Sarah miró directamente los hermosos ojos de Matthew y vio cómo la esperanza brillaba en esas profundidades color avellana. Casi podía sentirla emanando en oleadas de él.
Él extendió la mano y la posó sobre la suya.
– Gracias.
Un roce. Dios la ayudara, eso era todo lo que necesitaba su firme resolución de permanecer impasible para disolverse como el azúcar en el té caliente. Y no debería ser tan fácil.
Retirando su mano de debajo de la suya, se reclinó de nuevo en la silla.
– No tienes que agradecerme nada -dijo ella, cerrando involuntariamente los puños para retener el calor del contacto-. No sabemos todavía si esas palabras quieren decir que la rosaleda es el lugar correcto, e incluso aunque lo fuera es ahí donde estás cavando en estos momentos.
– No lo entiendes. Llevo buscando casi un año. Sin ningún resultado. Empecé a buscar con muchas esperanzas, pero a medida que pasaba el tiempo, las fui perdiendo poco a poco. Cada día que pasaba era un día más cerca del fracaso. Ésta es la primera vez en meses que experimento un atisbo de esperanza. Tengo mucho que agradecerte. -Curvó levemente los labios con un gesto de ironía-. Si no fuera por las rosas, sería una noticia perfecta.
– ¿Por qué?
– A las rosas no les gusto. O sería más justo decir que no me gustan a mí. Cada vez que estoy cerca de ellas me pongo a estornudar.
– Ah. Eso explica los estornudos que oí ayer por la noche.
– Sí.
– Debo decirte que me ayudaron a encontrarte.
– Igual que tu olor ayudó a Danforth a encontrarte a ti.
– Es difícil pasar desapercibido con el agudo olfato de Danforth por los alrededores.
– Es más difícil todavía si estás rodeado de flores que te hacen estornudar.
La camaradería que había sentido con él desde su primer encuentro relajó parte de la tensión, y ella no pudo evitar sonreír.
– Serías un ladrón terrible.
– Sí, si robara rosas. Por suerte es la única flor que me afecta de esa manera.
– ¿No estornudas cerca de las tortlingers?
– No. Ni tampoco cerca de las straff wort. Ni tampoco cerca de… ¿A qué hueles?
– A lavanda. -Le dirigió una mirada de fingida reprimenda-. Lo cual sabrías si supieras algo de flores.
– Creo que ya dejé claro que tenía unos conocimientos muy limitados sobre ese tema. -Antes de que ella pudiera contestarle, Matthew añadió con suavidad-: El olor a lavanda no me hace estornudar.
– Eso espero, si no estornudarías todo el rato. Es el olor que predomina en tu jardín. -Negándose a considerar el porqué del tono ronco de su voz, dijo con energía-: Tengo una idea que podría serte de utilidad, una que te gustará, en especial si consideramos la sensibilidad que sientes por las rosas.
– Te escucho.
– Si quieres, estaría dispuesta a ayudarte a excavar en la rosaleda. Ni mi hermana ni mis amigas se extrañarían que me uniera a ti con ese propósito, ya que todas saben que me gusta trabajar en el jardín. Lo cierto es que les extrañaría bastante más si me siento con ellas para bordar. Tienes varios acres que cubrir, y si te ayudo, acabarías mucho antes, y por otra parte disminuiría considerablemente el tiempo que estarías en contacto con las rosas.
– ¿Estarías dispuesta a hacerlo?
– Sí.
No pudo ocultar su sorpresa.
– ¿Por qué?
– Por muchas razones. Me encanta trabajar en el jardín sean cuales sean las circunstancias, y es donde habría elegido pasar la tarde de todas maneras mientras los demás dan ese paseo a caballo sobre el que discutían en el desayuno.
Sarah entrelazó los dedos, tomó aliento y luego continuó con el discurso como si lo hubiera memorizado en su mente durante horas.
– Y me gustaría ayudarte. Podría argumentar que la razón es que buscar un tesoro me parece algo excitante y que me gustaría participar, cosa absolutamente cierta por otro lado. Pero para ser completamente sincera, sé lo importante que es para ti honrar los deseos de tu padre y volver a restablecer la hacienda de tu familia. Creo… creo que estábamos empezando a ser amigos antes de nuestro… imprudente… beso y me gustaría que esta amistad continuara…, platónicamente, por supuesto. Especialmente si, como parece, acabas casándote con una de mis más queridas amigas.
Esperó su respuesta, pero ante todo confió en que él no se hubiera dado cuenta de que no había sido completamente honesta con él. Su ofrecimiento también era egoísta y provenía de un hecho que ella no podía ignorar: si él encontraba el dinero, se liberaría de la necesidad de casarse con una heredera. Y aunque su sentido común y buen juicio le recordaban con firmeza que ese hombre podría tener a cualquier bella joven de la sociedad que quisiera, su corazón no podía evitar dejarse llevar por la esperanza de que si él tenía libertad para elegir, la escogería a ella. Una esperanza ridícula y alocada que había intentado reprimir por todos los medios, pero que permanecía viva muy a su pesar. Y eso la impulsaba a ayudarle. Para acelerar su búsqueda. Para que tuviera más posibilidades de éxito.
