8. De Caribdis a Scylla

Al bajar del coche en el patio del palacio, Sylvie se dio cuenta de que se estaba preparando un viaje. En torno a un extraño carruaje tapizado de púrpura que lucía las armas del cardenal, parecido a una enorme cama provista de varales, se afanaba un enjambre de servidores y guardias, los unos amontonando cofres y bultos en las carretas, y los otros verificando su equipo y procediendo a un minucioso examen de sus monturas y sus armas.

— ¿Se marcha de París Su Eminencia? -murmuró Sylvie, que había recuperado la suficiente presencia de ánimo para hacer una pregunta.

— Va a reunirse con el rey en el Mediodía, para participar en la gloria de las últimas conquistas. ¡Tened cuidado sobre todo de no irritarle más! El cardenal está muy enfermo, y emprende este viaje al precio de un terrible esfuerzo de voluntad.

¿Muy enfermo? Sylvie no lo dudó cuando fue introducida en la estancia donde Richelieu acababa de vestirse. Un fuego infernal combatía victoriosamente el frío exterior. El ambiente era sofocante, pero el cardenal estaba tan pálido como si ya hubiera muerto. Más que delgado, aparecía ahora demacrado, y su rostro, alargado porla perilla ya casi blanca, apenas tenía más espesor que la hoja de un cuchillo. Los ojos estaban hundidos, y la larga sotana de muaré rojo sobre la que destacaba la cinta azul de la Orden del Espíritu Santo, dejaba ver debajo, en el cuello y las mangas, los paños blancos que vendaban las llagas de las que se decía que estaba cubierto. Sin embargo, su espalda seguía derecha, y la mirada conservaba toda su autoridad. Con paso de autómata, el cardenal fue hasta un sillón colocado junto a una mesita cubierta de frascos y potes de medicinas, y luego, con un gesto autoritario, hizo salir a los sirvientes.

Era la primera vez que Sylvie le veía sin sus gatos, pero su sorpresa no duró mucho: un magnífico gato de tupido pelaje gris ceniciento apareció de súbito y saltó sobre las flacas rodillas, que lo recibieron con un estremecimiento de dolor. De inmediato, la larga y pálida mano se hundió en el pelaje sedoso, al tiempo que una voz profunda, un poco ronca, decía:

— De modo que estamos aquí de nuevo, Mademoiselle de… ¿Valaines? ¿Es así?

— Tuve el honor, hace ya mucho tiempo, de confesarlo a Vuestra Eminencia…

— Es verdad. Hace mucho tiempo, pero apenas habéis cambiado. ¿Habéis crecido un poco, tal vez? ¿Qué edad tenéis?

— Muy pronto cumpliré veinte años, monseñor.

— No voy a preguntaros qué habéis hecho durante estos años. Primero porque en parte ya lo sé, y después porque no dispongo de mucho tiempo. ¿Cantáis aún?

— En la capilla de la Visitation volví a cantar, después de muchos meses sin hacerlo. Para cantar bien se necesita tener el corazón alegre…

— O infinitamente triste. Se dice que el cisne, en el momento en que va a morir, canta de forma admirable. Me gustaría que cantarais para mí aún una última vez… Buscad en el gabinete florentino, debe haber por ahí una guitarra.

— No podría, monseñor -murmuró Sylvie sin moverse.

— ¿Por qué?

— No soy un cisne, y además… es posible que la proximidad de la muerte mejore la voz, pero el miedo la estrangula.

— ¿Tenéis miedo? Sin embargo, me parece acordarme de haberos oído asegurar que no me temíais.

— Los tiempos han cambiado, monseñor. Entonces estaba al lado de la reina, libre dentro de los límites de sus órdenes. Hoy vengo de la Bastilla, donde me han encerrado con el pretexto de que he querido envenenar a Vuestra Eminencia…

Una tos seca, cavernosa, sacudió el cuerpo enflaquecido del cardenal y puso dos manchas rojas en sus mejillas lívidas. Se inclinó, tomó un vaso de la mesa y bebió despacio.

— Y… naturalmente… vos nunca habéis… querido envenenarme.

— ¿Yo? ¡Nunca! -afirmó Sylvie con énfasis.

— Quizá no vos misma, pero sí otras personas que os son queridas. El duque César…

— Nunca le he querido. Si no hubiese sido por la señora duquesa, él nunca habría hecho nada por mí. Le estoy agradecida, y eso es todo.

— ¡Admitámoslo! Deseo creeros, pero vos misma poseéis buenas razones para querer mi muerte, porque mientras yo viva, vuestro amigo Beaufort está obligado a respetar la persona de Isaac de Laffemas, que es mi servidor. No me diréis que a él no le deseáis mil muertes.

— Una sola me bastaría, monseñor, porque los recuerdos abominables que guardo de él tal vez llegarían a borrarse, y sobre todo porque me sería posible volver a vivir sin experimentar de nuevo el terror de verle aparecer… ¡como lo he temido cada día pasado en la Bastilla!

— ¡Ridículo! Tiene la orden de no importunaros…

— Una pena muy ligera para un matrimonio forzado y una violación.

— ¡Lo admito, pero cuando yo doy una orden, esa orden se respeta!

— ¿Hasta cuándo? ¿Quién dice que él no espera también la desaparición de Vuestra Eminencia para acabar conmigo?

— ¡No digáis bobadas! Sus enemigos son innumerables, y yo soy su única defensa. Aun así, por dos veces ha estado a punto de sucumbir a las emboscadas de un truhán, un ladrón, un hombre del saco que se hace llamar capitán Courage y que ha jurado matarlo.

— ¡Lástima que no lo haya hecho! Habría bendecido su nombre.

— ¡No os hagáis ilusiones! Laffemas se protege ahora con toda clase de precauciones. Atacarlo sería ir a una muerte segura… Pero, ya veis que tenéis las mejores razones para desear mi muerte.

