Un escalofrío de inquietud bajó por la espalda de Matthew Devenport, que dejó de cavar para echar una ojeada al cementerio en penumbra. Con todos los sentidos alerta, aguzó el oído para oír únicamente el chirrido de los grillos y el agitar de las hojas por la brisa fresca cuyo inconfundible perfume amenazaba lluvia.
Las nubes cubrieron la luna, envolviéndola en sombras, algo que era muy favorable para sus propósitos, pero que al mismo tiempo le impedía ver a cualquiera que se acercara, lo que no apaciguaba el inquietante martilleo de su corazón.
Volvió a echar un vistazo a su alrededor, luego se obligó a relajarse. ¡Maldita sea! ¿Por qué ese repentino nerviosismo? Las cosas no estaban saliendo mal. Sin embargo, no podía evitar la extraña sensación que lo había invadido desde que a medianoche había salido de la casa…, la sensación de que alguien lo seguía. Lo observaba.
Un búho ululó, y se le disparó el pulso; apretó los labios para impedir que el tétrico entorno lo asustara. Llevaba meses realizando esas secretas salidas nocturnas y estaba acostumbrado a los sonidos extraños provenientes del bosque en sombras. Con calma, se inclinó y rodeó con los dedos la fría empuñadura metálica del cuchillo que llevaba en la bota. No tenía pensado usar el arma, pero lo haría si se veía obligado. No había llegado tan lejos ni dedicado tanto tiempo a la búsqueda, para permitir que alguien la amenazara.
«¿Búsqueda?» La palabra en sí parecía una burla, y se tragó el amargo sonido que pugnaba por salir de su boca mientras clavaba la pala en la dura tierra. Era mucho más que eso. Durante todo el año anterior, esas malditas aventuras nocturnas se habían convertido en algo más que una búsqueda. Era una obsesión que lo despojaba del sueño, de su tranquilidad de espíritu. Pronto… pronto sabría. De una manera u otra.
Levantando una pesada paletada de tierra, la echó a un lado mientras sus cansados músculos protestaban por el esfuerzo. ¿Cuántas fosas más podría cavar? ¿Cuántas noches más podría resistir sin dormir? Incluso durante el día, cuando tenía que abandonar la búsqueda por temor a ser descubierto, esa tarea seguía obsesionándolo. En estos momentos le quedaba menos de un mes para cumplir su promesa. Y tanto su honor como su integridad requerían que la cumpliera. Había comprometido ambas cosas y, como consecuencia de su insensatez, se negaba a cometer otro error.
«Sí, mejor mantener tu promesa que cometer otra equivocación», se burló una vocecilla en su interior.
Como esas excursiones nocturnas en la oscuridad. Pero ahora, tras intentar con tanto ahínco no fracasar, no podía burlar a su mayor enemigo.
El tiempo.
El tiempo se le agotaba.
Echó a un lado varias paletadas más de tierra y luego se detuvo para secarse la sudorosa frente con la mano. El sudor le resbalaba por la dolorida espalda, y soltó un resoplido de frustración disgustado tanto por esa búsqueda infructuosa como por el hecho de que, irónicamente, su casa estaba ahora llena de invitados, con lo que disponía todavía de menos tiempo para continuar con la búsqueda. Habían llegado en grupo esa misma tarde y se había obligado a sí mismo a soportar su compañía hasta después de la cena, una interminable comida que había llegado a pensar que nunca acabaría.
Maldita sea, no quería tener invitados. No quería que invadieran su casa. Su privacidad. Pero ¿tenía otra elección? Necesitaba una novia, y la necesitaba pronto. Y por Dios, haría cualquier cosa que tuviera que hacer para conseguirla. Se detuvo, miró durante largo rato la fosa que acababa de cavar, y tensó los dedos sobre el áspero mango de madera de la pala. Sí, haría lo que tuviera que hacer.
