13. ¡Víveres para París!

Pasaron dos semanas sin que volvieran Beaufort ni Fontsomme, y nadie sabía lo que había sido de ellos. El príncipe de Condé tomaba las aguas en Bourbon para apresurar la curación de su herida en la cadera. París estaba relativamente tranquilo, con una calma frágil y cargada de expectación. Envalentonado por su reciente éxito, el Parlamento mantenía sus posiciones y no renunciaba a obtener las «reformas» que consideraba indispensables. Sin embargo, era imposible volver a plantar las barricadas: había sido forzoso dejar emigrar a Rueil a la «pequeña corte». En efecto, la suerte se alió con Mazarino al hacer que el príncipe Philippe, duque de Anjou, contrajera también la viruela. ¡Un oportuno pretexto para alejar al rey y a su madre! Si impedían a Luis huir del contagio, habrían sido calificados de regicidas. La contrapartida, dolorosa para el pequeño enfermo y para su madre, fue que el niño se quedó en el Palais-Royal, mísero rehén de la política pero suficiente para apagar la desconfianza de las Cortes soberanas… al menos por unos días. Como la reina apenas podía contener su angustia, su primer escudero, el señor de Beringhen, volvió discretamente a París, se llevó envuelto en mantas al niño, lo colocó aún febril en el cofre de su carroza y lo llevó a su madre. El Parlamento rechinó los dientes, pero pocos días después se iniciaron las conferencias de Saint-Germain, en las que se intentó una especie de solución de compromiso. Por otra parte, no era momento para embarcarse en otra revolución: a unos centenares de kilómetros de allí, en Alemania, los representantes de Francia, Suecia y el Imperio discutían los últimos artículos del Tratado de Westfalia, que había de poner fin a la Guerra de los Treinta Años. El 24 de octubre todo quedó concluido, y se consagraron los derechos de Francia sobre Alsacia, los Tres Obispados (Metz, Toul y Verdún) y, en la orilla derecha del Rin, Philippsburg y Brisach. Varios cientos de príncipes encontraron allí una autonomía de hecho bajo el ala teórica del emperador. Hubo una sola ausencia, pero importante: España, comía que parecía que nunca iban a acabar las querellas… La corte regresó a París para un nuevo tedeum.

En Conflans, Sylvie oyó repicar las campanas de todas las iglesias anunciando la paz tanto tiempo esperada, y se alegró porque vio en ello la promesa del regreso de Jean. Había vivido los últimos dos meses en calma, pasando largas horas con su pequeña Marie y viendo amarillear las hojas de su jardín. La reina, para proteger la salud de la niña, no le había permitido reunirse con ella en Rueil, y Sylvie le estaba agradecida, pero sabía también que el alegre carillón que escuchaba significaba asimismo el final del verano, y que se hacía ineludible el retorno a la Rue Quincampoix, que había ido retrasando de día en día.

Su reticencia a volver a su casa de la ciudad no había pasado inadvertida a Perceval de Raguenel, que pasaba un mes con ella.

— Sé que te gusta el campo, cariño -le dijo una noche durante la cena-, pero ¿no crees que te gusta demasiado? Este valle tan hermoso es muy húmedo cuando llega el frío, y en cambio el hôtel de Fontsomme es tan agradable…

— No sé por qué, pero este año no tengo ganas de volver.

— Pues tendrás que hacerlo si no quieres que la reina te llame al orden. Piensa por otra parte en el rey niño, que te quiere tanto.

— Y al que yo quiero también infinitamente.

— Pues entonces, ¿a qué esperas?

Como Sylvie no contestó, Perceval volvió a dejar sobre la mesa el vaso que acababa de vaciar, se acomodó en su sillón, suspiró y dijo en voz muy baja:

— ¿Por qué no vienes a esperar la vuelta de tu esposo a mi casa? Nos darías una alegría a todos, y tú quizá te sentirías menos solitaria que en la Rue Quincampoix. Y posiblemente menos expuesta.

La última palabra hizo estremecerse a Sylvie.

— ¿Menos expuesta? ¿Qué queréis decir?

— Pienso en los vecinos, y a decir verdad, ángel mío, me parecen demasiado bulliciosos para tu gusto. Fíjate en que la Rue des Tournelles ha perdido buena parte de su calma desde que la deslumbrante Ninon de Léñelos ha ido a establecerse allí, aunque tus vecinos no la frecuentan.

Sylvie lo comprendió. Afirmó los codos en la mesa y miró a su padrino a los ojos, con una sonrisa.

— ¿Qué os hace suponer que mis vecinos me molestan?

— Yo no emplearía la palabra «molestar». Prefiero decir que resultan problemáticos… De todas maneras, podría haber chismorreos.

— ¿Qué chismorreos? -dijo Sylvie, ya a la defensiva.

Por encima de la mesa, Perceval alargó la mano para tomar la de su ahijada.

— Vamos; no te enfades, pero comprende que el haber sido como quien dice raptada en la orilla del Sena por un príncipe vestido únicamente con una toalla, no ha dejado de llamar la atención… y de dar que hablar. Resulta que una lengua de víbora, perteneciente por desgracia a una persona bien situada, fue testigo de la escena y va contándola por todas partes.

Sylvie sintió de repente la boca seca, y tragó saliva antes de preguntar:

— ¿Quién?

— Madame de la Bazinière. Si lo he entendido bien, su coche llegaba en el mismo momento en que el tuyo marchaba de allí.

— ¡La Chémerault! [23] ¡Otra vez ella! Pero ¿qué le he hecho? ¡Ahora que está casada debería haberse tranquilizado!

— No sólo se ha casado sino que ha enviudado, y dicen que se consuela con ese banquero italiano tan rico, Particelli d'Emery. A pesar de lo cual, volvería a casarse con gusto en el caso de que tú desaparecieras.

— ¿Yo?

— ¡Sí, tú! Sin duda eres la única que no sabe que está encaprichada con tu marido desde la adolescencia. Pero no te apures: el peligro no es de primer orden. Con todo, preferiría tenerte a mi lado hasta el regreso de Jean.

— Sí, tenéis razón. ¡Gracias por haberme avisado! A vuestro lado no correré ningún peligro… ¡Dios mío, qué malvada es la gente!

— ¿No te habías dado cuenta hasta ahora, ángel mío? Sin embargo, antes de tu boda te dieron toda clase de argumentos para saberlo.

Fue así como Sylvie, Jeannette y la pequeña Marie fueron a instalarse en la Rue des Tournelles.

La reina y los suyos volvieron a París por Todos los Santos, después de cerrar con el Parlamento una especie de compromiso que la orgullosa Española había firmado entre sollozos, por juzgarlo ofensivo. Sólo pensaba en tomarse una venganza clamorosa, y su humor se resentía.

Cuando volvió al Palais-Royal, Sylvie no tuvo por parte de Ana de Austria el recibimiento cariñoso y familiar al que estaba acostumbrada. En tono agrio, le pidió noticias del señor de Beaufort como si ella estuviera cotidianamente en contacto con él.

— ¿Cómo podría yo dárselas a la reina? -dijo la joven-. Hace más de dos meses que no lo veo, e incluso ignoro dónde se encuentra, lo cual, por lo demás, me interesa muy poco.

— ¿De verdad? Yo creía lo contrario; dicen que estáis muy unidos…

— Como lo están los amigos de la infancia, señora. El tiene su vida y yo la mía, y aunque no siempre apruebo las hazañas suyas que llegan a mis oídos, no puedo olvidar que por dos veces me salvó.

— ¡Lo sé, lo sé! ¡Son historias viejas! Pero todo cambia con los años. La amistad puede encontrar otros nombres.

Bajo aquel tono agrio, a Sylvie le pareció percibir unos celos muy femeninos. Los chismes de la ex Chémerault habían debido de llegar hasta la reina. Entonces, se atrevió a mirar el fondo de las pupilas de aquella mujer coronada que podía destruirla con una simple señal.

— Yo no he cambiado, y monseñor de Beaufort tampoco, señora. Sigue siendo fiel, y siempre está dispuesto a morir por la reina.

Ante aquel reproche disimulado, Ana de Austria enrojeció. Apartó la vista y dijo:

— Dadme un abanico, querida Cateau; hace aquí un calor espantoso.

