A partir del 28 de agosto, toda Francia empezó a rezar para obtener del Cielo el parto feliz de la reina, próxima ya a salir de cuentas, pero también y sobre todo para que diera a luz un delfín. El Santo Sacramento estuvo expuesto día y noche en las iglesias de París, y grandes rogativas públicas marcaron el inicio de una espera que los médicos estimaban que se prolongaría de ocho a diez días.
No sucedía lo mismo en el Château-Neuf de Saint-Germain, que Ana no había abandonado desde el inicio de su embarazo. Ante la inminencia del parto, se preparaba alojamiento para los príncipes y las princesas que habían de asistir al acontecimiento. El rey, atrincherado en el Château-Vieux, [5] se consideró demasiado cercano todavía a aquel barullo y se retiró por dos días a su mansión de Versalles. Por su parte, el cardenal había marchado a Chaulnes.
En el centro de toda aquella agitación, Marie de Hautefort velaba a la reina como una loba a sus pequeños. Si el rey se había alejado, era en buena medida para escapar de su humor agresivo. En efecto, había vuelto a caer bajo el influjo de sus encantos: después del ingreso en el convento de su único amor verdadero, Louise de La Fayette, Luis XIII había buscado un hombro amigo sobre el que llorar y había vuelto a su anterior amorío. Pero el hombro que encontró estuvo lejos de mostrarse compasivo: dedicada enteramente a la reina, la orgullosa joven abusó cruelmente de su poder para hacer pagar a aquel hombre triste y enfermo todos los desprecios que Ana de Austria había sufrido de él, y en particular el drama del año anterior. [6] Y aquella agotadora sucesión de riñas y reconciliaciones resultaba tanto más penosa por el hecho de que en ella no intervenían para nada los sentidos. La joven dama de compañía no estaba en absoluto dispuesta a entregarle su virginidad, y por su parte él no se atrevía a pedírsela siquiera, por crueles que fueran en ocasiones los tormentos del deseo.
Aquel día, Mademoiselle de Hautefort -a la que llamaban Madame debido a su cargo-, en pie junto a una ventana, veía llegar una tras otra las grandes carrozas que traían a las altas damas emparentadas con la familia real: la princesa de Condé y su hija la encantadora Anne-Geneviève, la condesa de Soissons, la duquesa de Bouillon, la pequeña Mademoiselle, hija del hermano del rey Gastón d'Orléans, y finalmente la duquesa de Vendôme y su hija Elisabeth. El patio de honor se llenaba de ruido y colores realzados por el oro o la plata. El panorama era fastuoso: parecía como si los jardineros hubieran decidido de repente volcar delante del Grand Degré todo el contenido de sus parterres, incluida la música que les era propia: la de los pájaros… Las princesas llegaban todas juntas como si se hubieran dado cita previamente, pero los únicos hombres que las acompañaban eran sus servidores: lacayos, cocheros u otros…
— Asombroso, ¿no crees? -dijo detrás de la joven una voz divertida-. El rey sólo ha autorizado a las damas: Monsieur, su hermano, no será llamado hasta el último momento. El duque de Bouillon y el Condé de Soissons, los dos en rebelión abierta, están fuera del reino, y el duque de Vendôme sigue exiliado en su castillo de Chenonceau, donde su hijo Mercoeur le hace compañía. En cuanto a su otro hijo, Beaufort, acaba precisamente de regresar de Flandes con una pierna entablillada, y el rey no quiere verlo.
Marie abandonó su puesto de observación para tomar del brazo a Madame de Senecey, la fiel dama de honor de la reina, y suspiró:
— Sí, me temo que la corte no sea un lugar muy alegre en estos tiempos. El rey no para de escribir al cardenal que ya tiene ganas de que la reina dé a luz para poder irse de aquí… ¡y ni siquiera contamos ya con las canciones de nuestra pequeña Sylvie para alegrar el ambiente!
— ¿La echáis de menos?
— Sí. La quería mucho y me enfurece que no se haya intentado averiguar a fondo las circunstancias de una muerte tan extraña. Me niego a creer que se diera muerte a sí misma; no es propio de ella. Me inclino más a pensar… -Calló y se mordió el labio.
— Y bien, ¿qué es lo que pensáis?
— No… nada. Una idea sin sentido…
Tenía confianza en su compañera, pero no hasta el punto de hacerla partícipe del secreto de la alcoba de la reina, un secreto que compartían únicamente tres personas: Pierre de La Porte, en el exilio desde su salida de la Bastilla, ella misma y Sylvie. Era extraño, sin embargo, que la niña hubiera desaparecido después de una larga entrevista con Su Eminencia, y Marie se sentía inclinada a pensar que las mazmorras subterráneas de Rueil tal vez no eran únicamente una leyenda. Si Richelieu sospechaba alguna cosa respecto de las relaciones de la reina con Beaufort, no pararía hasta haber eliminado a todas las personas que compartieran el secreto. Sobre todo si el niño que estaba a punto de nacer era un varón. Ahora bien, Sylvie había muerto y La Porte parecía haber desaparecido. Tal vez ella misma se estuviera beneficiando simplemente del aplazamiento de una condena ya dictada. ¿Bastaría el amor del rey, al que maltrataba con tanta dureza, para defenderla de los esbirros del cardenal, si nacía el tan deseado delfín? Nunca la había asustado el peligro, ¡pero los palacios reales estaban tan llenos de ratoneras y de servidores venales! Quedaba todavía Beaufort, el peón principal; pero debido a su temerario arrojo, sería fácil matarlo en algún campo de batalla. El también se había desvanecido al mismo tiempo que Sylvie. Se decía que había aterrizado en París unas semanas más tarde, pero una orden real le había enviado de inmediato a Flandes. ¿Seguía aún allí?
