CAPÍTULO 16

Un año y medio después del bautismo de Thomas Hay, Elizabeth y Baen trabajaban incansablemente para hacer prosperar la finca y protegerse del invierno, que ese año resultó ser extremadamente crudo.

Un día apareció un mensajero en la puerta de la casa, y todos se sorprendieron de que el hombre se hubiera aventurado en medio de una fuerte tormenta de nieve. Cuando Albert lo condujo al salón y tomó su capa, Elizabeth notó que llevaba la librea real. Por alguna razón, tuvo un mal presentimiento.

– Bienvenido, señor -dijo indicando al criado que le sirviera una copa de vino.

– ¿Tengo el honor de hablar con la dama de Friarsgate? -preguntó el emisario luego de hacer una reverencia.

– Así es.

– Traigo un mensaje de la reina, señora.

– ¿De la reina Catalina? ¿Qué querrá de mí? -se preguntó en voz alta.

– No, señora. La princesa de Aragón ya no es la soberana de Inglaterra. Vengo de parte de la reina Ana. -Metió la mano en su jubón, sacó una carta y la entregó a Elizabeth.

– Supongo que estará cansado y hambriento, señor. Albert lo acompañará a la cocina para que coma un plato caliente y luego le preparará un lugar para dormir en el salón. Por favor, quédese con nosotros hasta que el tiempo mejore.

– Gracias, señora. Tengo instrucciones de regresar con su respuesta lo antes posible.

– De acuerdo, pero al menos espere a que pase la nevisca.

– Se lo agradezco. Con su permiso -dijo retirándose del salón, precedido por el mayordomo.

– ¿La reina Ana? ¡Qué extraño! -exclamó Baen.

– Ana Bolena fue la única amiga que tuve en la corte y siempre juraba que algún día sería la reina de Inglaterra.

Se quedó mirando la carta un largo rato y luego rompió el sello rojo de cera y desenrolló el pergamino. Reconoció de inmediato la letra des prolija de Ana y se puso a leer.


Soy su esposa, como siempre te dije. Y seré coronada en junio. Te contaré todo cuando nos veamos. No puedes desobedecer mis órdenes, pues ahora soy tu reina. Estoy rodeada de gente ambiciosa y quienes antes me despreciaban ahora me adulan para conseguir mis favores. Finjo que se los doy; ya me conoces, querida Elizabeth. Hoy más que nunca necesito tu amistad, pero no me gusta rogar. Te ordeno asistir a la corte, señora de Friarsgate. Quiero que estés presente durante la coronación. Estaremos en Greenwich, como siempre, y debes venir antes del 22 de mayo. Entrégale la respuesta al mensajero.

Ana R.


Elizabeth releyó la misiva dos veces. Su rostro empalideció del disgusto. La corte era el último lugar de la Tierra al que deseaba ir.

– ¿Qué dice la carta? -preguntó Baen sacándola del ensimismamiento.

– Me ordenan ir a la corte.

– ¿Quién?

– La reina Ana. Enrique se casó con ella, lo que significa que finalmente se divorció de la reina Catalina. ¡Pobre mujer! Philippa siempre estaba a su lado, me extraña que no me haya escrito. Estoy segura de que se mantuvo fiel a Catalina hasta el final y debe de estar desesperada por la situación. La carrera de sus hijos corre peligro ahora. Mi hermana es muy ambiciosa. Había depositado grandes esperanzas en sus hijos.

– No irás a la corte.

– Sí iré. Preferiría no hacerlo, lo admito, pero debo obedecer la orden de la reina. Se siente sola y por eso requiere mi presencia. Es una criatura extraña. Tiene buen corazón, pero muy pocos lo saben. No obstante, me molesta que no haya considerado los inconvenientes que me ocasiona con su demanda.

– ¿Eran muy amigas? Le decían la ramera del rey.

– No era su ramera. De haberlo sido, Catalina seguiría en el trono, porque el rey se cansa enseguida de las mujeres. La habría dejado hace tiempo como lo hizo con su hermana María Bolena. Incluso rechazó a varias princesas de Francia por su pasión por Ana, y todos sabemos cuánto ansía un heredero legítimo.

– Debe de quererla mucho, entonces.

– No. Dudo que Enrique VIII sea capaz de amar como nos amamos nosotros, Baen. Su principal deseo es tener un hijo varón y legítimo. Tuvo uno con Bessie Blount y se rumorea que el hijo de María es suyo también. El rey y sus consejeros lo niegan rotundamente. Si reconocieran la paternidad, el matrimonio con Ana Bolena se anularía por razones de consanguinidad y los hijos que tuviera con ella serían bastardos. Es muy posible que ya esté embarazada.

