Aquella noche, Théophraste Renaudot cenaba en casa de su amigo el caballero de Raguenel. Entre el padre de la Gazette y el antiguo escudero de la duquesa de Vendôme había nacido una sólida amistad, reforzada si cabe por la terrible aventura vivida en las proximidades del Petit-Arsenal, a consecuencia de la cual uno de ellos había resultado gravemente herido y el otro preso en la Bastilla bajo la acusación de asesinato. A los dos les gustaba reunirse en torno a los platos cocinados por Nicole Hardouin, el ama de llaves de Perceval, que parecía no tener otra finalidad en la vida que hacer engordar a un amo cuya obstinada delgadez la habría ofendido si no supiera que en gran parte se debía a un dolor tenaz. Ella misma se sentía en ocasiones menos entregada a su labor desde que la pequeña Mademoiselle de l'Isle y Corentin Bellec, el fiel servidor del caballero, habían desaparecido sin que nadie diera razón de lo que les había sucedido. Incluso Jeannette les fue arrebatada una buena tarde por monseñor el duque de Beaufort, con el pretexto de que su lugar estaba en el hôtel de Vendôme y la duquesa la necesitaba. Evidentemente, a Nicole le habría gustado tener noticias suyas, pero por nada del mundo se habría permitido ir hasta la gran mansión del faubourg Saint-Honoré a preguntar por ella… Así se lo explicaba a su eterno prometido, el oficial de policía Désormeaux. Era a él a quien debía la llegada a la casa de Pierrot, un muchacho de doce o trece años que había sido por un tiempo marmitón en Aux Trois-Cuillers, y que la ayudaba en la cocina y el servicio de mesa, tarea en la que mostraba cierta habilidad.
Conocedora de los gustos de Renaudot, Nicole servía aquella noche un magnífico solomillo de buey al punto, comprado en una carnicería del Petit-Pont y asado en el espetón a fuego lento, encargando a Pierrot que pusiera toda su atención en darle vueltas y regarlo de vez en cuando con el jugo de la grasera. Ya al final, Nicole había sazonado ese jugo con un chorrito de vinagre y un poco de ajo finamente trinchado. Acompañó el plato con alubias rojas y lo hizo preceder por un paté de anguila a la pimienta comprado en la casa de maese Ragueneau, el mesonero vecino del Palais-Cardinal. De postre serviría un manjar blanco con confitura.
Los dos comensales degustaron los platos en silencio al principio, y luego mientras comentaban las últimas noticias de la Gazette, que se extendía sobre el problema de las revueltas de los Un-Pieds, los Descalzos, en Normandía contra los recaudadores de impuestos. En muchos lugares, la miseria era muy grande y enfurecía a la gente. Por ejemplo, en Ruán el populacho se había apoderado de un agente del fisco, le había clavado en el cuerpo varios clavos y había hecho pasar una carreta por encima de su cuerpo. Los burgueses se habían encerrado a cal y canto en sus casas, mientras los Un-Pieds merodeaban por los campos. El rey había enviado contra ellos al mariscal de Gassion…
— Esa gran miseria de la que son víctimas los campesinos pobres es una de las plagas de nuestra época. El cardenal, en tanto que sacerdote…
— Es sensible a ella, podéis estar seguro. Conozco ejemplos -le interrumpió Renaudot-, pero gobierna desde muy arriba… demasiado para preocuparse de lo que para él es un incidente menor. Se debe a Francia…
— Pero Francia no es una abstracción. Está hecha de tierra, sin duda, pero sobre todo de carne y sangre. Sin embargo, él no tiene piedad.
— Los hombres le han hecho despiadado. Pensad que está continuamente amenazado por el puñal de los asesinos… Admito, sin embargo, que resulta aterrador. Al parecer envía al señor de Laffemas detrás de Gassion…
— ¡El verdugo detrás de los militares! ¡Pobre gente! Es verdad que para los parisinos puede resultar una buena noticia. Ese hombre es el diablo…
Hubo un silencio que los dos hombres aprovecharon para pasarse un pote de cerámica decorado con un rameado azul y lleno de tabaco con el que cebaron sus pipas, que encendieron con un tizón de la chimenea. Durante unos momentos, el gacetista fumó la suya sin hablar, siguiendo con una mirada distraída las volutas del humo. De repente, como si una fuerza interior le impulsara a hablar, dijo:
— ¿Sabéis que otras dos mujeres han sido asesinadas en el último mes?
Arrancado de la dulce placidez en la que empezaba a sumirse, Raguenel se sobresaltó.
— ¿Como…, como antes?
— Exactamente. Sólo ha cambiado el sello. Ahora lleva la letra sigma… pero el proceso es el mismo: violada, degollada y marcada.
— ¿Por qué no me lo habéis dicho hasta ahora?
— Ni siquiera ahora habría debido hablaros. Cuando tuve noticia de la primera de esas nuevas muertes, pedí audiencia al cardenal y él me prohibió no sólo publicar nada en la Gazette, sino además hablar a nadie del tema. Si falto por vos a mi palabra, es porque sois mi amigo y es normal, en mi opinión, que estéis al corriente de los hechos, ya que tan cara pagasteis vuestra participación en nuestra aventura…
— De modo -dijo Perceval con la lentitud del que escoge sus palabras- que el cardenal ha decidido, ahora que conoce al asesino, dejarle seguir su monstruosa carrera.
