Después de un paseo a caballo que ciertamente lo ayudó a aclararse la cabeza, Matthew se cambió de ropa y se dirigió al comedor. Se preguntó si se encontraría con la señorita Moorehouse sentada a la mesa de caoba pulida. Y luego se preguntó por qué ese pensamiento lo hacía sentir inexplicablemente expectante. Sin embargo, cuando llegó, el comedor estaba vacío.
– ¿Ha bajado alguien a desayunar? -le preguntó a Walters mientras el lacayo le servía una taza de café humeante.
– Sólo una de las señoras, milord. No puedo recordar su nombre. Lleva unas gafas gruesas. Y tiene buen apetito. Le gustaron en particular los bollos y la mermelada de frambuesa de la cocinera.
– Ah. Está claro que es una mujer con un gusto excelente -murmuró Matthew levantando la taza de porcelana china.
Una imagen surgió en su mente: la de la señorita Moorehouse dándole un mordisco a un bollo relleno de mermelada, con los hoyuelos marcándosele en las mejillas mientras masticaba y con el labio inferior manchado con un poquito de mermelada de frambuesa. Y en esa imagen, él se inclinaba lentamente hacia ella, que abría los ojos de par en par mientras él le limpiaba la mermelada suavemente con la lengua.
Detuvo la taza a medio camino de su boca y parpadeó para hacer desaparecer la inquietante -y ridícula- imagen. Por Dios, ¿sería posible que la lluvia de la noche anterior le hubiera afectado el cerebro? ¿Que estuviera padeciendo algún tipo de fiebres? O era eso o llevaba demasiado tiempo sin disfrutar de una mujer. Sí, tenía que ser esto último. Pues era imposible que existiera otra explicación de por qué abrigaba el menor interés sexual por una mujer que ni era su tipo ni podía ser considerada de ninguna manera de naturaleza sensual, además de no ser la clase de mujer capaz de inspirar tales pensamientos. Una marisabidilla curiosa, solterona…, simplemente el tipo de mujer que evitaba como a un sarpullido.
Pero había algo en la señorita Moorehouse que había captado su interés. Algo que no era ni sus conocimientos de jardinería ni su inclinación a curiosear por las ventanas…
Por segunda vez, visualizó su imagen en la mente. Eran esos malditos hoyuelos, decidió. Y esos enormes ojos entre dorados y ámbar agrandados por las lentes gruesas de las gafas. Detrás de esa mirada inteligente se escondía alguien… vulnerable. De alguna manera lo había impresionado. De una manera que no entendía ni quería entender.
Con esfuerzo, apartó a la mujer de sus pensamientos, y tras desayunar a solas se dirigió a su estudio privado. Procurando no dejarse llevar por la impaciencia ante la tardanza de Daniel, pasó varias horas revisando las cuentas de la finca. Cuando terminó, dejó la pluma sobre el escritorio y se frotó los ojos cansados. A pesar de todos sus esfuerzos por ahorrar, en los últimos meses su situación financiera se había deteriorado hasta un nivel alarmante. Su destino estaba claro y era inevitable.
Sonó un golpe en la puerta, y se sintió aliviado al ser interrumpido de la deprimente tarea de mirar las cuentas. Contestó al momento:
– Adelante.
Se abrió la puerta y apareció Tildon impecablemente vestido.
– Lord Surbrooke solicita verlo, milord -dijo el mayordomo.
«Por fin».
– Gracias, Tildon. Hágalo pasar. -Matthew cerró los libros de cuentas y los metió de nuevo en el cajón del escritorio que cerró a continuación. Acababa de meterse la llave en el bolsillo del chaleco cuando Daniel Sutton atravesó la puerta a paso vivo.
– Así que es aquí donde te escondes -dijo Daniel, cruzando la estancia hacia la licorera-. Te has perdido toda la diversión.
– ¿La diversión?
Su mejor amigo asintió con la cabeza.
– Jugar al whist y al backgammon en la sala.
– ¿Qué demonios estabas haciendo en la sala? Te estaba esperando para que me informaras de lo que averiguaste en el pueblo.
– Te busqué en la sala para informarte. No te encontré allí, algo muy poco sociable por tu parte, debo decir. Una cosa condujo a la otra y acabé jugando al whist y al backgammon.
– Si detestas jugar al whist y al backgammon -dijo Matthew, uniéndose a Daniel junto a la chimenea donde su amigo se había acomodado en un sillón de brocado con un generoso brandy.
– Eso fue antes de que tu casa se llenara de mujeres hermosas.
– Por si lo has olvidado, se supone que esas hermosas mujeres están aquí por mí -contestó Matthew con sequedad.
– Bueno, alguien tiene que entretenerlas y cuidar de tus intereses mientras tú te escondes. En especial cuando también invitaste a Berwick y a Logan Jennsen, sin olvidar a Thurston y a Hartley. De entre todas las personas fascinantes e interesantes que conoces, ¿por qué demonios los invitaste a ellos?
