Lo que no había cambiado en la residencia de los reyes de Francia era la atmósfera. La antigua tensión seguía presente. Desde la conjura de Cinq-Mars, la reina volvía a ser sospechosa para su marido, y ello a pesar de los dos hijos que le había dado. Antes, la amenaza que pesaba sobre ella era la repudiación; ahora, ver cómo le arrebataban a sus hijos dos hombres, el rey y su ministro, tan enfermos y tan atrabiliarios. Al reintegrarse a una corte cuya melancolía acrecentaba el actual luto, Sylvie acusó aquel ambiente con una sensibilidad exacerbada por las penas. Según ella, era peor incluso que antes. No sólo ya no se ofrecían bailes, comedias ni grandes festejos a excepción de los religiosos, sino que la reina vivía retirada en el centro de un círculo en el que reinaban los Brassac, marido y mujer, y en el que las expresiones de simpatía escaseaban porque habían apartado de ese círculo a todas las personas a las que quería: La Porte seguía exiliado, la buena Madame de Senecey había sido enviada junto a su familia, y otro tanto cabía decir de Marie de Hautefort, por supuesto. Entre las doncellas de honor también había muchos cambios, como entre las damas del círculo habitual: la princesa de Guéménée había entrado en un convento; Madame de Montbazon, entregada a Beaufort, se mantenía alejada, y la joven duquesa de Longueville hacía lo mismo porque encontraba la corte demasiado aburrida. En cambio, se veía a menudo a la ex Madame de Combalet, convertida en duquesa d'Aiguillon por voluntad de su tío el cardenal, y que, segura de su poder, lo ejercía sin miramientos. En resumen, tan sólo la recién llegada Françoise de Motteville suponía una fuente real de cariño, y Sylvie comprendió que la reina, en su turbación, se hubiese refugiado en aquella normanda tranquila, culta y con unas dotes de filósofa que iban más allá de los límites del círculo regio, porque en los salones de París la llamaban «Socratine». Además, escribía muy bien, y como llevaba regularmente un diario, servía de historiógrafa a la reina, que le relataba complacida los acontecimientos anteriores a su llegada a la corte.
Madame de Motteville acogió a Mademoiselle de Valaines con visible satisfacción. Primero porque de inmediato le resultó simpática, y después por la distracción que su guitarra y sus canciones aportaban a la soberana. Por otra parte, Sylvie, como ella misma, hablaba el español, y ocurría que las tres mujeres, reunidas ya de noche cerrada en la alcoba de la reina, se quedaban charlando durante horas en la lengua nativa de la mujer que aún no había llegado a hacerse a la idea de que ya no era, y nunca más iba a ser, una infanta de España.
Al rey se le veía poco. Mantenía intactas, a pesar de sus enfermedades, la pasión por la caza y la necesidad de vivir al aire libre; y sólo salía de su pequeño castillo de Versalles para galopar por los alrededores de París o detenerse en la Visitation junto a la hermana Louise-Angélique, para solicitar de su antiguo amor consuelo por la trágica muerte de su favorito. Un día estaba en Chantilly, al siguiente en Verberie, y luego en Nanteuil con los Schomberg, en Claye, en Meaux, en Livry, en Jossigny, en Saint-Maur…
Por su parte, el cardenal buscaba en las aguas de Bourbon-Lancy un hipotético alivio a sus sufrimientos, y el nuevo cardenal Mazarino apenas se separaba de él, lo que agudizó la curiosidad de Sylvie. No lo había visto aún, pero, cuando la reina hablaba de él, lo hacía con un calor que le recordó el día no muy lejano de la concepción del delfín, cuando Ana de Austria había dado tantas muestras de alegría al recibir los objetos que él le enviaba de Italia. También recordó la violenta reacción de Beaufort. Por desgracia, Marie ya no estaba allí para recibir las confidencias de la reina, y quien las escuchaba en la actualidad no tenía la menor intención de compartirlas con la nueva lectora. Era imposible saber si subsistía la pasión de otros tiempos.
Durante aquella estancia un poco sofocante en Saint-Germain, Sylvie tuvo a pesar de todo la impresión de haberse hecho un amigo. Un día en que se había retirado a su habitación mientras la reina estaba en el jardín, cambiaba una cuerda de su guitarra cuando vio de improviso delante de ella al delfín, que la observaba con la gravedad que en muy pocas ocasiones abandonaba. Sorprendida, ella quiso levantarse para saludarlo según el protocolo, pero él la detuvo.
— No -dijo-. Sólo he venido a preguntaros si querríais enseñarme a tocar la guitarra.
No era la primera vez que lo veía, y de inmediato volvió a sentir la emoción que le producía su presencia. Era un guapo niño de cuatro años que, para un observador superficial, se parecía mucho a su madre, cuya boca redonda tenía; pero en aquel rostro infantil Sylvie podía rastrear otras huellas: la forma de la nariz, por ejemplo, y el azul resplandeciente de la mirada. Como el propio Beaufort, cuando por primera vez se encontró ante el pequeño príncipe, sintió que a su corazón no le representaría ningún esfuerzo amarlo, y le dedicó la más cálida de sus sonrisas.
— Monseñor, seguramente encontraréis maestros mejores que yo.
— No -replicó él con firmeza-. Os quiero a vos, porque me enseñaréis canciones, sois bonita y oléis bien.
La última precisión la hizo reír. En efecto, al contrario que muchos de sus contemporáneos, Sylvie, a ejemplo de François, era una partidaria de los beneficios del agua, de preferencia fría. Todo empezó el día en que, en Vendôme y cuando volvía de bañarse en el Loira, él le había contado que su abuela casi legendaria, Diana de Poitiers, conservó su belleza hasta una edad avanzada debido a que lavaba diariamente su cuerpo con agua fría, tanto en verano como en invierno. En Belle-Isle, desde que se había recuperado de su postración inicial, Sylvie se bañaba a diario en el mar, y después se había esforzado en no perder la costumbre del baño, lo que no siempre era fácil, sobre todo en la Visitation.
— En ese caso -dijo ella, después de acabar de afinar la cuerda y de rasguear algunas notas-, ¿queréis que empecemos?
— ¡Oh, sí! -exclamó él.
Su expresión de arrobo enterneció el corazón de Sylvie, que instaló al niño a su lado y empezó la lección pensando que el tamaño del instrumento tal vez plantearía algún problema. Pero su inquietud se desvaneció al ver la determinación que ponía el pequeño Luis en dominar la guitarra. Los días siguientes, después de que la reina diera el consiguiente permiso, Sylvie se divirtió con aquellas lecciones que el pequeño príncipe nunca encontraba demasiado largas y que hicieron crecer entre ambos una amistad silenciosa, que en Sylvie se transformó en auténtico cariño. Luis era un alumno ideal: tenía un oído muy fino y un don innato para la música, y cuando cantaba su voz fresca subyugaba.
Naturalmente su hermano Philippe, dos años menor que él, quiso participar, pero Luis se opuso con tanta violencia, llegando incluso a jurar que dejaría las lecciones si su hermano las compartía, que nadie se atrevió a contradecirle.
— Más tarde, monseñor, cuando Vuestra Alteza sea mayor -explicó Sylvie a aquel pequeño demasiado guapo para no resultar seductor y un tanto enigmático.
La joven no alcanzaba a comprender cómo Philippe, tan parecido al rey, conseguía sin embargo resultar encantador. Es cierto que con sus bucles espesos, negros y brillantes, sus grandes ojos oscuros siempre chispeantes y su carita sonrosada, era un niño irresistible. La reina, que sentía por su hijo menor una especie de idolatría, le llamaba su «niñita» y se divertía vistiéndolo como si nunca hubiera de llevar otra cosa que faldas y adornos femeninos.
A Sylvie le gustaban tanto sus nuevas ocupaciones que casi había olvidado sus dramáticos proyectos. Tanto más fácil le resultaba por el hecho de que no había noticias de los emigrados de Londres y el cardenal seguía ausente. Sin embargo, un día corrió la voz de que Richelieu, siempre por vía fluvial, acababa de regresar a su castillo de Rueil, adonde fue a visitarle la reina el 30 de octubre.