La primera camarera se apresuró a llevárselo con una sonrisa, que se hizo burlona al posarse sobre la duquesita, que detestaba cordialmente a aquella Catherine Beauvais: casada con un antiguo comerciante de hilos enriquecido, había sabido atraerse el favor de la reina gracias a la suavidad de sus manos y a su habilidad para atender a los cuidados más íntimos, como las lavativas. Era fea, desvergonzada, y como llevaba un ojo tapado por una cinta ancha de tafetán negro, la llamaban Cateau la Tuerta. A pesar de su defecto y de su fealdad, coleccionaba amantes. Como compartía con Madame de Motteville las confidencias de la reina, es inútil precisar que las dos mujeres no se querían.

Sylvie fingió no haberla visto. Por lo demás, la entrada repentina de Mazarino salvó a las presentes del malestar que se había instalado en el ambiente, y la joven repitió su reverencia.

Como de costumbre, el cardenal fue todo mieles y amabilidad. Había envejecido. Es cierto que no le faltaban las preocupaciones. Día tras día París aparecía cubierto de panfletos insultantes que le trataban de tirano, de opresor y «siciliano de muy sórdida cuna», lo que era falso. Había entonces en el Pont-Neuf un poste en el que cada mañana fijaban un nuevo libelo, siempre insultante para Mazarino, y en ocasiones también para la reina. En cuanto al Parlamento, insatisfecho con las pocas disposiciones financieras obtenidas, había retomado la ofensiva y exigía la marcha del ministro a su Italia natal.

No por ello dejó éste de encontrar una hermosa sonrisa para pedir a Sylvie noticias de su esposo, y la joven hubo de reconocer que desde la carta del príncipe de Condé, cuyo contenido resumió, ignoraba qué había sido de él, lo que no dejaba de inquietarla.

— Es extraño, pero no debéis temer lo peor, porque en tal caso ya os habrían informado. En vuestro lugar, yo haría una visita a Monsieur le Prince.

— ¿Sigue en Chantilly?

— No. Acaba de volver a París, a petición mía. Sería muy natural que fuerais a verle en busca de noticias.

— No dejaré de hacerlo, monseñor. Gracias por vuestro precioso consejo -dijo ella con gratitud.

Movida por una prisa repentina, no se entretuvo mucho tiempo en el Palais-Royal, donde, por otra parte, la reina no parecía contar con su presencia. En efecto, La Porte pidió, de parte del rey, que Madame de Fontsomme fuera a verlo a su gabinete de juegos, pero Ana de Austria se interpuso.

— Decid a mi hijo que no hay tiempo para visitas ni para guitarra: tiene que prepararse para la presentación de esta tarde.

Imposible expresarse con mayor claridad: la reina no quería que Sylvie viera a su hijo. Acongojada, Madame de Fontsomme pidió permiso para retirarse, lo recibió mediante un gesto brusco que encantó a las personas que no la querían, y salió del Grand Cabinet con la clara impresión de que había caído en desgracia. De modo que se prometió no volver a la corte si no se lo suplicaban…

Mientras llegaba ese momento, pidió a Grégoire que la llevase al hôtel de Condé.

Situado cerca del Luxembourg, junto al que ocupaba un amplio cuadrilátero, [24] el antiguo hôtel de Ventadour, que debía parte de sus heterogéneos edificios a uno de los inevitables Gondi, no era un modelo de arquitectura pero poseía, además de una fabulosa decoración interior, admirables jardines reputados entre los más bellos de París. Uno de ellos con todo el rigor solemne del jardín geométrico a la francesa, y el otro en terrazas, formado sobre todo por boulingrins [25] rodeados de macizos de arbustos e hileras de árboles. Fue en esta parte donde encontró Sylvie al héroe de Rocroi y de Lens ocupado en fustigar con su bastón las hojas muertas que caían de los árboles. Cuando un lacayo le anunció a la visitante, dejó su juego y corrió a recibirla.

— ¡Madame de Fontsomme! ¡Dios mío, qué alegría…, y cuánto remordimiento!

— ¿Remordimiento, monseñor? ¡Qué fea palabra!

— ¡Pero bien elegida! Habría tenido que acudir a vuestra casa el día de mi llegada, pero me ha caído sobre los hombros un fardo de problemas, y como esta lluvia maléfica no cesa, os confesaré que habéis hecho bien en venir a verme vos. ¿Queréis noticias de vuestro esposo?

— Desde vuestra carta no las he tenido…

— Tampoco yo…, o muy pocas, ¡pero puedo tranquilizaros! Su herida está curada, y ya no se encuentra en manos del enemigo. No por obra del loco de Beaufort, que un buen día se presentó como un rayo delante de Fumes y, según me han dicho, pretendía tomarla él solo. Mala suerte para él, porque ya estaba tomada… Pero será mejor que entremos y hagamos que nos traigan alguna bebida caliente. Estáis empapada y os tengo en una horrorosa corriente de aire…

Le tomó la mano para llevarla a la mansión a tal velocidad que ella pidió compasión para sus zapatos. Él lo advirtió, se echó a reír y adoptó un paso más sosegado. Era la primera vez que Sylvie le veía en privado, y pensó que era decididamente feo, con su rostro tallado a escoplo y la enorme nariz que ocupaba la mayor parte del mismo; pero aquella fealdad llena de fuerza poseía más encanto que algunos rostros hermosos pero afectados. ¡Y cuánta vitalidad! Sólo tenía un año más que ella, pero era tan petulante como un chiquillo de diez años.

En un suntuoso salón sobredorado de cuyas paredes colgaban admirables pinturas antiguas, la hizo sentarse en un sillón, aulló que les trajeran vino caliente, la hizo beber y finalmente se instaló frente a ella, le sonrió y, retomando el tema en el punto en que lo había dejado, declaró:

— No espero tener noticias de Fontsomme durante algún tiempo, y vos tampoco las tendréis: sería peligroso. Más o menos a petición suya, le he encargado una misión relacionada con la política y de la que no puedo deciros más. Sabed solamente que le ha llevado bastante lejos, y que puede durar… unos meses.

— ¿Una misión importante y lejana a un convaleciente?

— Su herida no era grave, y para cuando nos despedimos en Chantilly estaba completamente repuesto de ella, podéis creerme.

— ¿Ha estado tan cerca y yo no le he visto?

— Una docena de leguas son demasiadas en ciertas circunstancias. Dejad de atormentaros, querida, y dadme un poco de confianza: volverá a vuestro lado muy pronto…

¿Qué hacer después de tantas seguridades, sino dar las gracias y despedirse? Sylvie lo hizo con donaire y fue acompañada hasta su coche por un hombre que parecía encontrarla cada vez más de su gusto y apenas se tomaba la molestia de disimularlo. Lo cual, finalmente, le desagradó: cuando se confía al marido de una dama una misión secreta y sin duda peligrosa, es de pésimo gusto hacer la corte a la dama en cuestión. Pero no era la primera vez que constataba la irritante tendencia de los príncipes a cultivar el mal gusto. Así se lo comentó a Perceval, que rió con ganas y dijo:

— ¡No tomes al príncipe por el rey David y a nuestro querido duque por el capitán Urías! Pienso por el contrario que esa insinuación de cortejo es la mejor prueba de que puedes estar tranquila respecto de la suerte de tu esposo. No es la clase de hombre al que se puede jugar esa mala pasada, y ni siquiera un Condé se atrevería a hacerlo.

Tranquilizada al respecto, Sylvie dedicó entonces un pensamiento alegre a François de Beaufort. Era muy propio de él intentar asaltar una ciudad en solitario para rescatar a un prisionero. Una auténtica locura, pero como quería realizarla por amor a ella, no dejaba de tener un gran valor…

Si creía haber terminado con el Palais-Royal, se equivocaba. Una mañana de enero recibió un mensaje de Madame de Motteville: a la reina le inquietaba su ausencia y temía que estuviera enferma. Si no era así, deseaba verla aquella misma tarde del día de Epifanía: el joven rey la reclamaba para que participara en la cena, en que se repartiría el roscón de Reyes.

Hacía frío, y Sylvie no tenía ganas de salir de la cómoda casa de su padrino. Aún le pesaba en el corazón el recuerdo de su última visita, y tal vez habría contestado que estaba enferma, pero Madame de Motteville dijo que su «amigo» Luis la reclamaba, y se sintió incapaz de negar a aquel niño al que amaba un placer que ella misma iba a compartir.