– Porque parecería condenadamente extraño si sólo invitara a mujeres. De hecho, había pensado invitaros sólo a Jennsen y a tí pero Berwick me envió una carta la semana pasada preguntándome si podía venir a visitarme ahora que estaba por la zona. Pensé que sería de mal gusto ignorar a un conocido de tanto tiempo, así que lo invité.
– ¿Y Thurston y Hartley?
– Vinieron con Berwick.
– Pues bien, andan merodeando alrededor de tus invitadas como buitres carroñeros.
– Al menos entretendrán a las damas, lo cual me deja más tiempo para hacer lo que debo. -Continuó en tono cínico-: Como ostento el título de mayor rango, no me preocupa demasiado no conseguir a la novia que elija. Ser la marquesa de Langston es un incentivo muy atractivo.
– Cierto. Pero es mi deber decirte que los buitres se están lanzando en picado y que no tardarán en publicarse las amonestaciones. Ya me lo agradecerás más tarde. Como tu más viejo y querido amigo, estoy, como siempre, feliz de ayudarte.
– Eres, ciertamente, de bastante utilidad.
Daniel negó con la cabeza y chasqueó la lengua.
– Detecto cierto tono sarcástico en tu voz, Matthew, aceptaré tus disculpas después de que te comente lo que he averiguado mientras estaba jugando. De hecho, mis pesquisas acortarán bastante tu búsqueda.
– Excelente. Es bienvenida cualquier cosa que me ahorre tiempo. Pero primero quiero saber qué descubriste en el pueblo. ¿Hablaste con Tom?
Daniel negó con la cabeza.
– No. Fui a la herrería pero estaba cerrada. Luego fui a la casa de Willstone donde hablé con la mujer de Tom. La señora Willstone me dijo que no sabía dónde estaba su marido. Aunque por su cara pálida y sus ojos enrojecidos, deduzco que estuvo llorando.
– ¿Cuándo fue la última vez que lo vio?
– Ayer por la noche, poco antes de que él saliera a dar un paseo. La señora Willstone me dijo que Tom padece terribles dolores de cabeza y que pasear bajo el aire fresco de la noche lo alivia. Cuando al comenzar la tormenta vio que él aún no había regresado, supuso que se había refugiado de la lluvia en algún sitio. Dijo que no era la primera vez que le había ocurrido algo así. Sin embargo, suele estar en su casa por la mañana, llueva o no, para abrir la herrería.
– Pero esta mañana no -concluyó Matthew.
– Correcto. Acababa de decirme que no podía ni imaginar dónde estaría cuando llegó su hermano, Billy Smythe, y aproveché para ver si podía averiguar algo más. Me dijo que era soldado y que hacía poco que se había mudado a la casa de los Willstone para trabajar con él en la herrería.
– ¿Arrojó Billy alguna luz sobre el paradero de Tom?
– Lo cierto es que ofreció una interesante teoría. Según Billy, Tom se había ido a perseguir faldas. No parecía contento. No le agradaba que su hermana se preocupase ni que a él le tocara hacer todo el trabajo de la herrería.
– ¿Te contó eso delante de su hermana?
– Sí. Ella insistió en que Billy estaba equivocado, y él en que ella era tonta. Dijo que había llegado de Upper Fladersham hacía dos semanas y que allí ya había oído rumores sobre Tom. Luego me contó que después de que Tom arrastrara su culo a casa, tras el último coqueteo, lo obligó a jurar a base de golpes que ésa era la última vez que lo hacía. -Daniel removió el brandy en la copa-. No puedo decir que lo culpe.
– Ni yo. ¿Te dijeron algo más?
Daniel negó con la cabeza.
– Les dije que querías contratar a Tom para algunas tareas de herrajes y le hice prometer a la señora Willstone que lo mandaría aquí tan pronto como pudiera. Hablé con más gente del pueblo, pero nadie ha visto a Tom desde ayer.
Matthew asintió lentamente con la mirada perdida en el brandy, luego levantó la vista hacia Daniel.
– Gracias por hacer todo esto por mí.
No había ni rastro de compasión en los ojos de su amigo, pero Matthew sabía que era sólo porque Daniel mantenía una expresión neutra. Daniel sabía por qué nunca bajaba al pueblo, y era lo suficiente buen amigo para no mencionar jamás la razón.
– De nada. Basándote en lo que te he contado, ¿crees que fue la presencia de Tom lo que percibiste ayer por la noche?
– Eso creo. Sé que había alguien cerca, y él fue al único a quien vi. -Matthew sabía que debía sentirse satisfecho con lo que había descubierto su amigo. Aparentemente, la razón de que Tom estuviera merodeando por su propiedad la noche anterior se debía más a un deseo de aliviar un dolor de cabeza, o algún tipo de dolencia diferente.
Pero había algo que no cuadraba. Resultaba extraño que Tom no hubiera regresado a su casa, dado que se dirigía hacia el pueblo cuando Matthew lo había visto. Quizá se había detenido en otro sitio. En otra casa del pueblo. Quizá tenía un caballo a mano y se había desplazado una distancia mayor.
