12. Pasos en el jardín

Una vez de regreso en su casa, Sylvie se encontró mejor de lo que esperaba. Era como un remanso de paz, una isla apartada de la mar tormentosa, por más que entre los criados fuera perceptible algún nerviosismo; pero la solemnidad un poco pontifical de Berquin, el mayordomo, y de la señora Javotte, la gobernanta que era además su esposa, imponía a la tropilla de lacayos y camareras el respeto suficiente para mantener el orden. Se habían contentado con enviar a un lacayo y un marmitón en busca de noticias para no verse sorprendidos en caso de que se produjera un verdadero motín.

Había hecho calor a lo largo de todo el día, y con el crepúsculo aparecieron sobre la ciudad nubes de tormenta. La joven cambió entonces su atuendo por un amplio vestido de batista blanca adornada con encajes, después de haberse refrescado en un barreño de agua fría. Como apenas tenía apetito, se contentó con una cena ligera y después despidió a sus sirvientas diciéndoles que no necesitaba ayuda y se acostaría sola. Finalmente, bajó al jardín con la intención de quedarse allí el mayor tiempo posible, hasta que la tormenta la obligara a entrar.

Pero la tormenta no parecía dispuesta a estallar, y los ruidos inusuales que se oían no venían del cielo, sino del suelo de París como si su población estuviese ocupada en alguna gigantesca construcción, lo que daba a la noche extrañas resonancias. Salvo los sonidos habituales de la taberna vecina, la calle estaba en silencio. No había baile esa noche, y cuando Sylvie llegó al fondo del jardín, encontró la casa vecina igualmente silenciosa y completamente a oscuras; pero era mejor así. Su impresión de estar haciendo algo que no debía se desvaneció y, resguardada en el cenador de las rosas que tanto le gustaba, pudo disfrutar sin remordimientos del frescor del jardín, que habían regado a la caída de la tarde. Se estaba bien en soledad, apartada del ir y venir de la casa, donde los sirvientes se dedicaban a ordenar las habitaciones y guardar las cosas. Tan bien que se adormeció cuando en la vecina iglesia de Saint-Gilíes el reloj daba las campanadas de las diez…

El ruido de unos pasos la despertó con un sobresalto. Alguien que tomaba precauciones -las pisadas eran muy ligeras- se acercaba por el otro lado de la tapia.

Al principio Sylvie se quedó inmóvil. Luego se levantó, escuchó y pensó en Madame de Montbazon, pero ningún roce de sedas acompañaba los pasos, que en ese momento se detuvieron por un instante. Comprendió entonces que se trataba de un hombre y que debía de encontrarse cerca del muro, porque oyó una aspiración seguida de inmediato por olor de tabaco: se había parado a encender su pipa. Sylvie dedujo que podía tratarse del guardián de la mansión, que amenizaba su vigilancia dándose un paseo nocturno, y volvió a sentarse en el banco. No por mucho tiempo: ahora alguien escalaba el muro derruido, después de lo cual reanudó tranquilamente la marcha como si no estuviera pisando una propiedad ajena. El visitante se comportaba como si estuviese en su propia casa. Ella le oyó silbar y salió del cenador en el momento preciso en que François se disponía a entrar en él.

La sorpresa fue absoluta para ambos. Fue él quien se repuso primero; la emoción de verlo tan de improviso había hecho que a la joven se le formara un nudo en la garganta.

— ¡Sylvie…! Pero ¿qué estás haciendo aquí?

Lo incongruente de la pregunta devolvió de inmediato el habla a Sylvie.

— ¿No podríais variar vuestra manera de abordarme? -dijo-. Cada vez que me encontráis, me preguntáis lo mismo. ¿Puedo sugeriros que esta noche soy yo más bien quien debe preguntaros qué hacéis en mi casa?

El dejó escapar una risa silenciosa que hizo relucir sus dientes blancos.

— Es verdad. ¡Perdóname! Mi excusa es que ignoraba tu presencia. Te creía de veraneo en Conflans.

— Vuestra excusa no me vale. Tenéis también un jardín, me parece. ¿Por qué no os quedáis en él?

— ¡El tuyo es más hermoso! El mío parece una selva y, dado que vivo escondido, no me es posible traer a mis jardineros. De modo que he tomado la costumbre de venir a pasar un momento aquí cada noche, para respirar el olor de tus rosas. ¿Es un pecado tan grave?

Sylvie se sintió ofendida. ¿De modo que en la casa de ella él sólo buscaba placer y una comodidad suplementaria? Su voz se endureció al decir:

— No, siempre que suceda entre amigos… y no me parece que sea nuestro caso. La última vez que nos vimos…

— ¡Hablemos de ella! Me arrojaste tu boda a la cara, y lo que es más, te casaste el mismo día en que me detuvieron.

— No, la víspera -precisó Sylvie-. Y yo ignoraba que ibais a caer en una trampa.

— ¿Eso habría supuesto alguna diferencia?

— No. Una no devuelve su palabra cuando la ha dado a un hombre como mi esposo.

— Y eres feliz, al parecer -dijo él en tono sarcástico-. Formáis la pareja ideal y tenéis una hija pequeña.

— ¿Me lo reprocháis?

Él se apartó de ella, fue a sentarse en el banco y se quedó mirándola sin responder.

— ¿Y bien? -insistió Sylvie-. ¿Me lo reprocháis?

François se encogió de hombros.

— ¿Con qué derecho? No tengo ninguno sobre ti, y puedes estar segura de que he dispuesto de mucho tiempo para pensar sobre ese tema en Vincennes, entre los paseos por la azotea del torreón, las partidas de ajedrez con La Ramee, los ruegos a Dios…

— ¿Y las visitas de Madame de Montbazon?

— Fueron menos frecuentes de lo que se dijo, pero es verdad que me dio esa prueba, que lanzó ese reto a la corte… Creo que a eso se le llama amor.

— ¿No estáis del todo seguro? Es verdad que muchas veces me he preguntado si sabéis lo que es amar. Y si no hubiese sido testigo de vuestra loca pasión por la reina…

— ¡Muy mal correspondida, reconócelo! A cada instante estaba dispuesto a morir por ella; la quería grande, gloriosa, y ya ves el resultado. Aparece un sinvergüenza italiano, se entromete entre los dos, destruye todo lo que nos unía en el momento preciso en que nuestro amor iba a revelarse públicamente, y ella me arroja a un calabozo sin la menor intención de sacarme de allí algún día. No es más que una ingrata. ¡Mira cómo ha ido apartando Mazarino a todos los amigos de antaño! Madame de Chevreuse mantenida lejos de la corte, Marie de Hautefort…

— Volvería si le apeteciese, pero no tiene el menor deseo, y la comprendo. Nunca ha sido mujer para mendigar una amistad que le han negado. Es la mariscala de Schomberg, es duquesa de Halluin y eso le basta, la corte sólo le inspira desprecio.

— ¿Y tú? ¿Por qué te quedas? Supongo que Mazarino te tiene seducida… a menos que sigas indicaciones de tu esposo.

Herida por su tono despectivo, Sylvie se puso en pie con los puños apretados.