— ¿Dónde estáis, querida? -se quejó cariñosamente la dama de honor-. Os hablo y no me escucháis…
Un paje que llegaba a toda prisa le evitó recurrir a una mentira: el médico real reclamaba a Madame de Hautefort. De inmediato ella, inquieta, recogió sus faldas de raso gris claro, descubriendo unos pies perfectos calzados en chinelas de tafetán rojo, y echó a correr sin esperar a su compañera, que la siguió a paso más moderado. Encontró a Bouvard que se paseaba inquieto delante de la puerta de la reina, guardada por dos suizos. No le gustaba mucho aquel discípulo de Esculapio, al que reprochaba su pasión por las sangrías y los enemas, pero en esta ocasión no tuvo la menor dificultad en adivinar la causa de su mal humor: al otro lado de la doble puerta magníficamente decorada se oía un alboroto de pajarera enloquecida. El no le dio tiempo ni siquiera de abrir la boca.
— ¿Dónde estabais, señoras? -gritó con una mirada de indignación que transfirió de Marie a Madame de Senecey-. Estaba examinando a Su Majestad cuando nos hemos visto asaltados por todas las coronas principescas de París. Primero las señoras de Guéménée y de Conti, luego Mademoiselle, que se ha puesto a corretear por todas partes y quería a toda costa tocar el vientre de Su Majestad, luego Madame de Condé…
— ¿Ya están aquí? Acabo de verlas llegar.
— Han debido de subir las escaleras al galope, tanta prisa tenían, y yo, desbordado e impotente, me he visto obligado a cederles el sitio. ¿Quién soy yo al lado de ellas? -añadió con amargura-. ¡Oídlas! Cada una aporta su consejo, su elixir, ¡qué sé yo!
Sin responder, Marie empezó por cerrar el paso a la duquesa de Vendôme, que llegaba acompañada por su hija y por la condesa de Soissons.
— Pronto veréis a la reina -suplicó-, pero por el momento debo dejar pasar al doctor Bouvard. ¡Venid, Senecey!
Las dos mujeres entraron en el aposento, donde hacía mucho calor. Alguna persona solícita había considerado útil cerrar las ventanas, y la acumulación de los perfumes y las respiraciones de tantas mujeres hacía el aire irrespirable.
En medio de la estancia, la pobre reina, colorada y sudorosa bajo los rasos que se pegaban a su cuerpo deformado, se esforzaba por responder a todas, sofocada a pesar del abanico que agitaba blandamente una de sus doncellas de honor. Aquel comienzo de septiembre seguía muy caluroso, y el sol próximo ya al ocaso daba aún con fuerza en las altas ventanas del Grand Cabinet.
Marie empezó por dirigir una rápida reverencia a la concurrencia, corrió a abrir de nuevo las ventanas y dijo en voz tan alta como pudo:
— Señoras, ¿no comprendéis que incomodáis a la reina y que además estáis impidiendo que su médico le dedique sus cuidados?
— No exageréis, Madame de Hautefort -contestó en tono áspero la princesa de Condé-. Hemos traído remedios para ayudar a Su Majestad…
— Imploro vuestro perdón, señora princesa, pero ¿no veis que la reina se sofoca? ¡Podríais ser acusadas de regicidio… sobre todo si el niño es un delfín! ¿No sería mejor que esperarais en la antesala?
Entre murmullos y protestas, pero sumisas, las princesas salieron una tras otra mientras Bouvard se precipitaba hacia su paciente, que tendía una mano temblorosa a su dama de compañía.
— ¿Por qué me habéis abandonado, Marie? -dijo con voz apagada-. No me encuentro bien…, nada bien…
Una persona que llevara algún tiempo sin ver a Ana de Austria habría tenido dificultades en reconocerla, hasta tal punto la había cambiado el embarazo que llegaba a su término. Su rostro, siempre resplandeciente de frescura a pesar de sus treinta y ocho años, había adquirido la «máscara» temida por toda mujer encinta. Llevaba mucho tiempo padeciendo de náuseas y, por miedo a que perdiera su fruto como en ocasiones anteriores, le habían prohibido toda clase de ejercicio, incluso un simple paseo: la llevaban de su cama a un sillón y de un sillón a otro, hasta volver a acostarla. Como era golosa, había engordado demasiado, y tenía un vientre enorme.
«¡Señor! -se dijo Marie mientras llevaban de nuevo a la reina a su dormitorio-. Me pregunto qué pensaría el loco de François si la viera ahora.» Sin embargo, no por ello dejó de prodigar los cuidados más tiernos a la que posiblemente estaba a punto de dar a luz un delfín. Aunque ese delfín representara una sentencia de muerte para ella.
Los dolores empezaron durante la noche de aquel día, del 4 al 5 de septiembre. Fueron a prevenir al rey al Château-Vieux y a despertar a todas las personas que debían ser testigos del alumbramiento. Un correo partió hacia París para anunciar la noticia a Monsieur.
Alrededor de la medianoche empezó todo, pero tres horas más tarde la atmósfera se había hecho irrespirable en aquella habitación donde la futura madre se retorcía de dolor en medio de mujeres vestidas de gala que asistían al acontecimiento sin emoción, como a un espectáculo. Habían cerrado las ventanas por miedo al fresco de la noche, y de nuevo el ambiente era asfixiante. El parto no avanzaba porque la criatura no estaba colocada como era menester. Hacia las seis, se oyó al médico gruñir que las dificultades eran cada vez mayores…
Marie de Hautefort, refugiada según su costumbre en el vano de una ventana, se echó a llorar. El rey, hasta entonces inmóvil y mudo en un sillón, se levantó y se acercó a ella.
— ¡Dejad de lloriquear! -le dijo con rudeza-. No hay ninguna razón para afligirse. -Y en voz más baja añadió-: Por mi parte, me tendré por satisfecho si el niño se salva, y vos, señora, tendréis tiempo para consolaros de la pérdida de la madre…
— ¿Cómo podéis ser tan cruel, tan insensible? -murmuró ella, indignada-. Es vuestro hijo el que tortura así a vuestra esposa…
— Precisamente. El es más importante…
— ¡Mereceríais que fuera una niña!
— Será lo que Dios quiera. ¡Voy a hablar con Bouvard!
Y recomenzó la interminable espera, agotadora incluso para quienes no hacían otra cosa que mirar. Dividido entre la esperanza y el horror, Gastón d'Orléans estaba gris. Para apaciguar un poco sus nervios, Marie se acercó a Elisabeth de Vendôme, que rezaba sin descanso al lado de su madre, y se hincó al lado de ella.