Sylvie guardó silencio por un momento. Oír alabar a su verdugo era más de lo que podía soportar, y dejó escapar la cólera que hervía en su interior.

— Cierto, tengo las mejores razones, pero nunca me han gustado los caminos tortuosos, y nunca he desesperado de vengarme con mis propias manos de ese…

— ¡Por eso os procurasteis el veneno, el arma favorita de las mujeres! -exclamó el cardenal, con un tono de triunfo que acabó de exasperar a la joven-. El veneno que os dio César de Vendôme y que ha sido encontrado en vuestra habitación en Saint-Germain…

La sorpresa hizo desaparecer de golpe la furia de la joven.

— ¿En Saint-Germain? -balbuceó, consciente de no haberse llevado nunca el dichoso frasco a la residencia estival de los reyes.

— ¿No os lo han dicho?

— Me han dicho que lo habían encontrado en mi habitación. Pero yo he puntualizado que otras doncellas de honor han ocupado las mismas estancias que yo, y que no veía por qué se tenía que sospechar de mí.

— Tal vez porque sois la única relacionada con César de Vendôme, ese maestro envenenador -tronó el cardenal-. ¿Os atreveréis a jurar que esto no os ha pertenecido?

De la mesa abarrotada situada a su lado, Richelieu tomó un frasquito y lo presentó en su mano abierta y temblorosa a Sylvie, con la intención de abrumarla con el peso de la evidencia; pero al contrario de lo que él pensaba, ella creyó ver abrirse el cielo y cantar los ángeles. La angustia que la sofocaba, el miedo horroroso a comprometer la salvación de su alma con un perjurio, todo desapareció de golpe. Cayó de rodillas, tendió la mano hacia la cruz labrada que palpitaba sobre el pecho del cardenal.

— Por la salvación de mi alma, por la memoria de mi madre, juro que nunca he visto este frasco. ¡Que Dios sea mi testigo!

No sabía muy bien a qué debía aquel milagro, porque ciertamente milagro era: el frasco que brillaba ante sus ojos era de grueso vidrio azul, mientras que el de César era verde oscuro con una pequeña cuadrícula plateada. Tal vez aquello explicaba por qué le hablaban de Saint-Germain cuando su escondite estaba en el Louvre. Pero entonces, ¿de dónde venía aquel objeto?

Sorprendido por el arrebato de la joven, el cardenal se resistió sin embargo a darse por vencido.

— ¿El duque César nunca os ha dado esto? ¡Juradlo también!

— ¡Por lo más sagrado, monseñor! ¡Por el amor que profeso a su hijo!

Pensativo, Richelieu volvió a dejar en la mesa el minúsculo frasquito. Era imposible no creer en la sinceridad de la joven, porque si alguna mirada había sido en alguna ocasión sincera y transparente, sin duda era la suya. Por otra parte, dado su conocimiento del alma humana, tenía que reconocer que le había costado mucho creerla culpable. Si ella hubiese querido realmente envenenarlo, no le habían faltado ocasiones de hacerlo.

— ¿Se han atrevido a engañarme? -murmuró, pensando en voz alta.

— Quien quiere perder a alguien, se atreve a todo, monseñor -dijo Sylvie en voz baja-. Ignoro si es cierta la acusación contra el duque César, pero quizás era normal que se pensase en mí, que le estoy obligada, para reforzar la acusación. Los señores de Vendôme…

— ¡No pronunciéis ese nombre en mi presencia! -rugió él-. Habéis salvado vuestra cabeza, pequeña, pero la de ellos sigue en peligro…

— ¿Todavía? -preguntó Sylvie sin poder contenerse, sintiendo que su angustia volvía-. Pero están en Inglaterra.

— El padre está en Inglaterra, los hijos han vuelto y el rey les ha exiliado en sus dominios, en consideración a los servicios prestados en Arras. Podéis estar segura de que en Vendôme, en Chenonceau o en Anet, no pierden el tiempo… -Arrastrado por la cólera y olvidando a su joven visitante, añadió-: Conspiran, lo sé, ¡y muy pronto tendré en mis manos la prueba! Conspiran con Monsieur le Grand, que sólo es tan grande porque yo lo he querido, pero que no lo será por mucho tiempo; conspiran con Monsieur, el eterno conspirador, con la reina… ¡y también con España!

— ¿Beaufort con España? ¡Es imposible! ¡La combate con demasiado ardor! En cuanto al señor de Cinq-Mars…

— ¡Quiere casarse con una princesa y yo me opongo! Quiere mi puesto, ¡y, por supuesto, yo me opongo! Pero ¿qué hago discutiendo estas cosas con una mocosa?

Debía de ser también la opinión de quienes estaban reunidos en el patio, porque un oficial hizo una tímida aparición:

— Monseñor… Sin duda no olvidáis que el tiempo pasa y que…

La mirada relampagueante se apagó, y volvió la tos.

— ¡Sí, tenéis razón!… ¿Mademoiselle de Chémerault aún espera?

— Por supuesto…

— ¡Hacedla venir!

Una bocanada de perfume ambarino entró con ella en la estancia e hizo estornudar a Sylvie, que detestaba ese olor casi tanto como a su propietaria. Elegante según su costumbre, la doncella de honor de la reina mostraba una impresionante sinfonía de pieles y terciopelos rojos. El cardenal no le dio tiempo a finalizar su reverencia.

— He averiguado lo que deseaba saber. Tal como hemos convenido, llevaréis a Mademoiselle de Valaines de vuelta a la Visitation Sainte-Marie en el coche que os espera. Al salir, diréis a Le Doyen que venga a verme antes de regresar a la Bastilla. -Luego se volvió hacia Sylvie, cuyo placer por la vuelta a la Visitation se veía aminorado por la perspectiva de hacer el camino en la compañía de Chémerault-. ¡Adiós, Mademoiselle de Valaines! Antes de dejaros, aceptad un consejo: tomad el velo en la Visitation. Solamente en ese lugar encontraréis la paz.

— No tengo vocación, monseñor.

