CAPÍTULO 08

Al día siguiente, Elizabeth se despertó muy tarde. No quería volver jamás a la corte, pero la sensatez de Philippa prevaleció sobre sus confusas emociones.

– Debes quedarte hasta fin de mes. Sería sumamente incorrecto partir antes que el rey, hermanita.

– Pero no soportaré ver de nuevo a Flynn Estuardo -sollozó.

– ¿Qué demonios te pasa? -la regañó Philippa-. Él no te conviene y lo sabes. Además, acaban de conocerse. Y no solo es escocés, sino un Estuardo ilegítimo. ¡Por Dios, Elizabeth! Pareces una adolescente encaprichada con su primer amor. Espero que no hayas sido tan tonta como para dejarte seducir.

– Flynn es un caballero -contraatacó la joven-, y ser escocés no tiene nada de malo. Y si el primer amor consiste en ilusionarse con una persona, entonces puedes considerarlo mi primer amor. Y en cuanto a la adolescente encaprichada, no soy como esas muchachitas que vienen a Greenwich llenas de expectativas solo para perder la virtud con algún presumido cortesano. Si me impulsara la pasión, hace rato que habría perdido la inocencia con un pastor lo bastante guapo para tentarme.

– ¡No digas esas cosas! -exclamó la condesa de Witton, escandalada.

Elizabeth se echó a reír.

– Oh, hermana, mi reputación es tan pura como agua de manantial y no perjudicará la tuya. Si hoy no concurro a la corte nadie se molestará en entregarse a los placeres de la maledicencia a costa de mi persona, te lo aseguro.

– No puedes irte de Greenwich sin antes despedirte del rey. De seguro querrá enviarle un mensaje a mamá.

– Presumo que otra ingeniosa diatriba acerca de su marido, el pobre Logan Hepburn -murmuró Elizabeth-. ¿Crees que mamá fue alguna vez la amante del rey?

– Hace años circularon rumores en ese sentido, pero nuestra madre siempre lo negó.

– ¿Y tú le creíste? -preguntó con malicia.

– Desde luego -respondió Philippa. Y luego agregó-: Me convenía hacerlo. ¿Qué habrían pensado si hubiese dudado de mi propia madre?

– ¡Entonces crees que fue su amante!

– Honestamente, no lo sé. Lo que sí sé es que el rey se muestra hoy día más afectuoso con ciertas damas, aunque no de una manera lujuriosa. Pero lo importante, Elizabeth, es que eres la hija de Rosamund Bolton, su amiga de la infancia. El rey y la reina han sido muy buenos con Banon, conmigo y con nuestra familia. Incluso te hubiera encontrado un esposo, si se lo hubieses pedido. De modo que no puedes dejar la corte sin despedirte del rey. Y de tu amiga Ana Bolena, por cierto.

Elizabeth sonrió con ironía.

– No estás dispuesta a ser su amiga, ¿verdad? Pero si tu hermana lo es y Ana llega a ser reina, esa relación favorecerá a tus hijos. Según tengo entendido, uno de ellos es el paje de su tío, el duque de Norfolk.

– Sí, gracias al rey. Mi hijo pertenecía al séquito de Wolsey, pero cuando este cayó en desgracia, estuvo a punto de perder su posición y entonces el rey le pidió al duque de Norfolk que lo tomara a su servicio, alegando que a un duque le está permitido utilizar el paje de otro. Si no fuera por Enrique Tudor, Owein se hubiera visto obligado a regresar a casa. Los Howard son una familia muy poderosa, Elizabeth. Y tus sobrinos sirven a los dos hombres más poderosos del reino.

– Te prometo que no me iré sin despedirme de Su Majestad y de mi amiga Ana Bolena. Pero hoy deseo estar a solas con mis pensamientos.

– De acuerdo. Y permíteme darte un consejo: no alimentes sueños imposibles. Considera, más bien, lo que harás de ahora en adelante para conseguir marido. Mamá y yo rara vez coincidimos en algo, pero en lo tocante a tu casamiento pensamos de la misma manera, y también Banon.

– ¡Vete de una buena vez! -exclamó su hermana tapándose la cabeza con la colcha. Escuchó los pasos de Philippa cruzando el dormitorio y el ruido de la puerta cuando se cerraba. Aun así, se asomó para comprobar si se había ido. Luego oyó voces en la antecámara; seguramente Philippa le estaba dando órdenes a la pobre Nancy. Volvió a redarse y Se dedicó a planificar el día.

Era una hermosa mañana de finales de mayo, demasiado bella para permanecer acostada, pero también demasiado bella para desperdiciarla en la corte. En realidad, tenía ganas de cabalgar.

– ¡Nancy!

La doncella apareció de inmediato en la puerta de la alcoba.

– ¿Sí, señorita?

– ¿Lord Cambridge ya ha salido?

– Aún no es mediodía, señorita. Pero supongo que estará despierto, pues vi al señor Will preparar la bandeja del desayuno.

– Ve y dile si puedo hablar con él.

Nancy se apresuró a cumplir la orden de su señora, quien, levantándose finalmente del lecho, se dirigió a la ventana que daba al jardín. En ese momento, su hermana se encaminaba a la puerta que separaba la mansión Bolton del bosquecillo. Por nada del mundo se perdería las últimas festividades de mayo. "Bueno -pensó Elizabeth-, ella encontrará algún pretexto para justificar mi ausencia y yo gozaré de plena libertad. Quiero andar a caballo. Me pregunto por qué nadie sale a cabalgar en Greenwich. No he montado a mi caballo desde que llegué aquí".