Él la estudió con una expresión que ella no pudo descifrar antes de preguntar con suavidad:
– ¿No te da miedo pasar la tarde conmigo a solas en el jardín?
«Por supuesto que sí.»
– Por supuesto que no. -La verdad es que no era él quien le daba miedo, sino ella misma. Pero si llevaba más de dos décadas practicando cómo ocultar sus deseos, sin duda alguna podría hacerlo durante una sola tarde-. Estuviste de acuerdo en que no habría más intimidades entre nosotros y eres un hombre de palabra.
Él no dijo nada durante varios segundos, sino que continuó mirándola con la misma expresión indescifrable. Finalmente, dijo en voz baja:
– En ese caso acepto tu oferta. ¿A qué hora se van tus amigas a pasear a caballo?
– Alguien sugirió salir cerca del mediodía, y pensaban hablar contigo para hacer un picnic en el campo.
– Excelente. Haré los preparativos y me disculparé por no asistir. ¿Quedamos a las doce y cuarto en la rosaleda? Te llevaré una pala y unos guantes.
Ella sonrió.
– Allí estaré.
Cuando Sarah llegó a la rosaleda pasaba un poco de las doce y cuarto. Fue recibida por el ladrido entusiasta de Danforth, que al momento se sentó encima de su zapato, y por el fuerte estornudo de lord Langston, que bajó el pañuelo blanco que le cubría la mitad inferior de la cara para saludarla.
– ¿Estás bien? -le preguntó, observando cómo volvía a colocar la tela en su lugar.
– Sí. Siempre que mantenga el pañuelo en su sitio.
Ella asintió y frunció los labios.
– Puede que no tengas el sigilo de un ladrón, pero sí que pareces uno.
– Gracias. Tus palabras son un gran consuelo. -Le tendió una pala-. Como puedes ver, me he dedicado primero a las rosas amarillas. Estoy cavando una zanja en la base de los rosales de cerca de cincuenta centímetros de profundidad. Después de cavar unos dos metros, regreso y relleno el hueco. De esa manera, si tengo que marcharme con rapidez, no me lleva demasiado tiempo dejarlo todo tal como estaba. -Desplazó la mirada a la familiar cartera que ella llevaba-. ¿Has traído el bloc de dibujo?
– Sí. He pensado que en caso de que nos tomemos un descanso, podría dedicarme a hacer ese boceto que te prometí de Danforth. -Los ojos de Sarah cayeron sobre la mochila que él tenía a los pies-. ¿También has traído cosas para dibujar?
– Es la comida, nos la ha preparado la cocinera al mismo tiempo que disponía la canasta para el picnic. Así no tendremos que regresar a la casa si tenemos hambre… A menos que prefieras volver.
– De ninguna manera. Me gusta comer al aire libre, y a menudo me llevo comida cuando trabajo en el jardín.
– Excelente. ¿Empezamos?
– Cuando quieras.
Sarah depositó la cartera en el suelo para coger la pala y los guantes de cuero que él le tendía. Al coger el mango de la pala, sus dedos se rozaron. Un cálido estremecimiento subió por el brazo de Sarah, que se reprendió mentalmente por la reacción de su cuerpo. Pero al levantar la vista hacia lord Langston vio que tenía la mirada perdida.
Estaba claro que ni siquiera había notado el contacto. Lo que por supuesto debería haberla complacido. Y lo hacía… hasta cierto punto. Lo único que le quedaba por hacer era reprimir esa parte de sí misma que se sentía confusa e irritada porque a él no le hubiera afectado aquel leve roce de sus dedos, mientras que a ella, por el contrario, la había dejado sin respiración. Estaba claro que ella era fácil de olvidar. Lo cual, por supuesto, era algo que siempre había sabido. Pero nunca antes había sentido cómo era ser olvidada tan fácilmente por un hombre.
«Es bueno que sepas ahora lo que se siente, porque en cuanto encuentre el dinero, él te olvidará en un periquete», la advirtió su vocecilla interior sin piedad. «Se casará con cualquier bella dama de su clase.»
Tomando la pala, se obligó a ignorar a la insidiosa voz y se concentró en la tarea manual. Trabajaron codo con codo sin hablar demasiado, los sonidos de las palas al cavar se mezclaban con el gorjeo de los pájaros y el susurro de las hojas. Sarah mantuvo enseguida un ritmo constante mientras tarareaba suavemente para sí misma, una costumbre que tenía cuando trabajaba en el jardín. Danforth encontró cerca una sombra donde tumbarse igual que hacía su adorada Desdémona. Pensar en su mascota le hizo sentir nostalgia por su hogar, aunque entre esos bellos jardines y Danforth, se sentía en ese lugar casi tan a gusto como en su propia casa.
Acababa de rellenar otra zanja de dos metros de la que no había obtenido resultado alguno cuando lord Langston le preguntó:
– ¿Te apetece comer o beber algo?
Sarah apoyó la punta de la pala en la tierra y, limpiándose el sudor de la frente con el revés del guante, se giró hacia él. Y se quedó paralizada. A pesar de que no le cabía duda alguna de que ella tendría el aspecto de alguien que hubiera sido arrastrado por un carruaje durante varios kilómetros, él, por el contrario, estaba perfecto. Total e injustamente perfecto. Tras dos horas de trabajar bajo los ardientes rayos del sol, debería sentirse tal como se sentía ella, acalorado, sucio, sudoroso y despeinado. Pero a pesar de que obviamente estaba sucio, sudoroso y despeinado, de alguna manera lograba resultar masculino y delicioso. Y absolutamente perfecto.
