En su bella casa de la Rue Saint-Julien-le-Pauvre, Isaac de Laffemas vivía momentos difíciles: sólo podía salir acompañado por una fuerte escolta. Se acabaron las escapadas nocturnas en las que sin correr el menor riesgo podía saciar sus pulsiones secretas con mujeres para él sin rostro, porque a todas les aplicaba mentalmente una máscara, siempre la misma, que reproducía la imagen de Chiara de Valaines, la pasión de su vida, una pasión jamás saciada, ¡ni siquiera cuando un genio malo había puesto en sus manos a su hija! Sin embargo, al poseer aquel cuerpo joven, tan fresco y suave, había experimentado un bienestar, una alegría tal que sólo se había marchado de La Ferrière a disgusto, maldiciéndose por haberla entregado a aquella bestia de carga de Justin, al que había convertido en su esclavo. Habría tenido que guardarla, esconderla en una habitación cerrada para tenerla siempre a su disposición. Pero podía darse por satisfecho de que la protección de Richelieu hubiera impedido, después del anuncio de la muerte de Sylvie, que aquel energúmeno que le había hecho rodar por las escaleras de Rueil no llegara a tomar represalias más graves.
— ¡Sólo mientras os necesite! -había dicho el cardenal-. ¡Pero si, por un milagro, esa desgraciada niña estuviera aún viva, responderíais con vuestra cabeza de cualquier nuevo ataque contra ella!
De momento, la amenaza no le había importado. ¿Por qué había de hacerlo si estaba muerta? Y con toda naturalidad había vuelto a los placeres nocturnos que se permitía desde la muerte de su mujer, una bonita muchacha de pocos alcances a la que había matado a fuerza de someterla a sus caprichos más malvados, desde el momento en que comprendió que era estéril. Madeleine no había sido más que una copia borrosa de Chiara, un remedio socorrido…
Pero, por la vía que ya sabemos, tuvo conocimiento de la imprudente carta de Gondi a Mademoiselle de Hautefort, y la esperanza había vuelto. De modo que ella estaba viva, bien escondida sin duda pero viva, y para él eso significaba que un día u otro caería en sus manos. Manos que temblaban ante la simple idea. ¡Encontrarla, hacerla suya una y otra vez! ¡Y al diablo con las amenazas del cardenal! ¡Bastaría con casarse con ella!
De ese modo, Sylvie había ocupado el lugar dé su madre. Se había convertido en la única pasión de aquel hombre, próximo ya a la vejez, que sólo encontraba placer en las torturas que infligía. Había despachado en su busca a Nicolas Hardy, su mejor sabueso, carne de horca por otra parte, al que había librado de una condena a galeras cuando comprendió que en su pesado corpachón habitaba una inteligencia tan retorcida como la suya propia. Y Nicolas Hardy había marchado a Belle-Isle porque era una posesión de los Gondi, y desde siempre éstos mantenían lazos de amistad con los Vendôme. Pero Hardy volvió con las manos vacías.
Su astucia y sus trucos no le sirvieron de nada: había chocado contra paredes ciegas y sordas. Los bretones, rudos, orgullosos e independientes, percibieron muy pronto al espía en aquel personaje demasiado amable y de dinero fácil. Casi toda la isla había sabido que una joven, una víctima del cardenal protegida por Monsieur Vincent, se había escondido o estaba aún escondida allí, pero Sylvie había entrado en la leyenda, tan cara al corazón de todo celta bien nacido. Y ni siquiera entre los más pobres habló nadie. En cuanto a interrogar al duque de Retz y los suyos, no era factible. Todo lo que consiguió descubrir -sólo por casualidad, al sorprender en la taberna la conversación de dos soldados de la guarnición- fue que una gran dama de la corte, de extraordinaria belleza, había venido a hacer una breve visita. No habían pronunciado su nombre, pero uno de ellos, al decir entre suspiros que «era bella como la aurora», le había dado una pista. Su olfato y algunas gestiones aparentemente anodinas hicieron el resto: Mademoiselle de Hautefort había venido a la isla, y tal vez en el viaje de regreso iba acompañada.
Fue al empezar a trabajar sobre esta nueva pista cuando Nicolas Hardy tuvo un accidente: como los huesos de los espías no tienen mayor solidez que los de las personas decentes, la rótula de Hardy se hizo añicos como consecuencia del brutal encontronazo con el casco de una mula atrabiliaria. Al verse inmovilizado largo tiempo en su albergue de La Roche-Bernard, y cojo para el resto de su vida, el enviado de Laffemas no vio otra solución que avisar a su amo por carta, pero cuando ésta llegó, el «chico para todo» de Richelieu había marchado a una nueva expedición punitiva contra otra revuelta de los Un-Pieds en los confines de Normandía.
De regreso finalmente en París, Laffemas leyó la carta y se enfureció con el imbécil patoso que había dejado escapar una pista aún caliente. ¿Cómo averiguar adonde había encaminado sus pasos la antigua dama de compañía? Había sido exiliada, y por consiguiente se le había asignado una residencia, por lo que nunca habría podido trasladarse a Belle-Isle, pero al parecer había acatado las órdenes con cierta laxitud, como muchas otras personas por lo demás, que apenas salidas de París parecían sufrir una irreprimible necesidad de moverse continuamente de un lado a otro. Lo único que podía hacerse era enviar a alguien a vigilar el castillo de La Flotte, pero, en ausencia de Nicolas Hardy, Laffemas no confiaba en casi nadie. Y además necesitaba en París al puñado de personas leales con que contaba, para velar por su propia vida, amenazada sin cesar por aquella especie de fantasma inasible que se hacía llamar capitán Courage.
Por dos veces, gracias sobre todo a Nicolas Hardy, el teniente civil había escapado a una emboscada, pero después su enemigo había cambiado de táctica, como si deseara que muriese de miedo. Apenas Laffemas abría una ventana, una flecha procedente de ninguna parte iba a clavarse en la pared de su dormitorio, con un mensaje que le amenazaba con una muerte espantosa como preludio del fuego eterno.
¡Se diría que esos mensajes llegaban hasta él por arte de magia! Y le habían hecho nacer un terror creciente, porque daban la impresión de que un ojo invisible le observaba y, contra aquel enemigo, su poder tenía pies de arcilla.
En efecto, tal era el caso: su poder dependía enteramente del cardenal, y era cada vez más evidente que éste no viviría mucho tiempo. La situación habría sido distinta si Laffemas hubiese dispuesto del conjunto de las fuerzas policiales de la capital, pero nunca había tenido el tiempo, los medios ni la posibilidad de reunir bajo una misma bandera a todos sus miembros.
La policía como tal existía desde hacía siglos bajo la autoridad general del Châtelet, pero siempre había sido considerada un apéndice de la Justicia, que funcionaba sin reglas definidas y que dirigían conjuntamente el teniente civil en los aspectos relativos al municipio y el teniente penal en las muertes violentas -si bien Laffemas reunía en su persona las dos funciones-, sin contar al preboste de los mercaderes en lo relacionado con la vía fluvial y el comercio, y al preboste de la Isla en la «seguridad pública», a medias con el caballero que mandaba la ronda. Con el paso del tiempo, entre las diferentes autoridades se habían producido disputas crecientes, que en ocasiones habían derivado en auténticas batallas, y un considerable desorden del que se beneficiaban los delincuentes de toda laya y sus santuarios, las cortes de los milagros, diseminadas por los distintos barrios de la ciudad.
A todo lo cual se añadía el hecho de que los comisarios del Châtelet se desentendían sistemáticamente de aquellas de sus funciones que no les proporcionaban ningún beneficio. Por lo demás, la mayoría de ellos ni siquiera vivían en los barrios sobre los que tenían jurisdicción. [8]
Además, Laffemas sabía que casi todos sus colegas del orden público le detestaban cordialmente.
Sin embargo, aquella noche necesitaba salir, y de la manera más discreta posible. En efecto, a causa de la angustia que sentía se había decidido a pedir su horóscopo al astrólogo real, Jean-Baptiste Morin de Villefranche, que en el curso de la jornada le había hecho saber que realizaría el trabajo, con la condición de que acudiera en persona y de noche cerrada.