Nancy acababa de regresar a la alcoba.

– Lord Cambridge dice que la espera, señorita.

Elizabeth, vestida con una larga camisa, abandonó sus aposentos, bajó al salón y se dirigió al ala de la casa donde se hospedaba su tío.

– ¡Buenos días, querida! -exclamó alegremente Thomas Bolton-. ¿Philippa ya se ha ido?

– Sí, después de darme un sermón, pues para eso vino -sonrió la joven sentándose en el borde de la cama-. Hoy no quiero ir a la corte, tío Tom, sino a cabalgar. ¿Me acompañarás?

– Una magnífica sugerencia, muchacha, y nos dará un respiro. La corte es un tedio. Quizás esté envejeciendo, pero ya no me resulta tan divertida como antes. No veo la hora de regresar a Friarsgate.

– Según Philippa, no podemos partir hasta que el rey se haya ido. ¿Es cierto?

– Lamentablemente, sí.

– Pero no será necesario concurrir a los festejos todos los santos días, supongo.

– No -repuso lord Cambridge-. Conozco un sendero donde podremos cabalgar esta tarde. Se encuentra junto al río y es realmente encantador. ¡Ah, por fin, Will! Desfallezco de hambre, querido.

Una tímida sonrisa iluminó el rostro de William Smythe mientras apoyaba la bandeja en el regazo de Thomas Bolton e introducía el borde de la servilleta en el cuello de su camisón.

– El cocinero se demoró porque quería que el pan estuviera caliente y esponjoso. La hogaza acaba de salir del horno, milord.

– Gracias por cuidarme con tanto esmero, Will.

Elizabeth tomó un trozo de tocino de la bandeja de su tío y, tras ingerirlo, dijo:

– Will, ¿por qué no nos acompañas a cabalgar esta tarde? Has trabajado mucho estas últimas semanas, mientras mi tío y yo disfrutábamos de la corte.

– Eso me gustaría -repuso William Smythe.

– ¡Qué bueno! ¿Le has contado a lord Cambridge lo del gatito? Pues bien, querido tío. Will encontró al más adorable de los gatitos escondido en la barca. Dios sabe cómo fue a parar allí, pero lo llevaremos al norte con nosotros. Lo bautizamos Dominó porque es blanco y negro. Y le he prometido a Will que si su gata Pussums no acepta la compañía de su nuevo amiguito, entonces me lo llevaré a casa.

– Pussums ya es una vieja y honorable dama y probablemente no le agradará la presencia del joven intruso. Sin embargo, me he acostumbrado a tener un gato a mi alrededor, y ahora habrá dos, uno para cada regazo, cuando nos sentemos junto al fuego en las noches de invierno. Si quieres un gato, querida niña, tendrás que encontrarlo por tu cuenta, me temo.

Elizabeth lo besó en la mejilla y abandonó el dormitorio, dando le las gracias por haber aceptado a Dominó. Thomas Bolton, por su parte, terminó de desayunar y se vistió como un consumado jinete. Los tres caballos los aguardaban en la campiña que rodeaba Greenwich. Los hombres andaban al paso, disfrutando de la calma del paisaje, pero Elizabeth no tardó en dejarlos atrás. Espoleando su cabalgadura subió a un altozano y se perdió de vista.

– La señorita Elizabeth está un poco triste. ¿No lo has notado, milord?

– SÍ le hubiésemos dado un mínimo empujón se habría enamorado del mensajero del rey de Escocia. Flynn Estuardo es más caballero que muchos de nuestros cortesanos, Will, pero no le conviene, desde luego.

– Porque es escocés.

– En cierto modo sí y en cierto modo no. Si no fuese el medio hermano del rey Jacobo, lo consideraría el hombre ideal. En principio, mi intención era casarla con un buen cortesano inglés, pero dadas sus responsabilidades con respecto a Friarsgate, comprendo que eso ya no es posible. ¿Qué opciones nos quedan entonces, querido muchacho? O forzarla a contraer matrimonio con uno de los ingleses del norte o que ella elija a un escocés de su agrado. Pero la lealtad de Flynn Estuardo a su rey es demasiado grande. De haber otra guerra, y sin duda la habrá, él no sería neutral. Friarsgate siempre se las ingenió para mantenerse al margen de las disputas entre Inglaterra y Escocia. Su aislamiento los ha preservado de las invasiones y de los merodeadores. Quizá lo mejor sea un marido escocés, un vulgar escocés sin relaciones importantes, un escocés de buena familia.

– ¿Tienes a alguien en mente, milord? -preguntó Will, aunque ya sabía la respuesta. Thomas Bolton había dedicado mucho tiempo a resolver el problema de Elizabeth y el de los futuros herederos de Friarsgate.

– Tal vez, muchacho, pero no estoy dispuesto a hablar del tema, por momento -repuso lord Cambridge con aire pensativo. -Supongo que aún no le has dicho nada a la señorita Meredith.

– No tampoco a mi prima Rosamund. Primero debo cerciorarme de que ese casamiento sea realmente el apropiado para Elizabeth, y tú debes guardar mi secreto.

– ¿Acaso no he guardado siempre tus secretos, milord?- Lord Cambridge le dedicó una luminosa sonrisa.

– Eres un tesoro, querido muchacho, y sabes de sobra que no me las arreglaría sin ti.

– ¿Por qué son tan lentos? -les preguntó la joven, que había regresado para unirse a ellos.