– Pensé que odiabas la corte. Juraste no volver jamás.

– Es cierto, pero la decisión no depende de mí, Baen. Es una orden de la reina.

– Podrías alegar que estás encinta.

– Ojalá pudiera, pero es imposible.

– ¿Cuándo te irás?

– No antes de fines de abril.

– Pídele al tío Tom que te acompañe.

– No. Está muy contento en Otterly y no quiero molestarlo. Le pediré a la reina que envíe a alguien para que me escolte hasta Greenwich, pues no estoy en condiciones de viajar sola.

– Debería ir contigo.

– ¿Y quién se ocupará de las tierras? Edmund ya no puede asumir una carga tan pesada. Además, ¿qué harás mientras yo estoy con la reina? No eres un cortesano y los únicos escoceses que hay en el palacio son funcionarios de la embajada.

– ¿Te avergüenzas de mí?

– ¡En absoluto! ¿Cómo dices semejante cosa? Te amo y estoy orgullosa de ser tu esposa, Baen. Yo misma te elegí y te seduje, ¿lo has olvidado? No voy a la corte para divertirme, voy a consolar a una amiga que, pese a sus bravuconadas y a su temperamento colérico, ha de estar bastante asustada. Si bien Ana era la favorita del rey, la mayoría los cortesanos -incluida mi hermana Philippa- la despreciaba ponían que el rey se hartaría de ella como de todas las demás amantes Pero yo la juzgaba como persona; no me interesaban su familia ni linaje. Apreciaba su inteligencia e ingenio, y la encontraba muy superior a los petimetres y las coquetas que pululaban en la corte. Creo que le simpaticé porque, como ella, no encajaba en ese mundo, y me invitó a formar parte de su círculo de amistades. Es una muchacha vanidosa egoísta, decidida y quiere que las cosas se hagan a su manera, pero siempre fue amable y cariñosa conmigo. Al igual que mamá, considero que la lealtad es una de las virtudes más importantes. Mi amiga, la reina, me reclama y no puedo defraudarla.

– ¿Cuánto tiempo te ausentarás? -la abrazó y le besó la blonda cabellera-. No soporto la idea de separarme de ti, pequeña.

– ¡No me digas eso, por favor! Me parte el alma tener que dejarlos a ti, a Tom, a Friarsgate. -Y se acurrucó contra su pecho.

– ¿Cuánto tiempo? -repitió Baen.

– No lo sé. Ana es una persona muy nerviosa. Ojalá mi presencia la calme y pueda regresar dentro de unas pocas semanas.

– Si no vuelves en un plazo razonable, iré a buscarte. Esta reina tiene al mundo a sus pies, sobre todo ahora, si, como dices, lleva en su vientre al heredero del rey. No te necesita tanto como tu hijo y yo.

– Me gusta cuando te pones severo -lo provocó Elizabeth.

– ¿Me estás tentando, esposa mía?

– Eres muy inteligente.

– No tanto como tú.

– Pero te has vuelto más astuto y eso podría ser muy peligroso- le dijo mirándolo con ojos pícaros.

Él deslizó su mano dentro de la blusa y le acarició uno de sus redondos senos. Le pellizcó el pezón mientras le llenaba de besos todo el rostro. La atrajo hacia él, la sentó sobre sus rodillas, le lamió el lóbulo de la oreja y le dijo al oído lo que pensaba hacerle en los próximos minutos. Las mejillas de Elizabeth se encendieron al escuchar ese murmullo sensual y comenzó a excitarse. Disfrutaba de los placeres de la vida conyugal y, de haberlo sabido antes, se habría casado más joven.

Aunque quizá todo habría sido distinto con otro hombre. Quizá gozaba tanto porque su esposo era un lujurioso escocés llamado Baen.

– Dime qué quieres que te haga -dijo acariciando suavemente el interior de sus sedosos muslos.

– Todo lo que me prometiste -respondió Elizabeth casi sin aliento.

– ¿Todo? ¡Todo!

– ¿Aquí y ahora?

– Sí, aquí, en el salón.

Sus dedos se enredaron en los rizos del venusino monte, tironeándolos y acariciándolos. Luego deslizó uno de sus dedos en dirección a la cálida hendidura y lo movió suavemente hacia arriba y hacia abajo mientras ella se estremecía de placer.

