Elizabeth no le contó a nadie lo que hablaba con Ana Bolena. Ni siquiera se lo dijo a lord Cambridge, y menos aun a su hermana Philippa. La halagaba ser la confidente de una joven destinada a grandes cosas. Pero, al mismo tiempo, se sentía incómoda por la situación. Con todo, era lo bastante sensata para comprender que la señorita Bolena había necesitado desahogarse con alguien que conocía y en quien confiaba. Alguien que se iría muy pronto de la corte. "Nunca podré mirar al rey de nuevo a los ojos" -pensó Elizabeth, ruborizándose ante la imagen que Ana le había pintado de su amante o, mejor dicho, de su supuesto amante.
A Enrique Tudor, sin embargo, le encantaba que el objeto de su deseo hubiera trabado amistad con la hija de Rosamund Bolton. Al igual que su madre, las hijas de Rosamund eran modelos de discreción; aunque saber que dos de ellas estaban casadas y la tercera, en busca de un marido -el hecho de que alguien a quien había conocido en su adolescencia era ahora abuela-, lo obligaba a tomar conciencia del paso inexorable del tiempo y de la necesidad de tener un hijo legítimo. Observó, divertido, cómo Ana y sus amigos jugaban al gallo ciego en los jardines de Greenwich. El aire era deliciosamente cálido y los días comenzaban a alargarse. Por el momento, se sentía feliz.
Elizabeth Meredith tenía los ojos cubiertos por un pañuelo y, por consiguiente, le resultaba imposible ver; pero sí podía escuchar el roce de los zapatos y las botas en el césped, el sonido de las sedas, las risitas en torno de ella, mientras avanzaba a tientas con los brazos extendidos y el oído alerta, decidida a atrapar al primero que cometiese Un error. De pronto, tuvo la certeza de que había alguien a sus faldas. Al darse vuelta, sus rápidos dedos aferraron el terciopelo de un jubón.
– ¡Ajá! -exclamó, quitándose el pañuelo y parpadeando ante el radiante sol-. Me temo que te descuidaste, Flynn Estuardo, porque escuché.
– Bah, simplemente me apiadé de ti.
– ¡Embustero! -dijo, al tiempo que le ataba el pañuelo, lo hacía girar varias veces y se alejaba velozmente.
Alguna bonita muchacha de seguro sentiría lástima por él y se pondría deliberadamente en su camino para que la atrapara. Y, en efecto, dos jóvenes de lo más risueñas estaban compitiendo por ese honor.
Flynn capturó a una de ellas con toda facilidad, y luego de recuperar la vista y de cegar al nuevo gallo -que comenzó a avanzar a los tropezones, procurando encontrar a alguien dispuesto a ser su víctima-, se apartó rápidamente de ella y se dirigió adonde se encontraba Elizabeth.
– Demos un paseo -dijo-. No tengo ganas de seguir jugando.
– ¡Qué manera de perder el tiempo! Al parecer, es todo cuanto saben hacer los cortesanos -repuso la joven y, cambiando abruptamente de tema, agregó-: Cuando no oficias de mensajero del rey, ¿qué haces en Escocia, Flynn?
– Por lo general estoy con Jacobo. Cazo, pesco y juego con él a los dados y al golf. Me siento a su lado en el consejo y escucho las discusiones de los condes. Recabo cualquier información que pueda serle de utilidad. En suma, llevo una vida de lo más ajetreada.
– ¿Alguna vez ella está en palacio? Me refiero a su madre.
– Pocas veces. Los escoceses nunca la aceptaron. Por un lado, creo que amaba a su marido; por el otro, sus lealtades estaban a menudo divididas, pues también amaba a su hermano, Enrique de Inglaterra. Tras la muerte de Jacobo IV, se percató de que nadie iba a protegerla y decidió ser leal a sí misma, lo que es comprensible. Primero se caso con Angus, a quien sólo le interesaba el poder, y cuando tomó conciencia de ello se divorció de inmediato. Ahora está casada con un hombre mucho menor que ella, pero Margarita Tudor es una mujer fascinante, debo admitirlo, y este Estuardo la adora.
– Eres muy astuto.
– Un espía debe serlo -contestó con ironía. -Pero me dijiste que no eras espía. Él lanzó una carcajada.
– Todo extranjero que vive en la corte de los Tudor espía por una u otra razón, mi corderita, pero ninguno de nosotros lo admitirá, por cierto.
– A mi juicio, aquí no sucede nada digno de repetir.
– No -coincidió Flynn-, al menos no por ahora. Pero de vez en cuando ocurre algo que vale la pena comunicarle a mi rey.
– De modo que no estás interesado en los aspectos mundanos de la corte.
– En absoluto. Notificar cuántas veces el rey fue al excusado no es de gran interés, desde luego, a menos que sea muy viejo o se esté muriendo -dijo Flynn. Después prefirió cambiar de tema y le preguntó-: ¿Estás dispuesta a participar en un concurso de tiro al blanco, dentro de tres días?
– Por supuesto, eres un magnífico instructor.
– Quizá necesitemos practicar de nuevo -sugirió el escocés.
– SÍ quieres besarme, Flynn Estuardo, olvídate del arco y de toda esa parafernalia y busquemos un lugar privado donde podamos abrazarnos -replicó maliciosamente Elizabeth.
– ¿Tratas de seducirme, corderita? Si esa es tu intención, es mi deber complacerte -le dijo, encantado de ver el rubor que cubría las mejillas de la joven ante sus descaradas palabras.
– ¡No, no! Tampoco deseo seducirte, pero me gusta besarte y no has intentado hacerlo desde el día en que me enseñaste a usar el arco. ¿Acaso no me encuentras digna de tus atenciones?
– Oh, corderita, te encuentro más que digna -replicó y, tomándola de la mano, la condujo al bosquecillo que separaba el palacio de la casa de lord Cambridge.