– Simplemente te hemos permitido gastar tus energías, sobrina Will y yo nos contentamos con un tranquilo paseo campestre.

Elizabeth se echó a reír y, espoleando a su caballo, se lanzó de nuevo al camino.

– Ah, la juventud -comentó lord Cambridge.

El hecho de escapar del tedio de la corte y de galopar por la campiña la hizo sentir mejor. Prefería regresar a la casa de su tío e ingerir una comida bien cocinada a observar cómo comían el rey y la señorita Bolena mientras ella se limitaba a picotear las sobras. Le gustaba acostarse a una hora razonable en lugar de permanecer en pie hasta altas horas de la noche. Al fin y al cabo, era una mujer de campo y estaba orgullosa de serlo.

Al día siguiente volvió a la corte y buscó a su amiga Ana Bolena.

– ¿Dónde te habías metido? Tu hermana me dijo que estabas descansando. Al parecer, el ritmo de la vida en la corte te extenúa.

– ¿Hablaste con Philippa? -Elizabeth se mostró sorprendida.

Ana volvió a exhibir su sonrisa felina.

– Sí. Vino a mi encuentro, me hizo una reverencia y me dijo que estabas en cama. Fue difícil para ella, pero sus modales son realmente impecables, Bess. ¿Todavía apoya a la reina?

– "Apoya" no es el término correcto, Ana -replicó la joven procurando proteger a su hermana-. Debes recordar que mi madre no solo ha sido amiga de la reina Catalina desde la infancia, sino que la ayudó en su época más difícil, antes de casarse con el rey. Cuando Philippa cumplió doce años se convirtió en una de sus damas de honor, y a partir de ese momento su único deseo fue servir a la reina. Y así lo hizo hasta que se casó. Siente lealtad hacia Catalina, y es comprensible. Si no le fuera fiel, no la respetaría como la respeto, pero incluso Philippa se impacienta ante la tozudez de la reina en lo concerniente al divorcio.

– Y cuando yo sea reina, ¿crees que sentirá la misma lealtad hacia mi persona?

– ¿Cómo se te ocurre? -respondió Elizabeth con candor-. Pero respetará tu posición, de eso puedes estar segura. Es ambiciosa en lo que respecta al futuro de sus hijos.

– Te extrañaré, Bess, pues nadie me habla con tanta franqueza como tú. ¿Debes volver a tus desoladas tierras del norte?

– Me marchitaré como una flor de otoño si no regreso pronto a casa. Y Friarsgate no es para nada desolado. Es bellísimo, Ana. Sus colinas, moteadas de blanco por las ovejas que pastan en las laderas, descienden hasta el lago. Me encanta despertarme con el canto de los pájaros, envuelta en la fresca brisa de Cumbria que entra por las ventanas. Sí, debo volver a casa.

– Hacer lo que uno desea es un privilegio que siempre envidié. Yo, en cambio, debo hacer lo que me ordenan. Pero, cuando sea reina, solo obedeceré al rey.

– Ana, quisiera pedirte un favor -dijo Elizabeth-. ¿Le preguntarías al rey si mi tío y yo podemos abandonar la corte antes de su partida? No veo la hora de regresar a Friarsgate.

– Se lo preguntaré, te lo prometo.

– ¿Preguntarme qué? -quiso saber Enrique VIII, que acababa de entrar en los aposentos privados de la señorita Bolena. Las mejillas de Ana se tiñeron de rubor cuando él se inclinó y la besó en la boca.

– Bess desea retornar a sus tierras. Aunque la voy a extrañar, comprendo su necesidad de estar donde se siente más feliz, pues a mí me ocurre lo mismo y solo soy feliz cuando estoy contigo. Nos quedaremos en Greenwich varios días más y, según el protocolo, cualquiera que haya participado en las festividades de la corte debe permanecer en ella hasta que el rey parta. ¿Le darías permiso para irse antes que tú, Enrique? Te suplico que lo hagas.

El rey se acercó a Elizabeth y, tomándola de la barbilla, levantó su rostro para mirarla a los ojos.

– Te pareces físicamente a tu padre, pero tienes el corazón de tu madre no puedes negarlo. Como Rosamund, te marchitas lejos de Friarsgate. Te noté muy pálida estos últimos días, Elizabeth Meredith. A diferencia de tu hermana, la condesa de Witton, no eres una criatura de la corte. Por cierto, tienes nuestro permiso para partir cuando lo deseen. Dile a tu tío que venga a despedirse hoy, y luego podrán abandonar Greenwich con nuestra bendición. -Enrique Tudor extendió la mano y la joven se la besó.

Ana observaba la escena, y aunque consideraba a Elizabeth una auténtica amiga, no se sentiría apenada por su partida. Su mera presencia tenía la virtud de despertar en el rey ciertos recuerdos que ella prefería que olvidara. No deseaba verlo sumergido en un pasado más dichoso que el presente que ambos compartían. Si se divorciaba de una buena vez, entonces se casarían, le daría hijos y vivirían por siempre felices.

– Gracias, Su Majestad -dijo Elizabeth. Después besó a Ana en ambas mejillas, y tras agradecerle su amistad y desearle lo mejor, hizo una reverencia y abandonó la alcoba.

Cuando se encontró con lord Cambridge, le comunicó la noticia.