– Señora -irrumpió la voz de Albert. Estaba parado en algún lugar detrás de ellos.

– Sí, Albert -dijo Elizabeth con voz serena, pero con el corazón latiéndole a un ritmo salvaje.

– El mensajero terminó de comer. ¿Necesita mis servicios?

– No, Albert, ve a cenar.

– Gracias, señora -replicó y escucharon expectantes el ruido de sus pasos mientras se alejaba del salón.

– ¿Crees que habrá visto algo?

– Sí, a los amos mimándose junto al fuego con el perro a sus pies.

– ¡Me metiste la mano debajo de la falda!

– No vio nada. El respaldo de la silla es demasiado alto.

Baen buscó con el dedo la gema de su femineidad y comenzó a frotarla, atizarla, pellizcarla delicadamente. Elizabeth lanzó un chillido a causa de la excitación y Friar paró las orejas y levantó la cabeza. Al ver que nadie requería su atención, volvió a echarse y siguió durmiendo.

– Mírame a los ojos -ordenó Baen de repente.

Le clavó la mirada y sus ojos se abrieron de par en par cuando él introdujo sus dedos en el túnel del amor. Ella suspiraba de placer y él la contemplaba regocijado. Se inclinó para besarla; sus bocas húmedas y ardientes se fundieron una y otra vez.

– ¡Tómame, Baen, tómame ahora mismo!

Retiró su mano y la sentó sobre su regazo. Ella le desató la ropa y liberó su erecta lanza amorosa.

– ¿Crees que tendremos tiempo antes de que venga el mensajero? -preguntó Elizabeth, ansiosa por satisfacer su pasión.

Él asintió. Las caricias de la joven lo hacían jadear. Ella le desabrochó la camisa y la abrió con violencia. Le besó el pecho, le lamió las tetillas mientras sus ávidas manos jugaban con su virilidad. Incapaz de soportar tanta excitación, Elizabeth separó las piernas, se levantó las faldas y se sentó encima de la rígida vara lanzando un largo suspiro. Baen tomó con sus robustas manos las nalgas de la joven y las acarició con deleite. Se inclinó para besarla, susurrándole al oído:

– Fornícame, esposa mía. Estoy tan ardiente que no me importa que alguien entre en el salón.

Ella lo obedeció y empezó a cabalgar sobre su fogoso corcel, primero al paso, luego al trote y finalmente a galope tendido, como si tuviera prisa por llegar al paraíso. Para no gritar, se mordió los labios con tanta fuerza que le sangraron y él bebió esa sangre al tiempo que la llenaba con los fluidos de la pasión. Ella se desplomó contra su hombro jadeando de placer y él lanzó un rugido.

– ¡Amor mío, nadie me ha hecho gozar como tú!

Elizabeth sonrió ante esa declaración. Se quedó recostada junto a él unos minutos y luego se puso de pie, arreglándose las faldas, atándose de nuevo la blusa y alisándose el pelo revuelto.

– Continuaremos la charla más tarde en el dormitorio, señor.

– Como guste, milady. ¿Cómo satisfarás tu apetito carnal cuando estés lejos de mí? ¿Te buscarás un amante como la mayoría de las damas de la corte?

Elizabeth hizo una pausa, fingiendo que estaba considerando la sugerencia.

– Tal vez. ¿Y tú, Baen? ¿Te acostarás con alguna de las criadas?

– No, prefiero una lechera o una pastora, una muchacha que le guste el aire libre.

– ¡Maldito escocés! Me enteraré si me eres infiel.

Él volvió a sentarla en sus rodillas y la besó ruidosamente.

– Eres la única mujer en el mundo para mí, Elizabeth. Prefiero casto por el resto de mi vida antes que acostarme con otra. ¿Y tú? ¿No te dejarás seducir por algún galán de la corte ahora que conoces la pasión?

– ¡No! ¿Cómo puedes preguntarme algo así? Odié la corte y a todos los caballeros pomposos que me miraban con desprecio porque yo amaba más a mis tierras que a ellos. El único que fue afable conmigo fue el rey, porque creció junto a mi madre y le tiene cariño.

– ¿Y qué me dices del escocés?

Por el tono de voz, Elizabeth notó que estaba celoso.

– Ah, lo había olvidado -mintió-. Era un hombre agradable, lo admito, pero dudo que siga en la corte. Una vez le dije que debía conseguirse una esposa con tierras. Supongo que se habrá casado y vuelto a su país. Hay un único escocés en mi vida y eres tú, mi amor. -Le dio un beso y se apartó-. En cualquier momento vendrá alguien al salón. Arréglate la ropa, querido.