A su vuelta, hizo llamar a Sylvie.
— Me ha parecido que podía prometer a Su Eminencia que iríais a cantar para él esta tarde. No, no digáis nada -añadió, ante el rechazo instintivo de la joven-. Ahora es un hombre muy enfermo, y haréis con él un acto de caridad.
— Hace tanto tiempo que dicen que está enfermo, señora, e incluso de la mayor gravedad, que no alcanzo a ver dónde estaría la caridad. Además, mi última visita al castillo de Rueil me ha dejado un recuerdo…
— Horrible, lo sé, pero esta vez iréis en uno de mis coches y os acompañará el señor de Guitaut en persona. Nada puede sucederos. ¡Vamos, gatita, un poco de ánimo! Pensad que soy yo, y sabéis muy bien todo lo que he sufrido por su culpa, quien os pide ese esfuerzo. ¿Lo haréis?
Sylvie se inclinó en una reverencia; ya había hecho constar su desagrado lo suficiente.
— A las órdenes de Vuestra Majestad.
— Muy bien. ¡Id a prepararos!
De vuelta en su habitación, lo primero que hizo Sylvie fue extraer de su corpiño el frasquito de veneno, del que ahora nunca se separaba. ¡Había llegado el momento que esperaba y temía a la vez! Tal vez iba a tener la ocasión de acabar con el hombre que desde siempre se esforzaba por destruir a los Vendôme, y en particular a François debido a su amor correspondido por la reina. Pero ¿conseguiría hacerle beber el veneno? Era poco probable que Richelieu, si estaba tan enfermo como decía la reina, le pidiera una copa de vino de España.
De todas maneras, no estaba preparada para el espectáculo que le esperaba en la alcoba del cardenal.
Había pensado encontrar a una especie de inválido inmóvil en su lecho, casi confundido con la blancura de las sábanas, y en cambio vio, revestido de su púrpura cardenalicia sobre la que destacaba la cinta azul del Espíritu Santo, a un hombre recostado en media docena de grandes almohadones adornados con encajes. Tenía las manos cruzadas sobre un rosario, y el rostro más parecido que nunca a la hoja de un cuchillo. La fiebre teñía de rojo sus pómulos descarnados hasta el punto de que parecía maquillado.
Observó cómo Sylvie, con la guitarra apoyada en el suelo, le hacía una gran reverencia. Luego dijo:
— Volvemos a vernos, Mademoiselle de Valaines, y doy gracias a Dios por permitirme ofreceros alguna excusa. Malos servidores parecen haber adoptado la costumbre de tenderos una trampa en cada ocasión en que venís a mi casa. La reina me ha informado de la última, y me parece importante deciros que yo nada tuve que ver.
— Nunca he creído que Vuestra Eminencia estuviera implicada en unas maquinaciones tan viles. De todas maneras, nada tengo que temer esta tarde. El mismo señor de Guitaut me espera…
— Por consejo mío -precisó él-. Y me hace feliz el tener de nuevo el placer de escucharos. ¿Qué vais a cantarme?
— Con el permiso de Vuestra Eminencia, quisiera preguntar primero por vuestra salud.
— Muy amable de vuestra parte. Oh, estoy enfermo, tal vez más que de costumbre, pero con la ayuda de Dios espero salir muy pronto de esta cama. Por lo menos para trasladarme a un sillón.
— ¿Qué desea escuchar Vuestra Eminencia?
— La Endecha de la Chèvrefeuille, y también Mi amor, y luego todo lo que más os complazca cantar. Sea lo que sea, sé que me hará un gran bien.
Sylvie cantó las dos piezas solicitadas. Luego, como si estuviera reflexionando sobre lo que entonaría a continuación, guardó silencio por unos instantes. Con los ojos cerrados, Richelieu aguardaba, pero lo que oyó fue muy distinto de lo que esperaba.
— Monseñor -murmuró Sylvie-, ¿nunca permitiréis volver a Francia al señor de Beaufort?
Los párpados se alzaron de súbito y dejaron ver la fría cólera de su mirada.
— ¡Si habéis venido a abogar por esa mala causa, será mejor que os retiréis!
— No es una mala causa, y suplico a Vuestra Eminencia que me escuche un instante, uno tan sólo. El sentido de la justicia y del honor de Vuestra Eminencia es demasiado acusado para que haga recaer sobre el hijo las culpas del padre. Únicamente podéis reprochar al señor de Beaufort el comportarse como un buen hijo -concluyó, rechazando con decisión el uso de la tercera persona, que le resultaba demasiado difícil para su alegato.
— Le reprocho haber conspirado con España contra la seguridad del Estado.
— Sabéis muy bien que eso no es cierto. En diez ocasiones, a pesar de su juventud, las armas españolas han derramado la sangre del duque. Es fiel a su rey, leal…
— A pesar de lo cual, celebró en Vendôme una importante reunión en la que se encontraban los emisarios de los conjurados…
— Reunió a algunos amigos para ir de caza, eso es todo. No fue culpa suya que algunos de ellos alimentaran malas intenciones. Al pie mismo del cadalso, y después de recibir la Santa Comunión, el señor de Thou siguió proclamando que el señor de Beaufort no había participado en la conspiración y que, por el contrario, se había negado a colaborar.
— Abnegación de un amigo fiel que no tenía nada que perder…
— No. ¡Verdad de un hombre que no tenía derecho a mentir en el momento de comparecer ante Dios! Creedme, monseñor, François es inocente. Dejadle volver y recuperar el puesto más adecuado para él: al frente de una tropa armada.
Desde su lecho, el cardenal dejó escapar una risa parecida al crujido de una nuez al quebrarse.
— Seríais un brillante abogado, pequeña, pero perdéis el tiempo. Si Beaufort se atreve a poner el pie en Francia, será arrestado de inmediato… ¡Y ahora, cantad o marchaos!
Sylvie volvió a tomar la guitarra y rasgueó unos acordes. ¿Cómo había podido ser tan tonta para imaginar que él la escucharía? Dudaba todavía sobre lo que iba a cantar, cuando él dijo:
— ¡Un momento! En el armario que está a vuestra espalda hay un frasco de elixir de los cartujos. Id a buscar un poco para mí. No…, no me encuentro bien.
La joven sintió que su corazón se detenía. ¿Era una señal del destino aquella ocasión inesperada? Es fácil idear proyectos, incluso proyectos terribles, pero de pronto descubría que en el momento de ejecutarlos el ánimo flaquea muchas veces. Sin embargo, era preciso hacer algo. Pensó en todas las personas que se pudrían en las mazmorras de aquel hombre despiadado; en François, que podría volver a ver el cielo del país que tanto amaba. Ella perdería la vida, pero ganaría en el corazón de él un lugar que nadie podría nunca disputarle; y él pensaría siempre en ella con ternura…
— ¿Y bien? -se impacientó el enfermo-. ¿Qué esperáis? Estoy sufriendo.
Para darse valor, ella recurrió al pensamiento consolador de que iba a terminar también con el largo padecimiento de aquel hombre, y buscó en el armario el elixir y un vaso en el que dejó caer unas gotas de veneno antes de acabar de llenarlo con el licor verde que rezumaba una agradable fragancia a plantas. Luego volvió junto al lecho y ofreció el brebaje mortal.
— Bebed vos primero -ordenó el cardenal.
Ella tuvo un instante de vacilación, y comprendió de inmediato, al encontrar su terrible mirada, que él únicamente la había hecho venir para ponerla a prueba.
— ¡Vamos, bebed! -insistió-. ¿Tenéis algo que temer?
Entonces, se resignó. Después de todo, daba lo mismo acabar de inmediato; y tal vez, si el veneno no la fulminaba de inmediato, él también bebería. Acercó el vaso a sus labios, pero lo dejó escapar de sus manos al ser empujada involuntariamente por un gesto mecánico del enfermo, sacudido en aquel instante por un violento acceso de tos. El licor se derramó por la sábana, mezclado con el flujo de sangre que el cardenal vomitó de repente. Sylvie se precipitó hacia la puerta, detrás de la cual esperaban criados y médicos.