— ¿Tenéis noticias de vuestro hermano Beaufort? -susurró.
— Volvió hace tres días con una nueva herida. No muy grave, por fortuna. Escapó por muy poco a la muerte; un explosivo estalló casi bajo sus pies cuando volvía a su campamento.
A la dama de compañía le dio un vuelco el corazón. ¡Un atentado! Acababa de escapar a uno… ¿Sobreviviría al siguiente?
Hacia las once y media de la mañana, en un momento en que los repetidos dolores dieron una breve tregua a la reina, Bouvard aconsejó al rey que no demorara su almuerzo. El aceptó e invitó a los señores presentes a acompañarle, pero apenas tuvo tiempo de sentarse: un paje llegó con la noticia de que la reina por fin había dado a luz.
— ¿Se sabe ya si es niño o niña?
— Aún no, Sire; me han enviado en cuanto ha aparecido la cabeza…
Luis XIII tira entonces al suelo su servilleta, y corre a los aposentos de su esposa. En la puerta se encuentra con la reverencia de Madame de Senecey, que le anuncia:
— Sire, la reina acaba de dar a luz a monseñor el delfín…
El corre al lecho donde dame Péronne, la comadrona, tiene en sus brazos un paquete que patalea envuelto en un lienzo de hilo fino.
— ¡Vuestro hijo, Sire!
Luis XIII cae de rodillas mientras a su alrededor estallan aclamaciones frenéticas y una señal hace partir, desde el patio del castillo, mensajeros en todas direcciones. Finalizada su acción de gracias, el rey ordena que se abran las puertas de la antecámara. Pasa delante de su hermano, que no tiene buen aspecto, y se dispone a recibir las felicitaciones de sus gentileshombres cuando Marie de Hautefort llega hasta él y lo detiene, tocándole el brazo con audacia.
— ¿No vais a besarla? -pregunta señalando el lecho en torno al cual se afanan las mujeres-. Me parece que lo ha merecido.
No hay cariño en las miradas que se cruzan los dos extraños enamorados. A regañadientes, Luis XIII se deja llevar al lado de su esposa, medio muerta entre sus sábanas arrugadas y manchadas. Se inclina sobre ella y la besa en la frente.
— ¡Muchas gracias, señora! -dice tan sólo, y enseguida se vuelve para recibir al Gran Limosnero, que acaba de tomar en sus brazos al bebé.
La reina se ha dormido. Marie de Hautefort, agotada también, ha vuelto a su aposento, se ha desvestido y acostado con un curioso hormigueo de desazón. Es verdad que ha conseguido su objetivo: el rey tiene un heredero y el espectro de la repudiación, que planea desde hace tanto tiempo sobre la cabeza de su querida soberana, acaba de desaparecer, pero ¿cómo olvidar que ahora es ella misma la que está en peligro… y que sólo tiene veintidós años?
No por ello durmió menos profundamente, y el sol del nuevo día que hacía brillar las gotas de rocío en los jardines en terraza del Château-Neuf le devolvió todo el coraje que necesitaba la dama de compañía de una reina para afrontar una jornada de duro trabajo. En efecto, el Sena, donde tan agradable resultaba bañarse en los días cálidos del verano, estaba ya lleno de embarcaciones venidas de París que transportaban a damas y gentileshombres deseosos de rendir homenaje al recién nacido. El camino fluvial, más lento sin duda, era más agradable que las fuertes sacudidas de los carruajes.
Sin embargo, fue a caballo y acompañado por un solo escudero como llegó el marqués d'Autancourt. Marie, que le había visto llegar, se las arregló para encontrarse con él. Le había tomado simpatía desde que se declarara enamorado de Sylvie y, al verle acercarse a lo largo de la gran galería, delgado y elegante como de costumbre en un traje de terciopelo azul oscuro, pensó que la vida estaba mal hecha: aquel muchacho amable, guapo y encantador desde cualquier punto de vista, rico y heredero de un título ducal, lo tenía todo en el mundo para ser feliz, pero el destino le había colocado en el camino de Sylvie, y Sylvie ya no existía. La huella de la pena marcaba aquel rostro joven, algo severo pero seductor cuando una sonrisa lo iluminaba.
Marie no lo había visto desde que se reuniera en el Rosellón con el mariscal-duque de Fontsomme, su padre, cuyas fuerzas habían acudido a reforzar las del príncipe de Condé. Ignoraba incluso que hubiese regresado, pero era evidente que sabía ya a qué atenerse. Se alegró visiblemente de verla y acompañó su saludo con una sonrisa triste.
— Sois la primera persona que encuentro, señora… y me alegro infinitamente de ello.
— No sabía que estuvierais de vuelta, pero supongo que el señor mariscal, vuestro padre, os ha enviado a expresar sus deseos de felicidad a la reina y a monseñor el delfín.
— En efecto, madame, pero, aunque vos seguramente lo ignoráis, mi padre nunca podrá doblar la rodilla ante su príncipe: se nos muere, y hacía falta una gran circunstancia como ésta para que yo abandonara la cabecera de su lecho.
— ¿Se muere? ¿Qué ha pasado?
— Delante de Salses fue alcanzado por fragmentos de metralla cuando, debido al fuerte calor, no llevaba puesta su coraza. Como las cosas iban mal para nuestras armas, monsieur el príncipe tuvo a bien pedirme que me encargara de llevarlo a París. De intentarlo al menos porque, en verdad, pensábamos que no llegaría vivo a su casa. Sin embargo así fue, y en estos momentos lucha contra la muerte porque nunca ha admitido ser vencido por ella, aunque la espera con resignación cristiana. El señor de Paul vino a visitarle ayer, y él sintió una gran alegría…
— Estoy desolada, amigo mío -dijo Marie al tiempo que colocaba su mano sobre el brazo del joven-. Un gran dolor que llega demasiado cerca de la desaparición de la muchacha a quien amabais… ¡a quien amábamos todos!
Esperaba una crispación en su rostro, tal vez unas lágrimas mal contenidas, pero no ocurrió nada de eso. Para su sorpresa, la mirada que le dirigió Jean d'Autancourt fue serena, tierna y casi luminosa.
