Si negara la acusación lanzada contra mí por Vuestra Majestad, perdería el respeto que le debo y atraería sobre mí su cólera; si la reconociera, dañaría tanto a mi conciencia como a mi honor. Estas respetuosas consideraciones me obligan a marchar a Inglaterra, donde visitaré a mi señor padre…


Cuando se reunió en Londres con César, sin embargo, empezó a lamentar su fuga. En torno al duque se agrupaban todos los descontentos del reino, verdaderos y falsos conjurados unidos por la misma nostalgia de las propiedades que se habían visto obligados a abandonar para salvar sus vidas. Entre ellos estaba Fontrailles, el fautor del tratado en tres ejemplares que hacía pesar sobre tantas personas la sombra del patíbulo. Como los demás, llevaba una vida alegre, y ganaba o perdía al juego lo que poseía con una desenvoltura que irritó a Beaufort.

— ¿No os advertí que era un grave error tratar con España? -le increpó-. Ved el resultado: Cinq-Mars preso, como De Thou, que sólo participó por amor a la reina; ella misma comprometida y tal vez en peligro, y yo y los míos obligados a huir por un delito que no hemos cometido.

— Querido, así es el juego de las conspiraciones. Si triunfan, la gloria es para todos; si fracasan, cada cual ha de mirar por sí. Confieso que aún no entiendo cómo ha podido tener Richelieu una información detallada de todos los artículos del tratado. Es preciso que haya tenido en sus manos uno de los ejemplares… y sólo había tres. ¿Cuál, entonces? ¿El de Monsieur, o el de la reina?

— No puedo responder a esa pregunta, pero tiemblo por los que han caído en manos de Richelieu y de su verdugo -repuso mientras evocaba mentalmente al hombre que más detestaba en el mundo, y del que ignoraba que estaba gravemente herido. Cosa curiosa, en el mismo instante otra imagen vino a sustituir la del teniente civil: la de Sylvie.

En los últimos tiempos, cuando por casualidad se acordaba de ella, se apresuraba a expulsarla de su mente con la misma cólera que había experimentado en La Flotte al descubrir que había rechazado el asilo que él le ofreció, para correr aventuras en compañía de la alocada Marie de Hautefort. Aquel día se prometió mantenerse para siempre a distancia de la pequeña ingrata, y hasta el momento lo había conseguido. ¿Por qué, entonces, surgía de las nieblas del Támesis con su gracia frágil y sus grandes ojos dorados siempre resplandecientes de una hermosa luz cuando se posaban en él? Una vez más, procuró dejarla a un lado y evocar el bello rostro de la reina, su amor de siempre, y también el de Marie, gracias a cuya pasión podía ahora sentirse feliz. Sin embargo, la imagen de Sylvie resistió, y acabó por imponerse. Dejó entonces de luchar y se abandonó al placer un poco melancólico de los recuerdos de adolescencia y de los días felices, que descubría tan próximos aún, cuando los creía sepultados en lo más profundo de su memoria. Recordó incluso los versos de Théophile de Viau, al revivir los días de Chantilly, cuando tantos esfuerzos desesperados hizo por llevarse con él a la reina:

En regardant p ê cher Sylvie

Je voyais battre les poissons

A qui plus t ô t perdrait la vie

En l'honneur de sus hame ç ons…

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François abandonó los pensamientos melancólicos y se trató a sí mismo de imbécil. ¿No tenía ya bastantes problemas por resolver sin ir a buscar los de una pequeña idiota? Y para estar más seguro de haber terminado con un tema deprimente, fue a reunirse con la alegre compañía que gravitaba alrededor del duque César y se emborrachó a conciencia, después de haber propuesto una serie de brindis por la bella duquesa de Montbazon, en la que no había vuelto a pensar hasta haber vaciado su primera copa. ¡Una manera como cualquier otra de tranquilizar su conciencia!


Jean de Fontsomme había vuelto a la Rue des Tournelles cargado de buenas noticias, y también de otras no tan buenas. Estuvo a punto de olvidarlas todas cuando, al apearse de un salto de su caballo, vio frente a la entrada a Perceval de Raguenel, que había salido a recibirle con una mano apoyada en el hombro de Sylvie. Mientras cruzaba Francia al galope furioso de los caballos de la posta, dejando que su escudero llevase a un ritmo más sosegado sus propias monturas, sólo había pensado en ella. Temía que su estancia en la Bastilla hubiera dejado pesadas secuelas.

Sin embargo, no sólo le parecía fiel a su anterior imagen, sino más exquisita aún de lo que imaginaba. Como con la intención de borrar mejor el tiempo, llevaba el mismo atuendo de antaño, de un amarillo solar bordado con florecitas blancas, y las cintas que anudaban su brillante cabellera eran iguales a la que ella le había dado en una ocasión, y que seguía llevando siempre junto a su corazón. Se sintió tan maravillado que, cuando ella le tendió la mano, él hincó una rodilla en tierra, como habría hecho un caballero de otras épocas. A pesar de ello, sobrecogido por su antigua timidez, guardó únicamente para los oídos de Perceval las «buenas noticias» de que era portador. En efecto, había un mundo entre pedir al rey que le devolviera a su «prometida» y anunciar a Sylvie, a la que no había preguntado su parecer, que estaba comprometida con él.

Raguenel, que adivinó lo que pasaba por la mente del joven, empezó por invitarle a cenar; luego despachó a Sylvie a la cocina con el encargo de que avisase a Nicole y le ayudase a dar a aquella comida un aire de celebración, y finalmente animó ajean a que fuese a refrescarse y librarse del polvo del camino.

— Entonces, amigo mío, ¿qué resultado traéis de vuestra embajada? -preguntó cuando el joven, afeitado, lavado, peinado y provisto de una copa de vino de Vouvray, estuvo sentado frente a él en su gabinete-. ¿El rey os puso buena cara?

— El rey sobrepasó todas mis esperanzas, caballero. Leed.

Sacó de su justillo una carta signada con el pequeño sello privado de Luis XIII, de lacre verde. Perceval la desplegó y pasó rápidamente la vista por la terminología oficial del comienzo: «Nos, Luis decimotercero de nombre, rey de Francia por la gracia de Dios, etcétera», para llegar al tema principal:

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