Capítulo 11

Matthew caminaba por un oscuro camino del jardín con todos los sentidos alerta. Además del cuchillo que normalmente ocultaba en la bota derecha, había deslizado otro en la izquierda y, para más seguridad, había llevado a Danforth. Si alguien lo estaba observando, esperando que encontrara lo que estaba buscando, tendría que pasar por un infierno para conseguir quitárselo, eso si lograba encontrarlo. Si el asesino de Tom Willstone estaba acechando, no iba a permitir que lo pillara desprevenido.

Se encaminó a la esquina noroeste del jardín, un área en la que no le gustaba trabajar. Si hubiera sabido algo sobre jardinería un año antes, cuando empezó esa búsqueda, habría cavado en esa zona durante los meses de invierno, cuando las rosas no estaban en flor. Pero no lo había sabido en su momento, y ahora la zona noroeste era la única sección que le quedaba por cavar. Así que se dirigió a la rosaleda.

Y no eran sólo unas cuantas rosas. No, había centenares de ellas. Todas preciosas y fragantes. Todas preparadas para hacerle estornudar.

Como si con sólo pensarlo, hubiera accionado el aroma de las flores, notó un cosquilleo en la nariz. Un estornudo lo acometió de repente, de forma tan violenta que no tuvo tiempo de contenerlo. Lo siguieron dos más en rápida sucesión antes de que pudiese amortiguar el ruido poniéndose el pañuelo sobre la nariz.

Maldición. Era obvio que se estaba acercando a su destino. Y ésa era la llegada sigilosa que pretendía. Por supuesto, se habría dado cuenta de que se estaba acercando si su cerebro no estuviese tan obnubilado…, algo que sí era culpa suya.

Mascullando un juramento, dejó de lado todos los pensamientos que concernían a esa atrayente mujer y se puso una máscara improvisada en la parte inferior de la cara atándose las puntas del pañuelo en la parte de atrás de la cabeza y apretando la tela blanca sobre la nariz. Como en otras ocasiones, le fue de ayuda en cuanto a los estornudos, pero no para los ojos que sentía llenos de arena y le picaban más a medida que se acercaba a la rosaleda.

Exhalando un suspiro de resignación, se abrió paso por la senda que llevaba a la rosaleda. Cuando alcanzó el extremo más alejado, se detuvo mirando a su alrededor y escuchando. Aunque nada parecía fuera de lugar, nuevamente se sentía observado. Miró a Danforth, notando la postura alerta del perro. ¿Estaría percibiendo algo?

Matthew esperó casi un minuto, pero como Danforth no soltó ni un solo gruñido decidió que era el momento de ponerse a trabajar. Confiaba en los sentidos de Danforth para detectar la presencia de intrusos. Si hubiera traído consigo al animal la noche que había visto a Tom Willstone, quizás el hombre aún estaría vivo.

Con la paciencia que había desarrollado durante el año anterior, Matthew comenzó a cavar una zanja a lo largo de la base de los rosales, esperando tener suerte. Mientras clavaba la pala en la tierra, dejó vagar sus pensamientos… hacia lo único en lo que no quería pensar. Ella. Y no se trataba de meros pensamientos. No, su mente se recreó con la imagen de unas curvas sensuales que no contribuían a que se concentrara. Dejando de cavar, se apoyó en el mango de madera de la pala y cerró los ojos para inmediatamente imaginarla en el baño. Toda su piel mojada y satinada en una bañera llena de agua humeante, mirándole con esos hermosos ojos antes de levantarse muy lentamente del agua, como el cuadro de Botticelli al que tanto se parecía. La sensación de esa piel, de ese pelo, de su sexo resbaladizo e hinchado, el olor de su esencia a flores, los eróticos sonidos que había emitido, todo eso estaba en su mente. Había ido al dormitorio de Sarah con intención de quedarse sólo un momento para ver cómo reaccionaba ella al percatarse de que él tenía intención de pagarle con la misma moneda. Y luego pensaba irse.