— ¡Deprisa! Su Eminencia no se encuentra bien.
— He oído la tos -dijo Bouvard, el médico real-. Iba a entrar… ¡Dios mío! ¡Otra vez ha tenido un vómito de sangre!
— ¿No es la primera vez?
— No. Sus pulmones están gravemente afectados…
Las huellas de licor verde en las sábanas no parecieron sorprenderlo, contrariamente a lo que temía Sylvie. Se contentó con refunfuñar, encogiéndose de hombros:
— Ha vuelto a pedir ese licor, que no le hace ningún bien. Me gustaría quitárselo, pero nadie es capaz de prohibirle nada…
Todos se afanaban en torno al enfermo y Bouvard, tomando del brazo a Sylvie, la llevó a la antecámara:
— Volved a palacio, mademoiselle. Mucho me extrañaría que Su Eminencia reclamara un concierto los próximos días…
Ella no pedía otra cosa, aliviada por no haberse convertido en una asesina. De modo que, al llegar a Saint-Germain, se dirigió directamente a la capilla para dar gracias a Dios por haberle impedido llevar a cabo el gesto fatal, y al mismo tiempo por haberle conservado la vida. Había visto la muerte tan de cerca que, a pesar de que hacía un tiempo detestable -desde hacía una semana no paraba de llover-, encontró magnífica la tierra, y radiante el tiempo.
El cardenal no murió aquella noche, y al día siguiente se hizo trasladar a París. Le pareció que su salud mejoraría entre las maravillas que había reunido en el Palais-Cardinal. En cambio, el rey dejó de galopar a través de la región y ya no se movió de Saint-Germain, a la espera de la noticia de un final inevitable y que le traería una especie de liberación ahora que la victoria coronaba sus armas y había hecho retroceder la guerra más allá de las fronteras del reino.
Sylvie, por su parte, vivió angustiada los días que siguieron a su visita a Rueil. A cada momento temía ser llamada junto a Richelieu, pues sabía que nunca tendría valor suficiente para repetir su intento de asesinato. El frasco de veneno acabó su peripecia en las letrinas del castillo. ¡Decididamente, no era fácil convertirse en una heroína trágica!
El 3 de diciembre, el rey acudió a la cabecera del enfermo; a su vuelta, comentó a quienes le rodeaban:
— Creo que no volveré a verlo con vida. Es el final, ¡pero qué final cristiano!
En efecto, desde su regreso a París el cardenal únicamente se ocupaba de Dios y de su alma, y soportaba sus sufrimientos con más estoicismo que nunca. A pesar del tesón con que se aferraba a la vida, por fuerza hubo de admitir que sus días estaban ya contados. Finalmente, el 4 de diciembre de 1642, Louis-Armand du Plessis, cardenal-duque de Richelieu, ofreció al Creador su alma impenetrable, murmurando:
— In manos tuas, Domine…
Y se produjo un gran silencio.
Podía haberse esperado una explosión de alegría, manifestaciones de contento, porque el terrible dictador ya no estaba, pero no: el pueblo de París, que durante cuatro días desfiló delante de los restos mortales antes de que éstos fueran trasladados a la Sorbona, donde habían de reposar cuando estuviese terminada la capilla, permaneció en silencio, sin atreverse apenas a respirar; y las miradas que dirigía al muerto, envuelto en el esplendor de un muaré púrpura que acentuaba su palidez y con la corona ducal depositada a sus pies sobre un cojín, estaban teñidas de incredulidad, pero también de respeto.
Todos experimentaban una sensación extraña: se había producido una especie de vacío, y flotaba la pregunta de si, en ausencia del timonel, el navío Francia podría continuar su gloriosa travesía. En algunas ocasiones es terrible ver desaparecer a una persona temida, detestada incluso, pero a la que oscuramente se admira. A pesar de la proliferación inmediata de panfletos, pagados por los antiguos conspiradores, el sentimiento general era que el reino, después de él, ya nunca volvería a ser lo que había sido antes. Era muy sencillo: Richelieu había hecho temblar a Europa al mismo tiempo que a Francia, porque quería hacer grande a ésta…
Luis XIII no lloró a su compañero de fatigas: le había hecho sufrir demasiado en sus afectos. Pero quienes esperaban un cambio de régimen se equivocaron, pues nada cambió. Todo el aparato administrativo levantado por el cardenal siguió en su lugar, hasta el más modesto funcionario, incluido Isaac de Laffemas, que, después de una larga convalecencia, pudo finalmente reintegrarse a sus funciones. La reina intentó que fuera despedido, pero el rey se negó. Respondió lo que Richelieu había respondido a Beaufort:
— Es un hombre íntegro, y con él el orden está asegurado en París.
El día 5 de diciembre, en el Parlamento se tomaron dos decisiones importantes. La primera confirmaba la derrota de Monsieur. Se prohibía al eterno conspirador abandonar sus posesiones. La segunda era todavía más significativa: el cardenal Mazarino, el mejor discípulo del desaparecido, entró en el Consejo, y cabía esperar que continuaría la política de su maestro. En consecuencia, nada había cambiado.
En el entorno de la reina, la atmósfera se aclaró de manera sensible, a pesar de que la corte, apenas salida del luto de la reina madre, volvió a enfundarse en sus vestidos negros en honor del cardenal. Una mañana, después de oír misa, Sylvie se puso de rodillas ante Ana de Austria para pedir el regreso de los exiliados, de dos de ellos al menos: Marie de Hautefort y el duque de Beaufort.
La reina le acarició la mejilla, le indicó que se levantase y la abrazó.
— Es demasiado pronto. El rey no aceptaría contradecir la voluntad del cardenal. No quiere mucho a vuestro amigo François. En lo que se refiere a Marie, no sé muy bien lo que piensa él. Temo que el doloroso recuerdo de Cinq-Mars le haya hecho olvidar a sus antiguos amores. Estad segura de que tengo tantos deseos como vos de volver a verles, así como a mi querida duquesa de Chevreuse, alejada de mí desde hace tantos años. Pero nos hará falta todavía un poco más de paciencia…
El diálogo fue interrumpido por la entrada de Madame de Brassac, que venía a preguntar si la reina tenía a bien conceder audiencia a Su Eminencia el cardenal Mazarino.
El tono de la dama de honor se había dulcificado sobremanera desde la muerte de Richelieu. Su puesto dependía ahora únicamente de la voluntad de Ana de Austria. Si ésta pedía su despido al rey, lo obtendría. La reina se contentó con sonreír.
— Voy al instante… -Luego, cuando Madame de Brassac se hubo retirado, añadió-: ¡Ya veis! Un cardenal sucede a otro cardenal. Parece que en este país la religión está firmemente anclada en los puestos de mando del Estado. ¿Será porque mi esposo el rey consagró Francia a Nuestra Señora en agradecimiento por el feliz nacimiento del delfín?
— ¿No tenía ya antes el título de Rey Cristianísimo?
— Por supuesto, pero me pregunto si mi hijo, cuando llegue a la edad de reinar, seguirá el ejemplo de su padre. Vos que lo veis a menudo, sabéis muy bien que, a pesar de ser tan joven, muestra ya una voluntad de hierro. ¡No creo que se deje imponer por un ministro, quienquiera que sea! Mientras tanto -añadió con un suspiro-, no tengo quejas del actual, que ha supuesto un cambio agradable. ¡Es un hombre encantador! Pero creo que aún no lo conocéis.
— No he tenido ese honor.
— ¡Pues bien, venid! Juzgaréis por vos misma…
La reina tenía razón. Con su gracia italiana y su mirada zalamera, Mazarino era encantador en el sentido de que desplegaba mucho encanto. Sin embargo, no gustó a Sylvie. Acostumbrada a la altanería con frecuencia despectiva de Richelieu, a su elevada estatura y a la nobleza con que llevaba la sotana, tuvo la impresión de ver una mala copia reducida. Ciertamente, Mazarino era mucho más guapo que su maestro y su sonrisa era seductora, pero no imponía respeto como su predecesor. Tal vez eso se debiera a que, pese a los diversos cargos eclesiásticos que ocupaba, nunca había sido ordenado sacerdote, y Sylvie no admitía que se pudiera ser cardenal sin ser eclesiástico. Tal vez también se debiera a que gesticulaba demasiado con las manos, unas manos hermosas, muy cuidadas y perfumadas.
