Capítulo 2

Finalmente, Emily se aclaró la garganta.

– ¿Crear al hombre perfecto? ¿Te has vuelto loca? Si crees que voy a andar a escondidas en osarios y cementerios en busca de restos humanos…

– Santo cielo, Emily, tu imaginación está resultando ser casi tan grotesca como la de Mary Shelley -dijo Sarah-. Además, no estoy demasiado convencida de que sea científicamente posible reanimar a los muertos como hizo Frankenstein.

– Gracias a Dios -murmuró Julianne.

– Quería decir que deberíamos crear al hombre perfecto en sentido figurado, no literalmente. Decidir qué características debe poseer el «Hombre Perfecto». Hacer una lista de las cualidades físicas y rasgos de la personalidad.

– Ya veo -dijo Carolyn, ladeando la cabeza-. Pero ¿por qué detenernos ahí? Propongo que lo creemos de verdad. No como un monstruo, sino como… un muñeco de tamaño natural.

– ¡Oh, sí! -susurró Emily con excitación-. Uno que podamos sentar en una silla y que nos acompañe en la salita…

– Y ya puestos que nos oiga hablar sobre la moda sin quejarse -interrumpió Julianne con una risita tonta-. Durante muchas horas.

Atrapada por el entusiasmo que había suscitado el proyecto, y contenta por haber captado claramente el interés de Carolyn, Sarah se levantó y cruzó la estancia hasta el escritorio situado en la esquina más próxima a la chimenea. Después de sentarse, tomó papel y pluma para comenzar a hacer una lista.

– Así que el Hombre Perfecto se sentará y hablará con nosotras -repitió mientras escribía.

– No sólo nos hablará -añadió Carolyn-, además nos escuchará.

– Y no sólo nos escuchará -apostilló Emily-, sino que querrá conocer nuestra opinión.

– Por supuesto -convino Sarah, sumergiendo la punta de la pluma otra vez en el tintero-. Porque sabrá que somos inteligentes y que tenemos cosas importantes que decir. ¿Qué más?

– Debe tener buen corazón -dijo Carolyn-. Deberá ser paciente. Generoso. Honesto. Y honorable.

– Ocurrente, inteligente, y un magnífico e incansable bailarín -agregó Emily.

Julianne suspiró, soñadora.

– El Hombre Perfecto deberá ser guapísimo, un romántico incurable y muy apasionado.

Sarah parpadeó tras las lentes de sus gafas; desplazó la mirada a la cama donde Julianne miraba ensimismada hacia la ventana con una mirada ausente en los ojos.

– ¿Muy apasionado?

Julianne se giró hacia ella y asintió con expresión seria.

– Oh, sí. De esa clase de hombres que pueden conseguir que una mujer caiga rendida a sus pies.

– ¿Literal o figuradamente?

– De las dos maneras. El Hombre Perfecto deberá provocar mariposas en el estómago con sólo una mirada.

– O puede que signifique que has comido queso en mal estado -dijo Sarah con sequedad. Santo Cielo, después de ser testigo del sufrimiento que Carolyn había padecido tras la muerte de Edward, no abrigaba el menor deseo de vivir grandes pasiones. Ya dedicaba toda su energía a los libros, las flores, sus mascotas y sus bocetos, así que gracias, pero no. Además, ella no era la clase de mujer que pudiera inspirar la pasión de un hombre.

En algunas ocasiones no podía evitar imaginarse qué se sentiría al poseer el tipo de belleza que inspiraba tales sentimientos. ¿Qué se sentiría al amar así a un hombre? ¿Al ser amada de esa manera? ¿Qué se sentiría siendo tan deseada?

Sus inútiles ensoñaciones fueron interrumpidas cuando Julianne le lanzó una mirada adusta mientras señalaba el papel.

– Mariposas en el estómago. Ponlo por escrito.

– Estupendo -masculló Sarah, y lo escribió. Después de hacerlo, levantó la vista-. ¿Alguna cosa más?

Carolyn se aclaró la voz.