– Si vamos al jardín de mi tío, tendremos la privacidad necesaria -ronroneó la joven, mientras buscaba la llave de la puerta en el bolsillo oculto de su vestido rosa.
Él se detuvo ante sus temerarias palabras y la empujó contra un árbol añoso.
– Estoy empezando a pensar que eres un tanto ligera de cascos, corderita -Y apartando un mechón de pelo de la mejilla de Elizabeth, le advirtió-: No deberías dedicarte a semejantes juegos, a menos que estés preparada para pagar el precio.
– Según me han dicho, en los juegos del amor suelen ganar los dos amantes -replicó la dama de Friarsgate en voz baja.
Él la apretó aún más contra el árbol y ella pudo oler el aroma tan masculino que despedía su cuerpo. Se sintió mareada, presa de un deseo que jamás había experimentado.
– ¿Quién te lo dijo? -le preguntó con una sonrisa insinuante, al tiempo que sus labios le rozaban la frente.
– Mi madre.
– Una mujer muy sensata, por lo que veo.
Entonces, la tomó de la barbilla y, obligándola a levantar el rostro, le dio un beso apasionado.
Elizabeth cerró los ojos. Los labios de Flynn eran cálidos, secos, firmes. El contacto la deleitaba incluso ahora, cuando Flynn la forzaba, dulcemente a abrir la boca. Al principio se sobresaltó, pero él la sostuvo con firmeza mientras su lengua buscaba la suya, y aunque ella trató de evitarlo, él no se dio por vencido hasta que se enroscaron en una tierna, íntima caricia. Elizabeth se estremeció como si un fuego líquido corriera por sus venas. Sintió que le flaqueaban las piernas y se preguntó cómo se las ingeniaba para mantenerse de pie, y luego comprendió que era él quien la sostenía. Suspiró y apartó la cabeza.
– Fue lindo -murmuró con voz ronca.
Él se echó a reír.
– Pareces tener un talento innato para besar, corderita.
– Me gusta aprender. Hasta hace poco, nadie me había besado.
– ¡Ah, tu otro escocés! -replicó Flynn
– ¿Debería sentirme celoso?
Ahora fue Elizabeth quien soltó la carcajada.
– Ninguno de los dos debería sentirse celoso. Si yo te beso y permito que me beses es porque me gusta.
– Procura no hablar con tanta desaprensión, Elizabeth. Sé que no te andas con vueltas cuando dices la verdad y que eres una de las pocas personas cuyas palabras concuerdan con sus pensamientos. Sin embargo, otros podrían malinterpretarte y creer que eres una libertina. Yo no lo pienso, desde luego, pero soy un hombre honesto y pocos cortesanos lo son. Ten cuidado y trata de no aparentar lo que no eres. Sobre todo tomando en cuenta tu amistad con Ana Bolena, la amiguita del rey.
– ¿Por qué no estás casado? -le preguntó la joven, cambiando súbitamente de tema-. ¿Tienes una amante, como casi todos los Estuardo?
– No estoy casado porque no tengo nada que ofrecer a una esposa. Aunque mi padre era rey, soy un bastardo más bien pobre. Poseo un nombre, sí, pero no tengo tierras ni casa propia. Sirvo a mi medio hermano con amor y lealtad. Digamos que no estoy hecho para casarme. Y así como no puedo mantener a una legítima consorte, menos aún permitirme el lujo de una amante. La amantes, corderita, resultan más caras que las esposas.
– Piensas que tu hermano recompensará tus servicios. Lo mismo pensó mi padre con respecto a los Tudor, aunque al menos ellos le concedieron la mano de mi madre, quien, en aquellos tiempos, era la dama de Friarsgate. Lo que tú necesitas es una esposa rica, una esposa con tierras.
Pero ¿qué demonios estaba diciendo? ¿Acaso le proponía a ese hombre que se casara con ella porque la había besado? Le agradaba su compañía y sus besos eran excitantes. Después de todo, esa era una razón tan válida para casarse como cualquier otra. Y sus parientes insistían en que debía contraer matrimonio. Flynn Estuardo, un hombre pobre y de buena familia, jamás se atrevería a cortejarla, de modo que ella debería cortejarlo a él.
– Una esposa escocesa con tierras -la corrigió amablemente, poniendo el acento en la palabra "escocesa"-. Siempre serviré a mi rey, corderita. Mi lealtad va más allá de nuestros lazos de sangre. Soy escocés, corderita, y nunca podré ser nada salvo un escocés.
– Me gustaría besarte de nuevo -le anunció Elizabeth, deslizando los brazos alrededor de su cuello-. ¿Te gustaría que te besara de nuevo Flynn Estuardo?
Era obvio que él rechazaba cualquier sugerencia, directa o indirecta de convertirse en su marido, pero tal vez ella podría convencerlo de lo contrario. Al fin y al cabo, su padrastro era escocés y eso no parecía molestar a nadie, excepto, quizás, al rey Enrique Tudor.
Clavó los ojos en el bello rostro de Flynn y le sonrió de un modo tan aductor que el joven no pudo menos de menear la cabeza y echarse a reír Y ella se sintió terriblemente humillada.
– Eres una coqueta hecha y derecha, Elizabeth Meredith, y has aprendido las costumbres de la corte. No estoy seguro de que eso me guste, sobre todo en tu persona. Sin embargo, sería un tonto si no aceptara lo que me ofreces con tanta libertad -dijo, y luego la besó.
Pero esta vez el beso no fue dulce ni inocente, sino apasionado, exigente, casi brutal. Elizabeth estuvo a punto de desmayarse de placer y le devolvió los besos hasta que le dolieron los labios. Después Flynn besó sus párpados cerrados, la curva adorable del cuello y el comienzo de sus jóvenes senos que parecían querer saltar del corsé. Y de pronto se detuvo con un gemido y la liberó de su abrazo.
