Thomas Bolton, lord Cambridge, releyó la carta que su prima Rosamund le había enviado desde Friarsgate. Mientras pensaba, frunció los labios y arrugó la frente.
– ¡Ah! -exclamó.
– ¿Qué ocurre? -preguntó William Smythe.
– ¿Recuerdas que hace unas semanas estábamos planeando una breve visita a la corte? Mi querida Rosamund acaba de darme la excusa perfecta para el viaje. Partiremos en la primavera, querido. Y mientras no estemos aquí, los constructores podrán terminar la nueva ala de la casa. Aunque adoro a Banon y su prole, no puedo soportar más tanta proximidad.
– Sus hijas son unas niñas muy vivaces -acotó William.
– ¿Vivaces? ¡Son cinco auténticos demonios! -se quejó lord Cambridge-. Cada una de mis sobrinitas es más bella que una mañana estival, pero tienen la inteligencia de una pulga. Tiemblo al pensar en el destino del pequeño Robert Thomas, todo el día aguantando a semejantes hermanas bailándole alrededor.
– Pueden pasar dos cosas. O bien aprenderá pronto a defenderse o será uno de esos hombres que tienen miedo de su propia sombra y viven sometidos a las mujeres. Ahora dime qué te ha escrito Rosamund y por qué nos envía a la corte.
– La heredera de Friarsgate necesita un marido -dijo lord Cambridge, revoleando sus ojos ambarinos-. Pero no quiere ir a palacio. ¡Por Dios, Will! Me hace acordar tanto a Rosamund cuando era joven. Parece que Elizabeth aceptaría ir a la corte con la condición de que yo la acompañase. La pobre Rosamund se excusa por imponerme tan ardua tarea. Ella hubiese preferido que su heredera se alojara en casa de Philippa.
– ¿La condesa de Witton? -Will sacudió la cabeza-. No, señor. Esa no es una buena idea. Philippa y Elizabeth nunca se llevaron bien.
– Eso es precisamente lo que mi sobrina le explicó a su madre y luego le dijo que solo iría a la corte si yo la acompañaba. ¡Qué dichoso soy! ¡Estaremos de nuevo en el palacio en mayo, muchacho! ¡Greenwich! ¡Habrá bailes de disfraces! Dicen que la nueva amiguita del rey, la señorita Bolena, ha introducido en el palacio las diversiones más sofisticadas del mundo. ¡Debe de ser algo maravilloso! Además, tenemos que ver urgentemente al sastre Althorp en Londres, porque seguro que mi guardarropa ya está pasado de moda. ¡Ah, Will! ¿Qué sería de mí sin mi querida prima Rosamund?
– Es una buena pregunta, milord -dijo Will con una sonrisa. Ocho años atrás, Thomas Bolton lo había rescatado de un oscuro puesto en el palacio para llevarlo a Cumbria como su secretario personal. Pero estar al servicio de lord Cambridge significaba formar parte de la familia. Y, por suerte, la familia lo había aceptado de buen grado. William Smythe nunca se había sentido tan seguro ni tan contento-. Entonces, milord, ¿cuándo partiremos?
– El 10 de abril, si queremos estar en Greenwich a tiempo para las celebraciones de mayo. Will, hay tanto que hacer y falta tan poco tiempo. Debemos escribirle de inmediato a Philippa. Ella será nuestra llave de entrada a la corte. Y tú debes ponerte en contacto con el maestro Althorp. Quiero que, en cuanto lleguemos a Londres, él en persona me esté esperando en la mansión Bolton con todo mi vestuario nuevo. Además, nos pondrá al tanto de los rumores. -Thomas Bolton rió de excitación-. Pero antes iremos de visita a Friarsgate. Si el olfato no me falla, a nuestra joven casadera habrá que equiparla con la ropa adecuada para ir a palacio en busca de un buen marido. Tendrás que tomarle las medidas, querido, así podremos encargarle un guardarropa decente. ¡Hay tanto que hacer! Y apenas nos va a alcanzar el tiempo.