– También debería ser un…, hummm, también debería saber besar. -Se aclaró la garganta otra vez-. Aunque por supuesto, eso podría estar incluido en lo de «muy apasionado».

Sarah agregó que «supiera besar» a la lista y frunció el ceño ante el rubor que inundó las mejillas de su hermana.

– ¿Algo más?

– Creo que debería gustarle ir de tiendas -dijo Emily-. Y debería ser alto y fuerte.

– Oh, sí -dijo Julianne-. Con anchos hombros y un montón de músculos.

– Parece que quieres un mulo de carga -dijo Sarah, mientras hacía volar la pluma sobre el papel.

– Con cabello espeso -agregó Carolyn, a Sarah le pareció que la tristeza impregnaba su voz-. Espeso y ondulado.

– Y unos labios llenos y hermosos -dijo Emily con una risita nerviosa-. Ya sabéis que son los mejores para besar.

Sarah lo añadió a la lista, dejando a un lado el inútil pensamiento de besar a un hombre, ya tuviera los labios llenos o de cualquier otra manera. Aunque eso no impedía que hubiera momentos en los que desearía que un hombre acercara muy despacio sus labios a los suyos y…

Sacudiendo la cabeza bruscamente para deshacerse de la imagen de unos labios varoniles y llenos que nunca tocarían los de ella, preguntó:

– ¿Algo más? -Como no sugirieron nada más, echó un vistazo a la lista y dijo-: Según la Sociedad Literaria de Damas Londinenses, el Hombre Perfecto deberá tener buen corazón, ser paciente, generoso, honesto, honorable, ocurrente, inteligente, guapo, romántico, muy apasionado, deberá provocar mariposas en el estómago, tener los labios llenos y saber besar, bailar, ir de compras, saber escuchar y pedir nuestra opinión, y todo sin una sola queja.

– Oh, sí, suena realmente perfecto -dijo Emily mostrando su conformidad.

– ¿Qué te pasa, Sarah? -preguntó Carolyn-. No has añadido ninguna cualidad a la lista.

– No, porque creo que vosotras las habéis puesto todas -dijo.

– Tiene que haber algo que consideres necesario en el Hombre Perfecto -añadió Julianne.

Sarah lo consideró durante unos segundos, luego asintió.

– Ahora que lo mencionas…, creo que debería usar gafas.

– ¿Gafas? -Tres voces cargadas de dudas resonaron en la habitación.

– Sí. Y ya que a mí me gusta tanto la jardinería, deberían gustarle las flores. Y trabajar en el jardín. Cavar en la tierra y arrancar malezas. Y todo de manera incansable y sin proferir ni una sola queja.

– No puedo imaginarme a un caballero de rango arrancando maleza y, además, no creo que sea tan importante como besar bien -dijo Emily con una sonrisa traviesa-, pero supongo que te vendrá bien si paseas con él por un jardín y te quedas sin conversación.

Sarah añadió sus requisitos a la lista y luego dejó la pluma sobre el escritorio y se giró hacia sus compinches, mejor dicho, hacia la Sociedad Literaria de Damas Londinenses.

– Bueno, ya que esto ha sido idea tuya, Carolyn, ¿cómo propones que realicemos el muñeco a escala natural?

Su hermana frunció el ceño y se dio golpecitos en la barbilla con el dedo.

– Veamos…, necesitaremos la ropa de algún caballero. Unos pantalones, una camisa, una corbata y unas botas.

– Sí, luego podemos rellenar las prendas -dijo Julianne con los ojos brillando a la luz del fuego-. Con almohadas.

– La forma de la cabeza la podemos conseguir con un cojín -agregó Emily-. Como Sarah es la única de nosotras que sabe dibujar, puede plasmar allí su cara. Voto por que los ojos sean azules.

– Prefiero los ojos castaños -dijo Julianne.

– Verdes -interpuso Carolyn, cosa que no sorprendió a Sarah; Edward tenía los ojos verdes.

