13
Agotado tras una noche movidita por su trabajo, Juan llegó a su casa. Había sido un operativo laborioso. Cuatro terroristas rumanos en busca y captura internacional habían sido interceptados en una casa del viejo Madrid y los geo habían entrado en acción para detenerles. El operativo había sido un éxito pero la tensión de las horas previas y el momento de entrar en acción le dejaban extenuado. Soltó las llaves en el recibidor y saludó a su perra Senda que rápidamente acudió a la puerta a recibirle.
—Hola, preciosa ¿me echaste de menos?
El animal, feliz por la llegada de su dueño, saltaba como un descosido a su alrededor, haciéndole reír.
—Vale… vale… para ya. Ahora vendrá Andrés a sacarte. Estoy agotado para pasear contigo.
Tras conseguir que la perra se calmara, se encaminó hacia la cocina. Una vez allí cogió un vaso y la leche y se sirvió café de la cafetera. Sacó unas magdalenas y se sentó en la mesa. Necesitaba comer algo. Después se ducharía y se acostaría.
Cuando terminó, metió la taza en el lavavajillas y cuando salía de la cocina se quitó la camiseta, quedándose desnudo de cintura para arriba.
De pronto sonó el timbre de la puerta. Seguro que era Andrés, el muchacho al que pagaba para que sacara a Senda los días que él no estaba. Siempre llamaba antes de entrar, por lo que Juan continuó su camino. Andrés tenía llave y entraría para coger a la perra. Pero no. No entró y el timbre volvió a llamar con más insistencia.
—¿Quien es? —preguntó Juan apoyado en la pared con el telefonillo en la mano.
Al escuchar su voz Noelia, inexplicablemente, se paralizo. ¡Era él! Miro a ambos lados de la calle y susurro:
—Soy Noelia.
Apoyado en la pared y con el telefonillo en la mano volvió a preguntar.
—Perdona pero no he oído bien. ¿Quién eres?
—Noelia…
—¿Quién?
—Estela Ponce —bramó enfurecida—. Abre ya la maldita puerta.
Ahora el sorprendido era él. ¿Estela Ponce? ¿Qué hacía aquella mujer en su casa? Apretó el botón de entrada y oyó cómo la puerta de fuera se abría y se cerraba mientras bajaba los escalones de cuatro en cuatro. Sin perder el tiempo abrió la puerta de la calle. Ella entró como un vendaval, mirándole parapetada tras sus enormes gafas negras y su gorra.
—Nunca pensé que pudieras ser tan desagradecido. Te estuve esperando hasta Dios sabe cuándo y casi no he dormido, cuando para mí dormir las horas necesarias es una obligación. ¿Por qué no viniste?
Juan se quedó boquiabierto. Efectivamente aquella mujer era quien decía, pero la sorpresa fue tal que apenas pudo articular palabra. ¿Qué hacía aquella mujer en su casa? ¿En Sigüenza?
Ella, a diferencia de él, no paraba de moverse y de hablar. Parecía que alguien le hubiera puesto pilas hasta que, finalmente, cuando sintió que este cerraba la puerta se calló.
—¿Se puede saber que haces tú aquí?
Escuchar aquel tono grave de voz hizo que ella se paralizara y se sintiera pequeñita ante aquel gigante, pero clavando su mirada en su torso desnudo murmuró en un hilo de voz:
—No… no lo sé. Solo sé que ayer te envié una nota desde el Castillo invitándote a cenar y…
—¿Me la enviaste tú? —cortó él al recordar la invitación de la suite cuarenta y seis.
—Pues claro, ¿quién creías que te invitaba?
Sorprendido como en su vida, y sin entender que hacia aquella actriz de Hollywood en el salón de su casa, respondió mofándose de ella:
—Sinceramente cualquiera de mis amigas, pero nunca la estrellita.
La visión de Juan desnudo de cintura para arriba y con los vaqueros caídos en la cintura y el primer botón desabrochado hizo que a ella se le resecara la garganta.
Dios mío… qué sexy pensó incapaz de despegar su mirada de él.
