5. El país de los poetas

Marie de Hautefort, al igual que Théophraste Renaudot, se equivocaba al pensar que el duque de Beaufort ya no amaba a la reina. La ostentación de sus nuevos amores con la bella Marie de Montbazon respondía sobre todo a la necesidad de dar que hablar de sí para que el rumor llegara a los oídos reales, y de alardear de una amante capaz de suscitar los celos de cualquier mujer.

Se había enredado en esta aventura después de que la Gazette anunciara el nuevo embarazo de Ana de Austria. Consciente de que en esta ocasión él no era el padre, la ira le había llevado directamente a Saint-Germain donde la corte, abandonando el viejo Louvre en obras, se había instalado desde el triunfal anuncio de un nacimiento en el que ya nadie creía. El aire era mucho más limpio que el de París, y los jardines dispuestos en terrazas, con sus suaves aromas a la llegada de la primavera, sustituían con ventaja el ruido y las pestilencias de la capital. La única conclusión que importaba a François de la nueva instalación era que su amada vivía demasiado lejos del hôtel de Vendôme y, en la casa de cristal que era Saint-Germain, resultaba imposible verla en privado. No obstante, había marchado, a caballo y sin la escolta de ningún escudero, abrasado por la furia de los celos, con la idea de que le bastaría una mirada para descubrir al hombre que le había sustituido en el corazón y en el lecho de su bienamada, porque se negaba a creer que fuera el rey.

En aquellos comienzos del año, los caminos se encontraban en un estado deplorable: un súbito ascenso de las temperaturas había transformado la nieve en barro y las placas de hielo en charcos. Sin embargo, una larga hilera de carrozas avanzaba a paso lento en dirección al castillo. El furioso caballero la adelantó, no sin provocar algunas protestas, pero cuando por fin descabalgó delante de la escalinata del Château-Neuf, se dio cuenta de que sus botas y su gran capa mostraban más barro del conveniente para aparecer en un salón. La capa quedó en manos de un lacayo que llevó su obsequiosidad hasta limpiar un poco las botas a fin de que las alfombras de los aposentos no se resintiesen demasiado. No por ello estaba menos salpicado Beaufort cuando llegó al Grand Cabinet, donde recibía la reina.

Había mucha gente, más de la que él habría deseado; y también el paisaje de la corte le pareció distinto. La amable Madame de Senecey había dejado su lugar a una mujer hombruna, no mal parecida pero que se daba aires de carabina española; la Aurora ya no animaba la reunión con su resplandor y sus réplicas cáusticas. Finalmente, aunque el batallón de las doncellas de honor, agrupado en un rincón, parecía siempre igual a sí mismo, el visitante se sorprendió buscando una guitarra y una carita vivaz asomando bajo unos cabellos resplandecientes sujetos con cintas amarillas… También la atmósfera había cambiado. Sabía que su presencia en la corte no era deseada por el rey ni por el cardenal, pero no esperaba quela concurrencia le observara de reojo con tanta curiosidad, cuchicheando a su paso. Alguien intentó tomarle del brazo, pero él se desasió con brusquedad, sin mirar. Sólo veía a la reina, vestida de raso rosa con encajes blancos que componían un bonito estuche para su garganta. Sonreía a un hombre moreno, delgado y de aspecto agradable, que llevaba el hábito negro de los eclesiásticos de la corte, realzado con ribetes violetas, y conversaba con ella desde muy escasa distancia.

Ella le pareció más bella, más deseable aún que en sus recuerdos, y se detuvo, sin atreverse a aproximarse hasta que ella le vio con un sobresalto.

— ¡Ah, señor de Beaufort! Venid aquí, que tengo que reñiros. Os hacéis muy caro de ver en los últimos tiempos…

Aquellas palabras amables habrían tenido que poner algo de bálsamo en las heridas de François, pero el tono mundano e indiferente les quitaba todo valor. Además, el abate se había vuelto hacia él, y una bocanada de cólera extinguió la decepción: desde su primer encuentro años atrás, cuando era nuncio del Papa, Beaufort sabía que siempre detestaría a monsignore Mazarini.

Sin embargo, éste le saludó con la sonrisa abierta de las gentes decididas a gustar, y Ana de Austria esbozaba ya una presentación:

— Seguramente no conocéis a…

No tuvo tiempo de pronunciar el nombre. Beaufort respondía ya, con relámpagos en los ojos e inclinando apenas el busto:

— Oh, ya he conocido al señor abate, pero no pensaba que volvería…

Fue el interesado quien se encargó de responder. Con una graciosa inclinación del cuerpo y una sonrisa más graciosa aún bajo el fino bigote de puntas galantemente realzadas, dejó oír una voz sedosa en un francés cantarín:

— Su Eminencia el cardenal de Richelieu me ha llamado a su lado para que le asista en su pesada tarea.

— No me gusta el cardenal, pero es francés. ¿Para qué diablos habría de necesitar a un italiano?

— ¡Beaufort! -exclamó la reina-. Olvidáis dónde os encontráis, y ese defecto empieza a ser demasiado frecuente para gustarme…

— ¡Dejadlo, señora, dejadlo! El señor duque ignora que ahora soy francés, y enteramente dispuesto a consagrarme a mi nueva patria. Así pues, nada de Mazarini. Ha bastado una orden de Su Majestad el rey para que nazca Mazarino. Enteramente a vuestro servicio…

— El del Estado debería bastaros, señor. ¡Yo no os necesito! -replicó Beaufort con una dureza que le valió una nueva llamada al orden de Ana de Austria.

— Yo pensaba -dijo con aspereza- que habíais venido, como todos aquí, a ofrecerme vuestros votos para el hijo que espero, pero se diría que únicamente os habéis molestado en venir para provocar a mis amigos.

— ¿Es que el señor se cuenta ahora entre vuestras amistades? Es cierto que desde Roma os cubrió de magníficos regalos, pero para una reina de Francia las personas de esa clase se llaman proveedores, no amigos…

Roja de furia, Ana de Austria se disponía a golpear al insolente con su abanico, cuando al lado de Beaufort, en un nivel más bajo, se oyó un parloteo irritado: un niño vestido de raso blanco con un bonete a juego, todavía entre las manos de su gobernanta, hacía esfuerzos para caminar sin perder el equilibrio e ir a golpearle con sus puñitos crispados.

— ¡Mamá…, mamá! -gritaba, al tiempo que fulminaba con sus ojos azules a aquel intruso desagradable que parecía haberla ofendido.

¡Era Luis, el delfín!

Presa de una emoción demasiado fuerte para poder reprimirla, François dobló la rodilla, por respeto pero sobre todo para ver mejor a aquel niño de dieciocho meses que no había previsto encontrar y que hizo palpitar su corazón.

— ¡Monseñor! -murmuró con una infinita dulzura en su voz, y no pudo añadir nada más, dividido entre el deseo de llorar y el de tomar a aquel hombrecito en sus brazos: estaba tan encantador con su carita redonda y los grandes rizos, del mismo color rubio de su madre, que asomaban bajo su bonete…

Pero al niño no le había gustado aquella falta de protocolo, porque seguía gritando lo que, en su media lengua, no podían ser más que insultos entrecortados con llamamientos frenéticos a «mamá». La reina reía ahora, y tendía sus brazos hacia el pequeño, cuando se oyó una nueva voz:

— ¡Se diría que mi hijo no os quiere, sobrino! Si os sirve de algún consuelo, sabed que tampoco yo le gusto. En cuanto me ve, grita como si viese al diablo y llama a su madre.