– En ese caso, para satisfacer a todas, tendrá los ojos color avellana -decretó Sarah; luego sonrió ampliamente-. Color que es precisamente mi favorito. Ahora, nuestro caballero necesita un nombre. -Frunció los labios y luego sonrió-. ¿Qué os parece Franklin N. Stein?

Todas se rieron y estuvieron de acuerdo. Luego Julianne preguntó:

– ¿Dónde podremos conseguir ropa de hombre? ¿Se puede comprar en el pueblo?

– Así será muy aburrido -se mofó Sarah. Curvó los labios en una sonrisa-. Sugiero una cacería. Los caballeros que han sido invitados a la reunión campestre estarán ocupados durante el día, cazando o jugando al billar. Sugiero que simplemente escojamos a un caballero, vayamos hasta su dormitorio cuando él no esté cerca y le despojemos de la prenda que hayamos acordado, y voilà, Franklin N. Stein habrá nacido.

– No podemos robar cosas -dijo Julianne, consternada.

Sarah rechazó la acusación con un movimiento de muñeca.

– Eso no es robar… Sólo tomaremos prestados los artículos. Desmontaremos a Franklin antes de irnos a casa y devolveremos todos los artículos a los caballeros implicados.

Julianne se mordió el labio inferior.

– ¿Y si nos pillan?

– Irás a la cárcel -dijo Emily con el semblante perfectamente serio-. Así que será mejor que no lo hagan.

Incluso bajo la tenue luz, Sarah vio cómo Julianne palidecía.

– No irás a la cárcel -la tranquilizó, lanzándole a Emily una mirada acusadora-. Pero te morirás de vergüenza y tu madre se desmayará, así que procura que no te atrapen.

Julianne se mordisqueó el labio, luego sacudió la cabeza asintiendo con firmeza.

– Vale, lo haré.

– Por fin -dijo Emily-, un poco de excitación de verdad. -Se puso a dar saltitos y se frotó las manos-. ¿Cuál será la primera prenda y quién será nuestra primera víctima?

– Hummm… Comencemos por un artículo que parece ser esencial para la mayoría de los caballeros -sugirió Sarah-. ¿Qué os parecen las botas?

– Sugiero a lord Berwick para las botas -dijo Julianne-. No sólo se pavonea con un aire de suficiencia, sino que está claro que se siente orgulloso de su calzado. Bailé con él una contradanza hace varias semanas en la velada que organizó lady Pomperlay, y cuando admiré sus zapatos, se dedicó a soltar alabanzas sobre lo fina que era la piel durante los siguientes cinco minutos.

– Una excelente sugerencia -dijo Sarah-. Tú serás la encargada de obtener las botas de lord Berwick, Julianne. Pero no le despojes de ese par en particular, seguro que nota su ausencia. ¿Y para la corbata?

– Lord Thurston se enorgullece de sus intrincadas corbatas -dijo Emily-, y con razón: nunca he visto unas corbatas mejor anudadas. Es admirable que un hombre se preocupe tanto por su apariencia. Conseguiré una. No debería de ser demasiado difícil. He cogido práctica recuperando las cosas que me roban mis molestos hermanos menores.

– Creí que habíamos quedado en que esto no sería un robo -dijo Julianne en tono preocupado.

– Y no lo es -aseguró Sarah con voz tranquilizadora. Miró a Carolyn-. A nosotras nos quedan una camisa y unos pantalones. Como los pantalones son algo más… personal, y ya has estado casada y por lo tanto estás más familiarizada con esas cosas de, esto, naturaleza masculina, creo que deberías conseguirlos tú.

– Muy bien -dijo Carolyn con serenidad, como si Sarah sólo hubiera sugerido que preparara otra taza de té-. De los caballeros que están en la casa, creo que se los pediré prestados a lord Surbrooke. Su gusto es impecable y su ropa siempre está perfectamente hecha a la medida.

– Sin mencionar la manera en que rellena los pantalones -dijo Emily con una traviesa y amplia sonrisa.

Sarah observó cómo su hermana y sus dos amigas se miraban las unas a las otras, luego estallaron en risitas ahogadas. Se unió al grupo, contenta de oír a Carolyn reírse, pero molesta consigo misma por no haber notado cómo llenaba lord Surbrooke sus pantalones. Normalmente era muy observadora. Tomó nota mental para fijarse más de cerca la próxima vez.