— Necesita a ese miserable, y sin duda estima que encuentra en esa actividad un escape menos dañino, porque es evidente que ese asesino está loco. Debo añadir que la vida de unas cuantas meretrices no representa nada para Richelieu: en su opinión, esas mujeres han decidido vivir peligrosamente.
— ¡Hasta que llegue, acaso, el día en que ataque a mujeres honestas! -repuso Raguenel con amargura.
— Una mujer honesta no está hecha de distinta manera que una fulana -bramó de improviso una voz desconocida-. Sufren las dos de la misma manera, con la diferencia quizá de que la segunda soporta mejor el dolor que la primera. Y quiero decir además que las dos poseen un alma que les ha dado Dios.
Mientras su invitado se daba la vuelta, Raguenel se puso en pie y quedó frente al personaje enmarcado en el umbral de la puerta, con una pistola cargada en cada mano. Vestía una casaca de uniforme de un rojo desteñido bajo una capa negra echada hacia atrás, botas negras bien lustradas y guantes de cuero a juego, y, como si se tratara de un gentilhombre, llevaba una espada envaina-da a un costado y un sombrero de plumas negras, un poco rozadas pero aún presentables. En cuanto a su rostro, lo ocultaba una grotesca máscara de carnaval.
— Comparto vuestra opinión -dijo con frialdad Raguenel-. Pero ¿quién sois y qué deseáis?
El otro se tocó el ala del sombrero con una de sus pistolas, en un gesto que podía interpretarse como un saludo.
— Me llaman capitán Courage y soy el rey de todos los ladrones del reino…
— Mi mayor riqueza consiste en los libros que veis aquí -dijo Raguenel mostrando con un gesto amplio las paredes tapizadas de volúmenes-. En cuanto a mi bolsa…
— No quiero vuestra bolsa ni la de vuestro invitado. He venido a buscar un nombre…
— ¿Un nombre?
— El del asesino del que hablabais hace un momento. Estoy seguro de que lo habéis averiguado después de haber sido arrestado en su lugar. No os pido ninguna otra cosa. La última víctima era mi querida…
— ¿Y dejabais que hiciera las calles en la oscuridad, al lado del río? ¡No me parece que hagáis honor a vuestro nombre!
— Era una mujer testaruda. Quería a toda costa visitar a una amiga que necesitaba ayuda, en la Rue du Petit-Musc, y se tropezó con el criminal del sello de lacre. Quiero su pellejo. Pero primero su nombre.
— No. Dároslo sería haceros un flaco favor…
— Eso es cuenta mía, me parece… -Y de súbito se le oyó reír detrás de la narizota roja de su máscara-. Tiene que ser alguien importante, porque, si he oído bien, el hombre de la sotana roja lo protege y le permite sus… fantasías, pero aunque fuera su propio hermano… ¡no, a su hermano no lo necesita para nada! Aunque fuera su criatura más odiosa, el teniente civil en persona, lo mataré. ¡A mi manera, es decir, lentamente!
— ¡Estáis loco! -exclamó Théophraste Renaudot, presa de un miedo repentino-. ¿Sabéis a lo que os arriesgáis?
El capitán Courage se acercó a él, estudió atentamente su rostro alargado que había adquirido de repente el mismo tono gris de su barba, y de nuevo se echó a reír.
— ¿Entonces es él? Lo sospechaba, pero necesitaba una confirmación. ¡Os doy las más rendidas gracias, señor!
— ¡Pero si no he dicho nada! -gimió Théophraste, angustiado por la idea de haber faltado a la palabra dada al cardenal.
— Vuestra reacción ha sido muy reveladora. ¿Juraríais sobre el Evangelio que no es él?
Ante la actitud espantada de su amigo, Perceval decidió intervenir.
— Vos no habéis dicho nada, no… pero yo, que no estoy sujeto a ningún juramento, lo digo: ¡el asesino es Laffemas!
— ¡Por fin! Eso es franqueza. Pero decidme, vos tenéis muchas cuentas pendientes con ese personaje. ¿Por qué no intentáis vengaros?
— Porque una persona muy querida por mí podría sufrir las consecuencias. Por otra parte, es necesario que os advierta de que cualquiera que atente contra tan precioso servidor del Estado será castigado con la muerte.
— De todas maneras moriré algún día, y no me ahorcarán dos veces. -Y rió.
— Muy cierto, pero cuidad de no implicar a otras personas y de que no haya ninguna duda sobre el ejecutor.
¿Sabéis que un príncipe se ha visto obligado a dar su palabra de no atacarlo antes de la muerte del cardenal?
El repentino silencio dio la medida de un asombro invisible bajo la máscara. Finalmente, el hombre emitió un silbido.
— ¿Nada menos?… Falta saber de qué príncipe se trata. Algunos no me merecen ninguna consideración.
— El duque de Beaufort.
— ¡Ah, eso es diferente! Ese me gusta… Pues bien, señores, ¡gracias por la información y gracias por haberme advertido! ¡Tengo el honor de saludarles!