— No seréis la primera en esa situación y, si Dios os ama, os dará una señal.

— Entonces, esperaré la señal.

Sabía que un deseo del todopoderoso ministro equivalía a una orden, y que al responder así le desafiaba, pero Dios la había liberado de la mentira y no quería caer de nuevo en ella. Su mirada, siempre tan límpida, se cruzó con la aún tormentosa del cardenal bajo la maraña gris de sus cejas, pero él depuso su cólera y se limitó a un encogimiento de hombros.

— Permaneceréis allí hasta que os autorice a salir. ¿Me lo prometéis?

— Sí, lo prometo. ¡Que Dios guarde a Vuestra Eminencia!

— Vaya, he aquí un deseo que no escucho con frecuencia…

En la carroza, impregnada del olor a ámbar, las dos mujeres guardaron silencio. Sylvie, que tenía prisa por llegar, veía desfilar las casas. En cuanto a su acompañante, había cerrado los ojos desde la partida. Sin embargo, cuando pasaron sin detenerse ante la capilla del convento, [13] Sylvie protestó:

— ¿Por qué continuamos? Su Eminencia ha ordenado que me lleven de vuelta al convento.

Desde el fondo de sus pieles, la Bella Bribona abrió sus grandes ojos con una expresión de fastidio.

— No hay prisa. Quería ir a dar un abrazo a mi hermano, que se va a la guerra dentro de una hora. En mi programa no estaba previsto ocuparme de vos. ¿Tanta prisa tenéis por perderme de vista?

— Nunca hemos sido amigas y no entiendo por qué deseáis que esté yo presente en un momento de emoción íntima. Sería preferible dejarme aquí…

— No, no es tan sencillo, porque debo dar unas instrucciones bastante largas a la madre Marguerite, y correría el riesgo de no ver a mi hermano. No tardaré mucho tiempo, y lo importante es que estéis en la Visitation antes de la cena.

— Como queráis.

Así pues, cruzaron la muralla de París. Después de la gran abadía de Saint-Antoine, se internaron en el bosque cerrado como una enorme mano verde en torno al castillo de Vincennes, con sus torres cuadrangulares, su gigantesco torreón y todo su aparejo bélico, apenas corregido por el esbelto campanario de su Sainte-Chapelle, hermana casi gemela de la maravilla de que se enorgullecía el palacio de la Cité de París. La carroza bordeó los fosos del castillo, y Mademoiselle de Chémerault dejó escapar una risita.

— Se comprende que el duque César haya optado por poner el mar entre su persona y este torreón. Aquí languideció cinco largos años, y su hermano, el Gran Prior de Malta, murió al cabo de dos años en extrañas circunstancias. Por lo demás, es la única cosa inteligente que ha hecho.

— ¿Qué queréis decir?

— Que es ridículo que César haya querido envenenar al cardenal en estos últimos tiempos. Hace cuatro o cinco años sí, pero ¿ahora? Al cabo de seis meses Richelieu habrá muerto. Tal vez antes, incluso.

— Creía que lo amabais. Es cierto que su estado de salud no es bueno, pero no me parece propio de un moribundo lanzarse por los caminos de Francia hasta los confines del reino.

— No por los caminos, sino por los ríos. Su litera descenderá hasta Lyon, y desde allí hasta Tarascón, siguiendo el curso de los ríos. Ya no soporta siquiera el paso de las muías, y cuando lo desembarcan, su litera es transportada a hombros.

— ¿Ese enorme armatoste? Pero no puede pasar por todas partes.

— Los obstáculos se derriban, incluso si se trata de la muralla de una ciudad. Ya ha sucedido, e incluso en esas condiciones el cardenal padece mil muertes a cada movimiento. Pero es un hombre de hierro, y el orgullo le sirve de sostén. Por eso lo he admirado siempre.

— Es bien sabido. ¿Qué haréis cuando ya no esté? ¿Encontraréis a alguna otra persona a la que… admirar?

— No creo que eso os importe.

El viaje continuó por un camino más practicable de lo que cabía esperar, sobre todo con aquel tiempo tan frío. La campiña era bella, ondulada, cuidada incluso en las cercanías del bosque, que era el menos peligroso de los alrededores de París gracias a la presencia de la nutrida guarnición de Vincennes. Grandes propiedades se repartían la mayor parte de los pueblos de los alrededores: Conflans, Charenton, Saint-Mandé -que pertenecía a los Bérulle-, Nogent, la poderosa abadía de Saint-Maur, Créteil y Saint-Maurice.

Sylvie encontró algo largo el camino y preguntó:

— Pero ¿adónde vamos?

— A Nogent -respondió su acompañante con un dejo de impaciencia.

Empezaba a hacerse de noche y cada vez se cruzaban con menos coches o gente a caballo pero, unos minutos después de la pregunta de Sylvie, cruzaron la verja de entrada de una gran propiedad cuyos jardines, prados y huertos descendían hasta las orillas de un río, el Sena, aunque Sylvie lo ignoraba en aquel momento.

Al final de una larga avenida flanqueada por dos hileras de árboles, apareció una bella mansión que databa probablemente del siglo anterior. Cosa extraña, no se veía ninguna luz a pesar de la hora crepuscular, ni ningún preparativo de marcha. Tampoco el ruido del coche atrajo a ningún servidor.

— Se diría que vuestro hermano no os ha esperado -observó Sylvie-. Aquí no hay nadie…

Françoise de Chémerault consideraba la situación con aire perplejo.

— Es extraño, en efecto. Sin embargo, la nota que he recibido era muy clara.

Al ver que nadie se movía en el interior de la carroza, el cochero se acercó a la portezuela.

— ¿Me he equivocado de lugar, señorita?

— No. Es aquí. Sin embargo, no veo ninguna luz.

— Hay una, señorita, en el primer piso. La he visto desde lo alto del pescante.

