Al día siguiente, domingo, a las cinco de la mañana, una modesta pareja de jóvenes burgueses ocupaba su plaza en la diligencia de Rennes, que en sólo una semana iba a conducirles hasta su destino. En el esposo, vestido de un paño gris con cuello vuelto de holanda blanca, calzado con pesados zapatos de hebilla y tocado con un redondo sombrero negro, nadie habría reconocido a Pierre de Ganseville, el elegante escudero del duque de Beaufort. No se sentía muy cómodo: echaba de menos su espada, pero había sido necesario guardarla en el cofre que habían colocado en la parte trasera del coche.
Esa clase de detalles no preocupaban a su compañera: apenas existía diferencia entre la forma de vestir de una burguesa y la de una camarera al servicio de la corte. La cofia almidonada y el vestido gris con cuello y mangas adornados de encaje eran su atuendo habitual, y lo completaba con una amplia capa negra con capuchón que la envolvía por completo. Jeannette se sentía menos triste: el día era bueno, y el viaje -aunque no conociera el lugar al que se dirigían- le gustaba, sobre todo porque no tendría que soportar mucho tiempo el traqueteo de aquel carruaje público y, por tanto, incómodo y maloliente: en Vitré lo dejarían con cualquier pretexto, así como el disfraz de Ganseville, y alquilarían caballos de posta que, por Châteaubriant, les llevarían hasta Piriac, donde embarcarían. Lo importante era salir de París burlando la vigilancia que esperaba Beaufort por parte del teniente civil. Laffemas no debía de ignorar a esas alturas lo que había ocurrido en La Ferrière, y Raguenel le había dicho que algunas personas de aspecto sospechoso rondaban su casa desde que había regresado a ella. De modo que, la víspera de la partida, François se había llevado a Jeannette al hôtel de Vendôme, donde se encontraba su lugar natural, porque vivía en ella desde que Sylvie había sido adoptada por la duquesa.
Al pensar en su amo, Ganseville se sentía melancólico, ya que mientras él iba entre sacudidas por caminos mal pavimentados con gruesos adoquines y llenos de baches, Beaufort, escoltado por Brillet y dos lacayos, galopaba por la ruta de Flandes con la perspectiva de la fiebre de las batallas, el tronar de los cañones, el crepitar de las descargas de fusilería, el redoble de los tambores, la gloria tal vez… ¡La vida, en una palabra! Su único consuelo era que aquel viaje anodino representaba una misión de extrema confianza relacionada con el secreto que tenía el honor de compartir con el amo al que quería.
El viaje transcurrió con toda normalidad, en compañía de personas que no incitaban a la conversación: un sacerdote que rezaba todo el rato, una viuda que lloraba todo el rato también, y una pareja de ancianos que, cuando no cuchicheaban entre risitas, dormían concienzudamente. A pesar de ello, al llegar a Vitré, Ganseville tenía hormigueo en las piernas y Jeannette se moría de impaciencia. Pero en aquella antigua villa, que conservaba su imponente aspecto feudal, les bastó una corta estancia en el hôtel Du Plessis, cuyos dueños eran viejos amigos de los Vendôme, para que Pierre recuperase su aspecto habitual. Entonces fue Jeannette quien perdió el suyo y se convirtió en un esbelto jinete -su joven ama había hecho que la enseñaran a montar para que pudiera seguirla en sus galopadas a través de los bosques, en Anet o Chenonceau-. Se montó en la silla con un aplomo que complació a su compañero, un poco inquieto al principio sobre el ritmo que iba a imponerle la presencia de una mujer.
— ¿Vais a decirme de una vez adónde vamos? -preguntó la muchacha cuando hicieron la primera parada en Bain-. Durante todo el viaje no habéis despegado los labios. ¡Bonito marido el mío, han debido de pensar las personas que nos acompañaban!
— ¿Habrías preferido que te hiciera la corte? -bromeó Ganseville, y rió.
— ¡Oh, no! No lo toméis a mal, pero ya estoy prometida con un hombre al que no sé qué puede haberle ocurrido -repuso con tristeza-. Desapareció con nuestra señorita, y ni siquiera sabemos si siguen con vida…
— Yo soy como santo Tomás, ¡si no lo veo no lo creo! En cuanto a nuestro destino, es un pequeño puerto de pesca que se llama Piriac.
— ¿Y qué vamos a hacer allí?
— Embarcar para Belle-Isle. Espero que no te marees… Me horrorizan las personas que vomitan.
— ¿Y qué haremos en Belle-Isle?
— Iremos a saludar al señor duque de Retz y a la señora duquesa. Y ahora, no más preguntas. Ya te he dicho bastante.
— Sigo sin enterarme, y me gustaría saber a qué viene tanto misterio…
— Querida mía, cometiste una enorme tontería al instalarte en casa del señor de Raguenel en lugar de quedarte prudentemente con nosotros. Deberías haber sabido que su casa estaría vigilada. A mí me encargaron la misión de hacerte salir de París sin despertar las sospechas de los espías del teniente civil, y eso he hecho…
— Entonces ¿por qué no me contáis algo más? Estamos muy lejos de París…
— Porque el gobernador de Bretaña es el cardenal de Richelieu, que desposeyó al duque César; y allí donde está él instalado, siempre es de temer que haya un espía escondido detrás de cada matojo.
— ¿Y en Belle-Isle no los hay?
— No. Está bastante lejos de la costa y su propietario es Pierre de Gondi, duque de Retz. ¡Y ahora, a caballo! No contestaré a ninguna pregunta hasta que lleguemos allí abajo. ¡Y aun así…!
Esta vez, Jeannette se conformó. Además, la diferencia social existente entre ella, una simple camarera, y un gentilhombre le imponía límites que conocía muy bien. Y el nuevo ritmo del viaje apenas permitía las conversaciones, porque ya no tenían que detenerse hasta llegar al mar, sólo para cambiar de caballos y tomar algún bocado. Después de Bain, por Redon y la Roche-Bernard llegaron al estuario del Vilaine, y desde allí marcharon directamente a Piriac, un pequeño puerto pesquero al que la pobre muchacha llegó rendida: una cosa era seguir a Sylvie en agradables paseos por el campo, y otra saltar de un caballo a otro sin descanso, fuera de día o de noche.
— ¡Nunca podré volver a sentarme! -gimió cuando Ganseville, compadecido al fin de ella, la ayudó a bajar de su montura-. ¡Y quizá ni siquiera a andar!