Como desde el principio ella había mantenido la vista en el trabajo en vez de en él y al final su tarea la había absorbido totalmente, no se había dado cuenta de que él se había quitado el chaleco y la corbata. Pero ahora sí que era muy consciente de ello.
Matthew se había quitado el pañuelo de la cara y lo tenía enrollado en una mano. Se había arremangado la camisa hasta los codos dejando al descubierto unos musculosos antebrazos bronceados por el sol. La camisa blanca -que ya no era blanca- estaba abierta en la garganta, y ella le echó un buen vistazo a la sombra de vello oscuro que asomaba por la V abierta. La prenda estaba suelta y arrugada por el ejercicio, y se amoldaba a su cuerpo de tal manera que Sarah no pudo evitar soltar un suspiro de aprobación.
Levantando una mano, él se pasó los dedos por el pelo oscuro que, al igual que su piel, brillaba por el esfuerzo realizado. Luego se llevó las manos a las caderas arrastrando la mirada ávida de Sarah hacia abajo. Los dedos descansaban extendidos sobre los sucios pantalones marrones como si estuvieran señalando su fascinante ingle.
La oleada de calor que sintió no tenía nada que ver con el sol y sí con el vivido recuerdo de cómo estaba él sin pantalones. Y con la deliciosa sensación de su dureza presionando en la unión de sus muslos.
Él estornudó y luego preguntó:
– ¿Te parece bien, Sarah?
«¿Bien?» Sus miradas se encontraron de repente. El rostro inexpresivo de Matthew impedía que ella supiera si la había atrapado mirándolo, pero sospechaba que sí lo había hecho. Señor, podía sentir cómo se ruborizaba de vergüenza. No tenía ni idea de qué le había preguntado para necesitar su aprobación, ya que todo lo que ella veía parecía perfecto, así que asintió.
– Sí, será… perfecto.
Con una inclinación de cabeza, él dejó caer la pala y agarró con rapidez la mochila.
– En la hacienda hay un lago, con árboles y sombras, donde podemos comer. -Estornudó otra vez-. Y no hay rosas. Se tarda unos diez minutos en llegar. ¿Te gustaría comer allí?
Comer. Por supuesto.
– Suena delicioso.
– Excelente. -Estornudó un par de veces más y luego le indicó con la mano la dirección por la que abandonar la rosaleda.
Con Danforth precediéndolos, él adaptó su paso al de ella, y un minuto después suspiraba aliviado.
– Mucho mejor. -Ella sintió el peso de su mirada, pero mantuvo la vista fija en Danforth y en el camino que se extendía delante de ellos. Si lo miraba, temía perder la concentración. Sin duda chocaría contra un árbol y se quedaría inconsciente.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó él.
Señor, debía de estar todavía peor de lo que creía.
– Sí, estoy bien. ¿Y tú?
– Muy bien, aunque un poco acalorado. Las sombras que encontremos a lo largo del camino serán bienvenidas.
No cabía duda de que lo serían. Cuando lo miró, había sentido como si se derritiera, aunque no había tenido nada que ver con el brillo del sol.
– Lamento que esta mañana la búsqueda no haya sido fructífera -dijo ella.
– También yo. -Matthew guardó silencio durante varios segundos para luego añadir-: Gracias por tu ayuda. He disfrutado de tu compañía.
– No he sido una buena compañía. Apenas he hablado.
– Conversar no es necesario. Pero me ha encantado no estar solo.
En la mente de Sarah surgió la imagen de cómo lo había visto la primera noche, cuando regresaba bajo la lluvia con la pala. Con la cabeza puesta en la historia de Frankenstein, había pensado que parecía culpable de algo. Pero ahora, reflexionando, se dio cuenta de que él había parecido… decaído, solitario. Sarah sabía demasiado bien lo que era sentirse sola.
Varios minutos después, el camino terminó en un claro, en el centro relucía un gran lago ovalado, con la superficie azul oscura totalmente lisa salvo por las ondas que producían un par de cisnes que nadaban cerca de la orilla. Danforth divisó a los cisnes y saltó al agua como si lo hubieran disparado desde una catapulta. Sarah no pudo evitar reírse ante el entusiasmo del perro que salpicaba y ladraba cuando entró corriendo en el lago. Con unos chillidos de protesta, los cisnes agitaron sus alas blancas, volando por encima de la superficie hasta volver a posarse en el extremo más alejado del lago. Claramente satisfecho de haberse deshecho de los extraños, Danforth salió del agua y trotó hacia ellos.
– Tengo que advertirte -dijo lord Langston- que Danforth…
Sus palabras quedaron interrumpidas cuando Danforth se sacudió salpicando agua en todas direcciones. Cuando terminó, Sarah se giró hacia lord Langston e intentó no reírse al ver las gotas de agua que salpicaban su cara.
– ¿Danforth nos mojará con el agua del lago? -terminó ella con su voz más servicial.