Sin otra respuesta, no le quedaba más remedio que esperar a que la señora Willstone lo enviara a su casa tan pronto como regresara.
Daniel interrumpió sus pensamientos cuando dijo:
– ¿Y bien?
– ¿Y bien qué?
– ¿No quieres saber lo que descubrí al alternar con tus afectuosas invitadas?
– Sí, claro.
Claramente satisfecho de volver a tener la atención de Matthew, Daniel añadió:
– Antes de comentarte nada más, me gustaría escuchar tus impresiones sobre las hermosas damas que invitaste a tu reunión campestre, y por cierto, esto sería mucho más entretenido si tú participases en las actividades.
Matthew se encogió de hombros.
– Son todas… aceptables.
– Pero seguramente si hubieras pasado la tarde con ellas te habrías formado alguna otra opinión. ¿Qué piensas de lady Emily?
Matthew lo consideró durante varios segundos y dijo:
– Es muy hermosa.
– ¿Y lady Julianne?
– Muy bella.
– ¿Y la vizcondesa Wingate?
– Es imponente.
Daniel lo estudió por encima de la copa.
– ¿Es todo lo que vas a decir?
Matthew se encogió de hombros.
– Hablé del tiempo con lady Emily. No le gusta el frío. Ni la lluvia. Ni el sol… pues hace que le salgan unas horribles pecas, ya sabes. Lady Julianne y yo estuvimos comentando la velada musical anual de los Dinstoy, a la que asistimos los dos la última temporada. Le gustó mucho, mientras que yo me quedé dormido y casi me caí de la silla al inclinarme para apoyar la cabeza contra la pared.
»La vizcondesa y yo debatimos de manera encantadora sobre los méritos de las mascotas domésticas, aunque ella prefiere esos perruchos diminutos que consiguen que Danforth me mire con cara de pena. -Matthew estiró las piernas y cruzó los tobillos-. Como te he dicho, todas son aceptables. Ninguna me interesó más que otra. Así que dime lo que hayas descubierto para inclinar la balanza en una u otra dirección.
Daniel asintió con la cabeza.
– Vale. Pero antes que nada empezaré por decirte que has tomado el camino equivocado. Si quieres conseguir esposa…
– Correcto. Necesito una esposa. Un tipo específico de esposa.
– Exacto. Necesitas una «heredera». Ése es el motivo por el cual invitaste a todas esas hermosas señoritas, aunque ciertamente esas damas pueden acabar con la paciencia de cualquier hombre. Deberías haber invitado a herederas de mayor edad. «Mucho mayores.» De esas que no necesiten que les compres un vestido nuevo cada media hora. De las que agradezcan la atención que les prestes en vez de hacer pucheros cuando las ignores. En mi experta opinión si un hombre debe escoger a una esposa, la ideal sería una que tuviera cien años y una dote de cien mil libras. Y si no habla nuestro idioma, mejor que mejor. Y no importa la apariencia que tenga. Recuerda esto, amigo mío: la belleza dura lo que la llama de una vela. Todas las mujeres son iguales en la oscuridad.
Tras lanzar esa última perla de sabiduría, Daniel levantó la copa a modo de brindis, luego hizo desaparecer el contenido de un solo trago.
– Desafortunadamente, si tiene cien años no valdría, ya que necesito que me proporcione un heredero -dijo Matthew con ligereza-. Y no tenía ni idea de que fueras un experto en escoger esposa. Sobre todo, cuando no tienes ninguna.
– El que no esté casado no quiere decir que no sepa cuáles son los requisitos necesarios que debe reunir. Créeme, no serás feliz con una jovencita que espere que le bailes el agua.
– No tengo intención de bailarle el agua a nadie. Necesito dinero, mucho dinero, y lo necesito ya. Mi intención es escoger a la heredera menos problemática que pueda encontrar, una que no desestabilice mi vida. Luego, tras las nupcias, me embarcaré en la monumental tarea de saldar las deudas de mi hacienda y hacer que sea rentable otra vez.
– Ya te he dicho que puedo prestarte dinero.
Matthew interrumpió a su amigo levantando la mano.
– Gracias, Daniel. Aprecio tu ayuda, pero no. Mis deudas son enormes. Incluso para tus bolsillos.
– Quieres decir las deudas de tu padre.
Matthew se encogió de hombros.
– Sus deudas pasaron a ser las mías cuando murió.
– Los pecados del padre -se lamentó Daniel con una mueca amarga que estropeaba su habitual gesto amable-. Aun así, no hay motivo para que tengas que casarte tan rápidamente. Tómate más tiempo, al menos hasta encontrar una heredera que te sea tolerable.
Matthew negó con la cabeza.
– Se me acaba el tiempo.