— ¿Estáis hablando de Mademoiselle de l'Isle?
— Claro que sí. ¿De quién, si no? ¿Sabéis, imagino…?
— Sí. El rumor llegó hasta mí en el otro extremo de Francia, pero me he negado a creerlo.
— Sin embargo, es cierto. El señor de Beaufort en persona trajo la noticia a Sus Majestades. La pobre niña, víctima de un miserable que pagó el crimen con su vida, reposa en el castillo de Anet. La señora duquesa de Vendôme, que está todavía haciendo compañía a la reina, podrá confirmároslo. Ha hecho grabar una lápida con su nombre en la capilla…
Se produjo un silencio, y luego el joven sonrió de nuevo.
— No le preguntaré nada -dijo-, porque nada de lo que pueda decir afectará mi convicción de que tal vez Mademoiselle de l'Isle ha muerto, pero Sylvie vive.
— ¿Qué queréis decir?
— Es difícil de explicar. Sé que no ha muerto, eso es todo.
— ¿Queréis decir que vive en vos como viven en nosotros las personas amadas que la muerte nos ha arrebatado?
— No. En absoluto. La llevo en mí desde la primera mirada que intercambiamos en el parque de Fontainebleau, tan íntimamente unida que, si hubiese dejado de respirar, si su corazón ya no latiese, el mío también se habría detenido y lo habría sentido en cada fibra de mi cuerpo como una de esas heridas mortales por las que se escapa la sangre…
— Es insensato.
— No. Es amor. Nunca he amado ni amaré más que a ella, y hasta que no la haya visto con mis ojos, repetiré que vive y sabré encontrarla algún día… Pero os estoy entreteniendo a vos, que tan preciosa sois para Su Majestad. Os pido mil perdones. El rey está aquí, según me han dicho, y voy a solicitar el favor de ser conducido a su presencia. Se alejó, dejando a Marie confusa y admirada ante un amor tan grande. Jean d'Autancourt no tenía nada de un visionario. Hablaba con tanta convicción, con tal seguridad que Marie sintió que sus certezas vacilaban. El no ofrecía ninguna explicación ni aportaba ninguna prueba: sencillamente sabía, Dios sabe cómo, y lo más curioso era que, en contra de toda lógica, Marie se sentía ahora inclinada a darle la razón.
Al día siguiente de aquella feliz jornada, Beaufort, en su apartamento del hôtel de Vendôme, escuchaba con cierta melancolía el alboroto de una ciudad presa de la locura. Desde la víspera, las campanas no paraban de tañir. En Notre-Dame cantaban un solemne tedeum. En las plazas se encendían hogueras, y en la que llevaba el nombre de Place Dauphine (del Delfín) había un concierto de oboes y gaitas. Desfilaban procesiones alegóricas presididas por las corporaciones gremiales. Había bailes casi por todas partes, y como delante de todas las mansiones aristocráticas se habían perforado barricas y el vino corría gratuitamente, por la noche, cuando estallaran los fuegos artificiales, los parisinos estarían borrachos como esponjas en honor de su futuro rey.
A François le habría gustado mezclarse con toda aquella agitación en torno a la cuna de un niño al que deseaba amar, pero su herida en la pierna, que le había roto la tibia, no le permitía recorrer las calles como tanto le gustaba hacer por la simple alegría de mezclarse con el pueblo llano, que siempre lo acogía con entusiasmo. Las mujeres le encontraban guapo, y los hombres apreciaban su sencillez, generosidad y bravura. Y a todos les gustaba recordar que era nieto de aquel Vert-Galant cuyo recuerdo seguía gozando de tanta popularidad. De modo que aquel día se sentía un poco abandonado: su madre, su hermana, su hermano y sus mejores amigos habían acudido a Saint-Germain para ofrecer sus felicitaciones y sus mejores deseos. De todos modos, ni siquiera cojeando le habría sido posible acompañarles. Las órdenes de la reina, transmitidas a través de Marie de Hautefort, eran taxativas: en ningún caso debía aparecer en la corte antes de ser autorizado para ello. ¡Tal era el amargo precio que había de pagar por algunos momentos de felicidad, al parecer ya olvidados!
Acababa una melancólica partida de ajedrez con Ganseville-Brillet había ido a celebrar el acontecimiento en Notre-Dame, cuando un lacayo anunció a una dama que deseaba hablarle en privado. La dama no había querido dar su nombre, pero se anunciaba «de parte de Sus Majestades». Su corazón, entonces, brincó de alegría: ¡en aquel día de triunfo, Ana pensaba en él! ¡No cabía engaño, a pesar del plural!
Envuelta en una capa de seda ligera y con un antifaz del mismo color azul cubriéndole el rostro, la visitante entró sin decir palabra, pero bastó que el capuchón resbalara un poco y descubriera la frente pura y el magnífico cabello dorado para que él la identificara.
— ¡Madame de Hautefort! ¿Aquí, en mi casa… y en este día? ¡Qué inmensa felicidad!
Con un movimiento de los hombros Marie hizo caer su capa, mientras sus dedos retiraban el antifaz.
— No cantéis victoria, querido François. No vengo de «su» parte, sino únicamente de la mía; pero, en primer lugar, ¿estamos realmente solos?
— Espero que no lo pongáis en duda. Pierre de Ganseville, que acaba de salir, vigila detrás de esa puerta cerrada.
— He venido a hablaros de Sylvie. ¿Dónde está?
— ¡Qué pregunta tan estúpida! ¿Acaso no lo sabéis? -gruñó él, súbitamente irritado.
— No. Sé dónde dicen que está, en la capilla de Anet, no dónde se encuentra en realidad. Porque está viva, ¿no es así?
— ¿Quién os ha metido semejante idea en la cabeza?
— Primero, el joven marqués D'Autancourt, que se niega a creer en su muerte porque el inmenso amor que profesa a Sylvie le susurra que ella vive todavía.
— ¡Qué tontería! -exclamó Beaufort, rojo de cólera-. Ese joven inexperto sueña despierto, ¡y toma sus sueños por la realidad! ¡Deberían sumergirle la cabeza en un cubo de agua fría!