Era un personaje curioso aquel Morin, nacido en Villefranche de Beaujolais en el siglo anterior, y que no habría desentonado en la corte del emperador Rodolfo II, el maestro de los misterios. Era a la vez médico, filósofo, matemático, astrónomo y astrólogo, y titular de la cátedra de matemáticas en el Collège Royal [9] desde que predijo la curación del rey en un momento en que se le daba por moribundo en Lyon. Morin había afirmado rotundamente que el soberano sobreviviría, y Luis XIII, agradecido, le había concedido el puesto además del nombramiento más o menos honorífico de astrólogo real. Un cargo que iba a ser el último en ocupar.
Sin embargo, apenas aparecía por la corte ya que Richelieu desconfiaba de él y no lo quería. En cuanto a la reina, encerrada en su rígida piedad a la española, aquel hombre alto y flaco de aspecto severo le daba miedo; siempre parecía estar viendo alguna cosa encima de su cabeza. Así que, por más que se moría de envidia, nunca se atrevió a pedirle que le leyera el porvenir. Tal vez por miedo a lo que podría ser revelado a un esposo al que traicionaba de muchas maneras.
No era eso lo que temía el teniente civil, sino el ridículo: el efecto que produciría en todas las personas a las que atemorizaba, y también en quienes le despreciaban y odiaban, el ver su coche o bien su caballo, y en cualquiera de los dos casos su escolta, delante de la casa en la que habitaba Morin, en la Rue Saint-Jacques. Una cosa era enviar a un criado a llevar un pliego, y otra muy distinta ir él en persona. Sin embargo, si Laffemas quería saber lo que le reservaban los astros, era necesario desplazarse hasta allí: Morin, bien protegido por el rey, no tenía la menor intención de aceptar molestarse por un vulgar teniente civil que no le asustaba lo más mínimo.
Para tranquilizarse, Laffemas pensó que el camino no era muy largo, que la parte trasera de su casa se abría a la Rue du Petit-Pont por una puerta utilizada por el servicio, y que le bastaba con ponerse una librea, una capa y un sombrero de ala ancha para disfrazarse, sobre todo en plena noche.
El tiempo pasaba, y con él pasaron también sus dudas. Al oír sonar las nueve en el reloj del Petit-Châtelet, se decidió. Cambió de traje, se encasquetó un sombrero y salió por la puerta trasera. La noche era fría y le pareció tranquila cuando observó los alrededores antes de dejar el abrigo del umbral. Sus ojos amarillos poseían, como los de los gatos, la facultad de ver en la oscuridad, y acabaron de tranquilizarlo. Nada se movía. Entonces se puso en camino, llegó en unas cuantas zancadas a la Rue Saint-Jacques, y empezó a remontarla a un paso más vivo cuanto más se alejaba de su mansión.
Casi había llegado a su destino cuando oyó el estruendo de una carroza que se acercaba a buena velocidad. Muy pronto la vio: iba precedida por dos corredores con antorchas, de los que alquilan los viajeros nocturnos en las principales puertas de la ciudad. El pesado carruaje avanzaba tirado por cuatro caballos, y en el pescante iban, bien abrigados, el cochero y un lacayo.
De improviso, uno de los corredores resbaló en alguna inmundicia y cayó al suelo soltando la antorcha, cuya llama asustó a uno de los caballos del tren delantero.
Con un relincho aterrorizado, el animal frenó con las cuatro patas y se encabritó, desestabilizando el tiro. La carroza se ladeó y a punto estuvo de chocar contra la fachada de una casa, pero finalmente recuperó la vertical. En su interior se oyeron gritos femeninos. Mientras el cochero reorganizaba a los caballos, el otro corredor volvió sobre sus pasos y se aproximó a la portezuela.
— ¡No ha sido nada, señoras! Sólo un buen susto. Mi compañero ha tenido la culpa, porque se ha caído y ha soltado el hachón.
— ¡Vamos, sigamos cuanto antes! -dijo Madame de La Flotte, cuyo amable rostro acababa de aparecer a la luz amarillenta de la antorcha.
Laffemas, oculto en un entrante del edificio, no había perdido detalle de una escena que le parecía estúpida, pero de repente quedó petrificado: otro rostro, encuadrado por un pequeño bonete blanco bajo un capuchón negro, había aparecido junto al de la condesa, y ese rostro era el que poblaba sus noches y sus sueños, que para otra persona habrían sido pesadillas: ¡era Sylvie! Lo habría jurado. ¡Habría puesto la mano en el fuego y la cabeza en el tajo! ¡Nadie más tenía aquellos bonitos ojos avellana! Y en cuanto a la anciana dama…, sí, era Madame de La Flotte, la abuela de la bella Hautefort.
Presa de una alegría que le hizo olvidar su propio peligro e incluso el horóscopo del señor Morin, decidió seguir aquel coche allá donde fuera; de ser necesario, hasta el infierno, donde sin duda sería alegremente recibido como un hermano.
Después del accidente del que acababa de escapar, el coche avanzaba más despacio y Laffemas pudo seguirlo sin que advirtieran su presencia. Ya no era joven, pero de sus abuelos montañeses había heredado unas pantorrillas de acero y una resistencia excepcional. El camino fue largo, pero ni por un instante pensó que forzosamente volvería solo a casa una vez que el coche llegara a su destino.
Atravesaron los dos brazos del Sena y luego, siguiendo la Grève, llegaron a la Rue Saint-Antoine, pero, cuando el portal del convento de la Visitation Sainte-Marie se abrió delante de la carroza, su perseguidor hizo una mueca de desagrado: si la que deseaba se quedaba allí, le resultaría imposible apoderarse de nuevo de ella. Una vez entrada en aquel lugar -y las puertas abiertas para el coche en plena noche demostraban que era esperado-, una mujer estaba tan bien defendida como detrás de los muros de la Bastilla, cuyas gruesas torres redondas montaban, en sus proximidades, una guardia temible y significativa. Mejor defendida aún, porque en la vieja fortaleza el teniente civil conservaba todavía cierto poder, pero ninguno en el convento.
Fundada en Annecy en 1610 por Francisco de Sales y la baronesa de Chantal, que al enviudar quiso consagrarse a Dios, la orden de la Visitación, de la que ella fue la primera superiora, se extendió con mucha rapidez. En una treintena de años, bajo el impulso de la Contrarreforma, se abrieron casas en gran parte de Francia. La primera de ellas, la de la Rue Saint-Antoine, creció hasta convertirse en pocos años en el convento más noble y frecuentado de París. También en el mejor dirigido: Monsieur Vincent fue su limosnero durante dieciocho años. Por lo que respecta a Madame Maupeou, la superiora, no tenía que envidiar a aquél en cuanto a piedad, austeridad de costumbres y energía. Nacida en el seno de una ilustre familia parlamentaria, dirigía su mundo conventual con mano maestra, rodeada del respeto de todos. Y sobre todo, el propio rey tenía el convento bajo su protección desde quela hermana Louise-Angélique, que había sido en el mundo Louise de La Fayette había tomado los hábitos. [10] Ni siquiera el propio cardenal de Richelieu se habría atrevido a atacar aquella fortaleza celestial, a la que decidió -tal vez a falta de otra cosa- inscribir en lugar preferente en la lista de sus caridades.
Baste con lo dicho para comprender que un teniente civil cualquiera sólo podía romperse la crisma si intentaba escalar los altos muros de la Visitation Sainte-Marie. Sin embargo, se negó a darse por vencido ante la simple vista de un portal cerrado. Sentado en un poyo para caballos en el otro lado de la calle, Laffemas reflexionó largo rato. La carroza que había visto entrar acabaría por salir alguna vez, porque era poco probable que Madame de La Flotte hubiera decidido pronunciar sus votos. Faltaba saber si la visita de aquella noche era una simple parada para evitar abrir su mansión, o si la anciana había ido allí para acompañar a Sylvie. En cuyo caso…
Acostumbrado a examinar los problemas uno por uno, no llevó más lejos su meditación. Después de vigilar un momento más el convento silencioso, Laffemas abandonó un acecho que le había permitido un pequeño descanso, corrió hasta el Grand Châtelet donde encontró a uno de sus oficiales de guardia, y le envió al convento.