La máscara siguió en su lugar, pero el capitán Courage barrió el suelo con las plumas de su sombrero, inclinándose con cierta gracia. Al hacerlo, descubrió una espesa cabellera morena y rizada. Después, desapareció tan silenciosamente como había llegado.
— ¿Creéis que ha sido prudente contárselo todo? -reprochó Renaudot-. ¡Puede ser peligroso!
Perceval sonrió y fue a servir dos copas de vino, de las que tendió una a su huésped.
— ¿Habéis olvidado que antes de nuestra aciaga aventura común teníamos el proyecto de arriesgarnos a acudir a una de las cortes de los milagros para pedir la ayuda del Gran Coesre? -dijo-. No vamos a quejarnos ahora de haber recibido su visita en casa.
— ¿Pensáis que ese hombre es el mítico gran jefe?
— Se ha anunciado como el rey de los ladrones de Francia. Es todo un título, creo… Vamos a ver qué ha sido de Nicole y Pierrot. Sospecho que les encontraremos atados y amordazados.
Lo estaban, y concienzudamente, porque el capitán Courage no había venido solo, pero los dos coincidieron en que no habían recibido maltrato y que los métodos de aquel extraño personaje eran, por lo visto, bastante civilizados.
— ¡Se aseguró de que las cuerdas no me hicieran daño -dijo Nicole-, e incluso me dio unas palmaditas en la mejilla y me llamó «preciosa»!
— Ahora vais a decirme que es un gentilhombre -comentó con ironía Renaudot.
— ¡He conocido algunos menos corteses! ¡Y en cuanto a los servidores de la ley, no hablemos! -replicó Nicole, que no siempre tenía razones para presumir de la galantería de su buen amigo el oficial Désormeaux…
Perceval se contentó con ordenar a Pierrot que fuese a buscar más leña para alimentar la chimenea, y se guardó sus reflexiones. ¿Un gentilhombre? ¿Por qué no? La voz y el tono de aquel hombre le habían dado que pensar, y después de todo, ¡sólo Dios sabía quién podía estar interesado en sumergirse en la cloaca de los milagros!
Tres días más tarde, un jueves, día de aparición de la Gazette, los parisinos fueron informados de que su teniente civil había sido agredido cuando regresaba a su domicilio a una hora tardía, y que si seguía con vida era gracias a la inesperada intervención de la ronda. Había recibido una herida leve que apenas tendría tiempo de cuidar, dado que se le había encomendado una misión pacificadora en Normandía, al lado del mariscal de Gassion.
— ¡Ese imbécil ha errado el golpe! -rugió Perceval, y a punto estuvo de romper en pedazos el precioso periódico que su amigo le había llevado.
— Ha querido ir demasiado deprisa. Un golpe como ése hay que prepararlo bien. Y ahora…
— ¡Ahora estará alerta! ¡Quiera el ciclo por lo menos que el señor de Beaufort no se vea perjudicado por esta chapuza!
— No lo creo. El cardenal ha recibido de parte del capitán Courage una carta grandilocuente, un verdadero desafío destinado a Laffemas, en la que dice que el firmante no se dará tregua ni reposo mientras el teniente civil siga osando respirar el aire del buen Dios.
— ¿Cómo lo habéis sabido?
— Su Eminencia me lo ha dicho. Y ha añadido una prohibición formal de hablar del tema en la Gazette. Tiene miedo de que el tal capitán se atraiga la simpatía de la gente y se convierta en una leyenda.
— Bueno, al menos eso me tranquiliza. Monseñor François no tiene nada que temer…
— Yo no estoy tan seguro. No aseguraría que no se sospeche de él, bajo el disfraz de capitán Courage. ¡Esa clase de locura sería tan propia de él…! Oh, no lo atacarán de frente, pero el cardenal podría tenderle cualquier día una de sus trampas. Decididamente no le gustan los Vendôme, y éste menos todavía que los otros. Es demasiado seductor…
— Vos, que frecuentáis la villa y la corte, sabréis si es cierto que se ha convertido en amante de Madame de Montbazon, como se rumorea desde hace bastante tiempo.
— Es siempre difícil saber la verdad en esa clase de asuntos, pero hay una posibilidad de que sea cierto. Mademoiselle de Borbón-Condé, a la que pretendía el duque en matrimonio, acaba de casarse con el duque de Longueville, que era precisamente el amante oficial de Madame de Montbazon. Ese cambio de parejas sería muy propio de él. Naturalmente, se dice que está loco por ella, pero me pregunto si no alimentará personalmente el rumor para dar celos a la reina…
Una vez solo, Raguenel meditó largamente sobre las últimas palabras de su amigo. Pensaba que una nueva pasión hace desaparecer la anterior, y que en cierta forma era bueno que François olvidase unos amores demasiado peligrosos; pero por otra parte, al pensar en su pequeña Sylvie, se alegró por una vez de que estuviera lejos, en su isla del fin del mundo. Saber todas esas cosas la haría sufrir…
Conocía Belle-Isle por haber acompañado en otro tiempo a la duquesa de Vendôme y sus hijos. Sabía que los paisajes eran espléndidos, y el puerto del Socorro, con su antiguo priorato, le recordaba algo. Una breve nota de Ganseville, cuando el escudero había pasado por París para ir a reunirse con su amo, le había informado de que Sylvie estaba instalada allí con Jeannette y Corentin, y de que todo iba bien. Ciertamente, la época de las vacaciones y el invierno debían ser diferentes, pero, bien protegida y al margen de las intrigas de la corte con las que se había visto antes demasiado implicada, la niña tal vez recobraría un poco de su antigua alegría de vivir. Esperarlo así y rezar por ella era todo lo que podía hacer Perceval, que ofrecía al Señor su dolor de verse separado de ella y sin ningún medio a través del cual recibir noticias de ella…
Las que habría podido tener le habrían alegrado mucho: Sylvie estaba bien. E incluso, después del accidente que había sufrido en compañía del abate de Gondi, recuperaba el gusto por la vida. Como le había dicho su compañero de infortunio, más valía que renunciara a quitarse la vida, porque con toda evidencia Dios Nuestro Señor no quería que ella abandonara este mundo. Por tanto, era preferible resignarse.