Marie se echó a reír.
— Ese joven inexperto, querido duque, sólo tiene dos años menos que vos, pero desde el punto de vista moral cuenta con diez años más. Cuando dice que ama a alguien, puede dársele crédito. Y creedme, ama a Sylvie.
— ¡Es una locura! Y lo que es más, peligrosa para su propia razón. ¿No puede contentarse con llorarla, en lugar de dedicarse a chismorreos estúpidos?
— Habló conmigo en privado. Yo no llamo a eso chismorrear. En cuanto a los peligros de esa locura, me parecen menores que los de la vuestra.
— ¿Estoy loco yo? Verdaderamente, señora, me repetís lo mismo cada vez que nos encontramos, pero deberiáis comprender que en este momento mi pretendida locura es inofensiva para cualquiera, ¡y sobre todo para aquella que ya está olvidándome!
— ¡Un momento, amigo mío! No nos entendemos. Recordad que no estamos hablando de la reina, sino de Sylvie, y os digo que al declararla muerta habéis atendido posiblemente a lo más urgente, pero habéis cometido una locura… Y no soy yo la única que lo afirma.
Del corsé de encaje blanco en el que reposaban sus arrebatadores senos, Marie extrajo una carta con el sello roto, que agitó delante de las narices de su anfitrión, quien preguntó de mala gana:
— ¿Qué pasa ahora?
— ¡Qué manera de perder el tiempo! Deberíais preguntarme de quién es esta carta. Os lo diré enseguida. Permitid, mientras tanto, que os lea… Pero por favor, sentaos. Me resulta penoso veros dar saltitos sobre un solo pie, como una garza.
Sin esperar la reacción de François, leyó, luego de precisar que la carta venía de Lyon:
— «Antes de proseguir mi viaje a la ciudad de los Dogos cedo, querida amiga, a la necesidad imperiosa de daros un buen consejo que tal vez os parecerá oscuro, pero sé que sois tan aguda que no os será difícil encontrar el cabo del hilo. Decid al imbécil de B. que su protegida no está tan bien escondida ni tan a resguardo de los peligros como él cree. Además de los ataques de desesperación, de los que he tenido la felicidad de salvar su vida no sin estar a punto de perder la mía, es insensato confiar un ser tan encantador a una mujer naturalmente inclinada a detestarlo porque está secretamente enamorada de ese matasiete…»
— ¡Por todos los diablos del infierno! -rugió François, levantándose una vez más de su asiento de forma tan brusca que su pierna entablillada resbaló y a punto estuvo de hacerle caer-. Mataré a ese sacristán en cuanto vuelva a asomar por Francia su fea jeta…
— ¿Por qué os habéis sentido retratado? -susurró Marie con una sonrisa ingenua que hizo que Beaufort se pusiera rojo de furia.
— Y también lo he reconocido a él. Sólo un hombre en el mundo puede escribir tales infamias sobre mí: ese miserable del abate de Gondi, que el diablo se lo lleve…
— ¡Dejad de una vez de invocar a Satanás! ¿Queréis saber la continuación de la carta?
— Si sigue en el mismo tono…
— No. Está llena de alabanzas a mi persona. Me dice que habría sido preferible pedirme ayuda y confiarme el problema. Dice también que tal vez no es demasiado tarde para llevar a esa persona a un convento seguro en el que al menos su alma, si no su cuerpo, estará segura…
François explotó una vez más.
— ¡Un convento! ¡Mi avecilla canora en un convento! ¡Moriría asfixiada!
— Al parecer -observó Marie, de nuevo con tono grave-, no es mucho más feliz en el refugio donde la habéis ocultado. La carta habla de ataques de desesperación. Se diría que la pobre niña ha intentado acabar con una vida que…
— ¿Creéis que no lo he entendido? No soy tan estúpido como pretende vuestro querido amigo… ¿Por qué, Dios mío, por qué? -François se cubrió la cara con las manos y, dejándose caer en un taburete, rompió a llorar.
Conmovida en parte por aquella explosión de dolor y por la angustia que reflejaba, Marie apoyó en su hombro una mano apaciguadora y dijo:
— Calmaos, os lo suplico, e intentemos mirar las cosas de frente…
— ¿Qué puedo hacer, si ni siquiera me es posible montar a caballo para ir a toda prisa allá…?
— En último término podríais viajar en coche, pero eso no arreglaría nada. En cambio, podríais pedir que os traigan algo de vino y unos mazapanes: no he comido nada en todo el día y me muero de hambre. Después me lo contaréis todo. Y para empezar, vuelvo a mi primera pregunta: ¿dónde está?
— ¡En Belle-Isle! -exclamó Beaufort mientras agitaba una campanilla que hizo aparecer a Ganseville-: Di que nos traigan vino y bizcochos.
Acompañó a Marie en su colación, y el calor del vino de España restauró algo su moral. Además, le pareció que sería un gran alivio compartir su secreto -que ya no lo era, ay, después de que el metomentodo de Gondi lo había descubierto- con aquella joven tan orgullosa y tan recta, que quería sinceramente a Sylvie y en la que podía confiar. ¿Por qué no lo habría pensado antes? Pero ¿cómo pensar con claridad bajo el dominio de la indignación, el dolor y la protesta?
Marie lo escuchó en silencio y olvidó casi por completo mordisquear el pastelillo de almendra que sostenía con dos dedos. Al oír los sufrimientos padecidos por Sylvie, vertió lágrimas sinceras, aplaudió el incendio de La Ferrière y luego preguntó:
— ¿Y el otro, el verdadero criminal? ¿Qué pensáis hacer con él?
François se encogió de hombros con desánimo.
— Cometí la locura de pedir su cabeza al cardenal -repuso-. La «muerte» de Sylvie me daba derecho a ello.
— ¿Y qué dijo?
— Que ese hombre, de una integridad perfecta al parecer, es demasiado precioso para el servicio del Estado. Me vi obligado a dar mi palabra de gentilhombre de que no atentaré contra él mientras siga con vida el propio Richelieu…
— Pues bien, amigo mío, ¡habrá que procurar que no viva demasiado tiempo! ¿No habéis jurado, que yo sepa, no conspirar?
