Capítulo 10

Con sólo una bata anudada con holgura, Sarah añadió unas gotas de aceite de lavanda al agua humeante de la bañera situada delante de la chimenea de su dormitorio. Sumergió los dedos bajo la superficie y los movió lentamente notando que el agua caliente necesitaría enfriarse un poco antes de poder meterse. Pero no importaba. Tenía mucho que hacer mientras esperaba.

Girándose, miró al hombre que se sentaba enfrente de ella en el sofá. La tenue luz del fuego arrojaba sombras misteriosas y se le aceleró el pulso sólo con mirarlo. Su ávida mirada se movió sobre él, los hombros anchos y atractivos cubiertos con una inmaculada camisa de lino blanco, la corbata anudada holgadamente, las botas y los pantalones negros. Permanecía completamente quieto, en silencio, como si estuviera esperando a obedecer cada una de sus órdenes. Sonrió.

Franklin N. Stein era realmente el Hombre Perfecto.

Bueno, salvo por el hecho de que su pierna derecha era algo más gruesa que la izquierda. Pero sólo porque se habían quedado sin relleno. Por supuesto, no se habrían quedado sin relleno si no hubieran estado, con esas risitas tan tontas, dotando a Franklin en otras áreas de los pantalones de una manera que no podía ser anatómicamente posible.

Y ése no era el único problema que tenía. El mayor problema era que no tenía cabeza.

Sarah miró frunciendo el ceño al descabezado, pero muy bien dotado, Franklin. No, eso no estaba bien. Carolyn, Emily y Julianne se habían ido a sus respectivos dormitorios después de ayudarla a rellenar y ensamblar a Franklin. Lo había escondido en el armario mientras le llenaban la bañera. Pero no lo había dejado allí después de que los sirvientes se fueran. Sencillamente no podía dejar allí a su creación en unas condiciones tan espantosas mientras se bañaba y dormía.

Cruzando la habitación hacia el armario, tomó su camisón más viejo. Luego se dirigió a la cama y despojó a una de las almohadas de su funda. Después de rellenar la funda con su camisón de lino, le dio forma redonda. Luego colocó la provisional cabeza sobre los anchos hombros de Franklin. Dando un paso atrás, examinó su trabajo.

Un poco lleno de bultos, pero estaba definitivamente mejor. Aunque ahora no tenía cuello. Por supuesto, era mejor eso que no tener cabeza. Pero ahora que tenía cabeza, lo que en realidad necesitaba era una cara.

Y en ese momento una cara -la cara perfecta- se materializó en su mente. Unos inteligentes ojos color avellana. Unos rasgos cincelados. Unos labios llenos que no sonreían demasiado, pero que cuando lo hacían…

Oh, Dios.

Se le aceleró el corazón cuando recordó cómo le había sonreído lord Langston en la cena. A pesar de que ella se había sentado al lado del encantador lord Surbrooke y enfrente del entretenido señor Jennsen, una parte de ella había estado pensando en lord Langston. El cual se había pasado toda la larga cena departiendo con Julianne. Julianne había parecido totalmente aturdida.

Sarah cerró los ojos e intentó contener el indeseado sentimiento que la había atosigado toda la noche, pero le fue imposible contenerse por más tiempo. Los celos la inundaron y, con un gemido, enterró la cara entre las manos.

Como no tenía manera de controlar aquella inútil emoción decidió dejarla fluir, revolcarse en ella durante varios minutos, luego enterraría aquel ridículo sentimiento en la parte más profunda de su alma.

Maldición, no quería sentir celos, y en especial, no los quería sentir por una de sus más queridas amigas. Los celos eran una emoción tonta y vacía que no servía para nada, para nada que no fuera ansiar cosas que no podía tener. Como la belleza.