– ¡Querida muchacha! Eres tan persuasiva como tu madre cuando decides desplegar tus encantos. Es temprano, y si apuramos a la servidumbre, estaremos en condiciones de partir mañana por la mañana. Dejaré la casa abierta para Philippa, pues probablemente se quedará en la corte hasta que se traslade a Windsor a mediados de junio. ¡Pero tú, Will y yo regresaremos a Friarsgate, Elizabeth! Con un poco de suerte, llegaremos allí la noche de San Juan y veremos las fogatas ardiendo en las colinas. Y ahora iré a despedirme del rey.

La joven cruzó corriendo el bosquecillo que separaba el palacio de la mansión Bolton, y lo primero que hizo cuando entró en la casa fue buscar a Nancy en las cocinas.

– Mañana nos iremos a Friarsgate, si logramos empacar a tiempo nuestras pertenencias.

– ¿Nosotros también? -preguntó Lucy, la doncella de Philippa.

– No -repuso Elizabeth-. Ya conoces a tu ama.

– Sí. ¡Dios, cómo le gusta la vida en la corte! Dejó a su hijita recién nacida para ayudarla a buscar marido, señorita Meredith. Lamento que no haya encontrado ninguno.

– Pues yo no lo lamento. Friarsgate es mío y no lo compartiré con nadie. Estaré arriba, Nancy, y no te demores.

Lucy meneó la cabeza, mientras la miraba alejarse.

– No es una joven muy llevadera que digamos, ¿verdad?

– Te equivocas, Lucy. Es amable y comprensiva, pero solo piensa en sus tierras. Friarsgate consume todas sus energías, así como la corte consume las de tu ama. Subiré ya mismo o arrojará la ropa en los baúles, en su apuro por irse de aquí.

Y mientras las dos jóvenes empacaban a toda velocidad, Thomas Bolton encontró a Philippa preparándose para jugar al tenis con una amiga.

– Tu hermana se las ingenió para que el rey nos permitiera partir lo antes posible. La casa es tuya hasta que la corte vuelva nuevamente a Richmond. Y sabes que mi casa de Londres también está a tu disposición. Ven a cenar con nosotros esta noche. Conozco a Elizabeth y sé que nos obligará a ponernos en marcha antes del amanecer.

Philippa meneó su cabeza color caoba.

– Lamento haber fracasado en mi misión, tío. Nuestra familia se sentirá defraudada.

– Ni tú ni yo hemos fracasado, sobrina. La tarea encomendada trascendía nuestras fuerzas. No somos Hércules, querida muchacha, sino simples mortales. Elizabeth no tiene tu sofisticación y tampoco se contenta con ser esposa y madre, como Banon. Quien se case con ella tendrá que ser un hombre muy especial.

Philippa suspiró, sabiendo que lord Cambridge estaba en lo cierto.

– Te deseo buena suerte en la búsqueda del Santo Grial. Porque de eso se trata, ¿verdad? -dijo lanzando una risita candorosa, como si la presumida dama de la corte no hubiera podido sepultar del todo a la ingenua niña que había sido.

– ¡No digas eso, mi ángel! ¡Al Santo Grial nunca lo encontraron!

Philippa se echó a reír y lo abrazó con fuerza.

– Te extrañaré, tío. Y volveré temprano para compartir nuestra última cena.

– ¡Excelente! Y ahora debo despedirme de nuestro nobilísimo monarca -dijo lord Cambridge alejándose a toda prisa de la cancha de tenis.

– ¡Por Dios, Tom! -exclamó Enrique Tudor-. No hay nadie capaz de hacer una reverencia como la tuya. Eres el caballero más elegante de] reino, y has venido a despedirte, supongo.

– Así es, Su Majestad. Por mucho que lamente la ansiedad de mi sobrina por regresar al norte, me veo obligado a acompañarla. Rosamund se disgustaría si viajara sola.

– ¿Y cuándo piensas volver a palacio?

– Esa es una pregunta difícil de responder, Su Majestad. Tengo sesenta años y viajar ya no me produce el mismo placer que antaño. Temo haberme convertido en uno de esos gatos gordos que prefieren dormitar junto a la propia chimenea en vez de treparse a los árboles o retozar por los tejados -admitió Thomas Bolton con una sonrisa irónica y ladeando un poco la cabeza.

– Extrañaremos tu estilo y tu ingenio, pero comprendemos la situación. Cuentas con nuestro permiso, Tom, y esperamos verte de nuevo.

El rey extendió una mano llena de anillos y lord Cambridge se la besó. Luego dirigió su atención a la señorita Bolena. Al besar su elegante mano y advertir que tenía seis dedos, se inclinó y le susurró unas palabras al oído.

Ana sonrió de oreja a oreja, algo insólito en ella, y lo besó en la bien rasurada mejilla.

– Gracias, milord. Es la solución perfecta. No sé cómo no se me ocurrió antes.

– A veces, mi querida señora, la respuesta más obvia es la más difícil de hallar. Le deseo la mejor de las suertes. -Thomas Bolton hizo una última reverencia y abandonó el cuarto.

– ¿Qué te dijo? -le preguntó el rey mientras se encaminaban al salón donde acababan de servir el almuerzo.

– Me sugirió que usara las mangas un poco más largas para disimular el dedo de la mano izquierda. Su instinto en lo relativo a la moda es sorprendente, Enrique -repuso complacida, pues el hecho de poseer ese pequeño apéndice adicional la había avergonzado desde la infancia.

