1. Tres hombres de Dios

Atizado por el viento, el fuego zumbaba con furia y escupía al cielo haces de chispas y columnas de humo. Amanecía, pero el único sol del nuevo día parecía ser aquel incendio expiatorio que las gentes de la aldea vecina, alineadas en un terraplén como pájaros en una rama, miraban con espanto. De vez en cuando una de las cargas de pólvora dispuestas en el interior del castillo explotaba produciendo nuevas llamaradas. Muy pronto, La Ferrière no sería más que un montón de ruinas sobre las que la hiedra y las zarzas del bosque reconquistarían sus derechos. Sólo quedaría en pie la capilla, protegida por el amplio espacio vacío de su explanada. Así lo había querido François de Vendôme, duque de Beaufort, al ordenar prender fuego a su auto de fe.

A caballo, desde lo alto de la colina tras la cual se apiñaba la aldea, observaba el cumplimiento de la venganza con la que castigaba el martirio de Sylvie. Venganza incompleta, por lo demás, puesto que sólo uno de los dos culpables había sido castigado; pero cada cosa a su tiempo, y por el momento François se daba por satisfecho.

Cuando las llamas disminuyeron en intensidad, dirigió su caballo hacia el terraplén donde los aldeanos seguían inmóviles, sombrero en mano. Al verle aproximarse, se apretaron un poco más. Tenían tanto miedo que faltó poco para que cayeran de rodillas. Hay que reconocer que con la ropa sucia, el rostro ennegrecido y las manchas de sangre en el hombro, el aspecto del joven duque no era tranquilizador, pero les sonrió y al hacerlo mostró la blancura de sus dientes y desapareció la dureza que hasta entonces habían mostrado sus ojos claros.

— Cuando se apague el fuego y se enfríen las cenizas, buscad los restos de quienes se encuentran ahí dentro y dadles cristiana sepultura -ordenó-. Todo lo demás que consigáis recuperar será para vosotros.

Un anciano que parecía su portavoz se aproximó hasta casi tocar el cuello del caballo:

— ¿Habrá seguridad para nosotros, monseñor? El hombre que vivía ahí pertenecía a…

— ¿Al señor cardenal? Lo sé, amigo mío. Pero no por ello era menos criminal, y lo que acaba de ocurrir en esta casa, en la que demasiada sangre se ha vertido ya, ha sido la justicia de Dios. En lo que respecta a vosotros, sabed que no tenéis nada que temer: hablaré con el juez de Anet, y en París veré a Su Eminencia. ¡Tomad! -añadió, tendiendo al anciano una bolsa pesada y repleta-. ¡Repartíos esto! Pero no olvidéis rezar por las almas en pena de quienes han quedado encerrados ahí dentro.

Más tranquilo, el buen hombre hizo una reverencia y se reunió con los demás al tiempo que Beaufort marchaba al trote hasta el lugar donde le aguardaban su escudero Pierre de Ganseville, Corentin y los tres guardias que había llevado consigo al emprender su expedición punitiva.

— ¡Volvamos, señores! -les dijo-. Ya nada tenemos que hacer en este lugar.

Los aldeanos permanecieron largo tiempo al borde del camino. Finalmente el viento del oeste trajo gruesas nubes cargadas de lluvia; el chaparrón hizo silbar los rescoldos de aquel enorme brasero y dejó empapados a los silenciosos espectadores, que se apresuraron a refugiarse en sus casas para secarse mientras hacían el recuento de su reciente fortuna. Ya habría tiempo más tarde, cuando la lluvia les hubiese ahorrado la tarea de extinguir las brasas, para ir a ver lo que quedaba del castillo y dar sepultura a sus últimos habitantes con gran aparato de agua bendita para evitar que sus fantasmas volviesen a rondar el lugar. También sería conveniente dedicarles algunas oraciones.

Una mañana de abril, en el castillo de Rueil, el cardenal-duque de Richelieu, ministro del rey Luis XIII, bajó a los jardines en compañía de su superintendente en bellas artes, el señor Sublet de Noyers, para examinar sus tiernos plantones de castaños. Los arbolitos -los primeros de su especie plantados en Francia- eran entonces una gran novedad. El cardenal había pagado por ellos un alto precio a la Serenísima República de Venecia, que los había importado de la India para él. De modo que les dedicaba una atención casi paternal.

El momento era importante: los jóvenes castaños iban a abandonar el invernadero y sus grandes tiestos de madera, para ser plantados en el paseo dispuesto para ellos; los jardineros habían cavado ya los agujeros destinados a recibir las pesadas pellas de tierra abonada con estiércol de caballo.

Su Eminencia estaba de un humor excelente. A pesar del tiempo fresco y ligeramente húmedo, nada aconsejable para el reuma, los numerosos achaques que lo afligían le habían concedido una tregua bienhechora y dejado su ánimo bien dispuesto para una tarea tan placentera. Por desgracia, alguien vino a aguarle la fiesta.

El primer castaño acababa de ocupar su emplazamiento definitivo bajo la mirada enternecida del cardenal, cuando llegó el capitán de la guardia anunciando una visita. El duque de Beaufort acababa de presentarse y solicitaba una breve entrevista en privado.

A pesar de su sorpresa, porque Richelieu se preguntó qué buen viento podía traer hasta allí al sobrino por línea bastarda de Luis XIII, un joven huraño que muy rara vez se acercaba a visitarlo, apenas dejó entrever sus sentimientos con un leve alzamiento de cejas.

— ¿Le has dicho que estaba ocupado?

— Sí, monseñor, pero el duque insiste. Sin embargo, ha anunciado que si su petición incomoda en exceso a Vuestra Eminencia, está dispuesto a esperar el honor de ser recibido tanto tiempo como sea preciso.

¡Esto sí era una novedad! Beaufort el Torbellino, el arrogante Beaufort que derribaba las puertas en lugar de abrirlas, tenía que haber cometido un desaguisado enorme para mostrarse tan civilizado. Era una circunstancia demasiado rara para perdérsela. Con todo, a pesar de su curiosidad, el cardenal se concedió el placer de aplazar el conocimiento de los motivos de una docilidad tan novedosa.

— Llévalo a mi gabinete y ruégale que me espere allí. ¿Tienes idea de lo que quiere?

— Ni la más mínima, monseñor. El duque se ha contentado con anunciar que se trata de un asunto grave.