El tatuaje de su brazo derecho, unido al oscuro tono de su piel, la excitó. Los hombres con los que solía estar eran modelos o actores, todos hombres guapos y fuertes. Pero su cuerpo fibroso y poderoso, y la sensualidad que desprendía, nada tenían que ver con lo que ella conocía.
Sin apenas moverse de su sitio, Juan se cruzó de brazos y con gesto indescifrable volvió a interrogar a la joven que no le quitaba ojo de encima.
—¿Me puedes decir qué haces en mi casa?
Tragando el nudo de emociones que se le habían agolpado en la garganta, Noelia se quitó las gafas para dejar al descubierto sus impresionantes ojos azules.
—Yo… bueno… el caso es que… es que…
—¿Es que qué? —exigió Juan.
Aturdida por lo que aquel hombre con solo su presencia le hacía sentir, finalmente murmuró consciente de lo ridícula que era la situación:
—Quería saber porque no me saludaste el otro día cuando nos vimos.
—¿Que nos vimos? ¿Cuándo?
Abriendo la boca para protestar, ella cambió el peso de una pierna a otra y respondió.
—En el Ritz, o acaso me vas a decir que tú no eras el poli vestido de negro que me dio agua y habló conmigo.
Juan no respondió. Una de las primeras normas de su trabajo era no revelar a gente ajena a su círculo su específica profesión.
—No sé de que hablas.
—Por faavooor… —se mofó esta—, eso no te lo crees ni tu. Sé que eras tú y no puedes negármelo.
—Quizás te estás equivocando de persona —respondió admirando en vivo y en directo a la joven que un día conoció y que en la actualidad era una de las actrices mejor pagadas de Hollywood.
—No. No me equivoco. Sé lo que digo ¿Y sabes por qué lo sé?
Divertido por como ella le señalaba preguntó:
—¿Por qué lo sabes?
—Porque solo ha habido dos personas en mi vida que se refirieran a mi de una determinada manera. Una fue mi abuela, y la otra fuiste tú.
Maldita sea. Lo oyó pensó mientras disfrutaba de la visión que ella le ofrecía. Vestida así, con vaqueros y abrigo largo podría pasar por una joven cualquiera. Aunque cuando le mirabas el rostro todo cambiaba. Aquella cara, aquellos espectaculares ojos celestes y el pelo rubio que ocultaba bajo su gorra la hacían inconfundible. Había salido en demasiadas películas y series de televisión como para pasar desapercibida.
—Creo que tu subconsciente te traicionó.
Noelia fue a responder cuando sintió que algo le rozaba las piernas. Al bajar la mirada y ver el enorme perro, en lugar de asustarse, le tocó la cabeza y sonrió. Senda rápidamente movió el rabo feliz y se sentó a su lado.
Juan, todavía como en una nube, las observó. Su exmujer y su perra mirándose con gesto de aprobación.
¿Qué narices está pasando aquí? pensó malhumorado y tras llamar a la perra y sacarla al patio dijo mirando a la muchacha que continuaba parada en la entrada:
—Necesito un café para despejarme. Si quieres uno sígueme.
Con la tensión a mil, la chica le siguió sin poder dejar de admirar aquella espalda ancha y morena y aquel perfecto trasero que bajo sus Levi´s desteñidos parecía de acero. Una vez llegaron a la cocina Noelia se sorprendió al verla impoluta. Era una cocina en blanco y azul, limpia y ordenada.
—¿Solo o con leche? —preguntó al verla mirar a su alrededor.
—Con leche desnatada,
Levantando una ceja Juan la miró y dijo con dureza.
—No tengo leche desnatada. Solo leche normal y corriente. ¿Te vale o no?
Molesta por su tono ella le miró y asintió.
—Por supuesto que me vale.
Tras servir los cafés, Juan apoyó la cadera en la encimera.
—¿Noelia o Estela?
—Noelia.
—Muy bien, Noelia. ¿Cómo has conseguido mi dirección? Si mal no recuerdo la dirección que le di al abogado de tu papaíto hace años era la de mi padre.
Avergonzada por tener que contestar, intentó desviar la atención quitándose la gorra para liberar su pelo rubio.