¿Por qué no lo había hecho? Abrió los ojos y sacudió la cabeza. Por Dios, no lo sabía. Todo lo que sabía era que ella le había dirigido una mirada y había quedado cautivado. Totalmente seducido. Y había sido incapaz de marcharse.

Habían sido esos malditos ojos. Tan grandes, líquidos y suaves. Como unos estanques de oro fundido en los que un hombre podía ahogarse con facilidad. Y cada vez que lo miraba, era exactamente así como se sentía…, como un hombre ahogado. Pero no eran sólo sus ojos lo que le perdían. Era todo… toda ella.

Nunca le había afectado tanto ni tan rápido una mujer. Intentó recordar a alguna otra que le hubiera fascinado como lo hacía ésta, llenando cada recoveco de su mente, haciendo que agonizara por tocarla y minara su control por completo, y fracasó. Lo cual, dadas las circunstancias, no anunciaba nada bueno.

Un angustiado gemido vibró en su garganta. ¿Cómo había ocurrido eso? ¿Cómo era posible que esa mujer -que no era el tipo de mujer que siempre le había atraído en el pasado- fuese la única mujer que le afectara de esa manera tan profunda?

Un maldito absurdo, eso es lo que era. Y también una maldita molestia. Un condenado infierno.

Bueno, esa inexplicable atracción que sentía por ella tenía que deberse a que era totalmente diferente a todas las mujeres que le habían atraído. Lo que quería decir… que la atracción o como quisiera que se llamara esa sensación, no era más que una extraña aberración que esperaba que se desvaneciera pronto.

Se animó un poco al pensar en eso. Sí, sin duda alguna desaparecería pronto. Era sólo el resultado de demasiadas noches sin dormir. De demasiadas preocupaciones. De pasear de arriba abajo delante de la chimenea. De cavar demasiado.

Y también tenía que tener en cuenta que llevaba demasiado tiempo sin una mujer. No cabía la menor duda de que cualquier mujer que se hubiera levantado de una bañera de agua humeante y hubiera permanecido delante de él, mojada y desnuda, habría despertado su ardor.

La vocecilla interior comenzó a reírse a carcajadas llamándolo idiota. «Te has alejado de otras mujeres antes», le recordó. «Pero no podrías haberte alejado de Sarah a menos que te estuvieran apuntando a la cabeza con una pistola.» La molesta voz le hizo fruncir el ceño y pensó en mandarla al infierno.

Maldita sea, tales pensamientos no le ayudaban en nada. Con un resoplido de frustración, Matthew apoyó la bota en el borde de la pala para seguir cavando. Acababa de dar la primera palada cuando Danforth, que estaba sentado en silencio, se incorporó de repente. El perro levantó el hocico, comenzó a mover nerviosamente las fosas nasales, y tensó todo el cuerpo como si se dispusiera a entrar en acción. De su garganta emergió un gruñido sordo y al instante siguiente echó a correr por el camino.

Sin pérdida de tiempo, Matthew sacó el cuchillo de la bota derecha, y con el arma en una mano y la pala en otra, corrió tras Danforth.

Cuando se acercó al final de la rosaleda, escuchó un susurro en la maleza seguido por el sonido de un movimiento de hojas. Segundos después, Matthew dobló un recodo del camino y se detuvo. Y se quedó mirando fijamente. Allí estaba Danforth, que, en lugar de arrinconar y mantener a raya cualquier amenaza potencial, movía el rabo y le colgaba la lengua en una muestra de felicidad canina mientras contemplaba a Sarah con adoración, sentado felizmente sobre sus pies. Sarah estaba apoyada contra el grueso tronco de un olmo. Palmeaba la cabeza a Danforth con una mano y con la otra agarraba firmemente un atizador, intentando acallar frenéticamente cualquier tipo de sonido del perro.

Danforth, que había percibido su presencia con claridad, giró la cabeza hacia su dueño. Parecía sonreír ampliamente. Matthew casi podía oír cómo el animal decía: «¡Mira lo que encontré! ¡Es estupendo!»