– Entonces quizá deberías haberte pasado el último año buscando a esa esposa que tanto necesitas en vez de encerrarte aquí, buscando algo imposible de encontrar. Algo que lo más probable es que ni siquiera exista.
– Puede que tengas razón. Puede que no exista. O que si lo hace, no lo encuentre nunca. Pero dada la libertad que obtendría si lo encontrara, tengo que seguir buscando. Y además…
– Fue algo que te pidió tu padre en su lecho de muerte. Lo sé. Pero, por el amor de Dios, Matthew, ¿vas a dedicar tu vida a satisfacer las egoístas peticiones de un hombre enloquecido por el dolor que se pasó sus últimos veinte años intentando hacerte sentir culpable? -Lo miró fijamente-. La promesa que consiguió arrancarte sobre esa misión imposible es otra manera más de controlarte desde la tumba. Lo que sucedió no es culpa tuya. Has pasado los últimos años pagando por algo que fue un accidente, intentando satisfacer a un hombre para el que ninguna disculpa fue suficiente.
Matthew tensó los hombros en un vano intento de protegerse de la culpa que lo invadió. Imágenes que tan inútilmente se empeñaba en poder olvidar desfilaron como un relámpago por su mente, bombardeándole y atormentándole, y cerró los ojos para intentar borrarlas.
– Tu padre ha muerto, Matthew. -La serena voz de Daniel lo sacó de sus dolorosos recuerdos-. No puedes seguir culpándote eternamente… No hay nada que puedas hacer, salvo vivir tu vida. Como tú desees.
Matthew abrió los ojos y clavó la mirada vacía en el fuego de la chimenea, imaginando que era la entrada al infierno.
– No seré libre hasta que no cumpla las promesas que hice. Hasta que encuentre lo que busco…
– Una tarea imposible… y eso si existe.
– … y casarme antes de un año.
– Una ridícula petición.
– No para mi padre, estaba desesperado por que tuviera un hijo. Soy el último de los Devenport. -Sintió un nudo en el estómago al pronunciar las palabras, casi atragantándose con ellas, y se forzó a alejar la desconsoladora imagen de James de su mente-. Ésa fue la última petición de mi padre.
– Y tan irrazonable como las demás peticiones que te hizo durante años. -Daniel lo taladró con la mirada-. Está muerto, Matthew. No lo sabrá.
Una miríada de emociones abrumaron a Matthew. Se inclinó hacia delante, colocó los codos en las rodillas y se pasó las manos por la cara.
– Me avergüenza admitir cuántas veces me he dicho eso mismo: «no lo sabrá». Pero cada vez que lo hago, mi cruel conciencia interviene, recordándome que yo sí lo sabré. Mi honor y mi integridad pueden estar manchados pero los quiero y los necesito limpios, aún significan algo. Al menos para mí. Hice varias promesas y tengo intención de cumplirlas. Y sé que la única esperanza que me queda para salvar la propiedad es haciendo un buen matrimonio.
Daniel soltó un suspiro.
– Muy bien. En ese caso, déjame contarte lo que he observado a fin de aligerar tu búsqueda. Empecemos por lady Emily.
– ¿Qué has averiguado de ella?
– No servirá. Por medio de una esclarecedora conversación con Logan Jennsen, que no sé cómo se las arregla para conocer la situación financiera de cada hombre de Inglaterra, me he enterado de que el padre de lady Emily (aunque se ha guardado mucho de ocultarlo) lo ha perdido casi todo y está al borde de la ruina. Lo cierto es que ese hombre se encuentra en una situación tan mala como la tuya.
– Maldición. Por supuesto es mucho mejor enterarse ahora, que después cuando no hay remedio. ¿Qué has averiguado sobre lady Julianne?
– Bueno, es bastante prometedora, a pesar de que no tiene cien años. Ahora que lo pienso, creo que deberías concentrar todas tus energías en ella. Es la única hija de lord Gatesbourne, y el conde se desharía de una fortuna para asegurarle un título. Especialmente si va acompañado de un joven bien parecido, descendiente de una antigua y relevante familia, y no de un viejo sin dientes que haría llorar a su hija con sólo mirarla.
– Siempre es bueno saber que uno es más deseable que un anciano rechinante y desdentado -dijo Matthew en tono seco.
– Además -continuó Daniel como si Matthew no hubiera hablado-, por lo que he observado, lady Julianne es tímida y amena. No tendrás dificultades para meterla en vereda, y con su vasta fortuna es la mejor candidata.
– ¿Qué me puedes decir de lady Wingate?
Algo vaciló en lo más profundo de los ojos azules de Daniel, algo que desapareció tan rápido que Matthew no lo habría percibido si no hubiera estado mirando a su amigo tan fijamente.
– Lady Wingate no es una buena elección por dos razones. Primera, no tiene suficiente dinero para salvar tu hacienda.
Matthew frunció el ceño.
– Pensaba que Wingate la dejó en una buena situación financiera.