Elizabeth apretó su cuerpo contra el tronco del árbol para no caer, La cabeza la daba vueltas y apenas podía respirar.
– ¿Qué ocurre? -le preguntó cuando recuperó el aliento, pues se veía pálido y apesadumbrado.
– No puedo jugar contigo a los amantes.
– ¿Por qué no?
– Porque eres una virgen rica, inglesa y con amigos poderosos, y yo quiero algo más que besos. No puedo tenerte, corderita. Nuestros respectivos reyes mantienen una relación aparentemente cordial, pero siempre existe la posibilidad de que se desencadene una guerra entre ellos.
– En la frontera abundan los matrimonios entre ingleses y escoceses.
– Pero tú eres la heredera de Friarsgate, Elizabeth -le respondió suavemente-. No perteneces a la nobleza pero tus tierras, tus rebaños y tus tejidos te confieren un poder que ni siquiera comprendes. Quien se case contigo será recompensado con creces. El padre del rey casó a tu madre con uno de sus caballeros más leales. Y lo hizo con el propósito de preservar para Inglaterra la parte de la frontera donde vives. Cuando llegaste a la corte, se acordaron de la vieja historia y ahora está en boca de todos.
– ¡Mi padre amaba a mi madre! -exclamó Elizabeth.
– Sí. Según dicen, apenas la vio se enamoró de ella. Me sorprende que este rey no haya recompensado a alguno de sus lacayos concediéndole tu mano. Pero si se te ocurriera casarte con un escocés, te lo prohibiría Y Por razones muy válidas. Es su deber para con Inglaterra, y también es el tuyo.
– El rey no se atrevería a arreglar mi matrimonio, pues conoce demasiado bien a mi madre. Ella jamás me permitiría casarme con alguien que no estuviera dispuesto a venir al norte ni me ayudara a administrar Friarsgate -protestó Elizabeth, encolerizada-. ¡Y nadie me obligará a contraer matrimonio con un hombre a quien no quiero! ¡Nadie!
– No soy un granjero y carezco de toda vocación para esos menesteres -repuso Flynn con brutalidad-. Soy un cortesano, así como tu hermana, la condesa de Witton, es una dama de la corte. Sólo me vivifica el aire que rodea a los poderosos. Me encantan sus intrigas, sus proyectos, sus conspiraciones. Me aburriría si viviera en el campo, corderita, como tú te aburres en palacio.
– ¿Entonces por qué me besaste, Flynn Estuardo?
– Porque eres bella, tentadora y quieres que te seduzcan.
– Pero tú no me sedujiste -contraatacó Elizabeth-. De hecho, siempre te has comportado como un caballero.
– La seducción lleva tiempo, muchacha. El lobo debe ganarse primero la confianza de la corderita. Y solo cuando ha logrado engatusar por completo a la inocente criatura, arremete -dijo Flynn, mientras la atraía hacia sí y la miraba a los ojos-. ¿Acaso quieres ser mi ruina? ¿Piensas que si te seduzco y se lo cuentas a la señorita Bolena me obligarán a casarme contigo? No, corderita. Me encerrarán en la Torre y tal vez mi hermano interceda por mí, en cuyo caso me enviarán a mi país, deshonrado. O quizá Jacobo V prefiera desentenderse y entonces languideceré para siempre en prisión. En cuanto a ti, volverás a casa con tu tío. Y él confeccionará la lista de los candidatos del norte para que la familia pueda elegirte un marido. Siempre y cuando mi semilla no haya echado raíces en tu cuerpo, desde luego. Como bien sabes, la semilla de los Estuardo es muy potente y podrías parir a un bastardo.
– A quien educaría para que fuese un buen inglés. Y entonces tendría un heredero, una perspectiva más agradable que casarme con un hombre a quien no amo -dijo Elizabeth con aire desafiante.
Él rió de nuevo, y al hacerlo arrugó los ojos de una manera encantadora.
– No seré tu carnero reproductor, corderita. Tampoco permitiré que durante tu estancia en la corte hagas tonterías. Aquí no hay nadie para ti, pero quizá, cuando regreses a Friarsgate, mires a alguno de tus vecinos con más generosidad -dijo, acariciándole el rostro con ternura-. Yo no sería un compañero dócil, corderita. Estaría siempre pegado a tus talones y no tendrías tiempo de ocuparte de nada, salvo de mí.
Luego le dio un dulce y prolongado beso que la dejó sin aliento. Finalmente, Elizabeth se apartó y, sacando la llave del bolsillo, abrió la puerta y traspuso el umbral.
– ¡Eres un reverendo tonto, Flynn Estuardo! -gritó, dando un portazo, al tiempo que lo escuchaba desternillarse de risa del otro lado de la pared del jardín. Elizabeth entró en la casa hecha una furia. Era un hombre insoportable y ella se había comportado como una tonta. ¡Pero sus besos eran tan deliciosos!
Necesitaba pensar y optó por meterse en la cama.
– ¿Te sientes mal? Tu fiesta de cumpleaños se celebrará dentro de dos días. No puedes darte el lujo de enfermarte -se preocupó Philippa.
– Creí que no aprobabas la decisión de la señorita Bolena -repuso Elizabeth con malevolencia.
– No, pero como el rey también aprueba el festejo, lo considero un honor. Si no estás lo bastante sana para concurrir, se sentirán muy frustrados.
– No pienso ir a menos que estés a mi lado, hermana. Dependo de ti y de tus conocimientos acerca de las costumbres de la corte.
– Eres una mentirosa, y sospecho que gozas de perfecta salud. ¿Qué ha sucedido, Bessie? Y no me digas que no sucedió nada porque soy más vieja y más sabia que tú.