Como en tantas otras ocasiones de su vida, dejó de lado sus propios deseos y se concentró en la tarea. Tenía que tomar varias decisiones que cambiarían el rumbo de su vida y, a pesar de que no tenía ningún interés en hacerlo, no podía retrasarlo más. Así que, aunque no le gustaba hacer de anfitrión, abandonar la hacienda para ir a Londres en vez de invitar a las candidatas a su casa en Kent le habría hecho perder todavía más tiempo.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por un relámpago seguido inmediatamente por el ominoso rugido de un trueno. Las gotas de lluvia le cayeron sobre la nuca. Segundos después el cielo se abrió sobre él. La lluvia caía con una fuerza torrencial, golpeándole la piel como si de agujas punzantes y frías se tratara. Sintió la tentación de encaminarse hacia la casa, de abandonar la tarea, pero levantó la cara y cerró los ojos, deleitándose en el cosquilleo que la fría lluvia le hacía sentir, aunque sólo fuera por unos instantes, como si de esa manera pudiera liberarse de la onerosa tarea que lo había poseído.
Estalló otro relámpago atravesando el cielo oscuro, y abrió los ojos. Durante unos segundos, el rayo iluminó las fechas centenarias de las lápidas de la familia Devenport impertérritas bajo el aguacero. Matthew parpadeó ante la repentina claridad, luego se quedó paralizado cuando descubrió la figura inconfundible de un hombre. Un hombre que se deslizaba por la linde trasera del cementerio. Un hombre al que reconoció inmediatamente.
Maldita sea, ¿qué estaba haciendo Tom Willstone deslizándose a hurtadillas en mitad de la noche por una propiedad privada? ¿Lo habría visto el herrero del pueblo? ¿Habían sido los indiscretos ojos de Tom los que había sentido sobre él un momento antes? Tampoco es que fuera un delito cavar fosas en su propiedad, pero dada la naturaleza de su tarea, Matthew tenía pocas ganas de que lo vieran. La observación conducía a la especulación, y la especulación a interminables preguntas…, ninguna de las cuales querría ni podría contestar.
Otro rayo cruzó el cielo y vio cómo Tom desaparecía en medio de los olmos y arbustos que separaban su propiedad, Langston Manor, del camino que conducía al pueblo de Upper Fladersham. No sabía lo que estaba haciendo Tom allí ni lo que podría haber visto, pero tenía que enterarse. Tendría que ir al pueblo.
Se le puso un nudo en el estómago sólo de pensarlo. No había ido al pueblo desde hacía casi veinte años. No desde entonces…
Interrumpió bruscamente sus pensamientos, no pensaba dejarse llevar por aquellos dolorosos recuerdos. No tenía por qué ser él quien fuera al pueblo. Simplemente haría lo que llevaba haciendo dos décadas: enviaría a alguien en su lugar. Por suerte, Daniel estaba entre los invitados. Su mejor amigo haría el viaje por él.
Sus invitados… Daniel -el amigo en el que más confiaba-, y varios amigos más. Y un rebaño de jovencitas, en el que cada una parecía una réplica de las demás, un grupo de mujeres parlanchinas donde no se distinguían individualidades. Y luego estaban las damas de compañía, mamás con los ojos puestos en el matrimonio o tías con el mismo objetivo, que lo miraban con la misma codicia que unos buitres carroñeros observarían a un cadáver reciente. Si esas defensoras de la virtud conocieran la verdad sobre su vida y sus circunstancias, dudaba que estuvieran tan ansiosas por lanzar sus hijas a sus brazos.
Una risa carente de humor escapó de sus labios, ahogada por el ruido de la lluvia y los truenos. Pero de todas maneras no tenía importancia. Después de todo, había cosas que podían ser pasadas por alto si a cambio se obtenía el título de marquesa de Langston. Esbozó una mueca de disgusto pensando en las joyas de la sociedad que había invitado a su casa. Todas parecían… vulgares. Eran las típicas mujeres de su clase…, flores de invernadero que parloteaban durante horas sobre temas insustanciales como el clima y la moda. A pesar de que cada una de sus invitadas poseía las cualidades necesarias que él buscaba en una esposa, ninguna le había llamado la atención.
Bueno, salvo la que se había sentado en el extremo opuesto de la mesa del comedor. La hermana menor de lady Wingate, que estaba presente en la reunión por insistencia de su hermana. La chica a la que se le habían deslizado las gafas por la nariz. ¿Cuál era su nombre? Sacudió la cabeza, sintiéndose incapaz de recordarlo.