— Mi esposo sirve al rey, al rey ante todo, ¿me entendéis? No nos gusta Mazarino, ni a él ni a mí, ¡pero yo soy como él! Sirvo al rey porque le quiero, figuraos, como si fuera mi hijo…

— Y él te corresponde, por lo que he oído decir. ¡Qué suerte tienes! A mí me detesta, y sin embargo es…

Sylvie colocó su mano sobre la boca de François para que no pronunciara la mortal palabra. Su cólera se había desvanecido y ahora sentía piedad de él, conmovida por el dolor que percibía detrás de su amargura.

— ¡No os conoce lo suficiente! ¡Olvidad a Mazarino! Servid a ese niño al que amáis y que, creo, será un gran rey si llega a la edad adulta. Entonces os querrá…

— Dicho de otra manera, tendrá un amor interesado. Como su madre… -Bruscamente, François se acercó a Sylvie y la tomó entre sus brazos-. ¿Y tú? Aparte de ese chiquillo, ¿a quién amas, Sylvie? ¿Al bobo al que te has entregado?

— ¡Naturalmente que le amo! -exclamó ella, intentando rechazarlo-, y os prohíbo que habléis de él con ese desprecio. ¿Qué tenéis que él no tenga?

La encendida defensa de Sylvie pareció divertir a Beaufort. Ella le oyó reír, al tiempo que apretaba más su abrazo.

— Soy el mayor imbécil, sin duda, porque él ha conseguido arrebatarme a tu persona.

— Yo nunca he sido vuestra…

— ¡Claro que sí! ¡Eras mía porque sólo me amabas a mí! ¡Sylvie, Sylvie, vuelve en sí! ¡Y deja de forcejear! Pareces más que nunca una gatita encolerizada, pero yo sólo quiero besarte…

— ¡Y yo no lo quiero! ¡Dejadme!

Intentaba rechazarlo con toda la fuerza de sus manos contra el pecho de François, pero no era suficiente para un hombre que podía doblar una herradura entre las manos. El se aproximó lo bastante para que ella pudiera notar su aliento en la boca.

— ¡No!… No, mi pequeña avecilla canora, no voy a dejarte. Nunca más te dejaré… ¿Vas a comprender por fin que te amo?

Las palabras que tanto había deseado oír, pero que no esperaba, llegaron hasta ella a través de la cólera que se esforzaba en sentir para mejor protegerse del placer culpable que sentía al estar entre sus brazos. Sin embargo, se negó a rendirse.

— ¿Cómo queréis que os crea? ¡Se lo habéis dicho a tantas mujeres!

— Únicamente a una: la reina.

— Y a Madame de Montbazon…

— No. Ella ha oído de mí cumplidos y palabras tiernas, pero nunca le he dicho que la amaba…

— ¿Y a mí me lo decís?

— ¿Quieres que lo repita? Es fácil, he gritado muchas veces esas palabras en el fondo de mí mismo cuando es-taba en prisión. Esperaba insensatamente que las oyeras, que vendrías como venía ella, Marie, y que sabrías finalmente cuánto te añoraba, cuan infeliz me sentía. Había perdido mi libertad, pero también te había perdido a ti… Así pues, amor mío, ahora que te tengo, no me pidas que te suelte.

De súbito, Sylvie sintió los labios de François contra los suyos… y dejó de luchar. ¿Para qué? Su corazón se ensanchaba mientras, olvidada de todo lo que no fuera el instante presente, se abandonaba por fin a aquel beso que la devoraba, la hacía desfallecer, buscaba su cuello, su seno, que recorrió antes de regresar a los labios, que respondieron ahora con un ardor que conmovió a François… El sintió que esa noche sería suya, que sería inolvidable y le recompensaría por todas las vividas en la soledad de Vincennes, devorado por el buitre de los celos como Prometeo encadenado en su roca. Inclinándose un poco, la levantó en brazos para llevarla al césped que se extendía como un tapiz bajo un sauce, cuando se escuchó una tosecilla seca.

— ¡Hum, hum!

El encanto se quebró. François depositó maquinal-mente en el suelo a Sylvie, que, aún aturdida, vaciló y hubo de apoyarse en su hombro para no caer. Entonces él se volvió, furioso, al importuno.

— ¿Quién diablos sois y qué queréis?

— ¡Soy yo, amigo mío, yo, Gondi! ¡Oh, me desespera ser inoportuno hasta este punto, pero hace una hora que os busco y vuestro lacayo me ha dicho que estabais en el jardín… ¡Mil perdones, señora duquesa! Ved en mí al más desesperado de vuestros obedientes servidores.

— Os han dicho en «mi» jardín. ¡No en el de los vecinos!

— Lo sé, lo sé, pero he oído voces… El tiempo es muy importante y es necesario que vengáis conmigo…

Por debajo de aquel tono quejumbroso e hipócrita, se percibía una voluntad imperiosa.

— Procurad que sea cierto -gruñó Beaufort-, ¡porque si no, nunca en mi vida os perdonaré vuestra indiscreción!

— ¿Qué indiscreción, amigo mío? Oh… ¿Haber saltado esa tapia medio caída? No es muy grave, y después he visto dos personas, dos sombras más bien, que paseaban.

— ¡No habéis visto nada en absoluto! ¡Y procurad tener a buen recaudo esa víbora que os sirve de lengua! Y ahora decidme qué ocurre.

El tono del coadjutor, entre quejicoso e inocente, cambió por completo y sonó firme:

— Se están levantando barricadas alrededor del Palais-Royal. ¡El pueblo de París ha puesto manos a la obra! Arranca los adoquines, amontona carretas, prepara las armas. Los que tienen, las dan a los que no tienen. El clero de los barrios sigue mis instrucciones y me espera, ¡pero hay otros que os esperan a vos!

— ¿Quiénes?

— El resto de los parisinos: los artesanos, los obreros, los mercaderes, los mozos de cordel, toda la gente de Les Halles, [19] que quiere saber si estáis de su lado…

— Estoy de corazón con ellos, pero ¿por qué aparecer en público? No tengo el menor deseo de que una compañía de la guardia o de los mosqueteros me caiga encima y vuelva a llevarme a Vincennes.

— Si he venido a buscaros, es porque no tenéis nada que temer. El pueblo quiere obligar a Mazarino a liberar a Broussel y Blancmesnil, y no permitirá que os prendan a vos. Sobre todo porque sois la víctima más augusta del italiano. ¡Venid, os digo! El Parlamento os agradecerá esta muestra de solidaridad. No olvidéis que nunca os han convocado ante él para un juicio de ninguna clase. Puede dictar una orden que os libere…

Aún indeciso, pero tentado por aquellos argumentos, François se volvió hacia Sylvie y aprisionó sus manos entre las suyas.

— ¡Se me rompe el corazón por tener que dejaros en este instante, amada mía! Sin embargo, la noche no ha terminado. Antes de que llegue el día habré vuelto a vuestro lado…

Después de besarle los dedos, súbitamente helados, François se alejó sin querer ver las lágrimas que habían aparecido en los ojos de la joven.

— ¡Os sigo! -dijo a Gondi con brusquedad-. ¡Pero démonos prisa!