El rey, en efecto, tomó en brazos al bebé, que se dobló hacia atrás con la esperanza de escapar a su abrazo al tiempo que chillaba con más fuerza. De modo que el rey ni siquiera intentó besarlo, y lo depositó sin demasiados miramientos sobre las rodillas de la reina. Su rostro anguloso estaba aún más sombrío que de costumbre, si tal cosa era posible.

— ¿Qué os decía? -gruñó-. ¡Bonita familia formaremos si el niño que ha de venir se le parece! ¡Venid, Monsieur le Grand! ¡Vámonos!

Las últimas palabras iban dirigidas al magnífico joven vestido de brocado gris y raso dorado que, después de saludar a la reina, se había apartado unos pasos. Beaufort, que no le veía hacía mucho tiempo, pensó que el joven Henri d'Effiat de Cinq-Mars había recorrido mucho camino y era todavía más guapo que antes. Tal vez se debía al aire triunfal que emanaba de su persona. Aquel joven de veinte años tenía al rey en la palma de la mano sin que por ello se le pudiera acusar de vicio contra natura. Era conocida su pasión por Marión de Lorme, la más bella de las cortesanas, y se decía incluso que quería casarse con ella; y por otra parte, el horror del rey por las manifestaciones de la carne no dejaba ninguna duda acerca de la naturaleza de sus relaciones. Luis XIII se había sentido cautivado por un milagro de belleza, como Pigmalión por su estatua, con la diferencia de que Cinq-Mars atormentaba a su amo continuamente, algo de lo que sería incapaz una estatua.

Así, en lugar de dejarse llevar, se resistió.

— Permitidme al menos, Sire, saludar al señor duque de Beaufort. Sabéis hasta qué punto aprecio la bravura y el valor militar, ¡y él tiene para dar y regalar! ¡Es un placer muy raro el de encontraros, señor duque! Permitidme que lo aproveche para declararos mi amistad…

— ¿Cómo es posible que no os encontréis nunca? -gruñó el rey-. ¿No sois los dos habituales de la Place Royale o de sus inmediaciones?

— Yo frecuento sobre todo el garito de la Blondeau, Sire -dijo Beaufort con una sonrisa irónica-, y Mademoiselle de Lorme vive en el otro extremo. ¡No hay la menor oportunidad de que nos veamos!

— Muy pronto os proporcionaré la ocasión. ¡En Artois, que vamos a recuperar para el reino! Doscientos milhombres al mando de los mariscales de Châtillon, de Chaulnes y de La Meilleraye han recibido la orden de tomar Arras. ¡Responden de ello con sus cabezas!

Un estremecimiento recorrió a los presentes. Pero Luis XIII tenía aún algo que añadir y se volvió a su esposa, que había palidecido y abrazaba nerviosa a su hijo:

— Estoy decidido, señora, a extirpar la peste española de mi reino, a cualquier precio. Este niño no reinará sobre una Francia amputada por culpa de los vuestros.

Era un ataque brutal. Beaufort comprendió la angustia de Ana y recogió valerosamente el guante.

— Podéis estar seguro, Sire -dijo-, de que todos los aquí presentes combatiremos con el encarnizamiento necesario para que las cabezas de nuestros mariscales sigan sobre sus hombros. ¡Están vertiendo su sangre con demasiada generosidad para que la que aún les queda sea vertida en un cadalso!

Dicho lo cual, saludó y salió, con un regusto amargo en la boca. La orden bárbara que acababa de anunciar el rey le llenaba de odio y horror, no hacia Luis XIII sino hacia quien con toda evidencia la había sugerido, el hombre que se había propuesto eliminar a todos los grandes del reino: ¡el cardenal! Tal vez había llegado el momento de pensar en eliminarlo, antes de que la sangría dejara exhausta a la alta nobleza.

Con todo, de su visita a Saint-Germain, François recordaría con simpatía al joven favorito, debido al detalle amistoso que había tenido con él en un momento en el que acababa de recibir una doble herida: la mujer que amaba estaba encinta de otro, sonreía a un bellaco, y el niño hacia el que se sentía atraído su corazón lo había detestado nada más verlo. Era peor que una derrota: un desastre, y François pensó que, a la espera de la borrachera de las batallas, necesitaba otra de una especie distinta. ¡Varias otras, incluso! Aquella noche, en casa de la Blondeau ganó al juego pero se emborrachó como una cuba, y al día siguiente tomó casi por asalto a Marie de Montbazon, a quien encontró en un baile organizado por la princesa de Guéménée, tal vez el último porque se susurraba que después de una vida de amores tumultuosos, entre los cuales uno de los últimos había sido el abate de Gondi, la princesa, llegada ya a la cincuentena, tenía la intención de entrar en religión.

En realidad, la bella duquesa apenas se defendió. Hacía años que ella y François intercambiaban escaramuzas, hasta el punto de que muchas veces se había dado como segura una aventura hasta entonces puramente imaginaria. Aquella noche, después de que ambos bailaran juntos una de esas pavanas lentas y graciosas que pretendían evocar el cortejo amoroso del pavo real, François llevó a su acompañante a una pequeña habitación apartada donde la dueña de la casa solía tener sus citas, y, apenas hubieron entrado, la estrechó entre sus brazos y la cubrió de besos antes de colocarla sin más ceremonia sobre un sofá en el que su vestido plateado se abrió como una flor.

Ella no se había defendido de los besos, e incluso los había devuelto, pero cuando él quiso ir más lejos, ella lo sometió al doble fuego de sus magníficos ojos azules, colocó su mano como una muralla entre su boca y la del asaltante, y dijo con mucha calma:

— Aquí no.

— ¿Dónde, pues? ¡Os quiero! ¡Os quiero ahora mismo!

— ¡Diablos, cuánta urgencia! Me halagáis, por más que vuestro interés resulte un poco repentino. ¿Habéis descubierto tal vez…?

— ¿Que os amo? La verdad es que no lo sé, pero de lo que estoy seguro es de que si no queréis ser mía, provoco al primero que vea a duelo y me hago matar… o lo mato, lo que vendrá a ser lo mismo, porque me mandarán al patíbulo.

— ¡Más y más halagador! Pero vais a esperar, mi guapo amigo, digamos… ¿hasta medianoche? En mi casa.

— ¿Y vuestro esposo?

— Ausente. El gobernador de París se ha trasladado a su castillo de Rochefort-en-Yvelines. De todas maneras, a sus setenta y dos años, a Hercule le preocupa muy poco lo que yo haga.

Más tarde, en el gran hôtel de la Rue des Fossés-Saint-Germain, aún visitado por el fantasma del almirante Coligny, asesinado en él durante la noche de San Bartolomé, François vivió la noche más ardiente que había conocido hasta entonces, y al llegar la mañana se descubrió enamorado -por lo menos desde el punto de vista físico- de una mujer cuya increíble belleza había descubierto con delicia. El cuerpo de Marie, de un blanco apenas rosado, engastado en una masa brillante de cabellos casi negros, era la perfección misma, pero una perfección animada por la pasión y más conocedora de las artes del amor que una cortesana. Lo que François ignoraba es que Marie lo amaba desde hacía mucho tiempo, y que, teniéndolo por fin a su merced, estaba decidida a conservarlo. En cuanto a él, había buscado un escape a la furia de los celos pero se encontró atrapado en una dulce trampa que se cerraría sobre él por un tiempo bastante mayor del que imaginaba.

