11. El pájaro voló…

Por tres veces retumbó el cañón de Vincennes. El cochero refrenó los caballos y se inclinó.

— Al parecer algo sucede en el castillo, señora duquesa -dijo.

— Muy bien, Grégoire, veamos de qué se trata -dijo Madame de Fontsomme, presa de una extraña emoción.

Como cada vez que viajaba desde su casa de Conflans a su mansión parisina y viceversa, Sylvie daba un rodeo para pasar junto al torreón de Vincennes, aduciendo que prefería pasar por la puerta de Saint-Antoine. Así tenía la ocasión de contemplar la vieja torre y permitir a su corazón latir con un poco más de fuerza, al ritmo de un pasado agridulce, doloroso con frecuencia pero poseedor de un secreto encanto. Allí arriba, cerca de las nubes y lejos del suelo, guardado como el tesoro más precioso, vivía en cautiverio aquel a quien todavía llamaba François…

¡Cinco años! Pronto se cumplirían cinco años de prisión de aquella fiera atrapada en la trampa por una rata vestida con la púrpura cardenalicia. Cuando pensaba en ello -lo que ocurría a menudo-, la joven duquesa de Fontsomme no podía evitar una punzada de remordimiento, porque para ella aquellos cinco años habían sido muy dulces, al lado de un esposo ausente con frecuencia -la guerra se había recrudecido tal vez aún más que en la época de Richelieu- pero cariñoso, lleno de atenciones y más enamorado, si cabía, desde que ella le había dado, dos años antes, una pequeña Marie con la que estaba entusiasmado y cuyos padrinos habían sido el joven rey Luis XIV y la ex Mademoiselle de Hautefort, ahora duquesa de Halluin por su matrimonio con el mariscal de Schomberg.

Llegaba a suceder que aquella felicidad confortable la engañaba sobre el estado real de sus sentimientos, pero cuando veía las murallas de Vincennes, su corazón, tan sensato, dejaba de latir por un instante. Y lo mismo le ocurría cuando en un salón -a pesar de que los frecuentaba muy poco- coincidía con Madame de Montbazon, cuya fidelidad al preso era algo casi proverbial, hasta el punto de que corría una canción popular sobre el tema:

Beaufort est dans le donjon

Du bois de Vincennes

Pour supporter sa prison

Avec moins de peine

Zeste, zeste,

Il aura sa Montbazon

Deuxfois la semainer

. [15]


El verse colocada así en la categoría de las mujeres públicas a las que se admitía en las cárceles reales para aliviar la soledad de los presos, no parecía ofender a la altiva duquesa. ¡Muy al contrario! Llena de orgullo y sin preocuparse de un marido anciano al que el asunto no molestaba lo más mínimo, ella respondía a quienes le preguntaban y daba noticias cuyas primicias reservaba para Madame de Vendôme y Madame de Nemours, pero que a Sylvie siempre le provocaban un deseo salvaje de estrangularla.

Sabía, sin embargo, cuánta necesidad tenían de aquel consuelo su bienhechora y su amiga de la infancia, porque desde el arresto de François la suerte de la familia no tenía nada de envidiable. El duque César se había visto obligado a huir de su castillo de Anet debido a la «visita» de las gentes del rey, y había vuelto a tomar el camino del exilio, pero ahora ya no en Inglaterra, donde, ay, los «cabezas redondas» dirigidos por Cromwell se habían rebelado contra el rey Carlos I y la reina Enriqueta, su cuñado y su hermana. Había marchado a Italia y, después de visitar Venecia y Roma, se había instalado en Florencia. En compañía de algunos gentileshombres fieles y de un ramillete de guapos jovencitos, llevaba allí su habitual vida disipada, que contrastaba con la de su hijo mayor, Mercoeur, encerrado en Chenonceau y preguntándose sin cesar si un eventual ataque no le obligaría a refugiarse en el escondite disimulado en uno de los pilares del puente. Contrastaba también con la de su mujer, confinada en su hôtel del faubourg Saint-Honoré, donde, confortada por su viejo amigo el obispo de Lisieux, Philippe de Cospéan, y por la cálida amistad de Monsieur Vincent, se esforzaba en conseguir que su François por lo menos tuviese un proceso justo, tanta era su seguridad de que saldría libre de cargos. Su hija era asimismo una gran ayuda para ella; y, fiel a sí misma, Françoise de Vendôme siempre encontraba tiempo para la tarea a la que había consagrado sus mejores energías: socorrer a las prostitutas, libres o encerradas en burdeles. Naturalmente, Sylvie visitaba con frecuencia a la madre y a la hija.

Mientras tanto, en Vincennes la voz de bronce del cañón seguía manifestando una agitación desacostumbrada. Sylvie ordenó detener su carruaje bajo los árboles y envió a uno de sus dos lacayos a informarse. Cuando regresó después de unos minutos interminables, a ella le sorprendió su rostro sonriente.

— ¿Y bien? -preguntó.

— ¡Grandes noticias, señora duquesa! Monseñor el duque de Beaufort acaba de evadirse…

A Sylvie le dio un vuelco el corazón.

— Se diría que eso os alegra, amigo mío.

— ¡Oh, sí! No necesito decir a la señora duquesa cuánto quiere la gente sencilla al señor de Beaufort. París va a saltar de alegría cuando sepa que se le ha escapado a Mazarino.

El regocijo empezaba al parecer en los propios servidores de Sylvie, muy unidos a su joven ama, de la que conocían las ideas poco conformistas; bajaron de sus asientos y se abrazaron antes de volver al lado de ella.

— No es necesario preguntar a la señora duquesa si está contenta también -dijo el viejo Grégoire, el cochero, último titular de una dinastía dedicada al servicio de los Fontsomme desde la Edad Media, y que por ello se permitía algunas familiaridades.

— Es verdad, estoy contenta-dijo Sylvie-. ¿Se sabe cómo ha ocurrido?

— No muy bien. Al parecer bajó por una cuerda desde lo alto del torreón; la cuerda era corta y tuvo que saltar. ¡Pero lo que sí es seguro es que está fuera!

— Bien. Intentaremos averiguar algo más. ¡Ve al hôtel de Vendôme!

Los tres hombres no se lo hicieron repetir, treparon cada cual a su lugar y la carroza reemprendió la marcha mientras Sylvie se recostaba en los cojines de terciopelo. ¡Así que él estaba libre! ¡De modo que la predicción se había cumplido! En efecto, desde hacía varios meses Mazarino vivía momentos difíciles por culpa de un cierto Coysel, que había profetizado que por Pentecostés Beaufort estaría libre. El italiano, supersticioso, se esforzó en restar importancia a un tema que le angustiaba, pero de todos modos había hecho que se reforzara la guardia del prisionero. ¡Y hoy, día de Pentecostés, había ocurrido! Oh, Sylvie no necesitaba un gran esfuerzo de imaginación para ver, sobre la pantalla de sus párpados cerrados, galopar a François con el cabello al viento a través de campos y bosques, ebrio por la libertad recuperada y por una felicidad fácil de adivinar. Pero ¿quién galopaba a su lado, y adonde se dirigía?

La joven veía dos respuestas a esas preguntas: Madame de Montbazon, que habría ido sin duda a esperarle, disfrazada probablemente, y el castillo de Rochefort-en-Yvelines que pertenecía al marido, aún gobernador de París, y en el que Mazarino no se aventuraría a entrar.

En efecto, admitiendo que en alguna ocasión la hubiera tenido, la popularidad de Mazarino estaba en su nivel más bajo. El pueblo, sujeto durante tanto tiempo bajo el puño de hierro de Richelieu, no veía apenas diferencia entre el florentino Concini, que tanto peso había tenido en la regencia de María de Médicis, y «Mazarini», siciliano de origen, cuya sotana proyectaba su sombra púrpura sobre Ana de Austria. Para el pueblo, los dos entraban en el mismo saco: el de los favoritos ocupados en las graciosas fluctuaciones de sus caudales antes que en el bien del Estado. En tales condiciones, por mucho que fuera el genio de Mazarino, nunca se le valoraría. Dios sabe, sin embargo, que no era tarea fácil mantener la política de Richelieu en el interior, y sobre todo en el exterior, donde la guerra proseguía interminable. Era verdad que las victorias del ex duque d'Enghien, ahora príncipe de Condé, contenían al enemigo fuera de las fronteras, pero desde hacía casi cuatro años, el Congreso de Westfalia se esforzaba por poner punto final a una guerra que asolaba gran parte de Europa, enfrentando entre sí al rey de Francia, al de España, al emperador, y al rey y luego la reina de Suecia.