Había aceptado hacía mucho tiempo las limitaciones de su apariencia. En lugar de maldecir inútilmente a las Parcas por no haberla dotado con la extraordinaria belleza que habían otorgado a Carolyn, había concentrado su tiempo y energía en otros intereses como la jardinería y el dibujo. Se había obligado a dejar de lado los sueños femeninos que llenaban la mente de la mayoría de las chicas, sueños poco prácticos sobre el amor, los romances y las grandes pasiones y, al hacerlo, había encontrado una gran satisfacción en los confines de su jardín y su bloc de dibujo. Sus grandes pasiones nada tenían que ver con el romanticismo. Se sentía satisfecha con sus intereses, sus amistades, su mascota, el amor que sentía por la cocina, y estaba contenta con su vida.

Aunque alguna que otra vez, sobre todo cuando permanecía en la cama por las noches sola y rodeada por la oscuridad, una sensación de vacío la embargaba y atenazaba. La hacía ansiar cosas que no tenía, que nunca tendría. El amor -un amor mágico- y una gran pasión. Un marido y unos hijos a quienes amar.

Permitirse tales pensamientos la llenaba de ansiedad y frustración. Tenía una vida satisfactoria, por la que debería sentirse agradecida. Tenía un techo firme sobre su cabeza y, a diferencia de su amiga viuda Martha Browne, nunca le faltaba comida; a diferencia de sus amigas las hermanas Dutton, tenía una excelente salud. Y la mayor parte del tiempo se sentía feliz.

Pero a veces, como ahora, quería más. Quería las cosas que Carolyn había tenido con Edward: amor, magia y pasión. Quería la belleza vivaz de Emily que conseguía que no uno sino dos hombres la agasajaran durante toda la velada. Quería la serena belleza que poseía Julianne. Una belleza que hacía girar las cabezas. Que hacía que un hombre se sentara junto a ella en la cena y que la mirara como si fuera la mujer más bella del mundo.

Sarah se dejó caer en el sofá y presionó las manos con fuerza contra los ojos para contener las lágrimas que amenazaban con desbordarse. ¡Estúpida! Eran pensamientos estúpidos e inútiles. Sueños ridículos y fútiles que no servían para nada más que para que sintiera una soledad y un vacío que jamás podría llenarse. Necesitaba desterrar esos pensamientos de su mente, enterrarlos en lo más profundo de su alma donde no le podían hacer daño. Ni burlarse. Ni herirla. Hasta la próxima vez que les permitiera salir a la luz.

Exhaló un suspiro trémulo y con impaciencia se secó los ojos. Sintió que algo le presionaba el hombro y levantó la cabeza. Franklin, como si lamentara su estado de ánimo, se había inclinado hacia ella y su hombro de relleno tocaba ahora el suyo. Piedad…, un rasgo precioso en el Hombre Perfecto. Por desgracia, la cabeza llena de bultos había abandonado los hombros y ahora descansaba en el suelo cerca de los pies. La tendencia a perder literalmente la cabeza… No era tan preciosa. Era obvio que necesitaba aguja e hilo.

Con un suspiro, colocó a Franklin en posición vertical, recogió la cabeza del suelo y la colocó de nuevo sobre los hombros. Luego se incorporó y estiró la espalda. Basta. Ya había desaprovechado demasiado tiempo ansiando cosas que no podía tener. Deseando un hombre que nunca podría tener y al que ni siquiera debería desear. Un hombre cuyo interés por ella estaba rodeado por la sospecha y que sería, con toda seguridad, fugaz. Un hombre que, por lo que ella sabía, podía ser un cobarde asesino.

Pero en el instante que ese último pensamiento tomaba forma en su mente, su corazón lo negó con vehemencia. Tenía que existir otra razón para que lord Langston regresara a casa con una pala la noche que habían asesinado al señor Willstone. ¿Pero cuál? Sabía que sus afirmaciones de estar plantando flores nocturnas eran falsas. ¿Sería capaz de algún tipo de experimento similar a los del doctor Frankenstein? Por Dios, seguro que no. Pero eso sólo hacía que volviera a preguntarse lo mismo: ¿qué había estado haciendo esa noche?

