Tras descubrir que Sylvie se encontraba en el convento de la Rue Saint-Antoine, Laffemas vivía en un estado de excitación que casi le llevaba a olvidar la amenaza constante de que era objeto. Que la muchacha estuviese tan cerca y en cambio resultase inaccesible estimulaba un deseo que le mantenía despierto durante largas horas por las noches. Como no podía hacerlo en persona -su cargo se lo prohibía-, hacía vigilar la Visitation día y noche con el nebuloso pretexto de que una conspiradora de alto linaje acababa de refugiarse allí con su acompañante. Incluso dio a entender que se trataba de la duquesa de Chevreuse. Sus esbirros tenían orden de seguir a una u otra de las dos mujeres, en el caso de que salieran del convento. Como sabía que no había la menor oportunidad de que la «Chevrette», la cabrita, bien conocida por la policía e instalada en Madrid, apareciera por la Rue Saint-Antoine, se había esforzado por hacer de su pretendida acompañante un retrato que reproducía con una exactitud maníaca el rostro y la silueta de Sylvie. Naturalmente, Nicolas Hardy, que conocía la verdad, era quien se encargaba más a menudo de la vigilancia, lo cual no le entusiasmaba: no sentía la menor simpatía por la muchacha que le habían enviado a buscar al fin del mundo para volver de allí tullido. No había la menor oportunidad de que se le escapara, pero, como distaba mucho de ser estúpido y quería inclinar del todo la balanza a su favor, se había asegurado la colaboración de dos pilletes que iban en ocasiones a vender velas al convento. Por ellos supo que una señorita de Valaines acababa de ser admitida entre las novicias, información que llevó al colmo la exasperación de su patrón: siempre cabía alguna esperanza de hacer salir a una Sylvie refugiada, pero si estaba protegida por el velo de una futura religiosa se convertía en intocable.
Al pasar las semanas sin que nada se moviera detrás del portal con postigo enrejado, el miserable cayó en una especie de desesperación. Ni siquiera contaba con el recurso de verla al otro lado de la reja del locutorio, porque el acceso a las casas religiosas le estaba vedado, salvo en la de Vincent de Paul, que habría acogido al mismo diablo a poco que diese muestras del menor arrepentimiento; pero Madame de Maupeou no tenía las mismas razones evangélicas que aquel hombrecillo empapado de santidad y amor por sus semejantes. Además, existía entre su familia y la de Laffemas un viejo rencor que databa de las guerras de Religión, y que las actividades del verdugo de Richelieu no habían contribuido a apaciguar. Sin embargo, éste no podía aceptar la idea de haber perdido para siempre a la hija de Chiara. Estaba dispuesto a adoptar cualquier forma de esperanza, por infame que fuese.
Fue entonces cuando recibió la visita de Mademoiselle de Chémerault.
Sus relaciones con el cardenal habían llevado a la doncella de honor de la reina y al teniente civil a encontrarse en ocasiones. Los dos obtenían de esos encuentros cierta satisfacción, que por supuesto nada tenía que ver con ninguna clase de contacto físico; pero la Bella Bribona, como la llamaban, muy bonita, muy coqueta, muy aficionada a gastar y sin demasiadas posibilidades de hacerlo, agradecía los pequeños suplementos de numerario que recibía de Laffemas a cambio de informaciones que no interesaban a Richelieu. Celosa de su reputación, ella nunca ponía los pies en el Grand Châtelet; prefería con mucho la tranquilidad de la Rue de Saint-Julien-le-Pauvre, y la oscuridad a la luz del día. Ello no era obstáculo, empero, para que entre ambos se hubiese desarrollado una especie de amistad.
Cuando retiró el grueso capuchón de seda que cubría su cabeza y dejó caer el antifaz de raso con que cuitaba el rostro, se instaló frente a su huésped y aceptó la copa de vino de España que le ofreció él para hacerla entrar en calor.
— Me han llegado más noticias de esa pájara de l’Isle que todos creen muerta -declaró a modo de preámbulo, con un suspiro de satisfacción.