— Habría tenido que aconsejarte cataplasmas de cera-suspiró él-, pero eso nos habría hecho perder tiempo. Sé lo penoso que resulta esto para ti, y que habrías preferido un coche, pero en Bretaña los caminos son muy malos, y con un caballo se está seguro de salvar todos los obstáculos, ¡y más aprisa!
— Entonces ¿tenemos mucha prisa?
— La tenemos, y esta cabalgata nos ha hecho ganar tres días. Hemos de llegar a Belle-Isle antes que otra persona. Te prometo una sorpresa cuando arribemos…
Ganseville la dejó sentada en una roca y fue a buscar una embarcación y después, mientras esperaban la marea, los dos se dedicaron a reponer fuerzas con una deliciosa sopa de pescado y galleta de alforfón endulzada con miel, todo ello regado con una sidra ligeramente espumosa.
Al caer la tarde, los dos embarcaron en una barca de pesca puesta bajo la advocación de Sainte-Anne-d'Auray. Jeannette, envuelta en una manta que olía a pescado para protegerse de las salpicaduras del oleaje, instaló sus doloridas posaderas en otra manta que doblaron para ella en un rincón de la barca y, por más que aquello no fuera el sumo de la comodidad, se durmió de inmediato. Por suerte, la mar estaba relativamente en calma y su fatiga extrema le evitó los efectos del balanceo. Así pues, de las cuatro leguas que separaban tierra firme de Belle-Isle no vio nada, y tampoco de la pesca a la que se dedicó la tripulación durante el trayecto.
Cuando abrió los ojos, después de que la sacudieran sin demasiados miramientos, la barca franqueaba la bocana de un puerto que, a la luz rosácea de la aurora, le pareció el más hermoso del mundo. Asentado en la desembocadura de uno de esos arroyos marinos por los que asciende la marea, ocupaba el espacio entre una colina cubierta de árboles torcidos por las tormentas y un promontorio rocoso sobre el cual se alzaba una ciudadela de torres bajas y redondas de las que asomaban las bocas negras de los cañones. La villa parecía agruparse detrás de las murallas que la defendían, y al fondo del puerto un puente romano unía las dos orillas y daba acceso a una mansión señorial alargada cuyos jardines ascendían hasta una segunda colina, más alta que la primera. [3] Era una gran casa blanca, muy hermosa, cuyas altas ventanas reflejaban los colores inflamados del sol naciente.
— Estamos en Belle-Isle -comentó Ganseville-, y ese pueblo, el principal de la isla, se llama Le Palais. No es difícil comprender por qué…
— ¿Es allí adónde vamos?
— Exacto. Y encontrarás a personas queridas por las que estás sufriendo.
El escudero tuvo de súbito la impresión de que toda la luz del día que nacía se refugiaba en los ojos azules de la joven.
— ¿Sylvie? ¡Oh, quiero decir Mademoiselle de l'Isle…!
— ¡Chist! ¡Nada de nombres!
Ella quiso echar a correr por la carretera que llevaba a las hileras de altos tamarindos que protegían los jardines de la furia del viento, pero él la retuvo con mano firme.
— ¡Tranquila! No vayas a entrar en esa casa dando voces y llamándola como una loca. Recuerda que si la han traído aquí es por una razón muy grave. La han escondido desde que escapó de una suerte horrible, pero la amenaza no ha desaparecido. De modo que el señor duque ha decidido, de acuerdo con el señor de Gondi, que pasará por muerta hasta que el peligro haya cesado por completo.
— ¡Dios mío! ¿Qué le ha ocurrido? -gimió ella, dispuesta ya a echarse a llorar.
— Ya lo sabrás, pero de momento caminemos. No podemos quedarnos todo el día en medio del camino. Además, veo que vienen a recibirnos.
Dos lacayos con libreas rojas se acercaban a ellos. Ganseville extrajo una carta de su justillo.
— ¡De parte de monseñor el duque de Beaufort para el señor [4] duque de Retz, con sus parabienes!
Los lacayos saludaron; uno de ellos tomó la carta y el otro se hizo cargo del saco de viaje de Jeannette.
— Tened la bondad de seguirme -dijo el primero.
Los dos viajeros fueron llevados ante un mayordomo que les hizo esperar en un gran vestíbulo enlosado en blanco y negro, y les explicó que los duques oían a esa hora una misa matinal en la capilla del palacio y no se les podía molestar.
Esperaron, pues, en un silencio casi monacal que ni el uno ni la otra se atrevían a romper, pero a Jeannette la impaciencia la devoraba: ¿dónde tendrían escondida a la pequeña Sylvie en aquel enorme caserón? En cuanto a Ganseville, acostumbrado a ver abrirse todas las puertas ante su amo, no se sentía especialmente contento de que su mensajero hubiera de esperar como un vulgar pedigüeño.
Finalmente se abrió una puerta y apareció el duque en persona, seguido por su mayordomo. Fue a éste a quien se dirigió en primer lugar:
— Llevad a esta joven ante la señora duquesa, que la espera en sus aposentos. -Y a Ganseville-: ¡Me hace feliz veros de nuevo, joven! Espero que hayáis tenido un buen viaje, y que me traigáis noticias. Venid por aquí. Hablaremos con más tranquilidad en mi gabinete.
A sus treinta y seis años, Pierre de Gondi, segundo duque de Retz, parecía tener diez más: su rostro, alargado y curtido por la intemperie, mostraba un aire de tedio debido a que tres años antes se había visto forzado a retirarse y lo soportaba mal. En efecto, nombrado general de las galeras del rey para suceder a su padre, que había tomado los hábitos a la muerte de su madre -todo ello en el año 1627-, había sido destituido por Richelieu de un mando al que se había dedicado en cuerpo y alma, en beneficio del sobrino de éste, el marqués de Pontcourlay. Desde entonces se había encerrado en su castillo de Belle-Isle para rumiar allí su rencor; huelga añadir que no sentía precisamente afecto por el cardenal-ministro.
Mientras Ganseville le informaba de las últimas noticias de la capital, una joven camarera bretona, vestida con el traje regional, llevaba a Jeannette a la habitación de la duquesa, que desayunaba después de la comunión. Diez años más joven que su marido, del que también era prima hermana, hija del anterior duque de Retz -el título había pasado de la rama mayor a la menor- y hermana de la duquesa de Brissac, Catherine de Gondi habría sido considerada bella si la austeridad de sus costumbres y cierta dosis de avaricia no hubiesen impregnado de una rigidez peculiar sus rasgos finos y delicados. Recibió a Jeannette como se recibe a una criada, es decir que la dejó de pie mientras ella seguía mojando trozos de pan en un tazón de leche, sin dejar por ello de examinar a la recién llegada. Como no esperaba otra cosa, la muchacha no se incomodó, pero no pudo dejar de pensar que también a ella le habría gustado un tazón de leche. La duquesa se limpió la boca con una servilleta bordada y dijo por fin:
— ¿Sois la camarera de la pequeña que nos ha confiado el señor de Beaufort? ¿De dónde procedéis, hija mía?