A cambio de su reverencia, recibió un saludo, una sonrisa radiante y un cumplido lleno de galantería; pero ella no era Marie de Hautefort, y no intentó quedarse. Se retiró muy pronto. Lo que se dijeran aquellas dos personas no le interesaba. Sin embargo, no pudo impedir el preguntarse qué pasaría cuando volviera Beaufort y se encontrara con aquel «hijo de un lacayo italiano» instalado en el puesto del gran cardenal.
No había de tardar mucho en recibir respuesta a su pregunta. El 21 de febrero, Luis XIII cae enfermo en Saint-Germain, de tal gravedad que se instala su lecho en el Grand Cabinet de la reina, más cómodo y con mejor calefacción que sus propios aposentos, de una austeridad espartana. No por ello deja el rey de retener con firmeza en sus manos los asuntos del Estado. Se diría que el ejemplo de Richelieu le impide dar signos de agotamiento. ¡Y sin embargo, cuántos motivos de inquietud! En Inglaterra, donde reina su hermana Enriqueta, avanza la revolución dirigida por Cromwell, un burgués londinense. Todavía no se ha firmado la paz con España, a la que la muerte de Richelieu devuelve algunas esperanzas. El rey se encuentra enormemente debilitado, roído por la tuberculosis; y los remedios, sangrías y enemas de sus médicos lo postran todavía más…
Sin embargo, aún se levanta en los días siguientes. Tal vez debido a que rechaza con obstinación los pretendidos remedios de sus médicos, lo cierto es que se produce una mejoría; pero está seriamente afectado, y muy pronto dicta sus últimas voluntades. La reina sabe que será regente, pero que el jefe del Consejo será -y en este punto cabe preguntarse por los motivos del rey- su hermano, el indigno Monsieur, duque de Orléans. Bien es verdad que formarán parte de ese Consejo el príncipe de Condé, Mazarino, el canciller Séguier, el superintendente de Finanzas Bouthillier y el señor de Chavigny. Finalmente, ordena que se proceda al bautismo del delfín, al que apadrinarán la princesa de Condé y Mazarino. Será, antes de los funerales del rey, la última gran ceremonia del reinado. El pequeño príncipe, ataviado con un vestido de hilo de plata, recibe el sacramento con una gravedad que asombra a todos los asistentes. Y con la misma gravedad responde, un poco más tarde, a la pregunta que le formula su padre:
— Hijo mío, ¿cuál es ahora tu nombre?
— Luis XIV.
— Todavía no, pero lo será quizá muy pronto, si es la voluntad de Dios…
Sin embargo, aún transcurren varias semanas, marcadas por grandes padecimientos y breves treguas; por dos veces acude Monsieur Vincent a iluminar el lecho del enfermo con su fe ardiente, su sonrisa y sus exhortaciones llenas de bondad y sencillez. A Sylvie, que le da las gracias por haber velado por ella, el santo le dice:
— Me equivoqué al querer haceros entrar en un convento. ¡Casaos, pequeña! Necesitáis un buen esposo.
— Ya lo ha encontrado -dice Ana de Austria-, pero las circunstancias son poco favorables para celebrar una fiesta.
Los ojos oscuros y vivos del anciano se clavan en los de la joven, como si leyera lo que se esconde en el fondo de su alma.
— A pesar de todo, sería preferible casarla cuanto antes.
No era ésa la opinión de Sylvie. No ignoraba -la reina lo repetía a menudo en su presencia- que el primer gesto de Ana, una vez investida regente, iba a ser llamar de inmediato a todos los exiliados. Sylvie no era la única que deseaba apasionadamente volver a ver a François… Las dos sabían que su regreso estaba próximo.
El 13 de mayo por la mañana, Luis XIII abrió los ojos y, al reconocer al príncipe de Condé entre las personas que abarrotaban la habitación, le dijo:
— Señor, el enemigo ha cruzado nuestras fronteras con un poderoso ejército…
— ¡Sire! ¿Qué podemos…?
— ¡Dejadme… hablar! Sé… que dentro de ocho días vuestro hijo va a vencerlo y obligarlo a emprender… una vergonzosa retirada.
¡Extraña intuición la de los moribundos! Ocho días más tarde, en Rocroi, el joven duque d'Enghien expulsaría a los españoles de Francia por mucho tiempo.
Al día siguiente, 14 de mayo, entre las dos y las tres de la tarde, el rey Luis, decimotercero de este nombre, exhaló su alma pronunciando el nombre de Jesús. El mismo día, treinta y tres años antes, Ravaillac había asesinado a su padre Enrique IV.
Antes de que su esposo expirara, la reina, seguida por tres de sus damas entre las que se encontraba Mademoiselle de Valaines, había abandonado, para cumplir la costumbre, el aposento mortuorio, es decir el Château-Neuf, y se había trasladado al Château-Vieux, donde se encontraban el delfín y su hermano. El murmullo de los rezos llenaba por completo la agradable mansión de recreo en la que Ana de Austria se había instalado permanentemente desde hacía varios años.
En el momento en que el pequeño cortejo llegaba al vestíbulo, Sylvie sintió una emoción tan intensa que dejó caer el misal que llevaba en las manos. Suntuosamente vestido de terciopelo negro recamado en azabache, sobre el que resaltaba su cabello rubio, esperaba allí un hombre acompañado por tres de sus gentileshombres; un hombre que se adelantó e hincó la rodilla ante la reina.
— Señora -dijo Beaufort-, heme aquí de vuelta, convocado por monseñor el obispo de Lisieux, en respuesta a la llamada de Vuestra Majestad, y dispuesto a servirla en todo lo que se le ofrezca.
Ana de Austria le tendió la mano para que la besara, sin poder disimular la alegría que brillaba en sus ojos.
— Levantaos, señor duque, y acompañadnos…
En ese momento empezó a tocar a muerto la campana de la capilla. Todo el mundo se arrodilló y, tras unos instantes de recogimiento, la reina acabó su frase:
— … ¡A ver al rey!
Aquellas palabras, que consagraban a su pequeño alumno, hicieron estremecerse a Sylvie. El grupo entró en el viejo palacio en silencio. François marchaba junto a la reina, un paso detrás de ella, y no había visto a Sylvie, cuyo regreso a la corte ignoraba. Ella sólo veía de él los anchos hombros y la cabeza. El corazón le latía con fuerza. Por primera vez iba a ver juntos al delfín y a su verdadero padre.
En los aposentos de los infantes reales, Ana de Austria tomó a Luis en brazos y lo besó con ternura; luego dio un paso atrás y dedicó al niño una profunda reverencia antes de besar su manecita.
— Sire -dijo con una emoción que le devolvió el acento español-, tenéis ante vos a vuestra madre y vuestra más fiel súbdita. -Luego se irguió e hizo adelantarse a François, que saludó profundamente-. Este es el señor duque de Beaufort, vuestro primo y nuestro amigo, a quien os confío a vos y también a vuestro hermano. Él cuidará de vosotros: es el hombre más honrado de Francia.
El niño no dijo nada, pero la sonrisa que había tenido para su madre se borró y dio paso a una gravedad inesperada. Tendió la mano y François, rodilla en tierra, la besó. Las manos le temblaban.
Apenas hubo tiempo para decir nada más: una avalancha de personas hacía temblar las escaleras e incluso los muros del castillo. Encabezada por Monsieur y el príncipe de Condé, toda la corte, abandonando al difunto a las plegarias de los religiosos y los cuidados de los embalsamadores, se precipitaba, como en cada cambio de reinado, hacia el nuevo soberano, sin imaginar que aquel niño que aún no tenía cinco años los abrasaría con los rayos de un sol deslumbrante…
Fue una jornada extraña, en el curso de la cual el astro de François ascendió al cénit. En un instante, su poder se había hecho inmenso: la reina se apoyaba únicamente en él para tomar cualquier decisión. La primera fue que se regresaría a París el día siguiente, para mostrar el rey al pueblo y sobre todo al Parlamento, con cuya intervención planeaba Ana de Austria romper el testamento de Luis XIII: quería la regencia en exclusiva, sobre todo sin la presencia de su cuñado y de Condé. Con ello quedaba sobreentendido que le bastaría la ayuda de Beaufort. Éste, aun guardando las formas exteriores del luto, aparecía radiante de felicidad, y pensaba de forma insensata que ahora por fin podría vivir a la luz del día sus amores regios. Tanto era así que aquella misma noche tuvo un altercado con el príncipe de Condé.
Toda la corte estaba reunida en torno a la reina, y ésta se sintió de repente muy cansada. Beaufort decidió tomar medidas.
— ¡Señores, retiraos! -ordenó con voz estentórea-. La reina desea descansar.
El príncipe de Condé se sintió molesto.
— ¿Quién habla y da órdenes en nombre de la reina estando yo presente?
— Yo -respondió François-, que siempre sabré llevar a cabo lo que Su Majestad me ordene.
— ¿De verdad? Me satisface saber que sois vos, para enseñaros el respeto que me debéis…
— Ante la reina, yo no os debo nada…
— ¡Señores, señores! -intervino Ana de Austria-. No es día de discusiones.
Y luego, cuando Condé, tras un saludo muy seco, se retiraba con sus gentileshombres, suspiró:
— ¡Dios del Cielo, todo está perdido! El señor príncipe de Condé se ha encolerizado.
— No es grave, señora, y nada se ha perdido. Mañana tendréis plenos poderes y yo sabré aconsejaros.
Lo que acababa de ocurrir le encantaba. Se sentía feliz por haber bajado los humos a aquel viejo chocho que se había atrevido, para no atraerse la cólera del difunto cardenal, a negarle la mano de su hija.
La muchedumbre se dispersó y pronto no quedaron junto a la soberana, a excepción de los gentileshombres de servicio, más que las damas de la reina. Fue entonces cuando François advirtió a Sylvie, y de golpe olvidó todo protocolo.
— ¿Vos? Pero ¿qué hacéis aquí? -exclamó sin entretenerse en preámbulos.
— Ya lo veis, señor duque, sirvo a la reina. Soy su lectora… y doy lecciones de guitarra al rey Luis XIV.
— Palabra, tenéis el diablo en el cuerpo. La última vez que os vi…
— La última vez me disteis a entender que mi verdadero lugar estaba en un convento. Por desgracia, ni yo quería convento, ni el mismo convento me quería realmente a mí. Si añadís a ello que un personaje muy poderoso me sacó de allí para arrojarme a la Bastilla, en la que tal vez me encontraría aún de no ser por la ayuda de mis verdaderos amigos…
— ¿Yo no soy uno de ellos, quizá?
— Sabéis muy bien que sí-repuso Sylvie con una especie de cansancio-. Me salvasteis de un destino peor que la muerte y me llevasteis a un lugar donde pensabais que estaría segura. Gracias a vos conocí Belle-Isle y la conservo en mi corazón; pero no intentasteis saber qué era de mí, y todo lo que se os ocurrió ofrecerme, cuando hube de abandonarla, fue entrar en un convento. Y me tratasteis como si fuera una criada poco cumplidora…
Los dos se habían apartado hasta un rincón de la amplia estancia, pero sus voces, al alzarse debido a la cólera, acabaron por acallar el murmullo de las conversaciones. La reina fue hacia ellos.
— ¿Y bien? ¿Así es como se reencuentran dos antiguos amigos?
— Mademoiselle se ha enfadado -gruñó Beaufort-, cuando yo no he hecho otra cosa que asombrarme al ver aquí resucitada a Mademoiselle de l'Isle.
— Ya no se llama Mademoiselle de l'Isle, sino Sylvie de Valaines… a la espera de un nombre más ilustre -dijo Ana de Austria, sonriendo ante la sorpresa que iba a causar.
— ¿Un nombre más ilustre?
— Pues sí. Nuestra gatita será muy pronto la señora duquesa de Fontsomme, tendrá derecho al taburete y formará parte de mis damas.
— La duquesa de…
François quedó sorprendido, pero no en el buen sentido. Ni siquiera intentó disimular su disgusto, lo que hizo reír a la reina. Pero ésta recuperó su seriedad para añadir:
— Fontsomme. El joven duque se ha enamorado de ella, hasta el punto de que fue al galope hasta Tarascón para arrancar del rey la orden de liberación de su amada, injustamente arrestada como cómplice de vuestro padre en aquella oscura historia de envenenamiento. No sólo obtuvo su libertad, sino que me devolvió a Sylvie. Ahora es su prometida…
El rostro de François se tornó de hielo. Se inclinó con tanta rigidez que pareció partirse en dos.
— ¡Mis felicitaciones, señorita! Espero que por lo menos habréis pedido su autorización a Madame de Vendôme, mi madre, que os educó.
— Es inútil recordármelo -murmuró Sylvie-. Nunca olvidaré lo que le debo…
— Fui yo quien se la pidió, el primer día en que vino a visitarme después de la muerte del cardenal. Se alegró mucho, y también vuestra hermana -intervino la reina en tono seco.
— ¡Pues bien, todo va entonces de maravillas! Ahora permitid que me retire, señora. Debo hacer la ronda de las diferentes guardias del rey.
Se alejó después de un profundo saludo, sin una mirada para Sylvie, cuyos ojos se humedecieron mientras la reina, sin darse cuenta de ello, se volvía hacia las damas de servicio para proceder al coucher, la ceremonia de acostarse. Entonces una mano se posó sobre el hombro de la j oven, y una voz familiar susurró:
— Siempre hubo momentos en que me parecía estúpido, pero ahora su actitud resulta de lo más divertida.
Con un gritito de alegría, Sylvie se volvió y se precipitó entre los brazos de Marie de Hautefort que, todavía en traje de viaje, le sonreía.
— ¡Marie, por fin! Desde la muerte del cardenal, cada día he esperado vuestro regreso…
— El rey no lo permitió. Confieso que me he dado mucha prisa cuando la reina me ha enviado un coche a La Flotte. Esperaba llegar a tiempo para un último gesto de respeto y afecto. Infortunadamente, los caminos no permiten grandes velocidades…
Ahora era Marie quien tenía lágrimas en los ojos.
— ¿Le amabais más de lo que pensabais?
— Me di cuenta un poco tarde. Tal vez lo que sentía confusamente en mi interior me hizo mostrarme tan dura con él… ¡Pobre rey mío!
Con sus habituales maneras decididas, Marie se deshizo de su pena como de un manto raído.
— ¡Hablemos de vos! No hay ninguna razón para que os aflijáis por las groserías de vuestro querido François. Tienen un curioso parecido con los celos.
— ¿Celos, cuando tiene aquí mismo a quienes más ama? Madame de Montbazon y la…
— Es posible, pero eso no impide que haya adquirido desde hace mucho tiempo la costumbre de consideraros propiedad suya, y puedo aseguraros que no está contento. Yo, en cambio, estoy encantada. Cuando seáis duquesa estaréis en su mismo nivel, y Jean de Fontsomme es el muchacho más encantador que conozco.
La furia de François era tan real que hacía que se sintiera desconcertado ante sus propios sentimientos. En el momento en que tocaba con las manos la gloria suprema, en que el amor de la reina le llevaba al pináculo, en que disponía a su voluntad de la más adorable de las amantes, aquella pequeña calamidad, al recordarle su existencia, acababa de propinarle alrededor del corazón un pinchazo que no conseguía explicarse. Tal vez lo más insoportable era que, en su ingenua candidez de varón muy poco habituado a los meandros del alma femenina, pensaba que la horrible experiencia de La Ferrière habría alejado para siempre a Sylvie de cualquier posible matrimonio.