– Creo que la camisa debería ser de nuestro anfitrión, lord Langston -dijo Julianne-, me fijé durante la cena de esta noche que, de todos los caballeros, su camisa era la más blanca y la mejor almidonada.

– Es quien tiene los hombros más anchos -dijo Emily con una picara sonrisa.

– Entonces que sea lord Langston -dijo Carolyn. Miró a Sarah-. Tu tarea será conseguir una camisa de nuestro anfitrión.

Sarah apretó los labios para no hacer una mueca. Ya, su anfitrión. Quien, en sólo unos segundos durante la cena, se había dado cuenta de que se le habían empañado las gafas por culpa de la sopa, se había reído de ella y acto seguido la había ignorado. Bueno, no se había reído abiertamente, pero ella había percibido el ligero temblor de sus labios. Luego había retomado su habitual pose indolente para dedicar la atención -cómo no- a una mujer más atractiva. Los caballeros siempre dejaban de prestarle atención con rapidez. Aquello había dejado de molestarla hacía mucho tiempo, pero con lord Langston, durante un instante, había llegado a pensar que él tenía intención de hablar con ella. Era ridículo, pero había creído de verdad que se reía «con ella» en vez de «de ella». Por lo que su rechazo la había afectado más de lo que hubiera querido.

Había observado a suficientes hombres como él para reconocerlo. No tenía la menor duda de que Matthew Devenport, que había heredado el título de marqués de Langston tras la muerte de su padre el año anterior, era simplemente otro hombre guapo, rico y aburrido que poseía demasiado dinero, demasiado tiempo libre, demasiadas diversiones y tenía demasiadas mujeres adulándole. Y ciertamente, un hombre con ese oscuro atractivo tenía que estar acostumbrado a adular a las mujeres. La verdad es que era una suerte que ella fuera inmune a tales atributos superficiales como una cara hermosa, así no se sentiría tentada de mirarlo.

Sabía que la invitación a esa reunión campestre era obra de Carolyn. Aunque Carolyn era oficialmente su dama de compañía -el cielo sabía que no la necesitaba-, Sarah sabía que era ella quien realmente hacía de acompañante de su hermana. Si la única manera de conseguir que Carolyn regresara al mundo era acompañándola, tenía muy claro que iría hasta el fin del mundo con ella si fuera necesario.

Sospechaba que esa reunión campestre no era simplemente una reunión de amigos. Había oído rumores de que lord Langston -poseedor de uno de los títulos más antiguos y venerables de Inglaterra- podía estar buscando esposa. Por supuesto, podían ser meras ilusiones por parte de las jóvenes a las que había oído sin intención en una velada musical la semana pasada. Pero, si fuera verdad, tanto Julianne, Emily como Carolyn serían las candidatas perfectas. Tenía fuertes sospechas de que las había invitado para echarles un vistazo. Bah. Como si no fueran otra cosa que caballos para ser inspeccionados.

Se había sentido tentada de contarles a su hermana y a sus amigas ese rumor, pero no lo había hecho para no darle a Carolyn una excusa para no asistir a la reunión. Especialmente ahora que su hermana estaba dando los primeros pasos para reintegrarse en la sociedad y dejar el luto, y aceptar la invitación de lord Langston era el paso más significativo hasta el momento. Era, después de todo, sólo un rumor. Si lord Langston buscaba novia, Carolyn estaba fuera de cualquier posible elección. Su hermana le había confesado que no tenía intención de casarse otra vez. Que sólo se casaría por amor, y nunca podría amar a otro hombre como había amado a Edward. Por supuesto, lord Langston no estaba al tanto de dicha información, pero Sarah sabía que Carolyn se aseguraría de dejárselo bien claro si fuese necesario.