—Uf… ¡qué calor! —dijo distraída.
Sin darle tregua y queriendo saber que era lo que ella sabía de él insistió:
—Te he preguntado algo y espero una respuesta.
—Tengo mis métodos —susurró dando un trago a su café.
Molesto por aquello, observó como sus ondas rubias caían sobre sus hombros de forma sedosa y sensual.
—¿Me has estado investigando?
—Nooooooo.
—¿Entonces cómo sabes donde vivo?
—Bueno… es que…
Juan acorralándola para que dijera la verdad insistió con cara de pocos amigos.
—Llevo razón en lo que digo, ¿verdad?
—No… bueno sí… bueno no… A ver, no es lo que parece —respondió ella mientras se cogía un mechón de pelo y lo retorcía con un dedo—. Yo solo quería saber por qué no me saludaste el otro día. Sé que eras tú y…
Sr oyó de nuevo el pitido de la puerta.
Andrés pensó juan. Y antes de que pudiera reaccionar, oyó su voz en el patio de la casa llamando a la perra.
—Senda, preciosa ¡vamos a pasear!
Noelia al escuchar aquella voz cercana miro alertada a ambos lados y susurro nerviosa:
—¿Quién es? ¿Quién habla?
—Es Andrés.
Dejándole boquiabierto se levantó y agachándose detrás de la puerta de la cocina murmuró:
—Por favor… no puede verme. Si alguien me ve y me reconoce, la prensa vendrá y…
Juan cogió la correa de Senda y abriendo la puerta corredera de la cocina saludó a aquel antes de que entrara en la casa.
—Hola Andrés.
El muchacho, un chico del pueblo con una minusvalía física al andar, sonrió al verle.
—Hola Juan. He visto el coche aparcado y no sabía si querías que la sacara hoy o no.
—Sí… sácala. Acabo de llegar de trabajar y estoy agotado.
Andrés, que adoraba a Juan, preguntó:
—¿Ha sido una noche dura?
—Sí. Aunque más dura está siendo la mañana, te lo puedo asegurar —murmuró mirando hacia el interior de la cocina.
El joven cogió la correa de la perra.
—¿Quieres que la traiga de nuevo aquí o la dejo en casa de tu padre?
Tras pensarlo durante unos segundos Juan respondió:
—Llévala donde mi padre. Dile que iré a recoger a Senda allí y que comeré con él y el abuelo.
—De acuerdo. ¡Vamos Senda!
La perra encantada de salir a la calle, se dejó sujetar por el joven. Dos minutos después, este salía del jardín y Juan entraba de nuevo en la cocina y cerraba la puerta.
—Ya puedes salir estrellita. Nadie va a verte —dijo mirando hacia la puerta.
Como si de una niña se tratara, Noelia asomó la cabeza y, al comprobar que estaban solos, se levantó y volvió a sentarse a la mesa. Después cogió su café y tras dar un trago preguntó:
—¿Tienes un cigarrillo?
—No. No fumo y tú tampoco deberías, no es bueno para la salud.
Aquel comentario hizo que ambos se relajaran. Juan aun estaba sorprendido por tener a la actriz Estela Ponce en su cocina. Aquello era surrealista. Si sus amigos, especialmente Carlos, se enteraban de que ella había estado en su casa, se pondrían insoportables. Por ello, dijo con determinación:
—Creo que ha llegado el momento de que te vayas. Ha sido un placer volver a verte después de tantos años, pero adiós.
—¿Me estás echando de tu casa? —preguntó sorprendida.
—Sí.
Molesta por su falta de consideración y dado que no estaba acostumbrada a aquel trato le miró recelosa.
—¿Sabes que nadie me ha echado nunca de su casa?
—Alguna tenía que ser la primera y mira ¡he sido yo! —respondió él cruzándose de brazos.
—¿Cómo puedes ser tan borde?
—Contigo no es difícil —respondió dejándola boquiabierta. Es más, te agradecería que desaparecieras cuanto antes de mi entorno. No quiero tener nada que ver contigo, ni con tu fama. Mi vida es muy tranquila y adoro el anonimato.