Él se limpió la cara mojada con un brazo igualmente mojado y fulminó con la mirada al perro empapado.
– Sí.
– Gracias por la advertencia.
Él se giró hacia ella.
– ¿Tu perro también hace eso?
Sarah no pudo evitar reírse.
– Cada vez que puede. Mojar a Sarah es el juego favorito de Desdémona. -Acarició el desgreñado cogote de Danforth para deleite del perro-. Eh, te crees muy gracioso, ¿verdad? -le reprendió ella. Como respuesta, Danforth se sacudió dos veces más y luego regresó al lago a toda velocidad.
Lord Langston negó con la cabeza.
– Te das cuenta de que él ha tomado eso como un estímulo y que va a salpicarnos otra vez.
Sarah sonrió ampliamente.
– No me importa. De hecho, el agua fría sienta bien después de un sol abrasador.
– Hoy te has puesto sombrero -le dijo él-, creía que preferías trabajar en el jardín sin él.
Ella levantó la mano para tocarse el ala del ancho sombrero que había elegido especialmente para poder esconderse de sus ojos.
– Normalmente no lo uso, pero por una vez pensé seguir las indicaciones de mi madre. Ya debo de estar sucia y sudorosa, y ahora mojada por la gracia del perrito. Si encima tuviese la cara quemada por el sol, Danforth intentaría enterrarme como a un hueso en el bosque.
– Lo dudo -le dijo él con un susurro conspirador-. Él sólo trataba de ahogarte con… ¿cómo lo llamaste? La gracia del perrito. Vete preparando. Ahí viene de nuevo.
Segundos más tarde, Danforth se detuvo con un patinazo delante de ellos y volvió a sacudirse con fuerza.
– ¿Los perros pueden reírse? -preguntó lord Langston con voz siniestra, secándose de nuevo la cara mientras veía cómo el condenado perro volvía al agua-. Porque he creído oír emitir una risa satisfecha a ese animal. Una risa de regocijo.
– La verdad es que pienso que era más una risa disimulada que una risa satisfecha.
Él soltó un resoplido, y Sarah tuvo que apretar los labios para no reírse.
– Solía nadar en este lago cuando era niño, ¿sabes?
– Y mira qué suerte tienes ahora. Ni siquiera tienes que meterte en el lago para refrescarte. Danforth te trae el lago aquí.
– Ah, sí. Soy un hombre afortunado.
Después de que Danforth los rociara una tercera vez, Sarah preguntó:
– ¿Se cansa en algún momento?
– Oh, sí. A eso de medianoche. -Le tendió un pañuelo mojado y arrugado-. ¿Puedo ofrecerte mi pañuelo?
Ella sacó un pañuelo igual de mojado y arrugado del bolsillo del vestido y se lo tendió a él mientras sonreía abiertamente.
– ¿Puedo yo ofrecerte el mío?
Él frunció el ceño en un gesto exagerado.
– ¿Por qué señorita Moorehouse, insinúa que no presento mi mejor aspecto?
Ella levantó la barbilla y resopló airadamente.
– ¿Por qué lord Langston, está insinuando que no presento…?
Sus palabras fueron interrumpidas por otra salpicadura de agua cortesía de Danforth. Después de sacudirse bien a gusto, corrió en círculo, ladró dos veces y luego se dirigió hacia un bosquecillo cercano.
– Acaba de decirnos que se va a perseguir fauna silvestre -dijo lord Langston-. No le importa que no le esperemos para comer, pero se sentirá insultado si no le guardamos algo. -Señaló el lago con la cabeza-. ¿Quieres venir conmigo a lavarte las manos?
– Sí, aunque me temo que tendré que lavarme algo más que las manos después de esta excursión.
– De eso nada. Pareces fresca como una margarita.
Ella soltó una carcajada.
– Sí, una margarita que ha sido pisada, mojada y manchada.
Acuclillándose en la orilla del lago, Sarah sumergió el pañuelo en el agua y se refrescó lo mejor que pudo, observando por el rabillo del ojo que lord Langston simplemente recogía agua entre sus manos ahuecadas y se la echaba por encima de los brazos, la cara y el cuello. Cuando él ya estaba de pie, ella se levantó, luego se quedó quieta mientras él se sacudía el pelo húmedo y se lo echaba hacia atrás con las manos, exactamente de la misma manera que había hecho cuando se levantó de la bañera.
Una imagen de él gloriosamente desnudo y mojado apareció de repente en su mente, calentándola hasta el punto de que casi sintió que el vapor traspasaba sus ropas húmedas. Se le cayó el pañuelo de los dedos y fue a aterrizar sobre la punta de su bota.
Ambos se inclinaron a la vez y sus cabezas chocaron.
– Ay -dijeron al unísono, levantándose al mismo tiempo y llevándose los dos una mano a la frente.
– Lo siento -dijo él-. ¿Estás bien?
«No. Todo es por tu culpa.»
– Sí, gracias. ¿Y tú?
– Estoy bien. -Le tendió el pañuelo-. Tu pañuelo, sin embargo, ha conocido días mejores.
Intentando no tocarle, ella recogió el trozo de tela mojada.
– Gracias -dijo.