El coadjutor dedicó a Sylvie una amplia sonrisa y una reverencia, y después los dos hombres saltaron el muro derruido y se perdieron entre la maleza del jardín abandonado. Sylvie volvió entonces a su banco y se sentó con la esperanza de calmar su corazón desbocado e intentar recuperar el dominio de sí misma. ¡Nunca se había sentido arrebatada por una emoción semejante! Como estaba muy lejos de imaginarse tan próxima a la victoria anhelada durante tanto tiempo, le costaba creer que no lo hubiese soñado. Sin embargo, era François quien la había tenido entre sus brazos, eran su voz, su boca, las que habían dicho «te quiero», y Sylvie escuchaba aún aquella música con un estremecimiento de delicia. No intentaba comprender por qué aquel amor parecía haber brotado bruscamente en la prisión de Vincennes, cuando ella acababa de casarse con Jean. No quería creer que su matrimonio, al excitar unos celos larvados, había actuado como una revelación en un hombre demasiado ardiente que no sabía resistirse a ninguno de sus impulsos, a ninguna de sus pasiones. Tan sólo quería saborear la felicidad de ser amada por fin por el hombre al que ella adoraba desde hacía tantos años. ¡Qué suave y fragante era aquella noche de verano, en el jardín donde había soñado al mirar aquellas ventanas oscuras! Y muy pronto François volvería, y el encanto volvería a comenzar…

«¿Qué vas a hacer? -susurró súbitamente una voz en su interior-. Va a volver, sí, y retomaréis la escena en el instante preciso en que Gondi vino a interrumpirla. El te llevaba en brazos y tú te abandonabas a tu felicidad sin pensar que él iba a colocar entre tu esposo y tú un hecho irreparable. Cuando vuelva será para tomarte, para hacer de ti su amante… como la Montbazon. Y no esperes poder impedirlo: él es el viento y la tempestad, no quiere esperar y tú te abandonarás sin más, ¡no tendrás fuerza para resistirte!, simplemente porque él te ha dicho que te ama…»-¡No… no! -exclamó Sylvie puesta en pie.

«Sabes muy bien que sí. Lo deseas tanto como él te desea a ti. Dentro de una hora más o menos, él ya no tendrá nada que esperar…»

Una sonora ovación procedente de algún lugar próximo interrumpió el discurso de la vocecita de la razón. Era a él a quien aplaudían a grandes voces, a él, vencedor ya de aquella multitud como lo sería muy pronto de la esposa de Jean de Fontsomme. Con un repentino espanto, Sylvie se dio cuenta del abismo abierto a sus pies. Ya no era libre para hacer de sí misma lo que quisiera y cuando quisiera. La pareja que formaba con Jean no tenía nada que ver con la de una Montbazon o la de una Longueville, convertida en amante del príncipe de Marcillac después de que éste matara en duelo a su predecesor, Coligny, sin que el marido viera en todo ello el menor inconveniente. Formaban una pareja unida, sólida, santificada por la correspondencia de un amor profundo y de un inmenso cariño, rubricado por la presencia de la pequeña Marie… Tuvo de súbito una breve visión en la que su esposo y François se encontraban frente a frente, espada en mano, bajo un fanal de la Place Royale. Jean no dudaría en desafiar al hombre que le arrebatara a la que idolatraba… Y sin embargo, sabía que cuando regresara François no tendría fuerzas para resistir…

¡Luego era necesario huir! Dejar aquel jardín cómplice que emanaba perfumes de rosa, de jazmín y hierba fresca. ¡Lo primordial era no esperar a François! Pero ¿adónde ir, ya que la Rue des Tournelles no estaba disponible? ¿Al convento de la Visitation, adonde iba a menudo para charlar con la hermana Louise-Angélique o con sus amigas las Fouquet? A medianoche, eso exigiría una explicación. ¿Y por qué no la verdad? Pediría refugio para no sucumbir al amor de un hombre… Y sin pensar más, tomó su decisión. Volvió corriendo a la casa y ordenó a Berquin que hiciera enganchar la carroza mientras ella se vestía; pero, para su gran sorpresa, él no se movió.

— ¡Bueno, qué esperas, vamos!

— Estamos desolados, señora duquesa, pero es imposible -respondió aquel hombre, tan solemne siempre, que hablaba de sí mismo en la primera persona del plural.

— ¿No podemos? -dijo Sylvie en tono ácido. Por lo general aquella manía la divertía, pero no en ese momento.

— No, no podemos, por la excelente razón de que hay una barricada ya muy avanzada en un extremo de la calle, y otra empieza a tomar forma en el extremo opuesto. Imposible hacer pasar una carroza, y un caballo no tendría espacio suficiente para saltar.

— ¿Por qué diablos bloquean la Rue Quincampoix?

— Al parecer, esta noche se ha emprendido la tarea de bloquear las calles, al menos las que no tienen cadenas. ¿Podemos preguntar a la señora duquesa dónde desea trasladarse?

— Al convento de la Visitation. ¿Tienes algo que objetar?

— ¡No! En absoluto, señora duquesa, salvo que la única manera de trasladarse allí es a pie… ¡Ni siquiera la silla de manos podrá pasar!

— ¡Entonces iremos a pie! Haz que se preparen un portador de antorchas y dos lacayos para que me acompañen.

Berquin, ofendido, se alzó en toda su estatura, lo que suponía una altura considerable.

— ¡En una noche como ésta, nosotros mismos acompañaremos a la señora duquesa! Las órdenes serán dadas…

Cuando unos momentos más tarde Sylvie, ataviada con un vestido de tafetán tornasolado bajo una capa ligera con capuchón a juego, salió de su casa, llamó su atención el aspecto enrarecido tanto de su calle como de las vecinas. La atmósfera era extraña, llena de sombras movedizas e inquietantes; de tanto en tanto, la llama de una antorcha arrancaba brillos de las armas, y en el ambiente flotaba un vago rumor en el que se distinguían de pronto las palabras de una canción, gritos de «muera» o carcajadas: era el despertar de un pueblo que se alzaba y tomaba conciencia de su fuerza al descubrirse unido en favor de la libertad de dos hombres. ¡No más gremialismo, no más privilegios, no más prohibiciones! En la barricada, cada cual aportaba lo que tenía, y las mujeres no se quedaban atrás.

Habitualmente, sólo los borrachos y los imprudentes se aventuraban sin escolta por las calles de París cuando la luz del día había desaparecido. Esa noche, todos se afanaban en la obra común sin preocuparse de la condición de su vecino. Así estaban codo con codo el petimetre, el aguador, la pescadera, el jesuita de bonete cuadrado -los eclesiásticos habían respondido en bloque a la llamada del coadjutor-, el mozo de cuerda, el burgués con casa propia. Incluso los vagabundos de toda laya salían de sus agujeros como otras tantas ratas, junto a los falsos tullidos, los ladrones de capas, los verdaderos y falsos mendigos. Sin embargo, Sylvie y su pequeño grupo no tuvieron ningún tropiezo. Todos sonreían a aquella dama joven y elegante que pedía paso con toda cortesía, sin que al parecer les impresionase el título de duquesa que proclamaba Berquin. Incluso, para gran escándalo de éste, un amasador enharinado con el torso desnudo la tomó de la cintura para ayudarla a saltar una barricada. Todos eran amigos, reían, bromeaban, pero el aire olía a pólvora…

Cuando llegaron a la Rue Sainte-Croix-de-la-Bretonnerie, vieron llegar en dirección contraria un cortejo parecido al de Sylvie: una dama, vestida de raso azul e hilo de plata, acompañada por portadores de antorchas y dos lacayos, caminaba con tanta tranquilidad como si pasara todas las noches recorriendo las calles, y utilizaba su antifaz para abanicarse. La aguda mirada de Sylvie

— ¿No podemos? -dijo Sylvie en tono ácido. Por lo general aquella manía la divertía, pero no en ese momento.