— Te quedas allí hasta que veas salir una carroza -siguió una descripción de la misma- que ha entrado esta noche. Cuando salga, espabílate para ver cuántas personas la ocupan y qué aspecto tienen. Si sale de París, haz que los centinelas de las puertas te presten un caballo, y síguela.
— ¿Hasta dónde? -preguntó el oficial, que no era otro que Désormeaux, el buen amigo de Nicole Hardouin, una circunstancia que el teniente civil ignoraba, para bien de los moradores de la casa de Raguenel.
— Hasta el primer relevo de la posta, donde te las arreglarás para saber adónde va. Si te dicen que regresa a su casa, en el valle del Loira, la dejas ir y vuelves a informarme.
Esa clase de misión no era muy del gusto de Désormeaux, cuya naturaleza era más bien contemplativa. Las cabalgatas le fatigaban y sacudían su panza abultada debido a los excelentes guisos de Nicole. Sin embargo, sentía como todos sus colegas un santo terror por el teniente civil, y nunca se hubiera permitido sugerir a Laffemas que recurriese a alguien más esbelto, puesto que el caso era urgente.
Fue sin duda la misión más agotadora de su vida. Cuando al día siguiente por la tarde se dejó caer prácticamente desde lo alto de su caballo, estaba medio muerto, y las noticias que traía sumieron a su jefe en la perplejidad y la inquietud.
— La carroza fue a Versalles -declaró-. En su interior iba una señora de edad, ¡una auténtica dama! Se quedó allí más de dos horas, y luego regresó a la Rue Saint-Antoine.
— ¿A Versalles? Pero ¿a qué lugar de Versalles? No sería…
— Sí. Al castillo. Y el rey estaba allí, porque montaba la guardia una compañía de mosqueteros… ¿Puedo ir a acostarme ahora, o vuelvo al convento?
Sumido en un abismo de reflexiones, Laffemas se contentó con despedir a Désormeaux con un gesto impaciente, y a gruñir:
— ¡Ve a acostarte!
¿Qué podía querer el rey de la abuela de la Hautefort, puesto que nadie entraba en Versalles sin haber sido invitado por Luis XIII?
La misma pregunta se hacía la anciana desde que partió de su castillo a orillas del Loira, pero pensando, con razón, que la respuesta le sería dada, se sentía relativamente tranquila al cruzar el umbral del pequeño castillo de ladrillo rosa y piedra blanca coronado por techos de pizarra que Luis XIII había hecho construir en 1624 en el lugar en que se había alzado una antigua casona señorial perteneciente a los Gondi. Cuando perseguía a los ciervos hasta la noche cerrada en los bosques de los alrededores, pernoctaba allí con sus compañeros, sobre un montón de paja, con las botas puestas y abrigado con su capa.
A pesar de su larga experiencia en la corte, la excelente señora no pudo ofrecer más que una reverencia vacilante, tan cambiado le pareció el rey. Su aspecto era casi tan deplorable como el que tenía cuando estuvo enfermo en Lyon.
De hecho, desde la infancia Luis XIII sufría una enteritis crónica que se resistía tenazmente a los tratamientos -sangrías y enemas- que le aplicaban. Era además un hombre muy nervioso que sufría accesos de angustia y pasaba por períodos de depresión. De hecho, la ignorancia de los médicos tenía la culpa de buena parte de la ruina progresiva de una naturaleza que, al margen del aporte de sangre de los Médicis, se parecía a la del seco y vigoroso Enrique IV. En un solo año, el rey había recibido doscientas quince lavativas y doscientas doce purgas, además de cuarenta y siete sangrías, liberalmente suministradas por su médico Bouvard. A la larga, todos habían acabado por acostumbrarse a su flacura y a su tez, que las intemperies sufridas por aquel cazador compulsivo habían bronceado ligeramente sin llegar a disimular del todo la palidez. En esta ocasión, sin embargo, Madame de La Flotte quedó espantada: la delgadez había llegado a tal extremo que los músculos parecían haberse fundido, la piel presentaba un color plomizo y los ojos aparecían hundidos. Luis XIII se parecía hasta tal punto a un personaje pintado por El Greco que la condesa estuvo a punto de persignarse: ciertamente, la muerte no tardaría mucho en presentarse…
El rey recibió a su visitante en el gran gabinete contiguo a su dormitorio. Estaba sentado junto al fuego, y las tapicerías que lo rodeaban, dedicadas al tema de la caza, eran tan vivas y evocadoras que parecía encontrarse en el corazón de un bosque encantado en el que algún genio se había divertido instalando una chimenea. Sobre el terciopelo gris sin bordados de su vestido, la blancura del gran cuello vuelto y las altas mangas de encaje almidonado resaltaban aún más el aspecto enfermizo del rostro de ojos enrojecidos y de las bellas manos, antes tan fuertes y ahora de una palidez diáfana. Una de esas manos indicó una silla, en tanto que una sonrisa devolvía de repente su edad a aquel hombre de cuarenta años con aspecto de uno de sesenta.
— Apenas me atrevía a esperar que vendríais -dijo-. Imponeros un viaje tan largo en este tiempo invernal y a vuestra edad, es un pecado.
— ¡De ninguna manera, Sire! Siempre me ha gustado viajar a pesar de los inconvenientes, y además la llamada de Vuestra Majestad me ha causado una gran alegría… Por eso me he apresurado a venir puntualmente…
Luis enarcó las cejas.
— ¿Una gran alegría? Es raro que mis órdenes produzcan ese efecto. Tanto más por cuanto no habéis tenido grandes motivos de agradecimiento hacia mí en el último año o algo más. Me he negado a confiaros el puesto de gobernanta del delfín, y después el de dama de honor de la reina…
— Si el rey no me ha juzgado digna, ¿quién soy yo para reprochárselo? -dijo Madame de La Flotte con un buen humor que provocó una nueva sonrisa.
— Sois una buena persona, Madame de La Flotte. Pero también he…, he exiliado a vuestra nieta.
— Lo que me ha extrañado muchas veces es que Vuestra Majestad no lo hiciera antes. ¡Marie puede llegar a ser insoportable!
El rostro triste de Luis se iluminó de golpe como si, al paso de una nube, hubiera sido alumbrado de súbito por el sol.
— Lo cierto es que no quería hacerlo. Le pedí que se alejara por algún tiempo…, ¡quince días todo lo más!
— Y ella contestó que si se iba por quince días, ya no volvería. Por lo demás, Sire, ya que hablamos del tema, ¿puedo deciros algo en confianza?
— Ciertamente.
— ¿Habríais vuelto a llamarla pasados esos quince días? ¡Aquel, o mejor dicho, aquellos que querían su marcha son… tan queridos al rey!
— ¿De quién estáis hablando?
— Pues del señor cardenal… y también del señor de Cinq-Mars.
Un dolor súbito demudó el rostro real y en sus ojos aparecieron unas lágrimas.
— ¡Monsieur le Grand es cien veces, mil veces más insoportable de lo que nunca lo fue Marie! -exclamó-. No para de atormentarme pidiéndome nuevos favores.
— ¿Nuevos favores? ¿Cuándo es Gran Escudero de Francia a los veinte años? -exclamó Madame de La Flotte, sofocada.
— Cierto, cierto…, pero lo ha merecido. Ahora bien, de ahí a entrar en el Consejo como pretende…
— ¿En el Consejo? ¿A título de qué?
— ¡No lo sé muy bien! Guardián de los Sellos, tal vez… Quiere que le haga duque, par del reino…
— ¿Y por qué no primer ministro?
— Por qué no, eso es. Claro que sería difícil que el señor cardenal estuviera de acuerdo, pero está muy enfermo. Algún día será necesario sustituirlo…
— ¿Por el señor de Cinq-Mars?
Luis XIII dirigió a su visitante una mirada inquieta.