— Voy a ver. En fin -añadió de mal humor-, ¡no puede decirse que enciendan luminarias en mi honor! ¿Venís conmigo? -preguntó a Sylvie, que se permitió una sonrisa.

— Se diría que tenéis miedo.

La Chémerault se encogió de hombros y exclamó:

— ¡Eso es ridículo! Nunca tengo miedo de nada…

Sin embargo, sus manos temblaban al recoger las pieles que le molestaban para apearse del coche.

— Yo tampoco -dijo Sylvie-. Os acompaño.

En el cielo gris subsistía aún un resto de luz diurna que les permitió dirigirse a la casa, en la que debían de haber preparado una cena, porque un agradable aroma de pan caliente, caramelo y asado de ave emanaba del interior. También había una mesa preparada en una salita de la parte trasera, desde la cual, a través de dos altos ventanales, se divisaba al fondo el río, ya casi oculto detrás de una cortina de niebla. Un candelabro de plata provisto de velas encendidas prestaba bellos reflejos a la vajilla de plata dorada y a las copas de cristal tallado.

— No sé si vuestro hermano parte a la guerra -dijo Sylvie-, pero si esta mesa os esperaba a los dos, tiene menos prisa de la que habéis dicho. ¿Se trata realmente de vuestro hermano? Esto parece más bien una cena galante.

— ¡Dejad de decir tonterías! -gruñó la Chémerault-. De todas maneras, ya de poco sirve el disimulo… ¡Oh, Dios mío!

Al rodear la mesa para colocar en su lugar una flor caída sobre el mantel, acababa de tropezar con un cuerpo tendido en medio de un charco de sangre. Había un hombre allí, con los ojos cerrados y una herida aún sangrante en el pecho. Al inclinarse, Sylvie lo reconoció con horror: era Laffemas. Entonces comprendió todo, y al incorporarse su mirada se cruzó con la de Chémerault, llena de furia y decepción.

— El muy imbécil se ha hecho asesinar -murmuró ésta.

Luego reaccionó de una manera inusitada: dio un brutal empujón a Sylvie, que al caer hacia atrás se golpeó la cabeza contra la pata de una silla, y estuvo aturdida durante unos instantes. Fue suficiente para que su acompañante huyera a la carrera del lugar del crimen, cerrara con llave la puerta a sus espaldas y llegara al coche. Cuando Sylvie se puso en pie, un poco vacilante, oyó alejarse la carroza, abandonándola sola con un cadáver. Que fuera el de su peor enemigo no le ofrecía demasiado consuelo y, temblorosa, se dejó caer en un sofá para intentar poner en orden sus ideas, entre las cuales destacaba una evidencia: la Chémerault la había arrastrado a una trampa innoble. Quería entregarla a Laffemas, y no era difícil imaginar por qué en aquella mesa sólo había dos cubiertos. Al pensar en lo que habría sucedido después, Sylvie sintió que el corazón se le paraba y su boca se llenó de un regusto amargo que la mareó. En la mesa había un frasco de vino. Vertió un poco en una copa y, al beberlo, creyó reconocer su aroma: era el mismo vino de España que bebía en otro tiempo en el palacio del cardenal. ¿Tal vez éste se lo ofrecía a su verdugo preferido?

En cualquier caso, se sintió mejor y empezó a tomar conciencia de lo peligroso de su situación. Era cierto que nada tenía ya que temer de Laffemas, salvo el ser acusada de su muerte. ¿Quién podía asegurarle que la detestable Chémerault no estaba en camino para alertar a las primeras autoridades que encontrara, tal vez en el mismo castillo de Vincennes? Si la encontraban junto al cadáver, le costaría mucho probar su inocencia. Era preciso salir de allí, ¡y lo más aprisa posible!

Mientras reflexionaba, una llave giró en la cerradura, la puerta se abrió y apareció un personaje tan extraño que Sylvie dio un grito de espanto.

— No temáis nada, mademoiselle -dijo una voz agrá-dable e incluso cultivada-. Llevo una máscara, y os pido permiso para conservarla puesta…

En efecto, bajo un sombrero negro de ala ancha aparecía una cara abotargada con una nariz larga e hinchada y rasgos grotescos, rojizos a la luz de las velas.

— ¿Quién sois? -preguntó ella con un hilo de voz, no del todo tranquilizada.

— Me llaman capitán Courage. Y vos, ¿quién sois y qué hacéis aquí?

— Me llamo Sylvie de Valaines y he sido traída a este lugar con engaños, para ser entregada a ese hombre. Juro sin embargo que no lo he matado.

— Lo sé muy bien, porque he sido yo quien le ha dado muerte. No ignoro quién sois, y ha sido una suerte que, al oír llegar el coche, me haya escondido para ver quién venía. ¡No nos entretengamos! Este lugar es peligroso, tanto para vos como para mí.

Arrastrada por él, Sylvie volvió a cruzar la casa a la carrera. Ya en la escalinata de la entrada, el «capitán» silbó enérgicamente con dos dedos en la boca, y un caballo ensillado salió de la oscuridad.

— ¡Es Sultán! -explicó el extraño personaje-. Como veis, me obedece a la voz y al gesto, y más aún…

Mientras ayudaba a Sylvie a montar, silbó de nuevo, tres veces en esta ocasión, y aparecieron varios jinetes, todos enmascarados. El les preguntó:

— ¿Dónde están los guardias del teniente civil?

— Atados, amordazados y dispersos por el bosque. El primero que vaya a buscar champiñones los encontrará. Esperemos que no hiele esta noche, porque se estropearía la cosecha -respondió una voz burlona.

— Dime, capitán, ¿ésa es el botín? -preguntó un hombre señalando a Sylvie.

— Un poco de respeto. Aquí no se roba nada. Una cucharilla que hubiera pertenecido al verdugo del cardenal nos traería mala suerte.

— ¿Has vengado a Semiramis?

— ¡Sí, y ahora nos volvemos! Cada cual por su lado, como de costumbre. Yo voy a devolver a esta muchacha a su casa. ¡Dispersaos!