Hummm. Ese nuevo truco de Danforth de encontrar a Sarah en lugares donde ella no esperaba ser encontrada… lo había aprendido de él claramente. Y le era de lo más útil.

Ella levantó la mirada y clavó la vista en él por encima de Danforth con una expresión tan perpleja que Matthew no dudaba que era igual a la suya. Sin duda debería sentirse molesto por encontrarla allí. Espiándole. Sí, el frenético latir de su corazón era resultado de eso…, del fastidio. Puede que pareciera anticipación, pero no lo era. ¿Y la oleada de calor que lo había atravesado? Podía parecer deseo, pero no era más que pura irritación. Y por supuesto no la estaba imaginando desnuda. Y mojada. Y derritiéndose entre sus brazos.

Levantando una mano, se ajustó las gafas y frunció el ceño.

– ¿Lord Langston? ¿Es usted?

Por Dios, esa mujer estaba como una cabra.

– Por supuesto que soy yo. ¿Qué estás haciendo aquí?

En vez de contestar a su pregunta, ella le lanzó otra.

– ¿Por qué te tapas la cara?

«¿La cara?» Levantó una mano y se tocó el olvidado pañuelo. Con un gesto impaciente tiró con brusquedad de la tela y la miró desafiante.

– Ya no me la tapo. ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó de nuevo.

Ella alzó la barbilla.

– ¿Qué estás haciendo tú?

Sin apartar la mirada de ella, se acercó. Cuando estuvo directamente delante de Sarah, le silbó a Danforth, que inmediatamente se levantó y se colocó a su lado.

– Estoy trabajando en el jardín -le contestó con una voz perfectamente calmada.

Ella arqueó las cejas y señaló con un ademán de cabeza el cuchillo que él agarraba firmemente en una mano.

– ¿De verdad? ¿Qué tipo de cuidado suministras con ese cuchillo? ¿Sueles acuchillar a las flores nocturnas?

– ¿Qué estás haciendo con ese atizador? ¿Buscando leña?

– Lo traje como medida de protección. Por si te has olvidado un hombre fue asesinado no muy lejos de aquí.

Un escalofrío de temor, añadido a la cólera que sentía por que ella se hubiera atrevido a salir sola, lo atravesó.

– Claro que lo recuerdo, lo que hace que te vuelva a hacer la misma pregunta: ¿qué estás haciendo aquí?

– Dando un paseo, me gusta el aire de la noche.

Él dio otro paso hacia ella. Sarah agrandó los ojos pero no se apartó.

– ¿Después de bañarte?

– Sí. Aunque parezca mentira, el baño no me incapacita para caminar.

– Podías disfrutar del aire de la noche sin abandonar la comodidad de tu dormitorio -le dijo con su voz más sedosa-. Sólo bastaba con abrir las ventanas y recorrer la habitación de un extremo a otro, sin arriesgarte a toparte con un asesino. O eres muy valiente o muy boba.

– Te aseguro que no soy tonta. He traído el atizador, y estaba dispuesta a usarlo -le lanzó una mirada airada-, y todavía lo estoy, si es necesario. También sabía que si tú y Danforth andabais por aquí, no estaría en peligro.

– ¿Cómo sabías que Danforth y yo estábamos por aquí?

– Os vi desde la ventana. Ahora te toca a ti contestar a la pregunta que has ignorado. ¿Qué estabas haciendo con ese cuchillo?

– Lo llevo para protegerme de los intrusos.

– Tenía la impresión de que era una invitada, no una intrusa.

– Todos mis invitados están durmiendo a estas horas.

– Y te opones a que anden por el jardín.

– Exacto.

– Entonces deberías escribir un manual de instrucciones para dárselo a tus invitados, no sabía que tenía que estar en cama a una hora determinada.

– Lo del manual de instrucciones es una idea excelente. Incluiré un capítulo en el que se indique expresamente que los invitados no deberán espiar al anfitrión.