— ¡Oh! Cada vez hay menos personas que siguen en el error con respecto a ella.
— El caso es que acaba de resucitar, muy discretamente, en el mismo París y bajo las augustas bóvedas del convento de la Visitation Sainte-Marie. Ha ingresado allí con el nombre de Mademoiselle de Valaines para tomar el hábito de novicia…
Laffemas se cuidó mucho de decir que ya lo sabía, en virtud del principio de que nunca se debe desanimar a las malas voluntades. Simuló estar asombrado.
— ¡Pero qué hábil sois! Y tan joven, es extraordinario. ¿Cómo lo habéis descubierto?
— Vos tenéis vuestros secretos, y yo los míos. Dejad que los guarde… No, si he venido a informaros es porque, tanto en el mundo como en religión, la dulce Sylvie, la preciosa «gatita» de la reina, me resulta insoportable. Es una insolente, una intrigante que me quitó en mis narices el puesto que yo tenía buenas razones de esperar en las confidencias de Su Majestad. Además, incluso llegó a seducir al cardenal. Cuando fui a llevarle la carta de Gondi que conocéis porque hice copia de ella, me dio la orden de olvidarla. ¡No se lo perdonaré nunca!
Con los ojos semicerrados, Laffemas escuchaba extasiado cómo reventaba el absceso de odio que aquella bonita muchacha llevaba en su interior. Presintió que en nombre de aquel odio podría pedirle que hiciera cualquier cosa.
— ¿Eso es todo?
— ¡Eso debería bastaros! Sin embargo, no, no es todo. No sé si habéis conocido al joven marqués d'Autancourt.
— Que se ha convertido en duque de Fontsomme a la muerte de su padre.
— Exactamente. Yo había puesto los ojos en él, pero bastó que esa pécora apareciera para que dejara incluso de mirarme…
— Pero dado que ella pasa por muerta, volvéis a tener oportunidades.
— No, porque él no cree, no ha creído nunca en su muerte. Dice que si tal fuera el caso, él lo habría sentido en su corazón.
— ¡Qué bello es un amor así! Pero no alcanzo a captar lo que deseáis de mí. En el convento de la Visitation, Mademoiselle de l'Isle, o de Valaines, o cualquiera que sea el nombre con que se oculte, es intocable…
— No si estuviese convicta de un crimen de lesa majestad o poco menos.
El teniente civil se encogió de hombros.
— Nunca ha hecho nada reprochable. ¿A quién haríais creer una cosa así? Incluso yo veo difícil seguiros en ese terreno…
El gesto desdeñoso de Mademoiselle de Chémerault dejó entender que no daba a aquello ninguna importancia porque guardaba una carta más alta en la manga.
— Pues… al cardenal y al rey.
— ¡Deliráis!
— De ninguna manera. La idea se me ocurrió desde que se busca a César de Vendôme por intento de envenenamiento. ¿Por qué no iba a seguir las instrucciones de su jefe esa sirvienta fiel de la familia? Si se descubre veneno en su posesión o en un lugar que ella haya habitado, todos saldrían ganando porque eso confirmaría la acusación contra César. Y para los dolores del cardenal, sería una buena medicina poder desembarazarse al fin de los Vendôme. ¡Los odia desde hace tanto tiempo…!
— Sigo pensando que veis visiones, señorita, y que el odio os ha extraviado. Creo que podríais demoler el Louvre, Saint-Germain, Fontainebleau, Chantilly, Madrid y todas las posesiones reales sin encontrar ninguna prueba de que ella sea una envenenadora.
— Me disgusta contradeciros, señor teniente civil, pero cuando se busca una cosa con la firme intención de encontrarla, siempre se consigue.
De su manga ribeteada de pieles, extrajo un frasquito de grueso vidrio azul que reflejó entre sus dedos enguantados la luz de las velas. Laffemas se sobresaltó y sus pupilas se estrecharon. Tendió la mano hacia el objeto, que su interlocutora retiró de inmediato.
— ¿De dónde habéis sacado eso?
— ¡Poco importa! Lo que cuenta es que el frasco sea descubierto en el lugar preciso y por la persona precisa. Después, sólo tendréis que enviar a vuestra gente a la Visitation con una orden de arresto contra la cual ni Madame Maupeou, ni el mismo Monsieur Vincent si pasara por allí, podrán hacer nada.
El teniente de policía se levantó muy agitado y se puso a caminar arriba y abajo por su gabinete; finalmente dio un puñetazo sobre la mesa y dijo:
— No contéis conmigo. Vuestro proyecto quizá sea perfecto para llevar a cabo vuestra venganza, pero conduce a Sylvie de Valaines directamente a la tortura y el patíbulo. Y yo la quiero a ella, no a un cadáver sin cabeza o a un cuerpo destrozado por el verdugo.
— ¡No digáis tonterías! ¡Me hacéis dudar de vuestra inteligencia! Cuando la chica esté tras las rejas de la Bastilla, tendréis todas las oportunidades del mundo para saciar vuestra… pasión.
— ¿Bajo la vigilancia del gobernador, el señor du Tremblay, que me aborrece?
— Pues bien, ayudadla a evadirse y escondedla en algún rincón tranquilo. ¡La tendréis toda para vos, y como la habréis salvado de una muerte atroz, además os estará eternamente agradecida!
El cuadro era idílico, pero Laffemas tenía buenas razones para dudar de obtener nunca la gratitud de Sylvie. Iba a decir algo cuando su visitante se puso en pie, colocó de nuevo el frasquito en su manga y se dispuso a partir. El protestó:
— ¡No hemos terminado de discutir este tema, mademoiselle!
— ¡Yo sí! Ah, lo olvidaba: habrá un baile en la corteen honor del mariscal de La Meilleraye, que tantas bellas victorias ha conseguido para nosotros, y no tengo nada adecuado en mi guardarropa. Mis trapos están ya vistos, revistos y aburridos. ¡Y quiero estar guapa!
— ¿Eso significa que queréis dinero? Pues bien, sea, pero yo quiero ese frasco.
— ¿Para que lo tiréis y dejéis que me siga obsesionando esa mosquita muerta? ¡Nunca!
— ¡O eso o nada! No obtendréis nada de mí si no me dais el frasco. Os juro que no lo tiraré y que tengo intención de servirme de él… ¡pero a mi manera! ¿Dónde decís que lo han encontrado?
— Entre dos piedras de la muralla, detrás de una tapicería, en el castillo de Saint-Germain, en la habitación que ella ocupaba. Pero…
— ¡He dicho que me lo deis!
Ella no se decidió a obedecer hasta que una bolsa bastante abultada apareció en la mano de Laffemas. Y aun entonces lo hizo a regañadientes, y sin que pudiera contenerse de preguntar:
— ¿Qué vais a hacer con él?
— El cardenal lo recibirá de manos de una persona que no será ni vos ni yo, dado que él tiende a desconfiar de nosotros cuando se trata de esa joven. O mucho me equivoco, o hará saber a Madame de Maupeou que desea hablar de un asunto grave con la novicia, y, como cada vez le resulta más difícil desplazarse, se la enviarán con una fuerte escolta. Yo seguiré de cerca los acontecimientos, y según sea el resultado de la entrevista, actuaré…
— ¿Y qué haréis?
— Aún lo ignoro, pero tanto si vuelven a llevar a Mademoiselle de Valaines a la Visitation como si la trasladan a la Bastilla, el camino será el mismo, porque apenas hay unos pasos entre los dos edificios. Añado, únicamente para vuestra satisfacción, que poseo en Nogent una casa bastante bonita con la que ella tendrá que contentarse.
— Si estáis dispuesto a llevar a cabo una cosa así, es que estáis todavía más loco de lo que creía, pero haced lo que os plazca… Y si no, ya me las arreglaré para hacer yo lo que me plazca a mí.
Cuando ella se disponía ya a cruzar la puerta, la retuvo.
— Una pregunta más. ¿En qué circunstancias habéis descubierto el frasco?