Con un sonido impaciente se levantó. Era el momento de dejar a un lado esos pensamientos y meterse en la bañera. Pero antes necesitaba encargarse de Franklin; mejor no dejarlo allí desprotegido mientras ella se bañaba. Después de meterse el cuerpo bajo un brazo y la cabeza bajo el otro, se encaminó al armario y lo escondió en la esquina más alejada. No parecía estar particularmente cómodo, y no tenía la cabeza demasiado erguida, pero dado el reducido espacio, ella no podía hacer otra cosa. Menos mal que no tenía cuello, porque si no por la mañana padecería una tremenda tortícolis.

Cerró las puertas dobles del armario, luego atravesó la estancia, hundiendo los pies desnudos en la gruesa alfombra. Después de dejar las gafas en la mesita junto a la bañera, se desató el cinturón de la bata y se despojó de la prenda, dejándola caer a los pies. Luego, con cuidado, pasó por encima del borde de la bañera de cobre y se hundió lentamente en el agua caliente.

Un «aaah» de satisfacción surgió de sus labios. Doblando las rodillas para compensar el hecho de ser más larga que la bañera, se hundió en el agua hasta que el calor envolvente le alcanzó la barbilla. Luego descansó la nuca sobre el borde de la bañera, cerró los ojos y dejó que la cálida sensación la envolviera. El único sonido de la habitación era el tictac continuo del reloj de la repisa de la chimenea.

El calor vaporoso le aflojó los músculos tensos, y soltó un suspiro largo y profundo de satisfacción. Y recordó de repente otro baño…

Una imagen de lord Langston levantándose de la bañera tomó forma tras sus párpados cerrados. Los regueros de agua deslizándose por ese cuerpo mojado y desnudo. Cómo había levantado los musculosos brazos para retirarse de la cara el pelo mojado. Oh, Dios. No había nada tan perfecto como un baño…, a menos que se observara tomar un baño a un perfecto espécimen masculino.

– No hay nada tan perfecto como un baño… a menos que se observe tomar un baño a una perfecta y hermosa mujer.

Con una boqueada, Sarah abrió los ojos de golpe ante la voz suave, profunda y familiar cuyas palabras reflejaban tan fielmente sus propios pensamientos. Se enderezó de golpe, derramando agua por los bordes de la bañera, y entrecerró los ojos hacia la chimenea. Aunque lo veía algo borroso, no tuvo ningún problema en reconocer a la figura que apoyaba un hombro despreocupadamente contra la repisa de la chimenea. Era lord Langston. Sostenía una larga tela blanca en la mano, y al entrecerrar los ojos se dio cuenta de que era su bata.

Cogió las gafas de la mesa, se las puso y luego cruzó los brazos protectoramente sobre los senos. Al mirarlo, reparó en que él se había quitado la levita y la corbata, llevando sólo la camisa blanca y los pantalones negros. Tenía la camisa abierta en el cuello y se había enrollado las mangas hasta los codos.

Le pareció que el corazón le daba un vuelco. Parecía deliciosamente desaliñado, asombrosamente masculino y diabólicamente guapo. Cuando levantó la mirada hacia la de él, lo encontró mirándola con los labios curvados en una perezosa sonrisa.

– ¿Qué está haciendo aquí? -le preguntó en un susurro siseante.

Él arqueó las cejas y adoptó una expresión inocente.

– ¿No es obvio? La observo tomar un baño. De la misma manera que usted me observó a mí. -Levantó la mano con la que sujetaba la bata-. Y tomo prestada una prenda suya de ropa. Igual que usted me cogió la mía. Es algo insignificante que suelen llamar «ojo por ojo». -Paseó la mirada por sus pechos-. O «diente por diente», si lo prefiere.

No cabía duda alguna de que era la cólera lo que le aceleraba el pulso y le hacía palpitar el corazón a toda velocidad. Apretando las rodillas contra los pechos, le dijo:

– Quiere decir venganza.

El chasqueó la lengua.

– «Venganza» es una palabra muy fea. -Deslizó la mirada lentamente sobre ella y pareció que se le oscurecían los ojos-. Y déjeme decirle que no hay nada feo en la imagen que presenta en esa bañera. Está encantadora. Igual que… una figura de Botticelli.