– Me arrojé a los brazos de un hombre y fui rechazada de plano. ¡Y no me llames Bessie!
– ¿De modo que puedes sucumbir a la tentación? No deja de ser una buena noticia, pues llegué a sospechar que solo te atraían las ovejas. ¿Quién es el caballero? ¿Crees que sería un buen marido? ¿Y por qué te rechazó? A menos, por cierto, que su corazón pertenezca a otra, en cuyo caso lo hubieras sabido. Y no eres tan tonta como para arrojarte los brazos de un hombre en esas circunstancias. -No está comprometido. Ni siquiera tiene una amante. Se lo pregunté.
Philippa estuvo a punto de reprenderla, pero prefirió cerrar los ojos y tragarse la reprimenda. Evidentemente, su hermana no sabía cómo comportarse en una sociedad elegante.
– Según él, no es un candidato adecuado y, además, no nos permitirían casarnos.
– ¿Dijo eso? -preguntó Philippa, intrigada.
Era insólito que un caballero se mostrase tan considerado. Sin poder ocultar la curiosidad, ladeó su pelirroja cabeza y miró inquisitivamente a su hermana menor, esperando una respuesta.
– Es el escocés, Flynn Estuardo -contestó Elizabeth, preparándose para el estallido que seguiría a su revelación.
– Es muy apuesto, lo admito -dijo Philippa con una tranquilidad que sorprendió a su hermana-. Pero tiene razón, por supuesto. No es adecuado en absoluto. Aunque es más caballero de lo que hubiera pensado.
– Nos besamos.
– ¿Nada más que un beso, estás segura?
– No, nada más -dijo Elizabeth con una voz tan triste que Philippa estuvo a punto de abrazarla.
– Por fortuna, el objeto de tus no correspondidos afectos se ha comportado con gran honestidad. Otros no hubieran vacilado en aprovecharse de tu candor. Ahora, dime, ¿por qué elegiste al escocés?
– Porque es norteño como yo, supongo. Porque ninguno de los dos pertenece a la corte. Porque es encantador y no me hace sentir una campesina torpe. Me acompañó a todas partes y me presentó a Ana Bolena, la única persona con quien he entablado amistad. Ha sido muy amable, Philippa. Y debes admitir que aquí no hay ningún candidato viable, como no lo hubo para ti en una ocasión. Si no hubieras comprendido que tu corazón y tu destino se hallaban en la corte, si tío Tom no hubiera comprado las tierras contiguas a Brierewode, no habrías encontrado a tu verdadero amor aquí. Nunca quisiste Friarsgate. Pero mi corazón, como el de nuestra madre, pertenece a esa bendita tierra Pensé que Flynn tal vez querría compartir su destino conmigo, pero su absoluta lealtad al rey no se lo permite.
– ¿Lo amas?
– No lo sé. Me gusta y creo que nos llevaríamos bien si nos casáramos. La pasión puede morir, hermana. La amistad, no.
– La amistad es una sólida base para construir un amor duradero. Pero si su lealtad se centra exclusivamente en Escocia, entonces no es el hombre adecuado para ti, ni para Friarsgate.
– Sin embargo, en las fronteras abundan los matrimonios mixtos. El de nuestra madre, por ejemplo.
– Sí, pero no son personas importantes ni tienen grandes propiedades. Mamá te entregó Friarsgate porque comprendió cuan profundamente lo amabas. Además, ello le permitió instalarse definitivamente en Claven's Carn con Logan y criar a nuestros hermanos escoceses en la casa de su padre, adonde pertenecen. Nuestros hermanos no tendrán lealtades divididas, ni tampoco debería tenerlas tu futuro marido. Friarsgate es inglés. Tú eres inglesa.
– Yo soy una solterona -repuso Elizabeth con voz lúgubre.
Philippa no logró contener la risa.
– Pensé que no querías compartir la vida con ningún hombre para poder gobernar tu reino libre de trabas -comentó con ironía.
– Así es. No obstante, he comenzado a percatarme de la importancia de tener un heredero… y un marido que lo engendre. ¡Quiero volver a Friarsgate! Allí no me confundo y todo es tal como me gusta.
– Primero descansa, luego concurre a tu fiesta de cumpleaños y por último, prepara tu equipaje -dijo Philippa, abrazando a su hermana-. Te convendría dormir un poco, ¡tienes ojeras! Yo te acompañaré a la fiesta y me pondré ese magnífico traje de pavo real que tío Tom diseñó para mí, pues el muy pícaro sabe que soy incapaz de perderme un evento de esa naturaleza. Y después regresaré a Brierewode. La corte ya no me resulta agradable, especialmente en estos tiempos, aunque no quiero perder el favor del rey, porque eso podría perjudicar a mis hijos y a su futuro como cortesanos.
– La vida es más simple en Friarsgate.
– La vida nunca es simple -dijo Philippa con una sonrisa.
– Lo es cuando eres una campesina. Pero no cuando eres una dama de la corte.
Las dos se echaron a reír. Eran tan diferentes que a veces a Elizabeth le resultaba difícil creer que fueran hermanas. Pero lo eran, indudablemente.
Philippa abandonó el cuarto y su hermana menor cerró los ojos, dispuesta a dormir. Reflexionando sobre lo ocurrido, concluyó que se había portado como una tonta con Flynn Estuardo. No deseaba perder su amistad, y aún tenía la esperanza de que fuese un buen marido. Su situación le recordaba la de Philippa cuando, años atrás, su prometido la dejó plantada para ser sacerdote. Pero había una diferencia: durante cinco años, su hermana había soñado con ese joven. "Yo, en cambio, acabo de conocer a Flynn Estuardo y no tengo el corazón roto", concluyó.