— No, no podemos, por la excelente razón de que hay una barricada ya muy avanzada en un extremo de la calle, y otra empieza a tomar forma en el extremo opuesto. Imposible hacer pasar una carroza, y un caballo no tendría espacio suficiente para saltar.

— ¿Por qué diablos bloquean la Rue Quincampoix?

— Al parecer, esta noche se ha emprendido la tarea de bloquear las calles, al menos las que no tienen cadenas. ¿Podemos preguntar a la señora duquesa dónde desea trasladarse?

— Al convento de la Visitation. ¿Tienes algo que objetar?

— ¡No! En absoluto, señora duquesa, salvo que la única manera de trasladarse allí es a pie… ¡Ni siquiera la silla de manos podrá pasar!

— ¡Entonces iremos a pie! Haz que se preparen un portador de antorchas y dos lacayos para que me acompañen.

Berquin, ofendido, se alzó en toda su estatura, lo que suponía una altura considerable.

— ¡En una noche como ésta, nosotros mismos acompañaremos a la señora duquesa! Las órdenes serán dadas…

Guando unos momentos más tarde Sylvie, ataviada con un vestido de tafetán tornasolado bajo una capa ligera con capuchón a juego, salió de su casa, llamó su atención el aspecto enrarecido tanto de su calle como de las vecinas. La atmósfera era extraña, llena de sombras movedizas e inquietantes; de tanto en tanto, la llama de una antorcha arrancaba brillos de las armas, y en el ambiente flotaba un vago rumor en el que se distinguían de pronto las palabras de una canción, gritos de «muera» o carcajadas: era el despertar de un pueblo que se alzaba y tomaba conciencia de su fuerza al descubrirse unido en favor de la libertad de dos hombres. ¡No más gremialismo, no más privilegios, no más prohibiciones! En la barricada, cada cual aportaba lo que tenía, y las mujeres no se quedaban atrás.

Habitualmente, sólo los borrachos y los imprudentes se aventuraban sin escolta por las calles de París cuando la luz del día había desaparecido. Esa noche, todos se afanaban en la obra común sin preocuparse de la condición de su vecino. Así estaban codo con codo el petimetre, el aguador, la pescadera, el jesuita de bonete cuadrado -los eclesiásticos habían respondido en bloque a la llamada del coadjutor-, el mozo de cuerda, el burgués con casa propia. Incluso los vagabundos de toda laya salían de sus agujeros como otras tantas ratas, junto a los falsos tullidos, los ladrones de capas, los verdaderos y falsos mendigos. Sin embargo, Sylvie y su pequeño grupo no tuvieron ningún tropiezo. Todos sonreían a aquella dama joven y elegante que pedía paso con toda cortesía, sin que al parecer les impresionase el título de duquesa que proclamaba Berquin. Incluso, para gran escándalo de éste, un amasador enharinado con el torso desnudo la tomó de la cintura para ayudarla a saltar una barricada. Todos eran amigos, reían, bromeaban, pero el aire olía a pólvora…

Cuando llegaron a la Rue Sainte-Croix-de-la-Bretonnerie, vieron llegar en dirección contraria un cortejo parecido al de Sylvie: una dama, vestida de raso azul e hilo de plata, acompañada por portadores de antorchas y dos lacayos, caminaba con tanta tranquilidad como si pasara todas las noches recorriendo las calles, y utilizaba su antifaz para abanicarse. La aguda mirada de Sylvie identificó de inmediato aquel rostro descubierto y, con un grito de alegría, se lanzó hacia la paseante, exclamando:

— ¡Marie, Marie! ¡Qué alegría encontraros!

La alegría era compartida. La ex Mademoiselle de Hautefort corrió a su vez hacia ella con los brazos abiertos y las dos mujeres se abrazaron con un entusiasmo que provocó aplausos: era muy raro que grandes damas se comportaran como simples costureras. Además, su lenguaje no tenía ningún parecido con las frases oscuras y rebuscadas de las «preciosas»: todo el mundo podía entenderlas.

— ¿Sylvie? Pero ¿adónde vais así acompañada?

— A la Visitation Sainte-Marie, y os devuelvo la pregunta.

— ¿Al convento? ¿Qué os ha ocurrido ahora?

— Tengo la intención de pasar allí la noche. Y vos, ¿qué hacéis fuera a estas horas y a pie como yo?

— Vuelvo a casa. He tenido que dejar mi carroza en la Rue Saint-Louis, en casa de la señora duquesa de Bouillon, que daba una cena-concierto. Nos hemos hecho bastante amigas desde mi matrimonio. Procede de una familia alemana [20] emparentada con mi esposo, pero esta noche había tal barullo en su casa que ni se oía la música ni nadie se acordaba de comer: Madame de Longueville y el príncipe de Marcillac [21] armaban un alboroto de todos los diablos para convencer a los invitados de que fueran a sumarse al pueblo para asediar a Mazarino en su palacio. ¡He preferido marcharme!

— Sin embargo, la propuesta ha debido de complaceros. Detestáis a Mazarino todavía más que yo…

— Cierto, pero al mariscal no le gustaría que yo diera semejante espectáculo. Está no sé dónde en este momento, y cuando él falta, siempre me siento un poco perdida. ¡Como él sin mí!

— Feliz mujer, que habéis sabido encontrar el gran amor en el matrimonio -sonrió Sylvie.

— Tampoco vos podéis quejaros, me parece. Pero… a propósito, ¿qué es esa idea de ir a dormir al convento? ¿Necesitáis un refugio?

— Más o menos.

— ¡Pues bien, venid conmigo! Ya habéis encontrado vuestro refugio, puesto que yo estoy aquí. ¡Y además, no pienso dejaros ir!

— Tampoco yo tengo ganas de separarme de vos. Ha sido una grata sorpresa encontraros cuando os creía en Nanteuil.

No añadió que se sentía liberada de un gran peso. Sería mucho más fácil explicar la razón de su búsqueda de refugio a Marie que a la superiora de la Visitation. Y las dos reanudaron su camino del brazo, charlando alegremente, saltando las barricadas -aquella noche se levantaron mil doscientas en París-, y aclamadas en general por los defensores, orgullosos de ver que dos damas tan bonitas les daban ánimos con sus sonrisas.

Cosa extraña, fue la barricada más próxima al hôtel de Schomberg la más difícil de pasar. Y eso por dos razones: la mansión, vecina del Oratorio, en la Rue Saint-Honoré, estaba próxima al Palais-Royal. Además, era conocida la absoluta lealtad del mariscal a su rey. Por más que, debido a su cargo de virrey de Cataluña, se encontraba entonces en la otra punta de Francia, nadie dudaba de que, de haber estado en París, habría aniquilado a los señores del Parlamento y a sus amigos sin parpadear siquiera. Pero en Marie de Hautefort tenía una esposa de su talla.

— ¡Algunos lacayos y dos damas, vaya un enemigo digno de vuestra bravura! -espetó al cocinero armado con un espetón que pretendía impedirle pasar-. ¿Queréis declararme la guerra?

— Según. ¿Estáis a favor o en contra de Mazarino?

