerzan por causar una buena impresión, milord.
– Sí. Porque lady Gatesbourne tiene una hija casadera, y lady Agatha tiene una sobrina casadera. No están interesadas en mí, están interesadas en mi título. ¿Puede hacerse una idea de cómo se siente uno al ser perseguido por esa razón?
– No. No puedo. -La verdad es que ella no tenía ni idea de cómo se sentía uno al ser perseguido. Punto.
– Es… decepcionante. Créame, esas buenas señoras no me elogian porque les guste la porcelana china de la familia o porque mi corbata esté bien anudada.
– ¿Está seguro? Después de todo, la porcelana china de la familia es preciosa.
Él arqueó una de sus cejas oscuras y le dirigió una mirada de fingida reprimenda.
– ¿Está diciendo que mi persona, mi casa, mi jardín y mis muebles no lo son?
Sarah intentó no hacerlo, pero acabó riéndose.
– Parece que ahora es usted el que busca cumplidos.
– Sólo porque usted es muy tacaña ofreciéndolos -dijo él, su tono dolido quedó desmentido por la chispa de diversión que le brilló en los ojos.
Ella se esforzó por no sonreír. Chasqueó la lengua y meneó el dedo delante de él.
– No necesita mis cumplidos. Tiene más que suficiente con las adulaciones que recibe de todo el mundo, no necesita las mías.
– Puede que no necesite sus cumplidos, pero me gustaría tener tan sólo uno.
Ella alzó la barbilla y frunció los labios pomposamente.
– Creo que es mi deber no enaltecer su vanidad.
– ¿Y me está permitido enaltecer la suya?
Ella se rió.
– Le aseguro que no soy vanidosa… -Tanto sus palabras como su risa se vieron interrumpidas cuando él capturó su mano y entrelazó los dedos con los de él.
– ¿No es vanidosa? -dijo él suavemente, mientras le acariciaba la palma de la mano con el pulgar-. Seguramente su amigo Franklin le hace cumplidos.
Ella tuvo que tragar dos veces para aclararse la garganta.
– No habla demasiado.
– Ah. Es un tipo fuerte y silencioso.
– Exacto.
– Entonces, por favor, permítame… -Él le estudió la mano, rozando con la yema del dedo cada uno de sus dedos. La vergüenza que sintió al ver las débiles manchas de carboncillo se evaporó cuando pequeños escalofríos de placer le subieron por el brazo-. Es usted una artista con mucho talento.
El placer la inundó, pero se sintió obligada a corregirle.
– Difícilmente podría llamarme artista…
Esta vez él interrumpió sus palabras tocándole los labios con los dedos. Negó con la cabeza.
– La respuesta correcta para un cumplido, señorita Moorehouse, es «gracias». -Retiró lentamente los dedos de su boca.
– Pero…
– No, «pero», no. -Se acercó más a ella-. Sólo «gracias».
Sus caras estaban separadas ahora por menos de treinta centímetros, y a Sarah le resultó imposible pensar en nada que no fuera eliminar ese espacio.
– Gra-gracias.
Una leve sonrisa asomó a los labios de él.
– De nada. Yo no sé dibujar. ¿Estaría dispuesta a hacer un pequeño boceto de Danforth para mí?
– Estaría encantada. Lo cierto es que estaba haciéndole uno cuando se escapó corriendo para su estudio.
– Y lo siguió.
– Lo hice.
– Y ahora está aquí. Tomando el té. Conmigo. -Cuando él pronunció esas palabras, un ligero estremecimiento la recorrió de pies a cabeza.
– Sí, aquí estoy. -«Con mi rodilla presionando la suya y su mano sujetando la mía. Y mi corazón latiendo tan fuerte que temo que pueda oírlo.»
Lord Langston frunció el ceño.
– ¿Dónde está su bloc de dibujo?
Le llevó varios segundos recordarlo.
– Lo dejé en su estudio. En la silla, al lado de la chimenea.
– Ah, eso explica por qué no lo he visto antes.
– ¿En serio? ¿Por qué?
