CAPÍTULO 05

Flynn Estuardo contempló las grandes extensiones de césped del palacio de Greenwich, donde se llevaban a cabo los festejos del Día de Mayo. El tiempo era perfecto para celebrar el inicio de la primavera. Habían colocado el famoso palo de mayo, de cuya punta colgaban cintas multicolores, y un grupo de bellas jóvenes bailaba alrededor. Flynn reconoció a algunas de las bailarinas, pero no a todas. El rey se paseaba saludando a los huéspedes. Llevaba un traje de su color preferido, el verde Tudor, y lo acompañaba Ana Bolena. Su vestido también era verde, y su gruesa y negra cabellera, que enmarcaba su rostro felino, le cubría parte de la espalda. Su oscura cabeza estaba adornada por una corona de flores. Si bien Enrique Tudor se mostraba jovial como en todas las festividades, su jovialidad se acentuaba cuando se hallaba junto a su favorita.

Aunque no era diplomático, Flynn Estuardo estaba en la corte de Inglaterra al servicio de su medio hermano, el rey Jacobo V de Escocia. Oficialmente, su trabajo consistía en transmitir los mensajes que intercambiaban el rey Enrique y su sobrino escocés. Extraoficialmente, era los ojos y los oídos del monarca. Jacobo Estuardo no confiaba en ninguno de los Tudor, incluida su propia madre, ahora casada con su tercer marido, Enrique Estuardo, lord Methven. Empero, confiaba en Flynn, pues no solo era su medio hermano, sino que siempre había demostrado su lealtad a la casa de su difunto padre. Un hecho que desconcertaba a muchos, porque Jacobo IV nunca lo había reconocido oficialmente como su hijo, aunque había insistido en que el joven llevara su nombre.

– Flynn, mira hacia allá -murmuró su amigo Rees Jones al tiempo que señalaba a una muchacha.

– Sí, una auténtica belleza -coincidió Flynn- ¿Quién es?

– No tengo la menor idea. Es nueva en la corte. Pero está con alguien que yo conozco: la condesa de Witton. ¿Quieres que te la presente?

– ¿De dónde conoces a la condesa de Witton?

– Somos parientes lejanos. Mi abuelo materno era hermano de su padre, Owein Meredith, un galés. Es una mujer deliciosa, aunque algo remilgada.

– En otras palabras, estás considerando la posibilidad de seducirla -dijo el escocés.

– Philippa St. Claire no se dejaría seducir. Es una de las damas de honor de la reina, por quien siente devoción. No. Me agrada su honestidad y su ingenio. Ahora bien, querido Flynn, si deseas conocer a la exquisita criatura que la acompaña, es mejor apurarse, pues la sangre nueva siempre atrae a los caballeros de la corte.

Los dos hombres se pasearon por los jardines con aire distraído hasta llegar al sitio donde se encontraban Philippa, Thomas Bolton y Elizabeth.

– ¡Querida prima! -exclamó Rees, fingiendo sorpresa ante el encuentro-. ¿Cómo estás y quién es esta encantadora joven que te acompaña?

Philippa extendió la mano para que se la besara y replicó:

– ¡Rees, qué alegría verte por aquí! Esta es mi hermana menor, la señorita Elizabeth Meredith. Vino a la corte acompañada por mi tío, lord Cambridge, de quien te he hablado en otras ocasiones. Elizabeth también es tu pariente.

Philippa le dio un leve empujón a su hermana para recordarle que debía ofrecer la mano al caballero.

Elizabeth comprendió de inmediato y actuó en consecuencia. Lord Cambridge se sintió aliviado al notar que la crema, aplicada durante semanas, había surtido efecto, pues la mano de su sobrina se veía suave y elegante.

– ¿Y por qué somos parientes, señor? -preguntó Elizabeth.

– Compartimos un bisabuelo -dijo, y luego de dar las explicaciones del caso, agregó-; Debo confesar que el éxito de tu padre en la corte me facilitó las cosas.

– No recuerdo realmente a mi padre. Era muy pequeña cuando murió. Pero me dijeron que era un hombre bueno y honorable. Según dicen, me parezco a él.

– Entonces murió en plena juventud -dijo Rees.

– Sí. Se cayó de un manzano.

– ¡Elizabeth! -exclamó Philippa mortificada.

– Temo que mi hermana considera bochornosa la manera como murió nuestro padre. Tal vez si hubiera perecido en el campo de batalla o en la cama, a causa de una de esas dolencias románticas en las que el paciente se va extinguiendo como una vela, lo encontraría más aceptable -murmuró Elizabeth.

– ¿Qué estaba haciendo trepado a un manzano? -preguntó Rees, haciendo caso omiso de Philippa.

– Ayudaba a nuestros campesinos a recoger la cosecha. A nadie en Friarsgate se le había ocurrido jamás subirse a la copa del árbol y sacudirla para hacer caer la fruta. Recogían hasta donde alcanzaban, y dejaban que el resto se pudriera o se lo comieran los animales carroñeros. Según me dijeron, mi padre lo consideraba un desperdicio injustificable.

– En suma, se comportó hasta el final como un auténtico galés, pues el derroche, por mínimo que sea, constituye una aberración para los galeses -opinó Rees, y se volvió hacia su acompañante-: Primas, milord, permítanme presentarles a mi amigo Flynn Estuardo.