— De Anet, señora duquesa; allí nací, y allí, muy joven, entré al servicio de Mademoiselle de l'Isle. Después la acompañé a la corte, cuando ella se convirtió en doncella de honor de Su Majestad la reina…
— ¡Se nota! No tenéis un aire rústico. Pues bien, hija mía, sabréis que vuestra ama se encuentra en un estado calamitoso. Según me han contado, fue raptada por un secuaz de Richelieu que había perseguido en otro tiempo a su madre con un amor abominable, y entregada por él a otro compinche, que cedió después sus derechos maritales al primer personaje, el cual usó de ellos de una manera absolutamente deplorable…
El sucinto relato, narrado con un tono indiferente, horrorizó a Jeannette, que exclamó:
— ¡Oh, Dios mío! ¡Y yo que no sabía nada! ¡Pobre…, pobre niña! Pero ¿por qué entonces el señor François…, quiero decir, monseñor el duque de Beaufort, la ha traído aquí?
— Porque si bien el duque ha eliminado al marido, tiene aún que deshacerse del principal verdugo, cosa que no es fácil. Esta desventurada necesitaba un refugio alejado, secreto y sobre todo situado fuera del radio de acción de los hombres del cardenal. Belle-Isle nos pertenece en propiedad. Es una tierra soberana y ni siquiera los hombres del rey pueden tener acceso aquí sin nuestro consentimiento.
Jeannette comprendió, pero no por ello deploró menos en su fuero interno que la pobre Sylvie hubiese sido confiada a aquella mujer que era tal vez una cristiana ejemplar, ya que había recibido las enseñanzas de Monsieur Vincent, como su esposo, pero que no parecía haber extraído de ellas mucho provecho en lo relativo al capítulo de la caridad.
— Debe pasar por muerta… por lo menos mientras viva el cardenal -concluyó Madame de Gondi-, y esta isla del fin del mundo ha debido de parecerle ideal al señor de Beaufort.
— ¿Puedo pedir a la señora duquesa que me permita ir a su lado? Estoy impaciente por empezar a cuidar de ella y juzgar por mí misma el estado en que se encuentra.
— No es excelente. Naik os llevará. Pese a lo que piense el señor de Beaufort, recibimos con frecuencia visitas. Demasiadas para mi gusto porque, como ella vivía en la corte, alguien podría reconocerla. De modo que la hemos aposentado en el pequeño pabellón del extremo del jardín. Vive allí, atendida por la vieja Maryvonne, que estuvo al servicio de la difunta Madame de Gondi, mi suegra, y de ese muchacho, ese Corentin que estaba al servicio de su… ¿tío, tal vez?
A Jeannette le dio un vuelco el corazón. ¡Corentin! ¡También Corentin estaba allí! «Su» Corentin, puesto que era su prometido desde siempre. Y aquella bocanada de alegría mitigó un poco el disgusto que le había causado la exposición de los hechos por parte de la duquesa, tan seca y desprovista de compasión.
Unos instantes después, caminaba a buen paso detrás de una joven bretona a través del espeso bosquecillo de higueras, palmas datileras y laureles que se extendía en los confines del jardín. Una casita y un pozo aparecieron de repente en una especie de claro, pero todo lo que vio Jeannette fue a su Corentin ocupado en sacar agua. Incapaz de contenerse, dejó caer su equipaje y corrió hacia él con un grito de alegría.
— ¡Mi Corentin! Creía que no iba a verte nunca más -gritó, llorando de felicidad.
El la miró como si cayera del cielo.
— ¿Jeannette?… Pero ¿cómo estás aquí?
— El señor de Ganseville me ha traído por orden de monseñor François.
Corentin apartó a la joven y se pasó las manos por el rostro, del que Jeannette pudo entonces apreciar la fatiga. Suspiró:
— ¡Dios mío! ¡Me habéis escuchado y nunca os lo agradeceré bastante! Quizás estemos aún a tiempo…
— ¿Qué pasa? -preguntó Jeannette, angustiada-. ¿Y Mademoiselle Sylvie?
— ¡Ven a verla!
La vio, en efecto, y su corazón se encogió. Pálida y demacrada, con aspecto de conservar tan sólo un soplo de vida, Sylvie, ataviada con un triste vestido negro del que asomaba un poco la enagua, estaba tendida en un sillón junto a un fuego raquítico. Sus cabellos castaños de tan bellos reflejos plateados caían en desorden sobre sus hombros. Sostenía un tazón de leche que no bebía, cosa que no parecía preocupar a la vieja campesina sentada a la entrada, tricotando sin pausa. El mobiliario -un aparador, una mesa, cuatro sillas y un pequeño armario- se reducía al mínimo necesario. No había alfombras ni tapices para calentar las paredes y el suelo; sólo un crucifijo en la pared y un banquillo colocado frente a él recordaban que aquélla era una de las posesiones más piadosas de Francia. Se percibía un abandono, una miseria casi, que hizo brotar lágrimas a la recién llegada. Un impulso la hizo caer de rodillas a los pies de su joven ama, que no parecía haber advertido su presencia y seguía con los ojos cerrados. Le quitó el tazón para cubrir aquellas manos frágiles con las suyas.
— ¡Mademoiselle Sylvie…! ¡Miradme! Soy Jeannette, vuestra Jeannette.
Los bonitos ojos color avellana, enrojecidos por el llanto continuo, se entreabrieron y Sylvie murmuró:
— Eres tú, mi Jeannette. Creía seguir soñando al oír tu voz…
La suya era débil, dubitativa, como si aquella muchacha de dieciséis años no pudiera levantarla mucho. Jeannette se puso en pie y, con los brazos en jarras, examinó aquella habitación miserable con cólera creciente.
— Me parece que ya era hora de que me trajeran aquí. ¿Qué mosca ha picado a monseñor François para confiaros a esta gente…? ¡Eh, tú, la de la calceta! -llamó a la campesina, que seguía imperturbable con sus agujas-. ¿Así es como la cuidas? ¿No ves que está enferma? ¿No te ha pasado por la cabeza que es una gran dama y que no está ni mucho menos acostumbrada a esto?
