Es nuestro deseo y nuestra voluntad que la noble señorita Sylvie de Valaines, conocida hasta el presente bajo el nombre de Mademoiselle de l'Isle, sea sacada de nuestra fortaleza de la Bastilla y recupere, cerca de Su Majestad la Reina nuestra esposa bienamada, el lugar otrora el suyo y que ocupará hasta su matrimonio, etcétera.
Sin hacer comentarios pero con una chispa de diversión en la mirada, Perceval devolvió el papel regio a su poseedor, que en lugar de guardarlo lo dejó encima de la mesa con otro que era la orden de puesta en libertad para el gobernador de la Bastilla:
— Oh, podéis quedaros con todo esto -dijo-. ¡Ya no sirve para nada!
— ¿Porque Sylvie ha salido de la prisión sin vuestra ayuda?
— Ciertamente. Yo me había imaginado…
— … Que, loca de alegría al verse en libertad, caería en vuestros brazos, lo cual sería un buen principio para la segunda parte del programa ideado por el rey.
Fontsomme se ruborizó, pero no bajó la mirada.
— Es verdad. Al verla a vuestro lado me he sentido muy feliz… y muy decepcionado, lo cual os dará una idea muy pobre del amor que siento por ella, ya que, de modo inconsciente, deseaba que sufriera más tiempo… ¡Oh, es indigno, indigno!
— ¡Pero muy natural! -dijo Perceval, risueño-. Habéis podido constatar que Sylvie estaba encantada de volver a veros. Y lo que le traéis está muy lejos de ser desdeñable -añadió, recuperando la seriedad-. La posibilidad de recuperar su puesto, su rango, su verdadera personalidad, y eso con la aprobación de todos, puesto que fue el cardenal en persona quien la puso en libertad. Y es importante, porque ha sucedido con frecuencia que Richelieu corrija e incluso anule una orden del rey, dejando para más tarde el darle explicaciones sobre el tema…
— En efecto, pero no creo que sea el caso. Mientras el rey escribía, me pareció advertir que sentía un placer maligno al contradecir a su ministro. Nuestro señor se siente muy infeliz por haber tenido que ordenar el arresto de Cinq-Mars. La evidencia de la traición era demasiado flagrante, pero no estoy seguro de que se mostrara tan severo si únicamente se hubiera tratado de un intento de asesinato del cardenal. Por una parte, son frecuentes, y además hay momentos en los que cabe preguntarse si el rey no desearía, en lo profundo de su corazón, verse libre de un hombre cuyo genio político le resulta tan admirable como agobiante.
— De todas maneras, informaremos a Sylvie de las buenas disposiciones del rey respecto a ella. Lo mejor sería que vos visitarais a la reina para informarle finalmente de la verdad acerca de la que llamaba su «gatita».
— No creo que sea una buena idea. Me es imposible seguir con la fábula de nuestro próximo matrimonio. Sería una fea manera de presionarla. Y además, no estoy seguro de desear que ella se vea de nuevo mezclada en las intrigas de la corte y formando parte de ese batallón de doncellas de honor en el que, sin Mademoiselle de Hautefort, podría sentirse desdichada.
— Tampoco yo lo deseo, y juraría que Sylvie será de la misma opinión. Nunca consentirá en volver a ostentar el rango de doncella de honor. Con todo, para su porvenir, sí querría que recuperara la protección de la reina.
— ¿Después de lo que le ha sucedido?
— Sí. Voy a explicaros cómo regresó aquí, y la trampa que le tendió Mademoiselle de Chémerault, de la que con mucha suerte logró escapar. -Después de terminar su relato, Perceval añadió-: Confieso haber pecado de egoísmo por no haberla devuelto al convento. ¡Pero me sentí tan feliz de recuperarla! Por supuesto, también habría podido enviarla a Madame de Vendôme, pero temo que su protección no le sea en estos momentos de gran utilidad.
Jean de Fontsomme, que había escuchado a su huésped mientras se paseaba por la estancia para combatir su indignación, se detuvo bruscamente.
— Las malas noticias que traigo se refieren precisamente a esa casa, y como conozco los sentimientos de vuestra ahijada, desearía que lo que voy a deciros quede entre nosotros.
El joven duque explicó entonces que antes de visitar a su amigo Raguenel había acudido al hôtel de Vendôme para ofrecer su ayuda a la duquesa y su hija. Había estado al lado del rey cuando se dio orden de arrestar a Beaufort, y fue a ponerse al servicio de las dos mujeres, a las que estimaba.