Le pareció que un rubor le cubría todo el cuerpo, hasta por debajo de las raíces del cabello que, estaba segura, parecía un nido de paloma encima de su cabeza.

– Se está burlando de mí, milord. -«Por Dios, ¿ese sonido jadeante era su voz?»

– En absoluto. Pero en lugar de esconderme detrás de una cortina para observar cómo se baña, cosa que hizo usted, estoy siendo franco y honesto.

Sin apartar la mirada de ella, se alejó de la repisa de la chimenea y acercó una silla a la bañera. Después de extender la bata sobre el respaldo de la silla, se sentó. Con un gesto indolente de las manos, le dijo:

– Por favor, continúe. No me preste atención.

– ¿Que continúe?

– Con el baño. -Se inclinó hacia delante y apoyó los antebrazos sobre el borde de la bañera. Sumergió la yema de los dedos bajo la superficie y los deslizó perezosamente por el agua. Un brillo travieso apareció en sus ojos-. ¿Necesita que la ayude a encontrar el jabón?

Pensar en esa mano rebuscando bajo la superficie dejó sin aire sus pulmones. Incapaz de hablar negó con la cabeza, una acción que hizo que se le deslizaran las gafas por la nariz. Antes de que se las pudiera ajustar, él se las quitó y las dejó sobre la mesa.

– Se le empañarán con el vapor -dijo-. Y no las necesitará, tengo intención de quedarme muy cerca.

Ella tuvo que tragar saliva para poder hablar.

– Esto resulta muy impropio. -Parecía que por fin su sentido común hacía acto de presencia.

– No parecía pensar así cuando entró en mi dormitorio y me observó tomar un baño. Éste es el típico caso en que «alguien», no mencionaré su nombre -se acercó un poco y bajó la voz hasta convertirla en un susurro-, aunque ambos sabemos que me refiero a ti, se fija más en los defectos de los demás que en los suyos propios. Creo que se suele decir: «le dijo la sartén al cazo, no te acerques que me tiznas».

Caray. Por mucho que le fastidiara, no podía negar que tenía razón.

– Pero no es justo. Usted no sabía que yo le observaba mientras se bañaba.

– No. -Una sonrisa diabólica le curvó los labios-. Si hubiera sabido que tenía público, habría hecho que el espectáculo fuera más divertido. -Le rozó la pierna con la yema del dedo, dejándola sin aire y provocándole una oleada de escalofríos-. Tú ya has visto mi función, Sarah. Es justo que yo vea la tuya.

El sonido de su nombre pronunciado con ese tono susurrante, ronco y profundo envió un cálido estremecimiento por su cuerpo. No podía negar que lo había visto, y que era una vista que jamás olvidaría. Sin embargo, por desgracia, se temía que ella no resultaría tan inolvidable. Aunque por la forma en que la estaba mirando…, con esa luz provocativa en la mirada, con esos ojos oscuros, profundos e intensos y el reto que había en ellos, casi podía oír cómo le preguntaba: ¿te atreves?

¿Se atrevería?

Si se lo hubieran preguntado unos días antes, no habría tenido ninguna duda con la respuesta. No era el tipo de mujer que se bañaría desnuda delante de un hombre. Pero algunos días antes, también habría jurado que no era el tipo de mujer que se escondía detrás de una cortina para observar cómo un hombre tomaba un baño. O que soñaría con los besos de un hombre desnudo. Suspiró trémulamente. ¿Dónde estaba su ira ante la invasión de su intimidad? ¿Por qué no le exigía que se marchara de inmediato? ¿Por qué se sentía en ese momento inexplicablemente más viva -salvo esos mágicos momentos que había pasado entre sus brazos- de lo que recordaba haberse sentido nunca? En lugar de decir o sentir lo que debía, guardó silencio, y se dejó llevar por una silenciosa euforia y una excitación que era casi dolorosa.