En el interior del reino, Mazarino se veía obligado a contar con Condé, consolidado gracias a sus victorias y cuya ambición rebasaba cualquier medida: no paraba de reclamar nuevos títulos y honores, y no ocultaba que aspiraba al puesto de primer ministro.

De hecho, la gran victoria de Mazarino en aquel momento la había conseguido sobre la regente. Había convertido a aquella española tan firmemente sujeta a los intereses de su patria, en una verdadera reina de Francia, dispuesta a arrasarlo todo en beneficio de la gloria futura de su hijo, y que sólo le escuchaba a él, apartándose de todos los que la habían servido, amado y apoyado. Llegó a decirse que se había casado con él en secreto.

El poder del cardenal, sin embargo, aún era frágil. La guerra incesante cuando la paz parecía estar a las puertas, la sangría de vidas humanas, y su corolario, los aumentos constantes de impuestos, exasperaban los ánimos, sobre todo porque un año antes el Parlamento de París se había visto obligado a votar, a regañadientes, veintisiete artículos de contenido casi exclusivamente fiscal. Desde entonces la indignación dominaba a los parlamentarios, hasta el punto de llevarles quince días antes, el 13 de mayo de 1648, a votar el arrêt d'Union, acta de desobediencia formal que permitía a los diputados de las cuatro Cortes soberanas reunirse sin autorización del rey (por consiguiente, también del cardenal) para reformar el Estado. Desde entonces, las miradas de los parisinos se volvían más y más hacia el torreón de Vincennes en el que su príncipe favorito, la víctima más ilustre de Mazarino, vivía su injusta cautividad.

En todo caso, la noticia de la evasión corrió por París más deprisa que los caballos de Sylvie. Cuando llegó al hôtel de Vendôme, tuvo que cruzar entre una aglomeración de carruajes de personas que, al salir de las vísperas, se habían precipitado a dar testimonio de su entusiasmo a la madre del héroe. Dada la fiesta que se celebraba aquel día, los buenos parisinos no estaban lejos de pensar en un milagro obrado en su favor por el Espíritu Santo. Se necesitaba al menos una ayuda divina para haber adormecido el celo de los guardianes -el príncipe estaba vigilado à vue (permanentemente a la vista)- y dado alas a François de Beaufort… Sin embargo, todos abrieron paso a la carroza de Sylvie, que desde su matrimonio se había sumado a las tradiciones caritativas de las duquesas de Fontsomme con el ardor que ponía en todas las cosas. Tanto en su hôtel de la Rue Quincampoix como en su casa de campo de Conflans, todas las miserias recibían socorro y consuelo. Además, flanqueada por dos lacayos cargados con grandes cestos de viandas, visitaba a personas postradas en sus jergones por la enfermedad, cuya dirección le era proporcionada por Monsieur Vincent, amigo suyo desde la infancia. De modo que a Grégoire le bastó gritar: «¡Paso a la duquesa de Fontsomme!», para que todos se apartaran con un murmullo de simpatía.

Casi más difícil fue abrirse paso en la sala de Madame de Vendôme, abarrotada de personas que hablaban todas a la vez. Allí se habían reunido todos los amigos, y la madre de François, abrumada por tantas muestras de cariño, pasaba de los brazos de una a los de otra, a pesar de los esfuerzos de Monsieur Vincent y del obispo de Lisieux por librarla de perecer ahogada. Sylvie ni siquiera intentó aproximarse a ella y se dirigió a Madame de Nemours, que se ocupaba en que todos pudieran brindar a la salud del evadido.

Elisabeth resplandecía de alegría y no paraba de repetir el subterfugio mediante el cual había podido, con ayuda de algunos amigos leales, sacar a su hermano de las prisiones reales.

— ¡Un pastel! ¡Un simple pastel cuyo relleno ayudé a preparar! Dentro había una cuerda de seda muy resistente, un bastón para sostenerse, dos puñales y un narcótico destinado al oficial La Ramee, al que el señor de Chavigny, alcaide de Vincennes, había encomendado de forma especial la vigilancia de mi hermano.

— Ese pastel debía de ser enorme -dijo alguien.

— En efecto, pero François lo había pedido para veinte personas, dado que los postres que le enviábamos siempre iban a parar a los soldados encargados de su custodia.

— Bien, pero sin duda habréis conseguido alguna ayuda en el interior de la fortaleza -dijo una dama de voz chillona a la que Sylvie no conocía, pero aun así le contestó:

— Son cosas de las que no es prudente hablar, señora. Pensad que está en juego la vida de varias personas. El cardenal Mazarino debe de estar furioso…

— Oh, estáis también aquí, querida Sylvie -exclamó Elisabeth, que aún no la había visto-. Amigos míos, permitid que diga unas palabras en privado a la señora duquesa de Fontsomme. Vuelvo enseguida.

Tomó a su amiga del brazo y fue a encerrarse con ella en el gabinete de baño de su madre, donde ambas se sentaron en el reborde de la pesada bañera de madera, que parecía un tonel.

— Me gustaría que me hicierais un favor, querida. Ir al Palais-Royal y observar cómo están las cosas en el entorno de la reina.

— Voy de inmediato. Por lo demás, era allí adonde me dirigía cuando, al pasar delante de Vincennes, me enteré de la evasión, y entonces corrí aquí…

— ¿Estáis de servicio hoy?

— No, y tendría que estar en Conflans con mi pequeña Marie, pero ayer recibí un mensaje de la reina que me pedía que pasara un momento a ver a nuestro joven rey, que está enfermo y me ha reclamado.

— ¿Volveréis para decirme cómo se han tomado el suceso?

— Si puedo. Depende de la hora en que salga. Si es demasiado tarde, os haré llegar una nota en cuanto esté de vuelta en la Rue Quincampoix. Esta noche no volveré a Conflans.

— ¡Sois un amor! ¿Tenéis buenas noticias de vuestro esposo?

— Apenas me escribe, no es su fuerte, pero sé que todo va bien. Sigue entre Arras y Lens junto al príncipe de Condé. A veces es difícil ser la esposa de un militar. ¡Está ausente tan a menudo!

— Le amáis mucho, ¿no es cierto?

— Mucho…

No añadió que a veces se reprochaba no amarlo más debido a aquella parte de su alma que había madurado fijada a una imagen, y Madame de Nemours no hizo más preguntas. De la gran sala llegó el eco de una voz potente, y Elisabeth se puso en pie de inmediato. Un poco, según un pensamiento poco caritativo que se le ocurrió a Sylvie, como un caballo de batalla al oír la trompeta:

— ¡Ah! ¡Ha llegado el abate de Gondi! Yo… le esperábamos más temprano. ¡Dadnos pronto noticias, Sylvie!

Y desapareció en un torbellino de tafetán azul, dejando a su amiga atónita por el descubrimiento que acababa de hacer. ¿Era posible que, casada con uno de los hombres mejor parecidos de Francia, Elisabeth siguiera aún enamorada de aquel clérigo pequeño, nervioso, lleno de tics y de ingenio, del que se decía que había sido su amante? No obstante, Nemours siempre la había engañado con otras, y después de todo es muy raro encontrar la felicidad en un matrimonio principesco…

Dejando para otro momento el abrazo a la madre de François, Sylvie volvió a su coche y tomó la dirección del Palais-Royal, donde era esperada. Pero ya no sentía el mismo placer de otro tiempo. De no ser por el pequeño Luis, al que le unía un amor casi maternal, tal vez habría renunciado a su puesto de dama de palacio que después de su boda había sustituido al de lectora, pero que apenas si representaba un cambio de sus funciones junto a las personas reales: aún seguía leyendo para la reina, y sobre todo pasaba largos ratos junto al rey niño, con la guitarra como objeto de comunión entre los dos.