Flynn besó primero la mano de la condesa de Witton, luego la de Elizabeth y, por último, hizo una cortés reverencia a Thomas Bolton.

– Flynn es el mensajero personal del rey Jacobo ante la corte del rey Enrique -explicó Rees.

– ¡Ah! -dijo lord Cambridge observando al joven-. Entonces usted es el espía.

El escocés se echó a reír.

– No, mis funciones no son tan atractivas, milord, aunque es comprensible que usted dé por sentado que soy un espía. Algunos lo hacen.

Sus ojos ambarinos centelleaban. Medía más de un metro ochenta y su cabeza estaba cubierta por una espesa cabellera rojiza.

– Usted es igual a su padre. El parecido es notable.

– ¿Lo conoció?

– Tuve ese privilegio, milord -replicó el joven con voz calma.

El inglés lo había sorprendido, pues a causa de su sofisticado aspecto lo había tomado por uno de esos cortesanos afectados que abundaban en la corte Todos sabían que era medio hermano del rey de Escocia, pero nadie hablaba del tema.

– Pasé muchas horas deliciosas en la corte de Edimburgo y en su compañía. Era un caballero extraordinario y, por cierto, muy singular -dijo lord Cambridge.

– ¡Tío! -exclamó Philippa, sin poder disimular su incomodidad.

– Querida niña, mi amigo está muerto y el triunfo de Enrique VIII es incuestionable. Hablar bien de Jacobo Estuardo, el cuarto de la dinastía, no puede hacer daño a nadie -repuso Tom, al tiempo que palmeaba el hombro de su sobrina.

– Gracias, milord. Condesa, ¿me permite dar un paseo con su hermana?

– Por supuesto -repuso Philippa.

Y aunque Flynn no era un candidato digno de tener en cuenta, ni una persona con quien convenía involucrarse, no había razón alguna para negarle el permiso.

– Pero no se alejen de mi vista, por favor.

– Desde luego, señora -dijo el escocés, haciendo una reverencia y ofreciéndole el brazo a Elizabeth.

"Al menos tiene buenos modales y es amigo de Rees Jones -pensó Philippa-. Y mi hermana debe comenzar su búsqueda por alguna parte."

– Usted, al igual que yo, no parece pertenecer a esta corte -comentó Elizabeth, mientras se alejaban.

– Con ese vestido, nadie diría eso. El celeste le sienta de maravillas.

– Eso dice mi tío.

– Usted no se parece en nada a su hermana.

– No. Mis dos hermanas se parecen a mi madre. Y yo, según dicen, soy el vivo retrato de mi padre. ¿Por qué está aquí?

– Soy la heredera de una propiedad bastante valiosa. Todavía no me he casado y me han traído a la corte con la esperanza de que encuentre un marido.

– Una muchacha tan bella como usted debería estar casada desde hace rato.

Elizabeth se echó a reír.

– ¿Por qué? -le preguntó con picardía, mirándolo a la cara-. ¿Solo porque me consideran bella y rica? Mi hermana se horrorizaría si me escuchara hablar de esta manera, pero mi madre cree que sus hijas deben elegir por sí mismas en lo tocante al matrimonio. Es insólito pero es así.

– Y como no hay ningún candidato que le guste, la han enviado a la corte para ampliar, digamos, el coto de caza. Pues bien, encontrará aquí a una multitud de jóvenes, y no tan jóvenes, deseosos de tener por esposa a una bella heredera.

– No encontraré a nadie. El hombre con quien me case debe estar dispuesto a vivir en Friarsgate y a ayudarme en el manejo de la finca, de la que soy responsable desde que cumplí catorce años. Compartiré las responsabilidades con él, pero jamás delegaré mi autoridad. Ahora mire a su alrededor y dígame si alguno de esos perfumados petimetres resulta adecuado para mí.

– ¿Entonces, por qué vino a la corte si piensa que es una pérdida de tiempo?

– Para complacer a mi familia, especialmente a mi madre.

– ¿Qué ocurrirá cuando vuelva sin haber encontrado un pretendiente?

– Mi madre se preocupará y se enojará, supongo. Mi padrastro, el lord de Claven's Carn, intentará desposarme con el hijo menor de alguno de sus amigos. Pero finalmente se calmarán -dijo Elizabeth lanzando un suspiro-. Sé que debo casarme si quiero tener un heredero algún día, aunque el asunto no me hace ninguna gracia. -Luego levantó la vista y lo miró a los ojos-: Usted hace muchas preguntas y yo se las respondo casi sin darme cuenta, pese a que no debería hacerlo. Al fin y al cabo, somos dos extraños.

– Ya no lo somos, Elizabeth Meredith -repuso Flynn. Y después de una pausa agregó, tuteándola-. ¿Te gustaría conocer a otros jóvenes? Tal vez tu hermana no los encuentre del todo aceptables, pero si tu estadía en la corte va a ser breve, necesitarás un poco de diversión.

– Si digo que sí, ¿me prometes que estaremos fuera de la vista de Philippa?

Él asintió con la cabeza y sonrió.

– ¡Adelante, entonces! -exclamó ella.

– Eres una muchacha difícil, ¿verdad? -dijo Flynn con ánimo de provocarla.

Elizabeth le contestó con una risita sarcástica, mientras él la conducía, para su sorpresa, al sitio donde se hallaba sentada Ana Bolena, rodeada por un grupo de caballeros.