– ¿Te molestan mis celos?

– Me halaga saber que aún me quieres.

– Siempre te amaré.

A la mañana siguiente la tormenta había pasado y el sol brillaba sobre el paisaje nevado. Elizabeth entregó al mensajero la carta que había escrito a la reina, le obsequió una moneda de plata por su atención y lo despidió efusivamente. El hombre había comido muy bien; los mozos de cuadra habían cuidado a su caballo, que estaba listo para partir. En las alforjas llevaba comida para los primeros días del viaje hacia el sur. Cuando la casa había desaparecido de su vista, se sorprendió al toparse con el administrador de la finca.

– ¿Se detuvo en Otterly antes de venir a Friarsgate? -le preguntó Baen.

– No, señor, la noche anterior a mi llegada dormí en el establo de un granjero.

– Si cabalga deprisa podrá estar en Otterly al atardecer. Pida hablar con lord Cambridge y entréguele esto -Baen le tendió una carta- Dígale que yo lo envié allí para pasar la noche. Lord Cambridge solía frecuentar la corte y puede hablarle con total libertad de los motivos por los cuales vino a Friarsgate. -Le ofreció al mensajero una enorme moneda de cobre.

– No, señor, se lo agradezco, la dama ya me dio una moneda de plata.

– Vamos, hombre, usted no es rico, tómela. -El mensajero aceptó el dinero y se avino a cumplir el encargo de Baen, quien se quedó mirándolo mientras se alejaba a todo galope.

El sol era una mancha roja en el horizonte sobre un cielo oscuro cuan do el emisario real arribó a Otterly, donde pidió ver a lord Cambridge.

– Llamaré a mi tío de inmediato -dijo Banon.

– Gracias, señora -replicó el mensajero, disfrutando del calor que entraba en su cuerpo y le iba desentumeciendo los huesos.

Media hora después hizo su aparición Thomas Bolton.

– ¿De dónde viene el mensajero?

– De Friarsgate, aunque lleva puesta la librea real -respondió Banon.

– ¿A quién tienes el honor de servir, muchacho? -preguntó lord Cambridge.

– A la reina, milord. A la reina Ana.

Sorprendida, Banon pegó un grito y asustó a las niñas.

– ¿La reina Ana? -dijo con la voz ahogada.

– Sí, milady.

– Será mejor que lleve al caballero a mi ala de la casa para que me cuente todo -decidió lord Cambridge.

– No, tío. Que se quede aquí y hable ante todos nosotros. Tengo mucha curiosidad. No puedo esperar a que tú te dignes a contarme las noticias.

Thomas Bolton miró a su alrededor. Hasta Robert Neville parecía intrigado.

– De acuerdo, de acuerdo. Pero antes sírvanme una copa de vino. Sospecho que me hará falta. -Se sentó junto al fuego, en una silla tapizada con respaldo alto-. Vamos, buen hombre, ponte cómodo y dinos lo que ocurre. -Señaló un pequeño sillón frente a él y sonrió al criado que le colocaba una copa en la mano.

Tímidamente, el mensajero obedeció. No estaba acostumbrado a que lo invitaran a sentarse, pero realmente lo necesitaba. El relato iba a ser largo y se hallaba exhausto.

– No escatimes detalles, jovencito. Queremos saber cómo se las arregló Ana Bolena para convertirse en reina, por qué estuviste en Friarsgate y por qué decidiste venir a Otterly, pues dudo que haya sido por casualidad.

– El esposo de la dama de Friarsgate me detuvo mientras cabalgaba en dirección al sur y me dio esta misiva para usted -le tendió la carta a su destinatario-. También me dijo que le pidiera permiso para pasar la noche aquí.

– Soy el tío de la dama de Friarsgate y Otterly es mi hogar. Continúa. ¿Por qué te aventuraste a hacer semejante viaje con este frío espantoso?

Y el mensajero procedió a contar las novedades. Lord Cambridge lo interrumpió varias veces para que ahondara en detalles. Como el joven no era una persona importante, se limitó a exponer los hechos que conocía y a transmitir los rumores que había escuchado. Sin embargo, Thomas Bolton pudo llenar los espacios en blanco hasta obtener un panorama completo de la situación. Cuando terminó el relato, agradeció al mensajero y lo invitó a bajar a la cocina.

– ¿Qué dice la carta de Baen? -preguntó Banon.