En efecto, si se hubiese arrojado al vacío, se habría matado al estrellarse contra los escollos apenas cubiertos por el agua; y en cambio los dos, estrechamente abrazados, habían rodado sin perder contacto con el suelo hasta que un saliente rocoso tapizado por un arbusto detuvo su caída. Un pescador, alertado por el grito del abate, se había apresurado a buscar socorro y, menos de una hora más tarde, un grupo de personas encabezadas por Jeannette y Corentin sacaba a ambos de su peligrosa situación. Sylvie no se acordaba del salvamento porque al aterrizar se había dado un golpe en la cabeza y había perdido el conocimiento. Despertó en su cama, con unos dolores agudos que pronto desaparecieron y que se llevaron de su joven cuerpo las últimas secuelas de la violación. Jeannette había dado gracias al Cielo de rodillas, e incluso había llorado de alegría… la primera vez después de tanto tiempo, y sobre todo de alivio.
Sólo Jeannette y Corentin estaban al corriente de aquel triste secreto.
— Mientras os llevábamos a casa, advertí que perdíais sangre, y procuré que nadie más lo viera porque comprendí lo que pasaba, gracias a Dios -explicó Jeannette-. Y aquí, quise quedarme a solas con vos. Además, todos encontraron más divertido conducir al señor abate a la casa del señor duque, que podía darles una recompensa: gritaba como un gato escaldado por todas las espinas que se le habían clavado en el cuerpo. ¡Vos también teníais algunas, pero muchas menos…! ¡Oh, Mademoiselle Sylvie, el Señor se ha apiadado de vos! No era justo que, siendo inocente, pagarais el terrible precio del crimen de otra persona. Ahora podréis olvidar…
Sin embargo, la impresión de estar manchada persistía. Su cuerpo estaba limpio, pero sus sueños se habían marchitado para siempre. Su amor por François iba ahora unido a la desesperación: aun admitiendo que un día consiguiera conquistarlo, ¿cómo atreverse a ofrecerle los restos dejados por Laffemas?
Bien es verdad que el padre Le Floch, enviado por Monsieur Vincent a Madame de Gondi para manifestarle todo el interés que a éste le inspiraba Mademoiselle de Valaines y que había venido a visitarla, sugirió una solución: ofrecer a Dios su persona y su alma, y lo hizo a través de un largo discurso en torno a la idea general de que únicamente Dios es digno del amor más grande, y que sus esposas conocen una felicidad serena. Sylvie, sin embargo, no conseguía imaginarse encerrada para siempre en un claustro: allá dentro se escatiman en exceso las bellezas de la naturaleza y sobre todo el aire fresco de la libertad…
— Vivo en una de sus antiguas casas -le dijo ella-, y a mi alrededor no hay sino el cielo, el mar y la landa. Nuestras oraciones no encuentran ningún obstáculo y estamos en paz. Por más que el señor de Paul lo estime deseable, no tengo ninguna apetencia por tomar los hábitos…
Volvió a marcharse sin haber obtenido nada más. En cambio, la duquesa de Retz empezó a honrar de vez en cuando con su presencia la casa junto al mar. La intervención de Monsieur Vincent había sido útil por la razón de que, ahora, la gran dama no intentaría ya perjudicar a la que creía amante de Beaufort, y en cambio, parecía haberse fijado la misión de inclinarla a la vida monástica, la mejor manera según ella de escapar de todas las heridas del mundo.
Sylvie empezó por escucharla dócilmente, pero los sermones de Catherine acabaron por aburrirla. De modo que llegó a un pacto con el joven Gwendal, el rapaz del molino de Tanguy Dru, en el otro extremo del puerto del Socorro. Cuando él veía el carruaje ducal, corría a avisarla y así Sylvie tenía tiempo de refugiarse en la landa o en algún hueco entre las rocas, y dejar que Jeannette explicara con muchas reverencias que su joven ama gustaba del aislamiento en plena naturaleza, obra del Creador, a fin de recogerse en la contemplación y esperar tal vez la Llamada.