– Señorita Bolena, permítame presentarle a la hermana de la condesa de Witton, recién venida a la corte -dijo Flynn Estuardo.

Ana Bolena la observó con atención. Elizabeth era muy bella y se vestía con mucha elegancia. El corpiño y los puños de su traje de seda celeste estaban bordados en hilos de plata y perlas. La enagua era de brocado y llevaba una toca ribeteada con perlas. Era, justamente, el tipo de perfecta beldad inglesa que podía atraer al rey, y Ana se sintió molesta. Su respuesta a la presentación fue sumamente parca: asintió apenas con la cabeza, en tanto que la peligrosa rubia se inclinaba ante ella en una graciosa reverencia.

– Entonces es usted una Meredith -dijo sir Thomas Wyatt.

– Sí, milord.

– ¿Su padre era sir Owein Meredith?

– Lo era, que en paz descanse -replicó Elizabeth.

– ¿Ha venido a la corte a pescar un marido? -le preguntó con descaro.

– La que desea practicar el arte de la pesca es mi familia, no yo -repuso alegremente la joven.

Ana Bolena se echó a reír y los demás la imitaron. Esa joven no se dejaba intimidar en lo más mínimo por los aristócratas y los poderosos que la rodeaban. Era fresca y espontánea, pero también demasiado bella.

– ¿Es usted rica? -quiso saber George Bolena, el hermano de Ana.

– Lo soy. ¿Acaso está interesado en pedir mi mano y venir a Cumbria para desposarme?

Era evidente que se estaba burlando de él.

– ¿Cumbria? -George la miró horrorizado-. ¿No es allí donde se crían ovejas, señorita Meredith?

– Efectivamente, señor. Yo crío Cheviots, Shropshire, Hampshire y Merinos.

– ¿Las ovejas tienen nombres?

– Las ovejas, consideradas individualmente, no, pero las razas a las que pertenecen, sí.

– ¿Y es usted capaz de reconocerlas?

– Puedo reconocer toda clase de animales, señor, incluso a un asno -respondió Elizabeth con un brillo malicioso en los ojos.

– ¡Por Dios, George! Te han devuelto el petardo que acabas de lanzar -dijo sir Thomas Wyatt, y el grupo de cortesanos estalló en una sonora carcajada.

– ¿A qué se debe todo este jolgorio? -intervino el rey. Deslizó su mano en la de Ana Bolena y luego dirigió la mirada hacia Elizabeth Meredith.

– Vaya, vaya, la hija menor de Rosamund. Y eres igual a tu padre, que Dios lo tenga en la gloria. Me enteré por tu hermana de que estabas aquí, acompañada por lord Cambridge. ¡Bienvenida, Elizabeth Meredith! -dijo, y le tendió la mano repleta de anillos.

Elizabeth se apresuró a besarla y se inclinó, en señal de respeto.

– Gracias, Su Majestad.

– ¿Y cómo está tu querida madre? ¿Todavía en las garras de ese maldito fronterizo escocés que insistía tanto en desposarla?

– Sí, Su Majestad -repuso la joven, tratando de contener la risa.

– ¿Y cuántos hijos le ha engendrado el muy bribón?

– Cuatro, Su Majestad.

– Ese escocés es un hombre realmente afortunado -comentó el rey-¿Lo estás pasando bien, Elizabeth Meredith? Tu madre, a despego de sus protestas, siempre disfrutó de sus visitas.

– Es mi primer día en la corte, Su Majestad, pero me han recibido muy bien, especialmente la señorita Bolena y sus amigos.

– ¿De veras? -El rey Se volvió hacia la Joven que se hallaba a su lado-: -Has sido generosa, mi amor, y nada podía hacerme más feliz. El padre de la señorita Meredith fue uno de los súbditos más leales de los Tudor, y su madre pasó parte de su infancia y adolescencia en casa de mi madre y luego en casa de mi abuela. Rosamund Bolton y mi hermana Margarita eran íntimas amigas. ¿Todavía se escriben?

– De vez en cuando, Su Majestad. Mi madre le envía saludos, su Majestad, y desea que le recuerde que es su leal servidora.

El rey se echó a reír.

– Cuando le escribas, dile que si fuera tan leal como afirma no se hubiera casado con ese escocés ni se habría ido a vivir a la frontera.

– Le transmitiré puntualmente sus palabras, Su Majestad -prometió Elizabeth con una sonrisa.

Mientras tanto, Flynn Estuardo escuchaba el diálogo con suma atención. De modo que la madre de Elizabeth Meredith era amiga de la madre de su medio hermano. Y estaba casada con un escocés. El mundo era realmente pequeño.

El rey se echó a reír cuando Ana Bolena le repitió la irónica respuesta de Elizabeth Meredith a su hermano.

– Ten cuidado, George -le advirtió Enrique Tudor al joven-. Si la señorita Meredith se parece en algo a su madre, entonces nunca te saldrás con la tuya ni conseguirás nada de ella.

– Y tú, ¿nunca conseguiste nada de Rosamund Bolton? -le preguntó Ana Bolena.

– No, mi amor, nunca -mintió el rey.

Sabía cuan celosa era Ana y no deseaba que los celos provocados por su antigua relación con la antigua dama de Friarsgate recayeran en su hija.

– La señorita Meredith es muy hermosa, Enrique. Siempre te gustaron las mujeres rubias -comentó, con la intención de sondearlo.