Por el contrario, Emily y Julianne eran las candidatas perfectas. Por lo tanto, tenía intención de estar ojo avizor con lord «demasiado-guapo-para-su-bien» Langston para determinar si su personalidad era la más adecuada para sus amigas. Por desgracia, por lo observado hasta ahora, lord Langston entraba firmemente en la categoría de los memos.

Y ahora tenía que robarle -mejor dicho pedirle prestada- una camisa a su insufrible anfitrión. Una leve sonrisa comenzó a insinuarse en las comisuras de sus labios. Realmente podría ser entretenido sacar lo mejor de él. Tomar algo de él -por supuesto de forma temporal- sin su conocimiento. Una risita de satisfacción le cosquilleó en la garganta. «¿Se ha reído de mí, lord Langston? Bueno, pues no es usted más que otro de esos memos consentidos. Y seré yo quien ría la última.»

Ajustándose las gafas, Sarah les dijo a sus compañeras:

– Ya tenemos todas asignada nuestra tarea. Doy por finalizada esta reunión de la Sociedad Literaria de Damas Londinenses para volver a convocarla mañana aquí a esta misma hora y comenzar a trabajar en el señor Franklin N. Stein.

– Chinchín -dijo Emily, brindando con una copa imaginaria.

Se dieron con rapidez las buenas noches, luego salieron de la habitación de Sarah para recorrer sigilosamente el pasillo hacia sus propios dormitorios.

Tras cerrar la puerta, Sarah se apoyó contra la hoja de roble. Su mirada cayó sobre la lista que había quedado olvidada sobre la antigua arquimesa y, apartándose de la puerta, se dirigió al pequeño escritorio. Después de coger la pluma, sumergió lentamente la punta en el tintero y añadió los últimos requisitos a la lista del Hombre Perfecto. Los requisitos más importantes. Los únicos que no se había atrevido a decir delante de sus compañeras. Pues aunque eran sus más íntimas confidentes, había cosas difíciles de admitir ante cualquiera.

Cuando terminó de escribir, dejó la pluma y leyó sus palabras. «No juzgar a las personas por su aspecto. Saber apreciar la belleza interior. No mirar a la gente como si no existiera.»

No tenía razones para creer que existiera tal hombre, pero ya que soñaba con él, ¿por qué no soñar a lo grande?

Estalló otro relámpago y se acercó a la ventana. Siempre le había gustado el sonido de las tormentas de verano; el repiqueteo de la lluvia contra el tejado y las ventanas era extrañamente tranquilizador. Los rayos brillaron repentinamente y miró por la ventana. Se quedó paralizada. Un hombre emergió del cercano bosquecillo de olmos para acercarse a la casa. Iluminado por los destellos intermitentes, lo vio apresurarse a través del césped, con la cabeza inclinada, una pala en la mano y la ropa y el cabello empapados. De repente, como si él sintiese su mirada, se detuvo y levantó la vista. Ella se echó hacia atrás, agarrando con firmeza las cortinas de terciopelo que flanqueaban la ventana, pero no antes de echarle un buen vistazo. Lo reconoció al instante.

El corazón comenzó a palpitarle sin razón aparente, esperó unos segundos, luego volvió a mirar a hurtadillas por la ventana. Ya se había ido.

¿La había visto?, se preguntó ceñudamente. ¿Qué pasaría si lo había hecho? No era ella la que estaba andando a escondidas a una hora intempestiva durante una tormenta con una pala firmemente agarrada en la mano.

Y en primer lugar, ¿qué había estado haciendo lord Langston bajo la lluvia en mitad de la noche, vagando de una manera furtiva con una pala? Porque era precisamente el tipo de cosas que…

Su mirada recayó en los tres libros con cubierta de piel que reposaban sobre la mesilla de noche con el título de El moderno Prometeo.

– Es precisamente el tipo de cosa que hubiera hecho Victor Frankenstein.

Su imaginación, que siempre había sido muy activa, amenazó con desbocarse. Se tambaleó ante sus alocados pensamientos y con el ceño fruncido se alejó de la ventana. Seguramente había una explicación lógica para el extraño comportamiento de su anfitrión.

Y ella estaba decidida a descubrirla.

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