Mientras su carroza la llevaba a la corte, no pudo impedir la evocación del día -pronto haría doce años- en que Madame de Vendôme acompañó a una pequeña Sylvie de quince años a ocupar el puesto de doncella de honor de una gran reina. El tiempo invernal era muy parecido, pero la ciudad había cambiado. Ni siquiera las fiestas de Navidad y Año Nuevo, que todavía se celebraban, parecían capaces de devolver a París su fisonomía de otras épocas, cuando reinaba el orden despiadado de Richelieu. Ahora ya no se veían personas serenas y felices, sino demasiados hombres y mujeres de aspecto hosco, a quienes, la relativa calma sobrevenida después de las barricadas aún no había convencido de regresar a los bajos fondos de los que habían salido. La gente se reunía en grupos y cuchicheaba a pesar del frío, y las tabernas estaban abarrotadas de bocazas borrachos que abordaban a los paseantes y los obligaban a gritar «¡Abajo Mazarino!». ¡Nadie se hacía rogar!

Por su parte, Grégoire sujetaba a sus caballos con firmeza, porque sabía que un simple roce podía provocar un incidente grave. La víspera, el coche de Madame d'Elbeuf, que había golpeado al pasar a un pasante de notaría, había sido tomado por asalto y volcado, y sólo la intervención de un pelotón de mosqueteros que pasaba por allí salvó la vida de sus ocupantes. En el Palais-Royal, custodiado ahora como una fortaleza, la atmósfera era más pesada que de costumbre, y sobre todo menos frívola. Se comentaban, con una vaga ansiedad, las últimas noticias de Inglaterra, donde el rey Carlos I acababa de ser procesado por sus súbditos sublevados. Se escuchaba sobre todo a la sobrina de la reina, Marie-Louise de Montpensier, hija de Monsieur y llamada por eso sencillamente Mademoiselle. Era una especie de amazona de veintiún años, no muy bella, de complexión fuerte, cuyas ambiciones, proporcionadas a su enorme dote, se habían fijado el dominio como meta. Con su voz sonora y su lengua suelta, no excluía a nadie de sus insolencias, ni siquiera a la reina.

En ese momento contaba la visita que había hecho en el Louvre, aquel mismo día, a la reina inglesa Enriqueta, [26] que era también su tía, y describía la mísera situación en que se encontraba.

— El querido Mazarino deja que le falte de todo. Hace tanto frío en sus habitaciones que la pequeña Enriqueta [27] no sale de la cama para conservar un poco de calor. No le pagan la pensión que le habían asignado a su llegada. Sin duda el cardenal quiere comprar algunos diamantes suplementarios…

— ¡Paz, sobrina! -intervino la reina-. Si no venís aquí más que para hablar mal de nuestro ministro, no seréis bienvenida mucho tiempo más.

— ¡Sería la única que no hablara mal de él en París, señora! Y la triste situación en que deja a esas pobres mujeres…

— ¿Por qué no os ocupáis de ellas vos misma, que sois tan rica?

— ¡Es lo que he hecho! He dado a milord Jermyn, que cuida de ellas, para comprar leña, pero el invierno es tan largo…

La entrada de Sylvie en el Grand Cabinet aportó algo de distracción. Al verla aparecer, el pequeño rey, que jugaba a los soldados con su hermano y dos infantes de honor bajo la mirada enternecida de su madre, dejó el juego para correr hacia ella, pero se detuvo a unos pasos al tiempo que ella se inclinaba en una reverencia.

— ¡Aquí estáis por fin! -exclamó el niño-. ¿Por qué ya no se os ve, duquesa? ¿Queréis abandonarnos?

— Quien se atreviera a abandonar a su rey sería un traidor merecedor de la muerte, Sire -dijo ella con una sonrisa-. Y mi rey sabe que yo le amo.

El la miró sin hacerle señal de que se incorporara. Su mirada intensa parecía querer penetrar hasta el fondo del corazón de ella. Luego le tendió la mano y dijo:

— Recordad siempre lo que acabáis de decirme, señora, porque yo no lo olvidaré nunca.

Sylvie se acercó entonces a Ana de Austria y vio que las dos damas sentadas junto a ella eran Madame de Vendôme y Madame de Nemours. Las tres le dispensaron un caluroso recibimiento, y la reina parecía haber olvidado su anterior mal humor. Dejando que su sobrina siguiera discurseando, ordenó que trajeran el roscón de Reyes para repartirlo. A ella le tocó el haba, entonces pidió el hipocrás [28]y bebió entre los aplausos de la corte que gritaba «¡La reina bebe!». Luego los niños fueron llevados a sus aposentos y se preparó la cena de la reina y sus damas, en tanto que la mayoría de los presentes se despidió para ir al festín que ofrecía aquella noche el mariscal de Gramont. El propio Mazarino iba a asistir. En medio de todo aquel movimiento, Sylvie y Elisabeth de Nemours hicieron un aparte.

— ¿Sabéis dónde está vuestro hermano François? -preguntó la primera.

— Es exactamente la pregunta que nos han formulado a mi madre y a mí. La reina parece muy deseosa de volver a verlo, pero aunque supiera dónde está, no se lo diría. Me parece que es sobre todo Mazarino quien tiene ganas de echarle la mano encima. En cualquier caso, no tengo la menor idea.

— Mejor así.

Era tarde cuando las invitadas de la reina se retiraron. La mayoría de ellas tenía sueño, y en el patio del Palais-Royal se desarrolló el consabido desfile de carrozas y portadores de antorchas. Todo el mundo, incluida Sylvie, tenía prisa por volver a su casa.

Naturalmente, encontró a Perceval en su gabinete, pero no estaba sentado en un sillón con un libro entre las manos, sino que se paseaba por la estancia, tan preocupado que no había oído llegar la carroza.

— ¡Gracias a Dios estás aquí! Empezaba a temer que no volvería a verte en varias semanas…

— ¿En varias semanas? -exclamó Sylvie-. ¿Por qué razón?

— ¿Has observado algo extraño o desacostumbrado en el comportamiento de la reina o de Mazarino?

— ¡Dios mío, no! La reina se ha mostrado muy simpática, y hemos pasado una velada excelente, sin Mazarino, que cenaba en el hôtel de Gramont. Pero ¿a qué vienen estas preguntas?

— Théophraste Renaudot acaba de marcharse de aquí. Está convencido de que esta noche la familia real y el cardenal se marcharán de París con sus incondicionales. Por eso tenía miedo de que te llevaran también a ti. Nuestro amigo piensa que se refugiarán en Saint-Germain u otro lugar, para que Condé pueda sitiar París y rendirlo por hambre. Al parecer, en los alrededores se están produciendo movimientos de tropas muy curiosos.

— Eso no tiene sentido. Tendrían que huir sin llevarse nada, y en pleno invierno es difícil de creer. Además, la reina no se iría sin su querida Motteville -añadió Sylvie-, y ésta se fue del Palais-Royal al mismo tiempo que yo.

Sin embargo, el hombre de la Gazette tenía razón. A primera hora de la mañana, Madame de Motteville apareció por la Rue des Tournelles fuera de sí: quería saber si la duquesa de Fontsomme se había marchado con los demás.

— Ya veis que no -dijo Sylvie, después de instalarla junto a la chimenea y llevarle leche con miel y bizcochos para confortarla-. Además, ¿no recordáis que nos fuimos juntas del Palais-Royal?

— Claro que sí, pero podíais haber vuelto si os hubieran dado aviso.

Era una punzada de celos retrospectiva; la confidente de Ana de Austria se sentía aliviada al encontrarla en su casa.

— Os lo habrían dado a vos antes que a mí-dijo Sylvie en tono amable-. Y eso es lo más asombroso: que no os hayan prevenido a vos… ¿Sabéis cómo fue la marcha, y quién se ha ido exactamente?

— ¡Esa horrible Madame Beauvais! -dijo Madame de Motteville, ofendida-. Cuando llegué para reanudar mi servicio, me contaron a grandes rasgos lo que había ocurrido: a las dos de la madrugada, la reina hizo despertar a sus hijos. En el jardín esperaba una carroza, junto a la puerta pequeña. La familia subió a ella, acompañada por esa mujer y el gobernante del rey, el señor de Villeroy; les acompañaban los señores de Villequier, de Guitaut y de Comminges. Es todo lo que he averiguado.

— Aquí llega el señor Renaudot, que va a informarnos con más detalle -dijo Raguenel, que entraba acompañado por su amigo-. Acaba de encontrarse en su casa con la orden de reunirse con el cardenal en Saint-Germain, a fin de poder comunicar a sus hijos las noticias que desean que imprima la Gazette.

— Puedo añadir -dijo Renaudot- que el Luxembourg está vacío. Monsieur, Mademoiselle y el resto de la familia se han marchado, así como los habitantes del hôtel de Condé. Monsieur le Prince se ha llevado a su madre, su esposa, su hijo, su hermano Conti y su cuñado Longueville, que es el gobernador de Normandía y por esa razón reviste una importancia extrema.