Era, para ambos, uno de los mejores momentos del día. En efecto, con la excepción de las ceremonias solemnes a las que debían asistir el niño y su hermano menor Philippe, Luis, a pesar de la adoración que sentía por su madre, únicamente la veía una vez al día: cuando se levantaba, lo que ocurría entre las diez y las once de la mañana. Ana recibía entonces a sus damas y a los principales oficiales de la corona. Le llevaban a sus hijos y Luis tenía el privilegio de ponerle la camisa. Luego los niños regresaban a sus aposentos, y allí hacían más o menos lo que querían mientras su madre, entre el Consejo, las devociones, las visitas, el círculo, las comidas y los espectáculos, llevaba una vida intensa que se prolongaba por lo general más allá de la medianoche. Seguía viviendo a la hora española… Debido a ese régimen, la reina iba acumulando grasas y perdía belleza, aunque conservaba su frescura de tez. Cultivaba también la indolencia, y aunque amaba profundamente a sus hijos, apenas se ocupaba de ellos, contentándose con verlos guapos y bien vestidos en los actos oficiales, y sin preocuparse de cómo transcurría su vida lejos de su mirada.

De modo que Luis y Philippe quedaban la mayor parte del tiempo en manos de criados que no se preocupaban ni del estado de sus vestidos ni de las horas de las comidas. No era raro que el rey de Francia y el duque de Anjou se presentasen en las cocinas a pedir una tortilla para mitigar su hambre. Jugaban mucho y estaban poco vigilados: el rey niño había estado a punto de morir ahogado en un estanque, sin que nadie, a excepción del guardia suizo que acudió corriendo al oír sus gritos, se diera cuenta de lo que ocurría.

Habría podido pensarse que, al pasar a los ocho años al cuidado de los hombres -el marqués de Villero y pasó a ser el gobernante de Su Majestad, y el abate Hardouin de Péréfixe su preceptor-, las cosas iban a cambiar. No fue así, y el fiel La Porte, nombrado primer valet de cámara, se quejaba con frecuencia, casi siempre únicamente ante Sylvie.

— El señor de Villeroy es un buen hombre y el abate un gran cristiano, pero son personas poco instruidas, y si el rey se comporta bien en los actos públicos, ya no le piden nada más. Y a mí los criados no me hacen caso. Me dicen que para tratar al rey y a su hermano como es debido haría falta dinero, y que el cardenal Mazarino no lo da…

— ¡Está demasiado ocupado en guardárselo él! -respondió la joven, irritada.

E incapaz de callarse, fue a explicar a la reina una situación que le parecía increíble. Tropezó con una apatía total, y Mazarino se encargó de darle a entender que, si quería conservar el privilegio musical que le había sido concedido ante el rey, más le valdría no entrometerse en la vida interna del palacio. Su esposo le dijo lo mismo.

— Mazarino es demasiado fuerte para ti, corazón. No te empeñes en una batalla perdida de antemano. La reina lo apoyará siempre. Acuérdate de lo que le ha ocurrido a nuestra amiga Hautefort.

En efecto, Marie, poco después del arresto de Beaufort, no había podido contener su indignación. Una mañana en que, en su papel de dama de compañía, ayudaba a la reina a elegir zapatos y ponérselos, había intentado explicar -con buenas maneras, lo que en ella era casi una hazaña- que la regente debería guardar más recato en sus relaciones con un ministro del que se empezaba a murmurar, pero no pudo llegar muy lejos en el desarrollo de su idea: Ana, presa de un ataque de cólera «española», había dado un puntapié a la joven arrodillada delante de ella, la había despedido de inmediato de su servicio y se había marchado sin querer oír nada más.

Para la orgullosa Marie había sido una herida cruel. Como otras antes que ella, como Madame de Chevreuse, retirada con el corazón repleto de hiel en su castillo de Couziéres, acababa de descubrir que la ingratitud formaba parte de los defectos de Ana de Austria, y que si ésta había apreciado su amistad en los momentos difíciles, una vez alcanzada la felicidad del poder encontraba más cómodo desembarazarse de las personas que sabían demasiado. Su brusco acceso de cólera se pareció demasiado a un pretexto.

— ¡Tened cuidado de que un día no llegue vuestro turno! -había aconsejado Marie a Sylvie mientras concluía sus preparativos de marcha-. Mucho me temo que la reina abrigue sentimientos excesivamente tiernos respecto de Mazarino. Así que mucho cuidado…

Por fortuna, al perder una amistad querida Marie encontró el amor, el verdadero, el que nunca habría creído posible. El mariscal de Schomberg, enamorado de ella, obtuvo no solamente su mano sino también su amor. Tenía veinte años más que ella, pero era «bello y grave como un dios». Se amaron con pasión, y desde ese momento Marie, durante las ausencias de su esposo, apenas salió de su hermoso castillo de Nanteuil-le-Haudouin, adonde Sylvie la visitaba con frecuencia.

Al entrar en el Palais-Royal, aquel día de Pentecostés, Sylvie se preguntó cómo sería recibida, a pesar de la orden que la requería. Pero le esperaba una sorpresa: cuando entró en la estancia de la reina, Mazarino estaba con ella y los dos reían de tan buena gana que ni siquiera se dieron cuenta de su presencia. Se acercó a Madame de Motteville y susurró:

— ¿Por qué están tan alegres? No será por…

— Por la evasión del guapo François, sí. Su Eminencia encuentra que ha sido una hazaña magnífica.

— Vaya, no pensaba que estuviera desprovisto de rencor hasta ese punto.

En ese momento, la risa de la reina acabó con una frase de despedida, y el cardenal se inclinó antes de retirarse.

— ¡De todas formas, ha hecho bien! -dijo-. Nos habría sido difícil liberar a ese loco sin que alguien encontrara motivos de queja. ¡Ah, señora de Fontsomme! El rey os espera con impaciencia…

— ¿Está enfermo Su Majestad?

— No -dijo la reina-. Se encuentra bien, pero desde ayer no para de gritar que ha compuesto una canción y quiera cantarla con vos. ¿Supongo que estáis al tanto de la gran noticia del día? Vuestro amigo Beaufort ha escapado. Estaréis contenta, ¿verdad?

El tono era un tanto irónico, pero hacía falta bastante más para sacar a Sylvie de sus casillas.

— Es verdad, señora, estoy contenta. Son muy largos, cinco años de prisión. ¡Sobre todo para él!

— No tenía que haberse colocado en el trance de entrar. Sin embargo, si cree habernos hecho una jugarreta, se equivoca. El señor cardenal, que habría debido ser el perjudicado, no está en absoluto descontento.

— Pero después de la predicción de Coysel, hizo doblar la guardia del preso.

— Una reacción muy natural -asintió la reina-, pero luego Su Eminencia ha encontrado un medio excelente para atraerse las simpatías de toda la familia de Vendôme. De ahí la tranquilidad con que ha recibido la noticia de la evasión.

Como Sylvie no se atrevía a seguir preguntando y la miraba con una vaga inquietud, la reina le dio unos golpecitos en el brazo con su abanico.

— ¡No lo adivinaréis nunca! Una boda, querida, una gran y rica boda. De la mayor de sus sobrinas con el duque de Mercoeur. El futuro duque de Vendôme se convertirá así en su sobrino, y nuestro pobre Beaufort se verá obligado a estarse quieto… ¡Id a ver al rey, enseguida! Yo me reuniré con vos dentro de un momento.