— Oh, muy sencillo: hacía tiempo que no me gustaba la habitación que me habían asignado en el castillo, y conseguí por fin que me dieran otra: precisamente la que había ocupado antes la «gatita». Naturalmente, quise cambiar algunos detalles… y encontré el frasco. Muy sencillo, como veis.
Cuando el traqueteo de su coche se apagó en la noche, Laffemas permaneció pensativo, con la mirada fija en el frasco que había colocado delante de él, en su escritorio. No le cabía la menor duda de que se trataba de una fábula inventada por la ávida Chémerault, y que el veneno tenía alguna otra procedencia misteriosa. No dejaba de resultar inquietante que aquella amable señorita pudiera procurarse veneno a voluntad. ¿No era eso lo que había sugerido cuando le advirtió que si el proyecto de Laffemas fracasaba, ella lo retomaría por cuenta propia? En ese caso, más valdría abstenerse en el futuro de compartir con la Bella Bribona cualquier tipo de comestible…
— Mientras tanto -acabó sus reflexiones en voz alta-, hay que descubrir dónde se procura esa poción. ¡Y ésa es tarea para mí!
Mientras tanto, en la Visitation Sainte-Marie, Sylvie llevaba una existencia mucho más agradable de lo que había imaginado. Ciertamente, la regla y la madre superiora eran severas, pero en su isla Sylvie se había habituado a una vida bastante austera, y los frecuentes ayunos no le importaban. En cambio, la falta de sueño regular que exigían los oficios nocturnos le resultaba penosa, y también las largas horas arrodillada sobre las losas de la capilla, pero esos pequeños inconvenientes quedaban compensados por la atmósfera amable y serena que la rodeaba. Las mujeres con las que convivía estaban allí por una elección deliberada, no obligadas. También supuso para ella una alegría volver a ver a la hermana Louise-Angélique.
Siempre igual de bella, pero con una belleza más etérea bajo el severo hábito negro, y siempre tan dulce, la hermana Louise experimentó un verdadero placer al encontrarse de forma inesperada con la novicia conocida únicamente en el convento con el nombre de Marie-Sylvie. Gracias a ella, por entonces maestra de novicias, ésta fue muy pronto apreciada por sus compañeras, sobre todo por tres hermanas, Anne, Elisabeth y Marie Fouquet, que eran sobrinas de la superiora, hijas de su hermana casada con un consejero de Estado, François Fouquet, que había llegado a la magistratura a través del comercio al por mayor. La pareja, verdadero modelo de virtudes cristianas, muy unida a Monsieur Vincent, a los Arnauld y a todo ese mundo surgido de la Contrarreforma y protegido por Richelieu, había tenido una decena de hijos, seis o siete niñas y tres varones. Todos ellos habían abrazado el servicio de Dios, ellas en diferentes conventos y ellos en las órdenes, a excepción de uno, el más dotado y brillante, destinado a continuar la familia y a ilustrarla tanto como le fuera posible. En aquella época el patriarca había fallecido y el jefe de la familia, aparte los derechos del primogénito, obispo de Bayona, era el joven Nicolas, relator en el Parlamento de París y ya poseedor de una considerable fortuna, engrosada además por una boda rica; a veces se acercaba al locutorio de la Visitation a saludar a sus «novicias», o a la capilla a arrodillarse ante la tumba de su padre o de su joven esposa, muerta de parto.
En varias ocasiones Sylvie conversó con Nicolas Fouquet y entre ambos nació una corriente de simpatía, prolongación de la que con toda espontaneidad la había aproximado a su hermana Anne. Era un hombre joven de rostro fino e inteligente, con unos bellos ojos grises y una sonrisa que raramente dejaba de alcanzar su objetivo. Moreno, no muy alto pero elegante, siempre admirablemente vestido, el joven relator no debía de sufrir muchos desaires femeninos, a juzgar por las significativas miradas de algunas visitantes cuando se encontraba con ellas en el locutorio. Sus hermanas lo adoraban, y la propia Sylvie se sorprendió pensando que si su corazón no perteneciese a François, tal vez se hubiese mostrado sensible al encanto de aquel muchacho seductor que no conseguía entender lo que hacía ella metida en un convento, y así se lo repetía cada vez que la veía.