— A pesar de que las órdenes reales no suponen ninguna amenaza para ellas, han preferido retirarse por un tiempo en las Capuchinas, donde reciben frecuentes visitas de monseñor el obispo de Lisieux, de Monsieur Vincent y del nuevo coadjutor del obispo de París, el abate de Gondi. Están tranquilas y serenas. Me han informado de que el señor de Beaufort ha marchado a Inglaterra. Mercoeur no ha sido acusado de nada y sigue en Chenonceau. Todas esas noticias me han tranquilizado.
— ¿Tanto queréis al duque François? -preguntó Raguenel, medio en broma medio en serio.
— Sé que Sylvie le ama y confieso que, si ella no existiera, me gustaría ser su amigo. Es sincero, valiente, un poco alocado, pero tan de ley como el oro. Es insensato que se le acuse de colusión con España. Es un hombre que se ha equivocado de siglo: en la época de las Cruzadas, habría conquistado Tierra Santa él solo. Espero que no se le ocurra volver a Francia mientras viva Richelieu: han puesto precio a su cabeza.
— Habéis hecho bien en hablarme a mí primero. Sylvie se imagina que su amigo de la infancia está viviendo el amor perfecto en Vendôme con Madame de Montbazon. Eso la entristece, y está bien que así sea. El saber que ha sido proscrito y corre peligro de muerte devolvería toda su fuerza a un afecto que yo quisiera que ella mantuviera definitivamente en su estado actual.
La cena posterior fue deliciosa. Sylvie se ruborizó al saber que el rey deseaba que ella reapareciera en la corte, pero se negó a volver con las doncellas de honor.
— Mucho me temo que cuento con bastantes enemigas entre ellas, y sin Marie de Hautefort no me sentiría a gusto. Pero decidme, amigo mío, ¿cómo habéis conseguido que el rey se interesara tanto por mi modesta persona?
— Erais víctima de una gran injusticia y…
— Es inútil que argumentéis -cortó Perceval-, ya le he explicado a título de qué habéis reclamado su liberación.
Correspondió entonces al joven el turno de ruborizarse.
— Quería poner todos los medios para sacaros de la prisión, pero os suplico que creáis que no tenéis el menor compromiso conmigo. Incluso un noviazgo oficial puede romperse, y todavía es más fácil cuando no existe ese estado oficial. Más adelante diremos al rey que… hemos cambiado de opinión. Lo importante es que olvidéis esa pesadilla y que podáis reaparecer en el entorno de la reina.
Sylvie poso una mano sobre la del joven.
— ¿Qué os estáis figurando? Sabéis que os aprecio y que siento por vos una inmensa gratitud por haber aclarado así mi situación. No prejuzguemos el futuro. Tal vez un día os concederé mi mano, pero aún es pronto. Necesito intentar ver claro en mí misma, ¡y vos os merecéis un corazón enteramente consagrado a vos!
— Conseguir un lugar, por pequeño que sea, en el vuestro, tendrá para mí más valor que cualquier otra cosa. ¡Concededme tan sólo el favor de velar por vos!
A la Gazette no le faltaba material en aquel final de verano, y su redactor acudía casi todas las tardes a casa de su amigo Raguenel para comentar las noticias de la jornada. La ejecución en Lyon de Cinq-Mars y De Thou había causado un enorme revuelo, hasta el punto de casi hacer olvidar la paz de Perpiñán, que dejaba definitivamente en manos de la corona de Francia el Rosellón y parte de Cataluña. Parecía que un gigantesco remolino nacido al pie del cadalso de la Place des Terreaux ampliaba más y más sus círculos concéntricos. Cinq-Mars y su amigo De Thou habían subido a él sonrientes, uno vestido de color castaño cubierto de encaje de oro, con medias verdes de seda y una capa escarlata, y el otro de un severo terciopelo negro; eran tan jóvenes y hermosos los dos, que una intensa emoción se apoderó de la muchedumbre, y hubo muchas lágrimas cuando los dos muchachos se abrazaron antes de colocar sus cabezas en el tajo.
— Se dice -comentó Renaudot- que el canciller Séguier, enviado a Lyon para dirigir el proceso, hizo todo lo posible por salvar a De Thou, agente de la reina en esta historia, pero cuya culpabilidad no ha sido posible demostrar.
— Entonces ¿por qué una condena capital? -preguntó Perceval.
— Porque se negó, incluso sobre los Evangelios, a acusar a su amigo el duque de Beaufort. Muy al contrario, negó siempre que hubiera participado en ningún aspecto de la gran conjura, y dijo que desde que tuvo conocimiento de ella, había rechazado cualquier participación. Entonces Richelieu exigió que acompañara en el cadalso a Monsieur le Grand.