Ningún hombre la había mirado así. Nunca la habían hecho sentirse así. Jadeante. Imprudente y atrevida. Tan llena de fantasías que no podía nombrar. Tan… viva.

Nadie salvo él.

– ¿Te gustaría que te lavara la espalda? -Su voz era un susurro seductor que la envolvió, instándola a ceder, a aceptar el reto.

Su sentido común intentó advertirla de que se negara, pero su corazón -tan lleno de curiosidad y deseo- ahogó por completo la censura.

Sin protestar, sin apartar la mirada de sus ojos, soltó lentamente una mano de las rodillas y tanteó el fondo de la bañera hasta encontrar la pastilla de jabón. Sacando la mano del agua, se la tendió.

Con los ojos brillantes él tomó el jabón, luego se movió a un extremo de la bañera. Sarah oyó el crujido de las botas cuando él se arrodilló detrás de ella.

– Inclínate hacia delante -le ordenó con suavidad.

Con una punzada de excitación hizo lo que le decía, cerrando los brazos alrededor de las piernas dobladas y apoyando la barbilla sobre las rodillas. Las manos de Matthew vertieron agua caliente sobre sus hombros y luego comenzó a tocarla de una manera que sólo pudo describir como mágica. Deslizó lentamente las palmas jabonosas y los dedos de arriba abajo por su espalda, por sus hombros, masajeándolos y produciendo una de las sensaciones más maravillosas y relajantes que hubiera experimentado nunca. No pudo evitar el gemido de puro placer que salió de su garganta más de lo que podía evitar un nuevo amanecer.

– ¿Te sientes bien? -preguntó Matthew mientras Sarah sentía su cálido aliento en la nuca.

– Sí. -Dios mío, sí. Era algo más que sentirse bien.

– Tienes una piel muy bella. Increíblemente suave. ¿Sabías que éste… -deslizó los dedos hacia abajo por la columna vertebral, por debajo del agua, hasta el hueco de su espalda- es uno de los lugares más sensibles del cuerpo de una mujer?

Sarah tuvo que tragar dos veces para que le saliera la voz.

– Lo… creo.

Los dedos de él continuaron la lenta caricia, y ella ya no supo qué decir. Sólo podía sentir. Escalofríos de placer atravesaron su cuerpo, y cada respiración se transformó en un suspiro placentero. Sus manos subieron lentamente, luego le vertió agua por la espalda y los hombros para aclarar el jabón.

– ¿Más? -preguntó él suavemente.

«Dios, sí. Por favor, sí. No te detengas nunca.» Lo cierto era que parecía que toda su existencia se resumía en esa palabra.

Una parte de ella intentaba protestar, intentaba decirle que tenía que detener esa locura. Pero ya había llegado muy lejos. Aquello era completamente impropio. Y podía conducir al escándalo. A la ruina. Pero su cuerpo se negaba a perder aquellas sensaciones maravillosas que lo recorrían.

– Más -dijo por fin ella.

Tomándola ligeramente por los hombros, la instó a reclinarse. Ella obedeció, pero la modestia la obligó a cruzar las piernas y a colocar los brazos sobre los pechos.

Segundos después las manos jabonosas comenzaron su magia una vez más, esta vez le masajearon un brazo, apartándolo de los pechos y acariciándolo hasta la muñeca. Los ojos se le cerraron cuando él le acarició cada dedo hasta que se sintió completamente laxa. El otro brazo se apartó de los pechos por voluntad propia, y recibió el mismo tratamiento. Después él volcó su magia en el cuello, luego se abrió camino lentamente hacia abajo, por la clavícula hasta la parte superior de los pechos.