«¡Señor! -pensó Sylvie, todavía bajo la impresión de la noticia-. ¡Esta gente está loca! El duque César nunca aceptará, por exiliado que esté, mezclar la sangre de Enrique IV con la de ese italiano. Y no puedo ni siquiera imaginar lo que diría François… ¡Los Mazarino en casa de los Vendôme! ¡Parece un cuento de hadas!»En efecto, desde hacía meses Mazarino se había propuesto hacer participar a su familia de los beneficios de su fortuna. El 11 de septiembre del año anterior habían llegado de Italia tres sobrinas y un sobrino: dos morenitas de trece y diez años de edad, respectivamente Laura y Olympe Mancini, y una rubia también de diez años, Anna-María Martinozzi. En cuanto al varón, Paul Mancini, tenía doce años. [16] Lo más asombroso fue la acogida que les dispensó la reina. Aquellas niñas- bonitas, o que prometían serlo- fueron tratadas de inmediato como auténticas princesas. Y como el cardenal vivía en la vecindad del palacio, se educaron allí. Madame de Senecey, disponible desde que el rey había pasado a las manos de un gobernante, quedó encargada de su educación. Aquello escandalizó a mucha gente, pero al parecer el pueblo y la nobleza no habían agotado todavía sus reservas de asombro ante los designios del cardenal en relación con las que ya eran llamadas «las Mazarinettes». Pretendía colocarlas en los lugares más elevados, y para conseguirlo no perdía el tiempo.

Sylvie encontró al joven Luis XIV tumbado en una butaca junto a una ventana abierta a los parterres floridos del jardín. Parecía triste y fatigado, y al punto ella se inquietó.

— ¿Se encuentra mal Vuestra Majestad?

No era una pregunta de cumplido. El anterior mes de noviembre, el joven rey había contraído la viruela, y muy pronto se consideró grave su estado. De hecho, el niño sólo estuvo enfermo dos semanas y recuperó enseguida la salud, de modo que la terrible enfermedad no dejó más huellas que unas ligeras marcas en el rostro infantil; pero Sylvie vivió cada uno de aquellos días desesperada ante la idea de que el hijo de François, que ella consideraba en cierto modo como suyo, podía morir. De ahí la angustia que vibró ahora en su voz.

El rey niño, que aún no tenía diez años, le sonrió.

— ¡Estoy bien, duquesa! ¡No os atormentéis! Sólo que estoy muy enfadado y os pido perdón por haberos hecho venir, porque no tengo ningún deseo de cantar ni de tocar la guitarra.

— ¿Estáis enfadado, mi rey? ¿Me permitís preguntaros por qué razón?

— ¡Por esa evasión del señor de Beaufort! Todo el mundo aquí parece considerarla una cosa muy divertida. ¡Una gran broma!

— ¿Y Vuestra Majestad no lo ve de la misma manera?

El rostro del niño, serio con frecuencia, se hizo severo.

— ¡No, señora! Cuando un hombre es encarcelado debido a un delito lo bastante grave para merecer el castigo, su evasión no puede ser considerada algo divertido, porque se le encerró en nombre del rey, ¡y el rey soy yo! Se están riendo de mí, y eso es algo que no toleraré jamás, ¿me entendéis? ¡Jamás!

La mirada del niño reflejaba una cólera tan augusta que Sylvie agachó la cabeza como si fuera culpable. Al mismo tiempo se sintió algo asustada porque, en pocas palabras, Luis había revelado el fondo de su carácter. Había nacido para ser rey y tenía plena conciencia de ello, lo que permitía suponer que tal vez sería un gran rey… a menos que se convirtiera en el peor de los tiranos una vez accediese al poder.

A pesar de todo, Sylvie no quiso dejar pasar la ocasión sin abogar por la causa de François.

— Vuestra Majestad tiene razón -dijo-, y confieso que soy la primera sorprendida por la manera como se ha recibido aquí la noticia, pero, Sire, pensad que se trata de un hombre preso desde hace cinco años por una simple presunción. Nunca se ha probado que el señor de Beaufort quisiera atentar contra la vida del cardenal.

— Es posible, duquesa, pero es muy capaz de ello. No os sorprenderá que os confíe que quiero muy poco a Su Eminencia… ¡pero quiero menos aún al señor de Beaufort!

— Sire -le reprochó Sylvie con dulzura-, es el más leal de vuestros súbditos. Nadie podría dudar del amor que profesa a su rey.

— Tal vez deberíais decir el amor que profesa a su reina -repuso el niño con una amargura reveladora de unos celos que su interlocutora no podía por menos que entender. Luego añadió, puesta una mano sobre las de Sylvie-: No quiero causaros pena, señora. Sé que es amigo vuestro desde la infancia y que le queréis mucho, pero ya veis que yo no soy más dueño que vos de mis sentimientos. No creo que llegue el día en que quiera al señor de Beaufort.

Aunque trataron otros temas de conversación en la hora siguiente, fueron esas últimas palabras las que persiguieron a Sylvie mientras recorría el corto trayecto entre el Palais-Royal y su hôtel de la Rue Quincampoix: veía en ellas una amenaza para el futuro, cuando aquel niño de nueve años, ahora bajo la doble tutela de su madre y su ministro, llegara al poder. Adivinaba que sería terrible en sus enemistades. ¿Qué cabía esperar de sus odios? ¿Qué sería entonces del padre oculto bajo la imagen tal vez un poco exagerada de un súbdito turbulento? ¡Pobre François, cuyas pasiones acababan siempre por volverse en su contra! ¡Cuánto sufriría si un día llegaba a saber que su hijo no le amaba!

Ya era tarde, pero en las calles del Marais reinaba una agitación desacostumbrada, y al llegar a la Rue Quincampoix vio un gentío delante de la taberna de l'Epée de Bois. Por la más extraña de las casualidades, el hôtel de Beaufort [17] era vecino del de los duques de Fontsomme. Un vecino silencioso, ciego y sordo, que sólo llamaba la atención de la joven por su nombre, ya que François nunca lo había habitado.

Había sido uno de los regalos de Enrique IV a Gabrielle d'Estrées cuando la nombró duquesa de Beaufort. Sus primores de estilo renacentista convenían a la perfección a una mujer hermosa, pero también un varón podía encontrarse cómodo allí. Sin embargo, el actual poseedor del título no lo habitaba por una razón muy sencilla: perseguidos desde hacía años por la enemistad del cardenal o del rey -a menudo de ambos-, los Vendôme preferían no estar separados cuando residían en París. Ocupaban en bloque la mansión familiar, y aunque en alguna ocasión François había expresado la vaga intención de formar su propia casa, nunca había sido más que una idea efímera, penosa además para su madre dada su inclinación a reunir en torno suyo a sus polluelos, como una gallina clueca. De modo que aquella hermosa mansión presentaba cierto aire de abandono, y sin embargo era allí adonde el pueblo dirigía por instinto sus aclamaciones, como si la alta silueta de François fuera a asomarse de un momento a otro al balcón. Sylvie se sintió conmovida: desde aquella mañana, el hôtel de Beaufort se había convertido para toda aquella gente en un símbolo, como lo era para ella desde hacía cinco años, cuando, recién casada, llegó al hôtel de Fontsomme y puso por primera vez los ojos en sus ventanas despintadas y su jardín invadido por zarzas y hierbajos.

Al contrario que otras casas nobles, que se vaciaban en las proximidades del verano para poblar los castillos, el hôtel de Fontsomme conservaba de forma permanente el personal suficiente para mantenerlo abierto y preparado para acoger a sus dueños. Lo mismo sucedía en la casa de Conflans. La gran fortuna de los duques les permitía ese lujo, habida cuenta, además, de que el castillo familiar, situado entre las fuentes del Somme y la pequeña aldea de Bohain, había sufrido en 1634 serios desperfectos debido al avance de las tropas españolas y a una ocupación que, gracias al ejército del señor de Turenne, sólo había durado un año. Pero los destrozos habían sido de importancia y el castillo aún era inhabitable a pesar de las grandes obras emprendidas por el mariscal-duque, padre de Jean, y también por éste. Así pues, al llegar a la Rue Quincampoix, Sylvie encontró la casa dispuesta para recibirla, como de costumbre cuando así lo exigía su servicio junto a la reina y el rey niño.

Ya era noche cerrada cuando, después de haberse envuelto en una bata y tomado una cena ligera, bajó al jardín para respirar el aire templado de aquel último día de mayo. Un aire, de todas formas, más ruidoso que de costumbre. Por encima de los techos le llegaban los ecos de las canciones improvisadas para el héroe del día con la tonada del Rey Enrique. De vez en cuando, un orador improvisado alzaba la voz para llamar a los presentes a sublevarse contra el «Mazarino chupador de la sangre del pueblo y verdugo de monseñor François», y luego se afinaban los violines en medio de gritos alegres. Podía apostarse sin miedo a que habría baile improvisado, y que aquella noche se dormiría poco en el barrio.

