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Al día siguiente de su encuentro con Noelia Juan, aún no daba crédito a lo que había ocurrido. Estela Ponce, la gran diva del cine americano, había estado en su casa. En un principio pensó contárselo a Carlos, pero luego calibró las consecuencias y decidió que no era una buena idea. De todas maneras quedó con él para tomar algo. Ambos estaban sentados en una terraza de su pueblo cuando oyeron una voz tras ellos.

—Hola cucarachos. Ya es hora de que os vea el pelo. ¿Me invitáis a una birrita?

Levantando la cabeza Juan sonrió al ver al Pirulas. En todos aquellos años su vida había cambiado poco. Seguía siendo en cierto modo el mismo descerebrado que años atrás, con la diferencia de que ahora regentaba la panadería de su padre. Sentándose junto a ellos que tomaban unas cervezas y tras dejar sobre la mesa unas revistas que llevaba en las manos, ordenó al camarero:

—Pepón tráeme una birra fresquita. —Después mirando a sus amigos dijo—: Qué, ¿algo nuevo que contar?

—No —dijeron al unísono.

Fuera del trabajo nunca comentaban con nadie lo que ocurría durante la jornada, ambos lo tenían muy claro. No les gustaba.

—Joder colegas, la movida que os perdisteis la otra noche —contó encendiéndose un pitillo—. Resulta que el Pistacho, se f…

—¿Pistacho? —preguntó Carlos divertido.

—Sí, joder, el hijo de Luciano, el de los frutos secos. —Al ver que asentían continuó—. Se fue a Ámsterdam una semanita y el tío ha vuelto alucinado. Trajo unas setitas buenísimas de allí y la otra noche le dio una a la Geno, la hija del Tomaso el camionero, y no veas el globazo que se pilló la colega,

—Pirulas —sonrió Juan aprovechando que el sol calentaba aquel día para ser diciembre—. Qué te parece si no nos cuentas esas cosas a nosotros. ¿Te recuerdo en que trabajamos?

—No me jodas, tío. Vosotros para mí sois mis coleguitas, y no unos jodidos cucarachos.

—Lo de cucarachos me toca las narices —se mofó Juan. Aquel estúpido mote era por el que muchos llamaban a los Geos por su indumentaria negra.

—Además —prosiguió el Pirulas sin escucharle—, sabéis que yo, desde hace tiempo, paso de meterme esas guarradas. Yo solo me meto lo que cultivo y…

Carlos miró a su amigo y poniéndole una mano en el hombro le indicó:

—Cierra la bocaza. No queremos saber nada de lo que cultivas —sonrió al escucharle—. De verdad, Pirulas. Tú haz lo que quieras con tu vida, pero no nos cuentes absolutamente nada ¿vale? —Y mirando las revistas que había dejado sobre la mesa cogió una y dijo—: ¿Desde cuándo lees prensa del corazón? ¿Te has vuelto ahora modosete?

—Son para mi madre, y no me jodas, hombre, que a mí me van más las tías que a un jilguero el alpiste —se defendió rápidamente—. Me ha llamado la vieja al móvil y me las ha encargado. Y yo que soy un buen hijo se las compro y se las llevo. Hay que tener contenta a la Aurora.

Todos sonrieron. Aurora, la madre del Pirulas, era una buena mujer y bastante cruz tenía con aguantar al descerebrado de su hijo. Carlos, cogiendo una de las revistas, la hojeó hasta que en su interior encontró un reportaje que captó su interés y, tras mirar a su amigo Juan, que por su gesto supo de lo que iba el tema, dijo:

—Vaya, aquí pone que la actriz Estela Ponce ha terminado su jira por España.

Juan le devolvió la mirada y no dijo nada, aunque le llamó de todo solo con los ojos. Ni siquiera cogió la revista para verla. No le interesaba. Pero el Pirulas se la quitó de las manos para ver las fotos.

—Joder, lo buena que está esa Barbie Malibú. Es que la lamería desde el dedito gordo del pie hasta…

—Nos alegra saberlo —cortó Juan quitándole la revista y cerrándola.

Pero el Pirulas volvió a abrirla y enseñándole una foto de la actriz con un escotado y sexy vestido azul, riendo y abrazada a Mike Grisman en Sevilla continuó.

—Vamos a ver, tronco ¿Desde cuándo ves tú a pibonazos como este por el pueblo? Vamos… ni que fuera normal verlos pasear por la calle.

Juan no respondió. Era una suerte que el Pirulas no relacionara a Estela Ponce con la joven que se casó con él años atrás. Eso le reconfortó. No pensaba contar nada de lo ocurrido el día anterior en su casa, y menos a aquel, cuando Carlos intervino.

—Lo dice hasta mi preciosa mujercita. Siempre dice ¡qué actriz más guapa!