– De nada. -Curvó la comisura de la boca-. Te has tomado toda esta situación con bastante deportividad. No te has quejado ni una sola vez.
– Eso es porque has prometido darme de comer, y no quiero arriesgarme a perder la comida. Después de almorzar, ya me quejaré todo lo que quieras.
– Y yo asentiré con compasión mientras finjo que te estoy escuchando como debe hacer todo buen anfitrión. ¿No? -Extendió el brazo con una floritura y con una mirada pícara en los ojos. Ella no tenía planeado tocarle, pero dado el carácter juguetón de su gesto, supo que sería una maleducada si lo rechazaba.
Apoyando la mano ligeramente sobre su antebrazo, ella imaginó que estaba tocando un trozo de madera. ¿Ves qué fácil?
Podía hacerlo. Podía pasar el tiempo con él de una manera estrictamente platónica. Le gustaba su compañía, su charla, la amistad que había entre ellos, incluso tocarle el brazo. Todo era perfecto.
Recogieron la cartera y la mochila y se situaron bajo un enorme sauce para disfrutar del picnic, él depositó la mochila encima de una manta.
– Vamos a ver -comentó él, sacando los alimentos uno por uno-. Tenemos huevos duros, jamón, queso, muslitos de pollo, pasteles de carne, espárragos, pan, sidra y tarta de fresa.
– Para mí es suficiente -dijo Sarah con un asentimiento de cabeza que le descolocó las gafas-. ¿Qué preparó la cocinera para ti?
– Eres una mujer con buen apetito, por lo que veo.
– Algo más que eso. Por lo menos después de cavar durante dos horas y ser recompensada con la gracia del perrito.
Él le dirigió una mirada de fingido reproche.
– Pensaba que no ibas a quejarte hasta después de la comida.
– Lo siento. Me olvidé. Por lo que respecta a la comida, un poco de cada cosa suena perfecto. ¿Te gustaría que sirviera?
– ¿Y dejarás algo para mí?
– Es probable. Quizá.
Él arqueó las cejas.
– Hummm. Me parece que lo único que quieres es quedarte con mis muslitos de pollo.
Ella sofocó una risita y resopló airadamente.
– Te aseguro que no. Voy detrás de la tarta de fresa.
Mientras él servía la sidra, Sarah preparó dos platos generosos. Después de pasarle el suyo, ella se sentó a su lado, de cara al lago, procurando mantener una respetable distancia entre ambos. ¿Ves qué fácil? Podía hacerlo. Sentarse a su lado y observar el lago mientras comían.
Comieron en silencio durante varios minutos, mirando el lago, y Sarah se limitó a disfrutar del hermoso día y el precioso paisaje. El gorjeo de los pájaros llenaba el aire y los rayos del sol penetraban intermitentemente a través de las hojas susurrantes y brillaban sobre el agua del lago.
– ¿Vienes al lago a menudo? -preguntó ella manteniendo la mirada en la superficie lisa y brillante del agua.
– Casi todos los días. O camino hasta aquí o vengo a caballo. Es mi lugar favorito. El agua produce en mí un efecto tranquilizador.
– Entiendo por qué. Es… perfecto. ¿Y qué haces cuando vienes?
– Algunas veces nado, otras me lanzo desde las rocas o simplemente me siento debajo de este árbol. El tronco de este sauce tiene una parte lisa que es muy cómoda. Algunos días traigo un libro, otros vengo sólo con mis pensamientos. -Por el rabillo del ojo, Sarah vio que él se giraba hacia ella-. ¿Hay algún lago cerca de tu casa?
– No. Si lo hubiera, no sabría dónde pasar mi tiempo, si en el lago o en el jardín.
Se permitió girarse hacia él. Los rayos de sol dorados y las sombras que se filtraban entre las largas hojas del sauce lo iluminaban dándole un aire intrigante que su ojo artístico deseó capturar de inmediato. Sus ojos color avellana parecían más verdes que marrones debido sin duda al denso follaje que lo rodeaba. Por Dios, no estaba segura sí la palabra «bello» sería la más adecuada para describir a un hombre, pero no cabía duda de que era la más indicada para ese hombre.
Aunque se había quedado sin aliento ante el impacto de su imagen, estaba muy orgullosa por no haber dejado caer el trozo de queso que estaba comiendo. ¿Ves qué fácil? Podía hacerlo. Mirarlo directamente a los ojos y seguir hablando de manera coherente sin dejar caer el queso.
– Un jardín en el lago -propuso Sarah-. Eso solucionaría el problema. -Tomó un sorbo de sidra y le preguntó-: ¿Qué libros sueles leer?
– De todo tipo. Hace poco he releído El paraíso perdido y estoy pensando qué leer ahora. ¿Podrías hacerme una recomendación? Sé que formas parte de la Sociedad Literaria de Damas Londinenses.
Sarah casi escupió el sorbo de sidra. Después de tragar y toser varías veces, le preguntó:
– ¿Cómo sabes eso?
– Lady Julianne lo mencionó ayer en la cena. ¿Podrías decirme qué hace una Sociedad Literaria de Damas?
Santo Cielo. Sarah sentía cómo el rubor le subía lentamente por el pecho.
– Nosotras, hummm…, escogemos libros, los leemos y luego discutimos sobre ellos.