– Gracias otra vez a mi conversación con Jennsen, sé que Wingate la dejó bien establecida con algo de dinero y una casa en Mayfair que compró años antes de su muerte, la única propiedad que no estaba vinculada al título. Se decía que compró el lugar porque, sabiendo lo sinvergüenza que era su hermano, quería dejar a lady Wingate una casa propia, una que no estuviera relacionada con los bienes vinculados al título. -Apretó los labios-. Viendo la trayectoria de su hermano desde que murió Wingate, hizo bien en tomar tales precauciones.
– Bueno, como su situación financiera es lo que aquí importa, es razón suficiente como para que sea inaceptable para mí -dijo Matthew-, pero has mencionado dos razones. ¿Cuál es la otra?
– Lady Wingate permanece fiel a la memoria de su marido a pesar de que han pasado tres años desde que él murió. Durante las conversaciones que mantuve con ella tanto esta tarde como ayer por la noche, es obvio que sigue enamorada de un hombre al que creía un dechado de virtudes, y que aún sigue siéndolo ante sus ojos. Cuando casualmente saqué a colación el tema de las alegrías del matrimonio, hizo constar que no tiene intención de volver a casarse otra vez. Al parecer, su esposo fue su amor verdadero y se siente feliz de pasar el resto de sus días reviviendo los recuerdos que compartió con él en vez de crear unos nuevos.
Matthew clavó la mirada en los ojos de su amigo que, a su vez, miraba su copa vacía con una expresión pensativa.
– Parece que desapruebas su decisión.
Daniel se encogió de hombros.
– Me parece un maldito desperdicio.
– Es obvio que lo amó profundamente.
– Sí. Lo suficiente como para pasarse el resto de su vida venerándolo como si fuera un santo. Y por lo que dicen todos, él, sencillamente, la adoraba. -Se rió sin humor-. Dios me libre de ese sufrimiento. Continuaré con mis vacuas aventuras amorosas en las que mi corazón sigue siendo mío, muchas gracias. -Miró a Matthew-. ¿Y tú? ¿Puedes imaginarte dando tanto de ti mismo a otra persona? ¿Entregarte por entero en cuerpo y alma?
Como Daniel parecía realmente perplejo y raras veces hacía preguntas tan profundas, Matthew lo meditó unos segundos antes de contestar. Al final, dijo:
– He disfrutado de la compañía de muchas mujeres hermosas, pero ninguna de ellas me ha hecho sentir una devoción tan profunda como la que has descrito. Por lo tanto, creo que si uno es lo suficientemente afortunado para encontrar ese sentimiento, sería tonto si lo descartara.
»Yo, sin embargo, no puedo permitirme el lujo de pasarme el tiempo buscando por todo el mundo a una mujer perfecta que lo más probable es que ni siquiera exista.
– En ese caso, lady Julianne es la candidata apropiada.
Una imagen de la bella heredera rubia pasó por la mente de Matthew, y por razones que no pudo explicar, una oleada de hastío lo atravesó. Ella era, en todos los aspectos, la respuesta a sus plegarias. Todo lo que tenía que hacer era encandilarla, cortejarla y pasarle por las narices su título. Sin duda alguna podía hacerlo, y de una manera diligente. Por el entusiasmo con que la madre había aceptado la invitación a su casa de campo, suponía que sus pretensiones no serían rechazadas.
Suspiró.
– Sólo una candidata apropiada de tres posibles.
– Sí. No hiciste un trabajo demasiado bueno al investigar a tus potenciales prometidas.
– Tenía la cabeza en otra parte. -Claro, en su maldita búsqueda-. Me concentraré en lady Julianne, pero quizá sería mejor arriesgarme un poco más e invitar a otras posibles candidatas. ¿Alguna sugerencia?
Daniel lo consideró y sugirió:
– Lady Prudence Whipple y lady Jane Carlson podrían satisfacer tus requisitos. Ni una ni otra son particularmente atractivas, pero lo que les falta de encanto y conversación, lo compensan de sobra con su fortuna.
– Excelente. Extenderé las invitaciones.
Inquieto, Matthew se levantó y caminó hacia las puertas francesas. Los rayos del sol entraban por los cristales, creando haces de luz donde flotaban suavemente las motas de polvo. Desde su ventajosa posición podía ver una amplia zona de césped suave y frondoso, parte de los jardines y una esquina de la terraza. Su mirada se detuvo allí, donde, en una gran mesa redonda de hierro forjado, sus invitadas tomaban el té, charlando y riéndose juntas. Todas excepto…
Frunció el ceño. ¿Dónde estaba la señorita Moorehouse? Un movimiento en el césped atrajo su atención, y como si con el simple hecho de pensar en ella la hubiese invocado, allí estaba ella de pie, retozando en la hierba con Danforth. La observó lanzar un palo que Danforth fue a buscar a toda velocidad como si de un buen trozo de carne se tratara.
Su mascota brincó hacia arriba y atrapó limpiamente el palo en el aire, luego trotó hacia la señorita Moorehouse y dejó caer la vara a sus pies. Entonces su perro, que no tenía ni un pelo de tonto, se dejó caer sobre el lomo y expuso el vientre para que lo acariciase.