Cuando, antes del alba, dejó el hôtel de Rohan-Montbazon, tenía la impresión de haber hecho un alto refrescante en algún delicioso oasis después de largos días de marcha por un desierto ardiente; y durante el tiempo en que Ana sufriese los inconvenientes del embarazo, se disponía a desplegar ante sus ojos la imagen de una felicidad quizás un poco ficticia, pero lo bastante convincente para una mujer quince años mayor que él. Sabía que el amor no había muerto pero, con la ayuda de Marie, conseguiría vivirlo de una forma menos dolorosa…

Naturalmente, se las arregló para que la noticia llegara a París con la máxima rapidez y luego al Château-Neuf antes de difundirse entre todos los posibles interesados a lo largo y ancho de Francia. Mademoiselle de Hautefort se enteró poco antes de dejar la corte, pero la conservó cuidadosamente en el fondo de sí misma, decidida a no mencionarla jamás delante de Sylvie.

Todavía pensaba en ello mientras la llevaba consigo a la residencia campestre de su abuela. El valle del Loira no estaba tan lejos de París. Los ecos de la capital llegaban hasta allí, pero a pesar de ello estaba tranquila: después de todo, hacía años que se asociaba el nombre de François al de la bella duquesa. Sylvie no lo ignoraba, y era muy posible que no diese más importancia a los ecos recientes que a los de otras épocas…

A pesar de que el paisaje tenía muy poco parecido con las inmensidades del océano, el castillo de La Flotte sedujo a Sylvie. Situado sobre una colina, en la confluencia del Loira y la Braye, poseía el encanto de las viejas mansiones visitadas por el talento. Lo que aún conservaba de su estructura feudal parecía una capa echada negligentemente sobre una preciosa mansión con ventanas de ajimeces esculpidos como joyeles bajo unos altos tragaluces decorados con florones. Un jardín en terrazas desplegaba ante la fachada principal un brocado de arbustos de boj y floridos arriates, mientras que en la parte de atrás un parque con árboles añosos constituía un fondo ideal sobre el que destacaban las piedras blancas y las pizarras azules.

Para Marie se trataba del hogar de su infancia -¡mucho más que Hautefort, en el Périgord!-, porque era el de su madre, Renée du Bellay, muerta al darla a luz pocas semanas después de que su esposo, Charles de Hautefort, hubiera caído en Poitiers durante una escaramuza. Aquel matrimonio ejemplar dejó cuatro hijos: Jacques, nacido en 1610; Gilles, nacido en 1612; Renée, en 1614, y Marie, en 1616. Madame de La Flotte, su abuela, había criado a los pequeños en este rincón encantador del Vendômois y en París, donde la familia, muy rica, poseía una magnífica mansión.

Cuando llegaron después de un viaje sin contratiempos, en La Flotte únicamente estaba la señora. De los dos hermanos de Marie, Gilíes, el menor, se había incorporado en Artois a las tropas del mariscal de La Meilleraye, y el mayor estaba en el Périgord. Tenía el título de marqués de Montignac y vivía dedicado a su señorío de Hautefort, donde había mandado construir, en torno de una hermosa residencia renacentista, un magnífico castillo a la altura de las glorias familiares. Apasionado por la construcción en una época en que Richelieu derribaba tantas torres señoriales, veía en aquella afición una manera elegante de resistir a una tiranía sublevadora en el sentido más estricto del término. En cuanto a Renée, se había convertido por matrimonio en duquesa d'Escars y se ocupaba en las posesiones de la familia en dar descendencia a su esposo, muy al contrario que el primogénito, que no quería oír hablar de matrimonio.

— ¡Ni mujer ni hijos, sino el castillo más bello del mundo, ésa es su divisa! -explicó Madame de La Flotte mientras guiaba a Sylvie y Jeannette a sus aposentos-. No hace falta decir que apenas le vemos. Cuenta con su hermano para perpetuar el nombre…

Sylvie conocía ya a la abuela de Marie, por haberla encontrado varias veces en el Louvre o en Saint-Germain. Era entonces una dama anciana y prudente, dotada por la naturaleza de una belleza tan grande que aún podía lucir algunos restos: la Aurora había heredado su cabello rubio y su tez sonrosada. Su nombre de soltera era Catherine le Vayer de La Barre, de una familia terrateniente de los alrededores, y se había casado por amor con René II du Bellay, que la había hecho señora de La Flotte al regalarle la propiedad. Era una mujer tan inteligente como cariñosa, adoraba a su hija y sus nietos, y sin duda habría sido mucho mejor gobernanta para el delfín que la seca marquesa de Lansac, cuyo único atributo para merecer el cargo residía en que era una incondicional del cardenal. Bastaba para convencerse de ello ver con cuánta autoridad llena de buen humor dirigía a su numerosa familia.

Como además poseía un sentido muy vivo de la hospitalidad y una gran generosidad, dedicó a Sylvie una acogida calurosa y reconfortante, sin extrañarse de recibir a una señorita de Valaines que había conocido antes como Mademoiselle de l'Isle. Sin duda Marie la había informado de todo, y se diría que aquel cambio de identidad la complacía.

— Es muy agradable saber a qué atenerse en relación con alguien -declaró de buen humor-. En otro tiempo fui una de las damas de la reina María, y recuerdo muy bien a vuestra madre, cuando llegó en 1609 de Florencia acompañada por su hermano mayor. Sólo tenía doce años pero era preciosa: una pequeña madona. Os parecéis un poco a ella… pero sois distinta, y también muy bonita. Ya tendremos tiempo de hablar.

Además de reconfortarla, aquellas palabras abrieron ante Sylvie una perspectiva inesperada: al oír hablar a Madame de La Flotte del hermano mayor que había llevado a Chiara Albizzi a París, se dio cuenta de que lo ignoraba todo de la familia florentina en cuyo seno había nacido su madre. Nadie le había hablado de ella desde su llegada a Anet, y con razón, porque Madame de Vendôme se había esforzado en hacer que sus recuerdos se borraran. Mademoiselle de l'Isle no tenía ningún punto en común con Florencia y sus habitantes, pero al volver a ser ella misma, Sylvie se prometió intentar saber más cosas. Y a la espera de poder interrogar a su anfitriona, empezó por hacer algunas preguntas a Corentin. Éste admitió su ignorancia con una nota de tristeza que no pasó inadvertida a Sylvie.

— Es el señor caballero el que conoció bien a vuestra familia, mademoiselle, y es poco hablador. Nunca me ha dicho nada… ¿Tenéis ganas de marchar lejos de Francia? -añadió, con una inquietud que no intentó ocultar.

— Ni de marcharme ni de llevarte conmigo -repuso Sylvie-. ¡No tengas miedo!

— No tengo miedo…

— ¡Oh, sí! Y te preguntas, igual que yo misma, cuánto tiempo tendremos que estar aún separados de mi querido padrino. Debes de echarle de menos tanto como yo misma… -Dejó pasar aquel instante de emoción, y luego, de improviso, dijo-: ¿Por qué no vuelves con él, Corentin? Debe de sentirse muy infeliz sin ti, e imagino que tú también sin él.