– En ese caso, te sugeriría que agregaras también un capítulo en el que se deje bien claro que el anfitrión no debe mentir a los invitados.

– ¿Estás admitiendo que me espiabas?

Ella vaciló, luego movió la cabeza asintiendo con tanta fuerza que las gafas se deslizaron hacia abajo.

– Sí.

– ¿Por qué?

– Para averiguar por qué me habías mentido.

– ¿Y en qué piensas exactamente que te he mentido?

– En la razón de que visites de noche el jardín. -Alzó la barbilla todavía más-. Sea lo que fuere por lo que estés aquí, no tiene nada que ver con las plantas de floración nocturna ni con cualquier otra cosa de jardinería.

– ¿En qué basas tal acusación?

– Dígame, milord, ¿es en esta zona del jardín donde están plantadas las tortlingers?

Matthew vaciló un instante, maldiciéndose interiormente por no haber preguntado a Paul.

– No.

– ¿Y las straff wort?

– Tampoco. Como tú misma puedes ver, en esta zona del jardín sólo hay una rosaleda.

Ja. Vale. Incluso él sabía lo suficiente sobre rosas para engañar a una autoproclamada experta en jardines.

– Entonces, ¿las tortlingers y las straff wort están en otra zona del jardín?

– Obviamente.

– ¿Estarías dispuesto a enseñármelas?

– Por supuesto. Pero no ahora.

– ¿Por qué no?

– Porque ahora mismo pienso escoltarte hasta la casa y luego volveré a dedicarme a mis asuntos, sean los que sean.

– No harás eso, porque no pienso irme. Lo que vas a hacer es decirme exactamente qué estabas haciendo aquí fuera. Sin mentiras.

– No me gusta que me llamen mentiroso, Sarah.

– Entonces te sugiero que dejes de mentir. -Ella hizo una dilatada pausa, luego añadió-: No existen ni las tortlingers, ni las straff wort.

– ¿Perdón?

Ella repitió sus palabras, con lentitud, como si él fuera corto de mollera.

Matthew se quedó paralizado, luego sin ningún tipo de explicación tuvo el deseo de echarse a reír. No de ella, sino de sí mismo. Maldición. Ella le había dado cuerda y él se había ahorcado como un tonto. No estaba seguro de si debía sentirse molesto, divertido o impresionado.

– Ya veo -dijo él, incapaz de ocultar su admiración.

– Entonces seguro que ahora puedes ilustrarme con una extensa explicación de tus visitas nocturnas al jardín.

– La verdad es que no. Lo que hago en mi propiedad no es asunto tuyo. El hecho de que nos hayamos visto desnudos no quiere decir que esté obligado a darte explicaciones.

– Es asunto mío si pienso que hace varias noches estuviste cavando una tumba para el señor Willstone.

– ¿Es eso lo que crees, Sarah? ¿Qué maté a Tom Willstone? -Antes de que ella pudiera contestarle, él se acercó un paso más a ella-. Porque si yo le maté, sin duda alguna te darás cuenta de que no hay ninguna razón por la que no te mate a ti. -Se acercó un paso más. Ahora estaban separados por menos de cincuenta centímetros-. Aquí y ahora.

Se miraron fijamente a los ojos y durante ese momento Sarah sintió como si le estuviera mirando directamente al alma.

– No creo que tú le mataras -dijo suavemente.

– ¿De veras? Como has dicho antes, me viste con una pala y no hay ninguna excusa para las mentiras que te he dicho sobre mis visitas nocturnas al jardín. ¿Por qué crees que no lo maté?

Ella lo estudió de nuevo durante largos segundos antes de contestar. Y él apretó los dientes para no dejarse arrastrar por aquella mirada profunda.

Al final, ella dijo:

– Porque estoy escuchando a mi corazón. Y mi corazón me dice que eres un hombre de honor. Que no lo has hecho, que no hubieras podido matar a nadie. Que un hombre que aún se siente culpable por la muerte de sus hermanos, que todavía lamenta su pérdida después de tantos años, es incapaz de arrebatar la vida de nadie.