– Sí, se parece a su padre. Pero prefiero a una joven de cabello negro, ojos chispeantes y con mucho ingenio.

Ana Bolena suspiró aliviada. Siempre había tenido miedo de perder al rey por otra mujer. Una mujer menos casta. Se las había ingeniado para mantenerlo en vilo durante varios años, y aunque le había otorgado ciertos privilegios, jamás le había permitido acostarse con ella, de modo que aún conservaba su virginidad. Ana Bolena no sería una de las prostitutas de Enrique Tudor, como lo fue María, su estúpida hermana. Ana Bolena deseaba ser la esposa del rey. Y ahora podía ser amiga de la señorita Meredith, pues la joven no significaba amenaza alguna para sus ambiciones. Ana no tenía amigas, aunque algunas simularan simpatizar con ella. Sus parientes, los Howard, estaban furiosos por su comportamiento. Pensaban que el rey se casaría con una princesa, como era su deber, y a Ana le conseguirían un marido. Pero Ana no se daba por vencida."Seré reina" -le repetía a su tío, el duque de Norfolk.

– Según tu madre, tenías talento para la música -le dijo Enrique Tudor a Elizabeth.

En realidad, Elizabeth tocaba varios instrumentos, pero sabía que en la corte el preferido era ahora el laúd.

– Toco el laúd, Su Majestad, y canto -respondió con una sonrisa.

– Estoy componiendo una canción especial para cierta dama. Cuando la termine, la aprenderás y la cantarás para nosotros.

– Será un honor, Su Majestad -repuso Elizabeth haciendo una reverencia.

– ¡Vayamos a pasear en bote, caballeros! -anunció de pronto Ana Bolena-. ¡El día es tan espléndido y el río está tan tranquilo!

La joven se alejó del rey y se dirigió al Támesis bailando y cantando.

El rey la miró divertido pero se negó a seguirla, pues debía saludar a otros huéspedes.

Flynn y Elizabeth, tomados del brazo, siguieron a Ana hasta la orilla del río, donde se encontraban varias barcas varadas en el barro.

– ¿Alguna vez paseaste en bote? -preguntó el joven ayudándola a subir a la embarcación.

– No, pero puedo nadar si naufragamos -le aseguró Elizabeth, mientras se sentaba en un almohadón colocado en el fondo de la barca.

– Es bueno saberlo, porque no soy especialmente hábil con el remo – repuso Flynn sonriendo.

– Entonces, ¿qué demonios hacemos aquí?

– No tengo la menor idea -admitió el joven, con un brillo malino en sus ojos color ámbar.

Elizabeth se echó a reír y Flynn la imitó.

– ¿Cuál es el chiste? -preguntó la señorita Bolena, que aún permanecía en la orilla rodeada por sus amigos.

– ¿Por qué estamos aquí, en la ribera? ¿Realmente tienen intenciones de navegar? -inquirió Elizabeth.

Ana reflexionó un minuto y luego meneó la cabeza.

– No, estas pequeñas embarcaciones tienden a escorarse demasiado. Y no sé nadar.

– ¿Y por qué nos invitaste a pasear en botes que se ladean como borrachos?

– Se me ocurrió que sería divertido, pero luego de pensarlo mejor, deseché la idea. ¡Bájate ya mismo de la barca, Elizabeth Meredith! Jugaremos a las cartas. ¿Tienes dinero para apostar?

– Sí, pero te advierto que soy una excelente jugadora -repuso la heredera de Friarsgate-. Flynn, ayúdame a salir de aquí, por favor.

El joven se acercó para darle la mano, pero sus pies resbalaron en el barro de la ribera y comenzó a caer hacia adelante. Y en su intento por frenar la caída aferrándose a la proa de la barca, la empujó accidentalmente al río. Ana Bolena lanzó un grito, alarmada. Los caballeros permanecieron boquiabiertos, mirando cómo el bote empezaba a navegar a la deriva.

"Qué fastidio, pero si no hago algo de inmediato, me atrapará la corriente", pensó Elizabeth. El escocés estaba de bruces en el lodo, y ninguno de los otros presumidos parecía dispuesto a acudir en su ayuda. La joven se liberó enseguida de las faldas, de las mangas, de la toca francesa y del velo. Se quitó los zapatos y, poniéndose de pie en la barca, se zambulló en el Támesis. Luego de emerger a la superficie, nadó hasta la orilla.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Flynn.

– Excepto por la falta de ropa, sí.

El corsé no tenía mangas, la camisa de seda se le pegaba al cuerpo y estaba descalza.

– ¡Rodeen a la señorita Meredith! Y pónganse de espaldas a ella pues si la miran con la boca abierta se sentirá avergonzada -ordenó de pronto la señorita Bolena-. Y tú, George, trae una capa lo bastarte abrigada para impedir que se muera de frío, aunque estemos en el glorioso mes de mayo.

Después se acercó a Elizabeth, introduciéndose en el estrecho círculo que la protegía de las miradas indiscretas.

– Eres valiente, muchacha, y fue muy astuto de tu parte tirarte al agua Lamento la pérdida del vestido. Le diré al rey que te envíe uno nuevo pues todo ocurrió por mi culpa. Me perdonas, ¿verdad? -sonrió.

Elizabeth asintió con la cabeza y se echó a reír:

– Parecían todos tan perplejos al verme de pronto navegando en el río.