—¡Qué coño guapa! —exclamó el Pirulas mirando de nuevo la revista—. Esta tía lo que está es buenísima ¿Pero tú has visto que cuerpazo tiene? A esta la cogía yo y la ponía mirando pa cuenca. Vamos, lo bien que nos lo íbamos a pasar los dos.

Juan cogió su cerveza y dio un buen trago. No iba a entrar en aquello. No quería. Siempre le había molestado oír hablar de Noelia. Algo increíble y, sobre todo, incomprensible para él, pero así era. Carlos, divertido por como aquel bebía dijo gesticulando:

—A mí lo que me encanta es su trasero. Tiene ese típico trasero redondo y respingón que nos vuelve locos a los tíos y…

—Y esos morritos —añadió el Pirulas mientras Juan se movía incómodo en su asiento—. Debe ser un lujo mordisquear ese morrito inferior y tirar de él. Joder ¡pero si me estoy poniendo cachondo solo de pensarlo!

—Eso lo deben de pensar muchos —apostilló Carlos divertido—, El otro día vi en la taquilla de un compañero una foto en bikini de Estela Ponce. Una de su última película, Brigada 42, y ¡joder ¡estaba como un tren!

¿Qué compañero? pensó Juan y se volvió hacia el camarero para pedirle otra cerveza. Durante un rato soporto estoica mente los comentarios de sus dos amigos sobre la que fue su mujer. Algo que el Pirulas no conocía ni por asomo, o se hubiera enterado hasta el último habitante de la tierra. Sonó el claxon de un vehículo. El Rúcula en su Seat León.

—¡Qué pasa troncossssssssssss] —gritó tras aparcar sobre la acera.

—Hombre, ya estamos todos —sonrió Garlos al verle.

El Rúcula, salió de su coche amarillo huevo y de dos zancadas llegó hasta ellos.

—¡Qué pasa mamonazos\

—No dejes el coche así o te multarán —advirtió Juan tras chocar la mano con él.

—¡Que se atrevan! —se mofó.

Si había un fantasma en el pueblo, ese era el Rúcula. Al igual que el Pirulas se había tomado la vida de manera muy relajada. El Rúcula trabajaba en lo primero que le salía. Era un hombre sin oficio ni beneficio, pero al que nunca le faltaba trabajo. Sabía buscarse la vida.

Se sentó junto a los demás en la terraza y continuaron pidiendo cervezas.

—¿Dónde curras ahora, Rúcula?

—Estoy en la obra con mi primo Alfonsito. Estamos rematando unos chalecitos a las afueras del pueblo. Los que se construyeron en la parcela de los Gargalejo.

En ese momento pasaron ante ellos unas chicas y este interrumpiendo su conversación silbó y dijo.

—¡Guapasssss! Eso son jamones, no lo que mi madre compra en el súper.

—¡Viva la minifalda y su inventor! ¡Tías buenas! —apostilló el Pirulas divertido.

Las chicas al escucharles sonrieron y el Rúcula finalizó. ¡Venir aquí que os voy a dar con to lo gordooooo!

Juan puso los ojos en blanco ante semejante despliegue de vulgaridad y Carlos tras carcajearse le indicó: Indudablemente trabajas en la obra. Un coche de la policía municipal pasó lentamente al lado de donde ellos estaban, y Juan saludo con un movimiento de cabeza a Fernández, que conducía. La patrulla paro ti metros más adelante del coche del Rúcula, y este, al verlo, se levantó escopetado.

—¡La madre que los parió! Me piro que estos mamonazos me cascan un multazo.

Y sin más fue hasta el coche. Fernández al ver que se levantaba de la mesa de Juan asintió y se metió de nuevo en el coche patrulla.

—Pirulas ¿te llevo? —gritó su amigo desde el Seat León.

Este se levantó y tras coger las revistas de su madre se despidió y se marchó. Una vez quedaron solos, Juan se echó hacia delante y mirando a su amigo susurró.

—¿Te he dicho alguna vez, churri, que eres un cabronazo?

Carlos sonrió y tras dar un trago de su cerveza respondió:

—Sí… cada vez que hablamos de cierta actriz. Por cierto ¿Qué haces esta noche?

—Cualquier cosa menos verte el careto.

Carlos no le hizo caso.

—Vale, lo entiendo, soy guapo pero no tu tipo. —Juan rio y le preguntó—: ¿Qué te parece ver el careto de mi mujer y Paula? Hoy tenemos canguro para Sergio y como libramos han planeado cenar y tomar algo en el Loop. ¿Te apuntas?

Durante una fracción de segundo Juan dudó. No estaba de humor para tonterías, pero sabía que quedar con Paula significaba sexo. Y en ese momento lo necesitaba. Egoístamente pensó en él, y recostándose en la silla murmuró tras beber de su botellín:

—¿A qué hora hemos quedado?

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