Sarah se forzó a abrir los párpados y observar cómo sus manos se deslizaban por la curva de sus pechos. Se quedó sin aliento e involuntariamente arqueó la espalda. Los pulgares de Matthew rozaron con ligereza los pezones que se endurecieron hasta convertirse en unas cimas tensas y arrugadas, que suplicaban más caricias sensuales. Con arrobamiento, ella observó esos largos dedos sobre sus senos mojados; cómo giraban y tiraban levemente de los pezones, consiguiendo que gimiera. La imagen de sus manos sobre ella, de su piel oscura contra la suya, la hizo suspirar y sentir como si su cuerpo estuviera quemándose. Los pliegues entre sus piernas estaban excitados e hinchados, y dolían por la necesidad de ser tocados. Ella se retorció, juntando los muslos, pero en vez de aliviarla el movimiento sólo sirvió para inflamarla más.

Él continuó rodando los pezones entre los dedos y tirando suavemente de ellos.

– Tu piel es pura seda bajo mis manos, Sarah. Tan suave y cálida.

Sus palabras le acariciaron la oreja. Ella giró la cabeza, buscando, tanteando, y en ese momento sus labios encontraron los de ella. Gentiles, persuasivos. Demasiado suaves. Ella quería más, necesitaba más.

Con un suspiro ella abrió los labios y él profundizó lentamente el beso. Sarah sintió como si él se hundiera en ella y que ella se perdía en él. La sensación de su lengua tocando la suya, de sus manos acariciándole los pechos, la llenó de una urgencia cada vez más ardiente que crecía y exigía algo… algo a lo que no podía dar nombre pero que quería desesperadamente. Algo que necesitaba. Una dolorosa necesidad imposible de negar.

De pronto, sus manos y sus labios desaparecieron, y ante el repentino abandono emitió un gemido de protesta. Antes de que ella pudiese preguntarle, él se puso de pie al lado de la bañera, mirándola. Aunque no podía verle la cara con claridad, podía oír su jadeante respiración.

– ¿Más? -preguntó él con un ronco susurro.

Sarah clavó los ojos en él, en ese hombre que en tan sólo unos días había alterado sus emociones de una manera que nunca hubiera creído posible. Su mente, su corazón y su cuerpo doliente suplicaban más. Pero ¿se atrevería a pedirlo?

Si le decía que sí. ¿Lamentaría su decisión por la mañana? Tal vez. Pero en su corazón sabía que lamentaría más perder esa oportunidad que nunca había soñado tener.

– Más -susurró ella.

Él le tendió las manos, y con la decisión firmemente tomada, Sarah se las agarró. Con suavidad él tiró de ella hasta levantarla. De pie delante de él, con el agua resbalándole por la piel, permaneció inmóvil mientras la mirada del marqués se deslizaba lentamente por su figura mojada. Un rastro de calor seguía a su examen, como si unas diminutas llamas surgieran al paso de su excitada mirada eliminando toda modestia.

Cuando sus ojos se encontraron, él susurró:

– Perfecta.

No era la palabra que habría usado nunca para describirse a sí misma. No era la palabra que habría imaginado que le diría un hombre. Su corazón latió rápidamente en respuesta, luego él se estiró para alcanzar y quitarle las horquillas del pelo, dejándolas caer sobre el agua. Los rizos rebeldes cayeron libres hasta rozarle las caderas. Luego, lentamente, él introdujo los dedos entre los mechones.

– Perfecta -repitió-. Si Botticelli pudiera verte, te reclamaría como su musa. No puedo más que compadecerle de que nunca vaya a tener el placer.

– No puedo encontrar ni una sola razón para que diga eso.

– ¿De veras? Dijiste algo parecido en mi dormitorio cuando te dije cuánto deseaba besarte. Así que te contestaré lo mismo: no te preocupes. Yo encontraré suficientes razones para los dos.

Le rozó con la yema del dedo la base de la garganta y deslizó la mano hacia abajo. A Sarah se le cerraron los ojos. Apretando las rodillas, se concentró en la mano de Matthew, sintiendo los cálidos escalofríos que le recorrían la piel. Las caricias lentas y suaves despertaron cada célula de su cuerpo, provocándole un estremecimiento tras otro. Cuando él ahuecó la palma de la mano sobre sus pechos, jugueteando con sus pezones, ella emitió un largo suspiro.

– Abre los ojos, Sarah.