Ana, contagiada por la risa de Elizabeth, también rió.

– Mi hermana se pondrá furiosa cuando se entere del incidente. Sin duda preferiría que me hubiera ahogado en el mar totalmente vestida, a descubrir que nadé hasta la orilla semidesnuda.

Las dos jóvenes se desternillaban de risa.

– Me diste un susto terrible, te lo juro -confesó Ana Bolena.

– Y ninguno de tus elegantes amigos movió un músculo para salvarme. Seguramente, no querían estropearse la ropa y ni siquiera se les ocurrió sacársela.

– ¡Oh, imagínate el espectáculo! -dijo Ana, muerta de risa-. ¡Mi hermano tiene las piernas tan flacas como una cigüeña!

De pronto aparecieron el rey, Philippa y lord Cambridge.

– ¿Que ha sucedido? -preguntó el rey.

Ana trató de dar las explicaciones del caso, pero ni ella ni Elizabeth podían controlar las carcajadas. Finalmente, se las ingenió para decir:

– Debes comprarle un vestido nuevo, Enrique, pues por mi culpa tuvo que nadar hasta la orilla y perdió el suyo.

– ¿Mi hermana no está debidamente vestida? -se horrorizó Philippa. Luego se introdujo en el círculo formado por los caballeros y al ver a su hermana, lanzó un grito-: ¡Elizabeth! ¿Dónde están tus faldas? ¿Y tus hermosas mangas? ¿Y la toca?

– ¿No oíste, Philippa? Están flotando rumbo al mar en la barca. Lo siento, pero fue un accidente.

– ¡Nunca olvidarás este desafortunado episodio! -gritó su hermana, ¿No podías haber esperado a que alguien te rescatara? Si en la corte se llegan a enterar de tu conducta, no podremos cumplir con nuestro cometido. ¿Qué hombre respetable querría casarse con una mujer capaz de quitarse la ropa en público?

Fue una suerte que Philippa no viera a los caballeros que le daban la espalda, que apenas podían contener la risa al escuchar sus airadas recriminaciones.

– Su hermana demostró poseer una gran valentía e inteligencia condesa. Hubiera sido difícil rescatar a Elizabeth. De haber enviado una embarcación, esta no hubiera llegado a tiempo, pues para entonces la barca sin remo estaría en medio de la corriente, sin ningún elemento que permitiera conducirla a la orilla. El río es muy transitado, y los principales canales de navegación que comunican a Londres con el mar pasan por aquí. Elizabeth podría haber chocado con una nave de mayor envergadura, caído al Támesis con sus pesadas faldas y, en consecuencia, podría haberse ahogado. En realidad, somos afortunados por tenerla de nuevo entre nosotros, sana y salva -dijo el rey con voz calma.

En ese preciso instante apareció George Bolena con una enorme capa. Elizabeth se arrebujó en ella y Flynn Estuardo la cargó en sus brazos.

– ¿Adonde la llevo, milord? -le preguntó a Thomas Bolton.

– A mi casa -repuso lord Cambridge, todavía perplejo por cuanto acababa de ocurrir-. Yo lo guiaré, caballero.

– Puedo caminar por mí misma -protestó Elizabeth.

– ¡Cállate! -ordenó Philippa, furiosa e incapaz de guardar la compostura-. Te has convertido en la piedra del escándalo. Tratemos al menos de reparar el daño. Me pregunto si alguna vez en la vida podrás comportarte como una dama.

Elizabeth miró a Ana Bolena y puso los ojos en blanco. Por su parte, la señorita Bolena le hizo un guiño, en un gesto de abierta complicidad.

Flynn Estuardo siguió a lord Cambridge, quien luego de atravesar los jardines reales y un bosquecillo, se detuvo ante un muro de ladrillos y abrió una pequeña puerta.

– De modo que es usted el propietario de esta encantadora morada la he admirado a menudo en mis visitas a Greenwich -dijo el joven

– Se adecua a mi persona, como todas mis residencias -responda lord Cambridge.

Una vez dentro de la casa, Tom subió las escaleras seguido por Flynn Philippa, todavía furiosa.

– Este es el dormitorio de Elizabeth -dijo. Luego abrió la puerta y exclamó-: Nancy, ven de inmediato. Tu ama ha sufrido un pequeño percance.

La doncella llegó corriendo y Flynn se desembarazó de su carga.

– ¿Percance? ¿Llamas a esto un percance, tío? -explotó Philippa-.

– Para mí es el peor de los bochornos. ¿Cuándo, en la historia de la corte una joven respetable se ha sacado la ropa y zambullido en el río? ¡Por cierto, no en mi época ni en la tuya!

– Gracias, hermanita, pero en realidad me siento muy bien -dijo Elizabeth con malevolencia.

Flynn Estuardo juzgó sensato retirarse. Y lo hizo tan deprisa y con tanta discreción que las mujeres no lo advirtieron. Solamente Tom respondió a su reverencia con una inclinación de cabeza y dándole las gracias.

– Fue un accidente, Philippa -repitió Elizabeth procurando apaciguar a su hermana-. Pensábamos salir a navegar y luego cambiamos de idea. Flynn Estuardo se cayó cuando trataba de ayudarme a desembarcar, y sin querer empujó el bote al agua. Y todos se quedaron en la orilla mirando, sin saber qué hacer. No tuve alternativa. Lo siento, pero ahora que ya pasó, lo encuentro bastante divertido.