Cuando Lord Cambridge salió del palacio, presintió que jamás volvería a la corte. Deseaba pasar el resto de su vida en Cumbria, disfrutando de los pequeños placeres cotidianos. Después de todo, se lo merecía. Ya no era joven y comenzaba a sentir el peso de los años. Especialmente en las rodillas, se dijo para sus adentros, y estuvo a punto de echarse a reír. Burlarse de sí mismo era la manera más eficaz de soportar los achaques de la vejez.

Philippa llegó a la hora de la cena y meneó la cabeza al ver que los baúles ya estaban en el carro. Era solo cuatro años mayor que su hermana, pero en cuanto a su actitud frente a la vida, le llevaba cien años de ventaja. Ella era una mujer moderna que sabía cómo lograr que sus hijos escalaran posiciones en la sociedad. Elizabeth, por el contrario, se contentaba con ser una terrateniente responsable. Ninguna de las dos iba a cambiar, pero la condesa quería que su hermana menor se casara y fuera feliz en su matrimonio.

– Se acostarán temprano, pues mañana partirán antes del alba, supongo -dijo Philippa en un tono ligeramente burlón.

– Y tú comerás a las apuradas para no perderte la fiesta del palacio -contraatacó Elizabeth.

– No, esta noche me quedaré con ustedes. Si deciden acostarse luego de la cena, entonces concurriré a las celebraciones de la corte. Además, mañana regresarás a la casa de Londres, navegando en la confortable barca de Tom, de modo que el viaje no te resultará extenuante. Solo al día siguiente, cuando hayas cabalgado durante horas, recordarás que tienes un trasero -la provocó su hermana.

Lord Cambridge hizo una mueca de dolor.

– ¡No menciones el sufrido trasero, querida! Algún día habrá una manera más cómoda de viajar. Ojalá viva para verlo, pero evitaré seguir bajando. De Otterly a Friarsgate y no más lejos, queridas sobrinas. ¡Lo juro!

– Oh, dentro de unos años te aburrirás de la pacífica Cumbria y no podrás resistir el deseo de volver a la corte. Y cuando las cinco hijitas de Banon se conviertan en muchachas casaderas, no tendrás más remedio que volver al sur para encontrarles marido, lo que te resultará mucho más sencillo que en mi caso -rió Elizabeth.

– Aún no me he dado por vencido, sobrina -repuso con aire enigmático.

William Smythe no tardó en unirse a ellos y pasaron una agradable velada. Comieron una espléndida cena y las hermanas cantaron juntas como lo habían hecho durante la infancia. Luego Will y lord Cambridge jugaron una partida de ajedrez mientras las jóvenes conversaban

– Si te casas, debes saber ciertas cosas acerca de los hombres y las mujeres. No me atrevería a encomendarle esa tarea a mamá. Escúchame bien, y no repitas a nadie lo que voy a decirte.

– No gastes saliva, hermana. Sé todo cuanto necesito saber.

– Supongo que lo aprendiste de las ovejas. Pero las ovejas no son personas. -Elizabeth se limitó a lanzar una risita de complicidad, y Philippa exclamó-: ¡Banon! Banon ha hablado contigo y te lo ha contado todo con pelos y señales. Bueno, me alegra que lo hiciera. La ignorancia no es una bendición, aunque supongo que serás lo bastante sensata como para simular ignorancia la noche de bodas.

Elizabeth no se molestó en responderle. Podía ser ignorante pero no quería discutir esos temas con su hermana mayor.

– Es hora de acostarme -dijo levantándose del sofá y besándola en ambas mejillas-. Adiós, querida. Partiremos al alba y no creo que estés despierta cuando nos vayamos. Gracias por todo. Estar contigo fue maravilloso, hermana. Las dos hemos madurado y, afortunadamente, nos hemos vuelto más sabias con el correr del tiempo.

– Sí. Dale a mamá mis cariñosos saludos y dile que venga a Brierewode a conocer a sus nietos.

– Mamá no viajará al sur, pero si los trajeras al norte, podría conocerlos. Te extraña, Philippa, y nunca superó lo que hiciste, aunque yo sea una castellana mucho más eficiente de lo que tú hubieras sido. Cuando tu hija sea mayor, ven a vernos, te lo suplico.

Philippa simuló sentirse desconcertada ante la suave reprimenda de Elizabeth.

– Tal vez el próximo verano, cuando Mary Rose haya cumplido dos años.

– Mamá estará encantada, y puedes quedarte en Friarsgate en lugar de ir a Escocia. La casa de Claven's Carn está más habitable gracias a' buen gusto de nuestra madre, pero no se compara con la mía. No per mitas que te ciegue tu amor por la corte, querida hermana. La corte siempre estará allí, a tu entera disposición, pero mamá no. Adiós, Philippa y sin esperar respuesta, dio media vuelta y subió las escaleras. Al verla abandonar el salón, lord Cambridge y Will Smythe se levantaron de la mesa de ajedrez, situada junto a la ventana que daba al río.

– Todavía no ha oscurecido -se quejó Thomas Bolton-. ¡Estos largos crepúsculos y estos días interminables pueden ser tan engañosos! pero si Elizabeth ha decidido retirarse, me corresponde imitarla. Ya la conoces de sobra. Suele partir antes del alba y me regañará si me demoro. Vuelve a palacio y diviértete un poco, si así lo deseas.

– Quizá vaya, aunque dije que no lo haría. Pero si todos han decidido meterse en la cama… Me llevaré un farol para alumbrar el camino cuando regrese, tío -dijo abrazándolo con fuerza-. ¡Adiós, entonces! Te extrañaré muchísimo, como siempre.