– ¿Qué clase de libros?
El rubor llegó a su cuello. Menos mal que no se había quitado el sombrero. Al menos el ala le proporcionaría alguna protección si el rubor subía aún más. Volviendo la mirada al lago, le dijo:
– Obras literarias. ¿Otro huevo?
– No, gracias.
Sintió la mirada de Matthew sobre ella, pero mantuvo la mirada fija en el agua.
– ¿Dónde crees que está Danforth? -preguntó ella.
– ¿Por qué estás cambiando de tema?
– ¿Qué tema?
– El de la Sociedad Literaria de Damas Londinenses.
– Quizá porque estás ignorando la palabra «damas».
– Algo que obviamente me impide ser miembro, pero no que me hables de ello.
– ¿Eres una dama?
– No.
– ¿Estamos en Londres?
– No.
– ¿Tenemos algún tipo de libro por aquí?
– No.
– Creo que ya te he respondido.
– Hummm. Creo que la dama protesta demasiado.
Ella alzó la barbilla.
– Como miembro de la Sociedad Literaria de Damas Londinenses, estoy familiarizada con Hamlet, milord. Esa cita es del acto dos, escena tres, sin embargo no es adecuada en este caso.
– ¿Ah, no? Me pregunto…
Ella centró la atención en un huevo duro, pero le resultó difícil concentrarse sabiendo que él la miraba fijamente.
Luego, él se rió entre dientes.
– Ah. Creo que ya lo entiendo. ¿No será que las damas no leen obras literarias?
Santo cielo. Ese hombre se pasaba de listo. Antes de que ella pudiera pensar la respuesta, él continuó:
– Así que, ¿qué estáis leyendo? Supongo que algo sedicioso y escandaloso. Algo que haría que vuestras madres se llevaran las manos a la cabeza.
Adoptando el tono más formal que pudo, Sarah dijo:
– Te aseguro que no sé de qué hablas.
– Vamos, Sarah. Estoy muerto de curiosidad.
– ¿Y no hemos hablado ya de que la curiosidad mató al gato?
– Sí. Y acto seguido te contesté que no somos gatos.
Los recuerdos la inundaron y le dio un vuelco el corazón. Claro. Y luego la había besado. Y ella no había vuelto a ser la misma desde ese momento.
– Dímelo -la urgió con suavidad.
– No tengo nada que decir.
– Si lo haces, te contaré algo de mí que no sabe nadie.
Incapaz de evitarlo, se giró hacia él, observando el reto burlón de sus ojos. Campanas de alarma sonaron en su cabeza, recordándole que también había sido una mirada retadora lo que la había convencido para dejar que viera cómo tomaba un baño. Y esa mirada había provocado estragos en su ser.
«Sí. Y fue la experiencia más inolvidable de tu vida.»
Cierto. Lo que no era bueno, ya que ahora debía olvidarse de todo el asunto. Y pararse a pensar en eso mientras estaba con él era, ciertamente, una idea bastante mala.
Mientras intentaba arduamente olvidarse de ese baño -algo poco probable- ese hombre había encontrado una nueva manera de tentarla. Una manera que se sabía incapaz de resistir. Sarah se humedeció los labios.
– ¿Un secreto por un secreto?
La mirada de él voló a su boca.
– Sí. Me parece que es un trato justo. ¿Tengo tu palabra de que lo que te diga no saldrá de aquí?
– Por supuesto. -Las palabras salieron sin que ella las pudiera detener-. ¿Tengo yo también tu palabra?
Él se posó la mano en el corazón.
– Palabra de honor, tu secreto estará a salvo conmigo.
Después de un rápido debate mental, ella decidió que no había peligro en contarle nada, en especial después de que él le hubiera dado su palabra. Y el incentivo de oír un secreto suyo era demasiado tentador como para dejarlo pasar. ¿Ves qué fácil? Podía hacerlo.
Intercambiar secretos era el tipo de tontería que haría con cualquiera de sus amigas.
– Muy bien. Admito que la Sociedad Literaria de Damas Londinenses centra su atención en… obras menos tradicionales.
– ¿Como cuáles?
– Bueno, existimos desde hace poco tiempo, así que por lo tanto sólo hemos leído un libro.
– Que no es uno de los escritos por Shakespeare.
– Correcto. Hemos leído Frankenstein.
Un vivo interés asomó a los ojos de Matthew.
– El moderno Prometeo -dijo.
– ¿Lo has leído?
– Sí. Es una interesante elección para un grupo de damas, una que haría arquear considerablemente algunas cejas, dada la grotesca naturaleza de la historia y el escandaloso comportamiento de la autora.
– Lo que es precisamente la razón de que nos llamemos como lo hacemos… para evitar llamar la atención.
Él asintió lentamente.
– Supongo que el libro te habrá provocado un fuerte impacto.
– ¿Por qué dices eso?
– Porque eres una de las personas más compasivas que conozco. Y dudo que describieras al doctor Frankenstein como a un memo. Me imagino que los aprietos del monstruo te habrán llegado al corazón.
Una extraña sensación la atravesó ante su sorprendente valoración que, aunque acertada, sonó ofensiva en el silencio que siguió. Sarah levantó la barbilla.