— El cardenal quiere la muerte de F…, del señor de Beaufort -gimió Sylvie, que se acercaba para reunirse con los dos hombres y los había oído.
— Por desgracia, sí, mademoiselle. Es una suerte que haya conseguido refugiarse en Inglaterra porque, si no, sin duda estaríamos deplorando la ejecución de un príncipe francés, en tanto que Monsieur, uno de los principales conjurados, escapará con una simple condena al exilio en sus tierras. Si se arriesga a volver, la cabeza de Beaufort caerá, por más inocente que sea.
La mirada de Sylvie, arrasada en llanto, buscó la de su padrino, visiblemente incómodo.
— ¿Sabíais todo eso? -le preguntó.
— Sí, pero como ha conseguido huir a Inglaterra, ¿para qué hablar de ello? Ya habéis sufrido bastante.
— Sufro todavía más cuando no sé nada. Así pues, ha ido a reunirse con su padre… pero en esta ocasión no podrá volver nunca.
Los dos hombres se miraron, y fue Renaudot quien dijo como conclusión:
— No hasta que muera el cardenal… y quizá también el rey.
Sylvie inclinó la cabeza sin responder, saludó al gacetista y se retiró en silencio. Pero en cuanto Renaudot se hubo marchado, fue a buscar a su padrino.
— ¿Queréis, por favor, pedir al señor de Fontsomme que me lleve ante la reina lo más pronto posible?
El, inquieto, intentó leer en aquel rostro resuelto.
— ¿Te propones volver al grupo de doncellas de honor?
— No. Únicamente quiero verla y hablar con ella. Quiero que sepa que no he olvidado nada. El señor de Thou ha muerto por culpa de ella, porque ella se hizo representar por él en una conjura de hombres de armas en la que no había lugar para un hombre de leyes. Después, si lo he entendido bien, ella misma lo denunció al entregar el tratado. Así pues, quiero recordarle que el hombre al que amaba, el padre de su hijo, está en peligro de muerte, porque no es hombre que se resigne a permanecer mucho tiempo fuera de las fronteras de Francia.
Perceval se puso de pie, pálido. Era la primera vez que la joven aludía al terrible secreto que compartía con Marie de Hautefort, La Porte y él mismo. Comprendió que el peligro que corría Beaufort la había trastornado, y se asustó al pensar que era capaz de todo.
— ¿Has perdido la razón, Sylvie? Ese secreto no te pertenece a ti, sino al Estado, y no tienes derecho a servirte de él, porque es de los que matan con tanta seguridad como la espada del verdugo.
— ¿Qué me importa, si es la única manera de salvar a François?
— No te necesita a ti para salvarse, y le conozco lo suficiente para asegurarte que jamás te perdonaría, porque, al hacer lo que te propones, firmarías la condena de muerte de nosotros dos, de Mademoiselle de Hautefort y de otras personas, incluida tal vez la misma reina. Pero además, allí donde está nadie le amenaza, y te cubrirías de ridículo si fueras a implorar la salvación de un hombre que en estos momentos probablemente se dedica a la caza del zorro o a bailar con las damas.
Nunca había empleado Perceval aquel tono severo con la niña a la que tanto quería, pero la dureza guardaba proporción con su amor. Le dolía aquella discusión que los enfrentaba. Ella apretó los labios y mantuvo la mirada fija en la alfombra, sin responder, y él percibió su obstinación. Entonces continuó, en un tono más suave:
— Además, ¿quieres hacer de Jean de Fontsomme, el joven que te adora, el instrumento de tu denuncia? Para sacarte de la Bastilla ha declarado que eras su prometida. ¿Crees que se librará de la catástrofe que pretendes desencadenar? Te seguirá al patíbulo con alegría, feliz de morir a tu lado…
Ella giró bruscamente sobre los talones y salió del gabinete, ocultando el rostro entre las manos. De hecho, su cólera la había arrastrado demasiado lejos; más que obligar a la reina a proteger a su amante, su intención había sido sobre todo recuperar su antigua familiaridad con los palacios reales. Quería volver al Louvre con un pretexto cualquiera, a fin de recuperar el frasquito de veneno que le había dado el duque César con el fin de salvar a François de un peligro entonces ilusorio pero que ahora se había hecho muy real: si se había puesto precio a su cabeza, cualquier traidor podía entregarlo para cobrar la recompensa. Por esa razón Sylvie se sentía dispuesta ahora a llevar a cabo lo que antes le inspiraba horror: ¡asesinar a Richelieu con sus propias manos! Sólo él era de temer, porque, una vez muerto, nunca Luis XIII, por más que Renaudot pensase de otra manera, firmaría la orden de ejecución de su sobrino.