Sus palabras parecieron quemarle. No había duda de lo que había querido decir, y maldita fuera, esa fe incondicional en él le daba una lección de humildad. Lo hacía sentir vulnerable y confundido. Lo habría esperado de Daniel, su mejor amigo, pero no de una mujer que apenas lo conocía. Ni siquiera su padre había creído que fuera un hombre de honor.

Pero ella sí.

Tuvo que tragar saliva para poder hablar, y luego sólo fue capaz de decir:

– Gracias.

– De nada. -Como lo tenía al alcance, le puso la mano sobre el brazo-. Dime qué estás haciendo aquí, por favor.

La duda de si confiaría en ella o no, no duró mucho tiempo, la preocupación que vio en sus ojos, el calor de su mano y el constante cansancio que sentía al mantener sus actividades en secreto tomaron la decisión por él. Si se lo contaba, dada su experiencia con las plantas, podría pedirle ayuda, lo que era exactamente lo que había querido hacer desde el principio.

Después de meterse el cuchillo en la bota y clavar la punta de la pala en la tierra blanda, Matthew inspiró profundamente y comenzó:

– Los años anteriores a la muerte de mi padre, sólo lo vi ocasionalmente, y cada uno de esos encuentros fue tenso e incómodo. Mi padre siempre se aseguró de que fuera completamente consciente de su desaprobación…, de que no era digno del título. Y de que era culpa mía que James, que sí había sido digno y más hombre de lo que yo sería nunca, estuviera muerto.

El simple hecho de repetir las insultantes palabras le producía dolor, el mismo dolor que había sentido cada vez que su padre se las había tirado a la cara.

– Hace tres años, tras una tensa reunión, después de discutir e insultarnos con más escarnio de lo que solíamos hacer, rompimos todo contacto entre nosotros. No lo volví a ver hasta que me reclamó en su lecho de muerte.

Matthew cerró los ojos, la imagen de su padre moribundo, roto por el dolor, permanecía en su mente. El disparo de un salteador de caminos lo había herido de muerte, pero no había muerto de manera rápida y compasiva. Le había llevado más de un día morir, retorciéndose de dolor.

Abrió los ojos, y fijó la mirada en la tierra antes de continuar.

– Cuando llegué a Langston Manor desde Londres, me enteré de que mi padre había dejado la hacienda cargada de deudas. Mi padre siempre fue un jugador, pero al parecer llevaba varios años de mala racha. Había perdido todo el capital y les debía enormes sumas de dinero a los sirvientes y a los comerciantes y tenderos de la zona. Incluso a su propio administrador.

Inspiró profundamente, y entonces, sin levantar la mirada del suelo, añadió en un susurro:

– Cuando llegué junto a mi padre, estaba agonizando. Estaba muy débil y le costaba trabajo respirar. Sin apenas poder hablar me dijo que tenía un importante secreto que contarme, pero que antes de compartir esa información, me exigía que le prometiera una cosa. No sé si fue por culpabilidad, por orgullo o por la necesidad de demostrarle que era honorable, o quizá fue una combinación de las tres cosas, pero le prometí que haría cualquier cosa que me pidiera. -Levantó la vista y añadió-; Me arrancó la promesa de que me casaría en el plazo de un año y que intentaría tener un heredero. Es una promesa que mi honor exige cumplir.

Ella asintió lentamente.

– Por supuesto. -De pronto cayó en la cuenta-. El año está a punto de cumplirse.

– Sí. En veintiocho días.

– Entonces los rumores que dicen que estás buscando esposa son ciertos.

– Lo son.

Matthew casi podía ver los pensamientos que se agolpaban en la cabeza de Sarah.

– Por eso invitaste a mi hermana, a lady Emily y a lady Julianne a tu casa. Para elegir a la que debería ser tu esposa.

– Sí.

Ella frunció el ceño.

– Pero ¿por qué no buscas más? Ni siquiera has ido a Londres… Ha habido infinidad de veladas los meses pasados a las que han asistido docenas de señoritas casaderas.