Él la besó en ambas mejillas.

– ¡Y yo te extrañaré a ti, querida muchacha! Felicita a Crispin de mi parte. -Hizo una pausa, como si estuviera considerando lo que iba a decir a continuación, y luego agregó-: Debes venir al norte el próximo verano, Philippa. Eres la primogénita de tu madre y Rosamund te echa de menos, pues no te ha visto desde que abandonaste Friarsgate. Para entonces, tu heredero será casi un adolescente. Ella no lo conoce, como tampoco conoce a tus otros hijos. El rey y el duque les concederán licencia, si les explicas la situación. Si no fuera por tu madre, hoy no serías condesa. Recuérdalo cuando decidas postergar tu viaje a Friarsgate. No me decepciones ni decepciones a tu madre. ¡Adiós, mi ángel! -Le dio un beso en la frente y subió las escaleras rumbo a su alcoba.

– Que Dios la bendiga, milady -dijo William Smythe besándole la mano y haciendo una reverencia.

– Gracias, Will. Como verás, me acaban de dar un bonito sermón.

– En efecto, milady. Pero es producto del amor que milord siente por toda su familia, y usted lo sabe.

– Que tengas un buen viaje, querido Will.

– Gracias, milady. Adiós -dijo el secretario de lord Cambridge y se apresuró a abandonar el salón.

Philippa se quedó sola. Había sido un mes de lo más interesante. Sin embargo, y tal vez a causa de la inminente partida de su hermana, deseaba volver a Brierewode lo más pronto posible. Entrañaba a Crispin. Extrañaba al pequeño Hugh y a su niñita. Pero, esta noche regresaría a palacio y se uniría a las celebraciones, cuyos principales protagonistas serían, sin duda, el rey y su descarada amante, la señorita Bolena.

Antes de partir, debía hablar con Henry y Owein acerca de la necesidad de ser discretos. Últimamente, sus dos hijos mayores habían olvidado sus buenos modales y era preciso volver a encarrilarlos. Ana Bolena terminaría como todas las rameras de Enrique Tudor, pero por ahora detentaba el poder y no convenía que acusaran a los hijos del conde de Witton de faltarle el respeto o de no mostrarle la debida deferencia, influidos por opiniones ajenas. ¿Por qué no le habían explicado las dificultades que implica ser madre? Con un suspiro de resignación, salió de la casa y se apresuró a volver a palacio.

Cuando despertó a la mañana siguiente, su tío y su hermana ya habían abandonado Greenwich.

El tiempo les había sido favorable, pues el día amaneció despejado, cálido y sin viento. Navegaron río arriba con la marea creciente y llegaron temprano a la mansión Bolton, situada en las afueras de Londres. Habían decidido continuar el viaje ese mismo día, de modo que se quedaron allí el tiempo suficiente para desayunar y reunir a la custodia armada. Will, en cambio, continuó cabalgando a fin de reservar habitaciones en un hospedaje confortable.

Elizabeth ni siquiera notó el mal estado de muchos de los caminos y galopó cuanto pudo. En Carlisle, pasaron la noche en una casa de huéspedes perteneciente a St. Cuthbert, donde su tío abuelo, Richard Bolton, era prior. A pesar de sus casi setenta años, Richard era todavía un hombre apuesto, con sus enormes ojos azules y el cabello blanco como la nieve.

– ¡Primo Thomas! -exclamó, saludando a lord Cambridge-¿Has vuelto con buenas noticias? Elizabeth, mi pequeña, te ves radiante. ¿Acaso el brillo de tus ojos se debe a algún guapo caballero?

– No, señor -repuso la joven con arrogancia-. El brillo de mis ojos se debe a que estoy cerca de mi amado Friarsgate. No he encontrado marido y mamá se va a sentir terriblemente desilusionada, me temo.

Richard Bolton meneó la cabeza.

– Tal vez tu destino esté aquí, en el norte, querida niña. -Luego miró a lord Cambridge y dijo-: Te ves cansado, primo. Al parecer, esos viajes tan largos ya no son para ti.

– Así es, lamentablemente -admitió Thomas Bolton lanzando un hondo suspiro.

Acompañados por el prior, cenaron una comida sencilla y luego la joven se retiró al ala correspondiente a las mujeres, en tanto que sus parientes masculinos se sentaban a conversar frente a una jarra de vino.

– Recuerdo cuando Philippa volvió de la corte la primera vez y declaró que regresaría allí lo antes posible. Según me confesó, jamás cometería la estupidez de casarse con un rústico del campo. Y ahora Elizabeth se niega a contraer matrimonio con un cortesano. Las hijas de Rosamund son tan diferentes que no parecen hermanas. Un hecho que no ha dejado de asombrarme. En fin, querido primo, digamos que en esta ocasión no tuviste suerte.

– No, pero, en rigor de verdad, tampoco esperaba tenerla. Es posible que haya encontrado una solución al problema, aunque por el momento no estoy en condiciones de hablar del asunto. Cuando lo esté, necesitaré contar con tu apoyo. Sabes que sólo quiero lo mejor para Rosamund y para sus hijas. Nunca las he decepcionado.

– No, nunca lo has hecho -convino el prior-. Y sospecho que no me darás la menor pista con respecto al caballero en cuestión. Es un escocés, y no diré una palabra más.

– ¿Un escocés? -Richard Bolton enarcó la ceja, divertido-. ¿Más vino, primo?

