9. La sombra del patíbulo

Las semanas siguientes fueron tranquilas para los habitantes de la Rue des Tournelles. Laffemas se debatía entre la vida y la muerte, y el cardenal, en la otra punta del reino, tenía otros problemas que resolver. Mientras el rey, resucitado, afrontaba con energía el asedio de Perpiñán, del que informaba a los parisinos a través de un comunicado de propia mano que publicaba la Gazette, Richelieu se había instalado en Narbona y allí luchaba con un agravamiento de sus abscesos y úlceras, pero también contra la reina. Después de haber obtenido para su fiel Mazarino el capelo de cardenal, que el interesado recibió del rey con una alegría desbordante, sus espías le informaron de extraños rumores relativos a una conjura cuyas cabezas eran Ana de Austria, Cinq-Mars, el rey de España y Monsieur, hermano del rey. Su reacción fue inmediata: puesto que Ana de Austria no había entendido todavía que una reina de Francia no conspira contra el reino del que es heredero su hijo, le quitó la guarda de sus hijos. El resultado no se hizo esperar: frente a un peligro grave que podía desembocar en la repudiación y el exilio, con la eventual perspectiva de morir en la miseria en algún rincón de Alemania como acababa de ocurrirle a María de Médicis pese a ser madre de Luis XIII, Ana se vio forzada a intentar un acercamiento al cardenal, que se contentó con enviarle a Mazarino «para recibir sus felicitaciones por el cardenalato».

¿Qué se dijeron la reina en peligro y el nuevo prelado? No se sabe, pero el poder de persuasión de aquel hombre, cuya seducción ella no negaba, era muy grande. El resultado de la larga entrevista entre ambos apareció una buena mañana sobre la mesa de trabajo de Richelieu en la forma de uno de los tres ejemplares del tratado secreto acordado en marzo por Fontrailles con el Condé-duque de Olivares, tratado cuya puesta en práctica se preveía para después del asesinato del cardenal, y que contemplaba la devolución a España de todas las plazas conquistadas en el norte, el este y el sur de Francia, a cambio de lo cual la reina, convertida en regente -se suponía que Luis XIII no tardaría en seguir a su ministro a la tumba-, reinaría con el eficaz apoyo de Monsieur y recibiría importantes compensaciones por las plazas entregadas. El señor de Cinq-Mars sería nombrado primer ministro y contraería matrimonio con María de Gonzaga; todos los exiliados serían acogidos de nuevo en el reino, y una lluvia de oro caería sobre cada uno de ellos. Era la conspiración de mayor envergadura jamás tramada contra Richelieu, sin duda, pero sobre todo contra Francia. Mazarino, cuando la reina puso el tratado en sus manos, sintió que un sudor frío humedecía su frente.

— Nunca agradeceré bastante a Vuestra Majestad que haya comprendido cuál era su deber -murmuró-. Si la reina desea que monseñor el delfín reine algún día, es hora de que aprenda a comportarse como francesa… Su Eminencia sabrá reconocer lo que debe a Vuestra Majestad.

El cardenal, por su parte, no reaccionó de ninguna forma visible. El sitio de Perpiñán había concluido con una resonante victoria, y el rey, cubierto de gloria, marchaba a su encuentro. Al día siguiente estaría en Narbona, y allí se alojaría en el obispado. Richelieu se contentó con entregar el ejemplar del tratado a su fiel Chavigny.

— Daréis esto al rey en cuanto se levante -le dijo-. Después iréis a ver a Monsieur y le rogaréis que os dé su propio ejemplar. ¡Por si acaso el rey no llega a convencerse de la culpabilidad de Monsieur le Grand!

El rey se sintió tanto más herido ante la traición de su favorito, el efebo al que había colocado tan alto, por el hecho de que su entrevista secreta con Marie de Hautefort había terminado mal. Indignado por el hecho de que ella hubiera tenido la audacia de atacar a Cinq-Mars, y convencido de que lo hacía por venganza, le había dado la orden de regresar a La Flotte y no salir más de allí. Ahora, la evidencia le alcanzó como un mazazo. Sin embargo, no se permitió la menor vacilación: de inmediato dio orden de arrestar a Cinq-Mars, De Thou, Fontrailles y los demás conjurados, mientras Chavigny visitaba a Monsieur para hacerle oír algunas verdades serias.

— El delito cometido por Vuestra Alteza es tan grave que Su Eminencia no puede responder de nada. Incluso vuestra vida está en peligro…

Verde de miedo, Gastón d'Orléans no perdió tiempo en abogar por su propia causa.

— Chavigny, tengo que salir de este apuro. Vos me habéis ayudado ya dos veces ante Su Eminencia, pero os prometo que ésta será la última.

— El único medio es confesarlo todo.

Con su sempiterna cobardía, el hermano del rey no deseaba otra cosa, e inculpó a todos los que le habían seguido, incluido el duque de Beaufort, pese a que se había negado a participar. Así pues, el segundo ejemplar del tratado fue a acompañar al primero sobre la mesa del rey y acabó de hacer desaparecer las últimas dudas, muy débiles, a las que intentaba aferrarse el desdichado. Sintió que se le desgarraba el corazón hasta el punto de que cayó enfermo, pero no impidió que la justicia siguiera su curso.

La noticia del arresto de Cinq-Mars y François-Auguste de Thou cayó como una bomba en el castillo de Vendôme, en el que Beaufort, después de una buena jornada de caza, se divertía alegremente con sus gentiles-hombres y sus amigos. La llegada del mensajero -uno de los correos de la duquesa de Vendôme, llegado de París al galope- hizo caer una ducha helada sobre aquella juventud exuberante. En efecto, la duquesa apremiaba a su hijo a huir:

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