Los jinetes desaparecieron de forma tan repentina como habían aparecido. El capitán Courage montó a caballo.

— Sujetaos bien -aconsejó-. ¡Me gusta ir deprisa!

— ¿Adonde pensáis llevarme? Tendría que volver a la Visitation.

— Ya no hay necesidad de monjas. ¡Os llevo a vuestra casa!

— ¿A mi casa? Pero…

— A casa del señor de Raguenel, si lo preferís. ¡Ahora, chitón! No conviene llamar la atención gritando como si estuviéramos sordos. ¡Y ya os he dicho que os sujetéis!

Tanto para no caer como para tener algo más de calor, porque la noche se anunciaba glacial, Sylvie se apretó contra la espalda de su acompañante, lo bastante para constatar que de aquel ladrón -¡porque era un ladrón, a fin de cuentas!- emanaba un perfume de verbena. Un signo de interrogación suplementario, añadido a los que se acumulaban ya en la mente de la joven. En todo caso, aquella experiencia le aportó una enseñanza más: aprendió que era posible entrar en París con todas las puertas cerradas. En efecto, mucho antes de que estuviera a la vista la puerta de Saint-Antoine, giraron hacia el este hasta llegar a un viejo albergue situado en las afueras de un pueblo. Allí, el hombre ayudó a apearse a Sylvie, llevó los caballos a la cuadra y la condujo a una bodega en la que, detrás de un montón de leña, se abría un túnel por el que recorrieron una buena distancia antes de subir por la escalera de otro albergue; al salir se encontraron al pie mismo de la muralla, pero por la parte interior. Era la primera vez que Sylvie veía las antiguas murallas de tan cerca. Estaban muy necesitadas de un revoco, por más que habían sido objeto de una reparación bastante considerable en 1636, cuando se temía ver aparecer a los soldados del cardenal-infante ante la capital de su cuñado.

— ¿Conoce este camino mucha gente? -preguntó Sylvie.

— Algunos. Los que lo necesitan. Hay más subterráneos, pero éste es el mejor porque está cerca del recinto del Temple, donde no entra quien quiere. También es el más cómodo para mí…

Unos instantes más tarde, en efecto, se encontraron en un dédalo de calles y callejuelas de casas en estado más o menos ruinoso. Pero el recorrido fue corto: tras caminar unos minutos vieron perfilarse en el cielo oscuro las torres de la Bastilla y se detuvieron ante la pequeña vivienda de la Rue des Tournelles que Sylvie conocía tan bien y que tanto había añorado.

Cuando sonó la campanilla, acudió a abrir un muchacho desconocido, provisto de una linterna que paseó por sus rostros antes de dejarlos plantados con una exclamación de alegría, para correr hacia la casa.

— ¡Señor caballero! -gritó desde el vestíbulo-. ¡Es Mademoiselle de Valaines con el capitán Courage!

El anuncio hizo que el vestíbulo se llenara de inmediato: Perceval bajó presuroso la escalera del primer piso, Nicole llegó de la cocina y Corentin de la leñera cargado con un enorme cesto lleno de leños que dejó caer al suelo cuando ya el caballero abrazaba a su ahijada.

— ¿Dónde la habéis encontrado, amigo mío? -exclamó.

— En Nogent, en la casa de Laffemas. No os inquietéis, que nada le ha pasado; os lo contaré todo en un lugar menos propicio a las corrientes de aire. Pero dime -añadió volviéndose a Pierrot, que le miraba con una sonrisa feliz-, ¿quién te ha dicho el nombre de esta señorita?

— Hace mucho tiempo que la conozco. Desde el día en que ajusticiaron a mi padre. Ella impidió que Laffemas me aplastara bajo los cascos de su caballo. En aquel momento se llamaba Mademoiselle de l'Isle. ¡Oh, no la he olvidado nunca! Fue por ella por quien quise venir a servir aquí. Vos lo sabéis bien, porque os lo expliqué cuando dejé la banda…

Aún incrédula, Sylvie miraba a aquel muchacho intentando relacionarlo con la imagen trágica que acababa de evocar: un niño que había suplicado por la vida de su padre, al que iban a aplicar la rueda, y que Laffemas había tirado sobre el barro helado e iba a pisotear cuando ella se lanzó a socorrerlo.

— ¿De modo que eras tú? -dijo por fin con una sonrisa-. Y te encuentro en casa de mi padrino. ¿Te acuerdas de que también me robaste la bolsa?

— ¡Tenía que vivir! Tampoco estaba muy repleta, por otra parte.

El capitán Courage soltó una carcajada.

— Este pillo tenía ya dedos muy hábiles. Le eché de menos cuando nos dejó, pero era por una buena causa.

— Pero ¿tú eres un robabolsas? -rugió Nicole Hardouin, y empezó a buscar algún utensilio para golpearle.

Pierrot dio un salto y le sujetó el brazo.

— Vamos, señora Nicole, ¿os ha faltado nunca por culpa mía un céntimo, o siquiera un terrón de azúcar? No pido otra cosa que seguir trabajando para vos… ¡porque os quiero mucho! -Y plantó dos sonoros besos en aquellas mejillas rojas de cólera, que muy pronto enmarcaron una amplia sonrisa.

— No. Siempre he creído que eras un buen muchacho… y espero seguirlo creyendo mucho tiempo. Porque… ¡ojo, si no!

— Nicole -dijo Perceval-, sírvenos vino caliente con especias y algo para comer. Sylvie está aterida, y nosotros la tenemos aquí aturdida con nuestra charla.