— Sin duda, pero no me perdonaría que faltara a mi deber, que es protegeros. Yo elegí ese camino el día en que me lancé tras la carroza de Laffemas…

— Nunca te lo agradeceré bastante, pero creo que puedes considerar que Mademoiselle de Hautefort ha tomado el relevo. Ya no estoy sola en el fin del mundo…

Por la mirada que él le dirigió, advirtió que la idea le atraía. Sin embargo, aún puso una objeción:

— No podré entrar si la casa está vigilada…

— ¿Después de dos años? Los espías se habrán cansado ya. Además, puedes cambiar de aspecto… o representar la comedia del herido grave. Yo estoy muerta, es cierto -añadió con una amargura que no pudo reprimir-, pero ¿tú? ¿Por qué al intentar salvarme no habrías podido resultar herido de gravedad? Y así se explicaría una ausencia tan larga.

— ¿Por qué no, en efecto? -exclamó Marie, que había escuchado la conversación-. ¡Bravo, querida, imaginación no os falta! En cuanto a vos, Corentin, podéis ir sin temor a reuniros con vuestro amo. Él será doblemente feliz, porque le llevaréis noticias de su ahijada. Y podéis estar seguro de que aquí no bajaremos la guardia.

No añadió que, por su parte, tramaba un plan para poner definitivamente a salvo a Sylvie, pero Corentin ya no necesitaba más argumentos. Al día siguiente se fue de La Flotte, llevándose una larga carta de Sylvie y las lamentaciones de la pobre Jeannette, que veía alejarse una vez más un matrimonio del que hablaban hacía ya bastantes años.

Con la llegada del verano, Sylvie se abandonó a los placeres de la vida en el castillo, rodeada únicamente por amigos. Los jardines desbordaban de flores. Madame de La Flotte resultaba una compañía muy agradable, y mientras Marie pasaba el tiempo urdiendo planes, cada uno más belicoso que el anterior, Sylvie charlaba con su abuela, que recordaba su primera juventud -había nacido durante el reinado de Carlos IX, a medio camino entre la noche de San Bartolomé y la muerte del rey- y hablaba sobre todo de poesía. A su primo angevino Joachim du Bellay, tan encariñado con su pueblo de Liré, y a Bertrand de Born, el pendenciero antepasado de los Hautefort, cabía añadirles el querido Pierre de Ronsard, de cuya mansión natal podían ver, en la otra orilla del Loira, las veletas de las torres y los espesos bosques. Madame de La Flotte adoraba a Ronsard y quería mucho a la viuda y las hermanas del último de su apellido: Jean, fallecido en junio de 1626, por los mismos días en que los Valaines fueron asesinados. En varias ocasiones llevó a Sylvie a La Possonnière. Marie no formaba parte de esas expediciones: no le gustaban los versos demasiado dulces y prefería los serventesios fulminantes de su antepasado perigordino. Y además estaba muy ocupada entretejiendo una correspondencia asidua con personas cuyo nombre no mencionaba jamás, pero algunas de las cuales se presentaron en fechas bastante próximas.

El primero fue, a finales de agosto, el anciano gobernador de Vendôme, Claude du Bellay, primo y buen amigo de la señora del castillo. Casi cayó de su coche en brazos de Madame de La Flotte, riendo y llorando a la vez.

— ¡Ah, prima! -exclamó-. Tenía que venir a compartir con vos mi felicidad y la de todas las gentes de Vendôme. En Arras, el rey ha conseguido una gran victoria, y nuestros jóvenes señores desempeñaron un papel tan brillante que todo el mundo canta sus alabanzas.

Después de esas palabras, rompió a llorar con más fuerza, y a hipar, como un corredor que llega a la meta extenuado después de una larga etapa, y necesitó más de dos vasos de vino de Vouvray para recuperar la respiración y el uso inteligible de la palabra. Arras había caído el 9 de agosto, después de una batalla de cuatro horas en el curso de la cual los dos hijos de César de Vendôme, Louis de Mercoeur y François de Beaufort, habían hecho «maravillas, expuestos siempre al nutrido fuego de los cañones, matando a cuantos se les ponían por delante y animando a las tropas con su valor». A Louis de Mercoeur, colocado inicialmente al frente de los voluntarios, le habían retirado el mando en el último momento en beneficio de Cinq-Mars, por orden de Richelieu. Resentido con razón, había combatido en las filas de los soldados y se había jurado a sí mismo que demostraría cuál de los dos era más valiente; combatió a la cabeza de todos, y recibió una herida de poca gravedad. En cuanto a Beaufort, después de atravesar la Scarpe a nado con todas sus armas, se había arrojado contra los reductos españoles y había conquistado uno de ellos prácticamente solo.

— De vuelta en Amiens, me han dicho que el rey los abrazó, y luego les confió un gran convoy destinado a reavituallar las tropas cruzando las líneas enemigas. Y allí de nuevo se cubrieron de gloria, porque condujeron el convoy hasta su destino sin perder ni un solo hombre. ¡Ah, en verdad monseñor César puede estar orgulloso de sus hijos! ¡Y el buen rey Enrique debe de bendecirlos desde el cielo!

— ¿Ha sido informado el duque César? -preguntó Marie, que observaba a Sylvie con el rabillo del ojo.

— Podéis imaginar que le he enviado varios mensajes desde que tuve conocimiento de las noticias, pero he querido venir en persona a contároslo a vos, que tanta estima sentís por ellos. Supongo que en estos momentos se disponen a disfrutar en París del recibimiento que merecen. ¿Tal vez también de la reina? Eso sería muy valioso para monseñor François, al que ella maltrata bastante en los últimos tiempos. Bien es cierto -añadió el viejo charlatán bajando la voz y con una sonrisa de connivencia- que ha encontrado los más dulces consuelos en una bella dama. Madame de…

— ¿Un poco más de vino? -se apresuró a proponer Marie-. Con este calor resulta un refresco maravilloso. ¿No deseáis ir a vuestra habitación para quitaros el polvo del camino?

Vano esfuerzo. Sylvie quería saber más, y le ofreció el vaso que su amiga acababa de llenar.

— ¡Oh, un momento nada más! -dijo-. ¡Es tan interesante lo que cuenta el señor gobernador! ¿Hablabais de una dama, señor? ¿Quién consuela tan bien al señor de Beaufort?

— La duquesa de Montbazon, mademoiselle. Todo el mundo dice…

— ¡Montbazon! -interrumpió otra vez Marie-. ¡Valiente novedad!

— Ya sé que hace mucho que se habla de una aventura entre ellos, pero ahora es serio. Se trata de una pasión que, por lo que me han asegurado, tiene a todas las damas maravilladas y un poco celosas. Como un caballero de la Edad Media, el duque ha llevado en el combate los colores de su bella amiga en la forma de un nudo de cintas sujeto a su hombro…

Esta vez, Mademoiselle de Hautefort abandonó. El mal estaba hecho, y bien hecho. Una tensión repentina en la bonita cara de Sylvie y sus ojos turbios de lágrimas lo testimoniaban. Dio el primer pretexto que se le ocurrió para salir de la sala y subir a su habitación. Marie no la siguió y prefirió dejarla llorar en paz, pero, mientras los invitados al castillo se preparaban para la cena, se sentó a su escritorio, llenó rápidamente una hoja con su gran letra voluntariosa, y después secó la tinta con arena, dobló, selló el pliego con sus armas y llamó a su camarera para que hiciera subir al viejo mayordomo, al que tendió la carta:

— Quiero que un correo a caballo lleve este mensaje a París en el plazo más breve -ordenó.