Philippa exhaló un profundo suspiro. Deseaba recuperar la calma, aunque se preguntaba por qué su hermana menor siempre la sacaba de quicio.

– Si te hubieses abstenido de frecuentar a esa criatura y a sus lacayos, esto no habría sucedido. Me gustaría saber cómo fuiste a parar allí. Prepara el baño, Nancy -le dijo Elizabeth a su doncella.

– ¿Y bien? -insistió Philippa.

– Flynn Estuardo me presentó a la señorita Bolena.

– No debí permitir que te alejaras con ese bastardo de sangre real. Te estuve observando hasta que él rompió su promesa y desaparecieron de mi vista. ¿Fue entonces el escocés quien te presentó a esa abominable criatura? No puedes hablar con ella otra vez, Elizabeth. Mamá se sentiría muy disgustada. La reina es nuestra amiga.

– La reina no está aquí, y tampoco es probable que vuelva -contraatacó la joven-. Me agrada Ana Bolena, Philippa. Y lo más importante de todo: le agrada al rey.

– Es solo un capricho pasajero.

– ¿Llamas un capricho pasajero a una relación de ocho años? No, hermana. La reina no podrá recuperar al rey, a menos que ocurra un milagro y le dé un robusto heredero. Ya no viven bajo el mismo techo y por tanto, ya no se acuestan en la misma cama. Soy consciente de la generosidad de la reina para con nuestra familia, pero ella no está aquí y ha perdido popularidad.

– ¿Cómo podré encontrarte un buen marido si no te comportas correctamente? Sé que la reina ya no es popular en la corte, pero ella no vaciló en concedernos sus favores en más de una ocasión. Y sin su respaldo, me encuentro en desventaja. No obstante, es mi deber ayudarte a que te desposes con el hombre adecuado.

– No hay en la corte ningún hombre adecuado para mí, Philippa. Si no hubiera aprendido a juzgar rápidamente el carácter de los hombres, no habría podido hacerme cargo de Friarsgate. Cuando hoy me encontré a la deriva en el río, ninguno de los cortesanos quiso estropear sus finas vestiduras y a ninguno se le ocurrió sacárselas, meterse en el río y socorrerme. ¿Cómo puedo confiar Friarsgate a hombres tan incompetentes?

– Si no piensas cooperar conmigo -dijo Philippa haciendo caso omiso de las palabras de Elizabeth-, deberás arreglártelas sola.

Estaba a punto de echarse a llorar, pues el fracaso no formaba parte de su naturaleza y no sabía cómo vencer la obstinación de su hermana. Elizabeth, desde luego, no se amilanó ante las amenazas de Philippa.

– Haz lo que te parezca mejor -repuso con voz suave-, pero no hay en la corte ningún hombre digno de ser mi esposo.

– ¿Entonces por qué viniste si no pensabas contraer matrimonio?

– Vine para complacer a mamá y al tío Tom, que necesitaba una excusa para viajar al sur esta primavera. ¿No es cierto, tío?

– Trataré de no pelearme con ninguna de ustedes, queridas mías Estamos aquí. Es el mes de mayo. Disfrutemos de los buenos tiempos.

– Philippa, hoy es el primer día de mayo. Mañana se olvidarán del episodio que he protagonizado. Por favor, no discutamos más, te lo suplico.

– Si no quieres un esposo, entonces no me necesitas para nada. Quisiste ser responsable de Friarsgate y has cumplido muy bien con tus obligaciones pero también yo me siento responsable de esas tierras. No olvides que Friarsgate me estaba destinado. Por consiguiente, tienes el deber de darle un heredero, y negarte a ello porque no deseas delegar tu autoridad no es sino una actitud egoísta e infantil.

– ¡Oh, no puedo creerlo! ¿Acaso no fuiste precisamente tú quien decidió vivir a su antojo y renunciar a Friarsgate? ¿Cómo te atreves a decirme lo que debo hacer? Yo me hice cargo de las responsabilidades que no quisiste asumir.

– De acuerdo, no quise Friarsgate, pero en cambio sé cuáles son mis deberes y hago lo posible por cumplir con ellos -contestó Philippa-. ¿Piensas que has encontrado el secreto de la eterna juventud? Eres una solterona, hermana. A tu edad, mamá ya nos había parido a las tres. Estas envejeciendo y debes casarte pronto si quieres dar un heredero a Friarsgate. ¿Qué ocurrirá si no lo tienes? Probablemente, la propiedad pasará a manos de uno de los hijos de Logan. ¿Es eso lo que deseas? Mamá no tendrá otra alternativa.

– La elección del próximo heredero no le corresponde a nuestra madre sino a mí. No lo niego: necesito un marido, pero por lo que he visto hoy, no lo encontraré en la corte de Enrique Tudor. -Elizabeth lanzó un suspiro. No deseaba pelear con Philippa, que realmente trataba de ayudarla-. Lamento haberte avergonzado. Y trataré de evitar ese tipo de accidentes mientras esté en Greenwich, pero partiré para Friarsgate en junio. Mi decisión es irrevocable.

– No es tiempo suficiente para buscar marido -se quejó Philippa.

– Si encuentro a un hombre de mi agrado dispuesto a venir conmigo a Friarsgate, lo encontraré en ese lapso. Pero si, como creo, no hay ninguno que se adecue a mis requerimientos, entonces no tiene sentido permanecer aquí. Ya han pasado casi tres meses desde que me fui de casa. Edmund es demasiado viejo para ocuparse por sí solo de la propiedad. Y salvo yo, nadie más puede hacerlo.