— ¿Tal vez sea un poco pronto? Aún es muy joven…
La condesa miró a su rey con un estupor que no intentó disimular. Los rumores de la relación casi amorosa que unía a Luis XIII con aquel joven excesivamente guapo habían saltado de París y Saint-Germain al resto de Francia. Algunos se reían y otros fruncían el entrecejo, pero en el fondo nadie -sin duda a excepción de Richelieu- había medido la extensión y la profundidad del mal. Y no hacía más que crecer, ya que Luis XIII estaba considerando la posibilidad de sustituir a Richelieu, un estadista excepcional a pesar de la opinión que sobre él tenían muchas personas, por un lechuguino de la corte…
— Permitidme que me asombre, Majestad. ¿Por qué razón tiene tanta prisa Monsieur le Grand? Como Vuestra Majestad acaba de decir, es joven, tiene toda la vida por delante. Además, quitar al cardenal su puesto…
— Sucederle, querida, sucederle… Ciertamente es mucho, ¿verdad? Su Eminencia sirve bien los intereses del reino: hemos reconquistado el Artois, estamos a punto de anexionarnos la Lorena, y en el Rosellón la marcha de nuestras armas permite esperar un desenlace feliz. Hay que dar al cardenal tiempo para concluir su obra… Es lo que no paro de repetir a ese joven impaciente.
— Una vez más, si el rey lo permite, ¿por qué esa impaciencia? ¿No ha conseguido ese joven hasta ahora todo lo que deseaba?
— No le niego nada. ¡Es un espectáculo tan bello verle feliz! En cuanto a su prisa… el motivo se resume en el nombre de una dama.
— ¿Marión de Lorme, la cortesana que es su amante y a la que se empieza a llamar Madame la Grande?
— No. Ese es un asunto que siempre me ha molestado, pero en el fondo carece de importancia. Si Cinq-Mars lo quiere todo y ahora mismo, es con el fin de llegar a la altura suficiente para casarse con una princesa. Se ha enamorado de María de Gonzaga…
Una vez más, Madame de La Flotte se quedó atónita. ¡Vaya novedad! María de Gonzaga, princesa de Mantua y duquesa de Nevers, por lo que era conocida como Mademoiselle de Nevers, era una de las mujeres más ambiciosas de la corte. Había intrigado mucho tiempo para casarse con Monsieur y convertirse así en cuñada del rey. Naturalmente fue el cardenal quien se opuso a la maniobra, y desde entonces ella le profesaba un odio feroz. Era hermosa, en el estilo de Juno, majestuosa y marmórea, pero hermosa sin discusión posible.
— Pero ¿no es mayor que él?
— ¡Diez años! Al parecer no da importancia a ese hecho. Desde que la conoció en el baile ofrecido en Saint-Germain para la purificación de la reina después del nacimiento de mi hijo Philippe, Cinq-Mars sueña sin cesar con ella.
— ¿Y ella? ¿Lo ha convertido en su amante?
— No lo decís en serio. Cuando una mujer de su clase quiere a un hombre, no se entrega hasta después de haber conseguido la victoria. Se conforman con el amor cortés -dijo el rey con una risa seca como un chirrido-. Ella es la dama, y él el caballero dispuesto a combatir con gigantes para obtenerla. Quiere el título de par, un ducado y un alto cargo…
— Sire, un matrimonio así es imposible sin el consentimiento del rey.
— ¡Y yo no lo daré nunca, nunca! ¿Lo oís? Por lo menos mientras el cardenal… ¡Oh, deseo tanto que él acepte ser feliz a un precio menor!
Luis XIII ocultó el rostro entre las manos para que su visitante no viera brotar nuevas lágrimas. Ella juzgó que era momento de cambiar de conversación. Los reyes están hechos de tal manera que a veces ocurre que hagan pagar caro un movimiento de debilidad a quienes han sido testigos de él.
— Sire -dijo con suavidad-, ¿consentirá el rey en confiarme la razón por la que he sido llamada?
De inmediato las manos bajaron, secando de paso algunas lágrimas, aunque los ojos enrojecidos aún revelaban su existencia.
— ¡Es muy justo! Quiero saber cómo se encuentra Marie.
— Bien, Sire.
— Me alegra saberlo. Yo… ¡Oh, para qué andar con cortesías! La añoro, señora. Por dura que haya sido conmigo, me transmitía un poco de su valor, de su capacidad de resistencia…
— Y por esa razón han querido su marcha. Era un baluarte frente a algunas grandes ambiciones.
— Sin duda, pero ella ni siquiera intentó torcer mi voluntad… Oh, no me habléis de su orgullo, demasiado lo conozco, pero esperaba que me amara un poco. Por desgracia, únicamente ama a la reina…, ¡una ingrata que no ha hecho nada para conservarla a su lado!
El rey se levantó, se paseó por la habitación y luego volvió a detenerse delante de la chimenea, tendiendo las manos hacia el fuego.
— ¿Es que le resultaba imposible amar a la vez a la reina y al rey? -suspiró, más para sí mismo que para su visitante-. Ella sabía muy bien que yo jamás le habría pedido nada contrario al honor. En ciertos momentos llegué a creer que me amaba un poco. Tenía impulsos, que enseguida reprimía, claro está, miradas que a veces se suavizaban… -Se volvió con brusquedad-. ¡Quiero volver a verla! ¡Hablar con ella como lo hacíamos en otro tiempo! Es una guerrera. Yo también lo soy, pero ella es más fuerte que yo. ¿No puede volver?
— No, si el rey no revoca su orden de exilio. Y el rey no lo hará…
— No, sin duda. ¡Habría demasiado alboroto! Pero le aconsejé que se casara. ¿Puedo buscarle un partido digno de ella?
— Marie no aceptará el matrimonio si no es por amor, y no ama a nadie…
— ¿Ni siquiera al marqués de Gesvres, a quien prohibí que se casara con ella?
— Ni siquiera a él, Sire, porque si lo hubiese amado, sería ya su mujer, le placiera o no a Vuestra Majestad.
Con la facilidad de los niños para pasar de la pena a la alegría, Luis XIII rompió a reír. ¿Quizá debido al alivio de saber que Marie no amaba a otro? Luego, tras carraspear dos o tres veces, aventuró:
— ¿Y si le escribiera una carta? Una simple carta, ¿me entendéis? Yo os la entregaría, y le permitiría, sin regresar a la corte, vivir más cerca de París. En Créteil, por ejemplo.
— ¿En Créteil?
— ¡Vamos, no simuléis que no entendéis la idea! En la época en que eran obispos de París, los Du Bellay tenían allí una posesión. El castillo de Mesches, si mi memoria no flaquea.
— ¡Vuestra memoria es excelente, Sire! Pero la propiedad correspondía al obispado de París, como también el señorío de Créteil.
— Cierto, cierto, pero vuestra familia ha conservado allí una mansión, próxima a la antigua granja de los Templarios, una casa muy bonita que antaño perteneció a Odette de Champdivers, la favorita de Carlos VI, el pobre rey loco. ¿No la conserváis aún?
Viendo el punto al que pretendía llegar el rey, a Madame de La Flotte no le pareció útil -ni prudente- mentir: estaba muy bien informado.
— ¡Oh, sí! Pero vamos allí muy poco, y serán precisas reformas…
— ¡Hacedlas! Os daré un bono de mi caja personal, pero encargaros con discreción. Nada que pueda llamar demasiado la atención. Después de todo, bien podéis haber recuperado la afición por esa mansión familiar y desear residir allí…
— ¿Y también Marie? Entendámonos bien, Sire. Dejando aparte el hecho de que ignoro cómo acogerá vuestra carta, nunca aceptará el puesto de Odette de Champdivers.
El puño del rey golpeó con fuerza una mesa en la que aparecía el escudo con sus armas.
— ¡Quiero hablar con ella, señora, no acostarme con ella! ¡Deberíais conocerme mejor!
— Ruego al rey que me perdone, pero, admitiendo que Marie acepte, el cardenal no tardará en saberlo. ¡Es imposible ocultarle nada!