Por su lado, Flynn Estuardo reconsideraba la vida que había elegido. Las palabras de Elizabeth no habían caído en saco roto. ¿Por qué su hermano no lo había recompensado con algo mejor que un puesto en Inglaterra? ¿Acaso no era digno de tener una propiedad en alguna parte? ¿Una casa en Edimburgo? ¿Una esposa escocesa que comprendiera y compartiera sus lealtades? Sabía que ocupaba muy poco lugar en los pensamientos de su regio medio hermano, pero aun así, su fidelidad y los servicios prestados en todos esos años habían sido indudablemente valiosos para el rey.
Pero Jacobo V era un joven frío y despiadado, aunque solía mostrarse encantador y su sonrisa era de lo más seductora. Había aprendido a ser cruel y rudo durante los años en que estuvo bajo la tutela del segundo marido de su madre, el conde de Angus. Cuando el duque de Lennox partió a Francia, fue Angus quien se encargó de supervisar al rey niño. Y si a los catorce años lo había declarado mayor de edad, ello fue solo una excusa para gobernar en nombre de su hijastro. El niño no había recibido ninguna educación, a diferencia de sus predecesores, que fueron hombres extremadamente cultos. Angus se ocupó de su iniciación sexual con la esperanza de hacerse cargo del gobierno mientras el joven se dedicaba a sus amantes: Y Flynn fue testigo de los intentos del conde por arruinar a su medio hermano
En secreto, había obligado a Jacobo a practicar caligrafía para que menos su firma fuera legible. Y cuando Angus no los observaba, le hacía leer los documentos que se apilaban en su escritorio.
– Eres el rey, y es preciso que leas primero todo cuanto firmas.
– ¿Por qué? -le preguntó Jacobo.
– Porque no te gustaría firmar mi sentencia de muerte sin saberlo -le había respondido Flynn con una sonrisa.
Las dos áreas en las que el rey se destacaba eran la música y las artes marciales. Era extraño que tanto Jacobo como su tío, Enrique Tudor tuvieran ese maravilloso talento musical. De haber sido dos hombres cualesquiera, hubieran sido amigos, por cuanto habrían compartido la misma pasión por la música. Pero no lo eran. No se conocían y desconfiaban el uno del otro, pues, a diferencia de otros hombres, ellos representaban a Inglaterra y a Escocia.
A los dieciséis años, Jacobo V escapó de las garras del conde de Angus, se vengó de su padrastro y de sus secuaces y comenzó a gobernar por sí mismo.
– Te necesito en Inglaterra -había dicho a Flynn-. Eres la única persona en el mundo en quien puedo confiar, además de ser insobornable, una virtud que no abunda entre mis funcionarios. Mis embajadores lo enredan todo con su lenguaje diplomático. No saben hablar bien y tratarán de congraciarse con mi tío. Pero tú, hermano, me dirás la verdad de cuanto ocurra en la corte, y como eres discreto nadie te considerará una amenaza.
– Odio dejarte, milord. Estuve a tu lado desde que eras un niñito. Daría mi vida por ti.
– Lo sé. Y te prometo que no estarás fuera de Escocia para siempre. Debes comprenderme, Flynn. Aún soy demasiado joven y Enrique tratará de apoderarse de mi reino en la primera oportunidad que se le presente. Hasta me elegiría una esposa, si pudiera. Pero he decidido desposar a Magdalena, la hija del rey Francisco, aunque todavía es una niña y deberé esperar varios años antes de convertirla en mi mujer. Mientras tanto, debo defenderme de las aviesas intenciones de Enrique con respecto a Escocia.
Y Flynn terminó por aceptar, pues su vida consistía en servir a su medio hermano. Empero, Elizabeth Meredith estaba en lo cierto. El rey había dado por sentada su lealtad, y como casi nunca lo veía, en cierto modo se había desentendido de él. Sin embargo, si le pidiera una esposa rica o algunas tierras, se las concedería de inmediato. Su hermano nunca había sido mezquino ni tacaño. Flynn suspiró. Era una lástima Friarsgate no estuviese del otro lado de la frontera. Elizabeth había demostrado un genuino interés por su persona, y el dolor que advirtió en su mirada cuando se vio obligado a rechazar sus propuestas lo había entristecido sobremanera. Pero el corderito inglés no era para él. Tarde o temprano se desencadenaría otra guerra entre Inglaterra y Escocia, y Elizabeth Meredith defendería su amado Friarsgate con uñas y dientes. Aunque nunca se había enamorado de ninguna mujer, no ignoraba cuán fácil le resultaría amar a la adorable heredera de Friarsgate. Pero, ¡ay!, ella regresaría al norte dentro de una semana y era casi imposible que la volviera a ver.
Elizabeth no se levantó al día siguiente y tuvo que persuadir a su preocupada hermana y a su no menos preocupado tío de que solo necesitaba un poco más de descanso.
– Vivir en la corte es más agotador que cuidar ovejas -se excusó-. Y por favor, no te olvides de decirle a Ana que me siento muy honrada por la fiesta y que mañana estaré allí, querido Tom.
Sin embargo, Ana Bolena prefirió cerciorarse personalmente y, escoltada por lord Cambridge, traspuso la puerta del jardín con el propósito de visitar a su amiga.
– Te ves muy pálida -fue lo primero que dijo.
– No estoy acostumbrada a permanecer hasta altas horas de la noche bailando y jugando -sonrió Elizabeth-. No puedo dormir dos o tres horas y luego acudir a misa perfectamente vestida y peinada, como tú. Soy una muchacha de campo y si no duermo por lo menos siete horas, no sirvo para nada.
– ¿Acaso no te levantas con el sol? Y el sol despunta más temprano en esta época.