La única razón por la que se había fijado en ella era que la casualidad lo había llevado a mirar en su dirección después de que sirvieran la sopa. Ella se había inclinado sobre su plato, probablemente para disfrutar del aroma. Cuando se incorporó, las lentes de sus gafas estaban completamente empañadas por el vapor de la sopa. Una inesperada risita pugnó por escapársele de la garganta, una risa nacida de la empatía, ya que era lo mismo que le pasaba a él cuando tomaba el té y llevaba puestas las gafas. Imaginó el parpadeo tras las lentes opacas y no pudo evitar esbozar una sonrisa divertida. Segundos más tarde, con las lentes limpias, sus miradas se encontraron. Algo chispeó en los ojos de la chica, pero antes de que pudiera descifrarlo, apartó la mirada y otro invitado reclamó su atención.
Ah, sí, sus invitados, todos estarían dormidos, confortablemente acurrucados en sus camas. Unas camas calientes y secas. Afortunados diablos.
Parpadeó para aclarar la lluvia de los ojos, luego intentó olvidar la punzada de envidia que lo invadió y clavó de nuevo la pala en la tierra.
– Atención, por favor, prestad atención. Se abre la sesión.
La emoción atravesó a Sarah Moorehouse de la cabeza a los pies cuando dijo con suavidad las palabras que tanto había esperado pronunciar. Estaba de pie al lado de la chimenea de mármol del dormitorio de invitados que le había correspondido en la hacienda de lord Langston, el calor del fuego que ardía en la chimenea se filtraba por la fina bata de algodón y el camisón. Las sombras titilaban en la estancia, pareciendo aún más amenazadoras por los relámpagos, los truenos y la lluvia que golpeaba con fuerza las ventanas oscuras.
Era la noche perfecta para hablar de monstruos.
Y de asesinatos.
Lentamente se acercó a la cama, deslizando la mirada sobre las tres mujeres posadas sobre el enorme colchón como palomas en una rama, sus camisones eran de un blanco impoluto y resplandecían bajo las luces danzantes. Lady Emily Stapleford y lady Julianne Bradley la miraban con ojos agrandados y expectantes, rodeándose las rodillas con los brazos. Sarah había tenido sus reservas sobre si las jóvenes conseguirían llevar a cabo el plan de escaparse de sus acompañantes para acudir a esa reunión clandestina, pero habían llegado exactamente a la una de la madrugada. La hora perfecta para proceder.
Sarah intercambió una larga mirada con su hermana mayor, Carolyn. Gracias a su matrimonio, diez años antes, Carolyn había ascendido de posición social, de hija de un simple médico a vizcondesa de Wingate. Pero debido a la muerte de su amado marido, tres años atrás, se había convertido en una afligida viuda con el alma tan destrozada que Sarah se había llegado a preguntar si su hermana se recuperaría alguna vez. El brillo en los ojos azules de Carolyn compensaba cualquier escándalo que sus actividades nocturnas pudieran causar, y Sarah se sentía profundamente agradecida de que a pesar de su pérdida, Carolyn estuviera haciendo un enorme esfuerzo por volver a la vida social.
Tras acomodarse sobre la cama de tal manera que las cuatro mujeres formaron un pequeño círculo, Sarah se ajustó las gafas sobre la nariz, levantó la barbilla y dijo en un tono serio y adecuado para la ocasión:
– Empezaré haciéndoos una pregunta que, dada la naturaleza de nuestro debate, seguramente se nos ha ocurrido a todas: ¿creéis que el doctor Frankenstein es sólo una invención de la imaginación de Mary Shelley o pensáis que es posible que realmente fuera un científico loco que se dedicara a exhumar tumbas y robar restos humanos para crear un monstruo?
Emily, la más atrevida de las compañeras de Sarah, susurró:
– ¿Fue un científico loco? Quizá todavía existe y continúa con su labor. Es posible que Mary Shelley lo conociera y trabajara para él antes de mantener ese escandaloso romance con Percy, ese hombre casado.