– Estaba demasiado ocupado mirándola a usted. -Lo primero que se le ocurrió fue que él bromeaba, pero no había ni rastro de burla en su intensa mirada.
Parte de Sarah, la parte soñadora que tan firmemente había mantenido enterrada durante más de dos décadas, esa parte de su alma que siempre había querido oír unas palabras como las que él acababa de pronunciar, luchó por liberarse de su confinamiento. Quería deleitarse con esas palabras, con esa cálida manera que él tenía de mirarla, con la excitación que él la hacía sentir.
Pero luego estaba ese otro «yo», la parte pragmática y carente de sentimientos que no dudó en adelantarse y advertirla con tolla severidad: «Tonta, no permitas que te convenza con esas tonterías ni hagas un mundo de sus palabras.»
Tenía razón. Estaba siendo estúpida. Se aclaró la voz.
– ¿Mirándome? ¿Tengo la cara manchada de carbón?
Él negó con la cabeza.
– No. Lo cierto es que su piel es… -le soltó la mano y le pasó los dedos por la mejilla- extraordinaria.
– Al contrario, tengo un montón de pecas por el sol.
– Ah, sí, esa inclinación que tiene de quitarse los sombreros cuando está al aire libre. Desde aquí, con la luz del sol, puedo ver sus pecas con toda claridad. Pero aun en contra de su opinión, esas diminutas imperfecciones no me disgustan. Más bien me tientan a tocar cada una de ellas. -Matthew le pasó el dedo por la mejilla, acariciándola suavemente y luego lo deslizó por el puente de la nariz.
«Debe de querer algo de ti», la advirtió su vocecilla interior. «Y está utilizando todo su encanto para obtenerlo.» Basándose en sus observaciones, los caballeros a menudo utilizaban la adulación para sus propios propósitos. No podía negar que ella misma había pensado utilizar tal treta con la esperanza de obtener información de él.
Pero ¿qué podía querer lord Langston de ella? Obviamente no podía ser información. ¿Qué podía saber ella que le interesara a él? Y desde luego sus motivos no tenían nada que ver con estar buscando compañía femenina, porque si así fuera, habría volcado sus encantos en quien quisiera, ya fuera Emily, Julianne o Carolyn. No, tenía que haber otra razón.
¿Pero cuál?
No lo sabía, pero tenía que mantenerse alerta. Mantenerse en guardia. Pero por el amor de Dios qué difícil era cuando la estaba mirando de esa manera. Como si fuera algo precioso y raro. Y absolutamente deliciosa.
Él le miró fijamente los labios.
– Cuando estábamos en el estudio… ¿llegué a decirle lo mucho que deseaba besarla?
«¿Llegué a decirle yo lo mucho que yo misma lo deseaba?» Las palabras se precipitaron hacia su garganta, suplicando ser dichas, y tuvo que apretar los dientes para contenerlas. Con el corazón palpitando con fuerza, negó con la cabeza y las gafas se le deslizaron por la nariz. Antes de que pudiera colocárselas de nuevo, él extendió la mano y se las ajustó. Luego, suavemente le ahuecó la mejilla con la cálida palma de la mano.
– ¿Puedo decirle lo mucho que deseo besarla en este momento? -susurró Matthew.
Ella se quedó sin habla. De hecho sus pulmones se quedaron sin aire. Sintió como si una llama ardiente se le extendiera bajo la piel, derritiendo sus entrañas, quemando cada célula de su cuerpo. Un latido sordo pulsó entre sus muslos. Y él ni siquiera la había besado. Apenas la había tocado.
Ella se humedeció los labios y observó cómo los ojos de él se oscurecían con el gesto.
– No puedo ni imaginar por qué desea hacer eso, milord.
– ¿No? -Él frunció el ceño y le acarició el labio inferior con el pulgar-. Quizá sea ésa la razón. Que usted no se lo imagina. Que usted no se lo espera. La encuentro muy refrescante.
– Le aseguro que soy de lo más anodina.
– Permítame que disienta. Pero incluso aunque así fuera, lo es de una manera muy refrescante.