Incluso desde esa distancia pudo ver la radiante sonrisa en la cara de la señorita Moorehouse, casi podía oír su risa cuando se arrodilló en la hierba, sin importarle ensuciar el vestido, y le dio a Danforth un masaje en condiciones. Luego se puso de pie, cogió el palo y se lo lanzó otra vez.
– ¿Y la señorita Moorehouse? -dijo.
– ¿Quién? -preguntó Daniel desde donde estaba sentado a sus espaldas.
– La hermana de lady Wingate.
Oyó crujir el sillón cuando Daniel se levantó. Segundos más tarde se unió a Matthew en la ventana y miró a la mujer y al perro haciendo cabriolas sobre el césped.
– ¿La solterona de las gafas? ¿La que siempre está sentada en un rincón con la nariz enterrada en un bloc de dibujo?
«La metomentodo de ojos grandes, hoyuelos profundos y labios exuberantes.»
– Sí, ésa. ¿Tienes alguna información sobre ella?
Sintió la mirada especulativa de Daniel pero la ignoró.
– ¿Qué deseas saber? Y más importante aún, ¿por qué deseas saberlo? Es sólo la dama de compañía de lady Wingate y no es una heredera. Su padre es médico.
– Eso no impidió que Wingate se casara con su hermana mayor y la convirtiera en vizcondesa.
– Nooo… -dijo Daniel lentamente, como si le hablara a un niño-. Pero la señorita Moorehouse, aunque estoy seguro de que es una mujer bastante agradable, no posee la belleza necesaria para inspirar la misma devoción que consiguió su hermana. Ni tampoco, por lo que he visto, la gracia. No puedo imaginarme que haya vizcondes vagando por ahí deseando convertirla en su vizcondesa. Especialmente, si no tiene dinero.
– Así que según tú el dinero es tan importante como el respeto y la belleza.
– Sí. El dinero y las fuerzas del mal.
– No te preocupes. El único interés que tengo en esa mujer es lo que puede o no saber. -Le contó a Daniel su conversación matutina con la señorita Moorehouse, concluyendo con-:… tiene secretos. Quiero saberlos.
– Comprendo. Pero ten cuidado, amigo. Los dos sabemos que las de su clase, solteronas solitarias, secas y desesperadas, verán más de lo que hay en cualquier atención que le demuestres. Probablemente eres el único hombre que le ha prestado atención durante más de cinco minutos. No sería de extrañar que ya estuviera medio enamorada de ti.
– Lo dudo. Parecía más desconfiada que enamorada. -De repente se le ocurrió que según la teoría de Daniel sobre que en la oscuridad todas las mujeres eran iguales, aún le faltaba por ver a la señorita Moorehouse a la luz del día. Y por razones que no podía explicar, no podía esperar a verla. Si su intención era conseguir algún tipo de información sobre jardinería, no tenía más remedio que convertirse en su amigo.
Sí, indudablemente, ésa era la única razón. Aliviado de haber encontrado una explicación para su deseo de volver a verla, se volvió hacia Daniel.
– Creo que ha llegado el momento de unirme a mis invitadas.
Sarah fue consciente de él en el mismo momento en que salió a la terraza seguido por su amigo, lord Surbrooke. No importaba cuánto intentara concentrarse en jugar con Danforth, la mirada se le desviaba continuamente a la terraza. Y le parecía que cada vez que miraba descubría a lord Langston mirándola a su vez, lo cual la hizo sentir una incómoda calidez. Caramba, incluso sentía el calor en el cuero cabelludo, lo que como bien sabía, hacía que sus rizos ya incontrolables de por sí se rizaran aún más. Incluso cuando le volvía la espalda al grupo para lanzar el palo, intentaba identificar su profunda voz de entre los distintos murmullos que llegaban hasta ella.
Decidida a poner distancia entre ella y la tentación de oír su voz o ver sus ojos, tiró el palo hacia la esquina de la casa, luego, recogiéndose las faldas para no tropezar, corrió detrás de Danforth que iba a toda velocidad delante de ella. Cuando llevaba tres lanzamientos, había doblado la esquina y la terraza había quedado fuera de su vista.
Aliviada por razones que no podía comprender, se puso en cuclillas y le ofreció a Danforth las caricias que esperaba cada vez que recuperaba el palo.
– Oh, no tienes absolutamente nada de feroz -le canturreó con dulzura, riéndose del alegre perro-. Desearía que mi Desdémona estuviera aquí. Creo que os llevaríais muy bien.
– ¿Haciendo de casamentera, señorita Moorehouse?
El corazón se le aceleró ante el sonido de la familiar voz masculina justo a sus espaldas. Miró por encima del hombro, pero no pudo distinguir sus rasgos ya que el sol le daba de frente.
Volviéndose al perro, le dijo:
– Sólo le decía a Danforth que él y Desdémona se caerían bien.