– Sí, pero también me acuesto a una hora razonable. Tu vida es agotadora, Ana. Prefiero pasar el día cabalgando y vigilando los rebaños a perder el tiempo en ociosas diversiones. Perdona, querida amiga, pero no estoy acostumbrada a tu estilo de vida.
– Pero al menos te has divertido, ¿no es cierto?
– Sí, lo he pasado tan bien estas últimas semanas que me he visto obligada a meterme en cama para recuperar las fuerzas. Y mañana no pararé en todo el día.
– ¡Oh, sí! Habrá regatas en el río y concursos de tiro con arco, tanto para los caballeros como para las damas, y bailaremos y cantaremos ¡Será maravilloso! ¡Y la fiesta! Yo misma he elegido el menú. Comeremos faisanes, cisnes, pasteles rellenos con carne de caza, patos, gansos y carne vacuna. Y exquisiteces tales como confituras bañadas en caramelo y mazapán.
– ¡Gracias! No soy digna de semejante prodigalidad, querida Ana. Muchos se sentirán celosos de que hayas honrado con tanto fasto a una simple campesina como yo.
– Lo sé, y por eso mismo pienso que será divertido, ¿no crees?
Elizabeth se echó a reír.
– Eres una malvada, Ana. Pero pienso que se lo merecen, pues su conducta hacia ti deja mucho que desear. Lamento que los demás no te conozcan tan bien como yo. Tienes un buen corazón, pero te tratan mal y murmuran a tus espaldas. Ojalá no fuera así.
– Sobreviviré, Bess. Alguien en mi posición aprende rápidamente o perece. Y no lograrán vencerme. Haré lo que deba y seré reina un día. Le daré a Enrique un heredero, que vivirá muchos años, a diferencia de los hijos de la pobre Catalina. ¡Soy una mujer fuerte! Y ahora debo irme. Vine para cerciorarme de que estabas bien. Lord Cambridge me juró que gozabas de perfecta salud, pero quise comprobarlo por mí misma. Espero que tu disfraz sea maravilloso.
– Te sorprenderás cuando me veas -replicó la joven con una sonrisa
– ¿Te reconoceré?
– Desde luego.
– Adiós, entonces.
El día del vigesimosegundo cumpleaños de Elizabeth Meredith amaneció cálido y sin una sola nube en el cielo. Philippa y Thomas Bolton la despertaron, cada uno con un ramo de flores.
– ¡Qué gesto tan encantador! -exclamó la joven, sonriendo.
– ¿Estás lista para afrontar el día? -preguntó lord Cambridge con brillo pícaro en la mirada.
– Estoy lista. Y Philippa ha prometido acompañarme, ¿no es cierto, hermana?
– Ya me probé mi disfraz -dijo la condesa de Witton-. Es asombroso, pero Tom se las ha ingeniado para que el traje me siente a la perfección, aunque no me haya visto durante más de tres años.
– Tú no cambias, querida -repuso lord Cambridge.
– ¿Y si hubiera engordado?
– Tonterías. No está en tu naturaleza, mi ángel.
– ¿Viste mi disfraz, Philippa? -preguntó Elizabeth.
– Sí, y te quedará muy bien. Es demasiado audaz, pero ingenioso. Y te servirá para burlarte de los cortesanos que se han burlado de ti. Al rey le encantará la broma, y a mamá, cuando se lo cuente.
– Nunca me he avergonzado de ser quien soy.
– Y tampoco permitas que te avergüencen, jamás -dijo Thomas Bolton, presa de un súbito ataque de orgullo.
Luego, ambos salieron del dormitorio y Nancy le trajo el desayuno. La bandeja contenía un cuenco de frutillas frescas con crema batida, un plato de bollos, manteca, miel y vino aguado. Ella hubiera preferido huevos revueltos y carne, pero el cocinero consideró que ese desayuno se adecuaba más a su disfraz. Elizabeth comía lentamente, saboreando cada bocado, sin preocuparse de que debía vestirse lo antes posible e ir a Greenwich. Cuando, finalmente, hubo satisfecho su apetito, Nancy ya tenía preparada la bañera.
– ¿Cómo me peinaré? -le preguntó a la doncella-. No con el cabello suelto, supongo.
– Lo recogeré en una redecilla tejida con hilos de oro. No querrá que su hermosa cabellera reste importancia a su magnífico disfraz.
Luego de bañarse, enfundó sus piernas en unas medias de seda clara luego se puso una camisa de hombre, también de seda, y los calzones, por cuyos numerosos tajos se asomaban mechones de lana de oveja. Sobre la camisa, un jubón sin mangas de piel de cordero con los rulos a la vista. Al igual que los calzones, por los tajos de las mangas aparecían mechones de lana. Completaba el conjunto una casaca del mismo material, bordada con cuentas de cristal. Nancy colocó varios moños a rayas rosas y blancas en el cabello de Elizabeth. Después se arrodilló para calzarle los zapatos de cuero negro, semejantes a las pezuñas de los ovinos, y una vez terminada la tarea, la nueva dama de Friarsgate se puso de pie.
– ¡Oh, señorita! ¡Es tan gracioso!
– ¿Tienes la máscara?
La doncella se la alcanzó y Elizabeth se colocó sobre el rostro una linda cabeza de cordero, sostenida por una banda elástica.
– ¿Cómo me veo? Nancy no pudo disimular la risa.
– Si se apareciera en la pradera vestida de ese modo, de seguro espantaría a los rebaños. Pero hoy hará las delicias del rey y de la corte. Iré a ver si lord Cambridge y la condesa Philippa están listos.
La joven se miró en el espejo y sonrió. El disfraz era perfecto. La fiesta se celebraba en su honor, el de una simple heredera rural del norte. No en honor de una dama aristocrática de impresionante linaje y apellido rimbombante, sino en el de la hija de uno de los caballeros más leales de Enrique VIII. Se preguntó qué pensaría su padre, a quien ni siquiera recordaba, de todo ello. Cuando Nancy volvió para avisarle que la estaban aguardando, Elizabeth bajó las escaleras y se unió a ellos en el vestíbulo.