— ¿Y la duquesa? -preguntó Madame de Motteville-. ¿Se ha marchado también, estando embarazada e incluso a punto de dar a luz al hijo de su amante La Rochefoucauld?

— No. Se ha quedado. Ahora he de daros una recomendación urgente: si queréis dejar la ciudad para buscar refugio en Conflans, partid ahora mismo, señora duquesa, como voy a hacerlo yo mismo. Las puertas se cerrarán dentro de una hora y nadie podrá salir. ¡Daos prisa! La cólera popular está creciendo peligrosamente…

— No; me quedo aquí-dijo Sylvie-. En invierno, a veces Conflans se inunda, y no quiero exponer a mi pequeña Marie. Pero vos, Madame de Motteville, deberíais ir a reuniros con la reina en Saint-Germain.

— No; voy a hacer como vos: me quedo. Si la reina hubiera querido que la acompañara, me habría avisado.

Desde luego, Théophraste Renaudot estaba bien informado. La fuga a Saint-Germain formaba parte de un plan largamente meditado por Mazarino para someter de forma definitiva a la ciudad y el Parlamento rebeldes. Lo único en que no había pensado el ministro era en volver a amueblar Saint-Germain, en cuyas grandes salas desiertas los recién llegados no encontraron para dormir más que tres catres de campaña y algunos jergones de paja. Mientras, un círculo de hierro empezó a cerrarse sobre la capital. Al oeste, por el lado de Saint-Cloud, tomaban posiciones las tropas de Monsieur. Al norte estaban las del mariscal de Gramont. Al sur, el mariscal de La Meilleraye y el Condé d'Harcourt. Finalmente, el propio príncipe de Condé, con diez mil hombres, ocupaba su feudo de Saint-Maur y, al cerrar el paso del Marne y el Sena, dejaba a París cortado de sus principales centros de aprovisionamiento. Todos estaban en su puesto cuando, a las seis de la mañana, París descubrió la huida real y se produjo un nuevo estallido de furor y rabia. La muchedumbre se dirigió al Palais-Royal, con la seguridad de que iba a tener lugar una mudanza, y en efecto, cuando las carretas cargadas con el mobiliario del rey y la regente intentaron salir, fueron tomadas por asalto y alegremente saqueadas. Lo mismo, y con mayor entusiasmo aún, ocurrió con los muebles de Mazarino.

Confuso al principio, con la vaga impresión de haber ido demasiado lejos, el Parlamento envió a la regente una delegación encargada de informarse de los motivos de su partida. Ni siquiera fue recibida; Ana de Austria se contentó con dar al Parlamento la orden de abandonar París y fijar su sede en Montargis. De inmediato, después del regreso de sus enviados, las Cortes soberanas dictaron un edicto de expulsión de Mazarino. Aquello equivalía a declararlo enemigo público, y a autorizar su persecución en cualquier lugar y circunstancia. Luego empezó a organizarse la resistencia. Hacían falta tropas, por lo que se reclutó un ejército de voluntarios. Hacían falta jefes, y se encontraron más de los necesarios; pero el verdadero director de orquesta de la locura heroica con que París se estaba emborrachando era el pequeño coadjutor de piernas torcidas y lengua suelta, que se veía a sí mismo representando en Francia el papel de Cromwell en Inglaterra, y que no vaciló en pedir dinero a España.

La Fronda -así se llamó en adelante la revuelta- tuvo así un alma, y también un ángel maléfico en la persona de la que tal vez fuera la mujer más bonita de Francia: la duquesa de Longueville, que se había declarado en abierta rebeldía por el furor que le produjo ver a su bienamado hermano Condé abrazar la causa real y hacer la guerra a París. Con el fin de que no hubiese duda del campo que había elegido, en compañía de la duquesa de Bouillon y de sus hijos fue a instalarse solemnemente en el Hôtel de Ville, el ayuntamiento. Fue un gran momento: la Place de Grève estaba abarrotada hasta los tejados circundantes; los hombres gritaban de entusiasmo y las mujeres lloraban de emoción. Desde aquel lugar, ella y Gondi se dedicaron a reunir a los jefes militares que necesitaban. Fue nombrado general en jefe el duque d'Elbeuf, tío de Beaufort y un incompetente; también estaban el duque de Bouillon, que esperaba recuperar su principado de Sedán; el príncipe de Conti, vuelto precipitadamente de Saint-Germain a la llamada de su hermana Longueville, por la que sentía un amor turbio, y asimismo el amante de la dama: François de La Rochefoucauld, príncipe de Marcillac. Finalmente, dos días después de la instalación en el Hôtel de Ville, las puertas de París se abrieron ante François de Beaufort, del que nadie supo decir de dónde salía. Entonces se produjo el delirio. La ciudad lo acogió con gritos de amor y una canción:

Il est hardi, plein de valeur

Et plus vaillant que son épée

Heureux soit son arrivée

Qui sera pour notre bonheur…

[29]


Una apasionada muchedumbre le llevó hasta el Hôtel de Ville donde Gondi, muy irritado al comprobar que le birlaban el puesto de honor, se vio obligado a recibirle y conducirle junto a Madame de Longueville, que reservó sus sonrisas más radiantes para aquel antiguo pretendiente. A pesar del intenso frío, de la nieve y los témpanos de hielo que arrastraba el Sena, fue un día de fiesta, después del cual fue preciso ceñirse a las realidades de la vida y a su primera exigencia: en París empezaban a escasear los víveres. Como los convoyes de aprovisionamiento eran detenidos, el precio del pan subió abruptamente, lo que agravó el nerviosismo.

De hecho, era el pueblo llano el que más sufría en aquella situación. Las mansiones aristocráticas y las casas ricas contaban con reservas de alimentos. La primera iniciativa fue tomar la Bastilla, cuyo gobernador, Du Tremblay, tuvo la prudencia de entregar sin hacerse rogar demasiado. Era un buen punto de apoyo en caso de que las tropas reales lanzaran un asalto, pero todos sabían muy bien que el plan de Mazarino era más sencillo: castigar con el hambre a París y sus Cortes soberanas hasta hacerlas entrar en razón.

Después de saqueada la Bastilla, la atención se volvió hacia las casas «realistas», al menos las que no habían tenido la buena disposición de dar limosnas en cantidad suficiente. Entonces el duque de Beaufort tomó las riendas de la situación y se ganó con ello un plus de adoración. Empezó por mandar fundir su vajilla de plata y sus objetos preciosos, gracias a lo cual pudo comprar el pan ahora tan caro y repartirlo entre los pobres. Abrió las puertas de su casa para instalar en ella a niños, e incluso compró otra casa que confió al cura de Saint-Nicolas-des-Champs, un hombre piadoso, algo simple pero de corazón generoso. El hôtel de Vendôme, por supuesto, también contribuyó con esplendidez, mientras que en Saint-Lazare, Monsieur Vincent se multiplicaba por cien para acudir en socorro de los menesterosos.

Sylvie no salía de su casa, pero Perceval y Corentin recorrían a diario la ciudad para tomarle el pulso. Por ellos se enteraba Sylvie de las hazañas caritativas de aquel a quien ahora llamaban Rey de Les Halles, hasta tal punto se le identificaba con el vientre nutricio de la capital. Rodeado siempre por sus más fervientes admiradoras, la señora Alison y la señora Paquette, estaba en todas partes a la vez, registrando las casas en busca de algo con que alimentar a sus protegidos.

— Lamento informarte de que vuestro hôtel ha sido saqueado, querida Sylvie -dijo una tarde Perceval-. Tu esposo ha sido tachado de «mazarinista», y debo añadir que el duque François no ha hecho nada para impedir el saqueo. Se ha contentado con proteger a tus servidores, que están en su casa sanos y salvos.

— ¡Alabado sea Dios! Pero ¿le habéis visto?

— Sí, e incluso le he indicado que se trataba de tu casa. Me contestó que como no estabas tú, por la excelente razón de que te encontrabas en mi casa, y como en cualquier caso la fortuna de los Fontsomme no iba a menguar demasiado por eso, podía servirse de ella sin remordimientos. ¡Todo eso en un lenguaje que haría ruborizarse a un soldado!

— ¿Lenguaje?