– No he querido abandonar la hacienda. No he querido quitarle tiempo a mi búsqueda.

– ¿Tu búsqueda?

– Es el gran secreto de mi padre.

Matthew casi podía sentir cómo la débil mano de su padre lo agarraba, intentando transmitirle con los ojos todo lo que quería decirle mientras los estertores finales sacudían sus pulmones y su terror aumentaba al saber que no le quedaba tiempo.

– Con su último aliento me contó que la noche antes de que le dispararan había ganado una enorme suma de dinero jugando…, dinero suficiente para saldar las deudas y poner en orden de nuevo la hacienda. Escondió el dinero aquí, en Langston Manor.

La comprensión agrandó los ojos de Sarah.

– En el jardín.

– Sí. Pero sus palabras fueron tan débiles y entrecortadas que me resultó imposible entenderlas perfectamente. Murió con la palabra en la boca. Luego escribí lo que me dijo lo mejor que pude recordar, y estoy buscando desde entonces, tratando de encontrar dónde está ese dinero para así poder saldar las deudas que heredé a su muerte.

Sarah asintió lentamente, luego se apartó del árbol y se encaminó hacia él. Él dio dos pasos para acercarse a su vez, observando cómo ella asimilaba con claridad todo lo que él le había dicho.

– Creo que ya lo entiendo -dijo ella, mientras continuaba caminando-. Como tienes tan poco tiempo antes de que expire el plazo, no querías abandonar la hacienda y con ello la búsqueda del dinero. Pero incluso aunque lo encuentres, para honrar la promesa hecha a tu padre, tienes que encontrar una novia. Y como estás cargado de deudas y es posible que jamás encuentres la fortuna de la que te habló, es necesario que tu prometida sea una heredera. Razón por la cual invitaste a tres ricas herederas a tu casa, con la idea de escoger a una de ellas mientras buscabas el dinero. -Se detuvo y le buscó con la mirada-. ¿Me equivoco?

– No creo que yo lo hubiera podido expresar mejor.

Ella se ajustó las gafas de nuevo y entonces hizo una pregunta en un suave tono de desaprobación.

– ¿Te vas a casar sólo por dinero?

Él se mesó el pelo.

– Por desgracia no tengo otra opción. No puedo dejar que la hacienda se arruine del todo. Hay muchas personas que dependen de mí. Dependen de mí para su sustento. No puedo ignorar la herencia Langston y esta casa lleva generaciones en mi familia. La carga de esas responsabilidades pesa sobre mis hombros, y me tomo mis obligaciones muy en serio.

Matthew miró a Danforth, que seguía a su lado y luego la miró a ella.

– Estoy seguro de que eres consciente de que muchos matrimonios de la nobleza se basan en las ventajas de combinar título y fortuna en vez de asuntos del corazón.

– Sí. De hecho, Julianne me ha dicho muchas veces que sabe perfectamente que quien se case con ella lo hará por dinero. Y me has contado todo esto, no porque creas que voy a informar a nadie de tus excursiones nocturnas cargado con una pala, sino porque crees que mi conocimiento sobre jardinería puede ayudarte a encontrar alguna pista en las últimas palabras de tu padre. ¿Correcto?

Él asintió.

– De nuevo te has explicado a la perfección. ¿Estarías dispuesta a ayudarme?

En lugar de contestar, le preguntó:

– ¿Le has pedido al encargado de tus jardines, Paul, que te ayude?

– No directamente. Le he hecho preguntas generales y he mostrado interés por la jardinería, pero aparte de eso, no le he pedido a nadie que me ayude. No quería que se corriera la voz. Si se lo hubiera confiado a Paul, éste podría habérselo dicho sin querer a algún aldeano o a los sirvientes, y ya sabes lo que pasaría, todos los que viven en diez kilómetros a la redonda se pondrían a excavar en mi jardín.

– ¿Cómo sabes que yo no lo haré? ¿Cómo sabes que guardaré tu secreto o que no trataré de encontrar yo misma el dinero para quedármelo?