El anciano rompió el sello, desplegó el pergamino y lo leyó lentamente.

– La nueva reina exige la presencia de Elizabeth en la corte. Aunque no le hace la menor gracia, tu hermana ha decidido ir. Como digna hija de tu madre, obedecerá las órdenes de Su Majestad.

– Y Baen quiere que la acompañes -dedujo Banon.

– No. Elizabeth no quiere abusar de mi bondad y espera que la visita sea breve. ¡Cómo ha madurado esa muchacha!

– Pero tú irás de todos modos.

– No -replicó Thomas Bolton, para sorpresa de todos-. Iré a Friarsgate cuando deje de nevar y veré qué desea Elizabeth de mí. Por suerte, la moda ha variado muy poco, de modo que podrá usar los vestidos de la visita anterior a la corte. Habrá que hacerles algunas reformas, claro, porque la maternidad suele ensanchar la cintura de las damas.

– Es cierto, tío -dijo Banon riendo. Había quedado rolliza después de parir tantos hijos, pero seguía siendo muy bonita.

– Y le pediré a Will que le busque alojamiento durante el viaje a Greenwich. Elizabeth estará bien, Banon. Es la dama de Friarsgate tiene un marido y debe asistir al palacio por pedido de la reina, que es su buena amiga. ¿Quién sabe las ventajas que podrá obtener de esta visita?

– Philippa se pondrá furiosa -rió Banon con malicia.

– ¡Ja, ja, ja! Y por el bien de sus hijos, me temo que tendrá que tragarse el orgullo. Sí hay algo que aprendió de tu madre es que la familia es lo más importante de todo. Y dado que la nueva reina simpatiza con Elizabeth, ella tendrá que ayudar a tu hermana y su familia. ¿Quién sabe? Tal vez le convenga que Philippa esté en deuda con ella.

– ¿Cuándo partirá Elizabeth?

– Baen no dice nada al respecto, pero supongo que será al comienzo de la primavera. Si el tiempo lo permite, partiré para Friarsgate dentro de unos días. Te contaré todo cuando vuelva. Además, de seguro podrás hablar en privado con tu hermana cuando pase por aquí de camino a Greenwich. Debo regresar a mi morada y contarle al querido Will todo cuanto ha ocurrido. El pobre estará muerto de curiosidad, como lo estaría yo en su lugar.

– Las mujeres de tu familia tienen un don especial para hacerse amigas de los poderosos -comentó Robert Neville cuando lord Cambridge salió de la estancia-. Por suerte, no eres así, preciosa. Te echaría de menos si te fueras a la corte.

– Jamás me invitarían -admitió Banon-. Imagino la rabia que sentirá Elizabeth. El tío dice que era muy infeliz en la corte hasta que trabó amistad con Ana Bolena. Se dicen cosas horribles de esa mujer, aun aquí en el norte.

– La culpa es del viejo conde de Northumberland y su familia El anciano acusa a Ana Bolena de ser la responsable de la desdicha matrimonial de su hijo. Asegura que ella le echó una maldición a lord Percy porque no pudo casarse con él. Pero la verdad es que el propio rey prohibió esa unión porque quería a la dama para sí.

– La corte está llena de intrigas -se estremeció Banon-. Lo único que rescato de mi estadía allí es el haberte conocido, mi amor.

Robert Neville rodeó a su esposa con los brazos.

– Nuestro matrimonio superó todas las expectativas de mi familia. ¿Quién iba a pensar que el hijo menor de una rama menor de los Neville se casaría con una heredera? Por cierto, no mis parientes.

– ¡Oh, Rob, somos tan felices! Y quiero que mi hermana también sea feliz con su escocés. Me gustaría que Baen viniera a Otterly con Elizabeth. La pobre debe de estar furiosa de tener que ir a la corte.

Curiosamente, Elizabeth no estaba furiosa, aunque sí molesta por los trastornos que le ocasionaba la visita al palacio. Ana Bolena era la mujer más orgullosa que había conocido, y si reclamaba su presencia, debía de ser por una buena razón.

Elizabeth y Nancy sacaron de los baúles los hermosos atuendos que Thomas Bolton había mandado hacer para ella tres años atrás. Luego del nacimiento del niño, el busto le había crecido y la cintura había aumentado un par de centímetros. Se pusieron a trabajar para reformar los vestidos. Elizabeth esperaba que la moda no hubiese cambiado demasiado desde su última visita a la corte y añoraba los consejos del tío Tom.