— Sí. La jerga más grosera de los mozos de cordel. Sin duda quería complacer al gentío harapiento y miserable que llevaba agarrado a sus faldones, pero si hubiera pasado toda su vida en Les Halles no habría hablado de otra manera. Oyéndole, el señor de Ganseville se reía de buena gana al ver mi cara. A pesar de todo, me llevó aparte y me susurró, en otro tono, que protegería siempre mi casa, aunque fuera al precio de su propia vida, ¡y me encargó que te dijera que sigue siendo fervientemente tuyo!

— ¿Y os atrevéis a repetírmelo?

— Sí, porque tengo la impresión de que oírlo te hará feliz. No tengo derecho a privarte de una pequeña alegría, a ti que tan pocas tienes.

Mientras tanto, el ejército de los parisinos -si podía llamarse así a un conjunto tan disparatado- intentaba hacer honor tanto a sus armas como a sus jefes. Mientras Madame de Longueville daba a luz a un hijo en plena sala del Consejo, delante de los asustados ediles y de las entusiastas mujeres del mercado, y mientras el preboste de los mercaderes era elegido improvisado padrino y el coadjutor bautizaba con toda solemnidad al hijo de un adulterio público con el extraño nombre de Charles-Paris, se intentaron algunas salidas con el objeto de apoderarse de coles, nabos y carne, pero ninguna de ellas resultó coronada por el éxito. Entonces, el coadjutor insinuó pérfidamente que tal vez las cosas irían mejor si el paladín Beaufort tenía a bien ocuparse del problema, en lugar de andar recorriendo los bajos fondos. Sus palabras, por supuesto, fueron oídas.

— ¡Excelente idea! -declaró el duque-. Voy a montar una expedición seria para traer víveres antes de que empecemos a comernos los caballos, y luego los perros, los gatos y… todo lo demás.

Al día siguiente, Sylvie recibió de su esposo una carta que la trastornó. [30]

Al llegar en el día de hoy a Saint-Maur, he sabido por Monsieur le Prince, querida Sylvie, la inquietud que sentís por mí, que me llena de emoción aunque no había ninguna razón para tenerla, porque no he corrido grandes peligros. La que yo siento por vos me resulta, en cambio, infinitamente cruel puesto que vos y nuestra hija os encontráis en una ciudad sitiada, donde os acechan numerosos peligros sin que me sea posible compartirlos con vosotras. Con todo, quiero creer que el señor de Beaufort, que manda en París, estará en disposición de velar por vuestra salvaguarda sin comprometeros más de lo que ha hecho hasta el presente. Lo cual es ya demasiado para un esposo enamorado como yo.

Sé que sois una mujer de honor y valerosa. Sé también que siempre le habéis amado. No añadáis más motivos, os lo suplico, al tormento que me desgarra…

Sylvie, incrédula, tuvo que sentarse para releer aquella carta que la espantaba, pero sus ojos cegados por las lágrimas no consiguieron descifrar de nuevo los caracteres. Con mano temblorosa, la tendió a Perceval, que la observaba con inquietud creciente.

— ¡Dios mío! ¡Cree que le soy infiel! Pero ¿quién ha podido meter esa idea en su cabeza? ¿No será Monsieur le Prince quien me ha acusado? Cuando lo vi, no me habló de nada…

— Pero se mostró en exceso galante, como si pensara que eso podría valerle de algo… ¡Cálmate, pequeña! Yo me inclino más bien a ver detrás de esto una mano femenina. La ex Mademoiselle de Chémerault haría cualquier cosa para perderte en la estima de tu esposo. Quizás ha escrito a alguno de sus amigos en el ejército… y quizá Monsieur le Prince no ha puesto mucho empeño en desmentirlo. Es un hombre sin escrúpulos y no soporta que nadie se le resista.

— Pero ¿qué voy a hacer? ¿Qué va a ser de mí?

— Vas a quedarte tranquilamente aquí, y yo voy a escribir a tu esposo para contarle la verdad de todo este revuelo. A mí me creerá.

— El sabe el cariño que me tenéis… y por lo demás me toca a mí comparecer delante de mi juez, puesto que al parecer en eso se ha convertido.

Se levantó y tiró del cordón de una campanilla. Apareció Pierrot.

— Necesito ver al capitán Courage. ¡Ve a buscarlo! He de hablarle…

— ¡Sylvie, vas a hacer una tontería, lo presiento! No decidas nada bajo el influjo de la emoción. ¿Qué tienes en mente?

— ¡Voy a ver a mi esposo allí donde se encuentra!

— ¿En Saint-Maur? ¡Es imposible salir de París!

— El capitán Courage me hizo entrar una noche sin cruzar las puertas. El me indicará el camino…

— ¿Y crees que voy a dejarte hacer una cosa así?

— ¡No me lo impidáis! ¡Podría no perdonároslo nunca!

— Pero no puedes presentarte de repente en medio de un ejército… No sabes cómo son los hombres cuando la fiebre de la guerra se apodera de ellos.

— Lo sospecho, pero sólo pretendo ir a Conflans, a mi casa. Desde allí escribiré ajean para decirle que le espero.

— Bien. En ese caso voy contigo.

— No. Quedaos aquí y cuidad de Marie… Pero estoy de acuerdo en que me prestéis a Corentin. Siempre ha sabido protegerme. Una vez fuera de las murallas, podrá conseguir caballos para los dos… Vamos, padrino -añadió-, tenéis que haceros a la idea de que ya no soy una niña sino una mujer… a la que no lograréis hacer cambiar de opinión.

— Tendré que creerte, pero hace meses que no vemos al capitán. Posiblemente ni siquiera esté en París.

— ¡Oh, sí! ¿No habéis visto que Pierrot ha salido como una flecha cuando le he dado la orden? Seguro que sabe dónde encontrarlo.

En efecto, al anochecer Pierrot volvió a aparecer acompañado por el jefe de la banda, que escuchó lo que se esperaba de él y aceptó conducir a Sylvie fuera de las murallas.

— ¡No temáis! -dijo a Perceval-. Entre Corentin y yo, Madame de Fontsomme estará segura. Sé dónde encontrar caballos y la acompañaré hasta las afueras de Conflans. -Esbozó aquella curiosa sonrisa esquinada que le daba cierto encanto y añadió-: ¡Acordaos de que hace mucho tiempo hicimos un trato! Si aún sigue vigente, podéis pedirme lo que queráis a cambio de la seguridad de que algún día no agonizaré durante horas con todos los huesos rotos… Si estáis dispuesta, nos vamos -añadió volviéndose hacia Sylvie, que para aquella ocasión había pedido prestadas a Jeannette prendas sencillas y cómodas que le daban el aspecto de una mujer de la pequeña burguesía.

Unos instantes más tarde, sus acompañantes y ella desaparecían en las calles oscuras. De noche, una ciudad sitiada está llena de respiraciones contenidas, escuchas solitarias y temores difusos. Por las calles no se encuentran, aparte de ladrones y truhanes de toda laya, más que algunos imprudentes tardíos que sirven de pasto a aquéllos. En esta ocasión, sólo se oía el eco de los pasos pesados de una patrulla, o de un canto religioso en algún convento donde se rezaba sin descanso. En tres ocasiones el pequeño grupo fue interceptado, pero en las tres pudieron proseguir su camino después de que el capitán Courage hablara al oído de uno de los hombres. Por fin llegaron a la muralla, enrojecida de trecho en trecho por los fuegos de los vivaques, y la puerta de una casa que Sylvie hubiera sido incapaz de reconocer se abrió sin ruido a una señal convenida. Unos minutos después volvían a salir, del otro lado de la muralla, entre montones de escombros poblados por arbustos silvestres.

— En el pueblo de Charonne encontraremos caballos -dijo Courage-. El patrón del albergue de La Chasse Royale, junto a la abadía de las Damas, tiene siempre alguno a disposición de sus amigos.

Los había, en efecto, y de esa manera pudieron adentrarse en los bosques de Vincennes, que el guía conocía a la perfección. No pretendieron ir al galope, porque los caballos estaban destinados sobre todo a evitar fatigas a la joven y permitir una huida rápida en caso de un mal encuentro. Además, era necesario sortear los puestos avanzados de la fortaleza real. Por todo ello tardaron casi dos horas en llegar a Conflans, y sonaban las tres en el campanario del pueblo cuando la mano de Corentin agitó la campanilla del portal de la finca.

— Ya habéis llegado -dijo el capitán-. Desmontad. Yo me vuelvo con los caballos…

— ¿No queréis entrar, descansar un poco y comer algo?

— No, señora duquesa, no deben veros en compañía de esto -repuso él señalando su máscara-. Y yo tengo que estar de regreso en París antes de que amanezca. ¡Que Dios os proteja!