— No. La misma reacción tuvo Pierre de Ganseville, mi escudero…
— ¡Ya lo veis! Vamos a reflexionar -añadió la joven, sacudiendo las migas que habían quedado entre sus encajes-. Porque además ha sugerido al rey unas órdenes bárbaras: la reina no tendrá derecho a educar en persona a su hijo, ni siquiera hasta que estrene sus primeros pantalones. El delfín será llevado a una casa regida con plenos poderes por Madame de Lansac. La han elegido por ser hija del señor de Souvré, el antiguo preceptor del rey. Una mujer seca, que da únicamente importancia a su rango. ¡Pobre pequeño! Habría sido más feliz y habría estado mejor cuidado en casa de mi abuela, Madame de La Flotte, para la que solicité el puesto…
— ¿Y el rey se ha atrevido a negároslo? ¿A vos, de quién es esclavo?
— Un esclavo al que no molestan demasiado sus cadenas cuando habla el cardenal. ¡Pero dejemos eso y volvamos a Sylvie! ¿Qué podemos hacer si ese chiflado cuenta su aventura a todo el mundo?
— Si no me equivoco, va camino de Venecia. Supongo que lo que pase en Belle-Isle no apasionará a la gente del Rialto. Eso nos da un poco de tiempo. Yo no puedo moverme, y cuando esté curado habré de reincorporarme al ejército de inmediato. ¿Y vos?
— ¿Yo? ¿Cómo queréis que me aleje en estos momentos? Pero en el fondo, ¿qué tenemos que temer de inmediato? ¿El mal humor de Madame de Gondi, que debe de creer que Sylvie es vuestra amante y se dedica a hacerla sufrir?
— Ya no está en su casa. Cuando supe que el abate tenía intención de ir a saludar a su hermano antes de marchar a Italia, envié allí a Ganseville, que la instaló en un lugar apartado donde no tiene nada que temer de la duquesa, la cual en efecto la trataba muy mal. Nunca la habría creído capaz…
— ¡Como si conocieseis algo de las mujeres! ¿Ignorabais la inclinación que sentía por vos esa beata?
— ¿Con su actitud contrita y sus ojos bajos? Estaba a cien leguas de imaginar…
— El inconveniente con vos, querido François, es que siempre estáis a cien leguas de un montón de cosas. ¿Nunca habéis imaginado, por ejemplo, que yo podía sentirme atraída por vuestra persona?
— ¿Vos? ¡Qué agradable sorpresa!
— ¡Despacio! Si os hablo de ese pequeño acceso de locura, es porque ya pasó. Todo el mundo está expuesto a un brote de fiebre, pero el caso de Sylvie es distinto: nunca amará a nadie más que a vos. Es hora de que os preocupéis de sus sentimientos. ¿Olvidáis lo que escribe el abate? La salvó del suicidio.
— No, no lo he olvidado -murmuró François, de nuevo sombrío-. ¿Por qué llegó a ese extremo?
— Lo ignoro… Quizá porque se creyó abandonada por vos para siempre. Cuando os plantan en una isla agreste en el fin del mundo, supongo que es fácil tener esa impresión. Deberíais encontrar el medio de hacerle llegar una carta en que la tranquilizarais respecto de vuestro cariño. Y convendrá que, al mismo tiempo, la duquesa de Retz sepa que… el señor de Paul se inquieta por esa niña perdida, ya que desearía… ¿ganarla para la religión, por ejemplo? -añadió Marie, inventando a medida que hablaba-. Eso debería calmar los ardores belicosos de nuestra beata. En el caso de una visita de los esbirros del cardenal, callará.
Esta vez François se echó a reír.
— Poseéis el genio de la conspiración, querida Aurora. La idea me parece buena, sobre todo porque se lo conté todo a Monsieur Vincent después de mi entrevista con el cardenal…
— ¡Perfecto! Pedidle que venga a asistiros en el triste estado en que os encontráis, e implorad su ayuda. No os la negará. En cuanto a conspirar, a fe que me siento muy dispuesta. Además de que la reina ya ha sufrido bastante, no hay que dejar que nuestra gatita se pase años marchitándose en aquella roca perdida. Pensaré algo…
Y después de ponerse de nuevo el antifaz, Marie de Hautefort tendió una mano en la que François posó los labios mientras con la otra recogía la capa de seda azul. En el momento en que salía, él preguntó:
— ¿Estáis segura de no amarme ya?
— ¡Qué fatuo! -exclamó ella y soltó una risita-. No, querido, ya no os amo: ¡sois un hombre demasiado complicado! Lo que yo necesito es un corazón sencillo…
Unos días más tarde, un cura muy ordinario, uno de los que Monsieur Vincent enviaba de misión a las regiones más miserables, salía de Saint-Lazare con un hatillo a la espalda. Su marcha no tenía nada de excepcional y no llamó la atención de nadie, pero sin duda aquel clérigo tenía un largo camino por recorrer, porque fue a tomar la diligencia de Rennes…
El mismo día, en el castillo de Rueil, al que había vuelto Richelieu, éste recibía a una de las doncellas de honor de la reina, Mademoiselle de Chémerault, tan bonita como astuta, dos cualidades que habían hecho de ella su mejor agente de información en el entorno de la soberana. Sin embargo, el cardenal no pareció complacido al verla.
— Os he recomendado que evitéis en lo posible veros conmigo, tanto aquí como en el Palais-Cardinal…
— Me ha parecido que la ocasión bien merecía una entrevista. Por lo demás, nadie en la corte ignora que soy incondicional vuestra. La reina y Madame de Hautefort no pierden ocasión de hacérmelo sentir…
— ¿Qué me traéis?
— Una copia que he hecho de una carta que Madame de Hautefort recibió de Lyon al día siguiente del nacimiento de monseñor el delfín, pero que había llegado a Saint-Germain un poco antes. Su reacción fue muy interesante. Se precipitó al hôtel de Vendôme, donde el señor de Beaufort estaba solo.
Con ceño, el cardenal leyó el texto que le fue presentado. Luego levantó la mirada hacia su visitante, que lucía un vestido de terciopelo de un rojo oscuro que hacía plena justicia a su belleza morena.