— No te canses -dijo Corentin-. No te entiende, no habla más que bretón. Madame de Gondi piensa que es mejor para la seguridad de Sylvie que pase por una enferma grave. Por suerte, me tiene a mí para hablarle…
— ¿Que pase por una enferma? ¡Pero es que lo está! Compruébalo por ti mismo. ¿Y qué esperáis, tu Madame de Gondi y tú, que se muera?
— Voy a explicártelo, Jeannette, pero dime primero quién te ha traído aquí. ¿Es…?
Ella adivinó el nombre que él esperaba.
— No, no es monseñor François. Está en camino para la guerra. Es el señor de Ganseville quien me ha acompañado. En este momento está hablando con el señor de Gondi, pero tienes que decirme por qué dejáis a mi pequeña ama en este estado, con un viejo vestido raído, sin peinar…, ¡desastrada, y con un viejo andrajo como única compañía! Si el señor de Raguenel viese esto pasarías un mal rato.
— No me permiten hacer nada más, mi pobre Jeannette. Este es territorio de mujeres, y depende únicamente de Madame de Gondi. Desde que se marchó monseñor François, nos ha instalado aquí y viene de visita de vez en cuando, siempre sola por miedo a las lenguas de sus camareras. Nadie debe saber que está aquí escondida, y soy yo quien va a buscar la comida. A ella le está prohibido salir, para evitar la curiosidad de la gente.
Jeannette explotó:
— Y esa comida que vas a buscar, ¿es muy abundante? Tampoco tú has engordado que digamos. ¡Virgen santa! ¿Por qué la han traído a esta isla? ¡Como si no hubiese en Vendôme o en Anet buenas gentes para cuidarla como es debido! ¿Está loco monseñor François?
— No, pero ama Belle-Isle desde su infancia, y para él es una especie de paraíso. Además, no conoce realmente a los Gondi. Oh, el duque es un buen hombre y estoy seguro de que ignora lo que sucede…
— ¿Y no podías decírselo tú?
— No. Es la duquesa quien lo controla todo, y todavía más en este tema, porque él se ha desentendido. He hecho lo que he podido, Jeannette, te lo juro; incluso, hace tres días, he escrito a monseñor François para pedirle que encuentre otro refugio. No imagina hasta qué punto la duquesa es una mujer severa, religiosa y austera… A ella no le ha gustado demasiado que viniéramos a este lugar… Ven, salgamos -añadió, tirando de Jeannette hacia el exterior antes de proseguir-. Creo que está convencida de que Mademoiselle Sylvie es una amiguita de François, y me parece que, por su parte, ella está un poco enamorada de él. Así pues, juzga tú misma… Para ella es cómodo tenerla encerrada con el pretexto de que el duque recibe muchas visitas y de que alguien podría reconocerla. Y eso no es todo.
— ¿Todavía hay más?
— Sí. Lo peor es nuestra enferma. Creo…, creo que ha perdido las ganas de vivir. A pesar de mi insistencia, apenas se alimenta. Tengo miedo de que se deje morir…
Jeannette había palidecido, pero ya estaba de vuelta en la casa y había emprendido una inspección impaciente; abrió una puerta que daba a una habitación estrecha con los postigos cerrados que sólo contenía una cama de madera. Sus exclamaciones furiosas sacaron a Sylvie de su sopor.
— ¡Cálmate, te lo ruego! Me siento tan débil…
— ¿Cómo no vais a estarlo en una casa en la que el sol tiene prohibido entrar y vos salir? Lo que me asombra es que no hayáis muerto aún con este régimen bárbaro. ¡Pero os juro que esto va a cambiar! ¡No me da miedo vuestra duquesa!
— Tranquilicémonos -dijo con voz jovial Ganseville, que acababa de entrar y barría el suelo con sus plumas grises para saludar a Sylvie-. Monseñor os besa las manos, mademoiselle, y lamenta no haber podido venir en persona como era su deseo, pero es un soldado, y un soldado ha de obedecer. Por esa razón nos ha enviado a nosotros, como Jeannette os lo ha debido de decir. De hecho, venimos a cambiaros de residencia, porque aquí ya no estáis segura. Dentro de pocos días llegará el abate de Gondi, de quien ya conocéis su lengua suelta y sus ideas locas. De modo que tengo órdenes de comprar para vos una casita apartada en la que podréis vivir con vuestra gente. Creo, por otra parte -añadió, girando sobre los talones para examinar lo que le rodeaba-, que tendremos que hacerlo con urgencia… ¡Cuando monseñor François sepa esto! ¡Esta gente os trata de una manera indigna! No lo esperaba del duque…
— ¡Entonces llevadnos a cualquier otro lugar, y aprisa! -exclamó Jeannette-. No veo por qué tendríamos que comprar nada en esta isla inhóspita. Hay muchos rincones tranquilos en el Vendômois…
— No. Se supone que Mademoiselle Sylvie ha muerto, y si alguien tiene dudas, irá allá a buscarla. Ha de quedarse aquí, pero puedes estar tranquila, Belle-Isle es grande: nunca más verá a los Gondi si no lo desea.
— Tendré que quedarme para siempre en este lugar -intervino Sylvie, desolada.
— No. Monseñor vendrá a buscaros en cuanto sea posible. Únicamente os será preciso un poco de paciencia…, y sobre todo recuperar la salud. Estáis en muy mal estado. Monseñor se desesperaría si os viera así…
Las pálidas mejillas se tiñeron levemente de rojo. Desde que François se había marchado, Sylvie se había dejado invadir por una sombría desesperación, con la idea de que nunca volvería a verle. Y sin embargo, aquel viaje al fin del mundo había sido tan dulce…
Había habido en primer lugar el instante divino que repetía el de su infancia, cuando él la había recogido del suelo, la había tomado entre sus brazos y la había abrazado y besado, porque temía que ella estuviera muerta.
El desvanecimiento de Sylvie, debido a un terrible agotamiento, había durado menos tiempo del que creía Francois, pero era tan maravilloso, después del horror que acababa de vivir, apretarse contra él y dejarse acunar y acariciar, que siguió con los ojos cerrados más tiempo del necesario. Sin embargo, por fuerza había tenido que volver a la realidad.