– ¡Razón de más para encontrar un esposo! -dijo Philippa con entusiasmo-. Necesitas un compañero. Una mujer no debería manejar una propiedad tan grande como la tuya, Elizabeth. Un marido realizaría mejor la tarea, no me cabe duda.

Lord Cambridge esperó, resignado, la explosión que sin duda seguiría a las palabras de Philippa, pero, para su sorpresa, Elizabeth se limitó a morderse la lengua, o así le pareció a Tom.

Los criados habían traído ya varios baldes de agua caliente al dormitorio. Y Nancy le comunicó a su ama que el baño estaba listo y que podría enfriarse si no se apuraba a meterse en la tina.

– Valoro tu generosidad, pero comprenderás que mi aventura me ha dejado congelada y hedionda. Debo bañarme lo antes posible. Vuelve con tus amigos, querida hermana, y tú también, tío. Pasaré el resto del día en la cama -dijo Elizabeth sonriéndoles con dulzura.

Lord Cambridge no le creyó. No obstante, le hizo una ligera reverencia y dijo:

– Me parece lo más acertado, querida. Mañana nadie se acordará del asunto. Will se quedará en casa, por si lo necesitas. Vamos, Philippa. Es el Día de Mayo, mi ángel, y las celebraciones acaban de comenzar.

– ¿Estarás bien? -el tono de Philippa se había dulcificado y, al parecer, estaba realmente preocupada por su hermana menor-. El tío tiene razón, desde luego. Mañana nadie recordará tu percance. ¡Oh, ojalá Crispin vuelva pronto!

Besó a Elizabeth en la mejilla; luego tomó a lord Cambridge del brazo y ambos abandonaron el dormitorio.

Elizabeth suspiró aliviada.

– ¡Cómo le gusta complicar las cosas! ¿La escuchaste?

– Lo suficiente -repuso la doncella-. ¡Caramba! Espero que encuentren el bote. Las mangas eran preciosas, señorita.

Nancy era una muchacha alta y desgarbada, con un rostro vulgar pero bonito. Tenía trenzas de color castaño claro y ojos celestes. Como Elizabeth, nunca había salido hasta entonces de Friarsgate, aunque debía admitir que estaba disfrutando de su aventura.

– Llevaré su ropa al lavadero. Creo que algunas prendas son rescatables. ¿Es cierto que va a pasar el resto del día en la cama?

La joven se echó a reír.

– No, pero al menos no perderé el tiempo paseándome mientras los advenedizos me inspeccionan, cuchichean a mis espaldas y calculan cuan rica soy. Me sacaré yo misma de encima el hedor del río, me vestiré y me sentaré en el jardín a escuchar la música proveniente del palacio.

Nancy abandonó el cuarto y Elizabeth se lavó primero el cuerpo y después el largo cabello rubio, empapado con las sucias aguas del Támesis. Salió de la tina, se secó cuidadosamente con una de las toallas que se calentaban junto a la chimenea y se envolvió la cabeza en otra. Nancy había dejado una camisa limpia sobre la cama y Elizabeth se la puso. Luego, sentándose junto al fuego, se quitó la toalla y comenzó a cepillarse la cabellera al calor del hogar.

Cuando la doncella regresó, se colocó detrás de su ama y tomó el cepillo.

– Dios mío, su cabello es tieso como un palo. En cambio, lady Philippa tiene unos rulos magníficos, y a la señora Neville tampoco le faltan rizos, pero usted…

– La melena lacia va con mi naturaleza, así como los rulos se adecuan a la de Philippa. Ella es remilgada, aparatosa y procura ser una perfecta dama de la corte.

– Y a usted le encanta ser una criatura salvaje -replicó Nancy con ánimo de provocarla.

Elizabeth rió.

– Supongo que lo soy, pero cumplo con mis responsabilidades y no descuido mis deberes. Y antes de zambullirme en el río, querida Nancy, conocí a dos caballeros, al rey y a la señora Bolena.

– ¡Oh! -exclamó la doncella-. ¿Eran apuestos los caballeros?

– Uno es pariente mío. Se llama Rees Jones y tenemos un bisabuelo en común. El otro es el mensajero personal del rey Jacobo y está en la corte para transmitir a su soberano los mensajes del rey Enrique. Según tío Thomas, es un espía, aunque él lo niega.

– ¿Cómo es el rey? -preguntó Nancy.

Muy apuesto. Con barba y un maravilloso cabello rojizo. Sus ojos son pequeños, pero de color azul brillante. También es fornido. La señora Bolena está lejos de ser una belleza, aunque es muy elegante e ingeniosa. En realidad, me agrada bastante, pero siento pena por ella. Por mucho que lo oculte, sé que tiene miedo. Lo presiento, Nancy.

– Probablemente tiene miedo de perder su alma, robándole el marido a la reina -dijo la doncella con el típico pragmatismo de las campesinas.

– Catalina es la única culpable de la situación. El rey necesita un hijo y ella no puede dárselo. Debe haber entonces una nueva reina.

– Pero la legítima esposa de Enrique Tudor todavía no ha muerto -comentó Nancy algo escandalizada.

Había terminado de cepillarle el cabello y esperaba las órdenes de su ama.