Después meditó unos instantes, fue hasta la habitación de Sylvie, vecina a la suya, y entró sin llamar. Esperaba verla desmadejada sobre la cama llorando a lágrima viva, pero pese a que descubrió algo menos dramático, no le resultó menos sobrecogedor: sentada junto a una ventana, Sylvie, con las manos cruzadas en el regazo, miraba al exterior mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas. No oyó entrar a su amiga y no volvió la cabeza cuando ésta se sentó a su lado en el banco de piedra.

— No es más que un hombre, Sylvie… -murmuró Marie-. Y un hombre joven, ardiente. Eso supone que tiene necesidades. Vuestro error ha sido convertirlo en un dios.

— Sabéis bien que es imposible impedir que el corazón lata por aquel a quien se ama. Sé, desde hace mucho tiempo, que he sido creada para amarlo. Vos misma…

— ¡Es verdad! Me gustaba, pero creo que ese sentimiento-nunca fue demasiado lejos. ¡Se lo dije, además! Su reacción estuvo llena de enseñanzas, ¡y qué masculina, por cierto! No se imaginaba que yo pudiera sentir alguna inclinación hacia él, pero al saber al mismo tiempo que esa inclinación había desaparecido, de inmediato me encontró más interesante. ¡Deberíais probarlo!

— ¿Queréis que ame a otro? ¡Pero eso es imposible!

— Valdría más que algún día fuera posible. No querréis estar toda vuestra vida parada al borde de su camino, sufriendo tanto por su felicidad como por sus desgracias. Pensad lo que os plazca, pero la aventura con Montbazon no me parece tan grave. Por lo que sé de él, más me parece un desafío a la reina por el hecho de que se encuentre de nuevo encinta, y no de él.

— ¿Eso creéis? -exclamó Sylvie.

— Es sólo una hipótesis, y no pretendo daros esperanzas con ella. ¿Qué diréis, qué haréis si un día se casa? Hace poco parecía pretender a Mademoiselle de Borbón-Condé, que es muy bella. El cardenal se opuso a ese matrimonio para evitar ver reunidas dos facciones que considera peligrosas, pero hay otros partidos dignos del duque de Beaufort. Y es un príncipe de sangre.

Sylvie apartó la mirada.

— Es inútil recordarme que siempre estará situado demasiado alto para mí, como lo estaba cuando yo era pequeña la torre de Poitiers en el castillo de Vendôme. Él me dejaba al pie de la escalera y yo juraba que crecería y crecería hasta conseguir reunirme con él arriba, en la luz. Y ya veis dónde estoy: más abajo que nunca porque, además de mis pocos méritos de nacimiento, ahora estoy manchada y…

Marie se levantó bruscamente, aferró a Sylvie por los hombros, la obligó a levantarse también y la sacudió con fuerza.

— ¡No quiero volver a oír eso! Es ridículo porque, sabedlo, sólo mancha el mal que se lleva a cabo por propia voluntad. Habéis sido víctima de un monstruo y de una trama innoble. El hombre con el que os forzaron a desposaros está muerto, el teatro del crimen destruido por el fuego…

— ¡Queda el verdugo! Él sigue vivo. Y el cardenal lo protege, de modo que puede destruirme cuando le plazca.

— No. ¡Su vida está demasiado unida a la de su amo! El día en que muera Richelieu, morirá también su servidor. ¡Esforzaos por no pensar en ello y por mirar hacia delante! Ese hombre pertenece a un pasado que, con la ayuda de Dios, borraremos. -Con un gesto brusco, atrajo a la joven hacia sí y la estrechó entre sus brazos-. ¡Y vos reviviréis, volveréis a ver el sol… tan cierto como que yo soy la Aurora!

Soltó a Sylvie, le dio un beso en cada mejilla y salió de la habitación dando un portazo tras de sí, lo que era siempre señal de una firme determinación.

Alejada de la corte y de sus movimientos, Mademoiselle de Hautefort ignoraba que el joven duque de Fontsomme acababa de ser enviado por el rey a socorrer a su hermana la duquesa de Saboya, forzada a replegarse en Chambéry, en tanto que el Condé d'Harcourt expulsaba a los imperiales de Turín. Fontsomme estaba por tanto ausente de París cuando llegó la llamada de socorro que le había dirigido Marie, segura de que se apresuraría a acudir. Pero pasó el tiempo sin que diera señales de vida.

Llegó el otoño, y ni siquiera el nacimiento en septiembre de un segundo hijo de Francia pudo convencer a Madame de La Flotte de acudir a Saint-Germain.

— Cuando exilian a mi nieta, me exilian a mí también -dijo-. Eso le evitará al rey ponerme una cara de palmo en cuanto me vea…

— ¡Es ridículo! La reina os quiere, y dicen que el rey está feliz con este nuevo nacimiento… -exclamó Marie.

— A propósito, ¿no lo encontráis curioso? Él, que es-taba de tan mal humor cuando nació el delfín, ahora delira, o casi, delante de éste. Quizás es porque es tan moreno como él mismo, mientras que el delfín es rubio como su madre y…

— ¡No desviéis la conversación! Creo que vuestro deber es ir allá…

— ¿Para defender vuestra causa? Esa clase de maniobra no es propia de vos, Marie, siempre tan orgullosa.

Una brusca cólera hizo que la Aurora enrojeciera.

— No se os tenía que haber ocurrido siquiera esa idea. Yo no soy de las que mendigan. Volveré con honores de guerra, o no volveré… Pero nuestra familia no debe estar ausente de los grandes acontecimientos del reino.

— Vuestra hermana D'Escars y vuestro hermano Gilíes la representarán muy dignamente. ¡Yo estoy enfadada!

Como sabía que su abuela era tan testaruda como ella misma, Marie no insistió, contenta en el fondo por el afecto que le mostraba con su actitud. Su marcha a París habría dejado el castillo casi vacío, de modo que Sylvie y ella misma se habrían visto un poco abandonadas. Tuvo una nueva ocasión de felicitarse de la resolución de su abuela ya entrado el invierno, cuando las intrigas de la corte -que desde luego añoraba- volvieron a rondarla en extrañas circunstancias.

Aquella noche, las tres mujeres se disponían a cenar con la intención de no prolongar la velada y acostarse temprano después de una jornada fatigosa: Marie había pasado varias horas ocupada en la caza de un jabalí que causaba destrozos, en tanto que Madame de La Flotte y Sylvie habían acudido a La Possonnière, donde Madame de Ronsard y sus hijas habían sufrido una especie de intoxicación por haber comido caza demasiado manida. De súbito, el galope de un caballo surgió del fondo de la noche, creció y fue a detenerse en la escalinata de la entrada; luego se oyó el rápido taconeo de botas en el gran vestíbulo, y finalmente la doble puerta se abrió bajo la mano autoritaria del jinete, antes incluso de que el mayordomo pudiera anunciarlo.

— Mi buena amiga -dijo el duque de Vendôme-, vengo a pediros asilo durante dos o tres noches. Me he visto obligado a huir de Chenonceau antes de que me prendiesen los esbirros de Richelieu.

La sorpresa hizo que las tres mujeres se levantaran, pero la señora del castillo no tuvo tiempo de adelantarse: él estaba ya junto a ella y le había tomado las manos para besárselas.

— ¿Vos, huido? Pero ¿qué ha ocurrido?

— Una historia absurda que os contaré mientras cenamos si tenéis a bien invitarme. Me muero de hambre… ¡Ah, Mademoiselle de Hautefort! Perdonadme, no os había visto.