La realidad fueron los cuidados que recibió en Anet, después de que la mujer del intendente la acostase en una de las dos o tres habitaciones dispuestas siempre para recibir a algún miembro de la familia de Vendôme, mientras que el resto estaba cerrado. Fue una suerte para Sylvie que François de Beaufort hubiera aparecido por allí con la única compañía de Ganseville después de que la reina se negara a recibirlo pretextando estar cansada, y de que Mademoiselle de Hautefort lo acompañara hasta la puerta de Saint-Germain diciéndole que cuando su presencia fuera deseada ya se le haría saber. Lo que probablemente no ocurriría hasta transcurrido bastante tiempo.
Corentin Bellec, que, lanzado tras las huellas de los raptores de la joven, se había presentado en el castillo para pedir ayuda, había tenido la agradable sorpresa de encontrarse con el joven duque, y los dos habían marchado rápidamente a La Ferrière para encontrar allí a Sylvie, evadida de su infierno en el estado que conocemos. Un estado que se había revelado peor aún de lo que se suponía cuando la mujer del intendente le quitó el camisón manchado de sangre, desgarrado y sucio tras haberse descolgado por la hiedra del muro y caído en el camino: aquel cuerpo frágil y gracioso estaba cubierto de moretones y rasguños como si lo hubieran encerrado con unos gatos furiosos, pero sobre todo la salvaje violación lo había desgarrado en su tierna intimidad. Ante aquel desastre, la mujer del intendente se había declarado impotente.
— Una buena comadrona sabría qué hacer -había dicho a François al darle cuenta de la situación-, pero la que tenemos aquí está borracha la mayor parte del tiempo, y las mujeres prefieren arreglárselas entre ellas cuando llega el momento. En un caso así, sería necesario ir a buscar un médico a Dreux. Pero el tiempo urge; la pobre niña sigue perdiendo sangre…
Fue entonces cuando Ganseville tuvo una idea: ¿por qué no recurrir a la Charlot? Recibida primero con exclamaciones de indignación, la propuesta acabó por atraer el interés de Beaufort. La Charlot era la mujer que regentaba el burdel de Anet, más o menos instalado por Madame de Vendôme en persona a fin de proteger a las mujeres y las muchachas de la región cuando ella y el duque se instalaban en el castillo con toda su casa, que incluía cierto número de soldados. La duquesa, que se interesaba de cerca por la suerte de las prostitutas, había seleccionado con cuidado a la regente: para la Charlot, la limpieza no era una palabra vana, y las chicas recibían los cuidados oportunos siempre que era necesario. Por consiguiente, fue a ella a quien llamaron, y el veredicto que siguió a su examen fue terminante: era preciso recoser los tejidos desgarrados.
Y eso es lo que llevó a cabo con una delicadeza inesperada, después de hacer beber a su paciente una taza de vino al que había añadido unos granos de opio que Ganseville se encargó de ir a buscar a la botica. No por ello resultó la operación menos dolorosa. Después, Sylvie se sumió en un sueño poblado de pesadillas mientras Beaufort, su escudero y Corentin partían de nuevo para llevar a cabo su expedición punitiva contra La Ferrière. Sylvie no supo nada del consejo de guerra que celebraron y que concluyó con la decisión de hacerla pasar por muerta y, a fin de ocultarla mejor, llevarla a Belle-Isle, un lugar donde no se les ocurriría buscarla a los esbirros de Richelieu.
Sylvie guardaba aquel viaje en su corazón como su recuerdo más precioso, a pesar de que se encontraba todavía débil y dolorida, aunque ya no febril. Iba sola con François en uno de los carruajes de los Vendôme y, durante todo el trayecto, él tuvo la mano de ella en la suya cuando no tomaba a Sylvie entre sus brazos para aliviar sus angustias y el terrible sentimiento de vergüenza que la torturaba. La jovencita alegre, risueña, fácilmente irritable, tierna y maliciosa, se había convertido por culpa de Laffemas en una mujer lastimada, angustiada, enferma de pena por su conciencia de haber sido envilecida y por juzgarse en adelante indigna de aquel cuyo amor, pese a la diferencia de rango, había esperado llegar a conquistar desde su primera infancia…
Con una intuición de la que muchos le habrían creído incapaz, Beaufort adivinó lo que pasaba en el interior de la que consideraba una hermana pequeña, y se esforzó a lo largo de todo el camino en luchar contra los negros demonios que la asaltaban, explicándole que seguía siendo la misma, que lo que había padecido no era una tacha para ella, como sucedería si hubiese sido violada en una ciudad tomada por asalto por los bárbaros, que debía considerar nulo su matrimonio con La Ferrière puesto que había sido obligada a consentir, no había sido consumado y, de todas maneras, el hombre en cuestión había desaparecido de entre los vivos. Debía pensar sobre todo en curarse, física y moralmente. Y él estaba allí, siempre estaría allí, para ayudarla. Y además, ella iba a conocer Belle-Isle…
Divinas palabras que ella escuchaba con delicia pero sin creer demasiado en ellas, ya que conocía el entusiasmo que ponía François en todo, en particular cuando se encontraba bajo el influjo de una emoción intensa, y porque sabía que la reina era dueña de su amor y de sus sentidos. E incluso la perspectiva de vivir en aquella isla tan amada por él no llegaba a consolarla porque, una vez tranquilizado acerca de su suerte, él la dejaría. Volvería a marcharse, aunque sólo fuera para vengarla del abominable Laffemas…
Sin embargo, Belle-Isle la encantó. El inicio de la primavera, tan frío y húmedo en el continente, florecía ya en aquella tierra de clima suave. Se encontraban allí árboles desconocidos y grandes extensiones de retama que la iluminaban incluso cuando el cielo estaba gris. Ella supo también enseguida que iba a compartir la pasión de François por el mar. Tal vez, en efecto, el exilio que le imponía el destino sería menos cruel frente al océano cuyas extensas olas cambiantes venían a romper al pie de los roquedos de granito.
La acogida de que fue objeto la entusiasmó menos. No porque fuera desagradable, al menos por parte del duque Pierre, afable y generoso; pero desde el primer momento tuvo la impresión de no gustar a Catherine de Gondi. Por mucho que la joven duquesa declarara que la fugitiva podía permanecer en su casa todo el tiempo que deseara, lo hizo como expresión de un deber cristiano, no siguiendo el impulso de la simpatía. Y eso a pesar de que no supo toda la verdad respecto de Sylvie.