Sarah miró a la hermosa lady Emily con la que había entablado amistad hacía cinco años por medio de su hermana. Había congeniado inmediatamente con la inquieta Emily, cuyos ojos verdes solían brillar con travesura y cuya vivaz imaginación sólo era equiparable a la de la propia Sarah. Con veintiún años, Emily era la mayor de los seis hijos de lord y lady Fenstraw. Por culpa del reciente revés en la fortuna familiar debido a la desafortunada inclinación de su padre por las malas inversiones y las caras amantes, Emily no tenía más remedio que casarse pronto y bien.
Desafortunadamente, sus observaciones de la sociedad habían demostrado a Sarah que el padre de Emily no era el único caballero de su clase cuyas derrochadoras tendencias y falta de perspicacia económica habían tenido tales desgraciadas consecuencias financieras en su familia. Y lo peor era que incluso una chica tan bella como Emily acababa siendo menos atractiva por la falta de dote. Por no hablar de alguien como ella misma -una chica absolutamente carente de fortuna y con la avanzada edad de veintiséis años- para la que la soltería era un hecho inevitable. Lo que por otra parte le convenía, ya que gracias a sus observaciones había llegado a la conclusión de que los hombres sólo daban problemas.
Aclarándose la voz, Sarah dijo:
– El que nos preguntemos si los científicos locos como el doctor Frankenstein existen realmente, es una manera perfecta de empezar el debate sobre el libro de Shelley.
Julianne, la única hija de los condes de Gatesbourne, una de las más ricas familias de Inglaterra, se aclaró la garganta para añadir:
– Si mi madre sospechara que he leído ese libro, se desmayaría al instante.
Sarah se volvió hacia Julianne, observando su profundo sonrojo. Sarah sabía que algunas personas consideraban a la hermosa heredera rubia, fría y altiva; incluso ella misma lo había pensado cuando se conocieron años atrás. Pero rápidamente se había dado cuenta de que más que altiva, Julianne era dolorosamente tímida. Se sometía con docilidad a su arrogante madre, pero Sarah sospechaba que bajo esa apariencia tan perfectamente equilibrada, Julianne ocultaba un espíritu aventurero que anhelaba algo más que un simple paseo por Hyde Park bajo la estricta vigilancia de su dama de compañía, y Sarah estaba determinada a conseguir que su amiga extendiera las alas para volar.
Sarah apenas fue capaz de refrenar su naturaleza franca para no decirle lo bien que podría venirle a su severa madre una buena dosis de sales. Pero simplemente añadió:
– Somos la Sociedad Literaria de Damas Londinenses, un título que implica que leemos y discutimos las obras de Shakespeare, aunque en realidad leemos lo que queremos; con eso debería bastar. Ya que El moderno Prometeo -o Frankenstein, si lo preferís- es, a pesar de los escándalos que lo rodean, considerado una obra literaria, nadie puede acusarnos de mentir. -Curvó los labios hacia arriba-. Esos escándalos son precisamente la razón por la que lo escogí como primer libro a debatir.
– Tengo que admitir que esto es lo más divertido que he hecho en mucho tiempo -dijo Carolyn con un entusiasmo que contrastaba con su calmada manera de ser.
La actitud de su hermana hizo que Sarah albergara esperanzas de que Carolyn estuviera cerca de abandonar la concha de reserva tras la que se ocultaba. Esa pequeña rebeldía de leer un libro escandaloso escrito por una mujer que se había relacionado con un hombre casado y tenido un par de niños con él antes de casarse, indicaba que Julianne había dado los primeros pasos para escapar del agobiante control de su madre, y resultaba justo lo que necesitaba Emily para olvidar los problemas financieros de su familia.
– Es una aventura divertida -dijo Sarah mostrando su aprobación-. Creo que todas estaremos de acuerdo en que Mary Shelley posee una imaginación vivida y formidable.
– Puedo entender por qué al principio se creyó que el libro estaba escrito por un hombre -añadió Emily-. ¿Quién podría sospechar que una mujer pudiera concebir semejante historia?
– Ésa es sólo una de las muchas injusticias de la sociedad actual -dijo Sarah, refiriéndose a un tema que la afectaba profundamente-. Las mujeres están infravaloradas. A mi parecer ése es un grave error.