– No trates de emborracharme, querido -le dijo al prior, que se echó a reír mientras vertía vino tinto en la copa de plata.

– Mi boca está sellada, por ahora -agregó bebiendo el vino de un trago y poniéndose de pie-. Buenas noches, Richard.

– Buenas noches, primo. Rogaré por ti. Evidentemente, vas a necesitar de mis plegarias, pues estás tratando de hacer milagros.

A la mañana siguiente, luego de concurrir a la primera misa y de desayunar, partieron de Carlisle rumbo a Friarsgate. El día era radiante como de costumbre, Elizabeth empezó a cabalgar a un ritmo vertiginoso, pero lord Cambridge se negó a seguirla.

– No te molestes en correr porque pienso llegar a Friarsgate mañana, no hoy. Pasaremos la noche en el convento de Santa María, donde nos están esperando. Si nos lanzamos a galope tendido, apenas oscurezca seremos el blanco perfecto para los salteadores de caminos. Y sólo Dios sabe lo que nos harían esos forajidos fronterizos.

– Júrame que dejaremos el convento antes de la primera misa le suplicó Elizabeth.

– Te lo juro, sobrina.

Y lord Cambridge no solo mantuvo su promesa, sino que dejó un sustancioso donativo cuando se fueron del convento. Aún no había amanecido, y la soñolienta hermana portera se sintió harto sorprendida tanto por lo temprano de la hora como por la generosa dádiva.

Elizabeth no podía ocultar su exaltación. Galopaba a la cabeza de la comitiva, seguida de cerca por dos guardias armados. Al llegar a la frontera de sus tierras, se detuvo un momento para dar un respiro al caballo. Y cuando subió a la cumbre de las colinas que rodeaban la finca y vio el lago centellando bajo el sol, silenciosas lágrimas de alegría le bañaron el rostro. ¡Friarsgate! ¡Su amado Friarsgate! Nunca volvería a abandonarlo.

Después observó el panorama. Los campos estaban cubiertos de verdor. Los rebaños se veían saludables. Todos trabajaban con denuedo. Durante su ausencia de un mes y medio las tierras no habían sufrido detrimento alguno, a despecho de sus temores. Descendió por la ladera de la colina saludando con la mano a los campesinos. ¿No era esto cien veces mejor que la corte del rey Enrique? ¡Oh, sí! ¡Mil veces mejor! Apenas desmontó del caballo, Maybel salió a su encuentro.

– ¡Dios sea loado, mi niña! ¡Qué alegría tenerte de nuevo en casa! -exclamó abrazándola.

– No volveré a viajar al sur. La corte no me seduce en absoluto.

– Pero encontraste a un buen hombre, ¿no es cierto?

– No, querida Maybel. El único que me gustó realmente no me convenía.

– ¿Y se puede saber por qué no te convenía? -preguntó la anciana vez que se hubieron sentado junto a la chimenea.

– Porque su fidelidad a su medio hermano, el rey Jacobo, es inconmovible y jamás la compartiría conmigo o con Friarsgate.

– ¿No piensas darme la bienvenida, mujer? -dijo lord Cambridge entrando en el salón y besando efusivamente las marchitas mejillas de Maybel.

La anciana soltó la risa, pero luego se puso seria.

– Tom Bolton, eras nuestra última esperanza y, según dice la niña, el único caballero que le gustó no era el apropiado. Entonces lady Philippa tenía razón.

– Sí, pero no todo está perdido, querida Maybel. No me faltan ideas ni recursos. Veremos si lo que tengo en mente puede llevarse a cabo.

– Eres un muchacho malvado, Tom Bolton, aunque siempre has defendido los intereses de la familia, debo reconocerlo. Espero que tu plan tenga éxito.

– Pues si tiene un plan, ni siquiera se ha molestado en decírmelo -terció Elizabeth-. Y ahora quisiera ver a Edmund. ¿Está en mi escritorio? Necesito enterarme de todo lo sucedido en Friarsgate durante mi ausencia.

– Acabas de llegar a casa, criatura de Dios, y el pobre Edmund está extenuado. Déjalo cenar en paz y hablarás mañana con él. Todo está en orden, te lo juro.

En ese momento Edmund Bolton, el administrador de la finca, entró en el salón. Se encaminó directamente a Elizabeth y la besó en la frente.

– Bienvenida a casa, querida -dijo con voz serena.

– Hablaremos de Friarsgate en la mañana, Edmund. Ahora prefiero contarles mis aventuras, incluida mi fiesta de cumpleaños, organizada por la señorita Bolena. Nos disfrazamos y, como siempre, tío Tom se superó a sí mismo y fuimos todo un éxito.

Los sirvientes empezaron a traer la comida: pollo asado relleno con pan remojado en leche y frutas secas, dos truchas enteras y asadas a la parrilla sobre un colchón de berro, una fuente con chuletas de cordero, zanahorias pequeñas aderezadas con una cremosa salsa de eneldo pan recién horneado, manteca fresca y queso, además de cerveza negra.

Cuando terminaron, los criados depositaron en la mesa un bol repleto de duraznos maduros.

– Jamás disfruté en palacio de una cena como esta -comentó Elizabeth a Maybel con los ojos brillantes, al tiempo que tomaba otro durazno.

– Veo que ni el viaje ni el cansancio te han quitado el apetito -advirtió la anciana con ironía.

– Háblanos de la corte -pidió Edmund.