Confundida por completo y halagada a su pesar, se obligó a decir:
– Creo que este sol tan brillante le ha afectado la cabeza, milord. Estoy segura de que con sólo levantar un dedo tendría a sus pies a cuantas mujeres quisiera.
La mirada de él se clavó en la suya con una intensidad que la hizo curvar los dedos de los pies calzados con esos zapatos tan robustos.
– Y si yo levantase un dedo, señorita Moorehouse, ¿la tendría de rodillas a mis pies?
«Al momento.» Las palabras resonaron en su mente, y pareció que apartaban de un plumazo toda una vida de sentido común y decoro. Por Dios, el efecto de ese hombre en ella era absolutamente perturbador, tanto que la asustaba. Ella solía ser sensata, pero en ese instante se sentía todo lo contrarío. Quería que la besara otra vez, lo quería tanto que le dolía. Quería sentir sus caricias. Sentir sus manos sobre su cuerpo y deslizar las suyas por el cuerpo de él.
No debería querer esas cosas. Esas cosas no eran posibles para ella. En especial con un hombre como él. Un hombre que podía tener a la mujer que quisiera. Un hombre del que no se fiaba.
Aun así, ella quería esas cosas. Con una intensidad que la estremeció. Era como si la represa detrás de la que había ocultado todos sus anhelos y secretos tuviera una fuga y la inundara con deseos que tan desesperadamente intentaba contener e ignorar. Quería sentir otra vez la excitación y el asombro que había experimentado cuando la había besado. ¿Tendría otra oportunidad?
«Nunca», susurró la vocecilla de su interior. «No volverás a tener otra oportunidad, jamás con un hombre como éste.»
– Lord Langston, yo…
El sonido de voces que se acercaban interrumpió sus palabras. Mirando por encima de los anchos hombros de él, Sarah vio el grupo que atravesaba el césped. Se inclinó hacia él y dijo:
– Las damas han regresado del pueblo.
Él ni siquiera se molestó en mirar.
– Eso no es lo que iba a decirme.
Ella vaciló, a continuación negó con la cabeza.
– No.
– Pues dígame lo que me iba a decir.
– Aquí está, milord -chilló la aguda voz de lady Gatesbourne.
Sarah observó que la dama aligeraba el paso, las plumas de su turbante rebotaban de una manera peligrosa sobre su ojo. Segundos después todo el grupo se dirigía hacia la terraza.
Lord Langston se levantó y obsequió a las señoras con una reverencia.
– ¿Les ha gustado la visita al pueblo? -preguntó.
– Oh, fue muy excitante -exclamó lady Agatha-. No había nadie en el pueblo que no estuviera sobrecogido por las noticias.
– ¿Qué noticias?
– Se refieren a un tal señor Tom Willstone, el herrero.
Sarah notó el rápido brillo de interés que se reflejó en la mirada de lord Langston.
– ¿Qué le ha ocurrido al señor Willstone?
Lady Gatesbourne se pasó un pañuelo de muselina por la cara.
– Había desaparecido anteanoche, pero lo encontraron esta mañana temprano en las afueras del pueblo.
Lord Langston frunció el ceño.
– ¿Dijo dónde había estado?
– Me temo que no -dijo lady Agatha con la voz quebrada que terminó en una risita nerviosa-. Estaba muerto. Al parecer lo han asesinado.
Lord Langston se quedó de piedra. Miró a Carolyn, Emily y Julianne, que asentían con la cabeza, con una expresión indescifrable.
– Es cierto, milord -dijo Carolyn quedamente.
– ¿Asesinado? -repitió-. ¿Cómo?
– Al parecer lo golpearon con un palo hasta que murió -informó lady Gatesbourne con cierto entusiasmo morboso.
– Luego lo enterraron en un hoyo poco profundo cerca del bosque -agregó lady Agatha.
Sarah se quedó paralizada mientras una imagen cruzaba por su mente. La de lord Langston. Regresando a su casa bajo la lluvia. Anteanoche. Con una pala.