Tal vez François puso un calor excesivo en su alegato en favor de Sylvie, y su actitud fue interpretada como el eco de una pasión; el caso fue que Sylvie sorprendió un relámpago de malestar bajo las cejas súbitamente fruncidas de la joven duquesa que, en el instante inmediatamente anterior, la acogía con benignidad. ¿Estaba también ella enamorada de su antiguo compañero de infancia, de la lejana época en que los Vendôme pasaban en Belle-Isle algunas semanas de veraneo?
Mientras Beaufort permaneció en la isla todo fue bien, pero apenas se alejó su barca, instalaron a Sylvie en el pabellón que había al fondo del jardín.
Tal vez ella lo hubiese preferido a la atmósfera fría del palacio si no se hubiera decretado que los postigos no debían estar nunca abiertos «por prudencia, a fin de que vuestra presencia pase inadvertida a visitantes eventuales». La duquesa decidió, además, que su estado exigía aislamiento. La antigua Sylvie habría protestado con vehemencia, pero se vio obligada a aceptar las imposiciones de quienes le daban hospitalidad. Y allí permaneció, custodiada por la vieja Maryvonne, taciturna y silenciosa, que no la entendía y a la que tampoco ella entendía. Y también por Corentin que, por su parte, hablaba a la perfección la lengua bretona. Impotente y desolado, intentó plantear algunas objeciones pero se le dio a entender que si las nuevas disposiciones no le gustaban, siempre le quedaba la opción de marcharse.
El criado había llegado a pensar en ir al galope hasta París para poner a Beaufort al corriente de lo que ocurría, pero ¿cómo abandonar a su suerte a un ser tan frágil y dolorido? ¿Encontraría a Beaufort al final del camino? Y sobre todo, ¿creería él lo que iba a contarle? Una vez había dado su amistad, a François le costaba mucho retirarla. Para él los Gondi eran personas maravillosas ligadas a las bellas imágenes de la infancia, y sin duda estaba convencido de haber tomado la mejor decisión para el bien de Sylvie. De modo que, mientras la pobrecilla languidecía convencida de que François la había abandonado, el infeliz Corentin se esforzaba en impedir que ella se hundiese más y más, cosa que fue haciéndose cada vez más difícil. ¡Qué alivio, entonces, ver llegar a Jeannette y al escudero de Beaufort! ¡Verdaderamente, ya era hora!
Más tarde, mientras Ganseville regresaba al castillo para acabar de arreglarlo todo con Gondi, Jeannette hacía milagros. Había abierto los postigos, se había procurado todo lo necesario para lavar a fondo a su joven ama, que lo necesitaba mucho, la había obligado a tomar un poco de sopa y algunos bizcochos que Corentin había ido a buscar a las cocinas, y luego, apartando de un empujón a la vieja Maryvonne cuando quiso impedirlo, llevó a Sylvie, ataviada con un vestido púrpura y bien peinada, a dar un breve paseo bajo los árboles para «enseñarla de nuevo a respirar» aprovechando la aparición de unos rayos de sol. En cuanto a Pierre de Ganseville, se multiplicó.
A la mañana siguiente, un carricoche utilizado para el aprovisionamiento del castillo fue a buscar a Sylvie y Jeannette, con los pocos enseres que poseían. Ganseville conducía.
— ¿Adónde vamos? -preguntó Jeannette-. Y ¿dónde está Corentin?
— Está en el sitio al que vamos, ocupado en terminar los preparativos para recibiros.
— ¿Abandonamos esta casa? -preguntó Sylvie con un acento de esperanza muy parecido a la alegría.
— Si monseñor François hubiera podido suponer que os encerrarían ahí dentro, nunca os habría traído a este lugar, puedo asegurároslo. Es lo mismo que le he dicho al señor de Gondi, el cual no sabía nada del estado al que os habían reducido. En adelante, viviréis en una casa propia, al otro lado del pueblo y la ciudadela, lejos de este castillo. Os encontraréis mejor y tendréis libertad.
La marcha tuvo lugar en presencia únicamente de la vieja criada. La duquesa, a un tiempo aliviada y molesta, no apareció. En cuanto al duque, se había trasladado a Locmaria, en el extremo oriental de la isla, para inspeccionar unas fortificaciones que estaba construyendo allí. Sylvie estaba contenta de apartarse de aquella mujer que había prometido a François velar por ella. Cualquier lugar adonde fuera, incluso una choza, sería preferible al hogar de la duquesa.
Pero no se trataba de una choza, sino de una pequeña casa construida antaño por los monjes de la abadía de Quimperlé cuando, antes que los Gondi, poseían Belle-Isle. A Sylvie le gustó desde el primer momento.
Situada junto a un bosquecillo de pinos que dominaba una cala, constaba de una gran sala y tres pequeñas habitaciones que habían sido en tiempos celdas monásticas. Sin duda los monjes habían sido personas desconfiadas, porque su residencia estaba protegida por una sólida puerta, rejas de hierro forjado en las ventanas y un alto murete alrededor de lo que había sido un jardín. Además, un molino desplegaba sus aspas a la misma altura, en el otro lado de la playa.
Sylvie dio un gritito de alegría al descubrir el inmenso panorama de rocas y agua que se extendía a sus pies. La marea baja dejaba al descubierto las piedras planas de la punta de Taillefer que avanzaba profundamente hacia el norte, como para enlazar con las defensas naturales, las rocas y los bajíos de la península de Quiberon. Entre una y otra, un brazo de mar con fama de peligroso, la Teignouse, permitía el paso de los buques. Eran todos nombres que Sylvie desconocía aún, pero que muy pronto iban a serle familiares. Empezando por el lugar mismo en que se encontraba.
— Se llama puerto del Socorro -le explicó uno de los dos aldeanos que Corentin había reclutado para ayudarle a instalar la nueva casa-. El nombre se debe a que aquí era posible encontrar la ayuda de los monjes contra las miserias del naufragio y las enfermedades de la tierra.
— ¿Por qué se marcharon los monjes?
— No se entendían bien con los soldados de la ciudadela. Y además el priorato está ahora en Haute-Boulogne, de dónde venimos. No tenían nada que hacer aquí.