— ¡Salvo cuando yo lo quiero! Por lo demás, tiene otros motivos de preocupación en estos días. ¿Sabéis que pasado mañana casa a su sobrina con el hijo del príncipe de Condé, que babea de gratitud? ¡Bonita boda, en verdad! Claire-Clémence de Brézé no tiene más que doce años y está lejos de ser bonita. Tampoco Enghien es guapo, pero posee ese tipo de fealdad que atrae a las mujeres. Además está enamorado de otra, que es encantadora. Pero a su señor padre le atraen tanto la dote como las ventajas de entrar en la familia de mi ministro. De modo que yo iré al Palais-Cardinal con la reina para firmar el contrato…
Era evidente que ese matrimonio le disgustaba, pero su visitante aprovechó la ocasión para tantear el terreno en otra dirección.
— ¿Puedo pedir al rey noticias de Su Majestad la reina?
El rey, que mientras hablaba se había sentado a una mesa de la que había tomado papel y pluma, levantó la cabeza.
— ¿Por qué no se las pedís vos misma? No estáis exiliada, que yo sepa. Cuando volváis a París, pasad por Saint-Germain para saludarla. ¡Tomad! Aquí tenéis una autorización para Marie, si consiente en venir a Créteil, y aquí la carta de que os he hablado -añadió sacando del bolsillo una carta ya sellada-. Decidle que si viene, no me costará nada visitarla. Sabéis que me sigue gustando ir a cazar al valle del Marne cuando me instalo en Saint-Maur.
Hizo una pausa, y añadió con la extraña sonrisa que, a pesar de los estragos de la enfermedad, le devolvía a su infancia:
— ¡Otro castillo construido por los Du Bellay, antes de que lo comprara Catalina de Médicis! Vuestra familia era muy poderosa en esta región. ¿Por qué no habría de volver a serlo?
Madame de La Flotte entendió muy bien lo que quería decir el rey, y la reverencia que hizo lo reflejó de alguna manera, porque se sentía llena de alegría y esperanza al pensar en sus queridos nietos. De modo que se marchó decidida a combatir con todas sus fuerzas las razones que podría argumentar Marie para seguir encerrada en La Flotte. Aunque a decir verdad, ¡podía apostarse a que cogería la pelota al vuelo! El campo en invierno no resulta muy divertido. Y además, la reina, que debía de echar mucho de menos a su fiel dama de compañía, tal vez también le enviaría unas palabritas…
Si esperaba una acogida calurosa por parte de la reina, quedó decepcionada. Su aparición en el Grand Cabinet de Ana de Austria más pareció una piedra arrojada a una charca llena de ranas que la llegada de una persona bienvenida, a pesar de la amplia y suntuosa sala más recordaba a una pajarera gracias al batallón de doncellas de honor que piaban en un rincón, como si quisieran formar pantalla entre el grupo formado por Ana de Austria y dos visitantes, y el que rodeaba a Madame de Brassac, la dama de honor. Los visitantes no eran otros que María de Gonzaga y el favorito del rey, el joven Cinq-Mars, más Adonis que nunca en presencia de una altiva Juno a la que dedicaba miradas llenas de amor.
Cuando anunciaron a Madame de La Flotte se hizo un silencio repentino y todos mostraron el aire de dolorosa sorpresa que resulta de rigor ante un objeto vagamente escandaloso que ofende la vista. Cinq-Mars arrugó su hermosa frente. La reina se rehízo con rapidez.
— ¿Cómo, condesa? ¿Vos aquí? ¡Qué agradable sorpresa! ¿Por fin os habéis decidido a abandonar el campo?
Sin ser tan abrupto como el de su nieta, el orgullo de Madame de La Flotte no era menos quisquilloso.
— El deseo de saludar a Vuestra Majestad me habría traído de mucho más lejos que mi casa de París. ¿Puedo recordar a la reina que nadie, hasta el momento, me ha exiliado?
Para su sorpresa fue Cinq-Mars quien, con la audacia de quien se sabe todopoderoso, respondió:
— Todos pensábamos que preferiríais permanecer junto a Mademoiselle de Hautefort, para confortarla en su desgracia.
Habría hecho mejor callándose.
— Desgracia inmerecida, señor Gran Escudero, y todos sabemos a quién la debe. De todas maneras, no os hablaba a vos. De hecho, señora -añadió, dirigiéndose de nuevo a la reina-, mi intención era sobre todo traer a nuestra soberana el testimonio de nuestro obediente respeto y decirle…
— Estamos absolutamente convencidas de ello -interrumpió la reina-. Yo amaba mucho a Mademoiselle de Hautefort, y ella lo sabe.
— ¿Quiere decir Vuestra Majestad que ya no la ama?
— ¡Qué idea, vamos! Gracias por vuestra visita, condesa, me he alegrado mucho de veros -dijo la reina con nerviosismo-. ¡Madame de Motteville! ¡Tened la bondad de acompañar a Madame de La Flotte hasta su coche! Parece muy cansada, y me figuro que tiene prisa por regresar a su casa lo más pronto posible.
Con asombro indignado, la condesa vio acercarse a una joven de aproximadamente veinte años, rubia y sonriente pero con los ojos más chispeantes y fisgones que quepa imaginar. A pesar del tiempo transcurrido la reconoció, porque la había visto de niña cuando estaba ya al servicio de la reina y había sido incluida en la especie de cortejo hacia el exilio que acompañó a la duquesa de Chevreuse y al embajador español Mirabel. Se llamaba entonces Françoise Bertaut y era la sobrina del poeta del mismo nombre. En cuanto al nombre de Motteville -Madame de La Flotte lo sabría más tarde-, le venía de un presidente del Parlamento de Normandía, mucho más viejo que ella y que acababa de dejarla viuda. De ahí la reciente llamada para que volviera a la corte, donde ocupaba el puesto privilegiado de camarera de la reina.
Con un gesto tajante, la abuela de Marie rechazó la mano que se le ofrecía.
— Agradezco a Vuestra Majestad su solicitud, pero mis piernas todavía me sostienen bien. Me han traído hasta aquí y sabrán también devolverme a mi carroza. ¡Soy la humilde servidora de Vuestra Majestad!
Tras una impecable reverencia dejó el lugar llena de dignidad, sin querer advertir el gesto de la reina, que le tendía la mano. Estaba furiosa y descorazonada a la vez. Que el rey se hubiera dejado seducir por el encanto de aquel muchacho demasiado guapo aún podía explicarse, por más que su intento de recuperar a Marie tenía bastante parecido con una llamada de auxilio, pero que también la reina hubiera caído en la trampa tendida por el cardenal, era demasiado.
— El rey tiene razón -murmuró, mientras su coche se alejaba del castillo-. Es una ingrata, nada más que una ingrata. Habrá que enseñar a Marie a seguir la línea de conducta de sus antepasados: ¡servir al rey ante todo! Y para empezar, intentar reconciliarse con él…
Así pues, en cuanto estuvo de nuevo en la Visitation Sainte-Marie, aunque era ya muy tarde y, como no había probado bocado desde la mañana, se moría de hambre, se tomó tiempo para escribir a su intendente de Créteil y darle instrucciones a fin de poner en condiciones su casa, en la que pensaba residir algunas semanas a partir del mes siguiente. Después fue a buscar a Sylvie.
La encontró en la gran capilla nueva, consagrada a Nuestra Señora de los Ángeles. Sentada en la parte de la nave reservada a los visitantes y a las escasas pensionistas, escuchaba con lágrimas en los ojos a las Visitandines dispuestas en el coro, del lado de la clausura, cantar a media voz un stábat máter que ella misma había cantado con las religiosas del Val-de-Gráce en una época que sólo ahora comprendía hasta qué punto había sido feliz: ella amaba a François, y éste amaba a la reina pero la trataba a ella con una ternura llena de solicitud. Ahora, François no amaba a la reina ni a ella. Se había desviado de su camino para unirse a una mujer demasiado bella para no ser también peligrosa. Y si estaba perdido definitivamente para ella, Sylvie tenía miedo de reconocer que, sin él, su vida ya no tendría sentido, ni sabor…
Sin embargo, el instante presente le proporcionaba una serenidad inesperada, tal vez porque era un momento de belleza pura. Las llamas de los cirios arrancaban reflejos de la cruz de plata que las monjas llevaban sobre sus severos hábitos negros, nimbaban con una suave luz dorada los perfiles de sus rostros enmarcados por la cofia de estameña blanca y el velo negro, e iluminaban la cohorte blanca de las novicias.