Él se agachó al lado de ella y palmeó el robusto flanco de Danforth, haciendo que el perro se retorciera de deleite.
– ¿Y eso por qué?
La mirada de Sarah se concentró en la mano grande de Matthew, en los dedos largos que acariciaban el oscuro pelaje del perro. Era una mano muy fuerte y capaz. Y sorprendentemente morena para pertenecer a un caballero. Uno que estaba claro que era capaz de sentir ternura al deslizar la mano por el pelaje del perro. ¿Sería esa mano capaz de cometer actos siniestros? Viendo el afecto que sentía por su perro era difícil imaginarlo. Bueno, también era cierto que podía fingir sus afectos igual que fingía sobre sus conocimientos de jardinería, así que tenía que andarse con cuidado.
– Son de temperamento similar. La echo mucho de menos.
– Debería haberla traído.
Sarah no pudo evitar echarse a reír.
– No es un perrito faldero, milord. Aunque intenta convencerme de ello al menos dos veces al día. Apenas había sitio en el carruaje para mi hermana, para mí y para nuestro equipaje, mucho menos para una perra de ese tamaño.
– No se ha unido a los demás para tomar el té. ¿Por qué? -Sintió el peso de su mirada sobre ella y se volvió para mirarlo. Se quedó impactada ante la penetrante mirada de sus ojos color avellana; una mezcla fascinante de castaño, verde y azul, salpicados con motas doradas. Eran unos ojos inteligentes, agudos y muy despiertos, aunque detectó un ligero indicio de hastío en ellos, ¿Sería producto de alguna pena que lo entristecía? ¿O quizás era producto de la culpabilidad? ¿Y esa culpabilidad estaría relacionada con esos paseos nocturnos con una pala?
Imposible saberlo. Pero lo que sí estaba claro por su expresión interrogativa, era que él le había hecho una pregunta. Aunque no lograba recordarla. Una mirada a esos ojos, a no más de medio metro de ella, y ya había perdido el hilo de la conversación.
El rubor comenzó a subirle por la nuca como siempre que se avergonzaba. Sabía que en unos segundos ese rubor le cubriría las mejillas, delatando su vergüenza.
– Perdón, ¿qué ha dicho?
– Le preguntaba por qué no se unió a las demás damas para tomar el té.
– El día es demasiado hermoso para sentarse allí y tomar té. Estaba a punto de dirigirme a los jardines con la esperanza de encontrar al jefe de jardineros cuando me topé con Danforth. Me pidió que jugara con él y accedí.
El indicio de una leve sonrisa asomó a la cara de Matthew.
– ¿Se lo pidió?
– Salió disparado, regresó con ese palo y lo dejó caer a mis pies, luego emitió gemidos de súplica. Quizás haya alguien capaz de resistir tal invitación, pero yo no soy ese alguien.
– La mayoría de las damas huye de él por su tamaño.
– Me temo que no soy como las demás damas.
Él frunció el ceño e inclinó la cabeza con lentitud, obviamente no la contradecía. Ella intentó pasar por alto la ridícula punzada de dolor que sintió.
Después de darle otra palmada al robusto flanco de Danforth, se levantó y tendió la mano hacia ella. Sarah clavó la mirada en esa mano varonil durante varios segundos, y por alguna alocada razón su corazón comenzó a palpitar con fuerza. Como en un sueño, levantó la mano lentamente y tomó la suya. Sentir su palma desnuda contra la de ella, sentir cómo sus largos dedos se cerraban sobre los suyos la aturdió. Su piel era tan… cálida. Y su mano tan… grande. Siempre había creído que sus manos eran demasiado grandes y torpes, pero parecía muy pequeña dentro de la de él. Casi delicada.
Él tiró suavemente y ella se levantó. En cuanto estuvo de pie, la soltó, y ella curvó los dedos, presionando la palma contra la falda para retener el calor de su contacto.
– ¿Quiere dar un paseo conmigo? -le preguntó, señalando con la cabeza hacia el bosque que había a lo lejos.
Ella tuvo que tragar para que le saliera la voz.
– Por supuesto.
Pasearon en silencio durante casi un minuto, luego lord Langston dijo:
– Acaba de afirmar que usted no es como el resto de las damas. ¿Qué quería decir?
Ella se encogió de hombros.
– No me importa ensuciarme en el jardín, ni retozar con mis animales. Detesto bordar, adoro caminar bajo la lluvia, no me importa que el sol haga que me salgan pecas en la nariz, soy un desastre cantando, y no sé mantener una conversación educada.
– Disiento con usted en eso último. Personalmente, encuentro refrescante no tener que hablar del clima.
Sarah lo miró para ver si estaba bromeando, pero por su expresión hablaba totalmente en serio.
– Déjeme que le diga que eso mismo me pasa a mí. No puedo entender por qué la gente siente deseos de hablar sobre el tiempo. Siempre.
– Yo tampoco.