– ¡Querida muchacha! El traje es aun mejor de lo que había supuesto -exclamó Thomas Bolton, regocijado.
Se lo veía espléndido, con un disfraz igual al de su sobrina pero confeccionado en seda y en cuero de oveja negros. La casaca también estaba decorada con cristales. Llevaba una máscara plateada y se había puesto cuernos de carnero en los costados de la cabeza.
– ¿Y tú qué opinas, Philippa? -le preguntó a su hermana, quien lucía bellísima en un vestido de seda iridiscente azul turquesa, que remataba en un gran volado cuyo diseño imitaba la cola de un pavo real. La máscara estaba confeccionada con plumas de esa misma ave y su gloriosa cabellera color caoba le cubría los hombros.
– Es muy atrevido -dijo con preocupación-. Las piernas son demasiado visibles. Me pregunto si deberías mostrarlas tan descaradamente… Luego lo pensó mejor y, riéndose de sí misma, añadió-:
– ¡Pero qué importancia tiene! No hay aquí ningún caballero digno de tu persona. Y la heredera de Friarsgate será recordada por su agudeza y por la ingeniosa broma que le gastó a la corte. La mayoría solo se pondrá máscaras, pero otros llevarán maravillosos disfraces.
Lord Cambridge dio la orden de partir, y tras cruzar el bosquecillo que se extendía más allá del muro de piedra, llegaron a los jardines del palacio y se encaminaron al sitio donde se hallaban sentados el rey y Ana Bolena. La joven tenía un atuendo color verde Tudor -el color favorito de Enrique- y una máscara que representaba a una rana. Philippa, quien, tal como lo habían planeado, precedía a su hermana y a Thomas Bolton, se detuvo ante el rey, le hizo una profunda reverencia e incluso fue capaz de sonreír cuando saludó no solo al monarca, sino a su compañera.
– Mi señor -dijo con gentileza sacándose la máscara para que pudiera reconocerla.
– ¡Encantadora! -exclamó Enrique-. Eres un perfecto pavo real, condesa.
Philippa hizo otra reverencia y se apartó con gracia para dar paso a su hermana y a su tío, que se encontraban a cierta distancia. Ambos se inclinaron en señal de respeto y luego se acercaron al trono bailando una alegre danza. Después volvieron a inclinarse y se quitaron las máscaras.
– Saludamos a Su Majestad y a la señorita Ana Bolena -dijo lord Cambridge.
– ¡Bravo! ¡Bravo! -Enrique estaba tan entusiasmado ante el espectáculo que comenzó a aplaudir-. ¡Nunca había visto disfraces como éstos, son fascinantes!
– Esperábamos que fueran de su agrado, Su Majestad -dijo Elizabeth.
– Es una linda manera de burlarse de la corte, Elizabeth Meredith replicó el rey echándose a reír.
– Es una manera de puntualizar que soy lo que soy -repuso la joven con malicia.
– Si en esta corte hubiera un hombre apropiado para ti, arreglaría yo mismo el matrimonio, pero eres más parecida a tu madre que tus hermanas, y debes regresar a Friarsgate para encontrar tu destino.
– Al igual que mi madre, soy la más humilde servidora, de Su Majestad -dijo Elizabeth haciendo una graciosa reverencia.
Enrique Tudor lanzó una carcajada.
– Como su madre, usted es mi más humilde servidora solo cuando le conviene, señorita Meredith.
Ana Bolena se puso de pie y, apartándose del rey, enlazó su brazo al de la joven.
– Ven, demos una vuelta por los jardines para lucir nuestros disfraces. Cuan osada has sido al ponerte esos calzones que te dejan las piernas al descubierto. ¿Ves a ese hombre que nos está mirando desde el otro extremo del jardín? Es mi tío, el duque de Norfolk. Un caballero muy apuesto pero proclive a las intrigas. Teme que el rey pierda interés en mí, en cuyo caso no podrá sacar provecho alguno de mi relación con Enrique, además de arruinar su reputación.
– ¿Piensas en serio que el rey se divorciará y se casará contigo?
– Sí, de una manera o de otra terminará por liberarse de Catalina la española y seré su esposa. Y todos lo saben -repuso Ana con total convencimiento, mientras observaba a las damas y caballeros que se paseaban por los jardines y la saludaban con respetuosas inclinaciones de cabeza al pasar a su lado-. De hecho, ya soy la reina, aunque todavía no tenga derecho a ostentar ese título -agregó en voz baja.
Comenzaron las festividades. El cielo era diáfano y los rayos del sol se reflejaban en las tranquilas aguas del río. Ana había organizado varias regatas: en las primeras competirían las embarcaciones pertenecientes a los nobles y solamente al final participaría la barca del rey Los cortesanos se reunieron en la orilla, apostando y gritando, mientras las cuatro barcas se desplazaban velozmente por el río, sus coloridos estandartes flotando en la brisa. Los remeros, con el torso desnudo, se inclinaban sobre los remos, flexionando una y otra vez sus musculosos brazos con el propósito de ser los primeros en alcanzar la meta. En la última regata participaron la barca del rey y la de Thomas Howard, duque de Norfolk. En el momento en que la barca real dejó atrás a la del tío de Ana, la multitud prorrumpió en exclamaciones de júbilo. Las mesas, repletas de comida, se colocaron junto al palacio repletas de las exquisiteces que había prometido Ana. Y cuando todos hubieron comido, los criados limpiaron las mesas y se llevaron los restos para dárselos a los pobres que aguardaban a las puertas del palacio. Luego reaparecieron con grandes cuencos de frutillas frescas y de crema batida, junto con obleas, mazapán y confituras acarameladas. El vino y la cerveza fluían a raudales de los enormes barriles colocados cerca de las mesas.