La joven comenzó a relatar su viaje sin omitir detalles. De tanto en tanto, Thomas Bolton intercalaba sus propios, coloridos comentarios Se rieron ante las malévolas descripciones de los cortesanos que había conocido y lloraron de risa cuando les contó que ella y lord Cambridge habían concurrido a su fiesta de cumpleaños disfrazados de oveja.

– ¿Y qué dijo el rey? -preguntó Maybel, secándose las lágrimas.

– Es un caballero inteligente y comprendió la broma.

– ¿Y qué opinó la engreída de tu hermana?

– Al principio se sintió escandalizada y dijo que no pensaba asistir. Pero es incapaz de perderse una fiesta en palacio y, además, su ausencia podría generar rumores que la arruinarían.

– La condesa de Witton siempre piensa en sí misma-bufó Maybel.

– No piensa en sí misma sino en sus hijos, que sirven en la corte. Henry es paje del rey y Owein, del duque de Norfolk.

– Creí que uno de ellos estaba al servicio del cardenal -acotó Edmund.

– Wolsey cayó en desgracia -explicó Thomas Bolton.

– Es lógico. El hijo de un hombre pobre debería quedarse donde pertenece, en lugar de subir tan alto.

– Era un hombre brillante, Edmund, y un leal servidor del rey su pecado residió en no concederle a Enrique Tudor lo que quería.

– ¿Cómo era el vestido de Philippa? -cambió de tema Maybel.

– Se disfrazó de pavo real -replicó Elizabeth, y pasó a describir en detalle el atuendo de su hermana.

Ya había caído la noche y la dama de Friarsgate se sentía extenuada, de modo que optó por retirarse. Entonces, lord Cambridge relató la visita a la corte desde su punto de vista.

– Le encontraré un marido, aunque ella preferiría que no lo hiciese, tiene veintidós años y, sin embargo, no sabe nada del amor. Pero aún joven y es hora de que aprenda.

– Llamarás a Rosamund? -preguntó Edmund.

– Todavía no. Dejemos que disfrute de su regreso a Friarsgate. Rosamund y Logan la atosigarían con reproches. Terminará por casarse y tener hijos, se los aseguro, pero no hay razones para apurarla.

– ¿Te acuerdas del escocés que estuvo aquí durante el invierno? Su padre ha escrito y dice que las ovejas que compró para Grayhaven parecen adaptarse muy bien a sus tierras. Además, desea enviar a su hijo de nuevo a Friarsgate, con el permiso de Elizabeth, por supuesto. El muchacho quiere aprender todo lo relativo a los tejidos y a los telares.

– ¿De veras? -dijo lord Cambridge considerando que la noticia era sumamente auspiciosa para sus planes-. ¿Y qué le respondiste? -le preguntó simulando indiferencia.

– Le escribí que podía mandar a su hijo, pero que si deseaba aprender con nuestros tejedores, entonces debería permanecer todo el otoño y posiblemente, parte del invierno.

– Me parece muy sensato. El muchacho es bastante agradable e inteligente, si mal no recuerdo.

– ¿Cuándo piensas volver a Otterly?

– Dentro de unos pocos días mandaré a Will para ver si las refacciones avanzan. No regresaré hasta que mi casa esté terminada. Will y yo queremos gozar de privacidad. Y por mucho que adore a mi querida Banon, sus niñas son demasiado ruidosas y activas para un hombre de mis años.

– Si Elizabeth se casa y tiene hijos, ya no podrás esconderte en Friarsgate -bromeó Maybel-. ¿Estás seguro de poder casarla?

– ¡Sí! y lo haré por su propio bien, por el bien de Rosamund y, especialmente, por el bien de Friarsgate! Elizabeth debe contraer matrimonio, Maybel. En cuanto a mí, me sentiré como los dioses en mis nuevos apartamentos, ahora inexpugnables para la familia Neville.

Pero volveré de vez en cuando a Friarsgate. Estos dos meses fuera de Otterly me han matado, literalmente hablando, de modo que me iré a la cama a recuperarme de tanto ajetreo. Buenas noches, Maybel.

– Buenas noches, Edmund.

Mientras se alejaba del salón, su mente no dejaba de dar vueltas Su sobrina necesitaba un marido. Un hombre capaz de amar a Friarsgate tanto como ella y de hacerle creer que seguiría siendo la dueña absoluta de sus tierras. En suma, un hombre semejante a su padre, sir Owein Meredith. Y el único hombre que hasta el momento reunía esas condiciones era Baen MacColl.

Le constaba que se habían sentido atraídos el uno por el otro. ¿Podría atizar nuevamente ese fuego hasta convertirlo en un gran amor? ¿Y el escocés amaría a Elizabeth lo suficiente para dejar de lado las diferencias que separaban a sus respectivos países? Baen MacColl no era Flynn Estuardo. Y aunque fuese el primogénito del amo de Grayhaven y su lealtad hacia él fuese inquebrantable, no dejaba de ser un bastardo y, en consecuencia, no heredaría un centavo. ¿Su padre estaría dispuesto a darle la libertad a cambio de un próspero y respetable futuro? El prior Richard estaba en lo cierto: iba a necesitar un milagro. Sin embargo, esa idea no lo disuadió. Había tenido una vida plena y había sido generoso con todos. Seguramente el Señor le concedería ese milagro.

Thomas Bolton se arrodilló junto a la cama y rezó con más fervor que nunca, sabiendo que lo hacía por una causa justa: Baen MacColl y Elizabeth Meredith estaban hechos el uno para el otro.

Загрузка...