Pero la gran felicidad de Sylvie fue volver a ver a su padrino. Por un favor especial debido a la situación en cierto modo excepcional de la «novicia», se vieron, no en el gran locutorio sino en el reservado a la madre superiora, desprovisto de rejas. Allí tuvieron ocasión de caer el uno en brazos de la otra con una emoción tan grande que los privó momentáneamente del habla. Fue únicamente después de numerosos abrazos, los de un padre que encontraba a su hija perdida y de una hija reunida de nuevo con su padre, cuando Perceval apartó a Sylvie hasta la distancia de sus brazos estirados, para verla mejor.
— ¡Nunca habría creído poder vivir lejos de ti tanto tiempo! -suspiró-. Y es una dura prueba encontrarte vestida con ese hábito.
— ¿Es que no me sienta bien? -repuso Sylvie, girando sobre los talones en un gesto tranquilizador sobre el estado de su antigua coquetería.
— Sí, pero oculta tu precioso cabello, y es una pena. Además, te hace mayor… ¿O es que te has hecho mayor, después de tanto tiempo?
— Creo que sí -sonrió Sylvie-. Me parece ver las cosas desde más alto, ¡pero no hasta el punto de sentir vértigo! ¡Oh, querido padrino, he pensado en vos tan a menudo! ¿Creéis que podré algún día volver a vivir a vuestro lado? Ahora ya no pido ninguna otra cosa a la existencia…
Raguenel se echó a reír.
— ¡Pues hay que pedir más! Tienes toda la vida por delante y espero que sepas emplearla en otra cosa que en leer o preparar tisanas para un futuro viejo.
— Sin embargo, es lo que más deseo -dijo Sylvie, cuyo rostro se ensombreció-. Ya veis, incluso en el caso de que a François se le ocurriera amarme por no sé qué alquimia del destino, siempre permanecería entre nosotros el peso del horror que arrastro detrás de mí. Por lo demás, ama a otra, ¡que está muy por encima de mí!
— ¡No sólo existe él en el mundo! -se impacientó Perceval-. Sé cuánto le amas, mi pequeña, pero tienes derecho a una vida propia, que no sea la sombra de la suya. ¿No te gustaría tener hijos?
— ¡Oh, sí! Pero para tener hijos hace falta un marido, ¡y me parece que aún prefiero desposar al Señor!
— Reducirlo a la situación de un mal menor no es muy halagador para El.
— ¡Oh, tiene tantas prometidas fervorosas que yo pasaría inadvertida entre ellas! El por lo menos sabe lo que he tenido que sufrir. Si hubiera de confesarlo a otra persona, me moriría de vergüenza. Y por otra parte, ¿quién me iba a querer ahora?
— ¡Calla! Te prohíbo tener esas ideas, que además son blasfemas. Cuando podamos sacarte de aquí no tendrás ninguna dificultad en casarte si lo deseas…
Después de aquella entrevista, Perceval había vuelto en varias ocasiones, pero mezclado con los demás visitantes del locutorio, que era sin duda el más elegante y frecuentado de París.
Cierto día no acudió solo. Súbitamente confusa, Sylvie descubrió detrás de la reja la silueta alta y esbelta de su enamorado de otra época, convertido entonces en un amigo querido al que seguía llamando Jean d'Autancourt. Pero muy pronto el placer de verle hizo desaparecer su confusión, y Sylvie le tendió espontáneamente dos manos tan menudas que pasaron sin dificultad entre los barrotes de madera.
— ¡Querido marqués! ¡Qué alegría volver a veros…!
— Tendrás que llamarle señor duque -le corrigió Raguenel con una sonrisa-. Nuestro amigo ha pasado por la pena de perder a su padre el mariscal…
— ¡Ni lo uno ni lo otro! -interrumpió el joven-. Para vos yo era Jean en otro tiempo, y me gustaría seguir siéndolo.