El deseo de tocarla se hizo demasiado fuerte para poder ignorarlo. Extendiendo la mano, le rozó suavemente la mejilla con la yema de los dedos.

– Mi corazón me dice que no serías capaz.

Ella lo miró fijamente durante varios segundos, luego algo que parecía dolor -o quizá decepción- brilló en sus ojos. Luego dio un paso atrás y la mano de Matthew cayó al costado. Ella reanudó el paseo.

– Por supuesto -murmuró ella-. Ahora lo entiendo todo. Por eso has sido tan… atento. Tan encantador. Ésa es la razón de que me besaras. De que me invitaras a tomar el té. De ir a mi dormitorio esta noche. Quieres que te ayude.

Matthew la sujetó del brazo y tiró de ella hasta que lo miró.

– No. -La palabra salió con más fuerza de lo que había querido.

– ¿No quieres mi ayuda?

– Sí que la quiero. Pero no es la razón de que haya tenido atenciones contigo.

De nuevo captó la punzada de dolor y decepción que brilló en esos ojos enormes, haciendo que le flaquearan las rodillas.

– Está bien, milord. Lo entiendo.

– Matthew. Y no. No, no lo entiendes -insistió él, su voz era tan afilada como un cuchillo. Ella no lo estaba entendiendo en absoluto, y él quería, necesitaba, que lo hiciera. Agarrándola del otro brazo, la acercó a su cuerpo-. Se suponía que ésa era la razón -admitió él, odiándose por el daño que veía reflejado en sus ojos-. Tenía que estar contigo, hablar contigo, porque quería información, quería aprovecharme de tus conocimientos sin decirte nada. Pero no funcionó así. Cada vez que hablaba contigo, olvidaba lo que suponía que estaba haciendo. Me olvidaba de todo. Excepto de ti. -Le rozó la suave piel de los brazos con los pulgares-. He tenido atenciones contigo porque no puedo apartarte de mi mente. Te besé la primera vez porque no pude evitarlo. Te invité a tomar el té porque deseaba tu compañía. Fui a tu dormitorio esta noche porque no pude mantenerme alejado. Te toqué por la misma razón por la que te toco ahora, porque no puedo mantener las manos apartadas de ti.

Sarah lo miró a los ojos, luego meneó la cabeza.

– Por favor, detente. No es necesario que digas esas cosas. Te ayudaré, o al menos lo intentaré.

– Maldita sea, aún no lo entiendes. -Apenas pudo resistir el deseo de sacudirla, y maldijo a cada una de las personas que a lo largo de la vida de Sarah la habían hecho sentirse inferior-. Es necesario que te diga esas cosas, porque son ciertas. Cada vez que estoy contigo, me ocurre algo. Eres tú… Me haces algo. Simplemente con que me mires. Simplemente estando en la misma habitación que yo. No lo puedo explicar, es algo que no me ha pasado nunca. Y para ser sincero, no estoy seguro de que me guste sentirme así.

Se miraron fijamente, y él sintió que algo crepitaba en el aire. Luego Sarah arqueó las cejas y, maldita sea, parecía muy divertida.

– Bueno, por lo menos has dejado de adularme. Aunque quizá deberías intentar no ser demasiado ofensivo. Después de todo, estás tratando con una mujer que lleva un atizador en la mano.

– ¿Ah? ¿Tienes intenciones de golpearme con él?

– Sí, si es necesario.

– ¿Y cuándo sería necesario? ¿Cuando yo hiciese algo… poco conveniente?

– Sí.

Cedió al deseo que lo había embargado desde el mismo momento en que la había visto bajo el árbol y acortó la distancia entre ellos con una zancada. Los senos de Sarah rozaron su tórax, y el contacto lo hizo arder. Inclinó la cabeza hasta que sólo un suspiro se interponía entre sus bocas.

– Entonces disponte a darme un buen golpe -le susurró contra los labios-, porque estoy a punto de hacer algo muy poco conveniente.

Загрузка...