Después de informarse, Sylvie fue a sentarse sobre una roca para contemplar el paisaje. En adelante iba a vivir frente al mar, compartiendo su respiración, al ritmo de sus humores violentos o perezosos, y se encontraría así más próxima a François, que tanto amaba el gran océano que había acunado sus sueños de niño: «Es en Bretaña donde está más bello. No puede comparársele el Mediterráneo, tan azul, sedoso y pérfido -decía quien llevaba entonces el título de príncipe de Martigues-. El mar del sur es mujer, el océano pertenece a los héroes, ¡es varón, es el rey! Cuando estoy frente a él, puedo pasar horas contemplando sus azules, sus verdes, sus grises, sus estallidos nevados y su poderoso oleaje…» Sí, Sylvie se encontraría bien en ese lugar mientras esperaba a que su vida rota recuperase un curso más normal…
La brisa que soplaba de tierra le llevó un grato aroma de pescado a la brasa y despertó un apetito que creía desaparecido para siempre. Se levantaba ya para seguir la dirección que le indicaba su olfato, cuando encontró a Ganseville, que bajaba por el camino.
— Venía a buscaros -dijo de buen humor-. Es hora de sentarse a la mesa. ¿Tenéis apetito?
Obtuvo así la primera auténtica sonrisa, algo maliciosa, de la pequeña Sylvie de otras épocas.
— Sí. Diría más bien que me estoy muriendo de hambre. Pero decidme, señor de Ganseville, esta casa…
— Es vuestra. Tenía órdenes de comprar un pequeño inmueble en el que os sintierais verdaderamente en vuestra casa. Monseñor se ocupó únicamente de lo más urgente al traeros aquí, y pensaba volver en persona. Por mi parte, he cumplido ya mi tarea y partiré con la marea de la tarde.
— ¿Vais a reuniros con él?
— Sí, en algún lugar de Flandes. Sé que me espera con impaciencia, pero esta vez os dejo en buenas manos.
— ¡Una cosa más, señor de Ganseville! ¿Sabéis algo del caballero de Raguenel, mi padrino, que estaba en la Bastilla?
— Claro que sí. Salió de allí, y ahora que le hemos tranquilizado respecto a vos, todo va mejor para él…
— ¿Vendrá aquí?
— No. Sería una grave imprudencia. Tiene que llevar luto y desempeñar su papel. Ni siquiera nos hemos atrevido a permitir que os escriba: habríamos podido ser detenidos de camino…
— Esperaré, entonces. -Sylvie suspiró, y añadió-: Si por casualidad lo veis, decidle que le quiero…
— Y a monseñor ¿qué debo decirle?
Ella se ruborizó, como si toda la sangre le hubiera ascendido al rostro.
— Nada… No, no le digáis nada. El lo sabe todo… o al menos eso espero…
Al día siguiente, sentada en aquella misma roca que había adoptado de forma definitiva, Sylvie no vio la embarcación de Ganseville salir del puerto en dirección a Piriac: el promontorio que coronaba la ciudadela impedía la vista en esa dirección, pero no sintió pena por ello. Un poco de envidia sí, porque él iba a reunirse con François, y sobre todo una inmensa gratitud, pues sin su intervención ella habría seguido pudriéndose en aquel horrible pabellón de los postigos cerrados. Ahora intentaría revivir, si conseguía derrotar definitivamente la angustia que todavía la asaltaba por las noches.
¿Se repetiría la horrible noche vivida en La Ferrière? Si así fuera, Sylvie sabía que, a pesar de todos los principios cristianos recibidos en la casa de Madame de Vendôme, no tendría valor para seguir con vida, y las olas transparentes de aquel bien llamado puerto del Socorro se la llevarían un atardecer, a la hora en que el sol se pone…
Alguien más pensaba lo mismo en ese mismo momento. Sentada en el umbral de la casa, con una ensaladera sobre las rodillas, Jeannette desvainaba unas habichuelas con gesto maquinal. Su mirada no se apartaba de la delgada silueta vestida de gris sentada en la roca. Sylvie mejoraba, eso era indiscutible. Su llegada y la de Ganseville habían conseguido que recuperara algo de energía. Comía bien, pero las noches seguían siendo malas. ¿Qué sucedería si se encontraba encinta?
Corentin, que volvía del cuarto trastero con una brazada de troncos, se detuvo en la esquina de la casa para observar a su vez a Jeannette: ésta había dejado de desvainar y, con el cuello estirado y el rostro crispado, miraba a Sylvie. Entonces se acercó.
— Sé en lo que piensas -dijo-. Ya es una mujer como las demás, y es posible que una violación tenga consecuencias.
— Sí -contestó Jeannette sin moverse-. Y estoy segura de que esa idea la obsesiona. Por las noches tiene pesadillas y no sabe dónde está; la violencia que ha sufrido y su herida sin duda han trastornado sus reglas… pero ¿hasta qué punto? Ya han pasado seis semanas desde aquello. ¿Qué haremos, en caso de que…? Y sobre todo, ¿qué hará ella?
— Oh, eso puedo decírtelo: se matará. Ya quería hacerlo cuando la recogimos… en el estanque de Anet. Y aquí… -añadió señalando con el mentón la extensión azul coronada de espuma-. Nuestro deber está claro: hemos de vigilarla en todo momento.
— ¿Y si nuestros temores estuvieran fundados?
— Puedes figurarte que, desde que estoy aquí, me he informado. Hay una guarnición, y por consiguiente tentaciones para las muchachas. Parece que no muy lejos de aquí una mujer se ocupa de esas cosas. Vive en una cueva. Al parecer en la isla hay aún muchas brujas. Todavía se adora a los viejos dioses celtas.
— ¿Crees que ella nos permitirá que la llevemos allí?
— Lo haremos por la fuerza si es preciso. Si le ocurriera una desgracia, el señor caballero y monseñor Fran-§ois no nos lo perdonarían.
Jeannette se encogió de hombros.
— El señor de Raguenel desde luego, pero no estoy tan segura de monseñor François. Está demasiado ocupado con la reina para dar a nuestra Sylvie otra cosa que afecto y compasión…
Corentin sacudió la cabeza y torció los labios con aire de duda.
— Ella le importa más de lo que él mismo cree. Si lo hubieras visto cuando la encontró en el camino y supo… Creí que se volvía loco. ¡Y en La Ferrière no dio cuartel!
— Habría hecho lo mismo por una hermana pequeña o una prima.
— ¡No con esa furia! Si quieres saber lo que pienso, todavía está deslumbrado por la reina, pero ella tiene quince años más que él, y un día dejará de verla de la misma manera.