Apenas si todo ello era mentira. La belleza de la isla afectaba a Sylvie. Le gustaba descubrir sus diferentes aspectos por medio de largos paseos, pero sobre todo era la mar lo que la atraía y lo que nunca se cansaba de contemplar. Tendida sobre la hierba en algún mirador de la landa, contemplaba, a través de las puntas vellosas de las gramíneas y de las umbelas de los aromáticos hinojos, el vaivén de las olas, a veces ligero y manso, otras rugiente, espumoso y lleno de fuerza. De no haber sido tan penoso para los pescadores, algunos de los cuales se habían hecho amigos suyos, habría preferido el mal tiempo, por lo bien que expresaba la inmensa fuerza del océano. Sabía que François había hecho en otro tiempo lo mismo que ella, y la dicha de seguir los pasos de su amigo la reconfortaba y la hacía sentirse casi feliz.
Nunca bajaba a Le Palais, y todavía menos, si le era posible, a la residencia de los Gondi. La ría que se abría en el puerto era para ella una frontera que no deseaba cruzar. Sus deberes cristianos los cumplía con exactitud en la pequeña iglesia de Roserières, una aldea próxima a su casa cuyo anciano párroco había trabado amistad con Corentin, con el que iba a pescar. Poco a poco los aldeanos habían adoptado a aquella muchacha siempre vestida de negro, de la que se decía que guardaba un luto doloroso, sin precisar cuál (¡y con razón!). Además, ella adoraba a los niños, aún tan próximos a ella misma, y los de los alrededores no tardaron en darse cuenta de ello. En cambio, los oficiales de la ciudadela que intentaron ser recibidos en su casa se vieron despedidos con tanta cortesía como firmeza. Las personas de la casa del mar conocían demasiado bien la fragilidad de una reputación femenina.
Dos inviernos habían transcurrido así. Unos inviernos que en Belle-Isle eran clementes. Era raro que nevase, y a pesar de que el antiguo priorato estaba orientado hacia el nordeste, las borrascas y las tempestades se soportaban bien gracias a la fascinación que producían los colores del mar y el cielo. Las lloviznas de diciembre y los aguaceros de marzo no impedían a Sylvie salir. Decía incluso que la lluvia era beneficiosa para el cutis y el cabello.
— Pronto cumplirá los dieciocho años y es muy bonita -confiaba Jeannette a Corentin, que empezaba a encontrar que el tiempo se alargaba demasiado-. ¿Hasta cuándo tendrá que estar escondida en estas tierras del fin del mundo? Si al menos tuviéramos noticias, pero se diría que el mundo entero se ha olvidado de nosotros…
— En el continente pasa por muerta, y nosotros con ella. No se escribe a los difuntos.
— Pero incluso en el castillo o en el pueblo se ignora lo que pasa en París o en otros lugares. Yo creía que al duque le gustaba recibir visitas.
— Sí, pero recibir es caro, y he oído que su fortuna mengua por momentos. La duquesa aprovecha la menor ocasión para moderar su ritmo de vida.
— Ni siquiera el abate ha vuelto por aquí. Ese por lo menos era divertido.
— Sin duda tendrá otras cosas que hacer.
Y Corentin que, como buen bretón, se encontraba a gusto a pesar de que la existencia que llevaban le pareciera un poco monótona, dejó a Jeannette suspirando sola junto al fuego y se fue a colocar unas cuantas cañas de pescar y a beber luego un vaso de sidra en casa de su amigo el molinero.
Una mañana de primavera en que la isla parecía recién pintada, Corentin bajó al puerto a la hora del regreso de los barcos después de la pesca nocturna. Parecía una bella jornada estival, el tiempo estaba templado y la mar lisa como el terciopelo. La actividad era intensa. No sólo las barcas volcaban sobre el muelle un diluvio de sardinas de un magnífico azul plateado, sino que además dos pontones descargaban sillares destinados a la reparación de la torre norte de la ciudadela. En efecto, el duque de Retz era el dueño soberano de su tierra, pero estaba obligado a velar por el buen estado de las fortificaciones construidas años atrás por su abuelo. Eran gastos imposibles de evitar, por mucho que el estado precario de su fortuna le pusiese las cosas cada vez más difíciles.
Otro barco llamó la atención de Corentin; se trataba de una urca de poco tonelaje que llevaba los colores del obispo de Vannes y maniobraba para atracar. La conocía bien, por haberla visto muchas veces llevar al prelado en visita pastoral, o bien a algunos invitados, o incluso venir a buscar para las cocinas episcopales legumbres que en las huertas de Belle-Isle tenían una calidad peculiar. Aquella mañana, Corentin vio desembarcar a una dama acompañada por una camarera y cuatro lacayos armados como conviene cuando se va de viaje. La dama se echó hacia atrás el capuchón de terciopelo y descubrió un rostro joven de una gran belleza, y un magnífico cabello rubio; Corentin la reconoció con un escalofrío de alegría y no pudo evitar echar a correr hacia ella: ¡era Marie de Hautefort!
Olvidando toda prudencia y pensando únicamente en la alegría que aquella recién llegada podía causar a Sylvie, estaba a punto de abordarla cuando un pensamiento le retuvo: la dama de compañía de la reina formaba parte de un mundo al que Sylvie ya no tenía acceso, un mundo para el cual ella era tan sólo una sombra, pero en el cual los Gondi ocupaban todavía un lugar.
A disgusto, dio media vuelta y echó a correr; pero ella le había visto y mandó tras sus pasos a uno de sus lacayos, al que apenas costó esfuerzo dar alcance a un hombre que se alejaba a regañadientes.