— ¿Y qué habéis concluido de esta carta? -preguntó con tono cortante.
— Pues… que la tan dramática desaparición de Mademoiselle de l’Isle podría no serlo tanto como se ha querido presentar. A pesar de las medias palabras, por lo demás muy transparentes, que emplea el abate, no veo que pueda tratarse de ninguna otra persona de la corte… Lo que me gustaría saber es qué esconde todo esto…
El cardenal guardó silencio, se levantó de su mesa de trabajo y se acercó a la alta chimenea en que ardía el gran fuego que requería su frágil salud. Tomó en sus brazos su gato favorito que dormía allí, enroscado sobre un cojín, y frotó su cara contra aquel pelaje sedoso. Su mirada se perdió entre el flamear del fuego.
— ¡A mí no me interesa ese asunto! -dijo en tono seco-. Y os estaré agradecido, Mademoiselle de Chémerault, si olvidáis que habéis leído esta carta…
— Pero es que…
— ¿Tendré que decir que os lo ordeno? Sé todo lo relacionado con Mademoiselle de l'Isle y no deseo que se prosiga una investigación que, en cierta forma, perjudicaría mis proyectos…
Con lentitud majestuosa, se volvió hacia la joven, que no podía disimular su decepción, y su mirada imperiosa la atravesó.
— Detestáis a Mademoiselle de l'Isle, ¿verdad? ¿Es a causa del joven D'Autancourt?
Una brusca cólera enrojeció el rostro de la doncella de honor.
— Me parece que es razón suficiente. Antes de conocerla, él galanteaba conmigo, y aún no he renunciado a convertirme en duquesa.
— ¿Habéis hablado a alguien de esta carta?
— Sabéis muy bien, monseñor, que primero hablo con Vuestra Eminencia.
— Así lo tengo entendido. En tal caso, olvidad la carta.
— Pero…
Una sola mirada bastó para hacerla callar; luego, con tranquilidad, el cardenal lanzó el papel al fuego. Sumisa pero furiosa, ella se inclinó en una reverencia a la que él respondió con un gesto de la cabeza antes de volver asentarse a su mesa de trabajo, apoyando en el respaldo de la silla su cabeza cansada.
— ¡Pobre avecilla canora! -murmuró-. Si Dios, en su compasión, ha querido que sobrevivas a la espantosa suerte que los hombres te habían destinado, y si El te ha evitado el pecado mortal del suicidio, no seré yo quien vaya contra su Santa Voluntad. ¡Vive en paz… si puedes!
La entrada de un religioso interrumpió sus cavilaciones.
— Pregunta por vos, monseñor.
— ¿Ha empeorado?
— No, su espíritu está claro, pero se agita mucho.
Siguiendo al hábito de paño buriel agrisado, Richelieu entró en un pequeño aposento algo apartado de la planta baja, compuesto por una biblioteca y una celda monacal. Allí transcurrían los últimos días de un anciano de larga barba gris. El padre Joseph du Tremblay, a quien llamaban la Eminencia Gris, no tenía una edad muy avanzada pero a sus sesenta y un años agonizaba, consumido por una extraña epidemia de fiebre que también había afectado al propio rey y a buena parte de sus mosqueteros y soldados de caballería ligera, y también por el trabajo incesante de un cerebro implacable, apasionadamente volcado en los asuntos de Estado. Aquel hijo de un embajador, que había soñado con una nueva cruzada y consagrado su vida a la lucha contra la casa de Austria, era el consejero más valioso del cardenal.
Cuando éste entró en su celda, casi cayó al suelo al intentar incorporarse en su jergón, y tendió al ministro una mano amarilla y seca que temblaba.
— ¡Brisach! -jadeó-. Brisach… ¿Cómo estamos?
La toma de aquella importante fortaleza, cabeza de puente sobre el Rin y que bloqueaba el acceso de los imperiales a Alsacia y la comunicación con los Países Bajos, era la pesadilla de los días y las noches del anciano. Veía en ella una especie de remate de su obra política, pero, sitiada para el rey de Francia por uno de sus mejores soldados, el duque Bernardo de Sajonia-Weimar, y por sus mercenarios alemanes, la plaza se defendía con denuedo.
Richelieu sonrió, tomó la mano extendida y la sujetó entre las suyas.
— Las últimas noticias son buenas, amigo mío, calmaos. Hemos cerrado la pinza sobre Brisach y la plaza, que carece de víveres y agua. No se nos escapará. Su caída es sólo cuestión de días…
— ¡Ah…! ¡Dios todopoderoso…! ¡Necesitamos Brisach! Un fracaso echaría a perder todo el esfuerzo hecho en esta guerra interminable. España se recuperaría…
— No tiene la menor posibilidad de ello. Nuestros ejércitos avanzan en todos los frentes…
El cardenal tomó asiento en un escabel junto al lecho de su viejo compañero, que, presa de una especie de frenesí, pasaba revista a todos los teatros de operaciones de la interminable contienda que pasaría a la historia con el nombre de Guerra de los Treinta Años, y que enfrentaba desde 1618 a la corona de Francia con la enorme coalición de los Habsburgo, los de España y los austríacos.
Siempre es doloroso constatar los estragos provocados por la vejez y el progresivo desgaste en una gran inteligencia, y al cabo de un rato el cardenal no pudo seguir soportándolo. Se fue aduciendo que quería ver si llegaban nuevos despachos, y se llevó con él al médico religioso que atendía al padre Joseph.
— ¿Cuánto tiempo le queda? -preguntó cuando se encontraron fuera del alcance de los oídos del enfermo.
— Es difícil de decir, monseñor, porque tiene una constitución vigorosa y ansias de vivir, pero su espíritu, como habéis podido constatar, empieza a hundirse en las tinieblas de la senilidad. El cuerpo no resistirá. Digamos… un mes. Tal vez dos.
— ¿La curación está excluida?
— No sólo la curación, sino cualquier forma de mejoría… a menos que Dios opere un milagro…
— Vos no lo creéis, y yo tampoco.