Richelieu despidió al oficial con un gesto y regresó al lado de Sublet de Noyers, a quien encontró en compañía de un discípulo de Salomón de Caus, el hombre ya difunto que había diseñado sus magníficos jardines. Los dos discutían acerca de una nueva disposición, y el cardenal departió con ellos mientras los castaños, uno a uno, ocupaban los lugares previstos. Finalmente, no sin disgusto, decidió volver a su gabinete de trabajo. De pasada, echó una ojeada al patio de honor, que esperaba ver ocupado por una carroza, criados y un par de escuderos más dos o tres gentileshombres, como convenía a un príncipe de sangre. Sin embargo, no vio más que dos caballos y un solo escudero: Fierre de Ganseville, al que conocía muy bien. Desde luego, una visita emprendida con tanta modestia resultaba cada vez más intrigante. Y por lo demás, su recreo había concluido.

En la amplia cámara en que admirables tapices flamencos alternaban con preciosos armarios repletos de libros, François, indiferente al esplendor de la decoración, miraba por una ventana al tiempo que se mordía la uña del pulgar. Absorto en sus pensamientos, no oyó abrirse la puerta, y Richelieu se concedió unos instantes para observar a su joven visitante y pensar que, de todos los descendientes de Enrique IV y la bella Gabrielle, era sin duda el de mejor presencia, lo que hacía comprensible la afición que le profesaba la reina… Vestido con un jubón ceñido de paño gris muy sencillo -un atuendo de viaje, más que de corte-, pero adornado con un cuello y puños de encaje de una blancura deslumbrante que hacían plena justicia a su figura esbelta y sus anchos hombros, François de Beaufort, a sus veintidós años, era uno de los hombres más apuestos de Francia. Con su largo y claro cabello que desdeñaba someter a la moda del rizado, y su rostro de tez bronceada que la arrogante nariz de los Borbones y el voluntarioso mentón eximían de la afectación que suele acompañar a los rasgos demasiado perfectos, hacía perder la cabeza a muchas mujeres sin pretenderlo siquiera.

Arrancado de sus ensoñaciones por el ruido de la puerta al cerrarse, hizo una profunda reverencia que las plumas blancas de su sombrero parecieron enfatizar; pero no bajó sus ojos azules, que siguieron la marcha del cardenal hasta la mesa abarrotada de papeles, informes y misivas, tan grande que dejaba en un segundo plano el resto de la decoración.

Llegado a su sillón, Richelieu hizo incorporarse a Beaufort con un gesto cortés, pero no le invitó a sentarse.

— Me dicen, señor duque, que deseáis comunicarme un asunto grave -comenzó-. Deseo creer que no afecta a ningún miembro de vuestra augusta familia.

— No exactamente, pero casi. De todas maneras, de haberse tratado de mi padre o mi hermano, vos lo habríais sabido antes que yo. Por más que no lo sabéis siempre todo, monseñor, o al menos así quiero creerlo.

— ¡Desembuchad! -ordenó Richelieu con rudeza-. ¿De qué queréis hablarme?

— De una joven que habéis conocido con el nombre de Mademoiselle de l'Isle y que se llamaba en realidad Sylvie de Valaines.

El cardenal frunció el entrecejo.

— ¿Se llamaba? No me gusta mucho ese pretérito.

— A mí tampoco. Ha muerto. Asesinada por vuestros hombres.

— ¿Qué?

El cardenal se levantó como impulsado por un resorte. A menos que fuera un comediante genial, su sorpresa era genuina. Beaufort no lo esperaba, y experimentó un amargo placer: no estaba al alcance de todo el mundo conseguir sobresaltar a la impenetrable estatua del Poder. Pero el placer fue breve. Recubierto de nuevo de hielo, Richelieu volvió a tomar asiento.

— Espero una explicación. ¿A quién acusáis, en concreto? Y ¿de qué?

— Al teniente civil Laffemas y a un antiguo oficial de vuestra guardia: el barón de La Ferrière. ¿Lo que han hecho? El primero raptó a Mademoiselle de l'Isle aquí mismo, cuando salía de una audiencia que vos le habíais concedido. En lugar de llevarla de nuevo a Saint-Germain, como anunció a los presentes, la forzó a beber una droga y la llevó al castillo de La Ferrière, cerca de Anet, donde hace años fueron asesinados su madre, su hermano y su hermana… por el mismo Laffemas. Allí se preparó un simulacro de matrimonio con el barón, después de lo cual La Ferrière cedió sus derechos de esposo (si es que poseía tales derechos) a su cómplice y dejó que éste violara brutalmente a la pobre Sylvie antes de regresar a París.

El cardenal tendió la mano hacia una jarra con agua, llenó un vaso y lo bebió de un trago.

— ¡Continuad! -ordenó.

— Herida en el cuerpo, pero aun así no tanto como en el alma, la pobre niña (recordad que sólo tenía dieciséis años) consiguió escapar de su suplicio y huyó a través del bosque descalza y en camisa a pesar del frío… Así la encontré.

— ¿Es una costumbre que tenéis? ¿No la habíais recogido ya una vez en parecidas circunstancias?

— En efecto, después de la matanza de sus parientes. Ella tenía cuatro años y yo diez, y fue así como mi madre la crió y le dio otro nombre, para evitar que corriera la suerte de los suyos.

— ¡Muy romántico! Pero ¿qué estabais haciendo vos en el bosque ese día?

— Esa noche -precisó François-. Debo volver atrás para precisar que Mademoiselle de l'Isle fue raptada por Laffemas en las mismas narices de su cochero, un fiel servidor de su padrino. Ese hombre valeroso se lanzó en persecución del raptor…

— … Robando el caballo de uno de mis guardias, ¿no es así?

— Cuando una persona querida está en peligro, no se anda uno con miramientos, monseñor, y estoy dispuesto a reparar el perjuicio, porque el caballo murió en el curso de la persecución. Gracias a Dios, al coche de Laffemas se le rompió una rueda, y eso redujo el retraso de su perseguidor. Este, un antiguo servidor de mi madre, pudo suponer adonde la llevaban. Se detuvo en Anet a pedir ayuda, y quiso la suerte que yo estuviera allí. Pero todo eso llevó tiempo; el crimen, de una crueldad inimaginable, había sido ya perpetrado y Laffemas desaparecido cuando encontramos a la pobre niña en el estado que he dicho. La recogimos y la llevamos a Anet.

— ¿Y decís que ha muerto? ¿Tan graves fueron las heridas recibidas?

— Eran serias, pero no hasta el punto de matarla. El daño infligido a su alma resultó mucho más grave, y fue incapaz de soportarlo. Mientras yo iba a exigir cuentas al infame falso esposo, ella se arrojó al estanque del castillo.

Un súbito silencio se abatió sobre los dos personajes, como suele suceder cuando se siente el roce de las alas de la muerte. Para su sorpresa, François vio pasar la sombra de una emoción por el rostro severo del cardenal.

— ¡Pobre avecilla canora…! -murmuró-.¿Quién podrá nunca sondear el abismo de fango que algunos hombres ocultan en su interior? -Como antes la cólera, Richelieu reprimió también la emoción en beneficio de cuestiones más urgentes-: ¿Exigisteis cuentas a La Ferrière? ¿Quiere eso decir que ha habido un duelo?

— Había pasado la noche emborrachándose, de modo que habría podido matarlo fácilmente, pero no soy un asesino. Lo desperté con un cubo de agua fría y le puse su espada en la mano. Salvo por el miedo que sentía, estaba en plena posesión de sus sentidos cuando lo maté, mientras mis hombres se enfrentaban a los suyos en una proporción de uno contra dos. Después hice volar e incendiar ese funesto castillo. Ellos estaban dentro.

El tono de Beaufort era tranquilo, casi plácido: el de un simple narrador, y Richelieu no daba crédito a sus oídos.

— ¡Un duelo…! ¡Varios, mejor dicho, y el incendio de un castillo! ¿Y venís a contármelo a mí?

— Sí, monseñor, porque estimo que, antes de pediros la cabeza de Laffemas, os soy deudor de la verdad.

— ¡Cuán virtuoso! Pero la ley es la ley, y es la misma para vos que para los demás, por grandes que sean.

— ¡Aunque se llamen Montmorency! Lo sé -dijo François en tono ligero.

— De modo que voy a haceros arrestar, señor duque, y conduciros a la Bastilla a la espera del juicio.

— Hacedlo.

Semejante sangre fría llevó al todopoderoso ministro al paroxismo de la cólera. Tendía ya la mano hacia una campanilla, cuando el visitante añadió:

— No olvidéis recomendar que me amordacen o, mejor aún, que me arranquen la lengua, porque si no lo hacéis gritaré tan fuerte que el rey no dejará de oírme, a mí, su sobrino.

— Como nunca ha tenido razones para presumir de la suya, el rey carece de espíritu de familia. Pero, a propósito, ¿por qué, en lugar de venir aquí, no habéis ido a contarle a él vuestros agravios?

François miró fijamente al cardenal con una gravedad que impresionó a éste.

— Monseñor, porque vos sois el amo de este reino en mucha mayor medida que él. Además, desde hace algún tiempo tengo la impresión de que mi presencia en Saint -Germain no es realmente deseada.

— ¿Significa eso que a la reina ya no le apetece veros? -repuso Richelieu con una leve sonrisa.

— Todavía no se lo he preguntado, pero es cierto que recibe menos. Y eso es muy natural en su estado de buena esperanza. ¿Qué hacemos, pues, monseñor? ¿Estoy arrestado?

Richelieu apreciaba el valor. Acostumbrado a ver temblar a las personas en su presencia, hasta el punto en ocasiones de ser incapaces de expresarse, decidió que podía hacerse algo mejor que enviar a aquel joven tarambana a la Bastilla. En el ejército conocían su excepcional bravura. Debía ser empleada en el servicio del Estado.

— No. Dadas las circunstancias, olvidaré lo que me acabáis de… confesar. Me gustaba mucho la pequeña Sylvie: era fresca, pura y recta como el salto de un riachuelo de montaña. Diré misas por ella, pero vos habréis de contentaros con la venganza que os habéis tomado con La Ferrière. ¡No os entregaré a Laffemas!

— ¿No vais a castigar a ese monstruo? -dijo François-. No sólo violó a Sylvie y la dejó en un estado deplorable, sino que también asesinó a la baronesa de Valaines, su madre, por no mencionar a las rameras que han aparecido en estos últimos tiempos degolladas y marca das con un sello de lacre rojo.

— Lo sé.

— ¿Lo sabéis? Y sin embargo mantenéis en prisión a un hombre de bien, el padrino de Sylvie, Perceval de Raguenel, al que Laffemas ha tenido el cinismo de acusar de sus propios crímenes.

El cardenal descargó el puño sobre el escritorio.

— ¡Basta! -exclamó-. ¿Quién os ha permitido gritar de ese modo en mi presencia? Sabed que el caballero de Raguenel ha salido de la Bastilla hace ya unos diez días, creo…

— ¿Cómo es posible?

— Renaudot, que resultó herido en el mismo lance, recuperó el sentido y me contó la verdad. Profesa una gran estima y amistad por el caballero de Raguenel.

— Y sin embargo Laffemas…

— ¡Lo necesito! -gruñó el cardenal-. Y mientras sus servicios sigan siéndome útiles, no dejaré que lo toquéis.

— Sí, sí, le llaman el verdugo del cardenal -replicó François con amargura-. No debe de ser fácil de reemplazar.

— Oh, por lo que respecta a esa clase de trabajo, siempre es posible encontrar a alguien, pero Laffemas posee otras cualidades. Entre ellas, ¡que es honrado!

— ¿Honrado? -dijo Beaufort, que esperaba cualquier cosa menos ésa.

— Incorruptible, si lo preferís. Es mío, y nadie, ni siquiera al precio de la mayor fortuna, podría comprarlo. Quizá se deba a su ascendencia protestante, pero los hombres así son escasos. Su padre fue un buen servidor del Estado, y también él presta grandes servicios.

— ¿Acaso fue por orden vuestra que secuestró a Mademoiselle de l'Isle?

El cardenal dio un nuevo puñetazo contra la mesa.

— ¡No seáis ridículo! Esa niña vino aquí a implorar justicia para su padrino, y yo la escuché favorablemente. Al acabar la visita, la confié a uno de mis guardias para que la acompañase hasta su coche. El teniente civil actuó por iniciativa propia cuando pidió al señor de Saint-Loup que le cediera el puesto.

— Eso quiere decir que no siempre obedece.

— No desobedeció, puesto que yo ignoraba su presencia aquí. Es preciso que os decidáis, señor duque. Mientras yo viva, os prohíbo que le persigáis. Después, obrad como mejor os parezca.

— ¿Podrá continuar asesinando a pobres mujeres en las calles de París las noches de luna llena?

Richelieu se encogió de hombros.

— Por su cuenta y riesgo. De noche todos los gatos son pardos, pero aun así hablaré con él. Por lo demás, quiero vuestra palabra de gentilhombre de que no intentaréis nada antes de mi muerte. Es posible, en efecto, que esas infelices encuentren un vengador surgido de las sombras. ¡Me disgustaría acusaros a vos, o a uno de vuestros hombres!

— Monseñor -rugió Beaufort-, me hacéis lamentar haber venido a pediros justicia. Si hubiera ido directamente a su mansión a degollarle en una noche oscura, nunca habríais imaginado quién era el culpable.

— ¡No estéis tan seguro! Siempre averiguo lo que deseo saber, y muerto Laffemas, me quedaría Laubardemont, que es un hombre temible. Vuestra hazaña de La Ferrière ha tenido muchos testigos: él habría pasado el peine a todos los campesinos para conocer la verdad, yos habría encontrado sin demasiado trabajo. Entonces habríais sentido el peso de mi cólera, por muy príncipe que seáis. De modo que habéis obrado con más prudencia de lo que imagináis.

Para escapar a la terrible mirada que parecía querer escudriñar hasta el fondo de su alma, el joven duque apartó los ojos y se debatió interiormente: jurar que no iba a estrangular a aquel miserable en la primera ocasión, era pedirle demasiado. ¿Cómo contener las fuerzas violentas que lo embargaban? ¿Podría tener paciencia para esperar aún… unos años? Pero Richelieu leía en él como en un libro abierto.

— Mi salud sigue siendo precaria -dijo con una media sonrisa-. Probablemente no sea tanto tiempo como teméis…

— Ni por asomo se me había ocurrido esa idea, Eminencia.

— Sois un hombre de honor. ¡Por eso quiero vuestra palabra!

Beaufort le miró a los ojos:

— No tengo elección. ¡Os doy mi palabra de gentilhombre y de príncipe francés!

Enseguida, con un saludo que nada tenía de protocolario, giró sobre los talones y salió a toda prisa con una sensación que no conocía aún: la de derrota. Se sentía vencido por el juramento que le había sido arrancado, y que jamás habría prestado si únicamente le afectara a él. Pero ¿podía arriesgar la libertad, la vida incluso, de los suyos, de todos los de su casa? Con todo, lo más duro era tal vez la vaga impresión que se llevaba consigo: a Richelieu no le había contrariado el anuncio de la muerte de Sylvie. Ya no tendría que preocuparse más por uno de los testigos del secreto del nacimiento del delfín…

Todavía sufrió más cuando, al llegar al gran vestíbulo, divisó una silueta negra, la última que deseaba encontrar en su camino: el teniente civil acudía sin duda a informar a su amo de las últimas noticias de París. La sangre se agolpó en la cabeza del joven duque, que se llevó maquinalmente la mano a la empuñadura de su espada; luego pensó que acababa de dar su palabra. Con todo, se concedió una pequeña satisfacción: se encaminó directamente hacia el personaje y le dio un empujón tan fuerte que le hizo perder el equilibrio y rodar por la escalera gritando. Con la soberbia de un príncipe de sangre para quien la canalla no existe, François, sin siquiera volver la cabeza, siguió su camino y llegó hasta donde le esperaban los caballos.

— Y bien, monseñor -suspiró Ganseville-, empezaba a preguntarme si el hombre rojo no os habría arrojado a alguna mazmorra [1] o enviado a la Bastilla. Esperaba veros aparecer desarmado entre cuatro corchetes.

— ¿Qué habrías hecho en ese caso?

— Les habría seguido, por supuesto, porque también podría haber sido Vincennes. Después habría ido a alertar a toda la casa de Vendôme, a vuestros amigos e incluso al populacho, para marchar en bloque a avisar al rey, y habríamos gritado por todas partes lo ocurrido en La Ferrière.

Beaufort sabía que, en efecto, lo habría hecho. Aquel normando rubio, que entró a su servicio como escudero en el momento de su primera campaña militar y que se le parecía un poco en la estatura y el color del cabello, poseía las cualidades de su tierra natal: obstinación en la fidelidad y fidelidad en la obstinación, además de un arte consumado para no decir ni sí ni no, así como una auténtica pasión por los caballos. Por lo demás era un compañero siempre alegre, mujeriego y dotado de un magnífico apetito, pero se entendía bastante mal con el otro escudero de Beaufort, Jacques de Brillet, un bretón tranquilo y frío cuyas costumbres recordaban las de un fraile. Brillet desconfiaba de las mujeres, no bebía, comía lo estrictamente necesario, rezaba mucho, conocía la Biblia como un protestante y no perdía ocasión de citar los Evangelios. Pero todo eso no le impedía tener tan mal carácter como su colega. De hecho, los dos jóvenes, de veintitrés y veinticuatro años, únicamente estaban de acuerdo en un punto: su devoción absoluta y enteramente desprovista de envidias por el joven duque.

— Richelieu no me ha mandado a la Bastilla, pero poco ha faltado. ¡Sólo me ha dejado libre a cambio de mi palabra de no atentar contra la vida de Laffemas hasta que él mismo haya dejado este mundo! Me siento un poco avergonzado de mí mismo…

— ¡No hay por qué! Yo habría hecho lo mismo. Dicen que la venganza es un plato que sabe mejor si se comefrío…

— Brillet te diría que la venganza pertenece al Señor.

— Lo diría, sí, pero no lo creería. Vuestro encarcelamiento no habría beneficiado a nadie y habría indignado a demasiada gente.

— No es suficiente motivo. No sé si algún día llegaré a faltar a mi juramento. ¿Lo has visto hace un instante? ¡Basta con ver el aspecto de ese miserable para volverme loco!

— Calmaos, mi príncipe, y escuchadme un momento: ¿habéis jurado a Richelieu no matar a su teniente civil?

— Acabo de decírtelo.

— Pero ¿no habéis jurado a nadie no matar a Richelieu? -Ganseville dejó caer su insinuación con una sonrisa tan bonachona que Beaufort no le entendió al principio.

— ¿Qué has dicho?

— Me habéis oído muy bien. ¡Y no me digáis que os escandalizo! No haréis más que aumentar el número de los que sueñan cada noche con librar al rey de su ministro. ¡Preguntádselo al duque César, vuestro padre!

De pronto, François soltó una sonora carcajada que le liberó de su angustia. Después de dar un golpecito en el hombro de su escudero, montó el caballo.

— ¡Magnífica idea! ¡Debería habérseme ocurrido antes! Ah, casi lo olvidaba: se ha reconocido la inocencia del caballero de Raguenel en las muertes de que se le acusaba. Debe de estar de vuelta en su casa.

— ¿Vamos allí?

El rostro de François se ensombreció de nuevo.

— ¡No! Todavía no. Necesito reflexionar un poco… ¡y también debo confesarme!

Ganseville estuvo a punto de contestar con una broma, pero intuyó que sería mal recibida. Siempre era así cuando el rostro de su amo mostraba cierta gravedad próxima a la severidad. Sin ser tan piadoso como Brillet, François nunca transigía con sus deberes de cristiano y su fe era profunda, por más que en su vida cotidiana mostrara cierta propensión a maltratar algunos de los diez mandamientos.

— En tal caso, ¿vamos primero al hôtel de Vendôme y luego a los Capuchinos?

— No, vamos primero a Saint-Lazare. Quiero hablar con Monsieur Vincent.

Inquieto, Ganseville se apresuró a preguntar:

— ¿Es a causa de… lo que acabo de proponer? La idea no ha salido de vos, monseñor. No tenéis nada de lo que acusaros.

François le dirigió una mirada cansada.

— ¿De qué hablas? ¡Ah, de la muerte del…! Aún no he pensado en ello, y no estoy seguro de desearlo de verdad. No; tengo otros pecados. Por ejemplo, últimamente he mentido mucho. Y eso no me gusta…

Situada en las afueras de la ciudad, en el faubourg Saint-Denis, la casa de Saint-Lazare era sin duda la que poseía, en comparación con sus semejantes, el mayor terreno religioso bajo el cielo de París. Era también, por su composición, la más extraña: a un tiempo hospital, leprosería -desde su fundación-, lugar de retiro, seminario y establecimiento disciplinario, porque algunos padres quejosos encerraban allí a sus hijos excesivamente turbulentos. Además, separada de la calle por un pequeño jardín, se encontraba allí una mansión real en la que los reyes únicamente se detenían en dos ocasiones en su vida: la primera, para la «feliz entrada» en su capital, y la segunda cuando sus restos mortales se dirigían al panteón real de Saint-Denis.

Aquel amplio conjunto estaba gobernado por un hombre próximo a la sesentena, pero robusto aún. En su rostro redondeado, un poco alargado por la perilla puesta a la moda por Enrique IV, se afirmaban una nariz poderosa, ojos pequeños y vivos algo hundidos en las profundas arcadas superciliares, y una boca grande en todo momento curvada en una sonrisa maliciosa. Se llamaba Vincent de Paul y había nacido en una aldea pobre de las Landas como un sencillo campesino; nunca había querido abandonar la apariencia de sus orígenes salvo por una sotana, siempre la misma, raída por el paso del tiempo; pero era el regalo más bello que la región del Sudoeste había hecho a la Francia del buen rey Enrique. Su aspecto era rústico, pero tenía un alma luminosa habitada por un auténtico amor a Dios y los hombres.

También su camino en la vida había sido sorprendente. Se ordenó sacerdote muy pronto, lo que le permitió seguir los estudios a pesar de la penuria familiar, y la cultura adquirida a fuerza de trabajo le valió ser escogido como preceptor de los hijos de Philibert de Gondi, duque de Retz, general de las galeras, de las que fue nombrado capellán. El capellán, por otra parte, más extraño que nunca haya existido: un hombre que, al ver desvanecerse a un galeote bajo los azotes de un cómitre, exigió que se encadenase a éste en su lugar. Sin embargo, rechazaba los honores y un buen día abandonó a la ilustre familia de la que era confesor y partió con su hatillo para convertirse en cura de Châtillon, un pueblecito perdido en la región pantanosa de Dombe, azotado permanentemente por las fiebres, la miseria y la indiferencia de los aldeanos. Y allí, en seis meses, lo había cambiado todo, atrayéndose incluso la amistad de los protestantes. Sin embargo, los Gondi no le olvidaban: al morir la duquesa, su esposo entró en el Oratorio y legó a «Monsieur Vincent» -todo el país iba a darle ese nombre, como una consagración- el oro suficiente para fundar su congregación de los Sacerdotes de la Misión. Una misión no dirigida aún hacia tierras lejanas, sino hacia los pueblos y aldeas marcados por las lacras de la miseria -empezando por los que rodeaban París-, donde la simple supervivencia era una cuestión ardua y Dios parecía muy leja-no. Sin duda los hombres de Monsieur Vincent difundían la palabra divina, pero sobre todo se esforzaban por aliviar los sufrimientos más patentes y, de ser necesario, por ayudar en los trabajos del campo.

Era a este asombroso personaje, que conocía desde hacía mucho tiempo y al que la casa de Vendôme reverenciaba, a quien François deseaba confiar los tormentos de su espíritu y su conciencia.

Lo encontró en la farmacia, con las mangas recogidas sobre sus brazos musculosos y ocupado en triturar hojas de col sobre un ladrillo. Por desgracia no estaba solo, y el joven que le hacía compañía era el último que François hubiese querido encontrar allí. Fue él, por lo demás, quien recibió al recién llegado gritando a voz en cuello:

— ¡Mirad quién está aquí, Monsieur Vincent! ¡El astro de las bellas parisinas, eclipsado desde hacía semanas! ¿Dónde os habíais metido, querido duque?

Este empezó por saludar al religioso con respeto, antes de replicar:

— Si hubiese sabido que os encontraría aquí, señor chistoso, habría venido más tarde.

Sin interrumpir el trabajo, Vincent de Paul se echó a reír.

— ¡Bonita forma de empezar una conversación! Hijos míos, no confundáis la casa del buen Dios con la Place Royale… ¡Bienvenido, François! Hace tiempo que no te veía. ¡Tú, muchacho, hazle sitio!

Tenía una voz cálida, un poco ruda pero tranquilizadora y llena de comprensión, teñida con un alegre acento gascón.

— ¡Ventajas de ser duque! -suspiró el joven, pero Beaufort se encogió de hombros, sin dejarse engañar ni por un instante por aquella falsa humildad.

Conocía a Paul-François-Jean de Gondi, sobrino del arzobispo de París y hermano del actual duque de Retz, desde la infancia, por haberlo encontrado en varias ocasiones en Belle-Isle durante los días ociosos del verano. Y no le gustaba en absoluto. No debido a su físico singular -era pequeño, cetrino, con una nariz en forma de silla de montar, siempre mal peinado, de piernas torcidas y de una torpeza casi proverbial, porque era incapaz de abotonarse solo el chaleco-, sino a causa de la inteligencia malévola y afilada como una navaja que chispeaba en sus ojos, tan oscuros como el resto de su persona. Destinado a la Iglesia por un padre piadoso, siguió los estudios con una idea en la cabeza: no ordenarse jamás. ¡Le gustaban demasiado las mujeres! Se le conocían al menos dos amantes: la princesa de Guéménée, que tenía veinte años más que él, y la bonita -y joven- duquesa de La Meilleraye, cuyo marido era el gran maestre de la artillería.

Se trataba, en resumen, de un personaje muy fuera de lo común, tal como habían predicho el día de su nacimiento las gentes del pueblo de Montmirail, en la Champaña, porque pescaron en el río un esturión -especie inhabitual en aquellas aguas- a la misma hora en que su madre la duquesa daba a luz en el castillo. La sabiduría popular llegó a la conclusión de que el recién nacido sería un fenómeno.

Bravo pese a todo, y excelente espadachín, había recibido de Monsieur Vincent, por entonces su preceptor y el de sus hermanos, los primeros rudimentos de la cultura así como una firme educación cristiana. De todo ello apenas subsistía un poco de fe y un gran respeto, un verdadero afecto por un hombre al que no llegaba a entender cabalmente. En cuanto a Beaufort, le retribuía gustoso su enemistad y se ingeniaba para burlarse de su desternillante falta de cultura y de un ingenio menos acerado que el suyo.

Tan sólo un punto tenían en común el «abate de Gondi» y François: los dos detestaban a Richelieu. El primero por orgullo: pensaba que su espina dorsal era demasiado rígida para doblarla ante un hombre al que consideraba inferior por nacimiento. Aunque le concedía algún mérito, solía decir que Richelieu no poseía ninguna cualidad que no fuera causa o consecuencia de algún enorme defecto. El segundo, por las razones que conocemos y por amor a la reina que tanto había sufrido por culpa del cardenal-duque.

Tal como le habían invitado a hacer sin demasiados miramientos, Gondi se retiró para alivio de François, que aguardó su marcha para exponer el motivo de su visita.

— He venido, Monsieur Vincent, a rogaros que tengáis a bien oírme en confesión.

Sin dejar su trabajo, el anciano sacerdote enarcó las cejas.

— ¿Confesarte, yo? Pero hijo mío, ¿no tienes en la mansión de Vendôme al señor obispo de Lisieux, Philippe de Cospéan, que vela por las almas de tu madre la duquesa y de tu buena hermana? Me consta que está ahí en este momento…

— Está, y es un santo, pero muy distraído y demasiado indulgente en lo que se refiere a nuestra familia. Yo necesito otra mirada…

— ¡Ah!

Monsieur Vincent paró de trabajar y se quedó un instante con las manos levantadas, mirando con una especie de desesperación el montón de hojas de col que quedaba todavía por triturar.

— Te escucharía con gusto, hijo, pero me da pena dejar todo esto. Nuestro hermano boticario está enfermo y necesitamos con urgencia una gran cantidad de este ungüento milagroso para nuestros reumáticos. ¡Dios sabe lo que están sufriendo con la humedad de este principio de primavera! Tendré que llevarte a la capilla…

— ¿Es necesario? Podéis escucharme y seguir trabajando… y yo también. Permitidme ayudaros.

Bajo la mirada risueña del anciano, Beaufort se quitó el jubón, se arremangó la camisa y se puso un delantal que encontró en un rincón. Cogió un grueso mortero y empezó a apilar las grandes hojas verdes según las indicaciones de Monsieur Vincent, al que su disposición a ayudar divertía y enternecía, sin impedirle, sin embargo, escucharlo con una seriedad un tanto solemne.

El joven no olvidó nada de lo que desde hacía unos meses pesaba sobre su conciencia de cristiano. Su oyente comprendió pronto que lo que le estaba siendo confiado era ni más ni menos que un secreto de Estado en el que se había venido a mezclar la terrible aventura de una niña de la corte aplastada por el cruel amor de un monstruo. Un monstruo cuya vida, sin embargo, se había visto obligado a jurar respetar el penitente debido a otra razón de Estado.

Su absolución fue plena y completa, bajo la única condición de que François prometiera no acercarse más a la intimidad de la reina.

— Los caminos del Señor son impenetrables -murmuró para terminar-. Si El ha permitido que te conviertas en el instrumento del destino, debes olvidar desde ahora…

— ¿Olvidar? ¡No imagináis hasta qué punto la amo!

— ¡No quiero saberlo! Esa mujer debe ser en adelante sagrada para ti por el fruto que lleva en ella y cuyo padre no puede ser otro que el rey. ¿Me has comprendido? Desde este instante no debes ser para la reina otra cosa que un súbdito muy fiel, un amigo si te sientes con valor para ello, ¡pero nada más! ¿Lo juras?

Tan poderoso era el magnetismo de aquel hombrecillo de apariencia rústica que François, fascinado, extendió la mano para prestar juramento sin pensar que lo que tenía delante era un mortero repleto de hojas de col y no los Evangelios; pero para los dos hombres, el gesto tuvo el mismo significado.

— En cuanto a las demás cosas que me has confiado -añadió Monsieur Vincent-, te absuelvo porque, en verdad, no podías haber obrado de otra manera. ¡Vete en paz!

Al marchar de Saint-Lazare, Beaufort se sintió a la vez aliviado y pesaroso. Había dado por supuesto que aquel santo varón no aceptaría que prosiguiese sus relaciones amorosas con Ana de Austria, y de todas maneras era imposible una solución distinta. Lo sabía, pero desde el instante en que la prohibición divina se alzaba entre ellos, la reina se le aparecía todavía más querida, todavía más deseable.

Mientras le acercaba el caballo, Ganseville se puso a olisquear.

— ¿Qué extraño olor es ése, monseñor? No será el de santidad, supongo.

A pesar de su tristeza, François no pudo evitar echarse a reír. Por lo demás era una necesidad permanente en él. Dotado de un gran sentido del humor, recurría gustosamente a la risa en los momentos de tensión. Eso le relajaba. De modo que, al encaramarse a la silla, ya había recuperado parte de su optimismo habitual.

— He trinchado coles en un pilón -gruñó-, pero como estaba en compañía de Monsieur Vincent, la santidad no estaba lejos. ¡Volvamos a casa!

El hôtel de Vendôme estaba situado, como Saint-Lazare, fuera de las murallas de París, y los dos jinetes siguieron el camino que bordeaba los fosos hasta llegar al faubourg Saint-Honoré. Allí, paredaña con el convento de las Capuchinas que parecía integrarse en ella, se alzaba una amplia mansión cuyos jardines, que se extendían hasta los molinos de la colina de Saint-Roch, habían ocupado parte de un antiguo mercado de caballos. La duquesa de Vendôme, madre de François, habitaba aquel lugar durante el invierno con su hija Elisabeth y su primogénito Louis, duque de Mercoeur; la temporada estival quedaba reservada al castillo de Anet o al de Chenonceau, residencia habitual y forzosa de su esposo, el duque César de Vendôme, hijo bastardo pero reconocido de Enrique IV y de Gabrielle d'Estrées, a quien una orden de exilio del rey Luis XIII, su hermanastro, obligaba a residir allí desde hacía varios años. [2] Era un lugar tranquilo y recogido, en el que se oía con más frecuencia el murmullo de los rezos que la música de los violines; no obstante, al hijo menor le gustaban aquel decorado principesco y la belleza de los jardines, aparte del afecto de su madre y su hermana.

Aquel día, sin embargo, alguien le había precedido, y al entrar en el gabinete de la duquesa Françoise encontró, sin la menor alegría, al abate de Gondi instalado junto a ella como si estuviera en su propia casa.

— ¡Ah! -exclamó éste al verle aparecer-. ¡Ya os decía que no tardaría en aparecer! ¡Uno no corre a ver a su querida cuando sale de hablar con Monsieur Vincent!

— ¡Hijo mío! -exclamó Madame de Vendôme iluminada por la alegría-. Nos preguntábamos dónde podíais estar estos últimos tiempos, y os confieso que vuestra hermana y yo estábamos bastante preocupadas.

— No había motivo, madre -dijo François, que pasó de los brazos de su madre a los de Elisabeth-. Estaba en Anet. Recordad que os había hablado de mi deseo de alejarme de París.

— ¡No sin motivos! -exclamó Gondi en un tono compungido que el brillo burlón de su mirada desmentía-. ¡Y esa temporada en el campo os ha conducido directamente a parar entre las santas manos del señor de Paul! ¿Teníais tal vez algo que haceros perdonar?

— ¿Y vos? -replicó Beaufort, y sus ojos azules adquirieron un brillo amenazador.

— Oh, yo iba sencillamente a despedirme antes de un largo viaje que me dispongo a hacer a Venecia y Roma.

— No os sabía tan aficionado a los largos viajes. ¿Cómo os las arreglaréis lejos de la Place Royale y del Arsenal?

— A nuestro pobre amigo no le queda otro remedio -suspiró Elisabeth, que sentía cierta debilidad por aquella especie de duende con alzacuello-. El cardenal quiere alejarlo porque ha solicitado predicar en la corte, un honor que Su Eminencia reserva al señor de La Motte-Houdancourt, que es amigo suyo.

— ¡Cosa que yo no soy, Dios me aguarde! Siempre he dicho que, pese a sus aires de gran señor, es un mozo de cuerda. De modo que he elegido mi propio lugar de exilio antes de que él se tome la molestia de indicarme uno.

En Venecia tengo amigos, y en Roma veré al Papa. Pero antes -añadió con tono más serio- me dispongo a ir a Belle-Isle, a saludar a mi hermano.

Para sorpresa de su hermana, que lo observaba, Fran-cois enrojeció y dirigió al joven abate una mirada casi de espanto.

— Si vuestra ausencia será sólo momentánea, ¿tiene alguna utilidad ir a asustar a vuestro hermano y a vuestra cuñada con esos chismes de exilio?

— ¡No tienen un corazón tan sensible! Y es una norma de familia el mantenernos siempre informados de nuestros viajes… Al parecer no seguís el mismo principio, ya que vuestra madre y vuestra hermana ignoraban dónde estabais.

El duque se encogió de hombros, con mal humor.

— ¿De verdad es necesario enviar cartas de notificación para trasladarse a una posesión de la familia situada a unas veinticinco leguas de distancia? ¡Id a Belle-Isle, si os apetece! ¿Cuándo marcháis?

— Al cabo de tres o cuatro días: el tiempo de saludar a mi tío el arzobispo de París y… a algunas amigas. ¿Os contraría quizá que vaya a visitar a mi hermano?

— ¡En absoluto! Por mí podéis dar la vuelta a Bretaña para ir a Venecia, si os apetece.

— ¿Y si hablamos de otra cosa? -propuso Elisabeth con una vocecita angelical-. Hablemos de temas serios. ¿Sabéis, hermano, que estamos muy preocupadas por nuestra Sylvie? Hace tres semanas que ha desaparecido y todos, incluida la reina, ignoran qué ha sido de ella.

— ¿No habéis tenido ninguna noticia de ella desde entonces?

— Lo que sabemos resulta bastante inquietante. Jeannette, su camarera que la esperaba en el castillo de Ruellen el coche del caballero de Raguenel, vio cómo la subían (¡la raptaban, diría incluso!) a la carroza del teniente civil. Corentin, el criado del señor de Raguenel, robó el caballo de uno de los guardias y salió al galope detrás de la carroza. ¡Y tampoco nadie lo ha vuelto a ver!

— ¡Qué imprudencia, ir a meterse así en la boca del lobo! -exclamó Gondi-. Nunca es aconsejable mezclarse en sus asuntos, y mucho me temo que jamás volváis a ver a la muchacha… ni al criado.

— No pensaréis que la han encerrado en la Bastilla o en otra prisión -gimió la duquesa-. Mademoiselle de l'Isle no tiene aún dieciséis años, y Su Eminencia la invitaba a veces a cantar para él. Además, iba a verle para interceder por su tutor, acusado de crímenes tan horribles que era imposible creer que fuera culpable de ellos. El recuperó la libertad pocos días después de la desaparición de Sylvie. La inquietud está a punto de hacer perder la razón al pobre desdichado…

De improviso, una pesada atmósfera de angustia reemplazó a la calma del salón. Sensible como todas las naturalezas nerviosas, el abate se sintió afectado por ella y, como se consideraba suficientemente ocupado con sus propios problemas, se despidió con gracia, pero también con cierto apresuramiento. François agradeció su marcha. Sin embargo, la duquesa había perdido su aire afable y se mostraba nerviosa y preocupada.

— Estamos verdaderamente inquietas por Sylvie -dijo, tomando la mano que le tendía su hija-. Estos días pasados, monseñor de Cospéan ha obtenido audiencia del padre Joseph du Tremblay, que está muy enfermo pero se ha prestado de todos modos a intentar averiguar algo a través de su hermano, el gobernador de la Bastilla. Nuestro amigo ha recibido toda clase de seguridades por ese lado: la pobre chiquilla no está ni en la Bastilla ni en Vincennes.

— Lo cual tampoco es muy tranquilizador -dijo Elisabeth con un suspiro-, porque en ese caso, ¿dónde puede estar? Hemos pensado, por supuesto, en los subterráneos de Rueil, y en que el rapto en el patio no era más que una comedia. Pero nuestro hermano mayor piensa que en ese caso Corentin Bellec habría regresado.

— Y también nos ha apenado mucho que la reina, a quien hemos acudido, no haya querido preocuparse de una de sus doncellas de honor. Sólo piensa en su embarazo y no quiere oír hablar de ningún suceso triste.

François sonrió. De todo lo que acababa de oír, tan sólo le importaba una información: que la eminencia gris, el consejero más secreto y más fiel de Richelieu, caminaba hacia su fin, y eso no era una mala noticia. Todo lo que debilitase a su enemigo le alegraba. Pero como su sonrisa pareció extrañar a «sus mujeres», se apresuró a borrarla y a preguntar:

— ¿Dónde está Jeannette? Me gustaría hablar con ella…

— No está aquí -respondió su madre-. Marchó cuando Perceval de Raguenel volvió a su casa. Ha querido ir a su lado y compartir con él esta terrible prueba. Da pena ver al pobre…

François no tuvo tiempo de comentar las últimas palabras: entró el mayordomo y anunció un correo del rey, lo que enfrió ligeramente el ambiente, como si la severa silueta de Luis XIII acabara de inmiscuirse en el círculo familiar. El correo, un oficial de caballería ligera, traía un pliego cerrado con un sello de lacre rojo.

— De parte del rey para el señor duque de Beaufort -dijo con una inclinación, después de haber barrido la alfombra con las plumas rojas de su sombrero. Después de entregar su mensaje se retiró, dejando a las dos mujeres llenas de curiosidad.

Nervioso, François hizo saltar con un dedo el delgado sello con las armas de Francia y abrió el mensaje; a medida que leía, su rostro se fue ensombreciendo.

— El rey me envía a Flandes, a reunirme con las tropas del mariscal-duque de Châtillon, madre… Debo partir en cuanto mi equipaje esté listo.

— ¿Os envían a la guerra, hijo? Pero yo creía…

— ¿Que el rey desdeñaba para sus armas la sangre de los Vendôme? Por lo visto, el cardenal no piensa como él…

— ¿Y vuestro hermano?

— No hay aquí ninguna indicación sobre Mercoeur. Puede quedarse tranquilamente en París. Cosa que por cierto no le envidio, y no os oculto que en otras circunstancias me sentiría muy feliz de ir a respirar el olor de la pólvora; pero habría preferido que fuera más tarde. Por eso, algo me dice que detrás de esta orden está la mano del cardenal. No le gusto, y si un mosquete español pudiera desembarazarle de mí, se sentiría feliz…

— ¡No digáis esas cosas! -exclamó Elisabeth-. No vais a…

— ¿A hacerme matar? No tengo la menor intención de conceder ese placer a Su Eminencia… Por el momento, madre, os, estaré muy agradecido si atendéis a los preparativos de mi marcha. Que se ocupe Brillet. Yo debo marcharme y me llevo a Ganseville.

— ¿Vais a salir tan tarde? Pero…

— No os alarméis. Una simple visita, y no durará mucho tiempo.

Cuando se hubo marchado, Elisabeth se acercó a su madre, que había palidecido y murmuraba:

— ¿Adónde irá? Espero que no se meta en más complicaciones…

La joven tomó su mano y la colocó sobre su fresca mejilla.

— Se diría que no lo conocéis, madre. ¿Puede irse de París sin despedirse de alguna bella dama? Siempre se habla, al respecto, de Madame de Montbazon, pero a mí no me parece que haya nada entre ellos. ¿Tal vez Madame de Janzé?

François no iba a ver a ninguna de las dos. Amaba demasiado a la reina para entregar su corazón a otra mujer. Por el momento recorría, seguido por Ganseville, la Rue Saint-Honoré; luego tomó la de la Ferronnerie y la des Lombards, la una a continuación de la otra, y finalmente la Rue Saint-Antoine en dirección a la Bastilla, atravesando de ese modo París en toda su longitud y pasando de largo la Rue Saint-Thomas du Louvre, donde se alzaba el hôtel de Montbazon. Pero bastante antes de llegar a la vieja fortaleza, dobló a la izquierda por una calle bastante estrecha, desmontó ante un pequeño edificio de bella apariencia y, sin esperar a que se encargara de ello su escudero, fue él mismo a tirar de la campanilla del portal.

— Anunciad al señor caballero de Raguenel que el duque de Beaufort desea hablar con él. Por más que la hora sea impropia, tengo que decirle algo de la mayor urgencia -dijo al portero, que salió asustado a la carrera, dejando a los dos hombres entrar por su cuenta en el patio.

— Tenía entendido que pensabais esperar un poco antes de verle -observó el escudero.

— No tengo tiempo. Me marcho a Flandes por la mañana…

— Nos marchamos a Flandes -corrigió Ganseville-. ¡Vaya, es una buena noticia!

— No; lo he dicho bien: me marcho. Tú te reunirás conmigo más tarde. Tengo una misión para ti…

— ¿Adonde he de ir? -preguntó Pierre, decepcionado.

— Al lugar del que venimos… pero no irás solo: acompañarás a una joven a la que ya conoces y de la que cuidarás con tus cinco sentidos. Habría querido hacerlo yo mismo, pero el rey y su ministro han dispuesto otra cosa.

— ¿Me mandáis otra vez a Bretaña?

— Exactamente. Y llevarás contigo a Jeannette. Yo creía que estaría con mi madre, pero al parecer ha venido a hacer compañía al señor de Raguenel desde que salió de la Bastilla…

Se interrumpió. Perceval acudía, y François se sorprendió al ver el cambio producido en tan poco tiempo: su atuendo, siempre tan cuidado a pesar de su gusto por la sencillez, era el mismo, pero bajo la espesa cabellera rubia que la cercanía de la cuarentena empezaba a platear en las sienes, el rostro había perdido su expresión despreocupada, y los ojos su viveza. El dolor había marcado con su garra cada uno de sus rasgos, y François se reprochó no haber acudido antes a visitar a aquel antiguo escudero de su madre y amigo de su infancia. Sus ojos grises estaban abiertos de par en par y le interrogaron tanto como la voz:

— ¿Vos aquí, monseñor…? ¿Venís a darme la noticia que más temo?

Beaufort le tomó las manos, siempre tan firmes, y notó que temblaban.

— ¡Entremos! -dijo con dulzura-. Lo que he de deciros no está hecho para el viento de la noche.

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