Un gentil saludo, un ágil salto para alzarse hasta la silla de montar, un chasquido con la lengua, y desapareció mientras Corentin seguía llamando a la campanilla. Hizo falta algún tiempo para conseguir que Jérôme se decidiese a abrir en medio de aquella noche glacial. El mayordomo no se creía que una duquesa vagara por los caminos con un tiempo semejante. Sylvie tuvo que ponerse a gritar para que él consintiera al menos acercarse al portal. Llegó cuando Corentin había empezado a escalar la tapia. Desde arriba, gritó:

— Podías darte un poco deprisa, ¿no? Si tu ama enferma por culpa tuya, te mato… ¡Abre de una vez! Está helada.

La amarillenta luz de la linterna que sostenía Jérôme reveló una cara llena de perplejidad.

— La señora duquesa aquí, a pie, ¡y vestida como una sirvienta! Es para no creerlo…

— Pues es preciso creerlo, amigo mío -dijo Sylvie-. Voy a la cocina a calentarme. Mientras tanto, di a tu esposa que haga mi cama y encienda fuego en mi alcoba… Por cierto, ¿ha habido noticias del señor duque? -Mientras lanzaba sobre el infeliz aquel fuego graneado de órdenes, Sylvie cruzaba a toda prisa el jardín.

Poco después se encontraba delante de la enorme chimenea en que Mathurine, la mujer de Jérôme, avivaba las brasas con ayuda de un fuelle de cuero. Allí, Sylvie se dejó caer sobre un escabel, tendió las manos hacia la débil llama recién brotada y repitió su última pregunta:

— ¿Habéis tenido noticias del señor duque? Debe de estar en Saint-Maur con el príncipe de Condé.

Después de colocar en el hogar, primero una brazada de ramaje seco, y luego varios troncos de pequeño tamaño, Mathurine volvió hacia ella una mirada todavía cargada de sueño.

— ¿Noticias? ¿Cómo íbamos a tenerlas? Nadie puede venir aquí desde Saint-Maur. Todo está vigilado por las tropas del señor de Condé.

— Pero mi esposo está con él, y puede venir cuando le plazca.

— Tendríamos que poder hablar con esa gente -intervino Jérôme, que llegaba en ese momento-. No entienden francés y ni siquiera dejan entrar en Charenton.

— Deben de ser mercenarios alemanes -dijo Corentin-. Monsieur le Prince los reclutó después de los tratados. Si los ha acantonado aquí, eso va a asustar a la gente de la región. ¿Hay gente en el castillo y en las casas vecinas?

— No, nadie. La señora marquesa de Senecey…

— Está en Saint-Germain con el rey -le interrumpió Sylvie-. ¿Y Madame du Plessis-Belliére?

— Se fue con su familia, a la provincia -respondió el mayordomo-. Se llevó a su gente. Sólo quedaron aquí los guardas. Como nosotros…

— ¿Como vosotros? ¿Cómo es eso? -dijo Sylvie-. ¿Dónde están los lacayos y las camareras?

— Los soldados vinieron a registrar aquí. Y también fueron a casa de Madame du Plessis. Ellos se asustaron y huyeron. Por eso he tardado tanto en abrir -murmuró el pobre hombre con la cabeza baja-. De noche, en invierno y en la oscuridad, nunca sabes lo que te puedes encontrar.

— ¿Y os habéis quedado aquí, solos? -dijo Sylvie compadecida-. Podíais haberos marchado.

Fue Mathurine quien respondió:

— ¿A nuestra edad? ¿Adónde íbamos a ir?

— Pues… a París, a la Rue Quincampoix. Yo lo habría comprendido.

Aquel rostro cruzado por arrugas mostró una sonrisa melancólica pero no desprovista de orgullo.

— ¿Abandonar la casa? ¡Oh, no, señora duquesa! Con el debido respeto, Jérôme y yo la consideramos un poco nuestra; estamos aquí desde hace mucho tiempo. Y si tiene que ocurrimos alguna desgracia, preferimos que sea aquí.

Con su espontaneidad habitual, Sylvie se puso en pie y la tomó entre sus brazos para darle un beso en la mejilla.

— Perdóname. Tienes toda la razón. Ya ves, cuando se tiene tanta servidumbre, una no siempre se toma el trabajo de conocer a fondo a quienes la componen. Ni mi esposo ni yo olvidaremos vuestro comportamiento en estos días terribles.

— Mientras tanto -interrumpió Corentin-, consigue algo de comida y leche caliente para la señora duquesa. Después nos iremos todos a dormir. Mañana será otro día y veremos lo que se puede hacer…

— ¡Pues lo sabes muy bien, Corentin! He venido aquí para intentar ver a mi esposo, y nadie me lo impedirá.

— Yo os lo impediré. Porque sería una locura y porque he prometido al señor caballero cuidar de vos. Vamos, sed razonable e intentemos descansar un poco. Todos los presentes lo necesitamos.

Sylvie estaba demasiado cansada para discutir. Después de beber un poco de leche, subió a su habitación, en la que Mathurine había encendido un fuego, y se acostó. Apenas puso la cabeza en la almohada, se durmió profundamente.

Cuando Sylvie despertó, ya era media mañana y la campiña estaba cubierta de blanco. Al amanecer había caído una nevada ligera. Su delicado manto no llegaba a ocultar los estragos sufridos por la propiedad tras la visita de los merodeadores. Sin embargo, la joven propietaria tenía preocupaciones más graves. El frío era menos intenso. Las nieblas matinales se habían disipado, y al otro lado del Sena podían verse los tejados del pueblo de Alfort, así como los campamentos de tropas dispersos por los alrededores. Los humos de las chimeneas y las fogatas se elevaban en el aire sereno de la mañana.

Al bajar a la cocina para el desayuno -había prohibido abrir ningún salón: dos habitaciones y la cocina debían bastar para una estancia que ella esperaba breve y discreta- no encontró a Corentin, que había salido al amanecer para intentar llegar a Saint-Maur y traerse con-sigo a Fontsomme, lo que le parecía una solución muy preferible a conducir a Sylvie por entre las asechanzas y los peligros de un ejército en campaña. Ella se sintió decepcionada: arriesgar su vida para reunirse con Jean le parecía una prueba de amor suficiente para hacer desaparecer unas sospechas expresadas con mucha prudencia pero que la ofendían. ¿Cómo un esposo tan enamorado había podido poner en duda su fidelidad sobre la base de simples chismorreos?

Al ver su rostro triste, Mathurine intentó animarla.

— Ya sé que la señora quería ir con él, pero no habría sido prudente y estoy segura de que el señor duque se habría enfadado mucho.

— Quizá tienes razón, Mathurine. ¿Crees que debo resignarme a esperarlo?

— Sí. Corentin es fino como el coral y bravo como un león. Seguramente encontrará el medio de pasar.

La jornada se hizo desmesuradamente larga. Sylvie se consumía de impaciencia, pero al caer la noche Corentin no había vuelto. Intentó animarse pensando que la oscuridad llega pronto en invierno y que su mensajero podía haberse topado con dificultades. Envuelta en su capa y calzada con zuecos, no se decidía a entrar y recorría nerviosa el jardín entre el portal de la entrada y la casa, mientras escuchaba al reloj de la iglesia desgranar los cuartos de hora.

De pronto se oyó un tumulto en el cercano puente de Charenton: disparos, gritos, rodar de carretas pesadamente cargadas, todo ello mezclado con gruñidos coléricos, como si se tratara de un ejército de cerdos enfurecidos. Por su parte, Charenton despertaba y reaccionaba. Jérôme acudió junto a su ama.

— Entrad, señora duquesa -dijo-, ¡será más prudente! Yo iré en busca de noticias.

Volvió poco después y anunció que había una escaramuza en el puente en torno a un cargamento de cerdos y nabos conducido por caballeros para los que aquélla no era, ciertamente, su ocupación habitual.

— Han conseguido cruzar los puestos de Alfort, y de momento llevan la mejor parte frente a las tropas de aquí, que intentan impedir que pasen.

— ¿Piensas que ese convoy está destinado a París?

— Tiene que ser así para que lo persigan los hombres del señor de Condé. Pero será difícil que lo consigan. De hecho, no tienen más que dos caminos posibles: o exponerse al fuego de las murallas de Charenton, donde les harán picadillo, o bien la ribera del río. Sin embargo, también hay tropas en Bercy, y corren el riesgo de verse cogidos entre dos fuegos.