Lo cual no molestaba a Sylvie. Se sentía feliz por aquella especie de consagración que el pueblo llano ofrecía a François, y decidió quedarse acurrucada como un pájaro entre las ramas y las flores, hasta adormecerse al son de los violines. Se sentía arrullada por la dulce sensación de que François por fin estaba libre y de que para ella había acabado el temor que la atenazaba desde hacía cinco años: el de enterarse algún día de su muerte en prisión por alguna enfermedad tan misteriosa como repentina.

Medio tendida en un banco provisto de almohadones, escuchaba la música, miraba los arriates iluminados por la luna y aspiraba la fragancia de las rosas. Las había por todas partes en el jardín, menos grande y lujuriante que el de Conflans; pero su esposo, que conocía su amor por ellas, había ordenado a los jardineros que las plantaran en cualquier sitio, por más que aquello no se ajustara a la moda de los arriates de formas geométricas, que a Sylvie no le gustaban.

Se había sumido en un ligero ensueño cuando de repente se estremeció: allí, detrás de las ventanas del primer piso del edificio desierto, se movía una luz. Sin duda, un candelabro. ¿Quién estaba allí? ¿Era posible que fuera…? Oh, no, sería una colosal imprudencia, porque no había que fiarse del rostro sonriente de Mazarino, compuesto para dar gusto a la reina. En realidad, el cardenal tenía que estar hirviendo de cólera y podía tenerse la seguridad de que, desde el momento en que se conoció la noticia, había ordenado a toda la policía del reino lanzarse tras las huellas del fugitivo.

Era extraña, esa luz que cruzaba la mansión en toda su longitud. Parecía un fantasma, pero Sylvie no creía en apariciones. ¿Entonces? ¿Un admirador del propietario que, aprovechando la fiesta callejera, se había introducido en la casa? Era posible, pero poco probable. Aunque la mansión había estado deshabitada durante muchos años, no por ello dejaba de estar bien cerrada e incluso guardada. La propia Sylvie se había dado cuenta de ello cuando, impulsada por la curiosidad, había intentado entrar un día. Ni su íntima relación con los Vendôme ni su título de duquesa le habían servido de nada: el guardián, un viejo soldado que había servido a las órdenes del rey Enrique, se había mostrado tan cortés como inflexible.

— Mientras no esté presente el dueño para abrir la puerta, nadie debe entrar, y pido perdón por ello a la señora duquesa.

Aquella escena se remontaba a dos años atrás, aproximadamente, y desde entonces nunca había intentado entrar ni había vuelto a preocuparse por el guardián. ¿Seguía estando allí? Era muy viejo y tal vez había muerto. Arriba, el resplandor del candelabro seguía su paseo, y Sylvie decidió averiguar qué ocurría. Rogando a Dios que a nadie se le ocurriera ponerse a buscarla, se dirigió al fondo del jardín, a un lugar donde el muro medianero, cubierto en gran parte de hiedra, se había derrumbado, y se dispuso a franquear aquel obstáculo.

No sin trabajo: su amplia bata de damasco amarillo no era el atuendo ideal para trepar por las tapias, y menos aún sus pequeñas zapatillas de terciopelo, pero, fiel a sus antiguas costumbres, Sylvie no se dejaba vencer por ninguna dificultad cuando quería algo, y lo que quería ahora era ver quién se paseaba por la casa desierta de la bella Gabrielle.

Salvado el muro sin demasiadas complicaciones, avanzó a lo largo de lo que había sido una galería, reconocible todavía a pesar de la maleza. Para no tropezar, se vio obligada a mirar dónde ponía los pies y no pudo vigilar adecuadamente la luz. De modo que cuando llegó a la escalinata que daba acceso a los salones, la fachada estaba de nuevo a oscuras. Sin embargo, no renunció y subió los peldaños, anchos y bajos, hasta llegar a una puerta que, para su sorpresa, se abrió con un chirrido. Allí le fue preciso detenerse, porque en el interior no se veía absolutamente nada. Tuvo que esperar a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Olía a humedad, pero también a cera caliente. El candelabro debía de haber sido encendido ahí.

Finalmente, distinguió el pie de la escalera y se dirigía hacia allí cuando una claridad amarillenta iluminó desde lo alto los polvorientos peldaños de piedra. Se oyeron unos pasos cautos que de repente se precipitaron, y antes de que la sorprendida Sylvie tuviera tiempo de ocultarse se encontró frente a Madame de Montbazon, que al ver la sombra clara que surgía de las tinieblas hizo primero un movimiento de retroceso pero al punto se echó a reír.

— No podéis ser el fantasma de Gabrielle d'Estrées, porque soy yo quien representa ese papel -dijo al tiempo que levantaba el candelabro, lo que le permitió reconocer a la recién llegada-. ¡Oh, Madame de Fontsomme! ¿Os habéis equivocado de puerta?

— No. Estaba tomando el fresco en mi jardín y he visto vuestra luz. Como sabía que la casa está deshabitada desde hace mucho tiempo, sentí curiosidad y salté el muro por una parte medio derruida. Pero ¿cómo habéis entrado vos? Si hubieseis cruzado entre toda la gente que baila en la calle, yo habría oído las aclamaciones…

La duquesa dejó el candelabro sobre un escalón y se sentó a su lado, indicando a Sylvie que la imitara.

— ¡Bien observado! -dijo-. La verdad es que he venido por el túnel que comunica este edificio con las bodegas de una casa vecina, que me pertenece. ¡Dos salidas posibles, siempre! Asilo quiso el rey Enrique IV, que conocía bien al pueblo y sabía con cuánta facilidad se puede alzar contra una favorita. Pero eso no impidió que la pobre Gabrielle d'Estrées muriera envenenada en casa del banquero Zamet…

— ¿Envenenada? Murió de convulsiones después de un parto horrible…

— Esa es la versión oficial, que no ha convencido a mucha gente. Pensad un poco. Unos días más y se habría convertido en reina de Francia. Y eso no lo aceptaba nadie, o casi nadie. Tenía que morir…

— ¿Y Zamet se habría atrevido?

— El no, y por otra parte el rey nunca le reprochó nada; pero sí otras personas a su servicio. ¿Os dais cuenta de lo que habría significado para nuestros amigos que Gabrielle fuera coronada? César de Vendôme sería rey en este momento, y Mercoeur delfín de Francia. En cuanto a nuestro querido François, sería duque de Orléans. Algo que da que pensar, ¿no es así?

— Más aún de lo que imagináis -suspiró Sylvie-. ¿Sabéis que Mazarino proyecta casar a la mayor de sus sobrinas con Mercoeur? Podría tratarse incluso de un matrimonio por amor…

Madame de Montbazon la miró como si se hubiera vuelto loca, y se echó a reír.

— ¿Mercoeur, sobrino de Mazarino? ¡Sangre de Cristo! ¡Beaufort es capaz de matar a su hermano para impedir ese escándalo!

¡Ya estaba! La gran silueta de François acababa de alzarse entre las dos mujeres sentadas en su escalera como pájaros posados en una rama.

— ¿Dónde está? -preguntó Sylvie, incapaz de callar por más tiempo una pregunta que le quemaba la lengua-. Mazarino simula reírse de la broma graciosa que le han gastado, pero estoy segura de que ha puesto todos los medios para buscarlo.

— ¡Por supuesto! Pero tranquilizaos, está en un lugar seguro. Sólo que, ya lo conocéis: el problema con él es que se niega a esconderse en algún castillo de provincias. Quiere volver a París… y por eso estoy aquí esta noche. He venido a visitar este edificio y ver qué hará falta para hacerlo habitable.

— ¿Volver a París? No es razonable…

— Él nunca es razonable, lo sabéis bien. Pero yo me he acostumbrado a hacer su voluntad, y al mismo tiempo a facilitarle las cosas tanto como me sea posible.

— ¿Puedo ayudaros?