Sin embargo, desde su regreso a Francia, y antes incluso de ver a la reina, se había ocupado de vengarla. Con la única compañía de Ganseville había corrido, al caer la noche, a la Rue de Saint-Julien-le-Pauvre. Allí había encontrado una casa devastada, con las ventanas rotas, antela que los paseantes tardíos pasaban desviando la mirada. Sólo un hombre, sentado en un poyo, fumaba su pipa mientras contemplaba el portal arrancado de sus goznes.
— ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Beaufort-. Se diría que ha pasado un huracán…
— El peor de todos: el de la furia popular. En cuanto se supo la muerte de Richelieu, una muchedumbre se precipitó aquí. Lo sé porque yo fui el primero en llegar, y eso movido por buenas razones. Hace varios meses hundí mi espada en el pecho de Laffemas, y él encontró la manera de sobrevivir. Había venido a concluir mi obra…
— ¡Oh! -dijo Ganseville, que estaba bastante al corriente de los chismes parisinos-. ¿Entonces sois el famoso capitán Courage? ¿A cara descubierta? ¿Dónde está vuestra máscara?
— Sólo la uso por la noche. Y vos, monseñor, sois el duque de Beaufort, el héroe de los parisinos…
— ¿Me conocéis?
— Por supuesto. Todo el mundo aquí conoce al verdadero nieto de Enrique IV. ¡El que habríamos preferido tener como rey! ¿Buscabais vos también a Laffemas, señor?
— Sí, tengo una vieja cuenta que saldar. ¿Qué ha sido de él?
— Nadie sabe nada. Ha desaparecido como si la tierra se lo hubiese tragado. Creedme, lo he registrado todo. Nada aquí, ni en Nogent. Ha conseguido escapar…
— Eso habrá que averiguarlo. Si aún vive en algún lugar, debo encontrarlo. ¡Está en juego mi honor!
— También el mío, monseñor, por más que os parecerá de escasa importancia. Es lo que pensaba cuando habéis llegado…
— ¡En ese caso, unamos nuestras fuerzas! Si os enteráis de alguna cosa, hacédmelo saber en el hôtel de Vendôme.
— Y si vos tenéis necesidad de mí, sabed que al margen de la corte de los milagros, donde es peligroso introducirse, se me puede encontrar, con el nombre del Griego, en la taberna Deux-Anges. Todos los días paso por allí un momento tal como me veis ahora.
Dicho lo cual, el truhán saludó y desapareció entre las sombras de la noche.
— Curioso personaje -comentó Ganseville-. No lo encuentro desagradable.
— Tampoco yo. En cualquier caso, puede ser un aliado interesante.
Mientras no diese con el paradero de Laffemas, Beaufort podía consagrarse por entero al servicio de la reina. Pesadas responsabilidades recaían ahora sobre los hombros del «hombre más honrado de Francia». Debía velar muy de cerca por el sagrado depósito que le había sido confiado, y con todas sus fuerzas expulsó de su interior la imagen de aquella Sylvie que, con toda evidencia, ya no le necesitaba. Por más que aquello fuera difícil de admitir…
La noche de la muerte del rey, después de inspeccionar las rondas y cuando la reina se había retirado ya a sus aposentos con sus damas, para rezar más que para dormir, François fue a instalarse en la antecámara del pequeño rey para velar allí, armado hasta los dientes, a aquel niño del que acababa de descubrir que le era infinitamente precioso. Más aún de lo que había sido su madre. Había pasado el tiempo de los amores locos. El de los hombres y el del honor llegaría con la próxima aurora…
Cuando apareció ésta, y mientras los despojos mortales de Luis XIII permanecían en soledad en los castillos de Saint-Germain abandonados por la corte, una larga caravana de carretas que transportaban muebles y baúles descendió hacia París, con destino al viejo Louvre. El cortejo del niño rey y de su madre iba detrás, en medio de una multitud. Beaufort, el organizador de aquel verdadero espectáculo, hizo las cosas a lo grande, sabedor de la importancia que tienen para el pueblo las pompas y el despliegue de las fuerzas del soberano. La carroza real que llevaba a Ana de Austria, a sus hijos, a Monsieur y a la princesa de Condé (el príncipe seguía enfadado), iba precedida por la guardia francesa, la guardia suiza, los mosqueteros, la caballería ligera del mariscal de Schomberg, los escuderos de la reina, la guardia de Corps y la guardia de la puerta. Iban detrás el Gran Escudero con la espada real, las doncellas de honor, la guardia escocesa, los cien suizos y otro regimiento de la guardia francesa que escoltaba la carroza vacía del rey difunto. Detrás aún desfilaba una multitud de carrozas, coches, gente a caballo y a pie. El lucido cortejo del flamante nuevo rey, salido a mediodía de Saint-Germain -seis horas después de la mudanza-, tardó más de siete horas en llegar al Louvre en medio de un entusiasmo indescriptible. Los parisinos, deseosos de adorar a su rey niño, habían llegado a temer que sus soberanos no quisieran residir más en la capital y prefirieran el encanto, el amplio panorama, el aire fresco y las arboledas de Saint-Germain. Sería excesivo afirmar que la reina se sintió encantada al volver a encontrarse en el viejo palacio, que un abandono de cinco años no había contribuido a mejorar. Miró abrumada las paredes sucias, los techos agrietados y las huellas dejadas por el hielo y la humedad.
— ¿Conseguiremos vivir aquí? -gimió, al tiempo que se volvía despacio para apreciar mejor los desperfectos.
— Nadie os obliga a ello, hermana -dijo Monsieur, que la había oído.
— ¿Estáis pensando en darnos hospitalidad en vuestro suntuoso palacio del Luxembourg?
— ¡Claro que no! Apenas es lo bastante grande para mí. Pero os recuerdo que el difunto cardenal legó al rey su palacio, que está aquí al lado. No podríais encontrar un alojamiento más magnífico y mejor amueblado.
El rostro sombrío de Ana de Austria se iluminó de golpe y dedicó a su cuñado una sonrisa radiante.
— ¡Tenéis mil veces razón, hermano! Mañana mismo haré que inspeccionen el lugar y tomen toda clase de disposiciones para adaptarlo como nuestra vivienda. Más tarde iré a verlo yo misma.
Mientras tanto, era preciso alojarse. Los grandes, todos ellos poseedores de mansiones en París, regresaron a sus moradas, y Sylvie, que ya no formaba parte de las doncellas de honor y no podía recortar aún más el ya reducido aposento de la reina, volvió a la Rue des Tournelles, donde fue recibida con alegría. Allí encontró también a Jeannette, que había vuelto con Mademoiselle de Hautefort, y que cayó en sus brazos llorando de felicidad. Por primera vez desde hacía cinco años, la «familia» del caballero de Raguenel se encontró reunida al completo, y aquella noche se festejó la ocasión hasta muy tarde.
La repentina y fulgurante elevación de Beaufort no dejó de sorprender a Perceval.
— Sabía que los Vendôme estaban de vuelta -dijo-. El duque César lleva aquí unos días, y atruena el faubourg Saint-Honoré con su vozarrón y con los amigos ingleses que ha traído consigo. Era un poco prematuro, porque el rey aún vivía. Dice ya que ha venido a reclamar el gobierno de Bretaña, al que tanto apego tenía. Comprendo su alegría por volver después de diecisiete años de exilio, pero un poco de discreción sería más prudente.
— Si monseñor François va a encargarse del gobierno -dijo Corentin, que volvía de la bodega y le había oído-, no veo por qué su padre habría de recatarse: ¡tendrá todo lo que pida! Monseñor François siempre ha querido mucho a su padre. Incluso pidió ser encarcelado en su lugar.
— Los afectos particulares y el gobierno de un gran reino son cesas muy distintas. Y, si queréis mi opinión, no me imagino a nuestro Beaufort como primer ministro. No es hombre de estudios y carece de habilidad.
— Todavía es joven -argumentó Sylvie, siempre dispuesta a defender a su héroe-. Con los años cambiará, madurará…
Perceval sonrió, le dio una palmada en la mejilla y encendió su pipa.