— Por favor -dijo aquel muchacho de sólidas pantorrillas-, mi ama desea hablaros.
Las dudas de Corentin se disiparon. La ocasión era demasiado buena para no aprovecharla, y, un instante más tarde, se inclinaba ante la joven, que le sonrió.
— ¿Se encuentra bien ella? -preguntó.
— Muy…, muy bien, señora -respondió él, aún jadeante.
— Decidle que iré a verla después del almuerzo. El protocolo me obliga a alojarme en casa de la señora duquesa de Retz, pero enseguida haré que me conduzcan a su residencia. Si estoy aquí, es por ella…
— La haréis feliz, pero… no le traéis malas noticias, ¿verdad?
— Como no nos hemos visto durante más de dos años, por fuerza hay de todo, pero no me parece que lo malo sea lo que predomine. ¡Id a avisarla, amigo mío!
Corentin no se lo hizo repetir dos veces. Subió por la calle mayor de Haute-Boulogne y recorrió el camino hasta el puerto del Socorro a tal velocidad que llegó echando los bofes y se dejó caer en el banco colocado junto a la chimenea en que Jeannette preparaba una sopa. En cuanto hubo recuperado el aliento, lanzó la noticia como un son de trompeta.
— ¡Mademoiselle de Hautefort está aquí, y seguramente vendrá a ver a Sylvie!
— ¡Corre a avisarla! Está abajo, pescando cangrejos con los pies en el agua. ¡Dios mío! ¡Estoy impaciente por saber qué noticias trae! Pero entretanto tendré que poner un poco de orden. ¡Esta casa es una leonera!
Era una afirmación muy exagerada, pero apenas se hubo marchado Corentin hacia la playa, Jeannette empezó a poner todo patas arriba. Trabajaba con tanta energía que no oyó el grito de alegría de Sylvie. La llegada de su amiga era para la exiliada una respuesta del Cielo a sus incesantes oraciones pidiendo por lo menos noticias de François. Aquel silencio demasiado largo se le hacía insoportable.
Cuando apareció Marie, se abrazaron sin pronunciar palabra, demasiado emocionadas para hablar; pero no eran mujeres para detenerse demasiado tiempo en emociones. Tomadas de la mano, fueron a sentarse en el banco de piedra que Corentin había colocado en la parte trasera de la casa, junto a una gran mata de retama. Sylvie se sentía tan feliz que no podía hablar y se contentaba con mirar a su amiga con una ancha sonrisa y ojos cuyo intenso brillo revelaba que las lágrimas estaban próximas. Marie sintió las manos de su amiga temblar en las suyas.
— He venido a buscaros -dijo con una dulzura muy poco habitual en ella-. Ha llegado el momento de regresar al mundo de los vivos.
— ¿Es François quien os envía?
— ¡Dios mío, no! No me envía nadie. Vuestro héroe está al lado del rey, con el ejército que sitiará Arras. La corte se encuentra en Amiens. Quiero añadir que el abate de Gondi, que os besa las manos, aprueba mi gestión. Los dos pensamos que ya no estáis segura en este lugar.
La decepción borró la sonrisa de Sylvie.
— Así pues, ¿el abate ha vuelto de Italia?
— Hace meses. Es un hombre que no puede vivir mucho tiempo lejos de la Place Royale. Además, como es insaciablemente curioso e intrigante, consigue enterarse de cosas en verdad extraordinarias. Por ejemplo, de que el teniente civil, que procede del Delfinado, tiene familia en La Roche-Bernard y planea irse a vivir allí cuando deje su cargo. Lo cual no tardará en ocurrir, porque acaba de escapar a dos atentados y siente la necesidad de cambiar de aires.
La siniestra silueta de su verdugo, evocada de improviso bajo el cielo de su isla, hizo estremecerse a Sylvie, que palideció.
— ¿Y dónde está La Roche-Bernard?
— No muy lejos. De camino para embarcar en Piriac. De modo que, como he dicho, vengo para llevaros conmigo…
— Si es para encerrarme en un convento como desea el señor Vincent de Paul, y por tanto también el señor de Beaufort, y como sueña además Madame de Gondi, prefiero correr el riesgo de quedarme aquí. No estoy sola; hay quien vela por mí, y soy muy capaz de defenderme…
Marie se echó a reír.
— ¿Quién ha hablado de convento? Os conozco demasiado para saber lo poco que os gustan las tocas. Os llevo de vuelta…
— ¿A París? -exclamó Sylvie, recuperando la esperanza-. ¿La reina me llama a su lado?
Le tocó entonces a Marie el turno de entristecerse:
— La reina os cree muerta, mi gatita. Y añadiré que apenas os ha llorado. Aún siento afecto por ella, pero he de reconocer que es una mujer olvidadiza, egoísta… ¡y no demasiado inteligente!
Se produjo un silencio que permitió a Sylvie sopesar las últimas palabras.
— Nunca creí que os oiría decir algo así -observó finalmente-. Pero… ahora que lo pienso, si la corte está en Amiens, ¿qué hacéis aquí?
— Es que ya no formo parte de ella.
— ¿Ya no sois dama de compañía?
— ¡Pues no! Y os diré, además, que he sido exiliada… para complacer al señor de Cinq-Mars. Sin duda recordáis al señor de Cinq-Mars, aquel encantador oficial de la Guardia protegido del cardenal, que os acompañó al palacio de éste y rechazaba con tanto empeño el cargo de maestre del guardarropa del rey.