— Quizá. Pero ¿y Madame de Montbazon? Ella no tiene quince años más que él, sino sólo cuatro, y es bella, muy bella…
— No creo que sea su amante. La corteja para dar celos a la reina. Por lo demás, entre el amor y la cama hay diferencias… ¡Ocúpate de tus asuntos! Ahí vuelve…
Sylvie dejaba la playa y subía los peldaños rústicos que conducían a la casa. Parecía estar contando algo con los dedos…
Seis días después, seguía contando. Hiciera el tiempo que hiciera, permanecía durante horas sentada en la roca, envuelta en la amplia capa negra de las isleñas, mirando el mar con ojos de sonámbula. Comía poco, dormía aún menos y enflaquecía de nuevo. Intranquilos, Jeannette y Corentin se las arreglaban para que al menos uno de los dos la tuviera siempre a la vista, y sin que ella lo supiese velaban por turnos durante la noche ante la puerta de su dormitorio, la única salida posible porque la ventana, con su reja de hierro, ofrecía un hueco demasiado estrecho para pasar por él. Sin embargo, ninguno de los dos se atrevía a tratar con ella el angustioso tema, el único que podía trastornarla hasta ese punto.
— Tendremos que decidirnos -dijo una mañana Corentin, que, con un cesto al brazo, se disponía a bajar al mercado de Le Palais-. No podemos continuar así. Esta noche le hablaré.
— Me toca a mí hacerlo, pero tengo miedo. ¿Y si esa mujer lo hace mal? También es posible morir de eso…
Jeannette dirigió una mirada desolada a la puerta cerrada detrás de la cual se suponía que Sylvie estaba durmiendo. Corentin la atrajo hacia sí y la abrazó.
— ¿Prefieres que se mate ella misma? Créeme, no nos queda mucho tiempo…
No les quedaba ya ninguno. En su pequeña habitación, desde la que lo había oído todo, Sylvie acababa de decidirse a terminar de una vez. No quedaba la menor duda sobre su estado: en unos meses, si no hacía nada para evitarlo, daría a luz lo que no podía ser sino un monstruo. No sabía todavía lo que planeaban Jeannette y Corentin, pero no confiaba en otra liberación que la muerte. Se preparó, escribió una breve nota que dejó bien visible sobre la cama, se vistió y esperó a que el chirrido de la puerta de entrada le indicara que Jeannette, creyéndola aún dormida, había salido para ir, como cada lunes, a poner la colada en remojo en el trastero donde Corentin le había instalado una especie de lavadero.
En cuanto oyó aquel leve ruido, salió de la habitación y cerró la puerta con cuidado. Una vez fuera de la casa, en lugar de bajar hacia las rocas se internó en el pinar después de saltar el murete, y se dirigió hacia el norte, donde la costa formaba un promontorio rocoso a cuyo pie rompían las olas. Al salir del bosque, echó a correr a través de la landa. Hacía un día gris, más bien templado, aunque los vientos recorrían la isla formando torbellinos. A su izquierda el mar estaba revuelto, con innumerables crestas blancas, y las gaviotas, sintiendo tal vez que se acercaba una tormenta, huían como flechas en busca de un refugio. Sylvie sonrió: ella iba a encontrar enseguida ese abrigo, y le gustaba que fuera en aquel decorado que las retamas empezaban a dorar. En pocos días todo estaría amarillo, aquel tono que a ella siempre le había gustado y que tan bien le sentaba. Ya no tenía miedo ni vergüenza. Se sentía liberada, hasta tal punto la toma de una decisión difícil remueve las cargas más pesadas. Pensaba también que, si Dios le perdonaba haber elegido la hora de su fin sin pedirle permiso, tal vez permitiese a su alma velar sobre su querido François. El Señor, en su bondad, no podía permanecer insensible al gran amor que albergaba su corazón y al que iba a sacrificar la envoltura carnal que otro hombre había manchado.
Un sendero se abría a su derecha, entre rocas orladas por líquenes blancos. Ella sabía perfectamente adonde conducía, y se adentró en él, más aprisa ahora por el temor de que Jeannette se hubiese dado cuenta de su fuga. Sus rápidas piernas corrían con ligereza, y pronto vio la abertura que, como bien sabía, se abría al vacío.
Sin embargo, cuando estuvo en el borde, se detuvo para contemplar por última vez al magnífico paisaje marino y aspirar una gran bocanada de aire con sabor de algas y sal. Abrió los brazos y el viento hinchó su capa como si fuera la vela de un navío. Iba a lanzarse cuando algo le cayó encima y tiró de ella hacia atrás. Creyó que era Jeannette y lanzó un grito de desesperación mientras se debatía:
— ¡Déjame! ¡Te lo ruego, déjame! No tienes derecho a impedirme…
La tela que habían arrojado sobre su cabeza para apartarla del vacío ahogó su voz. Cuando se la quitaron, estaba tendida de través en el sendero y un curioso personaje estaba arrodillado encima de ella. Era un hombrecillo ridículo de cabellos hirsutos y nariz en forma de silla de montar. Al reconocerlo no pudo disimular su estupefacción.
— ¿El señor abate de Gondi…? ¡Oh, Dios mío…!
— Ya era hora de que os acordarais de Él, pequeña desgraciada que tan gravemente ibais a ofenderle. ¡Pero…, pero yo también os conozco! Sois… la protegida de Madame de Vendôme, Mademoiselle de… de l'Isle -concluyó en tono triunfal-. ¿Qué diablos estáis haciendo aquí? No iríais a…
— ¡Sabéis muy bien que sí, puesto que me lo habéis impedido! -exclamó ella, en un repentino acceso de cólera-. Pero ¿por qué os entrometéis?
— Porque es una cuestión que afecta a todo hombre honrado, sobre todo si además es un hombre de Iglesia. ¿Queríais realmente morir, tan joven, tan encantadora?
— No hay edad ni encanto que valgan cuando se está desesperada… ¡Marchaos, señor abate, y olvidad que me habéis visto!
— ¡De ninguna manera! Volveréis conmigo y…
Ella se levantó con la agilidad de una gata y lo rechazó con un gesto brusco. Él estuvo a punto de caer, pero consiguió agarrar la capa negra, cuyo cierre empezó a estrangular a Sylvie. Ésta se debatió con más energía cuando advirtió que, aprovechando esa ventaja, él le echaba los brazos encima.
Aunque pequeño, Gondi era más fuerte que una muchacha de dieciséis años. Además, sus músculos estaban bien ejercitados, ya que practicaba con asiduidad la esgrima y la equitación. Sin embargo, la lucha no se decidió durante unos instantes, debido a la rabia con que defendía Sylvie su mortal proyecto. Los dos rodaron por el suelo sin que ninguno llegara a tomar ventaja sobre el otro, y sin darse cuenta de que llegaban al borde del sendero. Y entonces, de repente, no hubo nada por debajo de ellos. Enlazados, cayeron…