Se reunieron en la cocina. Allí se estaba más caliente que en ninguna otra parte, y en un santiamén Nicole dispuso en la mesa una empanada de anguila, pollo frío, queso, mazapanes, confituras y frascos de vino, alrededor de todo lo cual se sentaron juntos amos, truhán y criados, unidos por una mutua estima muy parecida a la amistad. Sylvie, cuya curiosidad había excitado la máscara grotesca del capitán, le vio quitársela por fin y descubrir así un rostro enérgico y joven que habría podido ser el de un mosquetero y que, de golpe, hizo cambiar el objeto de su curiosidad. Privado de su careta de feria, aquel hombre, con su negro bigote fino y la perilla de su mentón, no habría desentonado en compañía de gentiles-hombres. Sus ojos oscuros, vivos y alegres parecieron gozar con su sorpresa.

— No os equivoquéis, señorita, no soy persona de noble cuna. Provengo de una familia de leguleyos de provincias, gente prudente, austera, convencional, temerosa de Dios, del diablo, del cardenal y del rey. Lo que no impidió que fueran pasados a cuchillo en ocasión de una revuelta campesina con la que nada tenían que ver. El verdugo del cardenal acudió a vigilar las ejecuciones.

— ¿Fue él quien mató a vuestros padres?

— No, ya estaban muertos antes. A quien mató, de la manera que todos sabemos -dijo paseando por la mesa una mirada circular-, fue a mi amante: una bonita muchacha de Bohemia llamada Semiramis. Por ella me hice ladrón, aunque no os oculto que ya antes tenía una asombrosa disposición. Yo la adoraba y ella me amaba. Pero no lo bastante para hacerme caso y renunciar a unas costumbres independientes y algo locas… que le costaron la vida. Todos aquí excepto vos, mademoiselle, saben que juré matar a Laffemas. Por dos veces erré el golpe, y entonces cambié de táctica y me dediqué a hacerle morir de miedo utilizando toda clase de medios que le obligaban a estar vigilante día y noche pero no impedían mis mensajes amenazadores, enviados mediante una flecha que él ignoraba desde dónde era lanzada. Por Pierrot, que me abrió la puerta una noche, conocí a Monsieur de Raguenel. Por él, precisamente, supe quién era el asesino de Semiramis. Luego hicimos una especie de pacto, y desde que tuvimos conocimiento de que os encontrabais aquí, redoblamos la vigilancia. Como disponemos de muchos amigos, descubrimos la casa de Nogent, y cuando os supimos en la Bastilla, decidimos que era preciso acabar de una vez por todas con el teniente civil. En prisión estabais demasiado expuesta a sus… fantasías.

— Pero ¿cómo estabais informados de que me llevarían allí esta noche?

Courage mostró las palmas de sus manos, bellas y fuertes, con un gesto de impotencia.

— Lo ignorábamos. Encontraros allí ha sido una sorpresa propiciada por una serie de circunstancias fortuitas. Desde hace unos días Laffemas, siempre protegido por sus esbirros, se había instalado en el campo. Sin duda quería aparentar no tener nada que ver en vuestro arresto. Y además parecía esperar algo… -Interrumpió su relato para beber un largo trago de vino, se secó el bigote y prosiguió-: Uno de mis hombres había conseguido ser contratado por él como pinche de cocina, y siempre tenía a gente mía rondando por los alrededores…

— ¿Con este frío? -se extrañó Sylvie.

— Estamos acostumbrados a toda clase de tiempo, señorita, más incluso que los soldados. En el mundo en que vivo, la miseria da resistencia a los hombres que no destruye. Hace dos días, el teniente civil recibió la visita de una hermosa dama. La que os acompañaba esta noche.

— ¿La Chémerault?

— La misma. ¡Tenían el aspecto de ser los mejores amigos del mundo, los dos!

— Ella carece de fortuna -intervino Perceval-, y él es rico. Sin duda le paga.

— Es verdad que ella exhibe unos atuendos muy lujosos. Por supuesto, mi marmitón no pudo escuchar su conversación, que tuvo lugar en un gabinete cerrado, pero cuando la dama salió, cogió al vuelo algunas palabras. Ella decía: «La enviará seguramente a la Visitation y yo cuidaré de que me adjudique el encargo. No tendré más que traérosla. Por lo demás, el cardenal parte de París pasado mañana. Tendréis el campo libre…» Yo no sabía si estaban hablando de vos, pero por si acaso vigilamos las idas y venidas de la Chémerault. Ayer no se movió, pero esta tarde fue al Palais-Cardinal y yo pensé que era inútil esperar más. Con el grueso de mi banda asaltamos la casa de Nogent, matamos o inmovilizamos a los guardias; finalmente me encontré frente a ese monstruo y le acorralé en el saloncito donde había hecho servir la cena galante que os reservaba, señorita. Cuando me vio, se derritió con mis insultos. Suplicaba clemencia y se arrastraba de un modo inmundo. Le atravesé con mi espada. Luego subí a la habitación del miserable para registrar sus papeles y, ¿quién sabe?, devolver la esperanza o la libertad a algún desgraciado. Estaba absorto en ese trabajo cuando oí llegar un coche. De él se apeó la Chémerault con otra mujer que no pude reconocer. No me moví, a la espera de lo que sucediera, cuando la Chémerault volvió a salir corriendo. Saltó al interior del coche y gritó al cochero que fuera al galope al castillo de Vincennes. Entonces comprendí que la muy zorra quería echar la culpa de mi justicia a otra persona… y fui a buscaros. El resto ya lo conocéis.

— Nunca os estaré lo bastante agradecida -dijo Sylvie con lágrimas en los ojos-. No solamente me habéis salvado la vida; gracias a vos, ahora soy libre, ¡enteramente libre, puesto que Laffemas ha muerto! ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo podré corresponderos?

El capitán le ofreció su curiosa sonrisa ladeada.

— Proporcionándome una muerte rápida, con veneno o cuchillo, cuando tiendan en la rueda al ladrón y asesino que soy. Creo que es la única forma de morir que temo verdaderamente, porque le sustrae a uno toda su dignidad.

Se levantaba ya, pero Perceval fue más rápido y tomó las manos del joven.