– Milord, quédate tranquilo. Procederemos como siempre, de manera calma y ordenada. Comenzaré hoy mismo con los preparativos. Pero, ahora, permíteme que te traiga una copa de vino. Necesitarás utilizar todas tus fuerzas e inteligencia para conseguirle un marido a Elizabeth Meredith. No parece una tarea fácil. Sus modales, milord, si me permites el comentario, dejan que desear… Y además, ya muchos la consideran una solterona.
– ¡Me importa un bledo! -replicó lord Cambridge-. La amiguita del rey es incluso más vieja y todavía no se ha casado. Y la señorita Bolena ni siquiera cuenta con una dote como la de Elizabeth Meredith. Siempre me pregunto quién la desposará.
– ¿Cuándo partimos para Friarsgate, milord?
– Lo antes posible. Siempre me gustó Friarsgate, pero ahora más que nunca. El salón es un lugar muy apacible. Y Elizabeth es una excelente anfitriona. Sirve bien la mesa y alimenta generosamente a sus huéspedes. Querido Will, debemos empacar para una larga estadía. Si vamos a tener que permanecer encerrados a causa de la nieve, este año prefiero quedarme en Friarsgate y no en mi querido Otterly. La verdad es que nunca imaginé que diría algo semejante. Mi heredera y su marido se las arreglarán solos en caso de haber alguna emergencia. Después de todo, algún día Otterly le pertenecerá a Banon. Cuando le cuente que nos vamos a Friarsgate, lo entenderá perfectamente. De todas las hijas de Rosamund, ella es la más sensata, lo que es una suerte para su esposo, que es un hombre apuesto pero de pocas luces. Así son las familias del norte. Engendran muchos niños y no se ocupan de su educación. Todavía creen que vivimos en una época en que lo único que importa es el nombre. Yo hice muy bien en elegir a Banon como mi heredera. Es brillante para su edad.
– Es cierto, milord. Pero en lo que atañe a su marido y sus hijos, es demasiado indulgente.
– Es que esa jovencita tiene un corazón de oro, Will -dijo Thomas Bolton con una sonrisa. Cuando compró Otterly, muchos años atrás, decidió que Banon, la segunda hija de su prima, sería su heredera.
En un principio, Philippa, la primogénita de Rosamund, iba a heredar Friarsgate y Elizabeth recibiría una generosa dote. A los doce años Philippa partió a la corte para servir a la reina Catalina de Aragón y enseguida se dio cuenta de que ningún caballero aceptaría casarse con una heredera cuyas tierras estuvieran en el norte, y renunció a ellas. Entonces, lord Cambridge le compró una pequeña propiedad en Oxfordshire y luego le encontró el marido perfecto, que la introdujo en la nobleza. Incluso los reyes consideraban a Crispin un candidato magnífico para la joven. Como condesa de Witton, Philippa le dio a su marido tres varones y una dulce niñita.
Cuando Rosamund temió por el futuro de su amado Friarsgate, su hija menor, Elizabeth Meredith, declaró que se haría cargo de la finca. Se convino entonces que, al cumplir los catorce años, la joven tomaría posesión de Friarsgate y Rosamund podría retirarse finalmente a Claven's Carn, la casa de su marido escocés Logan Hepburn, y criar a sus cuatro hijos y a su hijastro.
Elizabeth, tal como su madre, había nacido para ser la dama de Friarsgate. Amaba con pasión su propiedad y le fascinaba criar ovejas. Ahora estaba tratando de cruzar diferentes razas para obtener una lana de mejor calidad. Pasaba dos días a la semana encerrada en su escritorio, supervisando los negocios de exportación que su madre y su tío habían iniciado y gestionado con mucho éxito. Todavía nadie había podido igualar los tejidos de lana azul que Friarsgate vendía a los comerciantes holandeses.
Lo cierto es que era una gran administradora de sus tierras y, paradójicamente, ese era su mayor problema. Nada le importaba más que su adorado Friarsgate. Era su razón de ser. Elizabeth no tenía conciencia del transcurso del tiempo ni se molestaba en pensar qué pasaría en un futuro lejano, cuando ella no estuviese. Sin embargo, como todas las grandes propiedades, Friarsgate debía asegurarse un heredero.
Thomas Bolton suspiró. La hija menor de Rosamund era sin duda la más bella, pero carecía de modales refinados. Se los habían enseñado, por supuesto, pero los había olvidado porque no los necesitaba. Nunca tenía ocasión de sentarse a una mesa sofisticada o de tocar un instrumento, lo que en una época solía hacer bastante bien. Vestía como una campesina y no como una joven heredera. Hablaba sin rodeos y, a veces, con rudeza. En su afán por supervisar Friarsgate, había perdido los refinamientos que le habían inculcado.
Antes de presentarla en sociedad, lord Cambridge debía reeducarla, y esa era una de las razones por las que decidió pasar el invierno en Friarsgate, además de la agradable perspectiva de gozar de una temporada tranquila. Una vez que llegaran a Greenwich, iban a necesitar la ayuda de Philippa. Y Thomas Bolton sabía que no podrían contar con ella a menos que se asegurara de que Elizabeth no le haría pasar vergüenza. Ante todo, lord Cambridge debía disuadir a su sobrina de irritar deliberadamente a Philippa.
William Smythe era un fiel compañero y un servidor eficaz. A la mañana siguiente, tenía todo dispuesto para que pudieran partir de Otterly. El carro que llevaba el equipaje había salido al alba hacia Friarsgate. Seis hombres armados escoltarían a lord Cambridge y a su secretario. Era una larga cabalgata, pero, si viajaban deprisa, llegarían a destino antes del crepúsculo.
– ¡Oh, tío! ¿Nos abandonas? -preguntó Banon Meredith Neville mientras desayunaban en el salón-. ¿Cuándo piensas volver? ¡Jemima, deja de molestar a tu hermana!
– Querida, como sabes, tu madre se apoya mucho en mí para estos asuntos. Elizabeth debe conseguir un marido y parece que no es capaz de hacerlo sola. Debo arrastraría a la corte y esperar que ocurra un milagro. Reza por nosotros. -Comió un huevo y se regocijó mientras sentía el sabor a cebollín y queso. Luego, bebió un trago de su vino matutino-. Hay que reconocer que tu hermana menor no es una criatura fácil.
– ¿Le vas a pedir ayuda a Philippa? -preguntó Banon con curiosidad-. ¡Katherine, Thomasina, Jemima y Elizabeth! Es hora de la lección. Vayan a buscar al preceptor y lleven a Margaret con ustedes. Ya sé que tiene apenas tres años, pero es bueno que comience cuanto antes su educación. -Banon suspiró.
– No tengo otra opción. Los contactos de Philippa en la corte son excelentes. -Lord Cambridge saludó a las pequeñas que se retiraban del salón. Las adoraba pese a que eran muy revoltosas y su corazón se enterneció cuando las niñas lo colmaron de besos.
– No estoy tan segura -acotó Banon-. Como sabrás, la reina ya no está en buenos términos con el rey. Enrique corteja abiertamente a una joven llamada Bolena. Dudo que mi hermana mayor apruebe esa conducta, dada su profunda devoción por Catalina.
– Es cierto, pero el bienestar de sus hijos es más importante para ella que su lealtad a Catalina. Debe velar por el futuro de sus niños, y el que lo decidirá será el rey, no la reina. Tu hermana, si la conozco bien, no servirá a la señorita Bolena, pero tampoco correrá el riesgo de ofenderla.
– Bueno, tío, pronto lo sabremos. ¿Cuánto tiempo permanecerás en Friarsgate y cuándo partirás para la corte?
– Hay tanto por hacer-suspiró, mientras tomaba un trozo de pan casero recién horneado y lo untaba con mantequilla-. No hay que dar más vueltas al asunto. Elizabeth necesita someterse a un proceso de reeducación. Hay que recordarle cómo deben comportarse las damas. Debe comenzar por practicar los buenos modales. La corte no está llena de ovejas. Al menos, no de las que nos proveen la lana -acotó lord Cambridge-. Y además necesita ropa. Me temo que Maybel y Edmund ya no ejercen ninguna autoridad sobre ella.
– Es que ya son ancianos, tío. Edmund cumplirá setenta y uno la próxima primavera, pero todavía es fuerte para administrar Friarsgate en ausencia de Elizabeth. -Sus ojos celestes se quedaron pensativos mientras los dedos regordetes tamborileaban sobre la mesa-. ¿Y qué hará mi hermana cuando Edmund no pueda ayudarla? Creo que jamás consideró esa posibilidad. Ella parece pensar que nada cambia, pero está equivocada.
– Vamos por orden, mi ángel. Y lo primero que hay que hacer es civilizar a tu hermanita y luego llevarla a la corte para mostrarla en su mejor versión. De seguro, encontraré al hijo menor de algún noble lo bastante insensato como para aceptar vivir en el norte. Revolveré cielo y tierra y la traeré de vuelta, casada, antes de fin de año. -Luego lord Cambridge se puso de pie-. Debo partir ahora, Banon, para llegar a Friarsgate antes de que caiga la noche. Te haré saber la fecha de mi regreso. Mientras tanto, Otterly queda bajo tu protección. -Besó a su sobrina en la mejilla y, mientras salía del salón, saludó amigablemente a su marido, Robert Neville.
– Bueno -dijo Banon, volviéndose hacia su esposo-, ¿qué piensas de todo esto?
– Tom sabe lo que está haciendo -contestó Robert Neville. Era un hombre de pocas palabras, lo que era una suerte, ya que todos los que lo rodeaban tenían demasiadas cosas que decir. Él aceptó de inmediato la idea de que su mujer administrara Otterly. Le resultaba conveniente, pues le permitía salir de caza y disfrutar de otros pasatiempos masculinos. Se inclinó hacia su mujer y la besó en la mejilla, sabiendo que eso era lo que se esperaba de él. Luego, le sonrió con picardía y le dijo:
– Tendremos Otterly para nosotros solos todo el invierno, preciosa. Solo nos tenemos que ocupar de los niños y las noches todavía son largas.
La comitiva de lord Cambridge viajó todo el día y, como habían anticipado, al atardecer estaban descendiendo las colinas de Friarsgate. Los campos estaban yermos y en los surcos del arado se había depositado la escarcha. El lago estaba cubierto por una capa de hielo. Mientras la luz se extinguía, la luna se alzaba y se reflejaba en las aguas congeladas. William Smythe se adelantó para anunciar la llegada. Había que avisar al cocinero y también había que hacer lugar en los establos para los animales y sus jinetes. Los mozos de cuadra se hicieron cargo del caballo de Thomas Bolton y condujeron a los hombres armados al establo.
La puerta principal se abrió de pronto y apareció Elizabeth para saludar a su tío.
– No esperaste mucho para venir desde que recibiste la petición de mi madre -le dijo burlonamente-. ¿O es que vienes a decirme que eres demasiado viejo para ir a la corte? Eso es lo que opinaba mamá. -Le dio un beso en la mejilla y luego, tomándolo del brazo, lo condujo hacia el salón. Llevaba una larga falda de lana azul, un cinturón ancho de cuero y una camisa de mangas largas de lino blanco. "Ese color le sienta de maravillas", pensó lord Cambridge.
– Querida, nunca seré demasiado viejo para ir al palacio -le respondió un poco indignado. Rosamund pensaba que, por el hecho de haber cumplido sesenta años, ya no era el hombre que había sido. Bueno, pronto se daría cuenta de que estaba equivocada. Él lograría convertir a Elizabeth en una princesita-. Ni tampoco para ayudar a las hijas de Rosamund, cachorrita -le dijo sonriendo con placer mientras ella le besaba su helada mejilla. Luego, se dejó caer en una silla tapizada frente al fuego. Se sacó los guantes y acercó las manos al hogar para calentarlas-. ¡Por Dios! ¡Qué frío hace!
– Vino para milord -ordenó Elizabeth a los sirvientes.
Lord Cambridge hizo una mueca de dolor.
– Querida, no grites como si estuvieras en una taberna repleta de gente. La voz de una dama, para llamar a los criados, debe ser suave pero firme.
– ¡Oh, no! ¿Las lecciones tienen que empezar ya mismo?
– Sí, es obvio que necesitas civilizarte con urgencia y no lograrás disuadirme. Tu madre tiene razón: debes conseguir un marido. Friarsgate necesita contar con una nueva generación que lo cuide como ahora lo haces tú. Voy a convertirte de nuevo en una dama y después, querida niña, saldremos juntos a cazar un agradable joven que no se asuste ante tu presencia y que te despose para darte los hijos que estas tierras saben tan bien alimentar. -Llevó una copa a los labios y bebió la mitad de un solo trago-. ¿Y qué tenemos hoy para cenar? No he probado bocado desde que dejamos Otterly, salvo un trozo de queso duro y un poco de pan. Tesoro, necesito una buena comida para emprender esta difícil tarea.
Elizabeth lanzó una carcajada.
– Tío, no has cambiado en nada. Y eres la única persona que podrá hacerme parecer una dama presentable para atrapar a un saludable corderito en la corte.
Lord Cambridge enarcó la ceja.
– Deberás aprender a suavizar el lenguaje, independientemente de tus pensamientos -le aconsejó mientras terminaba de beber el resto del vino. Sentía que estaba frente a una tarea hercúlea.
Elizabeth le prodigó una sonrisa.
– Bueno, tío, ¿pero no es eso lo que vamos a hacer? ¿No vamos a tratar de conseguir un marido para que yo pueda darle herederos a Friarsgate?
– Podrías expresarlo de una manera un poco más delicada, querida. Y, por otra parte, siempre existe la posibilidad de que te enamores. -Elizabeth emitió un sonido extraño.
– ¿Amor? ¡No, gracias! El amor debilita el cuerpo. Philippa renunció a Friarsgate por amor. Hasta mamá hizo lo mismo. Yo nunca renunciaré a Friarsgate.
– ¡Ah!, pero si encontramos el hombre adecuado, él nunca te pedirá ese sacrificio. Tu propio padre, que pasó toda su vida en el palacio, estaba más que dispuesto a venir a Friarsgate por amor a tu madre. Y enseguida comenzó a querer esta tierra. El caso de Philippa es diferente. Ella tomó esa decisión porque su gran pasión es la corte. Y tu madre jamás se hubiese mudado a Claven's Carn si no contase contigo para administrar Friarsgate. Debes recordar que está criando a sus hijos en la casa de su padre, como corresponde. De no ser así, no te hubiese legado Friarsgate tan pronto. ¡No debes olvidarlo!
– ¡Oh, tío! Dudo que encuentre un hombre que sienta tanta devoción por Friarsgate como yo. Philippa renunció a la herencia porque ningún hombre en la corte la desposaría por ser la propietaria de estas tierras tan lejanas -dijo Elizabeth. Se quitó un mechón de su largo cabello rubio que le caía sobre la cara-. Te juro que nunca haré algo semejante.
– Y yo te juro que, en algún lugar, hay un hombre que deseará venir a Friarsgate porque tú estás aquí. -Le dio una palmadita en el brazo-, Bueno, ¿y dónde está mi cena? Estoy a punto de desmayarme del hambre. ¿Dónde está Will?
– Aquí estoy, milord -dijo William Smythe mientras entraba en el salón-. Estaba acomodando tus cosas. Buenas tardes, señorita Elizabeth -y le hizo una gentil reverencia.
– ¡Bienvenido a casa, Will! ¿Tú también estás hambriento? -Le dirigió una sonrisa y llamó a un criado para que le sirviera una copa de vino.
– La verdad es que sí, señorita Elizabeth. Y, además, aquí suelen servir una comida excelente.
– Pero esta noche me temo que será una cena muy simple, dado que no me enteré de su llegada con la suficiente antelación. Y esto, tío, sí que es raro en ti. ¿Estabas tan ansioso por dejar Otterly que no tuviste ni tiempo de enviarme una misiva? ¿Cómo están las niñitas de Banon? ¿Graciosas como siempre?
– Para mí, son demasiado revoltosas -dijo lord Cambridge-. ¿Cuán simple es la cena? -preguntó con ansiedad.
– Trucha asada, carne de venado, pato con salsa, una sopa de vegetales, pan, mantequilla, queso y manzanas asadas con crema.
– ¿No hay carne de res? -lord Cambridge parecía desilusionado.
– Mañana, te lo prometo -dijo Elizabeth con una sonrisa mientras le palmeaba el brazo.
– Y bueno, qué se le va a hacer, querida -suspiró Tom Bolton.
– Te repito que es por culpa tuya, por no avisarme con anticipación. Pero igual me las arreglé para que el cocinero preparase la trucha con la salsa que tanto te gusta.
– ¿Con eneldo? -preguntó ilusionado.
– Sí, con eneldo. Y las manzanas tendrán canela.
Thomas Bolton sonrió complacido.
– Cachorrita, creo que sobreviviré hasta el desayuno de mañana. Pero debes instruir al cocinero para que me haga esos huevos con marsala, crema y nuez moscada que suele hacer especialmente para mí.
Elizabeth Meredith sonrió.
– Como conozco tus gustos, tío, quédate tranquilo, que esa orden ya fue dada. Y también te servirán jamón -le prometió.
– Eres una anfitriona perfecta, mi querida. Y si finalmente logro recordarte los comportamientos apropiados de una dama, serás un éxito en la corte.
Los ojos verdes de Elizabeth brillaron con malicia.
– No perdamos la esperanza, querido señor -y le regaló una amplia sonrisa.
Thomas Bolton pensó que, cuando quería, Elizabeth podía ser la joven más encantadora del mundo. Pero no se podía negar que era una mujer de campo. Y que, además, no estaba ansiosa por emular a sus dos hermanas mayores. Si su madre no hubiese pasado largas temporadas en la corte desde edad temprana, donde le enseñaron cómo debía comportarse, probablemente hoy sería igual a su hija. Philippa estaba tan fascinada por agradar en la corte que absorbió como una esponja todo lo que tenía que aprender. Banon, su propia heredera, estaba entre Philippa y Elizabeth. No veía con desagrado comportarse como una dama aunque no era tan remilgada como Philippa.
Pero Elizabeth tenía que casarse y, para ello, debía recuperar sus buenos modales. ¿Pero alguna vez los había tenido? Eso preocupaba a Thomas Bolton. La joven se había criado en Friarsgate y nunca había vivido en otra parte, con excepción de algunas breves estadías en la casa de su padrastro, Claven's Carn, antes de que su madre le legara Friarsgate. Se había educado entre los campesinos del lugar y había frecuentado a pocos extranjeros. Conoció al marido de Philippa la única vez que él viajó al norte para visitar a su familia política. Nadie parecía tener tiempo para Elizabeth Meredith. Como era una niña fuerte y saludable, creció sin inconvenientes. Si su madre no estaba presente, Maybel, la vieja nodriza de Rosamund, estaba allí para cuidarla. Elizabeth nunca fue abandonada, pero nadie se ocupó de su educación. Se había convertido en una mujer independiente, franca y capaz de llevar adelante su vida. Y su futuro sentimental la tenía sin cuidado.
Lord Cambridge suspiró y sacudió la cabeza. ¿Cómo iba a hacer para conseguirle un marido digno? Un hombre a quien ella pudiera respetar y que la respetara. Le parecía difícil encontrar en la corte un candidato que satisficiera los deseos de la familia. Al marido noble de Philippa lo había descubierto por una afortunada casualidad. El esposo de Banon era el hijo menor de una familia del norte, encantada de casarlo con una rica heredera y arrepentida de haber malgastado el dinero enviando a Robert a la corte cuando podría haber encontrado a Banon en las inmediaciones de sus tierras.
El hombre que desposara a la menor de sus sobrinas debía ser muy especial, dispuesto a vivir en el norte y aceptar el hecho de que su esposa era una excelente castellana y también una comerciante a cargo de una próspera empresa textil fundada por su madre y su tío. ¿Qué hijo de buena familia, acostumbrado a rodearse de los encumbrados y poderosos del reino, podría comprender a una muchacha como Elizabeth Meredith? Ella iba a ser bien recibida en la corte por ser la hija de Rosamund Bolton, la hermana de la condesa de Witton, y porque su difunto padre, sir Owein Meredith, había sido un leal servidor de los Tudor, un hombre respetado y querido por quienes aún lo recordaban. Pero era una mujer soltera de veintidós años, y eso constituía una desventaja. A lo sumo se la consideraría algo más que una granjera en cuanto comenzara a hablar de Friarsgate y sus ovejas.
Pero Elizabeth Meredith era como era y lord Cambridge sabía que no podía hacer milagros, que no la podía cambiar. Y tampoco estaba seguro de querer que cambiase. Su sobrina no era Rosamund. Tampoco era como sus hermanas. Era única. Bella, ingeniosa, inteligente, y hasta encantadora, cuando quería. En algún lugar debía existir un hombre que pudiera apreciar esas cualidades. Un hombre que deseara vivir con una joven que cumplía con sus deberes como heredera de Friarsgate con mucha más dedicación que sus antecesores. ¡Y Thomas Bolton tenía que encontrarlo!
Las semanas siguientes fueron difíciles. Según Philippa, que le escribía varias veces al año y estaba al tanto de las novedades palaciegas, la moda femenina no había cambiado mucho desde la última vez que lord Cambridge había visitado la corte. Con las telas y los adornos que había traído expresamente de Otterly, él mismo instruiría a la excelente costurera de Friarsgate para que confeccionara los vestidos y todas las prendas necesarias para la presentación en la corte del rey Enrique. Los eventuales arreglos o modificaciones se harían en Londres.
Sin embargo, resultó que Elizabeth tenía poca paciencia, se movía todo el tiempo y refunfuñaba mientras la pobre costurera le tomaba las medidas o le probaba los vestidos. Se mostraba tan inquieta que hasta estuvo a punto de enfurecer al siempre tranquilo Thomas Bolton. Por extraño que pareciera, la joven tenía un ojo infalible para los colores y la ropa que le sentaban mejor.
– Me gustan las telas -le dijo a su tío-. Algún día aprenderé cómo se hacen y se tiñen todas estas sedas, brocados y terciopelos. Me pregunto si los hilos que se utilizan para la confección de estas maravillas se podrían combinar con nuestra lana más suave y refinada. Tío, ¿crees que algún mercader de Londres me venderá hilos de seda en cantidad suficiente para que haga mis pruebas? En Londres tiene que haber una variedad mucho más amplia que en Carlisle. ¿Pero servirán nuestros telares o deberemos comprar modelos más nuevos y especializados?
Su perspicacia sorprendió al tío Tom y de nuevo tomó conciencia de que no conseguiría un marido noble para su sobrina. Se preguntó si no sería más lógico buscarle un esposo dentro de la clase de los comerciantes, pero él no tenía contactos en ese ambiente. No. Continuaría con su plan original. No todos los jóvenes que visitaban la corte provenían de familias de alto rango. Los tiempos estaban cambiando. El rey Enrique se interesaba más en la inteligencia y la ambición que en los apellidos de alcurnia. El ascenso basado en el linaje ya no era la norma.
– Tío, ¿te gusta este verde? -dijo Elizabeth interrumpiendo sus pensamientos-. Es bastante brillante, ¿no? ¿Lo llamarías verde Tudor?
– No, diría que es verde césped. El verde Tudor es un poco más oscuro, pero debo decir que ese color te queda muy bien. Aunque eres una joven delicada, mi querida, tu delicadeza se asemeja al acero de Toledo. Usaremos este color tanto en la falda como en el corsé. Ribetearemos el escote con bordados de hilos verdes y dorados y utilizaremos el verde para las amplias mangas de seda que dejarán ver franjas de seda dorada y blanca. ¿Qué opinas?
– Que voy a parecer el cerdo campeón de una granjera, emperifollado para la feria de San Miguel -respondió Elizabeth con una amplia sonrisa-. Tío, jamás tuve ropa tan refinada y no volveré a usarla cuando regresemos de la corte. Dadas las circunstancias, confeccionar tantos vestidos sofisticados me parece un desperdicio de tiempo y de dinero.
– Ir al palacio y encontrar un marido, mi querida, es un juego. El premio será el más rico, el más perfecto, el más bello si logramos atraer a los jugadores adecuados. -Luego se volvió hacia William Smythe-: ¿No es así, Will?