A pesar de que desconfiaba de la ciencia de los médicos laicos, Richelieu tenía confianza en aquel capuchino que, antes de tomar los hábitos, había estudiado en varios países la medicina árabe y la de los judíos. Rara vez se equivocaba. De modo que el padre Joseph iba a morir antes de que terminara el año…
De vuelta en el silencio de su gabinete, Richelieu reflexionó largamente, reclinado en su sillón y con los ojos cerrados. Adivinaba sin esfuerzo lo que sucedería al día siguiente de su muerte si no tenía la precaución de formar a un sucesor. Y como ignoraba de cuánto tiempo disponía, necesitaba elegir a un hombre de espíritu vivo y profundo a la vez.
Sabía desde hacía algún tiempo quién respondía mejor a esas condiciones, pero todavía no se había decidido a dar el paso porque el hombre en cuestión era la antítesis del padre Joseph: mundano, seductor, y un eclesiástico de boquilla (nunca había sido ordenado sacerdote). Lo había visto en acción como nuncio del Papa en el asunto de Cásale y recordaba todavía la alegría que le había inundado al encontrarse frente a aquel monsignore, tan sonriente como grave era él mismo, con el que las conferencias se convertían en un verdadero placer. Al descubrir además que aquel hombre amaba a Francia hasta el punto de de-sear adquirir su nacionalidad, pensó que había llegado el momento de reclamarlo.
Así pues, desdeñando llamar a su secretario, escribió de su puño y letra al Papa para rogarle que le enviara, en el más breve plazo, a monsignore Giulio Mazarini, a quien pensaba convertir en su sucesor.
La carta era franca y directa. Richelieu no ignoraba que en política ocurre que la verdad cruda tiene mayor peso que los más hábiles rodeos diplomáticos. A Urbano VIII le complacería sin duda ver a una de sus criaturas tomar el poder en Francia. Para la Santa Sede, aquélla sería una baza nada desdeñable… Por su parte, Richelieu estaba seguro de que, bajo su dirección, Mazarini se haría francés y se aferraría a su obra como el perro se aferra al hueso…
Una hora más tarde, un mensajero partía para Roma a galope tendido. En adelante, la suerte estaba echada.
Unas semanas más tarde, la Eminencia Gris moría con una sonrisa en los labios. Para apagar la angustia que ensombrecía su agonía, la Eminencia Roja había ido a anunciarle, con todas las señales de la más viva alegría, que Brisach acababa de caer. De hecho, Brisach no cayó hasta unos días después, pero el padre Joseph du Tremblay murió feliz…
El mismo día en que el correo del cardenal tomó el camino de Roma, un billete anónimo destinado al teniente civil fue entregado por un pillete en el cuerpo de guardia del Grand Châtelet en el que estaban instalados sus servicios. Con una letra desfigurada, el misterioso -o misteriosa- corresponsal informaba de que «la que dicen muerta no lo está, sino que se esconde en un lugar conocido sólo por el duque de Beaufort y el abate de Gondi. Un problema divertido para un hombre experimentado…».
Con gesto nervioso, Laffemas empezó por estrujar el papel, pero luego lo alisó y lo releyó con mayor atención. No cabía duda: sólo podía tratarse de ella, de la hija de Chiara, aquella jovencísima muchacha que había desencadenado en él las fuerzas más devastadoras de la pasión, pero que en este momento suscitaba sobre todo su rencor. Guardaba el recuerdo humillante de la dura filípica que le había dedicado el cardenal.
— Debería haceros ahorcar por los crímenes de rapto, matrimonio forzado y violación, que llevaron a una inocente a la muerte. Sé, además, que sois el autor de los crímenes perpetrados contra prostitutas a las que después marcáis con un sello de lacre rojo, y en vano habéis intentado culpar de ellos a un inocente. ¿De qué barro estáis hecho, Laffemas?
— Estoy hecho de la misma sustancia que todo hombre nacido de mujer. Tengo mis vicios, lo admito, pero ¿no soy un buen servidor para vos, monseñor?
— Es la razón por la que aún no habéis sido arrestado.
— Y nunca daréis esa orden, ¿no es así, monseñor? El amo del perro guardián ignora o no se preocupa de las inmundicias con que se alimenta ni de su ferocidad. Lo que le pide es que sea un guardián seguro, fiel e implacable. ¡Yo soy todo eso, y más aún!
— El verdugo del cardenal. Así os llaman…
— Necesitáis uno, y a mí no me importa serlo. Soy cruel y lo reconozco, pero ¿de qué le serviría a Vuestra Eminencia un santo?
— Os defendéis con habilidad y admito que deseo conservaros. Pero no volváis a atacar a ninguna muchacha, noble o plebeya. En caso de violación o asesinato, o ambas cosas, de una virgen, seré implacable. ¡Marchaos ahora mismo! Yo sentía afecto por esa pequeña…
El teniente civil no dejó de observar que únicamente le estaban prohibidas las jóvenes vírgenes, y que las busconas no habían aparecido en el discurso del cardenal-duque. Eran simplemente carne destinada al placer. ¡Qué importaba lo que les ocurriese! Evidentemente, no estaba seguro de encontrar el mismo placer en sus agresiones. El cuerpo joven, tan fresco y dulce, de Sylvie, poblaba sus noches de espantosas pesadillas desde que había llegado la noticia de su ahogamiento en el canal de Anet. ¡Y ahora resultaba que podía estar viva, escondida, inaccesible tal vez, pero viva! Encontrarla sería una partida de caza apasionante porque tampoco ella cabía en los límites impuestos por el cardenal, ya que no era virgen…
Dudó. ¿Llevaría aquel billete a su amo? Sería una satisfacción para su amor propio, pero también una falta de prudencia. Se sentiría mucho más libre si llevaba a solas su investigación; y cuando encontrara a Sylvie, le pertenecería tanto más por cuanto el cardenal seguiría creyéndola muerta.
En verdad, el día empezaba bien. Laffemas decidió continuarlo de una manera agradable yendo a presidir el interrogatorio de un monedero falso, por más que lamentó que ya no fuera posible, como en los felices tiempos de la Edad Media, enviarlo a acabar sus días sumergido en un caldero de agua hirviendo…