— Sería difícil olvidarlo. Siempre se mostró amable…
— Ahora lo es mucho menos. Hasta el año pasado, tal vez os acordáis de ello, yo había tomado… el relevo de Mademoiselle de La Fayette. El rey me cortejaba con asiduidad, no veía más que con mis ojos cuando no lo maltrataba demasiado, y todavía más cuando sí lo maltrataba. Dio fiestas en mi honor, y escribió ballets que bailábamos juntos. Después del nacimiento del delfín, en la corte reinaba una alegría loca…
— Pero nunca habéis…
— ¿Qué? ¿Cedido ante el rey? ¿Por quién me tomáis? Le dejaba quererme. Si lo hacía era por su cuenta y riesgo, y él lo sabía. Por otra parte, nunca le pedí nada, ni un favor ni un cargo, salvo en una única ocasión, cuando le rogué que nombrara a mi abuela gobernanta del niño, y después dama de honor en sustitución de Madame de Senecey. Se negó, y comprendí el motivo.
— Pero ¿qué tiene que ver con todo eso el señor de Cinq-Mars?
— ¿Que qué tiene que ver? Pues sencillamente que hoy en día él es el favorito del rey. El cardenal, que me detesta, ha dado un golpe maestro. ¡Ese muñeco hace que el rey coma de su manita! Se hace cubrir de oro, e incluso le ha pedido el cargo de Gran Escudero, que seguramente conseguirá. Le llaman Monsieur le Grand…, lo que no le impide correr cada noche al Marais, en cuanto el rey se acuesta, para visitar a su querida, la bella Marión de Lorme.
— ¿Es posible que os haya reemplazado en el afecto del rey?
— ¡Pues sí! Pero eso no le ha bastado. Con el fin de consolidar su poder sobre nuestro Sire, ha querido reinar solo y ha exigido mi despido. Supongo que algo ha tenido que ver también el cardenal… Así pues, me han hecho saber que mi presencia ya no era deseada. Y un buen día, como le había ocurrido antes a Louise de La Fayette, había una carroza esperándome para devolverme «a mi familia» en presencia de toda la corte.
Su voz se quebró y apenas consiguió retener un sollozo. Sylvie adivinó lo que habría debido de ser, para la orgullosa Hautefort, aquella humillación pública.
— Pero ¿qué os reprochan?
— ¡Que ya no gusto…, e incluso que molesto! -repuso Marie con rabia-. El rey debió de darse cuenta de lo que sentía porque, en el momento de mi reverencia, me tendió la mano y me dijo: «¡Casaos! Os daré una buena posición…»-Pero, mientras tanto, os mandaba al exilio sin un motivo. ¿Y la reina, qué ha dicho?
Marie se encogió de hombros con pesar.
— Me abrazó en privado, pero no hizo nada por conservarme a su lado. Y además… está de nuevo encinta.
Sylvie abrió los ojos como platos.
— Pero… ¿cómo lo habéis conseguido? François…
— Oh, él no ha tenido nada que ver en este asunto. Por lo demás, me pregunto cómo se habrá tomado la cosa…
— ¿Quién, entonces?
Esta vez Marie se echó a reír, y al oír aquella explosión de júbilo Sylvie se dijo que tal vez el mal no fuera tan grande como había pensado.
— Se diría que no tenéis mucha fe en la virtud de vuestra reina. ¡Pues el rey, hija mía! ¡El rey, al que Cinq-Mars ha llevado a rastras, por así decirlo, a la cama de su esposa, con la amenaza de dejar de verle durante un mes por lo menos, si no lo hacía! Oh, el favorito tiene un enorme poder: dijo que era preciso asegurar la descendencia antes de que la reina dejase de estar ya en estado de procrear. Se espera el nacimiento para el mes de septiembre… ¡Lo cual no significa que el rey ame más a su mujer! Sospecha de ella más que nunca. Por esa razón no le guardo demasiado rencor. Tanto más que su nueva dama de honor, Madame de Brassac, es una fiel del cardenal, lo mismo que su esposo, que como por casualidad ha sido nombrado superintendente de la casa de la reina. ¡Ah, me parece que se han acabado los tiempos de las bellas aventuras amorosas…!
— Nada ha terminado si ella sigue amando a François tanto como él la ama.
— Ésos eran, en efecto, sus sentimientos cuando me fui. Pero…
— ¿Pero?
— ¿Recordáis todas las cosas bonitas que la reina recibió de Italia en el momento de la concepción del delfín? -preguntó Marie.
— Ya lo creo. Las enviaba un tal monsignore Maz…, Maz…
— Mazarini. Pues bien, se presentó el pasado mes de enero para reemplazar al padre Joseph en la confianza de Richelieu. Se ha hecho francés y ahora se hace llamar Mazarino. La reina lo ve con buenos ojos… -Y de súbito la orgullosa Hautefort explotó de nuevo-: ¡El muy bellaco! Ese falso sacerdote es un verdadero intrigante, hijo de un criado del príncipe Colonna. ¡Y se atreve a pavonearse delante de la reina de Francia!