Dos semanas más tarde, lord Cambridge apareció en la puerta de Friarsgate, colmando de felicidad a su sobrina.

– ¿Cómo supiste que te necesitaba? -dijo Elizabeth mientras corría a abrazar a su tío-. Entra, por favor, ya han comenzado las lluvias de abril. ¿Te mojaste mucho?

– ¡Tesoro mío! -la besó en ambas mejillas y luego se quedó extasiado ante el chiquillo que lo miraba con ojos abiertos de par en par-. ¡Por Dios, Elizabeth, mi tocayo es tan grande como el hijo de Banon! Es 'idéntico a tu amado escocés. ¿Dónde está ese buen hombre?

– En la perrera. Friar es padre de ocho cachorritos y Baen está eligiendo uno para Tom. Me han convocado a la corte -le anunció sin rodeos-. Ana Bolena es la nueva esposa del rey y reclama mi presencia.

– Lo sé. Baen me envió una carta con el mensajero real, pero no te disgustes con él. Sólo estaba preocupado por su mujercita.

– No pretendo que me acompañes, tío.

– Acepto cualquier decisión que tomes, querida. ¿Has desempolvado tus bellos vestidos?

– Nancy y yo tuvimos que hacerles algunos arreglos. Tú siempre estas al tanto de la moda de la corte, aunque vivas lejos de Londres. ¿Crees que servirán mis viejos vestidos? Están impecables pues apenas los usé ¿Cuál de los trajes me aconsejas para el día de la coronación de Ana? Estoy segura de que me pedirá que forme parte de su séquito, aun cuando no me corresponde ese privilegio, y quiero que esté orgullosa de mí.

– Entonces te mandarás hacer un vestido verde Tudor para honrar a los monarcas.

– No, tío. Ese día todo el mundo elegirá el verde Tudor para congraciarse con el rey. Pensemos en otro color.

– ¡No lo puedo creer! ¡Razonas como una cortesana!

– No, sólo trato de ser práctica -rió Elizabeth.

En ese momento Baen ingresó en el salón y saludó al tío Tom. Llevaba en sus brazos un cachorro blanco y negro y Friar trotaba a su lado.

– ¿No quieres uno de estos perritos para ti y para Will?

– Dudo que a Pussums le gusten los perros, y menos los cachorros. Son muy revoltosos y la pobre gata ya está muy vieja. ¿No tienes un animalito más calmo?

– Sí, la hembra. Es bastante tranquila.

– Tal vez me la lleve. Me encantan tus perritos, pero ahora debo concentrar toda mi energía en Elizabeth y su visita a la corte. Necesitamos un vestido nuevo para el día de la coronación.

– ¿Acaso no sirve ninguno de los que sacó de los baúles? -preguntó Baen, sorprendido.

– No, querido. Esos vestidos están bien, pero necesita uno especial para ese día. Y yo necesito comer ya mismo, pues he viajado horas y no podré resolver el enigma con el estómago vacío. Debemos elegir un color que se destaque del verde Tudor que usará todo el mundo ese día y que, a la vez, no opaque a la reina.

Baen meneó la cabeza y dijo:

– No entiendo ese mundo y me alegra no formar parte de él.

– No eres ningún simplón -observó lord Cambridge enarcando una ceja-, mi querido. Con tu inteligencia y mis consejos, aprenderías en dos segundos todo lo que hace falta saber para vivir en la corte. ¿Cuándo partirás, Elizabeth?

– Cuando la reina envíe una escolta. Tal vez Ana considere que no vale la pena tanta molestia y me exima de ir a Greenwich -broceó Elizabeth.

– Es un gran honor que te haya invitado, querida. -Luego miró a su alrededor y lanzó un suspiro de alegría. Le gustaba estar en Friarsgate; era un sitio de lo más acogedor.

Días más tarde, los vestidos de Elizabeth estaban listos para ser empacados. Tras meditar sobre el traje para el día de la coronación, lord Cambridge anunció:

– Los azules te quedan perfecto. Pienso en el color del cielo cuando se despeja después de una tormenta. Un celeste combinado con colores crema y dorado. Llamaremos a Will y le pediremos que traiga la tela que precisamos. La tengo guardada en casa.

Dos días después, William Smythe llegó con el pedido. Cuando supo el destino de la tela, acordó con lord Cambridge que ese color era perfecto para Elizabeth. Los dos hombres, junto con la costurera de la casa, se pusieron a confeccionar el vestido de la joven.

– ¡Tío, sabes coser! -exclamó Elizabeth, asombrada por su destreza con la aguja.