— No deseo otra cosa. También he sabido que ahora sois diplomático y que os enviaron a una misión en la corte de la señora duquesa de Saboya…
— Fue muy interesante, pero gracias a Dios no me quedé allí. Nunca me lo habría perdonado: al volver a casa, encontré una carta de Mademoiselle de Hautefort que me citaba en el Vendômois. Por desgracia, cuando llegué allí, no había nadie. Madame de La Flotte y su nieta se habían ido, sin decir a nadie su nueva dirección. Me enteré de que habían recibido por algún tiempo la visita de una joven llamada Sylvie y su acompañante, a la que llamaban Jeannette. Entonces regresé a París para ver al señor caballero de Raguenel, que tenía…
— Muchas cosas que contarle -completó la frase Perceval, con una mirada significativa que hizo ruborizarse a Sylvie.
— ¿Qué le habéis dicho?
— Todo lo que debe saber un hombre cuando pide a una mujer en matrimonio -respondió con gravedad el caballero-. Todo, excepto el nombre del monstruo. Se lo diremos cuando ya no sea un peligro para nadie…
— Es ridículo -protestó el joven-. Puedo afrontar no importa qué peligro, y el rey me distingue con su favor.
— No lo dudo, pero os jugaríais la cabeza sin ningún beneficio para nadie. Creedme, vale más esperar. Yo os avisaré cuando llegue la hora.
En ese momento una religiosa, con las manos ocultas en las amplias mangas del hábito, se acercó a Sylvie y se inclinó para hablarle al oído. Ella se levantó de inmediato.
— Os ruego que me perdonéis -dijo a sus visitantes-, pero la madre superiora pide verme en privado, y debo…
— Nos vamos -anunció Perceval-. No debes hacerla esperar…
— Pero volveremos, ¿no es cierto? ¿Queréis que vuelva? -preguntó el joven duque en tono de súplica.
— Siempre me hará feliz el veros -contestó Sylvie antes de alejarse tras la hermana.
La estancia en que la madre Marguerite recibía a sus visitantes no se parecía en nada al salón de una gran dama: el mobiliario consistía en una mesa de roble con patas en espiral, dos sillas de paja, un candelabro y un reclinatorio; aunque, en la pared, un gran cristo en la cruz de Philippe de Champaigne aportaba una nota de doloroso esplendor. Frente a él, esperaba en pie un hombre vestido severamente de negro pero con la elegancia de un encaje muy bello en el cuello y las mangas. Se apartó al entrar Sylvie, pero ella tuvo la impresión de haberle visto ya en otra ocasión.
— Aquí está Mademoiselle de Valaines -dijo la superiora, acercándose a recibirla-. Hija mía, éste es el Monsieur de Chavigny. Es secretario de Estado y viene de parte de Su Eminencia, que os reclama. El os conducirá al Palais-Cardinal…
— ¿A mí? Pero… creía que el cardenal ignoraba que yo estuviera en París.
— El cardenal lo sabe siempre todo, mademoiselle. Tened la bondad de disponeros a seguirme.
Y, como Sylvie seguía sin comprender, la madre Marguerite volvió a tomar la palabra:
— Valdrá más que utilicéis de nuevo, para esta visita, vuestros vestidos mundanos. No sería conveniente que vieran salir de nuestra casa a una monja con su hábito. Por lo demás, aún no lo sois -añadió con una sonrisa.
— Como gustéis, pero tenía visitas en el locutorio. ¿Puedo ir a despedirme de ellos antes de seguir al señor?
Con un gesto vivo, Chavigny se opuso:
— No. Los avisarán de que tenéis una tarea que cumplir, y que… esperáis volver a verlos muy pronto. ¡Vamos! ¡Daos prisa! A Su Eminencia no le gusta esperar.