— También me acuerdo de que lo detestabais. Diría que no ha mejorado la opinión que tenéis de él.
— Lo aborrezco. ¡Y más aún porque, como dice mi abuela, se parece al difunto milord Buckingham! ¡Esa clase de parecidos es peligrosa!
— ¡Pobre François! -murmuró Sylvie, siempre inclinada a compadecer al que tanto amaba y que, en cambio, parecía haberla olvidado…
Marie se mordió la lengua. Iba a decir que Beaufort no era tan digno de lástima, pero se detuvo a tiempo porque pensó que de momento Sylvie ya sabía bastante. Se levantó y sacudió su vestido, en el que habían quedado prendidas algunas florecillas de retama.
— ¡Ya hemos hablado bastante por hoy! Tenéis que prepararos, Sylvie, nos iremos mañana con la marea del amanecer…
— Pero ¿adónde me lleváis? Estoy bien aquí…, soy casi feliz -dijo Sylvie extendiendo los brazos para abarcar el paisaje marino que la rodeaba.
— Vuestra felicidad durará poco si Laffemas os descubre. Corréis el riesgo de ser raptada de nuevo, con todas las consecuencias que eso comporta. Os llevaré junto a mi abuela, al castillo de La Flotte. Es allí donde he sido «consignada», y más vale que regrese lo antes posible…
— Os seguiré con gusto, y lo mismo harán mis compañeros, pero ¿qué dirá el señor de Beaufort, que se ha tomado tanto trabajo para encontrarme un buen escondite?
— Me parece que tendréis ocasión de preguntárselo: entre La Flotte y Vendôme apenas hay diez leguas de distancia.
El rostro de Sylvie se encendió y sus ojos brillaron con más intensidad.
— ¿De verdad?
— ¿Os he mentido alguna vez? Os diré, además, que mi abuela es una Du Bellay (ya veis que si añadimos a Bertrand de Born, que fue vizconde de Hautefort, en mi familia no faltan los poetas) y que su sobrino, Claude, es el actual gobernador de Vendôme…
Esta vez Sylvie la abrazó con ímpetu.
— Voy a decir que preparen todo para nuestra marcha… -exclamó jubilosa.
Corría ya hacia el interior de la casa pero de repente se detuvo y volvió despacio hacia su compañera, con aire de preocupación.
— Sin duda tendré que ir a despedirme de la señora duquesa de Retz -murmuró.
— Y la idea no os seduce. Tranquilizaos, no será necesario. Vuestra marcha debe realizarse con la máxima discreción, y la marea llega a las cinco de la mañana. Además, esta casa es vuestra, y tenéis todo el derecho a hacer un viaje corto sin pedirle permiso. Ahora os dejo: tenéis cosas que hacer, y yo también. Dos de mis lacayos vendrán por la noche a hacerse cargo de vuestro equipaje…
— Apenas tenemos…
— Entonces será más fácil. En cuanto a vos, ¿tendréis valor para bajar a pie hasta el puerto antes del amanecer?
— Claro que sí. No está tan lejos.
— Estad allí a las cuatro y media. El barco se llama Saint-Cornely, y el patrón estará prevenido.
— Si tan importante es la discreción, no enviéis a vuestros criados. Os repito que tenemos pocas cosas: simples sacos, fáciles de transportar. Y Corentin es fuerte.
— Tenéis razón. Soy una pésima conspiradora.
— Siempre me ha parecido lo contrario. Pero ¿de verdad vamos a conspirar?
— ¡No haremos otra cosa! No contra el rey ni contra la reina, por supuesto, sino contra ese maldito ministro, contra su compinche y contra su verdugo.
Todavía era de noche cuando el Saint-Cornely abandonó el puerto de Le Palais. En el faro que señalaba la entrada todavía ardía el fuego, y sus reflejos rojos danzaban sobre la mar, algo picada aquella mañana. Al doblar la punta nordeste de la isla de Houat, se cruzaron con un barco procedente de Piriac. Llevaba a un único viajero. Era Nicolas Hardy, sin duda el mejor sabueso de Laffemas, que le había enviado como explorador disfrazado de mercero, y como tal visitaría a los habitantes de Belle-Isle a fin de decidir si sería interesante para su amo desplazarse allí en persona. Los marineros se saludaron al pasar, pero sus pasajeros, sentados en el fondo, resultaban invisibles desde la otra embarcación. Además, envueltas en sus largas capas y con los capuchones bajados, las dos mujeres eran irreconocibles.
Feliz por aproximarse a François, Sylvie se dejaba mecer por el oleaje. Por haber acompañado varias veces a Corentin en un barco de pesca, sabía que la mar era su amiga y no le produciría el menor mareo.
Cuando amaneció, la isla estaba ya muy lejos. Sus altos acantilados no eran más que una silueta en el horizonte. Sylvie pensó entonces, en voz alta:
— ¡Me gustaría volver aquí! ¡No puede uno imaginarse hasta qué punto es hermosa esta isla!
— Vuestro querido François me ha atiborrado los oídos muchas veces -dijo Marie-. No estaba equivocado, por lo que he podido ver.
— De no ser por ciertas personas, sería posible vivir muy feliz allí.
— Eso, querida, vale también para muchos otros lugares del mundo. Espero que os gustará el sitio adonde os llevo.