— ¿Quién en su sano juicio estaría a favor de ese sinvergüenza? Basta de bromas, amigo mío: la señora duquesa de Fontsomme y yo misma estamos muy cansadas y deseamos un poco de reposo.

— Entonces gritad: ¡Abajo Mazarino!

— Si no pedís más que eso, para daros gusto vamos a gritarlo todos a coro. ¡Vamos, señores lacayos! ¡Bien fuerte!

Las dos mujeres y su pequeño grupo lanzaron al cielo un «¡Abajo Mazarino!» tan entusiasta que los presentes los aplaudieron y se empeñaron en acompañarlas hasta la puerta del hôtel con todas las muestras del respeto más afectuoso. Una vez allí, las saludaron:

— Señoras, si tenéis algún tropiezo en los próximos días, que van a ser difíciles, preguntad por mí: me llamo Dulaurier y tengo un comercio de ultramarinos en la Rue des Lombards… -dijo el ferviente admirador, y regresó a su barricada.

— ¡Uf! -suspiró Marie, dejándose caer sobre la colcha de brocatel azul y plata de su cama-, se diría que vamos a tener una pequeña batalla en París. ¡Confieso que esa posibilidad me divierte bastante! ¿A vos no?

— En una guerra hay muertos, y nuestro pequeño rey me tiene muy preocupada.

— ¡Estáis muy equivocada! Toda esa gente se tiraría al Sena antes que atreverse a poner la mano sobre él. ¿No habéis oído? Es a Mazarino a quien piden cuentas.

Con un movimiento seco de los tobillos, Marie se quitó sus pequeños zapatos de raso color ciruela, muy maltratados por el recorrido desacostumbrado que acababan de cubrir, y luego sonrió a su amiga, que había hecho lo mismo.

— Queréis mucho al pequeño Luis, ¿no es así?

— Confieso que sí. Me es casi tan querido como mi hija…

— El buen La Porte le llama en secreto «el hijo de mi silencio». Tenéis todas las razones para quererlo… Pero a propósito, ¿por qué creíais necesario ir a dormir a la Visitation?

— Para huir del más grave de los peligros. El mismo, sin embargo, que tanto soñaba con encontrar… -Su mirada se dirigió a las camareras que entraban para ayudar a acostarse a su ama.

— Vais a compartir mi cama -dijo Marie-. Así, hablaremos con toda la comodidad del mundo.

Con el concurso de las camareras, muy pronto Marie y Sylvie se encontraron tendidas lado a lado entre grandes almohadas de hilo fino adornadas con encajes, y la segunda contó punto por punto a su amiga lo que había ocurrido en el jardín, y cómo la inesperada llegada de Gondi la había salvado de lo irreparable.

— No me quedaba más recurso que huir -murmuró-. Dios es testigo, sin embargo, de que he tenido que contenerme y no tenía las más mínimas ganas…

— Pero habéis tenido razón -dijo Marie en tono grave-. A cualquiera que no fuerais vos, le diría que es estúpido dejar pasar el amor resplandeciente cuando se presenta, y que no es muy grave tener un amante. Buena parte de las mujeres que conocemos lo tienen y los maridos no se quejan, pero Fontsomme y vos no tenéis nada que ver con una Longueville, una Montbazon o una La Meilleraye. Formáis una verdadera pareja, y me parece que amáis realmente a vuestro esposo.

— De todo corazón, Marie.

— Será preciso creer que tenéis dos, porque uno pertenece desde hace mucho tiempo a Beaufort. ¡Mi pobre gatita! Tenéis razón al pensar que una traición causaría un dolor cruel a vuestro esposo, pero ¿tendréis siempre la fuerza para rechazar el amor de François? Habéis sido testigo, a mi lado, de su pasión por la reina, y sabéis hasta qué excesos es capaz de dejarse arrastrar. Y mucho me temo que os ame de la misma manera. Podéis estar segura de que sabrá encontraros allá donde estéis… y vos aún le amáis, porque sin el entrometido de Gondi os habríais entregado.

— Acabáis de responder vos misma a la pregunta. ¡Oh, Marie! ¿Qué puedo hacer?

— ¿Qué consejo podría daros, yo que tengo la suerte de amar a Charles como vos amáis a la vez a Jean y François? Sé lo que son los impulsos de la pasión, y no sería propio de mí hacerme la beata con vos.

— ¿Entonces?

— ¡Entonces, nada! Todo lo que podemos hacer es rezar. Contad con mis oraciones y dejad actuar al Destino, contra el cual bien poco podemos hacer. El único consejo que puedo daros es, creo, el siguiente: si llega a darse el caso de que sucumbáis, procurad que Fontsomme no lo sepa, mi Sylvie…

Agotadas por una velada tan pródiga en acontecimientos, las dos jóvenes no resistieron más al sueño y durmieron hasta una hora avanzada de la mañana. Descubrieron entonces un extraño paisaje: en todas partes, las barricadas cerraban las calles que podían dar acceso al Palais-Royal. Sobre aquellos amontonamientos heteróclitos de carretas, toneles, adoquines, escaleras y muebles, vigilaban los hombres, mosquete al hombro y ojo avizor. Tan sólo iban y venían los piquetes, que detenían a todos los que querían pasar. Si se trataba de gentileshombres, eran conminados a gritar «¡Abajo Mazarino!» como las paseantes de la noche anterior, y también «¡Viva Broussel!». El primer grito apenas planteaba problemas, porque la nobleza de Francia detestaba al ministro de la reina. El otro solía proferirse con menos convicción, sobre todo porque muchos no sabían de quién se trataba. Pero como era inútil dejarse rebanar el gaznate por un desconocido, todos se dejaban convencer fácilmente. En cualquier caso, quienes pretendían ir al Palais-Royal se veían obligados a dar media vuelta: la residencia real estaba doblemente guardada, por las barricadas y también por las puertas cerradas y por la guardia dispuesta alrededor del edificio por el señor de Guitaut, cuyas plumas rojas podían verse con frecuencia, cuando recorría los puestos de centinela. Con todo, a medida que pasaba el tiempo la situación empeoraba. En todas partes el pueblo, dejando las barricadas a cargo de hombres de confianza, se reunía en torno al palacio y reclamaba a Broussel con una cólera creciente. Ya habían zarandeado al canciller Séguier, y dos o tres bandas incontroladas habían empezado a forzar las puertas de algunas mansiones -felizmente vacías- para saquearlas. En medio del pesado calor de aquel día de agosto, la angustia crecía. Con ansiedad, Marie y Sylvie veían agravarse la revuelta. Sylvie temía por el rey niño, su madre y su entorno. Incluso quiso ir a su lado, declarando que su lugar estaba junto a ellos.

— ¿Estáis loca? -la riñó Marie-. Si no me dais palabra de estaros quieta, os hago atar y os encierro. Vuestro esposo nunca me perdonaría que os dejara salir en medio de esta violencia; os harían daño.

Fue preciso obedecerla, pero el corazón de Sylvie se encogía a cada grito de «muera» que le llegaba, porque, en medio de tantas amenazas contra Mazarino, algunas iban dirigidas a la reina, a la que llamaban «la Española». ¿Se produciría el asalto al Palais-Royal? Apenas era defendible, y Sylvie pensó que Ana de Austria debía de añorar las gruesas murallas del viejo Louvre vecino, tan menospreciado que lo había dejado como asilo de los refugiados, la reina Enriqueta de Inglaterra y sus hijos.

