Hemos sabido -escribía Luis XIII-, que Monsieur le Grand ha intentado arrastraros en sus malos designios, y que os habéis negado a participar en ellos. Así pues, os prometemos el olvido, con la condición de que vengáis a reuniros de inmediato con nosotros, a fin de informarnos de todo lo que sepáis sobre este asunto…
Sin embargo, una lectura entre líneas mostraba que se trataba de una amenaza seria. Beaufort suspiró y dijo:
— Como podéis constatar, señor, me es imposible obedecer las órdenes de Su Majestad, pero en cuanto me sienta mejor, si Dios lo quiere, acudiré a su lado. Mientras tanto, os ruego, señora duquesa, que deis órdenes para que el señor de Neuilly sea tratado de acuerdo con su rango y con el de la persona a la que representa…
Asombrado por lo que acababa de ver, el mensajero marchó al día siguiente hacia Tarascón, donde se encontraba entonces Luis XIII, dejando a todo Vendôme angustiado por Beaufort, que había abandonado el lecho pero sólo para sentarse en un sillón, porque seguía ciego. Además de Marie, sus amigos Henri de Campion y Vaumorin, sus escuderos Ganseville y Brillet, e incluso el señor du Bellay, todos le suplicaban que huyera.
— Ese hombre volverá -argumentaba la duquesa-, y esta vez quizás a la cabeza de un pelotón de gente armada. ¡Tenéis que huir, amigo mío!
— ¿Huir cuando no veo nada? No me pidáis eso; si no recupero la vista, prefiero morir…
— ¡No seáis tonto! Supongo… en fin, quiero creer que la vista volverá cuando pase el efecto de ese maldito elixir. Mientras tanto, dejad que uno de vuestros amigos vaya a preparar las postas hasta el Sena, donde podréis embarcar para reuniros con el duque César.
— Marcho ahora mismo -dijo Henri de Campion-. Iré a contratar un barco a El Havre y volveré a esperaros a Jumièges; pero, si puedo permitirme opinar, señora duquesa, dejadle marchar solo. Habría un escándalo demasiado grande si se supiera que le habéis seguido, y ese agravio suplementario podría perjudicar a nuestro amigo…
— Aún no he decidido si me voy o no -tronó François-. ¿Quién da las órdenes aquí?
— Vos, monseñor… mientras tengáis facultades para hacerlo -dijo Ganseville-, ¡pero los que os queremos estamos dispuestos a salvaros aun a pesar vuestro!
— Pero hasta el momento nada indica que el rey me quiera mal.
— Nada decía tampoco en 1626, cuando el rey llamó al duque César a Blois, que en realidad era para encarcelarlo junto al Gran Prior -recordó a su vez Vaumorin-. Dejad marchar a Campion y pedid a la señora duquesa que vuelva a su casa. Nadie se extrañará de que pase una temporada en Montbazon, pero si huyera con vos…
— Tienen razón, amigo mío -dijo la joven, a punto de echarse a llorar-. Es muy duro para mí dejaros, pero os amo demasiado para no querer por encima de todo vuestro bien.
— Mi dulce amiga -murmuró Beaufort emocionado-. ¡Y pensar que ni tan sólo puedo veros! Haced lo que os parezca, pero tened en cuenta que sólo partiré si Dios me concede poder llevarme conmigo la imagen de ese maravilloso rostro…
— ¡Esperemos que se dé prisa, porque el tiempo apremia!
Así pues, Henri de Campion se fue solo mientras los demás permanecían allí, turnándose para esperar el más pequeño signo favorable. El resto del tiempo lo pasaban en la colegiata de Saint-Georges, implorando al Cielo que se apiadara de aquel hombre al que todos querían. Las manchas rojas empezaban a borrarse, pero en la ceguera parecía no haber cambios, hasta que al atardecer del cuarto día después de la marcha de Henri, Beaufort dio de repente un brinco en su sillón.
— ¡Veo! -gritó-. ¡Veo! ¡Dios todopoderoso, habéis tenido misericordia de mí a pesar de que he recurrido a la mentira! ¡Bendito sea vuestro Santo Nombre!
Cayó de rodillas para recitar una ferviente oración, mientras a su alrededor todo parecía renacer. Una hora más tarde, loco de alegría por haber escapado a las tinieblas y contarse de nuevo entre los realmente vivos, François, seguido por Vaumorin, Ganseville, Brillet y su criado, cruzaba al galope la puerta de Vendôme en dirección al valle del Sena. Desde las ventanas del castillo, Marie le vio desaparecer entre las sombras azuladas de aquel crepúsculo ya estival. Al día siguiente, ella misma marcharía para pasar una temporada en Montbazon antes de regresar a su casa de París. Aliviada de que François marchase hacia la libertad; aun así no podía evitar un poco de tristeza: él no había insistido mucho en tenerla a su lado. Mejor dicho, no había insistido nada en absoluto, en tanto que ella estaba dispuesta a afrontar el escándalo y abandonarlo todo para consagrarle el resto de su vida. Pero tenía la suficiente experiencia para saber que en el amor, salvo raras excepciones, siempre hay uno que ama más que el otro. En la pareja que formaban era ella, por más que en los momentos de intimidad él fuera el más fogoso, el más ardiente de los amantes. ¡Ella lo había esperado durante tanto tiempo, cuando todo París murmuraba que eran amantes, sin que hubiera nada entre ellos! Y luego, un buen día, se habían unido y ella había experimentado una dicha inmensa. ¡Por fin lo tenía! Se había jurado entonces no dejarlo escapar, pero para ello era necesario que perdurara el acuerdo mágico de sus cuerpos.
— ¡Mientras yo sea bella! -murmuraba a menudo, mientras estudiaba en el espejo su rostro arrebatador y su cuerpo sin defectos-. Mientras sea bella… pero ¿y después?
Unos días más tarde, Beaufort volvió a encontrar, no sin fatigas, el oleaje y las grandes extensiones marinas que tanto amaba. Al llegar a El Havre, una decepción esperaba a los fugitivos: el navío fletado por Campion se había visto obligado a alejarse ante una tempestad que le había arrancado el ancla. Sin embargo, era imposible esperar en aquel lugar a que preparasen un nuevo medio de pasar a Inglaterra: el hombre que gobernaba la ciudad en nombre del duque de Longueville formaba parte, como su señor, de los enemigos de Beaufort. Vaumorin propuso entonces retirarse a Franqueville, cerca de Yvetot, donde tenían un amigo en la persona del señor de Mémont. Allí tomaron nuevas disposiciones y fue en Yport, junto a Fécamp, donde el pequeño grupo pudo finalmente embarcar, con el alivio que puede suponerse. Empeñado en hacer constar su inocencia, François dejó al embarcar una carta dirigida al rey su tío, en la que, con mucho respeto, fijaba su posición: