Era una locura y ambos lo sabían. Y aunque Elizabeth se preguntase qué la había inducido a hablarle con tanta franqueza, no ignoraba que Baen MacColl era un hombre honorable. La amaría hasta la muerte, pero jamás le diría una palabra. En consecuencia, no le quedaba otra alternativa que abrirle su corazón. Y en cuanto a su padre, el amo de Grayhaven, ¿exigía realmente tanta fidelidad de su hijo bastardo? ¿O quizás era Baen quien exageraba en lo tocante a sus obligaciones filiales? Fuera como fuese, debía enterarse de la verdad. Estaba resuelta a manejar la situación y, por cierto, ya tenía un plan.
Thomas Bolton la había incitado a seducir al escocés, y eso era exactamente lo que haría. Lo atraparía en sus redes, serían amantes y él nunca la dejaría. No sintió el menor sentimiento de culpa con respecto a su designio. El amo de Grayhaven no necesitaba realmente a Baen MacColl, pero ella sí. Y cuando la suerte estuviera echada, lo engatusaría para que aceptase un casamiento provisorio, cuya validez duraba un año y un día. Al cabo de ese tiempo, o incluso antes, lo habría convencido de que su destino era ella, no su padre. Y entonces se casarían con todas las formalidades del caso, bajo los auspicios de la Iglesia. Elizabeth sonrió tan complacida como una gata que acaba de comerse a una laucha. Su plan era perfecto.
Esa noche, en el salón, jugó al ajedrez con Will y luego dijo estar fatigada.
– Debo hablar con Maybel y Edmund antes de acostarme -agregó.
Baen la observó mientras abandonaba el salón. Se sentía confundido. Ella no era noble, aunque había heredado una importante propiedad. Su padre había sido un caballero. Sin embargo, su madre no era más que una campesina. Al fin y al cabo, no eran tan diferentes en cuanto a su condición social. Además, Rosamund Bolton parecía simpatizar con él y lord Cambridge no se oponía a su amistad con Elizabeth. En rigor, todos los habitantes de Friarsgate lo habían recibido con beneplácito. Pero no estaba seguro de atreverse a desposarla ni de convertirse en un hombre rico.
¿Qué diría Colin Hay de una boda semejante? ¿Permitiría que su hijo mayor se casara con la dama de Friarsgate? A su padre no le agradaban los ingleses en absoluto. Empero, Baen no consideraba que hubiera una gran diferencia entre su familia y la de la joven. Ambas se dedicaban a la tierra, amaban el país y respetaban a la Iglesia. Pero para que ese milagro se produjera, él debería renunciar a su lealtad a su patria y a su familia. Ya no sería un escocés, pero ¿podría ser un inglés? Se trataba de un verdadero dilema y probablemente le conviniese seguir siendo quien era: el bastardo del amo de Grayhaven; el hermano de Jamie y de Gilly.
Friar se acercó, puso el húmedo hocico en su mano y lanzó una suerte de gemido. Baen lo miró sonriendo. El animal meneaba todo el cuerpo en su afán por comunicarse.
– Ya lo sé, ya lo sé. Quieres correr un poco antes de ir a dormir, ¿eh, muchacho? -Luego, dirigiéndose a William Smythe, agregó-: No dejes que Elizabeth trabe la puerta. Sacaré a pasear al perro y volveré enseguida.
Cuando el escocés hubo desaparecido del salón, Thomas Bolton, que aparentemente se había dormido en la silla, dijo, sin molestarse en abrir los ojos:
– Mi sobrina ha comenzado la campaña para cortejarlo. Y creo que él la ama.
William Smythe sonrió.
– Estás empeñado en que se case con el escocés, ¿verdad, milord?
– Hacen una pareja perfecta, no lo niegues. Si se hubiese tratado de Philippa o de Banon, me habría opuesto categóricamente. Pero no en el caso de Elizabeth. Me pregunto por qué las hijas de mi querida Rosamund son tan diferentes. Philippa se enamoró de la corte apenas arribó allí. Y ahora es una aristócrata de la cabeza a los pies. Y mi adorable Banon con su marido Neville son el ejemplo perfecto de la nobleza rural. En cuanto a Elizabeth, es una campesina dedicada a Friarsgate y a las ovejas. Necesita a un hombre fuerte que ame la tierra, y ese hombre es Baen MacColl. -Hizo una breve pausa y luego agregó, con una sonrisa irónica-: Hasta no hace mucho, querido Will, los Bolton no eran sino una rica familia de granjeros. Fue mi adorada Rosamund quien los sacó de la oscuridad de Cumbria y los llevó a la corte. Pero Elizabeth ama su tierra. Y si ella ha elegido al escocés, entonces, por el amor de Dios, lo tendrá, no importa cuánto debamos esforzarnos para que ello suceda, querido muchacho. Y ahora sírveme un poco de vino. Este tipo de conversaciones me agota.
Se recostó en la silla y extendió lánguidamente la mano para tomar la copa donde Will había vertido el vino. Tras beber unos sorbos, exclamó:
– ¡Qué delicia! Así vale la pena vivir.
– ¿Cómo te las ingeniarás para concretar ese matrimonio?
– ¿Yo? Querido mío, yo no haré nada, salvo sentarme en una silla y dejar que mi sobrina arregle el asunto. Ella es lo bastante astuta para lograrlo. Por lo demás, el escocés goza de la aprobación de Rosamund y de mis simpatías. Los antecedentes familiares de ambos son muy parecidos. El padre de Elizabeth era un caballero. El suyo pertenece a la pequeña nobleza. Para mí es suficiente. Las cosas se arreglarán por sí solas, y deseo que ello suceda lo antes posible. Quiero estar en Otterly en otoño. Por consiguiente, debes volver y procurar que el ala izquierda se termine a tiempo y que no se comunique en absoluto con la casa de Banon. Tendremos privacidad.
"¡Imagínate, Will, gozar finalmente de un poco de paz y quietud! Pasaremos el invierno tan cómodos y calentitos como dos ratones en un granero repleto. Por otra parte, cuando estuvimos en Londres descubrí un escondrijo donde vendían libros y manuscritos por una ganga. Sin duda pertenecían a algún anciano noble cuyo heredero era, evidentemente, un bárbaro carente de toda educación. Los compré y los hice enviar a Otterly. Así pues, nos dedicaremos a catalogar mi hallazgo. ¡Es un auténtico tesoro, querido Will! Tal vez te necesiten en Friarsgate.
– No. Elizabeth sabe manejar por sí sola la situación. En unas pocas semanas viajaré a casa y todo se arreglará.
En ese momento, Baen MacColl entró en el salón, precedido por e| perro.
– Querido muchacho, ¿has disfrutado de tu paseo con Friar?
– Por cierto, milord. Es una noche bellísima y el aire, a defiere del de las Tierras Altas, tiene una frescura encantadora.
– Proviene del mar -murmuró Thomas Bolton-. Por eso el cutis de mis sobrinas es tan terso, especialmente el de Elizabeth. Otterly está más lejos del mar y la casa de Philippa en Brierewode se halla rodeada de tierra, sin una gota de agua salada a la vista. Elizabeth es adorable, ¿no te parece, muchacho? Es la más hermosa de las hijas de Rosamund.
– Sí, es adorable -repuso Baen ruborizándose.
Al ver las encendidas mejillas del joven, lord Cambridge sonrió Luego se puso de pie y, dejando la copa de vino sobre una mesa, dijo:
– Querido muchacho, me voy a la cama. Estoy lisa y llanamente exhausto. Elizabeth no ha bajado aún y puede que no lo haga. ¿Tendrías la amabilidad de verificar si todo está en orden?
– Sí, milord, lo haré con gusto -respondió Baen inclinándose en señal de respeto.
– Buenas noches entonces, mi querido -dijo Thomas Bolton. Después enlazó su brazo en el de Will Smythe y ambos abandonaron el salón.
Friar se había echado junto al fuego y dormitaba. Baen se encaminó a la puerta principal de la casa y corrió el cerrojo. Acto seguido, se paseó por la planta baja de la residencia, asegurándose de que el fuego de las chimeneas ardiera al mínimo y quitando la pavesa de las velas. Satisfecho de que todo estuviera bien, se sentó por un momento junto al hogar. Le parecía de lo más natural realizar las tareas propias del dueño de casa. Con un suspiro se levantó y subió las escaleras, rumbo a su dormitorio.
El fuego ardía en el pequeño hogar y las danzarinas llamas se reflejaban, oscuras, en las paredes. No se molestó en prender la vela, pues podía ver lo suficiente para desvestirse. Cuando se dirigió a la cama, advirtió que algo se movía debajo de la manta, al tiempo que la autoritaria voz de Elizabeth le ordenaba meterse en el lecho.
– Te pescarás un resfrío si no lo haces, Baen -dijo, incorporándose en la cama y suavizando el tono.
Él quedó perplejo, y avergonzado como nunca de su desnudez, tiró de la manta y se escudó tras ella. La joven lanzó una risita.
– Ya he visto todo cuanto tienes para ofrecer, Baen MacColl, y te aseguro que me siento de lo más impresionada.
Luego apartó las sábanas y se mostró tal como su madre la había traído al mundo.
– ¡Estás desnuda! -dijo Baen con voz ronca.
No podía dejar de mirarla. Era delgada donde un hombre quiere que la mujer sea delgada, y curvilínea donde un hombre quiere que la mujer tenga curvas. Su piel era de un delicioso color crema y sus rubios cabellos se esparcían sobre los hombros como una cascada.
– Métete en la cama -insistió ella, mirándolo directamente a los ojos.
– ¿Estás loca, muchacha? -exclamó retrocediendo.
– ¿Acaso no me creíste cuando dije que quería que fueras mi compañero? -le preguntó con voz serena.
El corazón le martillaba el pecho y estaba lejos de sentirse tan audaz como aparentaba. Era un hombre demasiado grande. Grande por todos lados. Y aunque sabía por sus hermanas cuáles eran las partes involucradas en el acto sexual, nunca pensó que el miembro masculino pudiera tener semejante tamaño.
– Si me meto en la cama, Elizabeth, no habrá vuelta atrás para ninguno de los dos. Y no podrás decir que he abusado de tu inocencia.
– ¿Por qué diría tal cosa? Después de todo, eres mi pareja.
– Pero si pierdes la virginidad conmigo, ningún hombre querrá desposarte.
– Soy virgen y solamente te quiero a ti.
– Tan pronto como termine mis tareas en Friarsgate regresaré a Grayhaven, muchacha -intentó razonar con ella-. La lealtad a mi padre es incuestionable.
Elizabeth le tendió la mano y se limitó a murmurar un suavísimo:
"Ven".
– Si lo hago… -comenzó el joven.
– Me desflorarás y franquearemos de una vez por todas la bendita barrera de la virginidad, amor mío.
Baen tragó saliva y, con enorme esfuerzo, le dio la espalda y se alejó del lecho.
– No, muchacha, no te deshonraré.
Elizabeth saltó de la cama y sus pies aterrizaron estrepitosamente en el suelo. Baen se volvió, sorprendido por el ruido, y ella aprovechó la ocasión para arrojarse en sus brazos. El esbelto cuerpo de la muchacha se apretó contra el sólido cuerpo masculino. Luego le tomó el rostro entre las manos y exclamó:
– ¡No se te ocurra dejarme, Baen MacColl! ¡Sería indigno de ti!
Él perdió definitivamente el control y, estrechándola en sus brazos, la besó con una violencia que la hizo estremecer de pies a cabeza.
– ¡Eres una bruja descarada, Elizabeth Meredith, y lo que suceda ahora entre nosotros es de tu exclusiva responsabilidad! ¿Entiendes?
El corazón le saltaba del pecho y ella sintió que se estaba derritiendo a causa del calor producido por el contacto de sus cuerpos.
– ¡Sí! -murmuró con inusitada fiereza-. ¡Entiendo perfectamente!
– ¡Entonces, que así sea! -Baen la cargó en sus brazos y la depositó suavemente en la cama, antes de unirse a ella-. Te he deseado desde el momento en que te vi.
– Lo sé. No eres muy bueno para ocultar tus sentimientos, Baen MacColl. Me resultó sumamente halagador y me dio confianza en mí misma cuando estuve en la corte. -Tomó su oscura cabeza, la atrajo hacia sí y le estampó un dulce y prolongado beso en la boca.
– Yo no te enseñé a besar de esta manera -dijo él, un tanto celoso ante su destreza.
– No -replicó Elizabeth sonriendo-. Tú me diste el primer beso. Desde entonces, he besado a otros caballeros, pero nunca volveré a besar a nadie más que a ti, te lo prometo.
– Algún día tendrás un marido.
– ¿Crees que soy tan poco honorable como para desposarme con otro después de haberte entregado mi virginidad? Eres mi hombre y no habrá nadie más. -Hundió la mano en su negra cabellera y le acaricio lentamente la nuca-. Tendrás que enseñarme lo que debo hacer le dijo al oído.
Él se estremeció y cerró los ojos. Estaba cometiendo una locura. Ella seguía besándolo y su virilidad se había erguido cual una serpiente. La muchacha era tan suave y olía tan bien… Al fin y al cabo, él era un simple mortal, no un santo. Y meneó la cabeza como quien se sabe derrotado de antemano por un enemigo poderoso. Abrió los ojos y miró su rostro adorable.
– ¿Te dijeron que duele la primera vez? -preguntó con suavidad, mientras le apartaba el rubio mechón que le caía sobre la frente.
– Sí -respondió con voz neutra, aunque en el fondo de sus ojos él percibió a la niñita asustada.
– No es necesario apresurarse, tesoro.
– Confío en ti, Baen -repuso Elizabeth con solemnidad.
– Acaríciame. Deja que tus lindas manos me exploren. Lo conocido no inspira temor, y a los hombres les gusta ser acariciados tanto como a las mujeres -le explicó tendiéndose de espaldas.
Ella se puso de costado y lo observó con detenimiento. Su primera impresión se vio confirmada: su virilidad era considerable. Comenzó a acariciarle el pecho con timidez. La piel de Baen era suave y cálida. Luego fue deslizando la mano hasta llegar a su abdomen, pero la retiró de inmediato. Nunca había visto a un hombre desnudo. Él permanecía en silencio. Ella bajó la cabeza para besar y lamer sus tetillas. Baen suspiró de placer y la joven no vaciló en subírsele encima, con el redondo trasero sobre su vientre, mientras con las dos manos le masajeaba el fornido pecho y lo cubría de besos.
Él le tomó los senos y empezó a jugar con ellos, acariciándolos y lamiéndolos. Después se dedicó a los pezones y no se detuvo hasta que se irguieron como orgullosos capullos. Cuando Elizabeth se inclinó para besarlo, él la abrazó y, rodando con ella, la puso nuevamente de espaldas. La muchacha ahogó un grito, pero Baen la calmó con besos y amorosos murmullos. Ahora había deslizado la mano hasta el nido de dorados rizos que se hallaba entre los muslos, y uno de los dedos exploraba la adorable hendidura. Ella se puso a temblar.
– No te inquietes, mi amor, no te haré daño.
– Nadie me tocó jamás esa parte del cuerpo -admitió la joven.
Sus palabras le produjeron el efecto del más potente afrodisíaco. ' era el primero! Introdujo una parte del dedo entre los labios íntimos y comprobó que no estaba lo suficientemente húmeda. Luego buscó la minúscula protuberancia de carne que, si se la estimulaba debidamente, la excitaría y le daría placer. La frotó con los dedos ella se puso a temblar, como si un milagro estuviera a punto de producirse.
Elizabeth se retorcía, desasosegada, bajo su mano. ¿Qué estaba haciendo Baen y por qué lo hacía? No obstante, supo, instintivamente que no debía prohibírselo. Al principio sintió un cosquilleo en esa zona secreta, pero a medida que él la acariciaba la sensación se fue expandiendo por todo el cuerpo y comprendió que estaba a punto de ocurrirle algo nuevo, algo cuyo nombre ignoraba. Y de pronto la inundó un placer maravilloso.
– ¡Oh, Dios! ¡Oh, oh! -gritó, sorprendida ante esos chillidos que parecían salirle del fondo de las entrañas.
Sus miradas se encontraron y ella pudo percibir la felicidad que le procuraba al joven el hecho de hacerla gozar.
– ¿Te gusta? -preguntó con ansiedad.
– ¡Oh, sí! -logró articular. Después, cuando el dedo del joven se hundió más allá de lo razonable, dio un respingo y exclamó-: ¡Oh, Baen! ¿Qué estás haciendo?
– Quiero asegurarme de que estés lista -repuso con voz ronca, y la besó con pasión.
Estaba ardiendo, tanta era su impaciencia por poseerla, por llenarla con su virilidad y escuchar sus gritos cuando ambos cuerpos se convirtieran en una sola entidad. Y Elizabeth estaba lista. Sus jugos fluían copiosamente, mojándole la mano. Retiró el dedo de la deliciosa caverna, lo lamió, paladeando el íntimo sabor marino de la muchacha y pensando que su lujuria explotaría en ese preciso momento.
A la joven le costaba respirar y jadeaba. Se escandalizó al verlo chuparse el dedo que había estado dentro de ella. Y de pronto tuvo miedo.
– ¡Baen!
– ¡No puedo detenerme ahora, Elizabeth, no puedo! -dijo con la voz estrangulada por los gemidos.
Ella tragó saliva e hizo un esfuerzo por dominar el temor.
– Entonces hazlo, por favor.
– Mi querida, no temas -le suplicó-. Te haré el amor lo más suavemente que pueda.
Le separó los muslos y se deslizó entre sus piernas. Cuán delicada era.
Al sentir que la cabeza de su virilidad la penetraba, se puso rígida. No se había atrevido a mirar, pero pensó que si la perforaran con una vara de hierro la sensación sería la misma. No obstante, procuró mantener la compostura. Después de todo, ella había iniciado el encuentro, aunque jamás se le hubiese ocurrido que su virilidad habría de alcanzar semejantes proporciones.
– Procura relajarte, o te dolerá aun más -dijo, y luego la embistió con el propósito de vencer su resistencia.
Elizabeth aspiró profundamente. Quería hacer el amor y deseaba a Baen con desesperación. En consecuencia, no dudó en poner en práctica el consejo de Banon con respecto a las cosas que les daban placer a los hombres: enlazó las piernas en torno al fornido torso del escocés, al tiempo que murmuraba:
– ¡No te detengas, por favor!
Alentado por esas palabras, Baen se retiró apenas y luego se hundió en las profundidades del bello cuerpo femenino, sintiendo que su virginidad cedía ante su poderosa embestida. Empero, el súbito grito de dolor de Elizabeth se le clavó como un cuchillo en el corazón. Se detuvo unos instantes para permitir que su cuerpo se acostumbrara a la penetración. Luego, con un ritmo lento y mesurado, empezó a moverse hacia atrás y adelante dentro del estrecho y cálido túnel que lo había acogido tan bien.
Elizabeth Meredith experimentó una sorprendente sensación de poder bajo el sudoroso cuerpo masculino. Lo abrazó con fuerza mientras él la poseía. Sus temores se habían disipado y el deseo comenzaba a apoderarse de ella.
– ¡Oh, Baen! -exclamó, llorando-. ¡Oh, mi amor, mi querido!
El estaba tan hambriento de ella que le resultaba imposible saciarse.
Sus dulces y apasionadas palabras solo servían para incrementar su lujuria.
– ¡Elizabeth, mi ángel, mi único amor! -dijo Baen entre sollozos, tiempo que besaba con ternura las húmedas mejillas de la joven.
– ¡Por favor, no te detengas!
– No creo que pueda -repuso él-. ¡Nunca he deseado a nadie con tanta intensidad!
– ¡Te lo dije, Baen MacColl! Estamos hechos el uno para el otro -exclamó con voz triunfante, antes de perder la cabeza y prorrumpir en una serie de gemidos, pues el placer que ahora la inundaba era demasiado intenso y ya no podía controlarse.
El hecho de saber que sus propias pasiones multiplicaban las de la joven lo llenó de orgullo. Y cuando Elizabeth se estremeció violentamente debajo de su cuerpo, fue incapaz de contenerse y dejó que su manantial se derramara en las enfebrecidas entrañas de la muchacha.
– ¿Estás satisfecha, bruja fronteriza?
Él no pudo menos que sorprenderse cuando oyó:
– No todavía, amorcito. Esto es sólo el comienzo.
Él se separó de ella riendo, en parte divertido y en parte aliviado.
– ¡Ay, Elizabeth! ¿Qué voy a hacer contigo?
– ¡Amarme más! -repuso, arrojándose encima de él y cubriéndolo con su cuerpo.
– Acabas de ser desflorada, preciosa. Y yo necesito dormir.
– ¿No quieres hacer de nuevo el amor?
– Primero debo descansar un poco para recobrar las fuerzas.
– ¡Qué raro! En el campo he visto al padrillo montar una yegua tras otra.
– Pero yo no soy un padrillo, sino un hombre -rió-. Y mañana no querrás que te encuentren en mi cama, amor mío.
– Tienes razón. Nadie debe enterarse de lo ocurrido entre nosotros, al menos por ahora.
Se puso la camisa, y luego de levantarse de la cama y dedicarle una luminosa sonrisa, se encaminó a la puerta y salió de la habitación.
Él se reclinó en el lecho pensando en todo cuanto acababa de compartir con Elizabeth Meredith. Y estuvo a punto de soltar una carcajada cuando concluyó que ella lo había seducido descaradamente y que él se lo había permitido, aunque podría haber obrado con más cordura. Pero no había vuelta atrás. No podía cambiar lo acontecido y, a decir verdad, tampoco era su intención. Amaba a esa sinvergüenza amaba a la dama de Friarsgate. Después recuperó la cordura y decidió no volver a tener relaciones sexuales con ella.
Pero no era sencillo disuadir a Elizabeth. Al día siguiente, lo atrapó en un establo y antes de darse cuenta ya la estaba fornicando con entusiasmo en un pesebre repleto de fragante heno. Una tarde, lo arrastró desvergonzadamente hasta un matorral, en la pradera donde pastaban las ovejas, y se acoplaron a despecho de sus protestas. Lo provocaba con maliciosas caricias y besos cuando nadie los veía. Iba todas las noches a su dormitorio y a él le resultaba imposible rechazarla. Se sentía un ser completo sólo cuando estaba con ella. Cuando la llenaba con su pasión. Cuando Elizabeth yacía bajo su cuerpo aullando de placer. Aunque fuese una locura, ninguno de los dos podía abstenerse del otro, tan grande era el deseo que los consumía. Por otra parte, ella estaba convencida de que su plan tendría éxito y de que muy pronto él sería suyo para siempre.
– Seguramente quedarás preñada -le advirtió una noche, mientras yacían en el lecho con los miembros entrelazados-. No quiero avergonzarte con un bastardo, como le ocurrió a mi madre, ni quiero que el niño sufra debido a su nacimiento ilegitimo.
– ¿Por qué no nos casamos provisoriamente? -dijo Elizabeth con aire despreocupado-. De esa manera, si regresas a la casa de tu padre, el fruto de nuestro amor será legítimo. Esa clase de matrimonio solo es válida durante un año y un día, Baen. Si en ese lapso no tengo un niño, nadie saldrá perjudicado. Pronto será San Miguel y muchos se casan en secreto en esa fecha. Si piensas dejarme, entonces un casamiento de ese tipo me protegerá.
– Sabes que no puedo quedarme -repuso con tristeza.
– Pero puedes volver. No creo que tu padre te necesite más que yo. Tiene dos hijos legítimos. Si no fueras tan testarudo, lo entenderías. Somos iguales en muchos aspectos, mi querido. ¿Acaso vas a decirme que tu padre es un tirano capaz de prohibirte desposar a una rica heredera o de impedir que seas feliz?
– ¡Te lo advertí! -rugió Baen, confundido por esas palabras.
Ella le tomó la cabeza entre las manos y lo besó apasionadamente.
– Sí, me lo advertiste -admitió-. Pero jamás pensé que después de convertirte en mi amante me harías a un lado como si tal cosa -dijo, y le acarició el rostro.
El contacto de los expertos y cálidos dedos le hizo hervir la sangre Elizabeth lo montó con todo descaro, sintiendo cómo su erecta virilidad se deslizaba en su íntima caverna hasta llenarla por completo
– ¿Puedes abandonarme con tanta facilidad, mi amor?-le preguntó, mientras cabalgaba con la mirada fija en los ojos grises de su amado, ahora vidriosos por la creciente lujuria.
Baen le apretó los senos con fuerza.
– Nos casaremos en secreto porque te amo, bruja fronteriza de sangre caliente, y porque deseo proteger al fruto de nuestra pasión.
La obligó a ponerse de espaldas y, una vez convertido en jinete, la poseyó con inusitada violencia.
– ¡Por el amor de Dios! -gritó Elizabeth, a medias furiosa y a medias complacida-. ¡Eres un bastardo! -murmuró entre dientes.
Él se echo a reír.
– Nunca ha habido la menor duda al respecto, preciosa.
Se amaban con tanta energía y apasionamiento que el aire parecía chisporrotear. El deseo que sentían el uno por el otro se había intensificado durante las semanas que siguieron al primer encuentro. Y aunque ambos admitían estar enamorados, el hecho no cambiaba las cosas. Sus lealtades estaban divididas y ninguno de los dos daría el brazo a torcer.
– ¡Te odio! -gritó ella, presa de un incontenible deseo.
– ¡Embustera! -se burló Baen, besándola hasta dejarle la boca amoratada.
Elizabeth trató de contener las lágrimas. Después de todo, tema tiempo de sobra. Él aún estaba en Friarsgate y si se casaban provisoriamente, terminaría por atraparlo. Pero la pasión que compartían le impidió seguir pensando y los arrastró como una poderosa ola hasta que ambos culminaron al unísono.
Lo que había comenzado en secreto era ahora de conocimiento público. En Friarsgate nadie ignoraba que el ama no solo estaba enamorada del escocés, sino que compartía su lecho. Maybel, preocupa recurrió a lord Cambridge, que se preparaba para regresar a Otterly.
– ¿Te das cuenta, Tom? Ha perdido gratuitamente la virginidad. ¿Quién querrá desposarla en esas condiciones?
– Mi querida, ella lo quiere solamente a él.
– ¿A un escocés? ¿Qué dirá Rosamund?
– Fue ella quien la alentó, encantada de que su hija hubiera encontrado finalmente a un hombre capaz de enamorarla y de compartir Friarsgate, Maybel. Pero piensa regresar a Escocia. Él mismo lo dijo. Ahora que Edmund ha vuelto a cumplir con algunas de sus obligaciones, se irá.
– Es cierto, se irá -terció Elizabeth, cuya presencia no habían advertido-.
– Y en adelante, tú y Edmund vivirán en su casita, pues mi tío abuelo ya no está en condiciones de hacerse cargo de estas tierras. Si Baen me deja, administraré la propiedad sin ayuda de nadie. ¿Acaso no me he entrenado toda mi vida para desempeñar este papel?
– ¿Y se puede saber quién cuidará de ti? Eres más fuerte que la mayoría de las mujeres, lo admito, pero no eres invencible, mi niña -repuso Maybel.
– Nancy cuidará de mí, gracias a tus buenos oficios -dijo Elizabeth abrazando con fuerza a la anciana-. Jane se encargó de dirigir a las criadas mientras cuidabas a nuestro Edmund. Tú le enseñaste, Maybel, y has de reconocer que ella es muy competente. -Luego se volvió hacia lord Cambridge-: ¿Cuándo partirás para Otterly, querido tío?
– Dos días después de San Miguel. Will me ha escrito que la casa ya está habitable y que mis libros acaban de llegar de Londres. Pero adoro pasar San Miguel en Friarsgate, mi ángel, de modo que no me iré hasta el 1° de octubre.
– Lamento que debas partir, pues disfruto realmente de tu compañía, tío. Pronto me quedaré sola -dijo muy seria-, pero estaré demasiado ocupada y probablemente no notaré la ausencia de los seres queridos. ¿Edmund está despierto, Maybel?
– Sí, y ansioso por verte.
– Iré ahora mismo y le comunicaré mis planes.
– ¿Qué será de ella? -se preguntó Maybel meneando la cabeza-. La tierra la consume. Ama al escocés y, sin embargo, permite que la abandone como si tal cosa. Y él actúa con la misma insensatez, pues es obvio que la ama. Su progenitor debe ser un monstruo, de otro modo no exigiría semejante lealtad del muchacho.
– A mi entender, ambos están confundidos -replicó lord Cam bridge-. Ella se aferra a Friarsgate como si fuera la única razón de su vida, y él hace lo mismo con su padre, cuando en realidad deberían prometerse fidelidad uno al otro. No creo que el amo de Grayhaven le prohíba a su hijo desposar a una mujer rica. Incluso a una inglesa rica Pero sospecho que Baen, debido a su exagerada lealtad a su padre, no le dirá una palabra con respecto a Elizabeth. No obstante, en mi humilde opinión, el amor puede prevalecer sobre la necedad inherente a este viejo mundo. Dejemos que se separen durante los largos y fríos meses de invierno. Si al llegar la primavera ninguno de los dos ha superado su testarudez, entonces será preciso hacer algo para unirlos en santo matrimonio por el bien de todos, pero especialmente por el bien de Elizabeth y de Baen.
– ¿Por qué siempre te las ingenias para encontrar una solución sencilla a los problemas aparentemente más difíciles de resolver, Tom Bolton?
– Es un don, querida Maybel. Mi destino consiste en hacer felices a quienes me rodean y a quienes amo.
– Lo dices con ironía, pero es la pura verdad, Thomas Bolton. Nunca he conocido a un hombre más bueno y más generoso que tú. Es una vergüenza que los Bolton mueran contigo.
– Eso también se debe al destino -repuso lord Cambridge con voz serena.
San Miguel se celebró el 29 de ese mes. Era un día perfecto de finales de septiembre. El sol brillaba y en el cielo no había una sola nube. Se colocó un poste frente a la casa y Elizabeth lo coronó con uno de los bellos guantes bordados en perlas que había usado en la corte. Alrededor del poste, los comerciantes, llegados de otras comarcas, habían armado las tiendas donde mostraban sus mercancías. Si querían participar en el evento, debían jurar ante el padre Mata que cederían una parte de sus ganancias a la Iglesia. Elizabeth entregó a los criados la paga correspondiente a un año de trabajo, y les advirtió que no la malgastaran en el juego o comprando baratijas en los puestos de los mercaderes.
A media tarde, cuando la feria se hallaba en su apogeo, encontró a su amante y le pidió que la acompañara hasta el lago, lejos de las festividades. Una vez allí, tomó la mano de él entre las suyas y, mirándolo al rostro, le dijo con voz tranquila:
– Ya es tiempo de casarnos en secreto, mi bienamado escocés. En presencia de Dios, bajo este cielo azul, jubilosamente te tomo a ti, Baen MacColl, por esposo, durante un año y un día. Que Jesús y su querida Madre María nos bendigan.
– Y en presencia de Dios, bajo el dosel azul del cielo, jubilosamente te tomo a ti, Elizabeth Meredith, por esposa durante el término de un año y un día. Que Jesús y su dulce Madre María nos bendigan.
– No fue tan difícil, ¿verdad? -dijo ella, con la intención de provocarlo.
– No, no lo fue.
– Y no se lo diremos a nadie. ¿Lo juras?
– Sí, te lo juro.
Se sintió avergonzado, sabiendo que pronto iba a regresar a Grayhaven y que era muy improbable que la volviese a ver. Dentro de un año y un día Elizabeth sería nuevamente libre y podría casarse con un hombre digno de ella. Se le rompió el corazón al pensar en la desilusión que le causaría su partida, pero él ya se lo había advertido.
William Smythe retornó a Friarsgate el día antes de San Miguel con el propósito de acompañar a su amo a Otterly. Y ahora, en la mañana del 1° de octubre, los dos hombres y su escolta se preparaban Para partir.
– Ha sido un año muy interesante, querida. Y lamento no haber podido encontrar un esposo adecuado para ti -dijo lord Cambridge.
– No soy una muchacha fácil, tío. Al menos eso dicen todos. Por lo demás, ya he elegido a un compañero. Y aunque sabes de sobra quién es, agradezco tu discreción -repuso con una sonrisa, dándole unas palmaditas en el brazo cubierto de terciopelo.
– Volverá, no te preocupes.
– Si me deja, tío, no necesita regresar -replicó Elizabeth con calma.
– No seas tonta, sobrina. Él terminará por resolver el bendito problema de las lealtades, solamente necesita tiempo. Pero no lo presiones.
– Volverá, te lo aseguro, pues incluso un tonto puede percibir que te ama. Y ahora dile adiós al bueno de Will.
– Te echaré de menos, William Smythe. Ve con Dios y cuida a mi tío, como lo has hecho durante estos últimos nueve años -dijo la joven y lo besó en la mejilla.
El secretario y compañero de lord Cambridge le hizo una reverencia.
– No eche en saco roto los consejos de mi amo, por favor. Solo queremos su felicidad.
– ¡Vamos, Will! -exclamó Thomas Bolton, ya montado en su cabalgadura-. ¡Estoy ansioso por volver a casa! ¡Adiós, querida mía!
Elizabeth observó con tristeza cómo el grupo se alejaba cabalgando, Amaba a Thomas Bolton y sabía que lo iba a extrañar. ¡Era tan ocurrente! Y Maybel y Edmund -todavía débil y no totalmente recuperado- habían partido el día anterior en un carro rumbo a su casa. Maybel, por supuesto, había llorado a moco tendido, como si nunca más volviese a ver a Elizabeth o a la casa.
– ¡Pero si estarás a menos de una legua de aquí! -exclamó la joven riendo
– ¡Lo sé! ¡Lo sé, pero he pasado la mayor parte de mi vida en esta casa cuidando a la dama de Friarsgate! Y Edmund ha administrado la propiedad prácticamente desde que era un niño.
– Por lo tanto, es hora de que ambos regresen a su hogar, cuiden el uno del otro y disfruten de los días que les quedan -aconsejó, pero no ignoraba que se sentiría muy sola sin Maybel y Edmund. Le había escrito a su madre y ésta había aprobado su decisión, aunque ciertamente ya no necesitaba el permiso de Rosamund, pues ella era ahora la dama de Friarsgate y lo había sido durante ocho años.
A diferencia de los días anteriores, el aire tenía esa frialdad característica del otoño. Era octubre. Y antes de que lo advirtiesen, llegaría el invierno. Y ella se pasaría las noches envuelta en los brazos de su provisorio marido, haciendo el amor. Decidió partir en busca de Baen. La última que vez que lo había visto estaba en el salón despidiéndose de su tío, pero ahora no se encontraba allí.
– ¿Dónde está el amo Baen? -le pregunto a Albert.
– Se fue a los establos, milady.
Abandonó el salón a paso vivo y se dirigió a las caballerizas; allí estaba su amado, ensillando su corcel.
– Me parece perfecto. Hoy debemos inspeccionar las praderas periféricas y cerciorarnos de que los corrales estén preparados para el invierno y tengan suficientes provisiones. El instinto me dice que las ovejas no deberían estar tan lejos durante el invierno.
– Me voy a Grayhaven, Elizabeth -dijo Baen con serenidad, mientras ajustaba la cincha alrededor del caballo.
– ¿Cuándo?
Seguramente no lo había escuchado bien, pues le resultaba imposible creer que él se fuera.
– Hoy, ahora mismo. Es mejor que me vaya antes de que el tiempo empeore. Según me han dicho, en las Tierras Altas ya hay nieve en las cumbres de los montes. Tu tío se fue y ya es hora de regresar a
Grayhaven.
"No pienso suplicarle", se dijo Elizabeth, sintiendo que el corazón se le había endurecido como una piedra.
– ¿Por qué no te quedas hasta San Crispin? Te daremos una linda fiesta de despedida.
Él meneó la cabeza, se acercó a ella y la abrazó con fuerza.
– No quiero irme, amor mío, pero debo hacerlo.
El corazón se le partió en dos, y entonces hizo lo que se había prometido a sí misma no hacer jamás, en caso de encontrarse en esa desventurada situación: Elizabeth Meredith se largó a llorar.
– ¡No! ¡No te vayas, Baen! Eres mi marido. ¿Cómo es posible que la lealtad a tu padre supere la lealtad hacia mí? ¡Soy tu esposa!
– Nos casamos provisoriamente para darle un nombre a nuestro hijo en caso de haber engendrado uno.
– ¿Crees que esa es la única razón, Baen? ¡Tú me amas! -gritó.
– Sí, te amo y, desde luego, no es la única razón por la que me casé en secreto contigo, mi tesoro. Lo hice porque quería que fueras mi esposa. Era lo que más deseaba en el mundo.
– ¿Y aun así prefieres ser leal a un hombre que durante doce años ni siquiera supo que existías? -exclamó, sollozando amargamente.
– Un hombre que durante veinte años me albergó en su casa y me trató como a un hijo legítimo. Sabías desde el principio que una vez terminado mi aprendizaje en Friarsgate partiría indefectiblemente pues es mi intención instalar una industria artesanal en Grayhaven. Nunca te engañé. Si he engañado a alguien, ha sido a mí mismo. El hecho de amarte y de casarme contigo fue un breve sueño que me permitió saber todo cuanto significa tener una esposa y una vida independiente Y te doy las gracias por ello.
Sus palabras eras amables, aunque crueles. Elizabeth trató de recobrar la compostura. Y por un momento permaneció en sus brazos, la mejilla apoyada en la casaca de Baen, escuchando los rítmicos latidos de su corazón. Por último, se enderezó y, apartándose de él, levantó la vista y miró su bello rostro.
– No te vayas -musitó.
– Debo hacerlo -respondió el joven, acariciándole el rostro-. En unos pocos meses me habrás olvidado, preciosa. Y dentro de un año te podrás casar con el hombre adecuado -agregó Baen, en un torpe intento por consolarla.
Elizabeth meneó la cabeza.
– Eres un tonto, Baen MacColl, si piensas realmente que te olvidaré. Y mil veces más tonto si crees que me casaré con otro.
– Elizabeth…
– Si me dejas, nunca te permitiré volver. ¿Entiendes, Baen? Si te vas, no quiero verte de nuevo -dijo la joven en un tono que no admitía réplica.
Él apartó la mano del rostro de su amada y retrocedió en silencio. Luego le dio la espalda y tomó las riendas del caballo. El perro, hasta el momento oculto en las sombras, se encaminó lentamente hacia él.
– ¡Nunca! -exclamó ella mientras el joven trasponía las puertas del establo-. ¡Nunca! -gritó cuando él se montó en la cabalgadura
– ¡Te odio, Baen MacColl! -aulló, al ver que se ponía en marcha.
Él se detuvo y la miró con una angustia indescriptible.
– Y sin embargo, te amo, Elizabeth Meredith.
Tras espolear al corcel, partió a medio galope rumbo al camino que conducía al norte. Friar corría a su lado, con las orejas gachas.
Las lágrimas que la orgullosa dama de Friarsgate había procurado contener, rodaron por sus mejillas. Empezó a temblar e, incapaz de controlarse, cayó de bruces, sollozando. Al verla, uno de los mozos de cuadra corrió en su ayuda.
– Señorita, ¿se encuentra usted bien? -le preguntó asustado. Nunca la había visto llorar ¡y ella estaba llorando con tanta amargura! Aunque era joven, reconocía el sonido de la desdicha cuando lo escuchaba.
Aún atontada por lo ocurrido, pero consciente de su posición, Elizabeth se apoyó en el hombro del mozo a fin de poder ponerse de pie.
– Estoy perfectamente -dijo con voz temblorosa-. Y ahora ensilla el caballo, muchacho, tengo un largo día por delante.
Entrenado para obedecer, el joven se apresuró a cumplir la orden; luego se quedó mirando cómo su ama se alejaba a galope tendido rumbo a las praderas altas. Durante todo el día, Elizabeth Meredith hizo lo que le enseñaron que debía hacer. Inspeccionó los corrales de todas las praderas a fin de comprobar que estuvieran abastecidos, o si necesitaban más provisiones para el invierno. Examinó los rebaños y habló con los pastores, dándoles instrucciones para que se trasladaran más cerca de la casa solariega y de los graneros en los próximos días.
Cuando finalmente volvió a su hogar, estaba a punto de anochecer. En el cielo, ahora de un color azul profundo, se veía la luna creciente, y la puesta de sol teñía el poniente de vibrantes tonalidades rojas y anaranjadas. Se apeó del caballo y, tras entregarle las riendas al mozo que lo había ensillado por la mañana, entró a paso vivo en la casa. Salvo por el crepitar del fuego, todo estaba en silencio.
– ¡Albert! -llamó al criado, quien se presentó enseguida.
– ¿Sí, milady?
– Te has comportado con lealtad y eficiencia. De ahora en adelante serás el camarero del salón. Tú y Jane se encargarán de facilitarme las cosas. Tengo mucho que hacer y no puedo perder el tiempo en tareas domésticas. ¿La cena ya está lista?
– Sí, milady -repuso Albert, tratando de disimular la sorpresa proseada por el súbito ascenso de categoría-. ¿El amo Baen cenará con usted?
– El escocés regresó esta mañana al norte -respondió con voz gélida-. ¡Tengo hambre! ¡Trae la comida de inmediato!
– Sí, milady. -Albert, que había conocido a Elizabeth Meredith cuando ella acababa de venir al mundo, se percató de su furia. La Serviré yo mismo enseguida. Solo tiene que sentarse a la mesa.
El criado se preguntó por qué el escocés se habría ido con tanta precipitación. En la cocina, mientras colocaba en una bandeja un potaje de vegetales, varias fetas de jamón, pan, manteca, queso y un plato con pe ras en compota, repitió lo que había oído.
– ¡Dios todopoderoso! -exclamó Nancy-. ¡Eran amantes! Su corazón se hará trizas, no me cabe duda. ¿Cómo pudo dejarla el maldito villano? -Se incorporó de la mesa, pues había terminado de comer
– Le voy a preparar un buen baño. Eso la tranquilizará. Albert, apúrate con esa bandeja. Yo llevaré la jarra de vino.
Los dos sirvientes subieron al salón donde Elizabeth aguardaba, solitaria, la cena. Después de colocar los platos y los cubiertos, Albert tomó la jarra que traía Nancy y vertió el vino en una copa, casi hasta el borde. La doncella se escabulló a fin de preparar el baño.
– ¡Y ahora vete! -ordenó a Albert-. Te llamaré si necesito algo.
Observó la comida, distraída. No había ingerido alimento desde el alba y, sin embargo, no tenía mucho apetito. Pinchó una feta de jamón y la puso en el plato. Cortó una rodaja de queso y untó con mantequilla una rebanada de pan. El jamón estaba demasiado salado; el queso, demasiado seco, y el pan, aunque generosamente enmantecado, se le atragantó en la garganta. Sólo el vino tenía un buen sabor. Ignorando la compota de peras -habitualmente su postre favorito-, Elizabeth se bebió toda la jarra y se sintió momentáneamente reconfortada. De modo que Baen MacColl se había ido.
– Entonces, adiós y que te vaya bien -dijo en voz alta.
No lo necesitaba. Que corriera a aferrarse de los calzones de su padre, el reverendísimo amo de Grayhaven, como un párvulo asustado. El escocés era un tonto y Elizabeth Meredith no toleraba a los tontos. Se había alejado de ella, de Friarsgate y de la posibilidad de vivir por cuenta propia. ¿Y por qué? Por un viejo, que, además, tenía dos hijos perfectamente capaces de cuidarlo. "Pedazo de estúpido".
Quiso beber más vino y vio otra jarra en medio de la mesa. Pero cuando intentó agarrarla, las dos jarras se convirtieron en una sola, vacía. Elizabeth lanzó una de esas risitas tontas, características de los borrachos, y se incorporó como pudo. Debía de haber más vino en el aparador de su antecámara. Tambaleándose, dio dos o tres pasos, pero sus piernas no parecían dispuestas a moverse en la dirección correcta y se dejó caer en una silla junto al fuego. Todo estaba tan silencioso. ¿Por qué todo estaba tan condenadamente silencioso? Oh, sí. Se hallaba sola. Lord Cambridge había partido, acompañado por Will. Y Baen MacColl la había dejado para siempre. Se largó a llorar; y fue entonces cuando la encontró Nancy.
Los fuertes brazos de la doncella la ayudaron a levantarse de la silla.
– Vamos, señorita Elizabeth, ya es hora de meterse en la cama. El agua está lista, pero pienso que no le conviene bañarse esta noche. Necesita dormir. Venga conmigo, milady -dijo Nancy, y se las ingenió para arrastrar a su ama desde el salón hasta el dormitorio, situado en el piso de arriba. Una vez dentro del cuarto, la desvistió y le sacó las botas.
– Me dejó, Nancy -dijo Elizabeth con voz lúgubre.
– Si usted lo dice, milady, así ha de ser.
– Éramos amantes -le confesó lanzando una risita.
– Lo sé.
– ¿Lo sabes? -se sorprendió-. ¿Cómo demonios lo sabes?
– No durmió en su cama durante semanas, milady, sino en la del escocés. Y dos jóvenes saludables que comparten el mismo lecho no pueden ser sino amantes.
– ¿Por qué me abandonó, Nancy? -le preguntó la joven, gimoteando.
– Usted ha de saberlo mejor que yo, milady -repuso la doncella al tiempo que la ayudaba a meterse en la cama y la cubría con las mantas.
– Es un tonto.
– Sí, milady.
Apagó la vela, le deseó las buenas noches y solo abandonó el cuarto cuando comprobó que su ama respiraba acompasadamente. Pobrecita, desvirgada por un escocés embustero y, por lo tanto, indigna de ser la esposa de otro hombre. ¿Adónde iría a parar Friarsgate? ¿Y qué les ocurriría a todos ellos, de ahora en adelante?