— Si ese horrible día llegara, será porque antes habrán fracasado mis esfuerzos por salvaros, y en todo caso seré yo quien me ocupe de proporcionaros la liberación que deseáis. Mientras tanto, no olvidéis que contáis aquí con amigos a los que podéis pedir cualquier favor. Seremos vuestro refugio y sostén en cualquier circunstancia.

— ¿Olvidáis que soy el príncipe de los ladrones?

— Eso es asunto vuestro. Prefiero a un ladrón dotado de vuestra generosidad que a un buen cristiano como Laffemas.

— Os doy las gracias. Ahora os dejo, y os aviso de que no volveré. Soy una persona demasiado comprometedora, y ya habéis tenido demasiado que sufrir en los últimos tiempos. Sin embargo, cuando penséis en mí, intentad acordaros únicamente de mi verdadero rostro y de mi nombre: me llamo Alain.

— ¿Alain de qué? -preguntó Sylvie.

El joven se ruborizó y dijo:

— Gracias, pero ya os he dicho que no tengo derecho a la partícula.

— ¡Lástima! -exclamó ella con una sonrisa-. ¡Tenéis todas las cualidades de un caballero, capitán Courage!

— En tal caso, perdonadme que no diga más. La profesión que he elegido me ordena olvidar, yo el primero, un nombre que debe permanecer sin mancha. Adiós, amigos míos…

Fue a recoger su capa, pero una vez más Perceval le retuvo.

— ¿Por qué adiós? ¿Por qué no volver? Concibo que el capitán Courage no desee aventurarse aquí; pero nadie conoce el rostro de Alain.

— Es difícil salirse del mundo que he elegido. Debo seguir en él, pero no perderé de vista esta casa. ¡Dios quiera preservarla en adelante!

Sintiendo que la emoción le embargaba, precipitó su marcha y Perceval hubo de correr a acompañarle a la puerta. Cuando volvió, Nicole estaba recogiendo la mesa con la ayuda de Sylvie, y Corentin, de pie junto a la chimenea, daba chupadas a la pipa que acababa de encender y miraba las llamas con aire abstraído.

— Le pasa algo raro -comentó Nicole-. Está embobado…

— ¿Ocurre algo, Corentin? -preguntó Raguenel.

— Sé quién es. Nos ha mentido cuando ha hablado de leguleyos de provincias. Es un bretón y debería llevar un antiguo nombre. Es verdad que sus padres fueron asesinados, pero le quedan aún parientes próximos a la corte…

Aquellas palabras produjeron un profundo silencio. Todos quedaron inmóviles.

— ¿Cómo lo sabes? -preguntó el caballero.

— ¿Os acordáis de los benedictinos de Jugon, adonde me llevaron los míos hace muchos años?

— Te escapaste de allí. Esas cosas no se olvidan.

— Él también estuvo, y en mis mismas condiciones. Era el pequeño de una familia con varios hijos varones, y le endosaron el hábito igual que si lo metieran en una mazmorra. Estuvo menos tiempo aún que yo, pero no se me ha olvidado su cara. Se llamaba…

— ¡No! -le interrumpió Perceval-. ¡Calla para siempre, incluso ante mí! Ese secreto no te pertenece, y no tienes derecho a revelarlo. En nuestras oraciones será Alain, y punto.

— Perdón -murmuró Corentin con la cabeza gacha-. He estado a punto de cometer una mala acción.

— Lo importante es que no la has cometido -dijo el caballero, y le dio una palmada en la espalda-. ¡Ahora, a la cama! Yo acompañaré a Sylvie a su habitación.

Con una alegría sin sombras, la joven recuperó por fin su bonita alcoba amarilla. Tocó de nuevo los objetos de tocador de plata y el bello espejo veneciano que, claro está, le devolvió una imagen distinta de la de antes, como borrosa por la fatiga y las angustias de los últimos días. Sin embargo, y en ello había un milagro de su juventud, Sylvie tuvo la impresión de que todo lo que había soportado, sufrimientos y vejaciones, desaparecía a medida que se desvestía. Allí, en aquella habitación cálida, al abrigo de la ternura de su padrino, descubrió que en ella lo principal seguía intacto: su vitalidad, su gusto por la vida e incluso por la lucha, y sobre todo su amor por François, a pesar de que él la hubiese rechazado. Ahora que Laffemas había entregado al Creador -¡o más probablemente al señor Satanás!- su fea alma negra, todo estaba bien, todo estaba en orden y la antigua Sylvie de otra época podía renacer.

Esa felicidad duró dos días…

Exactamente hasta la llegada de un Théophraste Renaudot considerablemente agitado, que llegaba para anunciar que Laffemas aún vivía.

— Un mensajero que fue a llevarle una esquela lo encontró por la mañana bañado en sangre, pero respirando aún -explicó a sus consternados amigos-. Recuperó el conocimiento e incluso encontró fuerzas para exigir que se buscara, para atenderle, al famoso Jean-Baptiste Morin de Villeneuve, el astrólogo del rey, del que se dice que cuando se dedica a su antigua profesión de médico, consigue milagros.

— ¿Y se ha repuesto? -preguntó Perceval.

— Está muy lejos de ello. Recibió una estocada en el pecho, tiene fiebre alta e incluso me han contado que delira hasta el punto de que sus allegados han considerado conveniente aislarlo, ya que dice cosas terribles.

— ¿Se sabe quién le atacó?

— Los criados y los guardias, a los que han encontrado en el bosque atados y medio muertos de frío, han hablado de jinetes enmascarados, pero debajo del cuerpo había un papel en el que se leía: «Courage lo ha hecho», lo cual no me extraña lo más mínimo -añadió el gacetista-. Podréis enteraros de todo en la Gazette de mañana.

— ¡No deis demasiados detalles, amigo mío! Por ejemplo, vuestros lectores deben ignorar hasta nueva orden que el capitán Courage, aunque no consiguió dar muerte a Laffemas, salvó la vida de mi ahijada, a la que la Chémerault llevó con engaños a su amigo el teniente civil… -Contó entonces punto por punto la aventura de Sylvie, que le escuchó con lágrimas de rabia.