– Tráeme algo sencillo, si eso es posible -dijo Elizabeth-. No deseo emperifollarme.

Nancy encontró una falda de seda color verde oscuro y un corsé de escote cuadrado con mangas ceñidas. Elizabeth se lo puso, se calzó un par de chinelas y salió al jardín. Tenía el cabello suelto y el único adorno era una cinta de seda verde alrededor de la cabeza con un pequeño óvalo de cristal que le caía en medio de la frente.

Sentada en un banco junto al agua, se dedicó a observar las embarcaciones que navegaban por el río. De pronto, divisó un pequeño bote que se encaminaba directamente a la dársena de lord Cambridge, piloteado por Flynn Estuardo. El joven saludó y amarró la barca. Llevaba en los brazos las faldas, las mangas y las enaguas de la muchacha. Dejó la ropa en el banco y, luego de hacerle una reverencia, sacó un par de zapatos de uno de los bolsillos internos de su jubón y los colocó en el regazo de Elizabeth.

– ¡Gracias, Flynn! -exclamó realmente sorprendida-. ¿Cómo los encontraste? Mi hermana estaba de lo más disgustada por la pérdida de las famosas mangas.

– La culpa fue mía, así que alquilé una embarcación y partimos en busca del bote. Cuando lo encontramos, lo remolcamos hasta el palacio y luego yo lo traje hasta aquí.

– Te estoy sumamente agradecida. Fue muy generoso de tu parte y. salvo tú, nadie más lo hubiera hecho.

– Tenías razón cuando dijiste que ninguno de los dos pertenece a la corte.

– Siéntate, por favor, y dime la verdad. ¿Eres nada más el mensajero del rey Jacobo?

Flynn se sentó en el césped junto a ella y le sonrió con picardía.

– Nada más.

– Según dicen, tu padre era un hombre encantador y a menudo encolerizaba a la reina. Un día descubrió que los numerosos bastardos de Jacobo vivían en el mismo palacio donde ella habitaba y los echó. ¿Estabas entre esas infortunadas criaturas, Flynn Estuardo?

– No. Yo soy el único de los bastardos de mi padre que no fue oficialmente reconocido, aunque él sabía que era su hijo, se preocupaba por mi bienestar y me visitaba regularmente.

– ¿Y por qué no te reconoció?

– Por la manera como fui concebido. Si quieres, te lo cuento, pero temo escandalizarte.

– Me dedico a criar ovejas y en más de una ocasión las he ayudado a parir -dijo Elizabeth con un tono cortante-, aunque mi hermana mayor se desmayaría si se enterara de lo que acabo de confesarte. Se supone que las vírgenes respetables no deben saber ese tipo de cosas.

– ¿Y acaso eres una virgen respetable, Elizabeth Meredith? -le preguntó con ironía.

– Soy virgen. En cuanto a la respetabilidad, es un tema sujeto a debate. Y ahora háblame de la manera escandalosa como fuiste engendrado.

El joven sonrió. Le agradaba Elizabeth Meredith. Era una muchacha franca, inteligente y no se andaba con vueltas. No. Ella no pertenecía a la corte.

– Pues bien, ocurrió durante el casamiento de mi madre con Robert Gray, el señor de Athdar, mi padrastro. Rob era amigo del rey y lo invitó a la boda, que se celebró con gran pompa y mucho alcohol. Todos estaban bastante ebrios. Mi padre acababa de separarse de su gran amor, Meg Drummond, y no podía ocultar su tristeza. Robert Gray lo sabía y procuró reconfortar a su amigo. Según contaba mi madre, le dijo: "Jacobo, mi Nara se parece mucho a tu Meg. ¿Aceptarías ejercer el derecho pernada esta noche y dejar que ella te consuele?".

– Si mi hermana nos viera juntos ahora, pensaría que no me comporto como una dama formal.

– Oh, tú eres una dama, Elizabeth. Pero, en cuanto a la formalidad coincido con tu hermana: no tienes idea de lo que eso significa. Sin embargo, prefiero a una mujer honesta y franca. Y tú eres ambas cosas. El engaño, la hipocresía, te son desconocidos.

– Soy una campesina -replicó la joven con serenidad.

– Ten cuidado con los seductores -le advirtió-, pues suelen ser los hombres más respetables y los que gozan de mayor estima.

– ¿Y por qué se molestarían en seducirme si pueden casarse conmigo? -preguntó con candor.

– Quieren tu riqueza, preciosa, pero no las responsabilidades inherentes. Si logran seducirte y lo divulgan, entonces te tendrán en sus garras y ningún otro querrá desposarte.

– Como le ocurriría a uno de mis propios corderos en un pastizal repleto de lobos, perros cimarrones y osos -se lamentó la joven-. No comprendo qué ve Philippa en esta maldita corte.

– Yo cuidaré tus espaldas, Elizabeth. Frecuenta a la señorita Bolena y no salgas sola con nadie.

– ¿Te agrada?

– Sí, me agrada -repuso, sabiendo exactamente a quién se refería-. Pero tiene amistades peligrosas, capaces, me temo, de causarle la muerte tanto a ella como a los ambiciosos que la rodean. En realidad, no puede confiar en nadie, pero ¡por amor de Dios, la pobre necesita una amiga!

– Yo seré su amiga -replicó Elizabeth. Y se dio cuenta de que lo decía en serio.

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