Marie de Montbazon no respondió enseguida. Empleó algún tiempo en escrutar el rostro de la joven con aire meditabundo. Finalmente preguntó:

— ¿Qué edad tenéis?

— Veinticinco años. Seis menos que François.

— Y yo cuatro más… Naturalmente, le amáis, o de lo contrario no estaríais aquí.

Sylvie apartó la vista para escapar a aquella mirada que parecía escudriñar el fondo de su alma, pero se puso en pie y adoptó un muy bien compuesto aire de dignidad.

— Lo he amado -dijo con cierta aspereza-. Fue el héroe de mi infancia, pero en la actualidad amo a mi marido.

— ¿No es ésa una verdad a medias? Digamos que a vuestro marido lo queréis mucho y que por otra parte lo merece con creces; pero en el fondo, muy en el fondo de vuestro corazón, ¿qué hay?

— ¿Por qué tengo que mirar tan lejos? De todas maneras, él os ama a vos… -murmuró Sylvie con una pizca de amargura que no pudo retener.

— No, ya no, y confieso que añoro la época de Vincennes, porque entonces estaba segura de ser la única, ¡por fuerza! Pero desde su fuga, estoy segura de que ama a otra…

— ¿Aún conserva su antigua pasión por la reina?

— Ella tiene casi cincuenta años. No, hay otra cosa. Me ama a mí con su cuerpo, pero estoy segura de que alguien más ocupa su corazón.

— ¿Quién? -preguntó Sylvie con tanta vehemencia que casi fue un grito de angustia.

— No es a mí a quien confiaría ese secreto -respondió la duquesa encogiéndose de hombros-, porque tiene miedo de mis celos. La verdad es que no lo sé. Y ahora, despidámonos -añadió al tiempo que se ponía en pie-:. He visto lo que deseaba ver y es hora de que me vaya. Imagino que vos también.

— En efecto. Sin embargo, repito mi ofrecimiento: ¿necesitáis la ayuda de una vecina?

— Por el momento no, pero os lo agradezco…

Iba a internarse de nuevo en las profundidades de la casa, llevando su candelabro, cuando se detuvo.

— ¡Ah! Una cosa más, por favor.

— Os lo ruego.

— No hagáis reparar el muro de vuestro jardín, por si acaso las demás salidas quedaran bloqueadas. Aunque también es cierto que nunca le ha dado miedo un muro en buen estado. Los de Vincennes podrían atestiguarlo.

— A propósito de la evasión… ¿No resultó herido?

— ¿Al caer? Sí, se dislocó el brazo: la cuerda era un poco corta. Pero un curandero de Charenton volvió a colocarlo en su sitio. ¡Hasta la vista, querida!

— ¡Hasta la vista! Y quedaos tranquila en cuanto al muro: seguirá como está.

Sylvie pasó el final de la noche en el jardín, disfrutando tanto del cielo estrellado como del bullicio de la bacanal en honor de François, que tanto contrastaba con el silencio y la oscuridad de la antigua mansión de la favorita… Al llegar el día, marchó a Conflans a pesar del deseo que sentía de permanecer allí. La idea de que quizá muy pronto François estaría en la casa vecina a la suya causaba turbulencias en su corazón, pero al pensar en Jean, que combatía al lado del señor de Condé, decidió que no sería ni oportuno ni honesto para con él quedarse en París. Y además, no le gustaba pasar mucho tiempo lejos de su pequeña Marie, tan adorable con sus rizos rebeldes y su siempre sonriente carita sonrosada que encantaba a todo el mundo. Y sobre todo a Jeannette, ascendida al rango de gobernanta y a la que las demás criadas llamaban Mademoiselle Déan, porque, a pesar de las súplicas de Corentin, todavía no se habían casado.

— Tú no puedes dejar al señor caballero de Raguenel -le había dicho a su pretendiente-, y yo no quiero dejar a Mademoiselle Sylvie… bien, a la señora duquesa. Para casarnos tendríamos que decidirnos por el uno o la otra. Pero ya ves que es imposible… Al menos de momento.

— ¿Crees que llegará algún día…?

— Lo espero, porque nos queremos. Voy a decirte una cosa: tendríamos que habernos casado cuando estábamos en Belle-Isle.

— Claro que sí, pero ahora tendríamos el mismo problema. En fin -concluyó Corentin-, tendremos un poco más de paciencia.

A decir verdad, desde el nacimiento de Marie, a Jeannette le costaba menos «tener paciencia». Estaba loca por la niña y la mimaba con tanto ardor que en ocasiones provocaba la risa de Sylvie.

— Si no estuviera tan segura de haberla traído al mundo -decía-, me preguntaría si no lo he soñado y tú eres la verdadera madre.

— No digáis esas cosas delante del señor duque. ¡Se enfadaría conmigo!

— ¿Crees que te reprocharía un cariño tan grande? ¡Lo contrario es lo que le disgustaría!

Se echaron a reír. Así transcurrían plácidamente los días en la casa que el mariscal de Fontsomme había hecho construir en la orilla del Sena poco después del incendio de su castillo picardo, con la intención de contar con una casa campestre agradable para los días del verano. La finca de Carrières se encontraba entre el castillo de Conflans, que pertenecía a Madame de Senecey, y unos terrenos situados ya en el término de Charenton, propiedad de la marquesa du Plessis-Bellière. Las relaciones con ambas vecinas eran excelentes: Sylvie conocía desde hacía mucho tiempo a la ex dama de honor de Ana de Austria, convertida ahora en gobernanta de los infantes de Francia, y simpatizó de inmediato con su otra vecina.

La marquesa, de soltera Suzanne de Bruc, procedía de una familia noble bretona que se remontaba a las Cruzadas, era unos diez años mayor que Sylvie y vivía permanentemente en su propiedad de Charenton, en la que recibía a la flor y nata del mundo de las letras: los dos Scudéry, Benserade, Scarron, Corneille, Loret, el abate de Boisrobert… todos ellos amigos de su hermano, el señor de Montplaisir, que era también poeta. A lo largo del año, aquellas personas un tanto excéntricas hacían resonar en la casa y los jardines sus parrafadas, poemas o efusiones líricas cuyo tema era con frecuencia la dueña de la casa, una mujer de gran belleza pero también honesta, fiel a un esposo militar que faltaba de su hogar casi tanto tiempo como Jean de Fontsomme. Llevaba una vida placentera que Sylvie compartía con tanto más gusto por el hecho de que volvía a encontrar allí a amigos de la época del convento de la Visitation Sainte-Marie. Y en particular, a Nicolas Fouquet.

El joven magistrado había enviudado y se había convertido en intendente de la Generalidad de París, además de ocupar un puesto importante en el Parlamento, sin por ello faltar lo más mínimo a su lealtad al rey. Mantenía con Perceval de Raguenel excelentes relaciones. Muy seductor, un auténtico donjuán, Nicolas repartía en aquel momento sus preferencias entre su anfitriona y la joven Madame de Sévigné, una simpática plumífera que escribía las cartas más bonitas del mundo. Las dos se hacían desear, la primera por amor a su esposo, y la segunda por virtud pura y simple. En cuanto a Sylvie, a pesar de que le gustaba infinitamente, sabía que nada podía esperar de ella salvo una buena amistad, y era lo bastante perspicaz para no intentar rebasar los límites de ésta. Al comprobar la admiración apasionada que sentía la pequeña Marie de Fontsomme por el lorito de Madame du Plessis-Bellière, un día Fouquet se presentó en Conflans con otro de regalo, tan bonito y charlatán como el primero, que sumió a la pequeña en un asombro maravillado y a Sylvie en la perplejidad cuando se enteró de que el pájaro, azul como un cielo de verano y vanidoso como un pavo real, respondía al nombre de Mazarino.

— He intentado darle otro nombre-explicó Fouquet a la joven-, pero si lo llaman de otra manera se encierra en sí mismo como una ostra. Por lo demás, es sumamente charlatán, y lo he encontrado a la vez tan bonito y divertido que no he podido resistir la tentación de comprarlo. Después de todo, si algún día recibís al cardenal, sólo tenéis que encerrarlo… Espero no haberos molestado.