A lo largo del día, sin embargo, se produjo un momento de calma provisional. La multitud se apartó para dejar paso a una procesión: la de los miembros del Parlamento, con sus amplios ropajes rojos, encabezados por el presidente Mesme y el presidente Mole, que intentaban mediar para hacer comprender al cardenal que al encerrar a Broussel había cometido un error de cálculo: nunca las Cortes soberanas se avendrían a perder a uno de los suyos. Era el ministro, si quería evitar una revolución, quien debería ceder a la voluntad del pueblo.

— No es precisamente valiente -dijo Marie sonriendo-. ¡Debe de estar muerto de miedo!

— Me temo que no consiga obligar a la reina a ceder. ¡Ella sí es valiente, y orgullosa! Sean cuales sean los sentimientos que él le inspira, no cederá.

En efecto, unos momentos más tarde los dos presidentes del Parlamento salieron con las manos vacías. Con mucho ánimo, intentaron calmar al pueblo que vociferaba a su alrededor, les acusaba de traición y les amenazaba de muerte. ¡Vano esfuerzo! Una furiosa oleada les empujó contra las verjas del palacio, que hubo que entreabrir para evitar que muriesen aplastados.

— ¡Volved a intentarlo! -gritó alguien-. ¡Y no salgáis si no es con la orden de libertad para Broussel y Blancmesnil, o no veréis el próximo amanecer!

— Es la voz de Gondi -murmuró Marie-. Ese loco ha perdido el seso. ¡Ya se cree el dueño del reino!

— Me temo que de momento es el dueño de París. Pero, por Dios, ¿dónde puede estar François en todo este jaleo?

— Es verdad. Se fue con él la noche pasada…

Las dos mujeres se miraron en silencio, sobrecogidas por un mismo temor. Pasear por las barricadas, dar a Mazarino el susto de su vida, adular un poco al Parlamento para obtener su liberación oficial, todo eso era una cosa, pero nadie conseguiría nunca que Beaufort se sublevara contra la reina, por más que no se tratara ya más que de un antiguo amor, ni sobre todo contra el rey, el rey de su sangre…

A lo largo de todo el día Sylvie temió y esperó a la vez ver aparecer a Beaufort, con una ligera preferencia por la ausencia, pero no tenía nada que temer: el zorro Gondi era demasiado astuto para arriesgar en la primera escaramuza a quien pretendía convertir en símbolo absoluto del antimazarinismo. Sabía bien que, si dejaba a François mezclarse con la multitud vociferante que asediaba el Palais-Royal, éste no soportaría los gritos de «muera» dirigidos contra la reina y sería capaz de enfrentarse solo a una multitud enfurecida, aunque eso le costara la vida. De modo que el hombrecillo de las piernas torcidas había tomado desde aquella mañana la precaución de encerrarlo en el arzobispado junto a toda una corte de canónigos y jesuitas, con el pretexto de que atraía demasiado la atención y su aparición entre los manifestantes podía comprometer el futuro al cristalizar en él todos los resentimientos hacia la corte.

— Arrancar a dos leguleyos de las garras de Mazarino no es asunto vuestro -le dijo-. Cuanto menos os vea Mazarino, más miedo os tendrá.

Consigo mismo no tuvo la misma prudencia, y hacia el mediodía pudo vérsele llegar con gran aparato de eclesiásticos a dispensar palabras de ánimo y compasión perfectamente hipócritas,y bendiciones a diestro y siniestro. La reina, que lo observaba desde las ventanas de su palacio, rechinó los dientes. Ya antes no le gustaba el abate de Gondi; a partir de ese instante, lo odió. Tanto más por cuanto se vio obligada a ceder a las nuevas instancias de los dos parlamentarios…

Ya casi era de noche cuando una enorme aclamación hizo vibrar las ventanas del palacio y los edificios vecinos: la reina había prometido la liberación de los dos presos. Pero la multitud no se movió de su sitio: estaba dispuesta a quedarse allí hasta que Broussel, encarcelado en Saint-Germain, le fuera entregado. Y fue lo que ocurrió la mañana siguiente, en medio de un entusiasmo indescriptible.

— ¡Cuánto ruido para tan pocas nueces! -dijo Marie con desdén cuando la carroza de la corte que transportaba al anciano pasó delante de su mansión, acompañada por una marea humana-. ¡Mirad cómo saluda y sonríe a todos esos energúmenos! ¡Palabra, se toma por el rey!

— Eso no durará -dijo Sylvie-. Desde el momento en que se deja de ser una víctima, se deja también de ser importante… Por mi parte, espero poder volver ya a mi casa. Gracias a vos, estos dos días no han resultado demasiado penosos.

— Salvo que, con toda esa gente alrededor, el calor era más insoportable que nunca. Yo me propongo volver a Nanteuil. ¿Por qué no me acompañáis?

— Lo haría con gusto si mi hija estuviera conmigo, pero tengo prisa por volver a verla. ¿Por qué no venís vos a Conflans? Adora a su madrina, ¿sabéis?

Aunque Marie respondió que también ella adoraba a la pequeña, Sylvie no insistió en su invitación. Le era conocida la tristeza de su amiga por no tener hijos, y sabía que no era probable que los tuviera algún día, puesto que el virrey de Cataluña no los había tenido de su primer matrimonio con la duquesa de Halluin, cuyo título conservaba.

— ¡Tanta gloria, y nadie para heredarla! -había dicho un día Madame de Schomberg en uno de los momentos de melancolía que la embargaban cuando estaba separada de su esposo. De modo que, antes de subir al coche que debía llevarla de nuevo a la Rue Quincampoix, Sylvie besó a su amiga con más efusión que de costumbre.

— ¿Por qué no vais a reuniros con el mariscal a Perpiñán? -preguntó-. Seguro que os añora tanto como vos le añoráis a él.

— Más de lo que creéis -repuso Marie-. Le haría feliz, sin duda, pero me reñiría. ¡Tiene miedo de que me suceda algo en el camino! Y hay que reconocer que el camino es largo. Me contentaré con Nanteuil, donde estoy más cerca de él que en ningún otro lugar.

De vuelta en el hôtel de Fontsomme, Sylvie no perdió el tiempo. Empujada por una prisa febril por apartarse de la casa vecina, que evitó cuidadosamente mirar, apresuró los preparativos de marcha.

— Casi todas las barricadas siguen en su sitio -intentó explicar Berquin-. No tenemos la seguridad de que la señora duquesa pueda llegar a la puerta de Saint-Antoine.

— Tengo la intención de cruzar el Sena, primero por el Pont-Neuf y luego por el puente de Charenton. Será más largo, pero más seguro. La orilla izquierda no está tan animada como ésta. Di a Grégoire que enganche los caballos.. -Es que la ciudad no ha recuperado todavía la calma…

— ¡No seas tan pusilánime, Berquin! Estoy segura de que, una vez fuera del barrio, todo irá bien.

Y así sucedió. La animación en el gran puente, centro de la vida popular parisina, apenas era mayor que de costumbre, y el ambiente parecía más tranquilo a medida que se alejaban del Palais-Royal, siempre cerrado y ahora custodiado por dos regimientos de caballería ligera fuertemente armados.