Detuvo el movimiento que había ya esbozado de sentarse en una silla, sin dudar de la respuesta de Madame de La Flotte, y se dirigió a saludar a Marie, cuando sus ojos crecieron hasta casi salirse de las órbitas: acababa de reconocer a Sylvie.

— ¿Acaso tengo el don de ver fantasmas? ¿O bien formáis parte de la pesadilla en que vivo?

El primer movimiento de Sylvie había sido buscar las sombras para disolverse en ellas, pero el estupor la dejó paralizada demasiado tiempo. Ahora iba a ser necesario afrontar la situación. Retuvo con un gesto a Marie, que se disponía a responder, y se adelantó; la anciana dama no habría tenido nada que reprochar a su reverencia.

— No soy un fantasma, señor duque, y tampoco soy tan importante como para aparecer en vuestros malos sueños. Sencillamente soy otra…

— ¿Qué queréis decir? ¿Habéis muerto y resucitado?

— En cierta forma. Gracias a quienes me salvaron. Yo también me escondo, monseñor…

— ¿Y quién os ha salvado?

Marie se encargó de responder. No estaba dispuesta a dejar a Sylvie enfrentarse sola con el temible hijo de Enrique IV y Gabrielle d'Estrées, y optó por no entrar en detalles:

— En primer lugar, vuestro hijo François, y después mi señora abuela y yo. Está aquí bajo la salvaguarda de nuestro afecto.

César, sin embargo, sólo había oído el principio de la explicación.

— ¿François, eh? ¿Otra vez François? -exclamó con una risita aviesa-. ¿Es realmente necesario que sigáis pegada a él como la hiedra a la roca? Si hubieseis sabido…

— ¡Basta, César! -le interrumpió con severidad Madame de La Flotte-. No es de recibo, puesto que venís pidiendo ayuda, que hostiguéis a esta niña a la que queremos y que está aquí en su casa.

— ¿En su casa? ¿No le basta, entonces, el señorío de l’Isle que mi mujer me obligó a darle?

— ¡No olvidéis que estoy muerta! -exclamó Sylvie, sublevada por el tono despectivo del duque-. El señorío de l'Isle ha revertido naturalmente en vos. Mi supervivencia tiene lugar con el nombre de Valaines…

— No por eso dejáis de ser mi vasalla…

Era más de lo que Marie podía escuchar.

— Si seguís por ese camino, señor duque -replicó-, me voy de esta casa a riesgo de ser encarcelada, porque bestoy exiliada, y me llevo conmigo a Mademoiselle de Valaines…

— ¿Y si dejáramos todos de decir tonterías? -dijo de improviso Madame de La Flotte con un buen humor inesperado-. Nuestras discusiones no son adecuadas para los oídos del servicio. ¡Cenemos, pues, y luego nos diréis hasta qué punto tenéis necesidad de nosotras!

A pesar de su sonrisa, acentuó las últimas palabras de modo que el duque se diese cuenta de que no estaba en situación de dar órdenes. El acabó por comprenderlo así y se sentó a la mesa, en la que reinó el silencio mientras duró la cena. Desde su sitio Sylvie, que apenas probó bocado, lo observaba. No le había vuelto a ver desde su dramática entrevista en la pequeña casa desierta del Marais a la que él le había hecho acudir para darle un frasco de veneno destinado al cardenal. [7] Habían pasado cuatro años desde entonces. Si sus cuentas eran exactas, César tenía ahora cuarenta y siete, y su belleza se había ajado mucho más, como constató ella con desagrado al pensar en el parecido que tenía con su hijo menor. El exilio rural en su castillo de Chenonceau, donde el rey y Richelieu le habían confinado desde hacía más de veinte años, tenía por lo menos la ventaja de permitirle conservar músculos de cazador bajo una piel curtida por el sol y la intemperie, pero los excesos sexuales que le llevaban a perseguir a todos los muchachos capaces de atraer sus sentidos, iban dejando marcas cada vez más profundas en su rostro, en otro tiempo uno de los más hermosos de Francia. A ellas se añadían los estigmas de una intemperancia en la bebida que no contribuía a arreglar las cosas. César ofrecía en aquel momento una demostración convincente: el escanciador llenaba continuamente una copa que el duque vaciaba casi enseguida de un solo trago. También comió mucho, con un apetito estimulado por la larga cabalgata desde Chenonceau.

— ¿Cómo es que habéis venido solo? -preguntó su anfitriona en cuanto él se reclinó en su asiento con un suspiro de satisfacción.

— Os lo he dicho: huyo. Mi hijo Mercoeur me envió un mensaje diciendo que Richelieu mandaba gente para arrestarme, de modo que dejé plantada a toda la familia y salí a escape. Pido disculpas por haber irrumpido de esta forma, pero no he hecho más que seguir el consejo que me dio Mercoeur. El vendrá aquí, y me acompañará a Inglaterra…

— ¿A Inglaterra? -repitió Marie, asombrada-. Está lejos, ¿por qué no a Bretaña, donde conserváis buenos amigos?

— Que el maldito hombre rojo conoce de sobras. Podéis estar segura de que es allí donde me buscará después de en Vendôme, Anet, etcétera. Y el camino para llegar a la costa normanda en la bahía del Sena no es tan largo: unas cincuenta leguas aproximadamente, creo.

— Pero en fin, ¿por qué huís?

César vació su copa y la tendió de nuevo. Su rostro se había enrojecido y tenía los ojos inyectados en sangre.

— ¡Una historia de locos! -dijo con una risotada-. Dos aventureros de Vendôme que se hacían pasar por santos ermitaños, Guillaume Poirier y Louis Aliáis, tan pendencieros que yo había tenido problemas con ellos en varias ocasiones, fueron arrestados en diciembre pasado por acuñar moneda falsa. Para ganar tiempo e intentar obtener la indulgencia de los jueces, declararon que habían tenido una conversación conmigo en el curso de la cual yo les había entregado un veneno para acabar con el maldito cardenal.

Sylvie no se esperaba aquello. Soltó la cuchara y dirigió al duque una mirada asustada. El mismo, a pesar del sopor etílico que empezaba a invadirle, se dio cuenta de lo que acababa de decir, y delante de quién. Sus miradas se cruzaron. Lo que ella leyó en la de él la espantó: era odio, pero también miedo. Afortunadamente, el momento no se prolongó. Madame de La Flotte y Marie se escandalizaron, incapaces de imaginar que el vil veneno pudiera ser considerado un arma aceptable por un príncipe de la casa de Francia.

A partir de ese momento César dejó de beber, y la cena concluyó rápidamente. Se rezó en común y después cada cual se retiró a sus habitaciones. Como los demás, Sylvie fue a la suya, pero no se acostó. Algo le decía que aún no había acabado con el señor de Vendôme por aquella noche…

Y en efecto, todavía no había transcurrido una hora cuando a la luz de las dos velas, colocadas una en la cabecera de la cama y la otra sobre la mesa a la que estaba sentada, vio abrirse la puerta sin poder reprimir la angustia que produce siempre esa visión, incluso cuando se espera…

— ¿Dónde lo habéis puesto? -preguntó el duque sin preámbulos.

— ¿De qué habláis?

— ¡No os hagáis la idiota! Del frasco que os entregué cierta noche para obligaros a salvar a mi hijo si era detenido por culpa de aquella ridícula historia de un duelo.

— No lo tengo.

Él la aferró del brazo para obligarla a levantarse:

— Tenéis muchos defectos, pequeña, pero mentís muy mal. ¿Dónde está?