Optaron por el río, y Sylvie se precipitó a uno de los salones para ver lo que iba a pasar. El estruendo se aproximaba, y de repente estalló delante de los jardines de Fontsomme, limitados del lado del río por un muro bajo en el que se abría una amplia entrada cerrada por una verja ornamental con sendos pabellones a los lados, todo ello muy fácil de abrir o de saltar. En un momento, un grupo de gente cruzó a la carrera avenidas y arriates, de los que la nieve desapareció instantáneamente. Una voz autoritaria gritó:

— ¡Tiradores en los dos pabellones! Formad barricadas con los barcos, las carretas y todo lo que encontréis, para que podamos atrincherarnos en la casa. ¡Ganseville y Brillet, ocupaos de la defensa! Yo voy a ver si es posible abrirnos camino para llegar a la carretera de Charenton, que corre paralela al río… ¡Hombres también para defender el portal de atrás!

Desde las primeras palabras, Sylvie había reconocido aquella voz. La habría reconocido en medio del estruendo de una batalla: era la de François. Pronto surgió de la noche con sus cabellos claros, tan reconocibles, no cubiertos por ningún sombrero. La aparición la habría encantado en otra época, pero ahora la aterrorizó. Abrió una puerta-ventana, tomó la linterna que Jérôme había colocado junto a ella, y salió a la escalinata que rodeaba la casa formando tres escalones:

— ¿Adonde pretendéis ir, señor duque de Beaufort? Os prohíbo invadir mi casa.

— ¡Sylvie! -exclamó él como si no diese crédito a sus ojos-. ¿Tú aquí?

— ¿Vais a preguntarme una vez más qué estoy haciendo? Pues bien, querido, estoy esperando a mi esposo.

— ¡Es cosa tuya! Yo necesito atravesar tu finca. Las otras están defendidas por tapias que sería preciso derribar para hacer pasar nuestras carretas, y al parecer el parque de Madame de Senecey está ocupado por un destacamento. Eres nuestro único recurso. Esto nos permitirá respirar un poco y abrirnos camino, o bien por las viejas canteras o por el bosque, hasta la carretera donde nos esperan los nuestros.

— ¡Buscad vuestro camino por otra parte! Esta casa no es la de un amigo, y yo no tengo derecho a recibiros aquí.

— ¡Oh, vaya! -Beaufort sonrió-. Tu esposo está con Mazarino, igual que Condé y tú misma.

— ¡Estamos con el rey! Con el rey al que vos combatís, cosa que yo no habría creído nunca. ¿Tan tonto sois que no veis la diferencia?

— Cuando el rey reine, yo doblaré la rodilla ante él, pero ahora es el italiano quien ocupa el trono. En cuanto a la regente, come de su mano. ¡Dicen incluso que es su amante!

Para indicar con claridad la estima en que tenía a aquella pareja, Beaufort escupió aparatosamente en el suelo.

— ¡Una vez más, marchaos de aquí! -suplicó Sylvie-. Podéis hacerme mucho daño.

— No. Estamos en guerra, querida, y en virtud de sus leyes requiso tu propiedad. Por lo demás no tengo opción, me es imposible retroceder.

En efecto, los pesados vehículos que transportaban un centenar de cochinos tumbados sobre la paja para que no sufrieran demasiado el vaivén del viaje ni el frío, avanzaban con lentitud por lo que hasta entonces habían sido bellas avenidas enarenadas.

— ¡Ponedlos en los cobertizos! -gritó el duque-. En cuanto a ti, querida, harías bien en entrar. Creo que me necesitan allá abajo. Si eso puede tranquilizarte -añadió-, me comportaré cortésmente con tu precioso marido si asoma las narices por aquí, pero si intenta echarme, ¡lo hará por su cuenta y riesgo!

Las últimas palabras se perdieron en el viento inclemente que empezaba a soplar helando manos y orejas. Sylvie vio alejarse la alta silueta vestida de ante negro, sin sombrero ni capa, como si el invierno no pudiera hacer mella en aquel hombre en que parecían reencarnarse los antiguos guerreros venidos del norte. Todavía le oyó gritar al viento:

— ¡Entrad! Podría alcanzaros una bala perdida…

Obedeció y fue a la cocina, donde encontró a Mathurine rezando mientras Jérôme observaba los acontecimientos; optó entonces por subir a su habitación, desde donde por lo menos podría ver lo que ocurría. En su corazón, lleno de pena y angustia, no había lugar para la cólera; tenía la impresión de que su vida iba a terminar allí. Se hallaba, en efecto, en una situación terrible: si llegaba Jean y encontraba a Beaufort instalado en su casa, nunca la perdonaría; y si no la encontraba porque había resultado muerto en el combate, Sylvie sabía que aquella muerte la dejaría hundida.

Fue a sentarse junto a la chimenea, que al menos le ofrecía un poco de calor. Acurrucada en un sillón, contemplaba las llamas y procuraba no escuchar el estampido de los mosquetes que, por otra parte, empezaba a decrecer; y poco a poco, como un gato enroscado sobre su almohadón que se relaja al sentir bienestar en su cuerpo, cerró los ojos y se adormeció.

La despertó un grito furioso:

— ¿Puedo esperar por lo menos que me ayudes un poco? Tu vieja criada ha escapado como si viera al diablo cuando he entrado en la cocina.

François estaba en pie, apoyado en el quicio de la puerta que acababa de abrir, y presionaba con una mano su brazo, del que manaba sangre. Sylvie recobró de golpe la conciencia y corrió hacia él.

— ¡Dios mío! ¡Estáis herido!

— Es evidente -repuso él con una sonrisa-. Y ha sido por mi culpa. Había cesado el tiroteo por las dos partes, sobre todo porque no se veía ni gota. Ahora el viento trae lluvia y apaga las antorchas. Para observar las posiciones de nuestros adversarios, trepé a una barricada y uno de esos perros rabiosos me asestó un bayonetazo. Acabaré por tener que cortarme el pelo: ¡es tan visible como el penacho blanco de mi abuelo Enrique IV!

— Voy a curaros. Tengo aquí todo lo necesario. Sentaos junto al fuego -indicó ella, y se dirigió a su gabinete de baño, del que tomó hilas, vendas y un frasco de aguardiente para limpiar la herida.

Cuando volvió, él se había sentado a los pies de la cama.

— ¡Venid más cerca de la chimenea! Tendré más luz.

— Puedes ver lo suficiente con tu vela… La cabeza me da vueltas; hace horas que no como nada.

Ella le ayudó a quitarse el grueso justillo y la camisa, y se dedicó a limpiar la herida con unas manos que temblaban tanto que él empezó a maldecir al sentir la mordedura del alcohol.

— ¿Es que te has vuelto torpe? Dame un poco de ese frasco. Huele bien, a ciruelas, y me hará mejor dentro que fuera.

Ella le tendió la botella y él bebió un buen trago.

— ¡Dios, qué bien sienta! -suspiró-. Si pudieses proporcionarme además algo de comida, esto sería para mí el paraíso…

— Primero acabaré de colocaros la venda -dijo ella sin mirarle. Sus manos temblaban un poco menos, pero procuraba defenderse de la emoción que la había embargado al darse cuenta de que estaban los dos solos en la habitación. Consciente de que él no apartaba los ojos de ella, dijo para romper un silencio que sabía peligroso- ¿Cómo está la situación ahí fuera?

— Parece que nuestros adversarios se han cansado de disparar a ciegas. Hace rato que no se oye ningún tiro, ¿verdad?

— Así es. ¿Se han retirado?

— No. Esperan a que amanezca, y sin duda se están reagrupando, pero nosotros habremos escapado antes. Algunos de mis hombres están derribando una tapia del fondo de tu finca para que las carretas puedan salir al bosque y a la carretera de Charenton. ¡Créeme que estoy desolado! -añadió con una de aquellas sonrisas burlonas que, desde siempre, daban a Sylvie ganas de abofetearlo… o de besarlo.

— El jardín ha quedado arrasado, Una tapia más o menos, poco importa. Voy a buscaros algo de comida. ¡Vestíos!

Pero cuando volvió, no sólo no se había vestido -su camisa manchada de sangre se secaba al fuego-, sino que se había tendido en la cama.

— Me lo permites, ¿verdad? ¡Estoy tan cansado!

— ¿Vos, el indestructible, estáis cansado? Es la primera vez que os oigo decir una cosa así.