Era a ellas sobre todo a quienes observaba Sylvie, consciente de que bastaría una palabra para ocupar un lugar en medio de ellas. Una palabra que tal vez acabaría por pronunciar, a pesar de la poca atracción que sentía por los conventos. Era un puerto como cualquier otro, ¡y se sentía tan cansada de su vida desarraigada! No tenía ni siquiera derecho a regresar a Belle-Isle, a la casa que había empezado a amar, porque según Marie los esbirros de Laffemas habían ido hasta allí, a estropear el maravilloso paisaje con su presencia. ¡Quizá lo peor fuera encontrarse tan cerca de la pequeña casa de la Rue des Tournelles en la que vivía Perceval de Raguenel, y no poder visitarle! Aquél era su verdadero refugio, el único que añoraba después de tantos meses pasados lejos, pero le estaba prohibido para no ponerlo en peligro… ¿Pronunciaría tal vez, después de todo, la palabra que se esperaba de ella? ¿No le había declarado el propio François, de una manera bastante brutal, que no veía otro destino posible? Y además, si aceptaba tomar el velo se convertiría en intocable, y su padrino podría venir a verla al locutorio…
Alzó la cabeza hacia la alta cúpula invadida por las sombras de la noche, hacia las que parecía ascender la Virgen cuya Asunción radiante dominaba el altar mayor, y pensó que el Cielo estaba en verdad demasiado por encima de sus fuerzas, como años atrás lo había estado la torre de Poitiers, en Vendôme, cuando ella era una niña muy pequeña y antes incluso de poner el pie en el primer peldaño de la escala de Jacob necesitaba sentarse a reflexionar. Se disponía a salir cuando Madame de La Flotte se sentó a su lado y la tomó de la mano.
— Nuestros asuntos están mejor aún de lo que pensaba -cuchicheó la anciana-. Por más que han tomado un sesgo bastante inesperado. Pero hablemos de vos. ¿Qué pensáis de esta casa?
— Que quienes la habitan parecen estar animadas por la inspiración divina, ¡y no es mi caso!
— Tampoco el mío, y no es eso lo que os pregunto. ¿Creéis que podréis quedaros aquí algún tiempo sin morir de aburrimiento hasta el extremo de pronunciar, por simple rutina, unos votos perpetuos?
— Querría sobre todo volver a ver a mi padrino. Por eso quise acompañaros aquí. Si no, cualquier otro convento habría servido para obedecer las órdenes del señor duque de Beaufort.
— Dejad de decir tonterías y escuchadme. Hay grandes posibilidades de que Marie venga dentro de poco tiempo a vivir en la casa que poseemos en Créteil. No me preguntéis nada más…
— El rey quiere volverla a ver -dijo Sylvie-. Debe de ser difícil olvidarla.
— Ya, pero al parecer no es el caso de la reina. Dicho esto, dejadme acabar: a vuestro padrino le veréis en los próximos días, y también sin duda a Madame de Vendôme, a la que iré a visitar mañana antes de marchar de aquí; pero para eso, y sobre todo para garantizar vuestra protección, habréis de pedir entrar en el noviciado. No compromete a nada y se puede abandonar en cualquier momento, a no ser que hayan pasado más de dos años -añadió, ante el gesto de protesta de Sylvie-. Así me volveré más tranquila. Lo que no ocurriría si os quedarais aquí como simple pensionista… ¿Aceptáis?
— No tengo alternativa.
— Sólo instalaros en la Rue des Tournelles, con todas las consecuencias posibles, para vos misma y para las personas a las que amáis.
Sylvie no contestó enseguida. En ese momento, el coro de religiosas entonó un cántico de Eustache du Caurroy que ella conocía, y, después de una ligera duda, se puso a cantar. Su voz se elevó de improviso, tan pura, tan fresca, que en el coro todas las cabezas se volvieron hacia ella; y lentamente avanzó por la nave con una vibración en el fondo del corazón parecida a la alegría. Acababa de pensar que al menos iba a poder cantar tanto como le apeteciese.
Al día siguiente, la madre Marie-Madeleine entregó a Mademoiselle de Valaines el hábito, la cofia y el velo blanco. Una hora más tarde, Madame de La Flotte, aliviada de un gran peso, emprendía el camino del Vendômois preguntándose cómo acogería Marie la carta del rey. Era capaz de romperla sin siquiera leerla.
De modo que se sintió agradablemente sorprendida cuando la Aurora, después de una lectura que no inspiró el menor signo de emoción en su bello rostro, volvió a doblar el papel para abanicarse distraídamente con él antes de deslizado en un bolsillo de su vestido, en el que dio después unos golpecitos con aire satisfecho…
— ¡Tendré que reflexionar! Digamos… hasta la primavera. Los viajes son más agradables cuando los manzanos están en flor.
— ¿No es poner demasiado a prueba la paciencia del rey? Me ha parecido desamparado.
— Hacerse desear nunca ha perjudicado a nadie. Y además tranquilizaos, abuela, le haré llegar un mensaje. Por el momento debo quedarme aquí. La orden de arresto dictada contra el duque de Vendôme tiene revolucionada la región. Vuestro primo Du Bellay se prepara incluso para la defensa de Vendôme. ¿El rey no os ha dicho nada de él?
— Teníamos otros temas de que hablar, y admito que, dada vuestra actual situación, no tenía el menor deseo de añadir a nuestros problemas el caso siempre candente del duque César y sus hijos. Sin embargo, antes de volver pasé por el hôtel de Vendôme. La duquesa y su hija no tienen noticias, y procuran pasar tan inadvertidas como pueden. Rezan mucho, pero no hay por qué compadecerlas. El obispo de Lisieux, el abate de Gondi, su tío el arzobispo de París e incluso Monsieur Vincent las protegen con su solicitud, porque, por supuesto, nadie puede creer que el hijo de Enrique el Grande sea un vil envenenador. Pienso que todas esas santas influencias acabarán por favorecer a los fugitivos. El cardenal tendrá que contar con ellas…
Unos golpes casi inaudibles en la puerta la interrumpieron. Jeannette, que había oído la llegada de la carroza desde el ropero, donde estaba ayudando a planchar, venía tímidamente a pedir noticias. Ante su pobre carita angustiada, Marie, siempre tan distante, tuvo el impulso de correr hacia ella y pasar un brazo protector por sus hombros.
— No te atormentes más, Jeannette -le dijo-. Todo va bien. ¡La Visitation cuenta con una novicia más, y eso es todo!
— ¿Una novicia? ¡Pero si nunca ha querido oír hablar del convento! ¡Monseñor François ha sido muy cruel al enviarla allí!
— No se quedará, puedes estar tranquila, pero en ninguna parte estará mejor protegida. Y además volverá a ver a su querido padrino, que irá a visitarla al locutorio. Sin contar a Madame de Vendôme y su hija, cuando se atrevan a salir otra vez de casa.
Lo cierto es que Marie estaba menos tranquila de lo que aparentaba. Habría preferido cien veces que Sylvie se quedara con ella. París y, sobre todo, la proximidad del teniente civil le parecían inquietantes, por más que entre ellos se interpusiera una clausura lo bastante estricta para hacer retroceder al rey y el cardenal. Y el caso Vendôme no contribuía a arreglar las cosas. Marie conocía demasiado el carácter impulsivo de Sylvie, capaz de saltar la tapia del convento para ir a echarse a los pies de la reina, del cardenal o de no importa quién, en el caso de que los Vendôme fueran apresados y llegase hasta ella la noticia de su arresto. ¡En fin! Era preciso esperar que no ocurriese nada desagradable hasta al cabo de un mes, fecha en la que se trasladaría a la casa de Créteil.