Aquélla era su idea, y no ponía en peligro a nadie más que a ella misma; pero era imposible confiarla a Raguenel. Sin embargo, temerosa de haberle herido, Sylvie se disponía a volver a su lado para tranquilizarlo cuando el chirrido de la puerta al abrirse y el repiqueteo apresurado de cascos de caballo en los adoquines de la entrada le hicieron correr a la ventana. Vio desde allí ajean de Fontsomme, que parecía fuera de sí, poner pie a tierra y correr al interior de la casa. Le dejó tiempo de anunciarse y se dirigió después al gabinete de su padrino, donde encontró a los dos hombres cara a cara. Perceval leía un documento que Jean acababa de entregarle, pero los dos se volvieron hacia ella con la misma expresión, que la hizo sonreír.
— Bueno, ¿qué ocurre? Parecéis muy nerviosos…
— Ocurre -exclamó el joven duque- que soy el peor de los tontos, y que os he colocado en una posición imposible. Mediante esta carta, el secretario de la reina me invita a que vaya a presentar a Su Majestad a Mademoiselle de Valaines, mi prometida. Tenemos hora fijada mañana y no sé cómo…
— No parece una cosa tan terrible -sonrió Sylvie-. Me hará muy feliz acompañaros, querido Jean.
— ¡No, Sylvie! ¡No puedes hacer eso! -protestó Raguenel-. No quiero que…
Ella corrió a abrazarlo tiernamente.
— ¡Vamos, querido padrino! -exclamó-. ¡No os inquietéis! Os prometo que me portaré muy bien y no diré nada inconveniente.
— ¿Quién puede imaginaros inconveniente? -dijo Jean, que, más tranquilo, recuperaba el buen humor.
— Mi querido padrino me cree capaz de las peores fechorías. Sin embargo, debería saber que aunque en ocasiones subo como la leche puesta al fuego, luego me bajo muy deprisa también. Quedamos entonces para mañana…
Fue así como, vestida de terciopelo negro, Sylvie volvió al castillo de Saint-Germain después de dar un rodeo que le costó cuatro años y unas trescientas leguas. La corte llevaba entonces luto por la reina madre, muerta en Colonia casi en la miseria sin haber vuelto a ver Francia ni a un hijo que nunca le perdonó su posible implicación en el asesinato de su padre Enrique IV. El protocolo exigía que el atuendo de los visitantes respetara esta circunstancia, lo que causó un considerable revuelo en la casa de Raguenel: el guardarropa de Sylvie era bastante reducido y no incluía ningún vestido negro. Pero Corentin, enviado al hôtel de Vendôme, trajo un vestido que pertenecía a Elisabeth, y Nicole pasó parte de la noche trabajando para adaptarlo a la talla más menuda de Sylvie.
El corazón de ésta latía con fuerza mientras ascendía despacio el Grand Degré, su enguantada mano sostenida con firmeza por la de Jean, en dirección a los aposentos de la reina. En apariencia todo seguía igual que en sus recuerdos, con los guardias y los cortesanos desplegados como un tapiz a lo largo de los muros, pero una vez hubo cruzado la doble puerta del Gran Gabinete, se hicieron evidentes las diferencias a los ojos de la joven. En primer lugar, entre las damas había caras desconocidas para ella, y luego la silueta familiar de Stefanille, la anciana camarera española siempre ocupada en alguna labor, se había desvanecido, porque la muerte se la había llevado. En otra esquina estaba el habitual batallón de las doncellas de honor, pero tan silencioso en sus vestidos de luto que apenas resultaba reconocible. Por lo demás, también entre ellas había caras nuevas, y otras habían desaparecido. Empezando por la Chémerault, que había considerado preferible no estar presente en el momento en que reaparecía su enemiga (¿qué otro nombre darle?). Finalmente, Sylvie también encontró cambiada a la reina. Sin duda seguía bellísima, y más aún detrás de sus velos negros, pero había engordado un poco y las huellas de las lágrimas y las preocupaciones empezaban a dejar señales en su hermoso rostro, añadiéndole quizá sensibilidad y un punto de patetismo. Con todo, su recibimiento fue de una encantadora espontaneidad.