– Viviendo tan lejos de Londres, cada tanto necesito arreglarme o incluso confeccionar mis propias prendas para estar a la moda. Además, tesoro, todo caballero que se precie debe aprender a coser.

– Nunca dejas de sorprenderme -le dijo con una sonrisa.

El vestido era de un hermoso brocado con dibujos de flores y hojas colgantes. El cuello era cuadrado y bordado con hilos de oro y plata. Las mangas eran ajustadas desde el hombro hasta las muñecas, y rematadas por puños acampanados de seda lavada color crema.

– Nunca se lo digas a nadie, Elizabeth, pero Enrique estuvo enamorado de tu madre cuando ambos eran jóvenes. Por eso siente una simpatía especial por sus hijas.

– Su esposa es apenas unos años mayor que yo.

Thomas Bolton rió ante el comentario de su sobrina.

– Jamás repitas esas palabras fuera de este salón, querida mía.

– De acuerdo, tío.

– Usarás un collar de perlas. Llamarás la atención con tu vestido, pero no tanto como para hacerle sombra a Su Majestad.

Finalmente terminaron de empacar. Nancy la acompañaría a la corte una vez más. Aprovechando la ocasión, Albert se acercó a su ama y pidió permiso para desposar a la doncella.

– Lo pensaré, Albert -le contestó y luego llevó a Nancy a un rincón para hablarle en privado-. Albert acaba de pedirme tu mano. ¿Lo quieres? -Nancy se ruborizó.

– Es bastante mayor que yo, pero jamás oí decir cosas feas de él, señora. Ambos ocupamos casi la misma jerarquía dentro de la casa; él está apenas un escalón más arriba. Creo que haríamos una buena pareja, pero prefiero esperar a que regresemos del palacio.

– Entonces, ¿estás dispuesta a casarte con él?

– Sí, señora.

– Bien, vayamos a comunicarle la noticia. -Mandó llamar al mayordomo y cuando apareció le dijo-: Nancy acepta desposarte, pero no quiere anuncios de boda hasta después de regresar de la corte. ¿Verdad, Nancy?

– Sí, señora. Quiero ver el mundo una vez más y luego me casaré contigo, Albert. Si aceptas mis condiciones, estamos comprometidos.

– Estoy muy satisfecho.

Elizabeth colocó la mano de Nancy sobre la del mayordomo.

– Pueden retirarse a hacer planes para el futuro -les dijo.

Si bien todos esperaban ansiosos la llegada de la escolta, se sorprendieron al ver la majestuosa tropa de hombres armados portando la insignia de los Tudor. Era una tarde de mediados de abril.

El capitán Yardley se presentó ante la dama de Friarsgate y le hizo una amplia reverencia.

– Debemos partir mañana, señora. La reina ordenó que llegáramos lo antes posible a Greenwich. Tiene muchos deseos de verla.

Era un viejo soldado de pelo canoso que, se notaba, había servido al rey durante muchos años.

– Ya estoy lista -replicó Elizabeth-. He mandado el carro con el equipaje hace varios días. Pasaremos la noche en Otterly y luego en los albergues que se encargó de reservar lord Cambridge.

– ¿Mamá va? -preguntó el niño la mañana en que su madre se marcharse a la corte.

– Sí, pero volveré muy pronto, dulzura -le prometió. Luego lo alzó y le besó los rosados mofletes-. Pórtate bien, pequeño Tom. -Lo bajó al suelo y el niño se fue con Sadie. Elizabeth se sentía acongojada. No quería irse de Friarsgate. Ana sabía cuánto odiaba la vida palaciega, ¿por qué no le había ahorrado la molestia de tener que asistir a la corte? La respuesta a esa pregunta solo la conocería cuando llegara a Greenwich.

Lord Cambridge, Will y Baen viajarían con la comitiva hasta Otterly. Su esposo quería escoltarla hasta allí y de paso visitar a Banon y Robert Neville.

– Hace mucho que no los veo y, después de todo, también son mis parientes.

Elizabeth no objetó la decisión de su marido.

– Friarsgate sobrevivirá un par de días sin nosotros.

– Si lo prefieres, me quedo en casa -dijo él con tono sombrío.

– ¡No! -exclamó, pero enseguida se dio cuenta de que él estaba bromeando, y le dio un golpecito-. ¡Maldito escocés!

– ¡Por el amor de Dios! -Gritó Banon Meredith Neville cuando vio entrar a Elizabeth y Baen en el salón-. ¡Bienvenidos!