Pero primero llegaron noticias de los Vendôme, y ¡vaya sorpresa! Después de haber instalado a su padre en Inglaterra, donde había encontrado una excelente acogida por parte de la reina Enriqueta, su hermanastra, Mercoeur y Beaufort habían regresado a la región después de una breve estancia en París: apenas el tiempo necesario para que les fuera entregada una orden de exilio en sus tierras, con prohibición de salir de ellas hasta el final de la instrucción del proceso a César. Una vez en el Vendômois, se habían separado: mientras el mayor se instalaba en Chenonceau, François optaba por encerrarse en Vendôme, donde la población le había acogido con entusiasmo.
Fue más de lo que podían soportar la curiosidad y la impaciencia de Marie. Después de hacer que le prepararan un equipaje ligero pero a pesar de todo suficiente para incluir dos vestidos de recambio, se montó al caballo y, seguida por Jeannette en lugar de su propia camarera, que se había quemado con una plancha de la ropa, y por dos criados, tomó el camino de Vendôme.
Si pensaba encontrar a François paseando por las calles de la villa o inspeccionando las fortificaciones, quedó desengañada: el señor duque estaba en el castillo, donde recibía a algunos amigos. Entre ellos se encontraba al parecer Madame de Montbazon, porque la primera cosa que vio Marie al entrar en el patio de honor fue una carroza con su blasón. Era poco probable que el gobernador de París hubiera acompañado a su esposa, y el humor de la visitante se agrió. Aquel amor que se exhibía con tanto impudor estaba adquiriendo las dimensiones de la pasión, y le desagradaba. No por ella misma ni por la reina, que parecía tener otras ocupaciones, sino por Sylvie, a la que Fran‹jois había enviado al convento simplemente con chascar los dedos.
Estuvo a punto de volver grupas, pero desde el momento de cruzar las puertas de Vendôme había sido anunciada, y Beaufort acudió en persona, exhibiendo una amplia sonrisa, a sostenerle las riendas.
— ¿Vos, amiga mía? ¡Qué gran placer inesperado!
— ¿Tan inesperado como ese otro? -dijo ella medio en broma medio en serio, señalando el coche con una mano mientras François le besaba la otra.
— No. Ése era esperado. Están aquí algunos amigos que han venido a festejar nuestro regreso a casa. Algunos de ellos llegan de Inglaterra, pero como no me cabe duda de que se cuentan entre vuestros innumerables admiradores, nuestra pequeña reunión será tanto más agradable. ¡Venid! Ya he dado orden de que os preparen un aposento.
Luego, al darse cuenta de repente de la presencia de la camarera de Sylvie, preguntó:
— ¿Jeannette? ¿Cómo es eso?
— Cuando se entra en el convento -respondió Marie-, se deja a la puerta a los criados, e incluso los vestidos.
— ¿Sylvie está en el convento?
— En la Visitation Sainte-Marie. La enviasteis allí con tanta desenvoltura que no ha querido negaros ese placer…
— ¡Pero es insensato! Me enfureció ver que se había marchado de Belle-Isle, pero nunca quise…
— Digamos que disimulasteis muy bien, y ella os creyó. Ha obedecido sin mucho entusiasmo, debo reconocerlo, pero al menos tendrá la felicidad de volver a ver en el locutorio al caballero de Raguenel, al que quiere profundamente. Además, nadie podrá llegar hasta ella en ese refugio. ¡Pero hablaremos de ella más tarde! Me gustaría refrescarme un poco.
— Por supuesto. Después de todo, mientras no pronuncie votos perpetuos…
— Ese es un asunto entre Dios y ella, pero me admira la tranquilidad con que os acomodáis a los pequeños problemas que vais creando, querido duque.
A pesar de todo, Beaufort no se había atrevido a instalar a su amante en los aposentos que utilizaba su madre en sus visitas a Vendôme, de modo que fue Mademoiselle de Hautefort quien los heredó, con cierta satisfacción que la incitó a hacer gala de una perfecta cortesía cuando se encontró frente a Madame de Montbazon. Por otra parte, ambas mujeres poseían en grado sumo ese tono de la corte que tanto ayuda en las negociaciones diplomáticas. Además, no las animaba ninguna antipatía personal y, si la Marie morena era la amante oficial de François, Marie la rubia no pretendía rivalizar con ella. Así pues, todo transcurrió del mejor modo posible.
En cambio, el resto de los «amigos» anunciados por Beaufort no dejó de sorprenderla, por su aspecto heteróclito: dos hermanos normandos, Alexandre y Henri de Campion, que habían servido al Condé de Soissons hasta la mortal victoria de éste en el combate de La Marfée; el padre La Boulaye, confidente de César y recién nombrado por él prior de la colegiata de Saint-Georges, que formaba parte del castillo; el Condé de Vaumorin, del que Marie supo muy pronto que servía de correo entre Londres y Vendôme. Todos ellos parecían gravitar alrededor de un personaje muy curioso, un jorobado pequeño y de pelo negro, Louis d'Astarac de Fontrailles, senescal de Armagnac y sobre todo confidente y representante de las ideas de Monsieur. También él llegaba de Londres, donde le retenía en principio una orden de exilio. Finalmente, estaba allí un joven bien parecido al que Marie conocía bien por haberle visto en muchas ocasiones en el círculo de la reina, de la que era ferviente admirador, y que había más o menos reemplazado a Beaufort en el papel de galán. Se llamaba François de Thou, procedía de una gran familia parlamentaria y era buen amigo de Cinq-Mars, que le llamaba en broma «Su Inquietud»: era una persona cultivada y seria que extrañaba encontrar en medio de todos aquellos rayos de la guerra, porque ocupaba el puesto, claramente inferior a sus aptitudes, de bibliotecario del rey, después de haber combatido valerosamente en Arras. Unía a todos ellos un rasgo común: el odio a Richelieu, de quien todos tenían queja por una u otra razón. Fontrailles porque en una ocasión se había burlado de su deformidad; De Thou porque consideraba ridículo su puesto de rata de librería; los demás, por razones diversas que se resumían en su devoción a la casa de Vendôme. Mademoiselle de Hautefort, en otro tiempo dama de compañía de la reina y castigada con el exilio sin una razón justificada, recibió de aquellos hombres una acogida calurosa, debida tanto a su resplandeciente belleza como a su «desgracia».
Sin embargo, muy pronto descubrió que su actual papel, como el de Madame de Montbazon, había de ser simplemente decorativo. Aquellos hombres, con la excepción de Fontrailles que representaba a Monsieur, eran portadores de las órdenes de César de Vendôme, que desde la corte de Saint James dictaba a sus hijos.
Después de una cena irreprochable, agradable desde todos los puntos de vista y en la que la mayor ocupación consistió en complacer a las damas, los criados se retiraron mientras los escuderos de Beaufort, Ganseville y Brillet, vigilaban las puertas de la gran sala. Fue Fontrailles el primero en tomar la palabra, con un saludo a las dos mujeres:
— Señores, y vosotras también, señoras, estamos aquí para afinar nuestros instrumentos musicales en la gran partitura destinada a librar al reino, por fin y para siempre, del hombre que lo estrangula desde hace tantos años.
Aunque era feo y contrahecho, la naturaleza le había concedido un encanto sorprendente: una voz de violonchelo, de un tono oscuro y aterciopelado, con un curioso poder de seducción. Desde las primeras palabras, todos se sintieron atrapados por su encanto.
— Únicamente estoy aquí de paso para llevar a nuestra amiga la duquesa de Chevreuse, en España desde hace demasiado tiempo, el testimonio de la amistad y la confianza del señor duque de Vendôme. A través de ella, tengo la seguridad de ser recibido rápidamente por el Condé-duque de Olivares, primer ministro de Su Majestad el rey Felipe IV.
Como los demás, Marie escuchaba la musicalidad de aquella voz excepcional, pero no tardó en interesarse también por el texto. Sin sorpresa, descubrió que se trataba de una conjuración destinada a eliminar a Richelieu con la ayuda de España, pero se sintió confusa al enterarse de que el jefe de aquella amplia conspiración en la que participaban Monsieur -¿se podía conspirar sin él?- y la reina, no era otro que el Gran Escudero, el favorito agasajado de mil maneras por Luis XIII, el demasiado seductor Cinq-Mars. Como, sin embargo, había sido informada por su abuela de las ambiciones del joven, no dudó en entrar en el debate.