— ¡Mi gatita! Por fin estás aquí otra vez -exclamó, y le tendió una mano siempre admirable, que ella besó con la rodilla doblada-. ¡Pero cuántas aventuras, Dios mío! ¡Y cuántas cosas tenemos que contarnos!… Querido duque, nunca os agradeceré bastante haber sabido recuperarla para nosotros.
Era muy agradable escuchar aquello, pero Sylvie no se dejó enternecer. ¿Cómo olvidar que esa mujer coronada había permitido que se exiliara a Marie de Hautefort, su confidente, su amiga más fiel? Bien es cierto que, en otro tiempo, no había podido defender a Madame de Chevreuse, pese a todo el cariño que sentía por ella… Ahora, a su lado estaba colocada una mujer joven, rubia y rolliza, de tez lechosa, que parecía tener el cometido de ayudarla en todo, como antes Marie. Todo aquello resultaba bastante triste.
Sin embargo, Ana de Austria siguió hablando después de indicar a Sylvie que se sentara a su lado, lo que constituía un extraordinario signo de favor que provocó un leve murmullo en el salón.
— Señoras, algunas de vosotras habéis conocido, hace pocos años, a Mademoiselle de l'Isle, criada por Madame de Vendôme con ese nombre para sustraerla a graves peligros. Hoy regresa a nuestro lado con su nombre verdadero. Señoras, os presento a Mademoiselle de Valaines, que además es la prometida del señor duque de Fontsomme…
Sylvie se puso en píe e hizo una cortés reverencia. Tenía la impresión de ser una comedianta colocada en un escenario para representar un papel ya un tanto gastado. Sin embargo, en esta ocasión sólo vio sonrisas en los rostros femeninos que la rodeaban; y la joven dama rubia añadió, por su parte:
— ¡Deseo, señora, que realmente regrese para quedarse entre nosotras! Nos hacen mucha falta bellas voces, y como Vuestra Majestad ha ordenado guardar la guitarra de Mademoiselle así como sus efectos personales…
— Es mi más vivo deseo, mi querida Motteville. Vos no veréis en ello nada inconveniente, ¿no es así, querido duque?
La mirada inquieta del joven se detuvo un instante en el grupo silencioso de las doncellas de honor, lo que dijo a la reina más sobre sus temores que un largo discurso. Añadió entonces:
— No. No en su antiguo puesto, en el que por lo demás Mademoiselle de Valaines nunca ha sido inscrita. Me gustaría tenerla de…, ¿de lectora?; a la espera de su matrimonio, por supuesto, momento en el que será admitida entre mis damas. Quizá con un rango privilegiado -insistió con una sonrisa torcida en dirección a Madame de Brassac, una fiel de Richelieu y dama de honor suya a la fuerza-. ¿Qué me decís, Sylvie?
— Que estoy a las órdenes de Vuestra Majestad -respondió ésta con una sonrisa resplandeciente. Si quedaba al margen de las doncellas de honor, estaba de acuerdo en reintegrarse en la corte. Eso era conveniente para sus planes, sobre todo durante el tiempo que no le ocupara su función de lectora. Le sería muy fácil ir a buscar al Louvre lo que años atrás había escondido allí. Luego, y dado que iba a volver a cantar, sólo quedaba esperar a que el cardenal la hiciera llamar. Entonces…
Unos días más tarde, Sylvie, tras escribir a Marie de Hautefort para reclamar a Jeannette, se trasladó al castillo de Saint-Germain, a un pequeño dormitorio próximo al de la reina y que iba a ocupar sola. Esta última circunstancia había apaciguado los temores expresados tanto por Jean como por Perceval, ambos bastante sorprendidos por el entusiasmo con que Sylvie había acogido los deseos de la reina. Pero como aquello parecía complacerla, no tuvieron valor para reprochárselo. Por lo demás, en su nueva situación de prometido, el joven duque tendría todas las posibilidades de velar por su amada.
— Después de todo -concluyó con una sonrisa que hizo desaparecer el ceño de su amigo-, tal vez acabe por aceptar convertirse en mi esposa.
Perceval lo dudaba, y su inquietud, aunque disimulada, subsistió. Algo le preocupaba en aquella historia. Estaba seguro de que Sylvie perseguía un objetivo secreto, disimulado entre sonrisas y un entusiasmo que a él le parecía ficticio; pero no pudo averiguar nada más. Sylvie estaba sola cuando, con el pretexto de recuperar una medalla perdida, hizo que el guardián del Louvre, que la conocía bien, le abriera su antigua habitación. El frasquito de cristal verde oscuro seguía allí. Lo deslizó en su corsé y, después de simular encontrar la pieza que había traído consigo, partió hacia el nuevo destino que se había trazado.