El tiempo era magnífico. Una lluvia nocturna había refrescado la atmósfera, tan pesada en los días anteriores. Al cruzar el río, Sylvie observó que el tráfico fluvial era casi inexistente. Durante la noche de la insurrección habían vuelto a colocar las viejas cadenas medievales que impedían el paso río arriba y abajo de la Cité, y los piquetes continuaban vigilando en ambos puntos.

Sin embargo, cuando llegaron al muelle de la puerta Saint-Bernard, se encontraron con una gran aglomeración de gente, bastante excitada pero más bien alegre, que de inmediato rodeó la carroza y la inmovilizó. Era una situación que Grégoire no soportaba bien. Empezó por gritar «¡Atención!», sin el menor resultado, y siguió con «¡Paso! ¡Vamos, dejad paso!». Ni siquiera parecían oírle. Todas aquellas personas, mujeres sobre todo, reían y gritaban vivas que parecían dirigidos a algo que estaba ocurriendo en el Sena. Sylvie se asomó a la portezuela y vio en la orilla varios caballos sujetos por la brida, pero había demasiado público para ver lo que ocurría en el agua. Alargó el brazo y tocó el bonete de una mujer del mercado. Eran muy numerosas, en efecto, porque habían decidido no trabajar aquel día. También había algunas prostitutas y mujeres del pueblo, sin una ocupación específica. Los hombres presentes eran sus compañeros habituales: mozos de cordel, ganapanes, hortelanos.

— Por favor -dijo Sylvie-, ¿no pueden dejarme pasar?

La mujer se volvió y se echó a reír.

— ¿Adonde queréis ir con tanta prisa?

— A mi casa, a Conflans. De todas maneras, no veo que os importe. -Habló en tono seco, pero la mujer no perdió el buen humor y rió con más ganas.

— ¡En Conflans no encontraréis nada parecido a lo que se ve aquí, bella señora! ¡Parad un momento para admirar el espectáculo! Creedme que vale la pena…

— ¿Qué ocurre?

— Monseñor de Beaufort se está bañando con sus gentileshombres. Es el hombre mejor hecho del mundo. ¡Poneos de pie en el estribo y lo veréis mejor!

Temblorosa de súbito como ante la proximidad de un peligro, Sylvie obedeció maquinalmente, aunque tuvo que sostener con una mano su elegante sombrero de terciopelo negro. ¡Y en efecto, vio! En el agua clara, una decena de hombres chapoteaban, nadaban o, como chiquillos, se empujaban y se salpicaban entre sí, ante las risas de la asistencia. De inmediato reconoció a François, por su larga cabellera rubia y su alta estatura. Estaba de pie con el agua hasta la cintura y se reía del jugueteo de sus amigos. De súbito se le oyó gritar:

— ¡Basta, señores! Es hora de volver.

Se dirigió hacia la orilla y se produjo el delirio. Estaba desnudo, y mientras avanzaba a la luz de la mañana, ágil y sonriente como un dios surgido de las aguas, Sylvie, con la garganta seca, pensó que nunca había visto nada más bello que aquel cuerpo armonioso. Los hombres expresaban su entusiasmo con palabras gruesas y bromas soeces, y las mujeres caían a sus pies y los acariciaban entre bendiciones a la madre que lo había traído al mundo. Una de ellas, una bonita muchacha más atrevida que las demás, le echó los brazos al cuello y le dio un largo beso en los labios, estimulada por la mano vigorosa que él plantó en sus nalgas para apretarla contra él.

Fue más de lo que Sylvie podía soportar.

— ¡Grégoire! ¡Sácanos de aquí! -gritó al tiempo que volvía a ocupar su asiento en el coche.

El resultado fue impresionante. Parecía que acababa de cometer un sacrilegio. Despertadas de su éxtasis, todas aquellas personas se volvieron contra ella con gritos de rabia, mientras el cochero esgrimía su látigo, dispuesto a lo peor. Chillaban:

— ¿Qué ha venido a hacer aquí?… ¡Que no se mueva! ¡Es una espía de Mazarino!… ¡Sí, es una «mazarina»!… ¡Arrojadla al río!

Luego llegó el grito que iba a repetirse en demasiadas ocasiones durante los meses siguientes:

— ¡Muera la Mazarina!

Beaufort apartó a la mujer que lo abrazaba, vio lo que sucedía y reconoció a Sylvie, a la que, a pesar de los esfuerzos de Grégoire y los lacayos, estaban sacando ya de la carroza. Entonces arrancó de las manos de Ganseville una toalla que se anudó alrededor del torso, se abrió paso a codazos y empellones, arrancó a Sylvie de las manos de un grupo de hombres furiosos, la devolvió al interior del coche y saltó al pescante.

— ¡Atrás todos! Es una amiga. ¡Quien la ataque, me ataca a mí!

— ¡No lo sabíamos! -gruñó uno de los cabecillas-. Pero lo que sí sabemos es que el Mazarino tiene espías por todas partes.

— ¡Es difícil de creer, cuando el pueblo entero se ha levantado contra él! -replicó François-. En cuanto a esta dama, es la duquesa de Fontsomme. Intentad recordarlo. ¡Y ahora abrid la maldita puerta Saint-Bernard para que pueda salir!

De pie en el pescante como un auriga romano, hizo restallar el látigo que había arrebatado a un Grégoire más muerto que vivo, y lanzó al galope los caballos. Apenas si dio tiempo a que se abriera delante de él la pesada puerta, que cruzó lanzando un grito salvaje. Ganseville pasó detrás a la carrera, con el caballo y la ropa de su amo. Los monjes de la abadía de Saint-Victor, ante los que pasó en tromba, nunca llegaron a saber si el hombre casi desnudo que guiaba aquella carroza a una velocidad infernal era el arcángel san Miguel en persona o algún demonio.

Al cabo de unos momentos, Grégoire, ya recuperada su sangre fría, se atrevió a pedir a su inesperado colega que disminuyese la velocidad, dado que «la señora duquesa debe de ir más sacudida ahí dentro que unas ciruelas en un cesto», lo que hizo reír a François.

— ¡En peores se ha visto!

— Quizá, pero me atreveré a sugerir a monseñor que tenga a bien detenerse… al menos para vestirse. Temo que si monseñor nos conduce de esa guisa hasta Conflans, produzca un efecto deplorable entre los vecinos.

— Si quieres que me vista tendrás que prestarme tu ropa, buen hombre.

— No creo que sea necesario. El escudero de monseñor viene justamente detrás de nosotros.

El coche se detuvo. François saltó a tierra, se acercó a Ganseville, se vistió a toda prisa y regresó junto a Sylvie, que le sonreía de todo corazón.

— Ahora que ya estoy decentemente vestido -dijo él, tomando su mano para besarla-, ¿me dais permiso para acompañaros hasta Conflans? Me parece que me lo merezco.

— Subid. Claro que os lo merecéis, puesto que una vez más os debo la vida.

Mientras el coche se ponía de nuevo en marcha a una velocidad normal, sus dos ocupantes permanecieron un instante sin hablar, saboreando el milagro de aquel instante de intimidad. Finalmente, François murmuró:

— ¿Recuerdas nuestro primer viaje juntos, cuando nos fuimos de Anet para buscar refugio en Vendôme?

— ¿Cómo olvidarlo? Es uno de mis recuerdos más dulces…

— También lo es para mí. Tenía tu manecita en la mía y acabaste por dormirte apretada contra mí…

Mientras hablaba, se había apoderado de la mano de Sylvie. Nerviosa aún por lo que acababa de vivir, pero feliz por estar junto a él, ella no la retiró, pero observó:

— Ahora no tengo ninguna gana de dormir.

— ¡Tanto peor…!

Se llevó la delicada muñeca a los labios para acariciarla suavemente, y luego preguntó en voz baja:

— ¿Por qué te fuiste la otra noche? Cuando volví a buscarte, ardiendo de amor, el jardín estaba abandonado y mi hermosa avecilla había volado. Llamé al portal para preguntar por ti y hablarte al menos, pero me dijeron que te habías marchado. ¿Dónde estabas?

— En el hôtel de Schomberg, y allí me quedé hasta esta mañana.

— ¿Tanto miedo tenías de mí?

— Oh no, amor mío, no era de vos de quien tenía miedo, sino de mí misma. Si me hubiese quedado, sin duda habría sentido una inmensa felicidad… seguida rápidamente por terribles remordimientos.

François quiso tomarla entre sus brazos, pero ella lo mantuvo a distancia.

— ¡Repite lo que acabas de decir…! -suspiró él-. Llámame otra vez amor mío.

— En mis sueños siempre os he llamado así, pero ya no tengo derecho a soñar. Recordad que estoy casada.

— ¡Al diablo tu esposo! ¿Por qué tienes que interponerlo siempre entre nosotros? ¡Nos amamos con pasión! ¡Por lo menos yo! ¿No es lo único que debería contar?

— No. Vos, que tanta importancia dais al honor, sed un poco más considerado con el mío.

— ¿Vas a jugar a las beatas? Te estoy hablando de amor, y el amor debe pasar por encima de todo. No seré feliz, Sylvie, más que cuando seas mía… y estoy seguro de que entonces también tú serás feliz.

— ¡Qué presumido sois! Llegáis demasiado tarde, amigo mío. No porque os ame menos que antes, Dios es testigo que nunca amaré sino a vos en el sentido de la pasión, sino porque no habéis venido a pedírmelo antes. ¡Por qué no me habéis amado cuando podíais hacerlo! Ahora, entre vos y yo se ha situado un hombre recto, bueno y lleno de amor, al que no quiero herir por nada del mundo…

— ¡Qué feliz mortal! -repuso Beaufort con amargura-. ¡Verdaderamente los hay con suerte! Él no ha tenido ni siquiera que agacharse para tenerlo todo: un físico agradable, fortuna, ¡y para colmo la única mujer a la que amo! ¡No es justo!

— Vos no lo sois. Decidme qué tenéis que envidiarle: sois príncipe, ¡príncipe de sangre incluso!, nada feo, lo bastante rico para los garitos que os gusta frecuentar (¡no protestéis, estoy enterada!), y para colmo habéis tenido a todas las mujeres que habéis querido.

— ¡Menos la única realmente importante!

— No reneguéis de las que habéis amado, no es digno de vos.

— ¡No puedes quitarme al menos la esperanza!

— Carezco de medios para impedíroslo… ¡pero no contéis conmigo para estimularla!

Llegaban, y Sylvie pensó que ya era hora. Encerrada en aquel coche con un hombre cuyo ardor parecía envolverla como una llama, se moría de deseo de arrojarse a sus brazos y olvidar todos los bellos principios que acababa de enunciar a cambio tan sólo de un divino abrazo. Después de cruzar el puente de Charenton, la carroza se adentró por un camino que llevaba al castillo de Conflans.

Apenas hubo puesto Sylvie el pie en el suelo, Jeannette y la pequeña Marie ya estaban a su lado.

— ¡Dicen que ha habido jaleo en París! -exclamó la primera después de saludar a Beaufort-. Estábamos preocupadas por la señora.

— No había motivo. No he corrido el menor peligro. ¡Dios mío…!

La última exclamación la había provocado Marie, que, tendiendo sus bracitos, se esforzaba en pasar de las manos de Jeannette a las de François. Él sonrió, la tomó en brazos y la alzó en el aire, donde pies y manos se agitaron alegremente entre las risas de la niña.

— ¡Aquí hay una persona que sabe reconocer a sus amigos! -dijo el duque-. ¡Dios, qué bonita es! ¡Cómo se parece a su madre!

— Es idéntica -convino Jeannette con satisfacción-. El mismo diablillo que coge las mismas rabietas, y se diría, señor, que también os ha adoptado, igual que su madre.

Al ver a su hija dar sonoros besos en la mejilla de François, que la tenía apretada contra su pecho, Sylvie sintió una viva emoción. También ella se había apretado en otro tiempo contra su «señor Ángel». Aquel lejano día ella tenía miedo y frío, y temblaba dentro de su camisón manchado de sangre. Gracias a Dios no era el caso de Marie, que llevaba un bonito vestido de tela rosa sobre unas enaguas blanquísimas de las que asomaban unos pies minúsculos calzados con zapatillas de terciopelo. Su atracción por François era por esa razón más significativa, y además, como ella misma en otro tiempo, se negaba a separarse de él.

— Yo la llevaré a la casa -dijo él, sonriendo-. Quizá vuestra hospitalidad pueda ofrecerme un poco de vino fresco. Me muero de sed…

¿Podía negarse? En cualquier caso, Sylvie no tenía ganas de despedirle, y en el fondo le agradaría enseñarle su bonita mansión campestre. Se instalaron en un salón cuyos ventanales se abrían a una terraza llena de rosas y al curso centelleante del Sena. Siempre con Marie en brazos, François se acercó a la ventana.

— Encantador… ¿La casa de Sylvie? -añadió, volviéndose con una sonrisa hacia la joven-. Me recuerda a otra, que no era por cierto tan bonita como ésta…

La entrada del mayordomo, que traía una carta en una bandeja, rompió el encanto del momento.

— El señor Condé de Laigues la ha traído en propia mano hace una hora, de camino a Saint-Maur para el servicio de monseñor el príncipe de Condé. Es una carta de Monsieur le Prince… y no espera respuesta.

Con vaga aprensión, Sylvie tomó la carta y miró a François que, con ceño, dejó en el suelo a la pequeña. Ella hizo saltar el sello y leyó rápidamente, lo que no dejaba de constituir una hazaña, porque la letra del vencedor de Rocroi era tan extravagante como escasamente legible. Finalmente, exhaló un ligero suspiro.

— Monsieur le Prince me escribe desde Chantilly [22] Dice haber sido herido ante Fumes, donde fue socorrido y rescatado por mi esposo. Esa acción heroica le valió ser herido a su vez, y capturado… Sin embargo, el gobernador español de la ciudad asediada ha hecho saber que su vida no corre peligro y que será tratado como corresponde a su condición de gentilhombre… y como moneda de cambio. Monsieur le Prince añade que no debo atormentarme, y que toma en su mano la liberación del mejor de sus oficiales.

— ¿Desde Chantilly? -ironizó Beaufort-. ¡Monsieur le Prince es sin duda un gran capitán, pero algunas veces razona igual que un tambor reventado!

— ¿Tenéis alguna propuesta mejor? -dijo Sylvie con acritud.

— Sí, señora duquesa. ¡Yo, proscrito, yo, preso fugado, iré a Fumes para intentar devolveros un esposo tan precioso!

Se inclinó casi hasta el suelo y luego salió a la carrera.

— ¡François! -llamó la joven.

Pero él ya había desaparecido.

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