— Me extrañaría -dijo-. Por lo demás, aún no ha sido nombrado, ¡y dudo que lo sea alguna vez! Pueden hacerle almirante, general de las galeras o lo que se quiera, pero que no pongan a Francia en sus manos: hará un estropicio. Por otra parte, antes de ocupar el lugar de Richelieu tendrá que vérselas con sus enemigos, los incondicionales del difunto cardenal, y sobre todo con su herencia: el cardenal Mazarino no se ha aupado al primer plano para ceder su puesto al primer recién llegado, y mucho me temo que es un zorro lleno de recursos.
— ¿Y creéis que ese italiano lo hará mejor que él al frente del gobierno? -se indignó Sylvie-. ¡No es más que un comediante!
— ¡Un diplomático! -rectificó Raguenel-. Y eso es lo que necesita un pueblo que desea la paz…
Los días siguientes le dieron la razón.
Después de la gran sesión del Parlamento que rompió el testamento de Luis XIII para ofrecer a Ana de Austria poderes plenos y completos, después de los suntuosos funerales que llevaron al difunto rey a la cripta de Saint-Denis, el Louvre entró en un agradable período de reencuentros. A continuación de Marie de Hautefort, que recuperó su puesto de dama de compañía, el fiel La Porte, exiliado después del asunto del Val-de-Grâce, volvió con toda naturalidad a ocupar su puesto de jefe de protocolo de la reina, que le recibió con lágrimas en los ojos. Ni el uno ni la otra habían cambiado, y mucho menos Madame de Senecey, feliz de dejar su castillo de Conflans por el cargo de gobernanta de los infantes de Francia, en el que sustituyó a la marquesa de Lansac, invitada a visitar sus tierras. Reapareció también el mariscal de Bassompierre, salido de la Bastilla después de doce años de prisión empleados en escribir sus memorias. Había envejecido mucho, pero seguía siendo el mismo jovial conversador, y Perceval de Raguenel se apresuró a visitarlo. El antiguo círculo de la reina quedó así casi reconstituido, y lo mismo ocurrió con el capítulo del Val-de-Grâce, en el que la madre de Saint-Etienne recuperó el báculo de abadesa. Con todo, subsistió una ausencia, y de importancia: la duquesa de Chevreuse, la amiga de sus veinte años, exiliada casi ese mismo tiempo; la reina no se atrevió a llamarla. Tal vez hubo en ello alguna influencia de Mazarino: la duquesa conocía el secreto de la aventura con Buckingham y otros más peligrosos aún, los de las conjuras incesantes con España, cuyo punto álgido había sido la de Cinq-Mars.
Cuando finalmente reapareció, aún bellísima a pesar de sus cuarenta y tres años, siempre arrogante y dispuesta a hincar el diente a los bocados más jugosos de la rica Francia, siempre relacionada con las cancillerías de los países más hostiles al reino, se dio cuenta de que, de su antigua influencia, únicamente subsistía el recuerdo de los buenos ratos de otros tiempos. La reina la recibió con afecto, pero las dos mujeres no estuvieron mucho rato solas. Muy pronto apareció Mazarino, todo sonrisas: venía a ofrecer a la recién llegada una bonita suma de dinero para reparar su castillo de Dampierre, en el valle de Chevreuse, con la condición de que ella misma se ocupara de dirigir las obras. La duquesa comprendió de inmediato: no la querían en la corte y le remuneraban sus servicios. No rechazó el dinero, porque siempre había tenido los dientes largos, pero al abandonar el palacio se llevó consigo una rabia bien disimulada, un odio consistente por Mazarino y un rencor nuevo hacia la reina. Se fue decidida a vengarse un día u otro.
Los ojos atentos de Marie de Hautefort lo observaron todo con sumo interés, e iluminaron para Sylvie los meandros de aquel enorme cambalache.
— O mucho me equivoco -dijo un día a su amiga-, o nuestro François podría sufrir a no mucho tardar una amarga decepción. ¡No me gustan nada los continuos cuchicheos de nuestra reina con ese mentecato! -Se sobrentiende que, en su lenguaje, mentecato se escribía «Mazarino».
No habían llegado las cosas aún a ese punto. Los Vendôme estaban de vuelta y hacían bastante ruido, en particular el duque César, convertido en una especie de curiosidad desde la época en que se hablaba continuamente de él sin verle nunca. Apareció, pues, con gran aparato de gentileshombres para recuperar su sitio en la corte, pero, más astuto que Beaufort, hizo mil carantoñas al nuevo cardenal. Durante el exilio había soñado demasiado con el gobierno de Bretaña, que consideraba patrimonial, para no desear ardientemente recuperarlo. La muerte de Richelieu -que ostentaba el título y ejercía el cargo- lo había dejado vacante. Pero, ay, sus sonrisas no sirvieron de nada: el ansiado gobierno ya había sido adjudicado al mariscal de La Meilleraye, al que César odiaba. Al saberlo se retiró a su tienda, como Aquiles, y se dedicó a refunfuñar bajo los artesonados dorados de su hôtel de Vendôme.
Al predecir una decepción a François, Marie de Hautefort no se equivocaba, y muy pronto padre e hijo coincidieron en el odio profundo que les inspiraba el nuevo cardenal. En efecto, una vez en posesión de sus plenos poderes, la regente dejó pasar un plazo discreto antes de lanzar un cañonazo: el nombramiento de Mazarino como primer ministro. François de Beaufort creyó morir de rabia, pero se guardó mucho de protestar. Su táctica consistió en endurecer su posición y empujar al otro al rango de simple ejecutor, tanto de las voluntades reales como de las suyas propias.
Por instinto, aborrecía a aquel hombre y no comprendía por qué «su» reina dependía de aquella imitación de prelado, hasta el punto de no tomar ninguna decisión sin oír antes su consejo. Poco a poco, aquel italiano marrullero y tal vez celoso iba levantando una barrera entre la regente y el hombre que tanto la había amado. Naturalmente, Beaufort no soportó mucho tiempo aquella situación. Decidió afirmar su ascendencia sobre Ana, sus derechos de amante, a pesar de que el duelo real no le autorizaba a ello. Quiso su mala fortuna que, arrastrado por su carácter fogoso, lo hiciera con una torpeza que avergonzó a Sylvie, presente en el Grand Cabinet cuando apareció él una mañana reclamando ver a la reina.
— Es imposible, monseñor -le dijo La Porte-, Su Majestad está en su alcoba y no recibe.
François se limitó a sonreír y afirmó:
— ¡Vamos, La Porte, sabéis muy bien que a mí sí me recibirá!
— No, señor duque. La reina está en el baño.
— ¡Qué importa!
Y, con un empujón al servidor, entró tranquilamente en la alcoba sin querer escuchar el grito de Sylvie, a la que ni siquiera había dedicado una mirada. No se quedó allí mucho tiempo: un chaparrón de insultos en español, aderezados con el acento oportuno, le obligó a batirse en retirada con una precipitación que provocó las risas de Marie de Hautefort, presente al lado de la reina. Sin esperar más explicaciones, François se marchó del aposento real con la única satisfacción de cerrar la puerta en las narices de un guardia suizo.
La furia de la reina no duró mucho tiempo. Todavía amaba a François demasiado para guardarle rencor, por más que Mazarino insistiera en lo inconveniente de la escena. Otro incidente vino a añadirse a aquél para agrandar un poco más el foso que se abría entre la pareja. La amante de Beaufort, la bella Montbazon, que detestaba a la ex Mademoiselle de Condé, ahora duquesa de Longueville, porque François había sido en tiempos uno de los pretendientes a su mano, intentó atacar su reputación de recién casada. Un azar maligno quiso que Madame de Montbazon encontrara en su salón, después de la marcha de algunos visitantes, dos cartas femeninas, muy bellas y tiernas, perdidas por el marqués de Coligny. De inmediato decretó que la autora de las mismas era Madame de Longueville, convenció a François de la justeza de sus argumentos, e hizo correr el rumor aprovechando la gran reunión de la corte y la alta nobleza en torno a Elisabeth de Vendôme, el día de su boda con el duque de Nemours.