– Estás aun más hermosa que la última vez que te vi, Banon. -Baen la besó en ambas mejillas y luego le dio un fuerte apretón de manos a su cuñado.

Banon se sonrojó por el cumplido. El rústico escocés de las Tierras Altas tenía unos modales exquisitos.

– ¿Tú y Will cenarán con nosotros, tío Tom? -preguntó a lord Cambridge.

– ¡Por supuesto! Tu hermana y la escolta deben partir al alba, de modo que los despediré esta noche. Es extraño, Elizabeth, pensé que te envidiaría por ir a la corte, pero a medida que se acerca el momento, más que envidia, siento un gran alivio.

– ¡No lo puedo creer! -bromeó Elizabeth, y todos se echaron a reír. Cuando terminaron de comer, lord Cambridge llevó a la joven a un rincón apartado y le deseó buen viaje.

– Sé buena con Philippa. Usa tus influencias para ayudarla. Sabes cuánto amaba a la princesa de Aragón, pero el rey jamás volverá con ella. Y aprovecha para hacer contactos que te beneficien a ti y a tu familia.

– Aún no comprendo por qué desea verme.

– Por triste que parezca, sospecho que eres la única amiga verdadera que Ana Bolena ha tenido en su vida. Es una mujer difícil; trátala con cariño pero regresa a casa lo antes posible. -La abrazó con fuerza y la besó-. Que Dios y la santa Virgen María te acompañen, tesoro mío.

Un torrente de lágrimas pugnaba por salir de los ojos de Elizabeth.

– Gracias, tío -atinó a decir y le dio un beso.

Will se acercó para despedirla y desearle buen viaje y finalmente los dos caballeros se retiraron del salón.

Las jóvenes parejas se sentaron a conversar junto al fuego. Los Neville simpatizaban con Baen MacColl y les parecía el marido ideal para la dama de Friarsgate. Era un hombre de campo, como ellos, sin pretensiones. Philippa y su esposo, en cambio, los intimidaban.

Elizabeth y Baen se retiraron al cuarto de huéspedes. Ella se sentó junto al fuego y él comenzó a cepillarle la larga cabellera rubia, como todas las noches. Les gustaba compartir esos instantes de calma.

– Extrañaré estos momentos.

– Yo también. -Apartándole el cabello, le besó la nuca-. No te demores más que lo necesario, dulzura, me siento perdido sin ti. No me da vergüenza admitir la devoción que siento por ti. -Dejó el cepillo, dio una vuelta para ponerse frente a ella y la abrazó-. Eres la mujer más hermosa que he conocido. Me cuesta creer que ningún cortesano haya caído rendido a tus pies en tu última visita a la corte.

– Mi sangre no es azul, mis tierras están en el lejano norte, no tengo un apellido ilustre ni buenos contactos. Pero a mí no me importaba. Regresaré muy pronto, la corte carece de interés para mí.

– Pero igual te vas.

– Solo porque la reina me lo ordenó. Sabía que si me lo pedía yo iba a negarme.

Baen lanzó un suspiro. Ella tomó el bello rostro de su esposo y lo acercó al suyo. Los primeros besos eran lentos, morosos, pero a medida que aumentaba la pasión se tornaban cada vez más febriles. Sus lenguas húmedas y candentes jugueteaban entre sí en una danza que parecía interminable. Él le lamió cada centímetro de su rostro y ella lo imitó, cubriéndolo de besos. Se quitaron la ropa y la arrojaron al suelo. Ardían de excitación. Reclinada en el sillón, Elizabeth sintió cómo Baen se aferraba de sus caderas y la penetraba suave y profundamente. Ella arqueó la espalda y cerró los ojos, gozando de los movimientos impetuosos de esa virilidad anhelante. Suaves gemidos escapaban de su boca a medida que el placer que él le prodigaba fluía por todo su cuerpo.

– No te detengas -jadeó.

¿Cómo iba a sobrevivir sin la pasión de su esposo? No debía pensar en cosas tristes sino simplemente en disfrutar del aquí y el ahora. La angustia desapareció y fue reemplazada por una dulce sensación de júbilo. Luego él lanzó un grito agudo y la inundó con los jugos del amor.

Él siguió frotando la tierna cresta de su femineidad durante un largo rato. Finalmente, se enderezó y la ayudó a ponerse de pie. Sin decir una palabra, la condujo hasta la cama, donde empezaron a besarse y acariciarse una vez más. La noche recién comenzaba.

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