— ¡Tenéis razón! -asintió Renaudot cuando concluyó el relato-. Es mejor decir lo menos posible. Los lectores serán informados únicamente de que Laffemas ha sido atacado en su casa y gravemente herido. Luego daremos los partes médicos, y eso es todo. ¡Es una suerte que el cardenal se haya ausentado de París para bastante tiempo! Las órdenes que pueda dar sobre este asunto no serán ejecutadas con tanto celo como si estuviera aquí. Primero porque la mayoría de los policías detesta al teniente civil, por no decir que le odian, y después porque todo el mundo sabe que el cardenal no vivirá mucho tiempo. Eso frenará iniciativas que podrían resultar peligrosas…

— En todo caso -exclamó Sylvie, al borde de una crisis nerviosa-, tendré que volver al convento. ¡Se acabó la buena vida que me esperaba en esta casa! ¡Está escrito que ese miserable siempre ha de ganar!

El gacetista posó una mano tranquilizadora sobre las de la joven.

— No hay prisa -dijo-. Ya os he contado que está lejos de haberse restablecido. Quizá nunca lo consiga. Si he comprendido bien, en esta casa estáis por lo menos tan segura como en el convento. Hay gente suficiente para defenderos, y nada puede suplir al afecto. Quedaos aquí, y esperemos el desarrollo de los acontecimientos… Es posible que no os veáis obligada a esconderos de nuevo.

— ¡Ojalá tenga razón! -dijo Sylvie con un suspiro cuando Renaudot los dejó después de declarar que, pensándolo bien, la Gazette esperaría a la semana siguiente para hablar de Laffemas-. ¡Yo soñaba con vivir a vuestro lado en esta casa tan querida, y dedicarme a vos como debe hacerlo con su padre una hija amante!

— No hay que prejuzgar el futuro, mi pequeña Sylvie. Yo espero para ti uno mucho más brillante. ¿Has olvidado a tu amigo Jean?

— ¿Cómo olvidar a una persona tan encantadora? Y a propósito, ¿dónde está ahora? Me gustaría verle.

— En estos momentos ya debe de haberse reunido con el rey en algún lugar entre Lyon y Perpiñán.

— ¡Oh! ¿Ya se ha marchado? -Había en su voz un pesar que hizo sonreír a Perceval.

— Sí, pero no para batirse con el enemigo. Ha ido a exigir al rey que haga salir de la Bastilla a la futura duquesa de Fontsomme…

Sylvie se ruborizó.

— Pero yo no recuerdo haber aceptado…

— No. Por supuesto que no, y podrás decir más tarde que recoges tu palabra, ¡pero piensa en el peso que te daría un título tan grande! Laffemas ya sólo podría mirarte de lejos, y arriesgaría la cabeza si se atreviera a acercarse a ti con malas intenciones. Además, querida niña, creo que ningún hombre te amará nunca tanto como él. Se ha entregado por completo y no pide nada…

— Más que mi mano y mi persona.

— Déjame terminar la frase: nada más que lo que tú quieras concederle. No ignora nada de lo que has sufrido.

Nada, ¿me entiendes? Como ya te he dicho, se lo conté todo.

— ¿Y quiere hacer de mi una duquesa? Es una locura. Nunca sabré…

Perceval se echó a reír.

— No se necesita ningún conocimiento especial, y tú has estado junto a la reina. Estoy seguro de que se sentiría muy feliz de recuperar a su «gatita», ahora con una corona de ocho florones en la cabeza…

¡La reina! Hacía mucho tiempo que Sylvie no se acordaba de ella. Tal vez porque estaba convencida de que, dedicado a Madame de Montbazon, François había dejado de amarla.

— Hace mucho tiempo que no la veo. ¿Cómo está ahora?

— ¿Quién? ¿La reina? Personalmente la encuentro más bella que nunca. Su doble maternidad le ha proporcionado una plenitud que va más allá de lo imaginable. La verdad…

— ¿Intentáis decirme que él sigue amándola a pesar de su… relación?

— ¡No pongas esa cara de enfurruñada, Sylvie! Sí, creo que sigue amándola.

— ¿Le habéis visto, entonces?

— Sí. Antes de marchar a reunirse con su padre vino a hacerme algunas recomendaciones… ¡Sylvie! Ya es hora de que mires las cosas de frente. Sé muy bien que le amas todavía, pero ya no eres una niña pequeña y tienes que saber que nunca te pertenecerá. Así pues, no eches a perder tu vida por un sueño.

— ¡Un sueño!… Precisamente, hay noches en las que sueño que estamos juntos, que es enteramente mío y que estamos solos en un lugar magnífico que conozco bien: ¡en Belle-Isle! Desde que me fui de allí, algo me dice que un día le esperaré en ese lugar, y que él vendrá…

— ¡Sylvie, Sylvie!… No es raro que en los sueños nos parezca que se realizan las cosas que deseamos con más ardor. ¡Pero yo quiero verte feliz!

— Sin él, es difícil.

— Pero no imposible. Piensa que algún día yo ya no estaré, y que mi sueño es dejarte en unas manos leales y cariñosas. Si no es así, ¡el paraíso más bello será un infierno!

Sylvie se puso de pie, se acercó por detrás a Perceval, pasó los brazos alrededor de su cuello y apoyó su mejilla en la de él. Su expresión era tan infeliz que ella se avergonzó de su intransigencia. Sobre todo porque le parecía que él tenía razón.

— Os prometo reflexionar, padrino. En todo caso, puedo al menos deciros esto: un día me impusieron un esposo abominable. En el momento en que me ponía por la fuerza un anillo en el dedo, fue en Jean en quien pensé. ¡No en François! De modo que os hago una promesa: si está escrito en las estrellas que debo casarme, nunca me casaré con un hombre que no sea él.

Perceval se alegró un poco, y los dos permanecieron largo rato abrazados, sintiendo el calor de un cariño reafirmado.

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