– El doctor Frankenstein creó un ser al que rechazó sólo por su apariencia. Llamarle memo es insultar a los memos. Y si sentir simpatía por un pobre hombre maltratado, una criatura no querida, me hace parecer sensible, que así sea.
– No cabe duda que te hace parecer sensible… y lo digo como un cumplido. No tengo la menor duda de que si tú te hubieras encontrado con el monstruo, su vida hubiera sido diferente. Lo habrías aceptado incondicionalmente. Le habrías ayudado. Lo habrías acogido bajo tu ala y le habrías brindado la bondad que él tan desesperadamente quería y necesitaba.
Sus palabras la dejaron paralizada.
– ¿Cómo sabes eso? Quizá me habría sentido horrorizada por su cara y su tamaño.
– No. Tú habrías tomado su fea y gigantesca mano en la tuya, lo habrías conducido a tu jardín, donde le habrías enseñado lo básico sobre las tortlingers y las straff wort, hablando con él como si no fuera diferente. Te habrías hecho amiga de él y le habrías ayudado, lo mismo que has hecho con las hermanas Dutton y con Martha Browne.
Sarah parpadeó y lo miró fijamente.
– ¿Cómo sabes lo de las Dutton y lo de Martha?
– Tu hermana se lo contó a lord Surbrooke, que a su vez me lo contó a mí. Eres muy amable al ayudarlas como lo haces.
– Son mis amigas. No tiene nada que ver con la amabilidad.
– Por el contrario, tiene mucho que ver. Tiene que ver con la decencia y la generosidad. La lealtad y la compasión. Son rasgos de tu personalidad, Sarah.
– Cualquiera haría eso…
– No, no lo haría. Sólo las personas que son como tú, y todos los demás deberíamos estar agradecidos por eso. Pero lo que más abunda en el mundo es el egoísmo. No te engañes pensando que tener un corazón tierno no es un don especial y raro.
Un sentimiento cálido la inundó ante sus palabras, y un rubor acalorado cubrió sus mejillas.
– Yo… no sé qué decir.
Él le dirigió una mirada de reproche.
– Creo que ya hemos hablado sobre qué se debe decir cuando se recibe un cumplido.
Sí. Lo recordaba. Con total exactitud. Fue la tarde que habían tomado té en la terraza, y él le dijo que era una artista con mucho talento. Recordó el placer que sintió ante sus palabras. Unas palabras que le había dicho antes de saber que él tendría que casarse en unas semanas. Casarse con una heredera.
Que lo más probable era que fuera Julianne.
Ella tragó saliva y luego asintió.
– En ese caso, gracias.
– De nada.
Sarah no pudo evitar mirarlo y quedar atrapada por su mirada. El calor la invadió al ser plenamente consciente del anhelo casi doloroso de tocarle. Consciente del abrumador deseo de que él la tocara. Y del deseo inútil de convertirse de repente en una heredera.
Por Dios, quizá después de todo no podía hacerlo. No podía estar a solas con él y fingir que no lo deseaba y necesitaba. Que no sentía los deseos y las emociones que la recorrían de pies a cabeza.
Pero como su única alternativa era levantarse de un salto y escapar corriendo por el camino, se obligó a mirar al agua. Y a decir algo que la ayudara a ahuyentar la repentina tensión que sintió.
Doblando las rodillas, envolvió los brazos alrededor de los tobillos.
– Ya he compartido mi secreto. Ahora es tu turno.
– Sí, supongo que lo es. ¿Me prometes que no te reirás?
– Te lo prometo. -No me reiré. No te tocaré. No me permitiré inútiles fantasías sobre cosas que no pueden suceder.
– Muy bien. Cuando tenía diez años, soñaba, como supongo que hacen muchos chicos, con ser un pirata. Navegaría por los siete mares al mando de mi barco, luchando contra los infieles y atracando en los puertos más exóticos.
Sorprendida y divertida, se giró hacia él. No sabía qué había esperado que le dijera, pero lo cierto es que no había imaginado nada tan fantástico.
– ¿Abordando barcos?
Él miró al cielo en un claro gesto de pura exasperación masculina.
– Por supuesto que abordando barcos. ¿De qué manera crees si no que los piratas obtienen sus botines? Quería ser pirata, no filántropo.
Una sonrisa asomó a los labios de Sarah.
– Por supuesto. Continúa.
– Me di cuenta de que por desgracia pasarían muchos años antes de que fuese lo suficientemente mayor para ser pirata, pero al estar no sólo resuelto sino también impaciente, decidí que sería el pirata de Langston Manor, y este lago -extendió el brazo para abarcar el agua-, sería el mar que conquistaría.
»Me llamé a mí mismo Tunante y me pasé todo ese verano construyendo en secreto un barco pirata. Lo escondía en ese matorral. -Señaló con el mentón hacia un área cubierta de vegetación cerca del bosquecillo de olmos.
– ¿Qué tamaño tenía ese barco? -preguntó Sarah.
– Un poco más grande que yo. Supongo que algunos habrían dicho que se trataba de un bote de remos, pero sería alguien absolutamente carente de imaginación.
Ella se mordió el interior de las mejillas para no reírse.
– Entiendo. ¿Llegaste a terminar el bote?