—¿Crees que yo voy a perjudicarte? Pero si tú eres un don nadie y…
Juan con gesto serio la cortó y respondió con rotundidad.
—No. No me vas a perjudicar porque no tengo nada que ver contigo. Mira guapa, no sé, ni me interesa saber qué haces aquí. Pero lo que sí sé es que tenerte cerca lo único que puede traerme son problemas. Efectivamente soy el que tú crees, ¡Bingo!, pero lo que ocurrió entre tú y yo fue un error de juventud y nada más, algo que, hoy por hoy, no quiero que me arruine mi tranquila vida, ¿lo entiendes? Por lo tanto ponte la gorra, tus preciosas gafas de Gucci, sal de mi casa y espero que te vayas a tu maravilloso Hollywood donde tu papaíto seguro que te dará todos los caprichos que un don nadie como yo no va a darte. Aléjate de mí, de mi entorno y de mi vida, ¿me has entendido?
Nadie le había hablado con tanto desprecio en su vida. Nadie se atrevía a decirle a Estela Ponce lo que tenía o no tenía que hacer. Levantándose de su silla clavo sus azulados ojos en el hombre que la estaba tratando como a una delincuente y gruñó:
—Te recordaba más amable, siempre pensé que tú eras diferente.
—En tu caso pensar no es bueno —se mofó Juan.
Acercándose a él hasta absorber el olor de su piel siseó:
—¡Imbécil! Idiota. Eres un… un… ¡patán!
Con aire divertido, Juan miró hacia abajo y tuvo que contener las ganas de reír que le provocaba la situación.
—Gracias… no lo sabía —acertó a decir.
Enfadada al ver que él no se enojaba, sino que, parecía estar consiguiendo el efecto contrario, gritó:
—Te diría cosas peores pero no me gusta blasfemar, por lo tanto, mejor me callo o te juro que yo… que yo…
—Fuera de mi casa, canija —dijo arrastrando a propósito la última palabra.
Dándose la vuelta furiosa como nunca en su vida lo había estado agarró las gafas.
—Por supuesto que me voy de tu casa. Pero de ahí a que haga lo que tú me has dicho va un mundo. Estoy de vacaciones y me quedaré aquí o donde me dé la gana el tiempo que quiera, y tranquilo, no voy a interferir en tu vida. Simplemente quiero descansar un tiempo y este lugar es tan maravilloso como otro cualquiera para ello. —Caminó con brío hacia la puerta, pero se dio la vuelta para volver junto a él y vociferó—: Recuerda, no nos conocemos de nada. No quiero tener nada que ver contigo y si me ves ¡ni me saludes!
—Tranquila, creo que podré soportarlo —asintió sonriendo apoyado en el quicio de la puerta.
Fuera de sus casillas, Noelia quiso patearle el culo. Se paró ante un espejo y mientras se colocaba la gorra ocultando su pelo en el interior vio a través del cristal la sonrisa de Juan y su gesto. Aquello la encendió, y aun más al comprobar que le estaba mirando el trasero.
—¿Quieres dejar de mirarme así?
—No. Estoy en mi casa y en mi casa miro, digo y hago lo que quiero.
—Pues como la última palabra siempre la digo yo ¡no me mires o tendrás problemas! —gritó ella.
Aquel comentario le hizo sonreír aún más y en tono joco so murmuró:
—Oh… que miedo me das.
Deseosa de cruzarle la cara, fue hasta él para golpearle. Levantó la mano pero paró en seco cuando le oyó susurrar sin moverse de su sitio.
—Atrévete.
Resoplando como un toro, Noelia se dio la vuelta, se dirigió hacia la puerta de la calle y la abrió.
—No des un portazo —le escuchó decir.
Pero, directamente, lo dio. Dio el portazo de su vida y suspiró satisfecha hasta que instantes después escuchó su risa, eso volvió a encenderla.
—¡Vete al cuerno! —gritó malhumorada.
A grandes zancadas fue hasta su coche e intentando no perderse y siguiendo las instrucciones que veía por el camino llegó hasta el parador de Sigüenza donde entró como un vendaval en la habitación de su primo. El día, definitivamente, no había comenzado bien.