— Mirad la cara de Marie. Ella os responderá por mí, pero es demasiada generosidad, amigo mío. ¡Una niña tan pequeña!

— Si llega a ser tan encantadora como su madre, recibirá muchos más regalos -concluyó el joven parlamentario, besándole la mano.

Desde ese día, Zarino se convirtió en el compañero inseparable de la niña, incluso durante sus paseos, en los que lo llevaba un lacayo adscrito a su servicio. Formaban en conjunto un grupo pintoresco y colorido, que divertía a los jardineros. Con él se encontró Sylvie, a su regreso de París, mientras paseaba alrededor de un estanque en el que un chorro de agua salpicaba con gotas luminosas.

Al ver a su madre, Marie dejó de salpicar a Zarino, al que pretendía bautizar de aquella manera, y corrió hacia ella tan deprisa como pudo, gorjeando cuando Sylvie la tomó en brazos para cubrir de besos su carita redonda; y durante un instante hubo un intercambio, absolutamente incomprensible para los no iniciados, de murmullos, palabras cariñosas y grandes besos. Marie ronroneaba como un gatito y apretaba sus brazos en torno al cuello de su madre.

— Está toda mojada -protestó Jeannette-, y ya íbamos a entrar. ¡También os vais a mojar, señora duquesa!

— No tiene importancia, Jeannette. Me recuerda a la temporada de los patos en el estanque de Anet. ¿Te acuerdas de cómo nos divertíamos? De todas maneras, tendría que cambiarme. ¿No ha habido ninguna novedad desde que me fui?

— Una carta del señor duque. Está en vuestra alcoba.

Era, como de costumbre, una carta muy tierna en la que Jean anunciaba su esperanza de una próxima victoria, pero ponía en guardia a su mujer contra eventuales disturbios.


Aquí se habla continuamente de la hostilidad de las Cortes soberanas respecto de la política del cardenal, sobre todo en lo relativo a los impuestos. Eso no resulta nada tranquilizador para mí, y al estar tan lejos de vos me supone una verdadera angustia. Por eso os suplico que os mováis lo menos posible de Conflans. París es una ciudad imprevisible, y de creer los informes que recibimos aquí, bastaría poca cosa para producir una explosión. ¡Tened piedad de mí, mi Sylvie bienamada, y no os expongáis! La reina tendría que saber prescindir de vos por algún tiempo…

¡El querido Jean! Había tres páginas así, repletas de amor y preocupación por sus «dos» mujeres. Era muy propio de él, aquello: pensar en los demás cuando él mismo afrontaba continuamente la muerte o, peor aún, una mutilación o invalidez; pero Sylvie sabía lo que representaban para él su hogar y las dos personas que lo animaban. Por su parte, ella daba gracias al Cielo todos los días por haberle dado un esposo así. No era posible encontrar en el mundo un hombre más delicado, y su conducta en los primeros días de su matrimonio lo había probado, desde la noche de bodas.

Cuando Sylvie, acordándose de cierta otra noche, temblaba en el gran lecho en que sus criadas la habían colocado, él había venido simplemente a sentarse junto a ella y tomado en las suyas las manos heladas de la joven.

— No tenéis nada que temer, Sylvie. Vais a dormir tranquilamente en esta cama y yo me instalaré en el sofá… -Y como ella le miró sin comprender, aunque aliviada, añadió-: El amor, por lo menos el corporal, os ha mostrado hasta el presente un rostro amenazador, hosco, un rostro que no es el auténtico. Habéis sido herida, y estoy seguro de que en este momento estáis muerta de miedo. Estas manitas frías lo demuestran. Pero no padezcáis, Sylvie, yo os amo lo bastante para esperar…

— ¿No vais a…?

— No. Dormiréis sola y yo velaré vuestro sueño. Más tarde, pero únicamente cuando lo deseéis, vendré a vuestro lado.

Durante varias noches había dormido en el sofá, hasta una en la que un frío tempranero había llevado a Sylvie a aconsejarle que durmiera con ella. El había aceptado con alegría, pero se había mantenido a la distancia que permitía la amplitud del lecho. Tanto amor conmovió profundamente a la joven, y fue ella la que lo buscó, una hermosa noche. La actitud de Jean fue tan suave, tan contenida y tan hábil al mismo tiempo, que ella se dejó arrastrar por la ola de placer; y si saludó la culminación final con un grito, se trató de un grito de alegría que finalizó en un suspiro feliz… La maternidad llegó más tarde: Jean quiso que ella pudiera saborear plenamente la alegría de ser mujer antes de sumirse en el universo de náuseas y mareos que con frecuencia precede a la mayor felicidad…

«Cuando vuelva, tendré que intentar darle un hijo varón», pensó Sylvie mientras guardaba la carta en un pequeño secreter de marquetería, con incrustaciones de cobre y conchas. Al mismo tiempo, se prometió no poner el pie en París más que en caso de necesidad. Y aun así se las arreglaría para volver por la tarde a Conflans. Junto a la pequeña Marie, estaría bien protegida de la tentación de saltar otra vez el muro derruido…

Lo consiguió durante varias semanas, aduciendo que estaba enferma, pero la resonante victoria de Condé sobre los imperiales en Lens la obligó a salir de su retiro. Iba a cantarse un tedeum en Notre-Dame, adonde el marqués de Châtillon había llevado las numerosas banderas enemigas capturadas. El rey, la reina y la corte acudirían allí en procesión, y se ordenó a Sylvie que ocupara su lugar en ella.

Era domingo y hacía un tiempo radiante. Los parisinos, entusiasmados con el espectáculo que se les ofrecía, lucían sus mejores atuendos y corrían a apretujarse al paso del cortejo real. Todas las campanas de la capital repiqueteaban alegremente al unísono, y todo el mundo se sentía feliz, con la excepción, tal vez, de los señores del Parlamento, para los que aquella victoria representaba un desagradable mentís porque, desde hacía meses, pretendían liberarse de todo mandato real con el pretexto de que los impuestos servían para emprender guerras interminables que nunca se ganaban.

A las diez, el cañón del Louvre retumbó para anunciar la salida del rey. Suntuosamente vestido de azul y oro, apareció en una carroza dorada al lado de la imponente silueta de su madre, de negro. Una enorme ovación lo escoltó, y fue creciendo a medida que los caballos blancos avanzaban detrás de los mosquetes de los guardias. Detrás venían las carrozas de las damas y los oficiales de la casa del rey. Sylvie compartía la de Madame de Senecey y Madame de Motteville, las dos con atuendo de gala. Ella se había vestido de muaré blanco orlado con un fino encaje negro, a juego con los guantes y con unos zapatos de raso rojo claro. A través de la mantilla blanca y negra que envolvía su cabeza, resplandecía el magnífico collar de rubíes y diamantes que le había regalado su esposo con motivo del nacimiento de Marie, con los pendientes a juego oscilando a lo largo de sus mejillas. Se sentía relajada, casi feliz. ¿Cómo creer que aquel pueblo tan alegre podía alimentar designios sombríos? Y además, si la guerra finalizaba, Jean volvería muy pronto. Y para terminar, nadie parecía interesarse en Beaufort y una cosa era segura: no le habían atrapado.

La ceremonia fue tal como debía ser: grandiosa. El arzobispo de París, monseñor de Gondi, y su sobrino y coadjutor, el abate de Gondi, desplegaron toda la gravedad y la pompa indicadas para la ocasión. Fue el sobrino quien pronunció el sermón, con mucho talento además; pero Sylvie no comprendió muy bien por qué el oficiante, al tiempo que daba gracias a Dios por haber coronado las armas del rey de Francia, se permitía poner a ese mismo rey en guardia contra los excesos de la autosatisfacción y le recordaba que, si el pueblo pagaba las guerras con su sangre, era injusto hacérselas pagar dos veces. El resultado fue que, al salir de la catedral, la reina estaba furiosa y Mazarino, que había cosechado durante el trayecto más abucheos que bendiciones, ponía una cara rara. En cuanto al joven rey, parecía francamente molesto.

— El señor coadjutor -susurró a su madre- me parece demasiado amigo de los señores del Parlamento para ser nunca uno de los míos.

— Es un hombre peligroso del que conviene desconfiar -respondió Ana de Austria.

El solemne servicio de acción de gracias finalizó sin más incidentes y el cortejo regresó al Palais-Royal como había venido, en medio de un inmenso entusiasmo popular; pero el joven soberano seguía distraído, por no decir malhumorado. Sylvie se valió de la amistad que él le mostraba para preguntarle qué le inquietaba.

— Lo ignoro -respondió él-, pero siento que alguna cosa se prepara. ¿Habéis observado la sonrisa amenazadora del señor cardenal al regresar a palacio?

— Sí lo he hecho, Sire, pero Vuestra Majestad sabe muy bien que apenas entiendo de política.

— Y está muy bien así. Las mujeres deberían contentarse con ser bellas, y -añadió, cambiando de tono y apoderándose de la mano de la joven- vos lo estáis hoy de una manera milagrosa, señora…

Bajo aquella mirada infantil a la que asomaba ya la del hombre de mañana, Sylvie enrojeció. Aquello hizo que Luis recuperara el buen humor.

— Es un privilegio hacer ruborizarse a una mujer bonita, y es la primera vez que me ocurre. Gracias, querida Sylvie. Ahora, un consejo: tendríais que volver de inmediato a Conflans, junto a vuestra pequeña Marie. Durante la misa he oído algunas palabras que daban a entender que en la ciudad podría haber tumulto…

— En un día de fiesta es bastante normal.

— Preferiría saber que estáis en vuestra casa. Estad tranquila, diré a mi madre que os he encontrado desmejorada (¿no habéis estado enferma los últimos días?) y os he mandado al campo.

Sylvie aceptó gustosa, conmovida por la solicitud de aquel niño verdaderamente fuera de lo común, dotado por añadidura de un excelente oído. En efecto, un rumor inhabitual flotaba en París: gritos, disparos incluso, y el sordo ruido que produce una multitud al concentrarse. Además, cuando se disponía a marchar del Palais-Royal, entraba en él el coche del coadjutor, Paul de Gondi, escoltado por el mariscal de La Meilleraye, que al parecer había sufrido algún incidente en el camino, y por el nuevo teniente civil Dreux d'Aubray, [18] éste con aspecto asustado. Gondi saltó de su coche vestido aún con roquete y muceta, y dirigió a Sylvie una sonrisa y una vaga bendición antes de entrar rápidamente en el palacio con sus dos improvisados acompañantes. Los ruidos parecían aproximarse, y Sylvie vaciló.

— ¿Qué hacemos, señora duquesa? -preguntó Grégoire.

— Si no te asusta un poco de agitación, vámonos, amigo mío.

Por toda respuesta, el hombre hizo restallar su látigo y puso en marcha el carruaje. Pero no llegó muy lejos: en las proximidades de la Croix-du-Trahoir se encontró bloqueado por una manifestación de personas vestidas de fiesta, pero que no por ello reclamaban con menos convicción la cabeza de Mazarino. Otros gritaban «¡Viva Broussel!» o «¡Libertad!». Grégoire intentó parlamentar para que le dejaran pasar, pero le contestaron que diera media vuelta porque las puertas de París estaban cerradas, y cuanto más pronto desapareciera de allí, mejor para él. Sylvie se asomó entonces a la portezuela.

— ¡Dejadnos pasar, por favor! Tengo que regresar a Conflans.

— ¡Vaya, qué bonita es! -gritó un muchachote desaliñado que debía de ser panadero a juzgar por las huellas de harina en su ropa.

Grégoire se enfadó y esgrimió su látigo de manera amenazadora.

— ¡Ésos no son modos de hablar a una dama! -espetó-. ¡Te estás dirigiendo a la señora duquesa de Fontsomme, insolente!

— No he dicho nada malo -replicó el otro-. Sólo que es bonita. ¡Eso no es un insulto!

— Quizá, pero mejor harías contándonos a qué viene este barullo.

Una gruesa comadre, fresca como un ramillete de rosas y que llevaba el bonito vestido de fiesta de las mujeres del mercado, intervino:

— Viene a cuento del señor consejero Broussel, que el Mazarino acaba de hacer arrestar en su casa por el señor de Comminges, y llevarlo a la cárcel. ¡Un hombre tan bueno! ¡El padre de los pobres! ¿A la cárcel? ¡Vaya que no! Y todo porque no quiere que el Mazarino se nos lleve las perras. Así que vamos a ocuparnos de eso, y vos haríais mejor quedándoos en la Rue Quincampoix, señora duquesa.

— ¿Me conocéis?

— No, pero vuestra gente compra las legumbres en mi puesto, de modo que sé dónde vivís -explicó, doblando la rodilla a modo de reverencia-. Me llaman la señora Paquette, para serviros.

— Muy honrada -dijo Sylvie con una sonrisa-, pero es que en esta temporada estoy viviendo en Conflans, y me gustaría volver allí para cuidar de mi hijita.

La señora Paquette se apoyó con la mayor familiaridad en la portezuela de la carroza.

— Desista de ir hasta allí esta tarde, señora duquesa. Las cosas están calientes aquí, y dentro de una hora París será una olla hirviendo. Hay gente en las puertas con orden de detener los coches de los presos: Broussel, al que llevan a Saint-Germain, y Blancmesnil que va a Vincennes. Nos las vamos a arreglar para que el Mazarino nos los devuelva, ¡y pronto! Así que creedme, es mejor que os quedéis como una buena chica en la Rue Quincampoix. Si queréis, os doy escolta para que no os hagan ningún daño.

— ¡Vaya! -gruñó Grégoire-. ¡Estamos en presencia de una autoridad!

— Pues sí, y tengo amigos que están colocados más alto que tu pescante, ¡ya lo creo! ¿Has oído hablar de monseñor el duque de Beaufort? ¡Pues bien, yo sólo recibo órdenes de él! ¡Es muy guapo, todo hay que decirlo! -añadió en tono enfático.

El admirador de Sylvie le dio un codazo en las costillas.

— ¡Hablas demasiado, como si no supieras que nadie sabe dónde está! Y además, no está bien lanzar así un nombre al aire. ¡Nunca se sabe dónde puede caer!

— Qué más da…

Sylvie ardía en deseos de saber algo más sobre las relaciones de François con la verdulera, pero el panadero tomó con decisión la iniciativa:

— Entonces ¿vamos a la Rue Quincampoix?

— No. Vamos a la Rue des Tournelles, si no es molestia.

— ¡Por supuesto que no!

Se colocó entre los dos caballos delanteros, tomándolos de la brida con las manos, y condujo el coche a través de la multitud. Al llegar a su destino, se despidió con un gran saludo que casi le hizo dar con la nariz en las rodillas, y al incorporarse envió un beso con la punta de los dedos.

— Ya estáis en casa, señora duquesa. ¡Hasta pronto, espero, porque nunca he visto una duquesa tan bonita como vos!

Dicho lo cual desapareció a la carrera mientras Sylvie, halagada, se echaba a reír. En casa de su padrino tardaron mucho en abrirle, y supo entonces que únicamente estaba en casa Nicole Hardouin. El señor caballero y Corentin habían marchado aquella misma mañana a Anet, a petición de Madame de Vendôme, y Nicole había aprovechado para emprender una limpieza a fondo ayudada por Pierrot, al que acababa de enviar a hacer un recado. A pesar de su amable recibimiento, Sylvie comprendió que su presencia sería un estorbo.

— Cuando vuelva -pidió a Nicole-, diga a mi padrino que me gustaría que fuese a pasar unos días a Conflans. Hace mucho tiempo que me lo ha prometido, pero nunca viene.

Era una constatación un poco triste, no un reproche. En efecto, sabía que desde el encarcelamiento de François, Perceval se desvivía por los Vendôme perseguidos, y que además había estrechado más aún los lazos que le unían a su amigo Théophraste Renaudot, maltratado también por el nuevo régimen y por sus propios hijos, que pretendían quitarle la dirección de la Gazette.

— Irá… ¡Os prometo que irá! -aseguró Nicole con una reverencia que puso fin a la conversación.

Así pues, Sylvie hubo de resignarse a volver a la Rue Quincampoix…

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