– Puede que sea un error -añadió Carolyn-, pero así es como son las cosas.
Emily asintió con la cabeza.
– Y son los hombres quienes más desprecian a las mujeres.
– Precisamente -dijo Sarah, ajustándose las gafas-. Y prueba una de mis teorías favoritas: no hay nada más molesto en la tierra que un hombre.
– ¿Hablas de algún hombre en particular? -preguntó Carolyn con la voz cargada de diversión-. ¿O hablas en general?
– En general. Sabes cuánto me gusta observar la naturaleza humana, y basándome en mis detalladas observaciones, he llegado a la conclusión de que a la inmensa mayoría de los hombres se les puede definir con una sola palabra.
– ¿Una palabra que no sea «fastidioso»? -preguntó Julianne.
– Sí. -Sarah arqueó las cejas e hizo una pausa, como si fuera una profesora esperando las respuestas de sus alumnas. Como nadie se aventuró, las apremió-: ¿Los hombres son…?
– ¿Enigmáticos? -dijo Carolyn.
– Eh… ¿viriles? -propuso Emily.
– Hummm… ¿peludos? -añadió Julianne.
– Memos -indicó Sarah con un brusco asentimiento de cabeza haciendo que las gafas se le volvieran a resbalar por la nariz-. Casi sin excepción. Sean jóvenes o viejos creen que las mujeres no son más que estúpidos adornos que se pueden ignorar o simplemente utilizar para tolerarlas después. Algo a lo que dar una palmadita en la cabeza y luego dejar tirado en cualquier esquina para continuar bebiendo su brandy o coqueteando.
– No sabía que tuvieras tanta experiencia con caballeros -dijo Carolyn con suavidad.
– Una puede sacar sus propias conclusiones de la mera observación. No me hace falta jugar con fuego para saber que acabaré quemándome. -El rubor inundó las mejillas de Sarah. Era cierto que tenía muy poca experiencia con los hombres, y que las miradas masculinas siempre parecían pasarla por alto para recaer en alguna mujer más atractiva. Al ser de naturaleza pragmática y muy consciente de las limitaciones de su apariencia, hacía tiempo que había dejado de lamentarse por ese hecho. Ser invisible para los hombres le había permitido observar su comportamiento durante largas horas mientras estaba sentada en las esquinas de las numerosas veladas a las que había asistido recientemente con Carolyn, todo para intentar alentar a su hermana a que abandonara el luto. Y basándose en esas observaciones, Sarah sentía que su opinión estaba justificada con creces.
Eran memos.
– Si tu teoría es cierta -dijo Carolyn- entonces está claro que los caballeros creen que las mujeres son también buenas para coquetear con ellas. -Aparecieron una arruguitas alrededor de sus ojos, pero Sarah percibió la profunda tristeza que invadía la mirada de su hermana-. ¿O acaso se limitan a coquetear con las plantas?
La culpa dejó a Sarah sin palabras, y jugueteó con el lazo que aseguraba su larga trenza, de la cual se escapaba un buen puñado de rizos indomables. El marido de Carolyn, Edward, había sido un hombre modelo: devoto, amoroso y fiel. No había sido en absoluto un memo. Pero Carolyn estaba acostumbrada -más que cualquier otra persona- a su franqueza.
– Sólo coquetean con las plantas después de beber demasiado brandy. Lo cual ocurre con demasiada frecuencia. Pero ahora estoy hablando de los memos del libro que hemos seleccionado y, por lo que a mí respecta, Victor Frankenstein era rematadamente memo.
– Estoy totalmente de acuerdo -dijo Julianne asintiendo enfáticamente y olvidando su usual reserva como a menudo sucedía cuando las cuatro se reunían-. Todo lo malo que ocurre en la historia, los asesinatos y las trágicas muertes, fueron por su culpa.
– Pero Victor no mató a nadie -argumentó Emily, inclinándose hacia delante-. El responsable fue el monstruo.
– Sí, pero fue Victor quien lo creó -señaló Carolyn.