— Que el señor de Cinq-Mars desee desembarazarse del cardenal, que le impide ascender hasta donde desea con el fin de desposarse con Mademoiselle de Nevers, no me sorprende, pero ¿qué pasa con el rey? ¿Contáis, señores, con eliminarle también a él?
— ¡De ninguna manera! Somos sus súbditos fieles. Como estáis alejada de la corte desde hace un tiempo, ignoráis sin duda que los sentimientos de Su Majestad hacia su ministro han cambiado considerablemente. El rey está cansado de soportar una tutela insoportable…
— ¿Os lo ha dicho?
— No a mí, pero sí a Monsieur le Grand. Cuando éste le suplicó que se librara de una férula odiosa «agradeciendo» sus servicios a Su Eminencia, el rey se negó y mostró todos los signos de un temor muy grande. Entonces nuestro amigo sugirió algo más… definitivo.
— ¿Y qué dijo el rey? ¿Siguió espantado?
— No. Reflexionó un momento y luego murmuró, como hablando consigo mismo: «Es sacerdote y cardenal, yo sería excomulgado.» Cabe añadir que nuestro Sire está muy enfermo… ¡y también Richelieu, por otra parte!
— En ese caso, ¿por qué mezclar a España en un asunto francés? -intervino Beaufort-. Quizá baste con esperar.
— Monsieur y Cinq-Mars no pueden esperar más, precisamente porque la salud del rey es mala. Monsieur quiere la regencia, y Cinq-Mars…
— A Mademoiselle de Nevers, a quien se pretende casar con el rey de Polonia. Estoy de acuerdo, pero España…
— La habéis combatido demasiado para amarla, querido duque -prosiguió el jorobado-, pero nos proporcionará los medios para no ser acusados de la muerte del cardenal. Nos suministrará el arma y el ejecutor, cuando el rey y su funesto ministro viajen al Rosellón y a Cataluña, como tienen intención de hacer.
— ¿Y si mi tío el rey muere antes que el cardenal?
— Monsieur obtendría la regencia… pero como el cardenal tiene partidarios infiltrados en todas partes, no viviría mucho tiempo. Y también estaría en peligro toda la nobleza de Francia. Por eso es necesario librarnos de él.
Beaufort se volvió hacia el joven De Thou, que escuchaba sin decir palabra.
— ¿Qué piensa nuestro jurista?
Este enrojeció, pero ofreció a su anfitrión una sonrisa encantadora.
— Que los riesgos son tan grandes que será necesario protegerse con todas las garantías posibles. El viaje del señor de Fontrailles a España puede ser una buena cosa. Falta saber lo que ofrecerá ésta… y a qué precio.
Allí quedó todo y la reunión concluyó, porque el jorobado debía partir por la mañana. François fue a tomarla mano de Madame de Montbazon, que no había abierto la boca, y la besó, antes de pasarla a Pierre de Ganseville, encargado de conducirla a sus aposentos.
— Iré a saludaros enseguida, mi dulce amiga. Por el momento, disculpad que me ocupe de ciertas disposiciones…
Como no hizo lo mismo con Mademoiselle de Hautefort, ésta pensó que debía de formar parte de las disposiciones aludidas, y se acercó a la chimenea, en la que ardía un tronco entero. Los demás comprendieron y fueron a saludarla antes de retirarse.
— ¿Y bien? -dijo François al volver con ella-. ¿Qué pensáis de todo esto?
— Que cualquier asunto en el que ande mezclado Monsieur es peligroso por principio. Dios sabe lo mucho que odio a Richelieu, y que admito gustosa que su desaparición sería beneficiosa. Pero Cinq-Mars es un joven alocado, ebrio de ambición, al que le da vértigo la posición que ha alcanzado. Si queréis creerme, François, manteneos al margen de todo esto.
— Pero ¿y mi padre?
— El duque César está lejos y no irán a buscar su cabeza al otro lado del Canal si el complot fracasa, como todos los que lo han precedido. Si tenéis cariño a vuestra propia cabeza, como creo, manteneos quieto. Sonreíd, aprobad, pero sobre todo no firméis nada y, si me permitís que os dé un consejo…
Con un gesto rápido, él se inclinó hacia ella y posó en sus labios un ligero beso.
— ¡No me lo deis, mi querida Prudencia! Si España ha de participar en una conjuración de cualquier tipo que sea, yo no aceptaré colaborar. Soy un príncipe francés, señora, y antes que nada un soldado. Pensar en España me hace verlo todo rojo…
— Yo tenía entendido que amabais… al menos a una española.
— ¡Y no he cambiado, Marie! Si llegáis a verla, decidle que ahora tiene un hijo (¡tiene dos, de hecho!) y que las cosas ya no son como eran. Me cuesta creer que la reina de Francia pueda prestar su bella mano a una conspiración que podría costar el trono al pequeño Luis.
Marie fijó su mirada azul en la de su anfitrión, como si quisiera leer en sus profundidades:
— ¿La amáis todavía?
— Siempre.
— ¿Entonces? -Con la cabeza, indicó la puerta por la que había salido la divina duquesa.
François sonrió:
— ¡Dios mío, qué joven sois! Tengo veinticinco años, mi bella Aurora, y nunca he hecho voto de vivir como un monje. La que me espera arriba, en la torre de los Cuatro Vientos, me da más de lo que yo me atrevía a esperar. Quizás a ella le debo el conservar la cabeza fría en medio de los torbellinos que se forman a mis pies.
— ¿Tan sólo la cabeza?
— Por supuesto. Me hace apreciar la felicidad de sentirse vivo.
— ¿Habéis olvidado que la muerte de Richelieu os permitiría matar a Laffemas y liberar así a una persona por lo menos tan deliciosa como vuestra duquesa?
— ¿Por qué creéis, si no, que escucho a esos señores y les recibo en mi casa? Les deseo el mejor de los éxitos, pero sin mí. Y con la condición de que no toquen al rey. De lo cual aún no estoy seguro.
— No se atreverían…
— ¿A matarlo? No, pero a adelantar el instante de la muerte de un hombre tan enfermo, tal vez sí. Estoy seguro de que De Thou no piensa así, pero Fontrailles… Id a dormir, amiga mía, y estad segura de que no daré un paso más en este asunto. Os doy mi palabra.
Mientras subía a su habitación, Marie pensó que ya era demasiado que aquella reunión «preparatoria» se hubiera celebrado en Vendôme. Antes de acostarse, se acercó a la ventana, azotada por una lluvia rabiosa y fría. Vio llover y se dijo que aquel tiempo era espantoso para viajar. Sin embargo, sabía que, apenas de vuelta en La Flotte, apresuraría su marcha a Créteil, incluso aunque hubiese de helarse durante unos días en una casa mal preparada para recibirlas a ella y a su abuela. No era que la idea de ver morir al cardenal le inspirara un dolor atroz, lo detestaba demasiado para eso, pero, como a Beaufort, le disgustaba la intervención de España y, más aún, le horrorizaba la idea de que el joven Cinq-Mars, cubierto de honores gracias al cardenal y colmado de regalos por un rey demasiado débil, no pensaba sino en morder o incluso mutilar la mano que lo alimentaba.
A pesar de todo, tuvo una sonrisa para Jeannette, que acudió a ayudarla a desvestirse:
— Muy pronto volveremos a ver París, Jeannette.
— ¿Han vuelto a llamar a Mademoiselle?
— Sí y no. Yo estaré en las afueras de la ciudad, pero a ti nadie te impedirá darte una vuelta por la Rue des Tournelles. O incluso volver a visitar el hôtel de Vendôme. En este momento, deben de necesitar mucho a los servidores fieles…
La alegría que iluminó de súbito el rostro, antes tan triste, de la joven camarera, vino a compensar los sombríos pensamientos que asaltaban a Marie, y le permitió conciliar el sueño.