– No se puede hacer nada al respecto. El tiempo…
– … es como es -dijeron al unísono.
Sarah parpadeó. Luego sonrió.
– Exactamente.
La mirada de Matthew bajó a la boca de ella, y una oleada de calor la atravesó. Luego él levantó la vista, y mirándola a los ojos le preguntó suavemente:
– ¿En qué más es diferente al resto de las damas?
– Bueno, supongo que lo principal es que no soy una dama.
– Quizá, pero me refería al término genérico, como mujer. ¿No le gusta ir de tiendas?
Soltó un pequeño suspiro.
– Lo cierto es que adoro las tiendas. En especial las librerías. Adoro hasta su olor. A cuero, a papel envejecido.
– ¿Algún otro tipo de tiendas?
– Las pastelerías siempre han sido mi debilidad. Y las sombrererías. Me temo que también tengo debilidad por los sombreros.
– ¿Sombreros? ¿De los que se llevan en la cabeza?
– No los conozco de otro tipo. ¿Y usted?
– No…, es sólo que no le había visto ninguno.
– Llevaba puesto uno cuando salí, pero me lo quité para jugar con Danforth. -Levantó una mano y se la pasó inconscientemente por el pelo-. He descubierto que mantener mi pelo bajo un sombrero es la única manera de impedir que se me despeine caprichosamente.
Él levantó la vista a su pelo. Estudió los mechones durante largos segundos, frunció el ceño y ella se contuvo a duras penas de llevarse las manos a la cabeza e impedir que la siguiera mirando. Finalmente él dijo:
– Creía que tenía el pelo castaño, pero bajo la luz del sol… es más bien… de todos los colores. Parece rizado.
Su semblante era ceñudo, así que no le quedó claro si sus palabras eran un cumplido. Mientras se encogía interiormente, tuvo que morderse la lengua para no decirle que ya sabía que su pelo era un revoltijo sin ningún color definido, muchas gracias por recordárselo. Y que por lo tanto era innecesario que él le señalara aquel defecto.
– Horrorosamente rizado -convino ella con un resignado encogimiento de hombros-. Cuando lo suelto parece un estropajo. Me peleo con él todos los días, pero por desgracia, siempre me gana.
– ¿Su madre tiene el pelo rizado?
– No. Mi madre es muy hermosa. Carolyn se parece bastante a ella. -Ansiosa por cambiar de tema, decidió que era el momento adecuado para hacerle un pequeño examen de jardinería-. Dígame, milord… -Sus palabras se interrumpieron cuando su hombro chocó con el de ella, haciendo que le bajaran un montón de escalofríos por el brazo. Inspiró profundamente y captó un olor muy agradable y muy masculino…, una combinación embriagadora de sándalo y almidonada ropa blanca. Su mirada voló hacia él pero lord Langston continuaba andando como si no hubiera pasado nada.
Al permanecer callada, él se giró y le preguntó:
– ¿Que le diga qué, señorita Moorehouse?
Por Dios, le había vuelto a suceder. Había perdido por completo el hilo de la conversación. Qué cosa tan molesta. Con el ceño fruncido, se obligó a concentrarse y su defectuosa memoria tardó en socorrerla. Ah, sí, el examen de jardinería.
– Dígame, milord, ¿planta las straff wort a la sombra o bajo la luz del sol?
– ¿Perdón?
– Las straff wort. En el jardín. ¿Obtiene mejores resultados cuando las planta a la sombra o cuando las expone a la luz del sol?
Él lo meditó varios segundos y luego preguntó:
– ¿Dónde sería mejor según su experiencia?
– A la sombra. Si las planto al sol, las hojas se vuelven muy oscuras.
– Sí, lo mismo me pasa a mí. No hay nada peor que las hojas oscuras y marchitas.
– Oh, estoy de acuerdo. ¿Y las tortlingers? ¿No pierden vitalidad?
– Supongo que tendría que consultarlo con Paul. Es quien se encarga de las tortlingers. -Doblaron la esquina y quedaron a la vista del grupo de la terraza-. ¿Nos unimos a los demás?
– Lo cierto es que preferiría explorar los jardines un poco más, si no le importa. Me gustaría localizar las flores nocturnas.
– No me importa. Que se divierta, señorita Moorehouse. La veré en la cena.
Ambos tomaron caminos diferentes, lord Langston se dirigió a la terraza mientras que Sarah se dirigió hacia los jardines. En cuanto estuvo segura de que no podía verla entre los setos, se detuvo y entrecerró los ojos para mirar a su anfitrión a través del follaje.
«¿Así que sus straff wort prefieren mejor la sombra? ¿Y su jardinero jefe se encarga de las tortlingers?»
– Bueno, ha caído en la trampa, lord jardinero experto -murmuró para sí misma-. ¿No sabe que no existen ni las straff wort ni las tortlingers?
Lo que quería decir dos cosas: que lord Langston se traía algo entre manos.
Y que ella tenía que descubrir lo que era.