— No miento cuando digo que no lo tengo.

— ¿Lo habéis tirado? No -se corrigió-, nadie tira un medio para salir rápidamente de la vida cuando cae en sus manos. Apostaría a que lo habéis guardado. Aunque no fuese más que para vos misma en caso de desesperación. ¿Me equivoco?

Ella le miró con asombro. Que fuera capaz de seguir el hilo de sus pensamientos con tanta exactitud resultaba bastante sorprendente en un hombre al que había tenido a menudo la tendencia a considerar como un rústico, a pesar de su donaire de nobleza.

— No… Es verdad que lo pensé. Incluso se me ocurrió compartirlo con el cardenal a fin de evitar lo que seguramente me habría ocurrido después: la… la tortura y la muerte en el patíbulo. Pero os repito una vez más que no lo tengo. Fui raptada al salir del castillo de Rueil, figuraos, y cuando os invitan a esa clase de viaje, no os queda mucho tiempo para preparar el equipaje.

— ¿Dónde está, entonces?

— En el Louvre.

César abrió más los ojos.

— ¿En el Louvre?

— En la habitación que ocupaba yo como doncella de honor de la reina. Primero lo había disimulado en un pliegue del baldaquín de mi cama, pero después pensé que podía suceder que alguien sacudiera, incluso involuntariamente, las cortinas. Busqué otro escondite, y lo encontré detrás de un tapiz que representa al pobre Jonás en el momento de ser tragado por la ballena; hay una grieta entre dos piedras que parecía hecha a la medida para aquel frasquito. Está más o menos a la altura de la boca del animal…

— ¡Gracias por tanto lujo de detalles! -gruñó César-. No pensaréis que voy a arriesgarme e ir a buscarlo, ¿verdad? Acordaos de que estoy huyendo.

— ¡Y yo estoy muerta! Os lo decía para el caso de que pudierais enviar a alguna persona de confianza.

— Las vínicas personas de confianza de las que podría disponer están muy próximas a mí. Ahora bien, soy ya sospechoso de intento de envenenamiento. ¿Qué se diría si uno de los míos fuese sorprendido? No sólo yo sería condenado sin remedio; probablemente ellos lo serían también.

— ¡Oh, no! -suspiró Sylvie-. ¿No iréis a empezar de nuevo vuestro odioso chantaje con monseñor Fran-$ois…? Además, en caso de que pensarais obligarme a resucitar, si yo fuera detenida también me relacionarían con vos. ¿No creéis que lo mejor para todos es dejar el frasco donde está? Os aseguro que para encontrarlo hay que buscar mucho. Además, no soy la única doncella de honor que ha ocupado esa habitación, y me parece que el frasco no lleva grabadas vuestras armas.

El no respondió enseguida. Con los codos apoyados en el manto de la chimenea, acercaba al fuego un pie y luego el otro, al tiempo que reflexionaba. Dejó escapar un suspiro y exclamó:

— ¡Tal vez estáis en lo cierto! No tenemos ningún medio para recuperarlo, ni vos ni yo… Pues bien, os deseo buenas noches, mademoiselle de…, ¿de qué, a fin de cuentas?

— Valaines -dijo Sylvie con tristeza-. Se diría que vuestra memoria no es tan buena para vuestros vasallos en desgracia como para vuestras malas acciones, señor duque. Yo también os deseo buenas noches… y un buen viaje a Inglaterra.

— Tendréis que soportarme hasta que llegue Mercoeur. En cuanto a Beaufort, ¡manteneos apartada de él! ¡Sabed que emplearé todos los medios, incluso los más viles como una denuncia anónima, para librarlo de vos!

— ¿Una denuncia? ¿Por qué motivo?

La risita malvada de aquel hombre le hizo a Sylvie el efecto de un rallador frotado contra sus nervios en tensión.

— Una vez en Inglaterra, poco tendré que temer del hombre rojo, y podría indicar dónde se encuentra el famoso frasco. ¡Pensad en ello, querida!

En la galería, Marie de Hautefort, que escuchaba en camisón y descalza sobre las losas heladas, decidió que había llegado el momento de volver a su dormitorio. Lo que acababa de oír confirmaba la opinión que siempre había tenido del magnífico bastardo del Vert-Galant, salvo que hasta ahora no era tan desastrosa: ¡era un miserable completo!

Cuando César salió, vio desaparecer una sombra blanca entre las sombras del largo pasillo, y se persignó precipitadamente: ¡era supersticioso y creía en los fantasmas!

La amenaza que acababa de proferir contra Sylvie iba a quedar sin efecto al cabo de pocas horas, ya que uno de los tres jinetes que cruzaron al día siguiente la entrada del castillo de La Flotte era Louis de Mercoeur, pero los otros dos eran el duque de Beaufort y su escudero Pierre de Ganseville.

Desde la ventana de su habitación, en la que había decidido permanecer hasta la marcha de Vendôme, Sylvie les vio llegar y, sin escuchar más que a su corazón, olvidando toda prudencia después de las amenazas de César, corrió recogiendo sus faldas, bajó a saltos la gran escalera y llegó al vestíbulo en el mismo momento en que François cruzaba el umbral. Sus bonitos ojos avellana, brillantes de felicidad, se cruzaron con la mirada azul del joven, que viró a un gris verdoso al mismo tiempo que su sonrisa se borraba. Olvidó incluso saludar a Madame de La Flotte, que llegaba del salón escoltada por Marie, y fue directamente hacia Sylvie:

— ¡Por todos los diablos del infierno! ¿Qué estáis haciendo aquí? El padre Le Floch, enviado del señor de Paul, me había dado a entender a su vuelta que tenía buenas razones para esperar vuestro pronto ingreso en un convento. ¡Y os encuentro aquí, de vuelta al mundo como si nada hubiera pasado! ¡Estáis loca, palabra!

La filípica le llegó a Sylvie al corazón, y apagó como una ducha fría su alegría de verle.

— De modo que realmente queríais sepultarme en el fondo de un convento. ¿Para no volver a oír hablar de mí, sin duda?

— ¡En efecto, eso es lo que deseaba! ¡Tengo otros asuntos de que ocuparme! ¿No sabéis el peligro que corre mi padre? ¡Y para colmo de desgracia, os venís a interponer!

— ¡Un momento! -terció Marie-. Sylvie no tiene nada que reprocharse. Soy yo quien fue a buscarla porque ya no estaba segura en esa isla del fin del mundo donde la habíais dejado hasta el fin de los tiempos, supongo…

— Tan sólo hasta la muerte de Richelieu, y Belle-Isle es el lugar más bello que conozco. Por lo que se refiere a su seguridad, si hubiera seguido los consejos del abate Le Floch, ningún peligro habría podido alcanzarla en el convento del que…

— ¡Del que Richelieu habría podido sacarla en el momento en que le apeteciera! ¡Las cosas han cambiado bastante desde la última vez que nos vimos!

— Es posible, pero al acogerla aquí estáis poniendo en peligro a los vuestros y…

— Un peligro que os preocupa muy poco cuando se trata de dar refugio a vuestro padre. Sylvie no está acusada de intento de envenenamiento, que yo sepa.

Era más de lo que la infeliz podía soportar:

— ¡Por piedad, Marie, callaos! ¿No habéis comprendido aún que el señor duque deseaba por encima de todo librarse de mí para siempre?

Y para ocultar los sollozos que ya no podía reprimir, subió presurosa la escalera.