Sylvie lo sabía desde hacía mucho tiempo, de modo que se apresuró a cambiarse de ropa. Unos minutos más tarde, subía a un coche con el blasón del cardenal cuyas cortinillas estaban bajadas. El señor de Chavigny subió detrás de ella y el coche partió hacia el Louvre y el Palais-Cardinal siguiendo la Rue Saint-Antoine, pero, aparte de que el camino le pareció extrañamente largo, Sylvie se dio cuenta de que doblaban varias veces a la derecha, luego a la izquierda, y por fin otra vez a la derecha. Se inclinó para levantar la cortinilla, pero su acompañante, silencioso desde su marcha, se opuso.
— ¡Estaos quieta!
— Habéis dicho que íbamos…
— ¡A donde Su Eminencia desea que vayáis! De modo que estad tranquila. Por lo demás, ya llegamos.
La inquietud de Sylvie aumentó al darse cuenta de que pasaban ante un cuerpo de guardia, y luego de otro, después de haber cruzado un puente de madera. Una campana sonó cinco veces, se oyeron voces de mando, y cuando por fin se abrió la portezuela y bajaron el estribo del coche, al apearse tuvo la sensación de estar en el fondo de un pozo formado por edificios negruzcos y gruesas torres redondas con troneras en las que aparecían bocas de cañón. ¡La Bastilla! ¡La habían hecho recorrer todo aquel camino para llevarla a la Bastilla, que estaba sólo a unos pasos de la Visitation!
Chavigny le dio tiempo a apreciar la sorpresa que le había reservado, y tal vez esperaba gritos, lágrimas o protestas, pero Sylvie había sufrido demasiados golpes del destino para no preocuparse ante todo por su orgullo y su propia dignidad. Posó sobre su acompañante una mirada gélida.
— ¿Es aquí donde me espera Su Eminencia?
— No. Le veréis más tarde, tal vez.
— Entonces ¿por qué esta comedia? Porque lo es, ¿no es así? Madame de Maupeou nunca habría consentido en dejarme salir si hubiese sabido adonde me llevabais.
— En efecto, pero se da el caso de que el servicio del cardenal, como el del Estado, que es la misma cosa, exige el empleo de la mentira.
Sylvie se permitió el lujo de alzar una ceja con insolencia.
— ¿El cardenal y el Estado son la misma cosa? ¿Dónde dejáis al rey, señor?
El otro se encogió de hombros, molesto.
— Me he expresado mal. Entremos. Os conducirán a vuestro alojamiento.
Fue al pasar por la escribanía cuando Sylvie supo por qué había sido detenida: estaba acusada de haber tenido intención, por cuenta y en complicidad con el duque de Vendôme, de envenenar al cardenal de Richelieu e incluso al rey Luis XIII.
Entonces sintió verdadero miedo, y apretando los dientes se dejó conducir a lo largo de una bella escalera de caracol, lo bastante ancha para que pudieran subirla tres personas en fila, que la llevó hasta el segundo piso de una de las torres. Pero en lugar del sórdido calabozo que temía, fue encerrada en una gran habitación provista de chimenea, una cama oculta tras una cortina de sarga verde, una mesa, dos taburetes y algunos útiles de aseo. Lo único de todo ello que vio Sylvie fue la cama, y fue a tenderse en ella sacudida por sollozos largo tiempo reprimidos, mientras, bajo la mano encallecida del carcelero, se oía el chasquido de los cerrojos que se cerraban a sus espaldas.
Al día siguiente, Jean de Fontsomme volvió al convento. No le había gustado el eclipse de su estrella, y aún menos la explicación que le habían dado: la hermana Marie-Sylvie estaba ocupada en una tarea urgente. El profundo amor que sentía por la joven le había tenido desvelado toda la noche, insinuándole que algo inhabitual, o incluso anormal, había sucedido. Y de hecho, cuando al ser recibido pidió una entrevista con la novicia, le contestaron de inmediato que no era posible y que hasta nueva orden era preferible que no renovara su petición. Con toda evidencia, le ocultaban alguna cosa. Como sabía que conseguir hacer hablar a una religiosa sin la aprobación de su superiora era poco menos que milagroso, no insistió, montó de nuevo a caballo y se fue a casa de Perceval, al que encontró en su librería dándole vueltas en la cabeza a ideas cuyo centro era Sylvie. De modo que escuchó con una atención ceñuda lo que su amigo deseaba decirle.