– El barco -corrigió él con un tono muy serio-. Sí, lo hice. Incluso coloqué la figura de una sirena en la proa. Aunque no parecía una sirena… No se me daba demasiado bien hacer tallas y me cargué la cola de un tajo. Y la cabeza. Pero lo que quedó llegó de sobra. -Matthew se puso a mirar el agua. Tras estirar las piernas, se apoyó en las manos y continuó-: El día de mi viaje inaugural, me vestí con mis mejores galas de pirata, y lancé el Botín del Tunante al lago. Verlo en la superficie del agua fue el mejor momento. La culminación de meses de trabajo en secreto. Había remado casi hasta el centro del poderoso mar cuando en mi barco se abrió una vía de agua. Siendo como era un buen capitán, había ido preparado para solucionar ese tipo de emergencias y me había llevado un cubo. Comencé a achicar agua, pero segundos más tarde al Botín del Tunante le salió otra vía. Luego otra. Y otra.
Él se volvió hacia ella.
– Puedo deducir por tu expresión que te haces una idea de cómo acabó la historia.
Ella tuvo que esforzarse para mantener la cara seria.
– ¿En el fondo del lago?
Él soltó un largo suspiro.
– Eso me temo. A pesar de todos mis heroicos esfuerzos por achicar agua, se hizo evidente rápidamente que tenía la batalla perdida. Por eso me puse de pie, saludé, y como generaciones de capitanes antes que yo, me hundí con mi barco.
– Un valiente y noble propósito -le dijo con el tono más serio que pudo lograr.
Él se encogió de hombros.
– Era lo menos que podía hacer.
– ¿Y el Botín del Tunante?
– Los restos están en el fondo del lago. Junto con mis gafas, que perdí entre las vías diez y once. Mi padre no se mostró nada contento cuando llegué a casa con mis mejores galas destrozadas y sin gafas.
– ¿Qué le dijiste?
– Que había sufrido un contratiempo en el lago. Lo que era cierto.
– No le hablaste de tu deseo de ser un pirata y abordar barcos.
– Jamás se lo he contado a nadie. -Matthew frunció el ceño mientras la miraba-. Recuerda que me has prometido no reírte.
– No me estoy riendo -dijo Sarah, intentando por todos los medios que así fuera-. Aunque debo decir que es difícil no hacerlo al imaginarte en un bote de remos lleno de vías, saludando y con el agua alrededor de la cintura.
– Barco -corrigió él alzando la nariz.
– Está claro que abandonaste la idea de convertirte en pirata.
– Fue lo mejor. No resulté ser un buen pirata. Ni un buen constructor de barcos.
– Por lo menos sabías nadar.
– Sí. Pero dejando eso aparte, el resto del episodio fue un desastre total.
– Ah, pero no lo fue. El que tu bote no resultara estar en buen estado para navegar, no le quita mérito a tu éxito.
– ¿Éxito? -Matthew se rió entre dientes-. Señorita, está claro que te has perdido la parte de la historia donde me hundí con el barco.
– No es cierto. Tu éxito radica en la determinación para construir un bote y tu perseverancia en terminarlo. La mayoría de la gente ni siquiera lo hubiera intentado, ni mucho menos llevado a cabo. Y el logro culminante de tu éxito fue el noble gesto de llegar hasta el final y hundirte con tu barco.
Él asintió lentamente, luego dijo:
– Como capitán del Botín del Tunante, agradezco tus amables palabras. Si las hubieras dicho hace veinte años, mi ego se hubiera recobrado con más rapidez.
– Lo dudo. Hace veinte años me hubiera muerto de risa al ver al Tunante hundirse con su barco. -Sonrió abiertamente, y luego, en su mejor imitación de un hundimiento, agregó-: «Glu glu glu.»
Matthew curvó los labios, pero entrecerró los ojos con rapidez.
– Te estás riendo.
– No. Estoy sonriendo.
Él sonrió, fue una sonrisa lenta que le llegó a los ojos y que la dejó sin aliento. Se sintió invadida de nuevo por la abrumadora conciencia de él que había logrado mantener a raya durante toda la historia.
– Ahora estamos empatados -dijo él.
– Sí. -Maldición, había sonado tan jadeante como se sentía. Desesperada por decir algo, farfulló-: ¿Dónde crees que está Danforth? Esperaba poder dedicar un tiempo a su boceto antes de regresar a la rosaleda.
– ¿Tienes intención de volver al jardín conmigo? Pensé que quizá dos horas serían demasiado esfuerzo para ti en un solo día.
La vocecilla interior la instó a declararse fatigada. Pero tal y como había estado haciendo últimamente con frecuencia, la ignoró.
– No soy la delicada flor de invernadero con la que claramente me confunde, milord. Te aseguro que estoy lista para la tarea. A menos que prefieras cavar a solas.
Él negó con la cabeza mientras la miraba fijamente.
– No, Sarah. Prefiero estar contigo.
Sus suaves palabras parecieron flotar en el aire entre ellos, y se dio cuenta con un profundo sentimiento de pesar de que ella también lo prefería… y no sólo para cavar en el jardín.
Y otra vez recordó con tristeza lo inútil que era querer cosas que no se podían tener.