Al finalizar la tarde, se anunciaron los concursos de tiro al arco; primero participarían las damas y después los caballeros. Elizabeth se desempeñó bastante bien, pero fue su hermana quien ganó el premio, que consistía en un broche de oro con un corazón de rubí. El rey en persona se lo entregó. Philippa estaba de lo más complacida y le hubiera gustado que Crispin estuviese allí para compartir su triunfo. Luego le tocó el turno a los caballeros; por primera vez en el día Elizabeth vio a Flynn Estuardo, que ganó fácilmente el concurso, pues era muy diestro con el arco. El premio, una bolsa con monedas de oro, le fue entregado por Ana Bolena.
Al anochecer, se encendieron las farolas y los músicos empezaron a tocar. Había comenzado el baile. Elizabeth se sintió halagada cuando Flynn la eligió como compañera en una danza campestre. Ambos bailaban muy bien y hacían una buena pareja.
– ¿Te parece sensato permitir que bailen juntos? -preguntó Philippa a Thomas Bolton.
– No tiene la menor importancia. Ella fantasea con la idea de conquistarlo. Pero es un escocés, y además no le conviene. Elizabeth lo sabe, pues no tiene un pelo de tonta. Y en pocos días regresará a Friarsgate. ¿Viajarás con nosotros, mi ángel?
Philippa meneó la cabeza.
– Iré a Woodstock a ver a la reina.
– No me parece una buena idea.
– Tal vez no, pero iré de todos modos. Si nadie se entera de mis planes supondrán que he vuelto a casa, lo que haré de inmediato, luego de visitar a la reina. No puedo abandonarla, tío.
– A mi juicio, es una mujer tonta y demasiado orgullosa. No puede ganar esta batalla y al final Enrique Tudor se saldrá con la suya -, dijo lord Cambridge, y se dedicó a mirar a los bailarines.
Ya había caído la noche cuando el rey tomó su laúd y empezó a cantar un rondó que había compuesto para la señorita Bolena. A Elizabeth le gustó la melodía, y tan pronto como aprendió la letra, su voz se sumó a la del rey. Enrique Tudor sonrió, pues aún recordaba la voz clara y potente de Owein Meredith y le complacía comprobar que Elizabeth la había heredado. El rondó parecía incluso más bello cuando la suave voz femenina se unía a la suya. Un día inolvidable, pensó el rey, y se sintió como un muchacho de veinte años.
– Cantas muy bien -le dijo a Elizabeth cuando la melodía terminó.
– Espero que a Su Majestad no le haya molestado. No pude evitarlo. En casa solemos cantar por las noches, para entretenernos.
– Tienes un talento natural para la música, Elizabeth Meredith.
El baile había finalizado, pero los músicos seguían tocando.
– Gracias, Su Majestad, y gracias, señorita Bolena, por este maravilloso día. Nunca lo olvidaré.
– Me complace tu amistad con mi Ana.
– La generosidad de la señorita Bolena para conmigo me honra -repuso Elizabeth. Y luego de hacer una reverencia, se retiró de la presencia del rey.
Mientras cruzaba los jardines, se le acercó de pronto un caballero con máscara de lobo.
– Hola, corderita -la saludó Flynn Estuardo. Elizabeth se echó a reír.
– ¿Acaso has venido a comerme? -le preguntó en un tono provocativo.
– Ojalá me estuviera permitido hacerlo -respondió el joven, con cierta tristeza.
– Pero eres un escocés leal.
– Sin embargo, considerando el lugar donde vives y las costumbres de tu familia, mi nacionalidad no debería impedirnos seguir siendo amigos, corderita -dijo, tomándola del brazo-. Jamás seremos enemigos, Elizabeth Meredith, pese a las diferencias entre nuestros países.
– No nunca seremos enemigos, pero…
Flynn le selló los labios con sus dedos y por un momento se miraron en silencio
– No digas nada, corderita, es mejor así.
Ella asintió con la cabeza mientras dos lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
– El primer amor rara vez es el último -dijo el joven con dulzura-. Lo sé por experiencia.
– Nunca dije que te amaba -musitó Elizabeth.
– No, no lo hiciste.
– Si fueras solamente un escocés y no el hermano del rey…
– Pero soy el hermano del rey. Y por ese motivo debo decirte adiós, corderita. Nunca volveremos a vernos -repuso Flynn, al tiempo que la tomaba de los hombros y la besaba en la frente. Luego se dio vuelta y desapareció en la oscuridad que envolvía los jardines del palacio.
Elizabeth se echó a llorar. ¡Era tan injusto no recibir en su cumpleaños el regalo que más deseaba!
– ¡Quiero regresar a casa! ¡Quiero volver a Friarsgate! -murmuró, como si le hablara a la noche.
Y entonces sintió que un brazo se deslizaba en torno a sus hombros para brindarle consuelo. Y como de costumbre, allí estaba lord Cambridge.
– ¡Oh, tío! -sollozó.
– Él es más sensato que tú, Elizabeth, pero eso no significa que no tenga el corazón destrozado.
– ¡No es justo!
– La vida, mi ángel, rara vez lo es. Y en tu condición de heredera de una gran propiedad, lo sabes mejor que nadie. Aquí abundan los desaprensivos que viven en el presente y jamás piensan en el porvenir. Pero tú no perteneces a esa categoría, ni tampoco Flynn -dijo con dulzura-. Y ahora ven conmigo y regresemos a casa.
– ¿A Friarsgate?
– A Friarsgate -le respondió, y se alejaron juntos del palacio mientas la luna resplandecía en el río que acababan de dejar atrás y comenzaban a apagarse las farolas en los verdes jardines de mayo.