— ¡Iré allí! -decidió-, y pediré ver a la madre superiora. Soy el padrino y tutor de Sylvie: tendrá que darme respuesta.
Sin embargo, la respuesta fue una negativa a recibirle cortés pero firme. No tanto sin embargo para desanimar al visitante, que iba a lanzarse ya a un vibrante alegato cuando un joven bien parecido que acababa de entrar y había oído la respuesta de la religiosa se adelantó, saludó a Perceval con una cortesía perfecta, y luego se dirigió a la religiosa:
— ¿Cómo es posible que mi tía se niegue a recibir a este gentilhombre? ¿Se encuentra enferma, acaso?
— No, pero…
El final de la frase fue una especie de balido que hizo sonreír al desconocido bajo su bigote fino.
— Por favor, id a decirle que yo acompaño al señor…
— Caballero Perceval de Raguenel, escudero honora-rio de la señora duquesa de Vendôme -completó éste, con una reverencia.
— ¡El caballero de Raguenel es un buen amigo mío! Le ruego que nos conceda unos instantes de conversación. -Y tras una mirada al rostro angustiado del visitante, añadió-: ¡Añadid que es muy desgraciado, y que ella nunca cierra su puerta al dolor, del tipo que sea! Me llamo Nicolas Fouquet -explicó cuando la hermana se hubo alejado-, relator en el Parlamento de París. La madre Marguerite es hermana de mi madre.
Esta debía de querer mucho a su sobrino y confiar plenamente en él, porque muy pronto los dos hombres cruzaron la puerta de su austero gabinete, donde ella se paseaba con las manos en el fondo de sus mangas y una agitación inusual. Se detuvo al verles entrar y protestó de inmediato.
— Al forzar de este modo mi puerta, querido Nicolas, me ponéis en una situación cruel. Y no estoy segura de que no me hayáis mentido: ¿el señor es amigo vuestro?
— Amigo reciente, debo confesarlo, pero no ignoráis, señora, que no soporto ver sufrir a alguien. Ahora os dejo…
— No -cortó Perceval-. Os habéis hecho acreedor, señor, al derecho de saber lo que me trae aquí. Madre, por piedad, decidme qué le ha ocurrido a mi pupila, Mademoiselle de Valaines…
— ¡Si al menos yo lo supiera! -exclamó ella, dirigiéndole una mirada en la que él percibió auténtica angustia.
— ¿Cómo? -dijo Fouquet-. ¿Esa muchacha encantadora con la que ha hecho amistad mi hermana Anne? ¿Qué le ha ocurrido?
Madame de Maupeou guardó silencio, pero visiblemente ardía en deseos de descargar su corazón de una preocupación grave, y la respuesta no tardó en llegar.
— Ayer, después del almuerzo, recibí la visita del señor de Chavigny, secretario de Estado adjunto al cardenal de Richelieu, que traía una carta de éste. En la carta, Su Eminencia me pedía que tuviera a bien confiar a Mademoiselle de Valaines al citado Chavigny, a fin de que él la llevara a su presencia para una conversación confidencial. Me era imposible negarme a lo que pedía el cardenal, sobre todo cuando su enviado era una persona de tanta importancia. Además, Mademoiselle de Valaines sólo está aquí como novicia. De modo que se cambió el hábito por un vestido normal para seguir al señor de Chavigny, que había de traerla de nuevo aquí. Pero…
— Pero ¿no ha vuelto? -completó Perceval, con el corazón presa de una angustia creciente al pensar en lo que le había ocurrido a Sylvie después de visitar el castillo de Rueil.
— ¿Habéis enviado a preguntar a Su Eminencia? -quiso saber el joven Fouquet.
— Sí. No sé por qué, me asaltó una duda… Como pasaba el tiempo sin que regresara, pedí a nuestro limosnero que llevara un mensaje al Palais-Cardinal, y volvió con esto.
Tendió a Perceval una corta esquela de propia mano de Richelieu, que le hizo erizar el vello de la nuca: