Como sospechosa de colusión con el duque César de Vendôme en el intento de envenenamiento de que está acusado, Mademoiselle de Valaines ha sido encarcelada por orden mía en la Bastilla, hasta el esclarecimiento de los hechos.
Richelieu
— Leed, señor -dijo Perceval, y tendió la esquela a su nuevo amigo-, tenéis derecho a saberlo…
La reacción del joven fue inmediata.
— ¡Es grotesco! -exclamó-. ¿Una envenenadora, esa niña? ¡Es necesario no haberla mirado jamás de frente para creer una cosa así! Tiene una mirada transparente. En sus ojos puede verse el fondo de su corazón.
— Sin embargo, el cardenal la conoce bien. Cuando era doncella de honor de la reina, fue a cantar para él en varias ocasiones.
— ¡Ay, eso no es nada bueno! Si Richelieu tiene razones para suponer que ella le ha engañado, será despiadado… De hecho, siempre lo es, pero cuando su amor propio está en juego…
— ¡Señor, señor, me espantáis! -gimió Perceval.
— Perdonadme -dijo Fouquet con una sonrisa-, tengo la mala costumbre de ponerme en el peor de los casos. Soy abogado de formación, ya veis… Y, dicho sea de paso, os propongo asumir la defensa de vuestra ahijada si el caso llega a verse ante un tribunal. Creedme, soy bastante hábil.
— No lo dudo, y os doy las gracias. Gracias también a vos, señora, por haberme hecho saber la verdad.
— Habría querido ahorrárosla, pero soy como mi sobrino, no consigo creer que sea culpable. Es una muchacha deliciosa, y muy espontánea. ¡Estoy desolada al saber que la han llevado a la Bastilla! Sin contar lo que me veré obligada a decirle a Madame de La Flotte, que me la confió…
— ¡No os angustiéis de antemano, que cada día tiene su afán, querida tía! Os beso las manos. Venid, caballero, vamos a mi casa y charlaremos acerca de esta acusación inverosímil.
— ¡Mil gracias! Pero más tarde, si lo tenéis a bien. En primer lugar debo regresar a mi casa, porque me espera allí un joven que…
— ¡Ni una palabra más! Corred a su lado. Id a verme cuando os venga bien. Vivo en la Rue de la Verrerie.
Al volver a su casa, Perceval no dejó de mirar en la dirección de la Bastilla, cuyas formidables torres se alzaban como un telón de fondo al final de la Rue Saint-Antoine. ¡Su pequeña Sylvie, tan encantadora y delicada, estaba en aquel monstruo de piedra! Sin embargo, a pesar de la terrible amenaza que pendía sobre su cabeza, Raguenel no pudo impedir el experimentar un gran alivio, tal había sido su temor de que recomenzara la horrible desventura y la niña hubiera caído de nuevo en manos del sádico asesino de su madre. Ciertamente, era de temer que el teniente civil consiguiera llegar hasta ella, pero todo el mundo conocía el rigor con que Charles du Tremblay, hermano del difunto ministro de Richelieu conocido como la Eminencia Gris, dirigía la fortaleza y a sus subordinados. Era un hombre de una piedad austera, y no era concebible que se perpetrara ningún atentado en un castillo cuya guarda le había encomendado el rey.
Fue lo que intentó explicar a Jean cuando se reunió con él en su biblioteca. El joven duque escuchó su relato sin pronunciar palabra, pero apenas Perceval hubo terminado de hablar, tomó sus guantes y su sombrero y declaró que iba a ver al rey. Cuando Perceval intentó hacerle ver que era prematuro, y que tal vez podrían discutir la conveniencia de dar un paso así más adelante, respondió en un tono desconocido en él:
— ¡La inocencia de Mademoiselle de Valaines no se discute! ¡Y tampoco los medios de librarla de una suerte tan espantosa e injusta!
— Pero ¿qué diréis al rey?
— ¡Que antes de incorporarme en Perpiñán al ejército que manda el mariscal de Brézé, exijo que se devuelva a su familia a la futura duquesa de Fontsomme!
— ¿Seguís deseando casaros con ella? ¿A pesar de… lo que os he contado?
— Más que nunca, precisamente porque deseo hacerla olvidar incluso el nombre de su verdugo. ¡No se rechaza a una mártir, caballero, se la ama todavía más por ello!
Pero cuando Jean de Fontsomme llegó a Saint-Germain, ya hacía varias horas que el rey había partido en dirección a Fontainebleau, desde donde tenía previsto tomar el camino del Rosellón. Se llevaba con él a Cinq-Mars…
Jean ni siquiera intentó ver a la reina, que no tenía ningún poder y de la que desconfiaba un tanto. Su camino le pareció claramente trazado: volvió a su mansión, ordenó los preparativos de marcha y luego fue a despedirse de Raguenel.
— Volveré con lo que pretendo, o no volveré -le dijo.
— ¡Eso sería una estupidez, amigo mío! ¡Sylvie os necesita vivo! ¡Bonita ayuda le prestaréis desde el otro mundo!
El joven se echó a reír.
— ¡Tenéis razón! Me temo que estoy cayendo en la grandilocuencia. Os prometo que haré todo lo posible por protegerme… salvo en un único caso.
— ¡Lo sé! Si se diera ese caso, tampoco yo tendría el menor deseo de seguir en este mundo. ¡Dios os guarde!
— ¡Dios la guarde a ella, sobre todo!
Pasaron varios días sin que Sylvie recibiera más visita que las del carcelero. Si se exceptuaba la privación de libertad y la semioscuridad en que la mantenía la claraboya enrejada abierta a mucha altura en una muralla de casi dos metros de espesor, el régimen de la prisión no era penoso: daban una comida excelente, y demasiado abundante para ella. No le faltaba ni ropa limpia ni jabón. Pero todo ello no impedía que viviera bajo el temor de la terrible acusación que pesaba sobre su cabeza: complicidad con el duque César en un crimen de envenenamiento. La desgracia quería que en parte fuera cierto, desde la famosa noche en que en la mansión desierta del Marais había recibido un frasco cuyo contenido estaba destinado al cardenal en caso de que hiciera arrestar a François por haber matado a un hombre en duelo. [11]Ella había aceptado aquel frasco porque no podía obrar de otra manera, pero se había jurado no utilizarlo jamás, salvo en su propia persona, y lo había escondido como sabemos. ¿Quién había podido encontrarlo en aquella grieta del muro disimulada por un tapiz? Y sobre todo, ¿quién había conseguido establecer una relación entre el frasco y ella, cuando habían pasado tantos meses, años incluso, desde que dejase el servicio de la reina?
No cesaba de repetirse esas preguntas. Le quitaban el sueño y también el apetito, hasta el punto de que debía obligarse a tomar el alimento necesario para la conservación de sus facultades: no quería, cuando la llevaran ante los jueces, ofrecer la imagen de una piltrafa humana sostenida únicamente por un resto de voluntad. ¡Pero qué largo se le hacía el tiempo!
La única distracción con que contaba eran los ruidos de la fortaleza, la campana del reloj que tocaba todos los cuartos de hora, el entrechocar de las llaves o los cerrojos descorridos y vueltos a correr, el paso de los centinelas por las rutas de ronda, las idas y venidas en el patio, las súplicas en ocasiones, y también alguna vez el eco de una canción entonada por una voz gruesa, no muy lejos de ella:
Vive Henri IV, vive ce roy vaillant
Ce diable a quatre a le triple talent
De boire et de battre et d'être un vert galant…
Asombrada de la alegría de vivir de que parecía hacer gala aquel preso, preguntó al carcelero cómo se llamaba. El hombre se echó a reír y contestó:
— ¡El mariscal de Bassompierre, mademoiselle! Es una buena persona, y si canta tan fuerte se debe a que le he dicho que había una dama muy bonita justo encima de su celda. Es su manera de haceros la corte…
— ¿Y hace mucho que está ahí?
— Pronto hará doce años, pero no parece aburrirse: come bien, bebe aún mejor y escribe sus memorias. Es posible que muera aquí. Ya no es joven, ¿sabéis?
— ¿Y qué hizo para que lo encerraran?
— Lo ignoro, y si lo supiese, no os lo revelaría porque no tengo derecho a hacerlo. Pero le diré que os ha gustado su música. ¡Eso le alegrará!
En efecto, el mariscal cantó más a menudo y varió su repertorio. Sylvie se lo agradeció, porque en aquella voz sin rostro le parecía haber encontrado un amigo, y al escucharla sus temores se apaciguaban un poco. Sin embargo, una noche, cuando acababa de acostarse, la puerta se abrió y apareció el carcelero. No venía solo: le acompañaban un oficial de la Bastilla y cuatro soldados. Sylvie tuvo que vestirse bajo la mirada de aquel hombre, y renunció a peinarse porque le temblaban demasiado las manos.
Escoltada, bajó, atravesó una parte del patio iluminada apenas por los braseros colocados sobre la muralla, entró por una puerta baja y finalmente se encontró en una sala, también de techo bajo pero muy larga, cuyas bóvedas estaban sostenidas por gruesos pilares. Apoyada en el muro del fondo, en el que se abría una estrecha ventana aspillerada, vio una mesa iluminada por candelabros detrás de la cual estaban sentados tres hombres, dos de ellos de cabello muy corto, flanqueando a otro con el cabello más largo y canoso. Un cuarto hombre escribía, sentado ante una mesa lateral más pequeña. Los guardias llevaron a Sylvie ante los jueces -únicamente podían ser eso- y se retiraron a la entrada de la sala. A pesar de su miedo, la prisionera soltó un ligero suspiro de alivio porque en algún momento había temido encontrarse frente a aquel teniente civil que poblaba sus pesadillas.
El hombre del centro era un comisario del Châtelet. Levantó la vista de los papeles que examinaba y los posó, fríos como los de un basilisco, en la prisionera.
— Os llamáis Sylvie de Valaines, y fuisteis recogida y criada por la señora duquesa de Vendôme, que os introdujo en la corte bajo un falso nombre para ocupar el rango de doncella de honor de la reina.
Como Richelieu lo sabía todo sobre ella, Sylvie no se asombró al ver tan bien informado a aquel hombre. Curiosamente, aquello le dio nuevas fuerzas para defenderse.
— No era un falso nombre -dijo, aparentando más calma de la que en realidad tenía-. El feudo de l'Isle, en el Vendômois, me fue otorgado con todos los requisitos legales por el duque César, a petición de la duquesa.
— Para haberse mostrado tan generosos, debían de amaros mucho. Evidentemente, vos sentíais agradecimiento y también afecto hacia ellos.
— Es cierto. Quiero y respeto infinitamente a la duquesa…
— ¿Y al duque César?
— Menos. Siempre me ha considerado una intrusa, y me ha reprochado la amistad que me unía a sus hijos.
— ¡Ah! ¿Os la reprochaba? En tal caso, es de suponer que habréis aceptado ayudarle a fin de que os viera con buenos ojos.
— ¿Ayudarle a qué?
— Pues… a envenenar a monseñor el cardenal, que os honraba con su predilección.
Una brusca cólera tiñó de púrpura las mejillas de Sylvie.
— Su Eminencia, en efecto, me hacía el honor de llamarme a veces para que le cantara algunas canciones… ¡y yo no tengo por costumbre envenenar a las personas que me reciben con amabilidad!
— ¿Pretendéis afirmar que el duque César nunca os entregó el frasco de veneno que ha sido encontrado en vuestra habitación?
— ¿Mi habitación? Deberíais saber, señor, que las doncellas de honor de la reina no tienen una habitación fija, y pueden pasar de una a otra. Así, cuando estaba en el Louvre, me alojaba en una habitación en la que había vivido antes que yo Mademoiselle de Châteauneuf, que se casó; y supongo que después de mi marcha la adjudicaron a otra persona. Ahora bien, hace mucho tiempoque no soy doncella de honor, y me gustaría saber, si se ha encontrado un frasco sospechoso, por qué razón se supone que me pertenecía a mí y no a otra persona.
— Porque tenéis relación con personas que manejan el veneno con cierta habilidad. Habladme de vuestra habitación en Saint-Germain.
En la mente de Sylvie se dibujó un gran signo de interrogación. ¿Por qué diablos le hablaban de Saint-Germain, adonde ella nunca había llevado el maldito veneno?
— En el Château-Neuf de Saint-Germain sucede lo mismo, incluso agravado, porque al ser el edificio menos amplio, éramos dos e incluso tres cuando había gran servicio de honor. Yo compartía la habitación de Mademoiselle de Pons.
— ¿Estáis pensando en acusarla a ella?
— ¡Dios me libre! Mademoiselle de Pons no tiene nada que reprocharse. Si han encontrado un frasquito, es posible que estuviera en su escondite desde hace decenios. ¿Por qué no desde la época de la reina María? Tengo entendido que entre los Médicis el uso del veneno era bastante corriente.
— Estamos divagando, y os aconsejo que no desviéis el tema. Así pues, ¿negáis haber tenido ese frasco en vuestro poder?
— Pero ¿de qué frasco habláis? Enseñádmelo, al menos.
— No lo tenemos aquí. En cambio, poseemos algunos medios para soltar las lenguas que se niegan a decir la verdad…
Sylvie palideció y sintió que le flaqueaban las piernas. Dios todopoderoso, si le aplicaban la tortura, ¿hasta qué punto resistiría sin confesar lo que fuera con tal de que cesara el sufrimiento? Sin embargo, reunió el valor suficiente para responder:
— No lo dudo, pero sí dudo, en cambio, que la verdad, la auténtica, pueda obtenerse con tales medios.
— Hay ejemplos numerosos y convincentes. Sin embargo, responded antes a una última pregunta: ¿negáis haber recibido del duque César de Vendôme un frasco de veneno destinado al cardenal o al rey?
A Sylvie le dio un vuelco el corazón. Siempre le había inspirado horror la mentira, pero en esta ocasión su vida, la de César y tal vez la de otras personas más queridas dependían de ella. Se irguió, muy derecha, miró al hombre a los ojos y afirmó:
— Lo niego de forma tajante.
— ¡Bien!
El comisario hizo una seña y dos soldados tomaron a la prisionera de los brazos y la llevaron a una sala contigua. Ella adivinó lo que le esperaba y se esforzó por resistirse, pero fue en vano. Se encontró delante de una aterradora maquinaria compuesta por una cama de madera toscamente labrada y provista de un colchón de cuero manchado y enrojecido en algunos puntos, con dos tornos de mano dispuestos uno en la cabecera y el otro a los pies, y provistos de cuerdas para estirar los miembros del torturado. Al lado, delante de un sillón con correas de cuero, se mostraban las tablillas de madera llamadas «borceguíes», con el martillo y las cuñas que se clavaban entre ellas para quebrar las rodillas y las piernas. También había unas largas varas de hierro calentadas al rojo en un brasero llameante y, entre las sombras del fondo de la sala, una gran rueda provista de púas de hierro. Un hombre de gruesos brazos desnudos y musculosos que salían de un justillo de cuero manchado y enrojecido como el colchón, vigilaba aquellos aparatos como un genio maléfico. La infeliz, al borde de la náusea, sintió vacilar sus piernas mientras el comisario le explicaba con lujo de detalles el funcionamiento de aquellos abominables instrumentos. Cerró los ojos, a la espera de que la acostaran en aquella cama, y suplicó un desmayo que no llegaba ni llegaría nunca. Su juventud y buena salud la privaban de esa escapatoria tan socorrida entre las damas de la buena sociedad. Con todas sus fuerzas, pidió ayuda al Cielo en una oración tan ferviente como desordenada. Pero enseguida oyó:
— Ahora que habéis comprendido lo que os espera, os devolverán a vuestra celda con el fin de que reflexionéis; pero sabed que seréis llamada de nuevo una noche próxima, y que si os obstináis en vuestro silencio culpable, tendréis conocimiento de los talentos de nuestro verdugo… ¡Hablaréis, creedme! No hay ningún ejemplo de lo contrario…
Más muerta que viva, Sylvie volvió a su habitación. Su corazón palpitaba con tal fuerza que tuvo la impresión de que iba a ahogarse. Se sentía tan mal que se dejó caer sobre la cama sin fuerza para desvestirse de nuevo, y allí, como la tarde de su llegada, rompió en sollozos desesperados que sacudieron durante largo rato su cuerpo, antes de que se sumiera en un sueño poblado de pesadillas.
Llegó el día, y con él algo más de lucidez, y Sylvie se esforzó por buscar una salida a la horrible situación en que se encontraba. Ciertamente, el duque César vivía en Inglaterra, de donde sin duda no pensaba regresar por el momento, y en consecuencia no tenía nada que temer de las confesiones que podían arrancar a Sylvie, pero pensaba en el resto de la familia: la duquesa, Elisabeth y, sobre todo, François. Por un instante imaginó un patíbulo al que subían juntos y morían dándose la mano, pero sabía muy bien que era una vana esperanza, y que ella habría de ascender sola los peldaños fatales. Nada podría salvarla de la espada del verdugo, salvo el darse muerte ella misma. Por un momento olvidó los muros entre los que estaba encerrada y volvió a ver las rocas de Belle-Isle, el mar de Belle-Isle, el inmenso paisaje de Belle-Isle habitado por gaviotas plateadas, brumosos amaneceres irisados, gloriosos atardeceres y el acantilado en el que había querido morir. Descubrió entonces que al margen de la alegría de volver a ver a Marie y reencontrar la mirada bondadosa y tierna de su padrino, todos los meses invertidos en intentar devolverla a una vida normal únicamente habían servido para hundirla aún más.
— No es sólo que no estoy hecha para la felicidad -pensó en voz alta-, sino que no estoy segura de poder aportarla a los que me aman…
Ahora el futuro aparecía obstruido por la silueta siniestra de un lecho de tortura que prefiguraba el patíbulo que llegaría después, y eso no lo quería a ningún precio. Como había razonado tiempo atrás en su refugio bretón, Dios no podía castigar a quien elegía abandonar la vida de una manera más dulce que la decidida por los hombres… Evidentemente, en la Bastilla sería menos fácil que frente al océano, porque aquel lugar era ya de por sí una tumba, pero después de todo, ¿qué importaba el decorado? Lo indispensable era acabar cuanto antes-Esperó el paso del carcelero con el almuerzo de mediodía, del que comió una parte según su costumbre; pero en esta ocasión vació el jarro de vino de Borgoña: aun impulsada por el miedo, necesitaba valor para darse la muerte.
Cuando el hombre volvió a recoger la bandeja, sin ocultar su desencanto ante el jarro que tenía la costumbre de vaciar él mismo al salir de la habitación, ella puso manos a la obra. Tomó una de sus sábanas y desgarró con los dientes una tira lo bastante firme para hacer las veces de cuerda; luego subió a un taburete para atarla al armazón de nogal que sostenía las cortinas de su cama. Después hizo un nudo corredizo, se aseguró de que aquel dogal rudimentario funcionaría y, dejando el taburete a los pies de la cama, se arrodilló para pedir perdón a Dios. Lamentó no poder escribir una esquela de despedida a su padrino. En cuanto a François, no valía la pena: él ya la había olvidado.
— ¡Basta de divagar de un lado a otro! -murmuró-. Es preciso acabar de una vez.
Subida de nuevo en el taburete, acababa de pasar el lazo por su cabeza cuando resonó el estruendo de los cerrojos. Apartó entonces su soporte con un puntapié furioso, pero ni siquiera llegó a sentir en el cuello la mordedura de la tela retorcida. Ya estaba junto a ella el oficial que había venido a buscarla de noche, sosteniéndola en sus brazos.
— ¡A mí, vosotros! -gritó a los soldados-. ¡Cortad esto!
Luego la soltó con tanta brusquedad que ella cayó al suelo.
— ¡El suicidio está prohibido aquí! -rugió-. ¡Habrían tenido que meteros en un calabozo! Allí, por lo menos, no hay nada que se pueda utilizar para darse muerte…
— ¡Ni para vivir! -gritó Sylvie, cuya decepción se había convertido en cólera-. ¿Qué puede importaros que alguien se suicide? Es ahorrarle trabajo al verdugo…
— Precisamente, le quitáis el pan de la boca -repuso el hombre con una horrible lógica-. ¡Venid, os esperan!
Ella intentó resistirse, pero muy pronto estuvo inmovilizada.
— ¡Por piedad, dejadme aquí, dejadme morir! -gimió-. ¡No quiero volver abajo!
— Iréis donde tenéis que ir. ¡Vamos, en marcha!
Con la muerte en el alma, si aún no en el cuerpo, Sylvie siguió a los guardias por la escalera, rezando sin esperanza para que sucediera alguna cosa, para que se desprendiera un peldaño o una piedra de la bóveda la aplastara, a fin de evitarle el horrible sufrimiento que se dibujaba en su horizonte.
Al llegar al patio, se volvía ya hacia la puerta baja que tanto temía, cuando el oficial la sujetó del brazo.
— ¡Esta vez no! Vais a dar un pequeño paseo…
El alivio fue enorme, hasta el punto de que Sylvie se habría echado a reír, pero sus piernas aún temblaban cuando la hicieron subir a una carroza idéntica a la que la había esperado delante de la Visitation, y se dejó caer desmadejada, más que sentarse, en los almohadones de paño gris. Se dio cuenta entonces de que a su lado había un hombre vestido de negro, y se echó atrás al acordarse de su aventura de Rueil, pero era únicamente el comisario que la había interrogado la noche anterior y ella se sorprendió agradeciendo a Dios que pareciese haber borrado a Laffemas de su camino. Su prueba habría sido mucho más dura si hubiese tenido que soportarla bajo la mirada inhumana de aquel miserable.
— Sé que no vais a responderme, pero ¿adónde vamos?
— No es un secreto. Vamos al Palais-Cardinal.
De nuevo, las tablas del puente levadizo de la Bastilla crujieron al paso del coche…