Ella abrió los párpados y miró los hermosos ojos color avellana, oscurecidos por una inconfundible pasión que nunca había imaginado ver. Una pasión que nunca había creído poder inspirar.

Él se acercó un paso e inclinó la cabeza. Con la lengua rodeó uno de los pezones, y luego cerró los labios sobre la sensible punta, succionándola suavemente. Sarah se quedó sin aliento ante el íntimo acto que le puso un tirante nudo de placer en el vientre. Levantando las manos, entrelazó los dedos entre sus gruesos cabellos, disfrutando de cada maravillosa succión de sus labios.

Cuando él le prodigó la misma atención al otro pecho, las manos que vagaban por su espalda bajaron hasta ahuecarle las nalgas. Un gutural gemido emergió de su garganta, un sonido que ella no recordaba haber emitido nunca. Él le besó el pecho, subiendo a su cuello, y siguiendo por su barbilla.

– Sarah… Sarah -susurró él, tentándola con sus labios y su cálido aliento.

Y luego su boca se amoldó a la de ella y Sarah le rodeó el cuello con los brazos. Su mente se vació de todo menos de una palabra…: más…, más.

Como si hubiera oído su silenciosa súplica, él ahondó más el beso, su lengua bailó con la de ella. Una de sus grandes manos bajó hasta la parte trasera del muslo y le levantó la pierna hasta que le apoyó el pie contra el borde de la bañera. Cualquier vergüenza que ella hubiera podido sentir por estar tan expuesta se evaporó ante el primer contacto de sus dedos contra los doloridos pliegues entre sus muslos.

Sarah se quedó sin aliento y se hubiera caído en la bañera si no hubiera sido por el brazo que la sujetaba con fuerza alrededor de la cintura. Él la atormentó con un lento movimiento circular que la enloqueció e inflamó hasta que se movió con una necesidad descontrolada contra su mano. Él gimió y levantó la cabeza, besándola a lo largo de la mandíbula.

– Eres tan suave -susurró contra su garganta-. Tan cálida y húmeda. Eres… perfecta.

Sí, perfecta. La manera en que la tocaba era perfecta, cómo jugueteaba con su carne femenina era perfecto. Y la empujaba hacia un precipicio que parecía quedar fuera de su alcance.

Y de repente, ella estuvo allí, volando, hasta que el siguiente toque mágico la impulsó por el borde de un abismo cálido y oscuro de agonizante placer que le arrancó un grito desgarrador de la garganta. Enterró la cara contra su hombro y durante un momento de interminable locura todo su ser se redujo al pálpito que notaba entre los muslos donde él continuaba acariciándola con tal perfección. Luego los espasmos se apaciguaron, arrancándola lánguidamente de la más pura delicia.

Sarah inspiró profundamente y se sintió inundada por el perfume de su piel. El olor a sándalo y a limpio; el olor a él. Lentamente levantó la cabeza y se lo encontró mirándola con esos ojos color avellana.

– Sarah -susurró él.

– Lord Langston -susurró ella en respuesta.

Él esbozó una sonrisa.

– Matthew.

– Matthew. -El mero acto de decir su nombre le produjo un escalofrío. Muy despacio bajó la mano de su cuello, hundiéndola dentro del cuello abierto de la camisa hasta dejarla reposar sobre su pecho. Extendió los dedos sobre la piel cálida, sintiendo el latido de su corazón, sintiendo el leve cosquilleo del oscuro vello contra la palma de su mano-. Matthew, ¿qué me has hecho?

– Casi la misma maravilla que tú me acabas de hacer a mí. Nunca… había sentido esto. -Algo que ella no supo interpretar brilló en sus ojos-. Me alegro mucho de haber sido el primero.

Le dio un beso en la frente, y con un movimiento fluido la sacó de la bañera. La bajó con lentitud, deslizándola por su cuerpo. Cuando los pies de Sarah rozaron la mullida alfombra, sintió su deseo duro contra el vientre y deseó que estuviera tan desnudo como ella. Deseó que no hubiera nada que le impidiera satisfacer la curiosidad de descubrir y explorar la cálida textura de su piel.