– Y después lo rechazó. -Sarah cerró los puños, acordándose de la aversión que sentía por el científico y la profunda simpatía que sentía por la grotesca criatura que había creado-. Victor descartó a ese pobre diablo como si fuera basura, huyendo de él, dejándolo solo. Sin conocimientos de la vida, sin mostrarle cómo sobrevivir. Lo había creado él, pero no le mostró ni un ápice de decencia. Y sólo porque era un monstruo. Ciertamente no era culpa del monstruo ser así. No todo el mundo es hermoso. -Encogió los hombros con filosofía mientras sospechaba que la empatía que sentía por el monstruo era quizás el reflejo de su propia lucha personal.
– El monstruo era algo más que feo -puntualizó Julianne-. Era enorme y horrendo. Totalmente aterrador.
– Incluso así, aunque nadie hubiera encontrado la manera de tratarle con decencia, sin duda alguna Victor, su creador, debería haberle mostrado un poco de bondad -insistió Sarah-. El monstruo no se volvió ruín y cruel hasta después de darse cuenta de que nunca sería aceptado. Por nadie. Qué diferente hubiera sido su vida si sólo una persona hubiera sido amable con él.
– Estoy de acuerdo -dijo Carolyn-. Fue una figura trágica. Si Victor lo hubiera tratado con decencia, creo que otros hubieran seguido su ejemplo.
– Pero de todas maneras, Victor sufrió por sus pecados -dijo Julianne-. El monstruo mató a su hermano, a su mejor amigo y a su esposa. Llegué a sentir simpatía por ambos, por Frankenstein y por el monstruo.
Sarah frunció los labios.
– Debo admitir que mi curiosidad ha sido avivada por las ambiguas referencias a visitar osarios y cavar en los cementerios en busca de restos humanos. Shelley no nos ha dado muchos detalles de cómo se creó realmente a la criatura y de cómo ésta cobró vida. Eso me hace preguntarme si tal cosa es posible en realidad. -Desvió la mirada hacia la ventana donde repicaba la lluvia y relampagueaban los rayos-. ¿Os dais cuenta de que el monstruo fue creado durante una noche de tormenta como ésta?
– Ni siquiera lo menciones -dijo Julianne con un perceptible estremecimiento-. No olvides que la verdadera obsesión de Victor fue la búsqueda de conocimientos que a la larga fue su perdición.
– No hay nada erróneo en la búsqueda de conocimientos -protestó Sarah.
– Sospecho que Victor Frankenstein y su monstruo estarían en desacuerdo contigo -dijo Carolyn.
– Personalmente, opino que el error de Victor fue crear a una criatura tan repulsiva -dijo Emily-. Sin duda alguna podía darse cuenta de lo horrenda que era la criatura antes de darle vida. Puede que no sea científica, pero si tuviera que crear a un hombre, sería el hombre perfecto. No uno al que no se le pudiera ni mirar. Y definitivamente, no crearía a uno que fuera capaz de asesinar.
– El hombre perfecto… -susurró Julianne, golpeándose ligeramente la barbilla con un dedo-. ¿Crees que puede existir?
Sarah desvió la mirada hacia Carolyn. Vio la sombra de tristeza que empañaba los ojos de su hermana, y casi pudo leer sus pensamientos: «Existía. Estuve casada con él.»
Emily suspiró.
– Me gustaría pensar que sí, pero no creo haberlo conocido.
– Ni yo -dijo Sarah-. Y en los últimos meses he tenido la oportunidad de observar lo mejor que la sociedad tiene para ofrecer. No vi un solo hombre al que se pudiera calificar de perfecto.
– Ni siquiera uno que se acerque a la perfección -convino Julianne con un suspiro.
– Bueno, lo encuentro inaceptable -dijo Sarah incorporándose-. Por consiguiente, en honor al espíritu que rezuma la lectura de El moderno Prometeo, propongo que hagamos lo que no hizo Victor Frankenstein. -Se inclinó hacia delante e hizo una pausa mientras sentía cómo la excitación la embargaba, el silencio fue roto por el retumbar de un trueno y el violento golpeteo do la lluvia contra los cristales. Un relámpago iluminó las tres inquisitivas miradas fijas en ella-. Declaro -susurró Sarah- que crearemos al «Hombre Perfecto».