— Muy bien -aprobó César de Vendôme, que entraba y siguió la retirada desconsolada de la joven-. ¡He aquí una cosa bien hecha! Ya era hora, hijo mío, de que comprendierais la necesidad de apartarla de vos. ¡No os es de ninguna utilidad! Pero a propósito, ¿por qué estáis aquí, Beaufort? Sólo Mercoeur tenía que reunirse conmigo.

El hermano mayor, que hasta entonces había considerado prudente no mezclarse en lo que no le concernía, se encargó de explicarlo:

— ¡Oh, es muy sencillo, padre! Lo he traído para impedir que hiciera otra de las suyas. Al saber que la policía os buscaba, nuestro paladín propuso a Richelieu ir a la Bastilla en vuestro lugar con el fin de proclamar públicamente que estaba convencido de vuestra inocencia.

La expresión de burla del duque se suavizó de inmediato. Con visible emoción se acercó para dar una palmada en el hombro de su hijo menor.

— ¡Gracias, hijo mío! -dijo-. Sólo que no se os ocurrió que en ese caso sería yo quien no podría soportar la idea de saberos prisionero. ¡Richelieu nos odia demasiado! Habríais arriesgado vuestra cabeza… como yo arriesgo la mía si me entretengo. ¿No estáis muy cansados?

— ¡En absoluto!

— Entonces, si nuestra querida duquesa tiene a bien servirnos algo de comida, partiremos inmediatamente después.

Mientras Mercoeur y él almorzaban, François comió tres bocados, se levantó de la mesa y tomó a Marie del brazo para llevarla a una sala vecina.

— ¿Necesitáis escuchar más verdades? -preguntó ella con aspereza.

— Lo que necesito es averiguar un poco más sobre lo que guardáis en el fondo de vuestra bella cabeza. Ignoro exactamente por qué razón fuisteis a buscar a Sylvie.

— Os lo he dicho: Laffemas andaba cerca de ponerle la mano encima.

— ¡Excusas! ¿Habéis olvidado el gran amor del joven Fontsomme, del que me hablasteis en otra ocasión? Fue por él por quien corristeis a buscarla. ¿Para dársela?

— No. Lo creáis o no, se encontraba en grave peligro, pero confieso también que más adelante he intentado reunirles…

— ¿A ella y ese jovenzuelo pomposo?

— Es el muchacho más encantador que conozco, y la adora. Supongo que no querréis que ella se pase la vida entera contemplando vuestra imagen, de preferencia entre sollozos. Tiene derecho a una felicidad que vos sois incapaz de darle.

— Entonces ¿por qué no está él aquí? -repuso François, burlón.

— Lo ignoro, y no tengo idea de dónde se encuentra.

— Le escribisteis y vuestra carta quedó sin respuesta, ¿no es así?

— Lo admito, pero no pongáis esa cara de gato a punto de zamparse un ratón. Temo que alguna desgracia le haya impedido recibirla.

— Nada le ha ocurrido, querida. Está en el Piamonte, junto a la duquesa de Saboya. Una embajada a la que se ha unido ese meapilas al que ahora llaman Mazarino. ¡Ese corre detrás de un capelo de cardenal! En cuanto a vuestro héroe, apuesto a que habrá encontrado allá abajo alguna beldad más provista de encantos que nuestra pobre gatita. Tienen mujeres magníficas…

— ¡Es posible, pero no le darán ni frío ni calor! No es culpa vuestra, querido François, pero sois incapaz de tener un sentimiento noble. ¡Me parece que eso se debe a unos apetitos un tanto vulgares que también se reflejan en vuestro lenguaje! Por mi parte, sólo tengo una cosa más que deciros: haré todo lo que pueda para extirpar del cerebro de Sylvie vuestra imagen de héroe de pacotilla.

Y con un aire de magnífico desdén, Mademoiselle de Hautefort fue al encuentro de Madame de La Flotte…

Una vez los Vendôme hubieron marchado con el estruendo que acompañaba siempre sus movimientos, incluso los más secretos, el castillo de La Flotte volvió a quedar en silencio, aunque no por mucho tiempo: al día siguiente un correo del rey puso pie a tierra bajo la mirada inquieta de Marie, que se preguntó si aquel hombre sería portador de la orden de conducirla a prisión; aunque se tranquilizó al comprobar que llegaba solo. Además, su carta iba dirigida a Madame de La Flotte. De hecho, contenía una orden bastante inesperada: la amable dama debía ir, tan discretamente como le fuera posible, a reunirse con el rey en su pequeño castillo de Versalles.

La mirada de Marie se avivó: ¿empezaba a añorarla su antigua víctima y, mediante el rodeo de una entrevista con la abuela, deseaba entablar conversaciones para devolverla a su favor? Sin pecar de presunción, no veía otra razón para una entrevista tan poco conforme a las costumbres de la corte.

— ¿Y si el motivo es alguno de vuestros hermanos? -aventuró la anciana para refrenar un poco un entusiasmo que le parecía un tanto petulante, pero Marie se echó a reír.

— ¡No haría tantas historias! Creedme, abuela, tengo razón. ¡Si no es eso, me voy a España con la duquesa de Chevreuse!

— ¡Sois demasiado buena francesa! Nunca haríais eso. Pues bien, creo que tendré que acelerar los preparativos si quiero llegar a tiempo a la audiencia del rey.

Iba a salir, pero Sylvie la retuvo:

— ¡Por favor, señora, llevadme con vos!

— ¿A ver al rey?

— ¿Cómo, Sylvie, queréis dejarme? -exclamó Marie.

Sylvie miró a aquellas dos mujeres queridas, y sonrió.

— Ni lo uno ni lo otro; pero me parece la mejor solución. Madame podría dejarme en un convento como desea el señor de Beaufort, y vos, Marie, pensad que no podré acompañaros si el rey os llama a su lado. Me convertiría en una molestia y una preocupación añadida, porque creo que me queréis bien. Únicamente pediría que ese convento sea parisino, para poder volver a ver por fin a mi querido padrino.

Aquel pequeño discurso produjo cierto efecto.

— ¡Tiene razón, Marie! -dijo la condesa-. Si os piden que volváis, ella se quedará sola aquí, y por tanto estará insegura. En la Visitation Sainte-Marie estaría segura. Madame de Maupeou, la superiora, es amiga mía…

— Y contamos con otra: Louise de La Fayette. Es probable que las dos tengáis razón…, ¡pero sólo por un tiempo! ¡No vayáis a pensar en tomar los hábitos, Sylvie! Seréis únicamente dama pensionista, y yo os veré tantas veces como desee, ¡delante mismo de los espías de Richelieu! -concluyó con una carcajada-. La Visitation es inviolable.

— ¿No lo era también el Val-de-Grâce?

— No, porque pertenecía a la reina. Este convento está protegido por la hermana Louise-Angélique, y en consecuencia por el rey en persona. Nunca toleraría una intrusión. ¡Dicho y hecho! ¡Id a preparar vuestro equipaje, mi pequeña Sylvie! ¡Y que Dios nos ayude!

Al amanecer del día siguiente, Madame de La Flotte abandonaba su mansión ancestral, flanqueada por dos acompañantes: una era su auténtica camarera y la otra Sylvie, modestamente vestida. La pena que sentía ésta por separarse de su amiga estaba compensada por la idea de volver a ver muy pronto al querido Perceval de Raguenel, que ocupaba un lugar tan importante en su corazón.

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