Tras depositarla en el suelo, se alejó y recogió la bata del respaldo de la silla. Colocándose detrás de Sarah, sujetó la prenda para que ella pudiera deslizar los brazos por las mangas. Luego se inclinó hacia delante y le ató el cinturón con habilidad.

– Creo que ahora ya estamos en paz -dijo él.

Ella arqueó las cejas.

– No exactamente.

– ¿No? Tú me viste tomar un baño y yo observé cómo lo tomabas tú.

– Yo te vi darte un baño. Tú me «ayudaste» a tomar un baño. Y, hummm, luego… eso.

En vez de parecer divertido como ella esperaba, su expresión permaneció seria. Extendiendo los brazos, le capturó las manos y entrelazó sus dedos con los de ella.

– ¿Qué es lo que quieres, Sarah? -preguntó con suavidad, mirándola a los ojos-. ¿Ayudarme a tomar un baño?

Un «sí» pugnó por salir de su garganta, pero se obligó a contenerlo. Porque si se basaba en su tono y en su expresión, él no lo estaba preguntando de manera alegre y provocativa. Con el tono más ligero que pudo lograr, ella le contestó.

– Me lo pensaré. -Y lo haría. Lo cierto era que no creía que pudiera pensar en otra cosa.

– Porque si me ayudaras a bañarme -dijo él-, me temo que entonces no podría detenerme. -Su mirada la recorrió de pies a cabeza y un músculo palpitó en su mejilla. Mirándola a los ojos otra vez, añadió-: Y ahora debo irme. Antes de que me encuentre en esa situación… incapaz de detenerme.

Alzándole las manos, le dio un suave beso en el dorso de los dedos. Luego la soltó y se encaminó a paso vivo hacia la puerta. Abandonó la estancia sin volver la vista atrás, cerrando la puerta con un leve chasquido.

Sarah se inclinó hacia la bañera, y permaneció absolutamente quieta durante un momento, mirando el agua, volviendo a revivir ese interludio increíble y mágico. Sin duda, debería sentir remordimientos. Culpa. Una absoluta vergüenza por las libertades que le había permitido. Por el contrario, se sentía exultante y pletórica. Ahora comprendía sobre qué susurraban las damas tras los abanicos.

Se giró y miró a la cama. Se suponía que debía meterse bajo las mantas, pero ¿cómo podía pensar en dormir cuando su mente estaba tan sobrecogida por las cosas que había experimentado? El sueño la evadía, caminó hacia la ventana, donde apartó a un lado la pesada cortina verde de terciopelo. La luna iluminaba un cielo plagado de estrellas como si fuera una perla iridiscente contra un raso negro salpicado por diamantes. La luz plateada de la luna iluminaba el jardín. Los setos inmaculados. El bosquecillo de olmos.

Una figura con una pala se movía hacia el bosquecillo.

Se quedó sin respiración y apretó más la nariz contra el cristal. Incluso aunque no hubiera reconocido a Matthew, no había lugar a errores, Danforth trotaba tras sus talones. Fuera lo que fuese lo que su señoría hubiera estado tramando la noche anterior, estaba claro que lo estaba haciendo de nuevo…, y ni siquiera un cuarto de hora después de abandonar su dormitorio. Todas las dudas y preocupaciones que él había eliminado con esos embriagadores besos y esas caricias excitantes retornaron con fuerza, sacándola del estupor como una bofetada.

Su saciada languidez fue sustituida por el asco que sintió por sí misma al haber sido seducida por completo sin ningún esfuerzo aparente hasta el punto de olvidar todas sus dudas y preocupaciones. Abrió el armario y se vistió tan rápido como pudo con un vestido marrón oscuro. Al recordar al fallecido Tom Willstone, cogió el atizador de la chimenea, aunque su intención no era ponerse en peligro. Armada de esa manera, abandonó la habitación y se apresuró hacia las escaleras, decidida a averiguar de una vez por todas lo que el exasperante lord Langston estaba tramando.

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