— Pienses lo que pienses, no soy de hierro, y para decirlo todo, es sobre todo mi corazón el que está cansado. Es duro descubrir que somos enemigos. Mientras estabas en París no me preocupaba, pero se diría que ahora has elegido tu bando…

— No he tenido que elegir: es el bando de la legalidad y del rey. Y además, es el que ha elegido mi esposo.

— Ven a sentarte a mi lado y dame esa rebanada de pan con jamón que traes como si fuera el Santo Sacramento.

Sylvie colocó la bandeja a su lado con precaución, para no derramar el vaso de vino que había también en ella. Sentada en la otra punta de la cama, le observó morder el pan y la carne con sus fuertes dientes. ¡Qué fuerza de la naturaleza encarnaba! Estaba allí, herido, desangrado, pero comía y bebía con tanto gusto y despreocupación como si se tratara de un almuerzo campestre en el huerto de Vendôme o en los jardines de Chenonceau, cuando dentro de dos horas tal vez estaría muerto.

Cuando acabó, retiró la bandeja y aferró la mano de Sylvie, que quiso ponerse en pie.

— No, quédate un poco más.

— Quiero ver cómo va el derribo de la tapia. Aprovechad para descansar.

— Ya he descansado. Sylvie, ignoro cómo saldremos de esta aventura, y me doy perfecta cuenta de los peligros que corremos. Puede que me deje la vida en tus tierras, pero ya que en este momento los mosquetes se han dado una tregua, ¿no podemos hacer nosotros lo mismo?

— ¿Qué queréis decir?

El se incorporó hasta quedar sentado, y la retuvo cuando ella intentó apartarse.

— Que no sigas intentando escapar, y que me escuches. Hace meses que estamos haciéndonos mucho daño, que nos despellejamos o casi cada vez que nos vemos, a pesar de que nos amamos… ¡No protestes! Es algo tan estúpido como el avestruz que cree esconderse cuando oculta la cabeza. Acuérdate del jardín, Sylvie… del jardín donde sin el imbécil de Gondi habríamos sido felices, porque habríamos sido el uno del otro…

Murmuró las últimas palabras junto a su oído y ella se sintió estremecer, pero se repuso.

— Es verdad -admitió con una voz que se esforzaba por parecer tranquila-. El abate de Gondi me salvó.

— Un salvamento que le costará la vida a ese imbécil -gruñó François, que, súbitamente furioso, la abrazó-. No me dio tiempo a decirte hasta qué punto te amo…

— ¡Soltadme! ¡Soltadme o grito!

— Tanto peor, pero correré el riesgo. Necesito que me escuches, Sylvie, porque puede ser la última vez… ¡Sylvie, Sylvie, escúchame, te lo ruego! Intenta olvidar lo que somos y recordar únicamente los días felices de otros tiempos.

— ¡En los que no me amabais! -replicó ella, que intentaba desasirse. Inútilmente, porque él la tenía bien sujeta.

— En los que no sabía que te amaba -la corrigió-, porque creo que siempre te he amado, desde el primer día en que encontré a una preciosa niña que vagaba descalza por el bosque de Anet. Acuérdate… Te tomé en mis brazos para llevarte al castillo, y tú no forcejeabas. Al contrario, pasaste tu brazo alrededor de mi cuello y te apretaste contra mí…

¡Oh, qué delicioso recuerdo aquel! ¡El deslumbramiento de su primer encuentro! Sylvie cerró los ojos para revivirlo mejor, mientras, junto a su mejilla, las palabras de François se convertían en una caricia. Tuvo conciencia de la infinita dulzura que la invadía. Sin embargo, intentó aún luchar, desanudar el tierno lazo que la mantenía cautiva.

— Callaos, por piedad -suplicó-. ¡Voy a gritar…!

— ¡Grita, amor mío!

Pero ya sellaba sus labios con un beso tan ardiente, tan apasionado que Sylvie se sintió morir. Todo desapareció de golpe: el lugar, la hora, la conciencia de lo que era, y la conciencia sin más. En los minutos siguientes, expulsó de su mente todo lo que no fuera aquel hombre adorado desde hacía tanto tiempo. Tal vez habría intentado aún resistirse si él se hubiera mostrado brutal, apresurado, pero aunque François era un experto en el amor, tenía tanto miedo de romper aquel instante mágico que envolvió a su amada en caricias tan dulces, tan tiernas, que ella ni siquiera pensó en defender los últimos baluartes de su ropa interior. Su unión total y simultánea fue un instante de eternidad en el que creyeron abandonar la tierra para volar hacia un cielo luminoso; uno de esos momentos sólo accesibles a los seres creados el uno para el otro. Cuando aquella ola arrebatadora les abandonó sobre el lecho en desorden, se abrazaron de nuevo estrechamente para reanudar el dúo de palabras de amor cuchicheadas boca a boca, y el tiempo pareció olvidarlos, como si se encontraran en una isla desierta…

Hasta que detrás de la puerta se oyó la voz de Pierre de Ganseville.

— Todo está dispuesto, monseñor -dijo-. ¡Tenemos que marcharnos, y aprisa! La noche se acaba, y hay tropas apostadas al otro lado del portal.

— ¡Da la orden de marcha! ¡Enseguida os alcanzo!

Beaufort se levantó y cogió su ropa, que fue poniéndose como pudo, entorpecido por su brazo herido. De modo maquinal, con los ojos agrandados por el espanto, Sylvie hizo lo mismo sin que ninguno de los dos pronunciara palabra alguna. Pero cuando estuvieron listos, un mismo movimiento les arrojó el uno en brazos del otro para un último beso. Luego François se desasió y salió presuroso. En el exterior se oía el estruendo de un ariete lanzado contra el portal de roble de la finca. Ella bajó detrás de él, mientras se alejaba el traqueteo de las carretas. En el momento en que salían a la escalinata exterior, la puerta cedió y los soldados que manejaban el pesado ariete cayeron al suelo. Apareció un hombre que saltó por encima de ellos, y Sylvie, con un grito de horror, reconoció a su esposo, o más bien adivinó que se trataba de él, por más que una cólera enloquecida desfiguró su rostro convulso cuando vio a Beaufort salir de su casa. Blandió su espada y se precipitó sobre el intruso con el arma levantada.

— ¡Esta vez voy a matarte, ladrón del honor!

Sin responder, François desenvainó y empujó bruscamente atrás a Sylvie, que quería interponerse entre los dos hombres. Corentin, que llegaba detrás de Fontsomme, frustró un nuevo intento y la sujetó con firmeza.

— ¡Es asunto de ellos, señora Sylvie! No debéis mezclaros.

Los soldados que habían derribado el portal pensaban seguramente lo mismo porque se habían detenido, fascinados ante el espectáculo preferido por la gente de armas: un buen duelo.

Y fue un buen duelo. Los dos combatientes eran de fuerza parecida. Sin decirse una palabra, concentraban su furor en la delgada hoja de acero que prolongaba su brazo. Fintas, estocadas, asaltos fogosos, toda la gama del juego mortal de la esgrima se sucedió con tanta brillantez que incluso se oyeron algunos aplausos. De rodillas sobre el césped, Sylvie rezaba fervorosamente, sin saber demasiado hacia qué bando dirigir sus súplicas. Hasta que se produjo el drama: hubo un grito ahogado al tiempo que la espada de Beaufort se hundía en el pecho de su adversario. Fontsomme se derrumbó de golpe.

El grito de Sylvie hizo eco al de su esposo. Puesta rápidamente en pie, corrió hacia él y se precipitó sobre su cuerpo tendido.

— ¡Jean, no! ¡Tenéis que vivir por mí, que os amo, y por nuestra Marie! ¡Jean, respondedme!

Los ojos cerrados se abrieron de nuevo, y el moribundo susurró con una sonrisa:

— Corazón mío…, voy a amaros… en otro lugar.

La cabeza, alzada en un último esfuerzo, cayó de nuevo.

François, en pie pero inmóvil, como alcanzado por su propio rayo, se inclinó y tocó el hombro de Sylvie. Ella se estremeció, se puso en pie, y él vio llamear de cólera su mirada a través de las lágrimas.

— ¡No volveré a veros en mi vida! -gritó, antes de dejarse caer de nuevo sobre el cuerpo sin vida de su esposo.

Ganseville, que durante el duelo había ido por los caballos, tiró a su amo de la manga y se lo llevó casi a la fuerza, mientras los soldados, despertados ya de su fascinación, se lanzaban a perseguirlos con gritos salvajes…

Aquel día, París fue reavituallado.

Nueve meses más tarde, Sylvie daba a luz un niño.


Saint-Mandé, 5 de noviembre de 1997,

día de Santa Silvia

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