Aquel matrimonio -el primero del reinado de Luis XIV- se celebró en el antiguo Palais-Cardinal, ahora Palais-Royal, en el que acababan de instalarse la reina y sus hijos. La mansión, verdaderamente principesca, era una vivienda mucho más agradable que el viejo Louvre, decrépito y siempre en obras.
La princesa de Condé, madre de la duquesa de Longueville, se indignó, clamó que aquello era un insulto público y una calumnia, y la reina le dio la razón: la imprudente Montbazon hubo de acudir al hôtel de Condé para presentar excusas públicas. Naturalmente el salón estaba abarrotado de gente, pero ella actuó con una insolencia y una desenvoltura muy del estilo de Beaufort: con las maneras de una mala comediante y una sonrisa de desprecio, dio lectura a un breve texto que llevaba sujeto con un alfiler a su abanico, y que después dejó caer desdeñosamente. El resultado fue que, en la siguiente reunión en que se encontraron las damas de la reina y la princesa de Condé, la regente rogó a Madame de Montbazon que se retirara. Loco de rabia, Beaufort se precipitó a los aposentos de Ana.
— ¡Ella ha hecho lo que vos le ordenasteis! -gritó, sin preocuparse de las personas presentes-. No teníais derecho a humillarla de nuevo.
La reina, muy bella entre sus velos negros que armonizaban bien con la blanca tez, intentó calmarlo.
— Hay maneras de hacer las cosas, amigo mío. Si no quisierais tanto a la duquesa me daríais la razón.
La amargura que teñía la voz de Ana no fue percibida por el joven, que se encogió de hombros. Quiso la mala suerte que Mazarino, que había entrado un instante antes, se aproximara armado con su sonrisa meliflua. Furioso, Beaufort dijo:
— Cuán lejos parece estar, señora, el tiempo en que sabíais escuchar la voz de vuestros verdaderos amigos. Los nuevos la acallan, y vos ni siquiera os dais cuenta del poco valor que tienen…
Al girar sobre los talones sin saludar, tropezó con Sylvie que llegaba, acompañada de Fontsomme, a la zaga del cardenal. Dado el mal humor que le dominaba, François sintió aquello como una nueva ofensa. Sus ojos relampagueantes recorrieron de arriba abajo a la pareja con una mirada en la que la cólera se esforzaba por expulsar el dolor, y su rostro palideció bajo el bronceado.
— ¡Vaya! -exclamó-. ¡Este sí que es un día completo! Se diría que habéis escogido vuestro bando, Mademoiselle de Valaines. Llegáis envuelta en las faldas de Mazarino.
Jean iba a responder, pero Sylvie no le dejó.
— No llego envuelta en las faldas de nadie -replicó-. Vengo simplemente a cumplir mi servicio junto a la reina. El cardenal ha llegado delante de nosotros y no teníamos ninguna razón para querer adelantarnos a él. Después de todo, es el primer ministro y…
— ¡Y en ningún caso un hombre de Dios! ¿Olvidáis que es el enemigo de todos los que os han amado hasta hoy? ¿Y vos, duque? ¿Venís también a cumplir vuestro servicio?
— Por más que eso no os incumba, monseñor -respondió el joven-, soy portador de una carta para la reina…
— ¿De parte de quién? -preguntó Beaufort con altanería.
— ¡No abuséis de mi paciencia! -repuso el joven-. Sabed solamente -añadió al advertir la expresión de dolor que sustituía a la cólera en el rostro de su adversario- que Mademoiselle de Valaines y yo nos hemos encontrado en…
— ¡No necesitáis excusas! ¡Como si todo el mundo no estuviera informado de vuestro compromiso! La idea de convertiros en duquesa os gusta sin duda, ¿no es así, Sylvie? ¡Qué desquite contra el destino!
Ella perdió entonces la paciencia.
— Os creía más inteligente -dijo-, pero nunca comprenderéis más que lo que os interesa. Y lo que os interesa es simular que no me conocéis. Enteraos ahora de lo que voy a deciros: aún no había nada definitivo entre el señor de Fontsomme y yo. Era libre… hasta este momento.
— ¿Qué queréis decir?
— ¡Que ya no lo soy! -Y, volviéndose hacia su acompañante, añadió-: Nos casaremos cuando lo deseéis, querido Jean. Ahora vamos a pedir permiso a Su Majestad.
Si tuvo la tentación de arrepentirse de su impulsiva declaración, la olvidó al ver la felicidad que iluminó el rostro del joven duque. Con un cariño infinito, él tomó la mano que acababa de serle concedida.
— ¡Me hacéis inmensamente feliz, Sylvie! Pero ¿estáis segura…?
— ¡Completamente! Ya es hora de que mi corazón aprenda a latir a un ritmo distinto del de otros tiempos.
Aquella decisión hizo palidecer todavía más a François. Descubrió que siempre había amado a Sylvie pero que, de forma inconsciente, consideraba su amor como algo adquirido, un jardín secreto en el que siempre se en-contrarían. Y ahora también ella se apartaba de él. Sintió que la imagen de la muchacha, tal como se le presentaba en el momento de perderla, nunca se borraría de su mente. ¡Dios, qué bonita era!
Iba vestida de un ligero raso gris humo atravesado por hilos de oro que, sumados a las flechas luminosas que emanaban de la sedosa masa de cabellos, la rodeaban de un aura de encanto. ¡Y aquel tesoro se le escapaba en beneficio de otro! Y como en su naturaleza estaba el reaccionar con violencia, sintió un impulso loco de precipitarse sobre ella y tomarla en brazos para llevársela lo más lejos posible de aquella corte degenerada y de las fieras que la habitaban, hasta… ¡hasta Belle-Isle, sí! ¡Allí, solamente allí podrían ser felices, aislados del resto del mundo!
Tuvo la impresión de encontrarse solo en medio de un enorme silencio, y así era en efecto, porque todos seguían la escena sin decir palabra. Iba a hablar, cuando se escuchó la voz cantarina de Mazarino:
— La reina os espera, señorita, y a vos también, señor duque. Su Majestad arde en deseos de daros su parabién. Vuestra boda la llena de alegría.
El instante mágico había pasado. François huyó a la carrera como si le persiguiera el infierno, pero Mazarino se había equivocado al entrometerse en un asunto que no era de su incumbencia. El odio que inspiraba a Beaufort se multiplicó por diez. Con una perfecta injusticia, el duque le culpó de una boda que con tanta crueldad le hería. Y aquél fue el inicio de una espiral fatal. Decidido a librarse del importuno por cualquier medio, Beaufort, con la ayuda de los decepcionados por la regencia recién iniciada, montó la conspiración que la historia había de llamar «de los Importantes»: el cardenal debía ser ejecutado durante un viaje a Vincennes…
Como todas las conspiraciones de aquella época insensata, sin embargo, también ésta fue descubierta. El castigo resonó como un trueno.
El 1 de septiembre de 1643, en la capilla del Palais-Cardinal y en presencia del rey niño, de la reina regente y de toda la corte, Jean de Fontsomme contrajo matrimonio con Sylvie de Valaines, señora de l'Isle en Vendômois. Dos personas faltaron a la ceremonia: César de Vendôme, que «tomaba las aguas en Conflans», y su hijo François, que había ido a visitarlo para que no se aburriera.
Al día siguiente, seguro de no encontrarse con la pareja, que a petición de Sylvie había marchado a sus posesiones a pasar su luna de miel. Beaufort acudió a palacio llamado por la reina. Esta le recibió sola en el Grand Cabinet con mucha amabilidad, y luego pasó a su alcoba alegando que iba a buscar un objeto que deseaba confiarle. No la vio volver.
A quien vio fue a Guitaut, el capitán de la Guardia, que venía a arrestarlo en nombre del rey. Aquella misma tarde, el duque de Beaufort fue encarcelado en Vincennes, en la misma celda en que su tío Alexandre, Gran Prior de la Orden de Malta en Francia, había muerto quince años antes en circunstancias lo bastante sospechosas para que se hablara de asesinato…