– Es cierto, señorita Elizabeth, lord Cambridge no dice más que la verdad. Durante todos los años que pasé en la corte, incluso desde mi humilde posición de secretario del rey, vi cómo se formaban muchas parejas con los mismos métodos que menciona milord. Usted le dijo a su madre que solo iría al palacio acompañada por su tío. Ahora debe confiar en él, como lo hicieron sus hermanas mayores. Él encontrará el esposo apropiado para usted. No la decepcionará.
A partir de entonces, la joven se comportó mejor con la costurera y finalmente logró tener una docena de hermosos vestidos para llevar al palacio. También llevaba ropa interior, enaguas, lazos, fajas bordadas para adornar sus vestidos, un cordón, una exquisita piel de marta y todos los elementos necesarios que debe poseer una dama de la corte: cofias, accesorios para el cabello, tocas y velos, así como guantes, tanto de seda como de cuero, y hermosos zapatos.
Aunque Thomas Bolton les había dado muchas joyas tanto a su prima Rosamund como a sus dos hijas mayores, había guardado algunas para Elizabeth.
– Esto es para ti, tesoro -le dijo mientras le alcanzaba una caja de ébano con bordes de plata.
– ¿Qué es todo esto? -le preguntó abriendo la caja-. No uso joyas, tío.
– Una dama de la corte siempre debe usar joyas, querida. -Lord Cambridge tomó un collar de perlas rosadas-. Estas pertenecieron a mi hermana. Ahora son tuyas.
Para su sorpresa, Elizabeth comenzó a llorar.
– Tío, nunca olvidaré tu generosidad. Me conmueve pensar que las guardaste para mí. -Luego examinó otros collares, anillos, pendientes y broches, y cerró la caja-. Parece que es cierto que voy al palacio -dijo en voz baja.
El tío asintió con una sonrisa.
– Así es, querida.
La joven suspiró.
– Me resulta muy difícil no hablar con franqueza. Si todos son como Philippa, voy a pasar malos momentos en la corte.
– La gracia del juego, sobrina, reside en ser más inteligente que tu rival. Philippa está esperando que llegue su hermana, esa niñita franca y abierta a quien no ve desde hace ocho años. Pero ya no eres esa pequeña. Estarás hermosamente vestida y peinada como una dama, una bella heredera de respetable linaje.
– Pero, tío, todavía sigo siendo demasiado abierta y frontal. ¡Y Philippa puede irritarme tanto!
– Elizabeth, te voy a contar un secreto. A mí también me irrita tu hermana la condesa -confesó lord Cambridge-. Pero la engañarás simulando tranquilidad aunque ella te fastidie. A Philippa le gusta que su mundo sea muy ordenado. Realmente la sorprenderás si mantienes la calma en su presencia y podremos gozar de su ayuda en este delicado asunto. Ahora, continuemos con los planes del viaje: necesitarás una doncella. ¿Conoces alguna que te parezca adecuada para servirte?
– Le preguntaré a Maybel. Ella me recomendará a alguien.
Y, por supuesto, resultó que la nodriza conocía una doncella apropiada para su ama.
– No es una joven frívola. Eso no te serviría, Elizabeth. La persona que tengo en mente es Nancy. Es una muchacha sensata. Además, sabe arreglar muy bien el cabello. Tú la conoces, Tom.
– Esa criatura es aterradora -se estremeció Thomas Bolton-. Parece un halcón. ¿Te parece que aceptará alejarse de su tierra, ir a lugares tan distantes como Londres, Greenwich y, probablemente, Windsor? No quiero que la acompañante de mi sobrina se la pase refunfuñando y quejándose todo el tiempo.
– No me refiero a la vieja Nancy, sino a su hija -rió Maybel-. Parece más bien un corderito. Y es apenas dos años mayor que Elizabeth.
– ¿Y no está casada? -se asombró lord Cambridge-. Las jóvenes campesinas suelen casarse muy jóvenes, y tienen un hogar atestado de niños que las hace envejecer prematuramente.
– Un pastor la dejó plantada en el altar y se escapó con una gitana -explicó Maybel-. La pobre Nancy necesita irse de Friarsgate, aunque sea por un tiempo, milord. Como Elizabeth, ella no conoce el mundo fuera de Friarsgate. Tal vez salir de aquí la ayude a aliviar un poco el dolor. Y cuando regrese se encontrará con que un magnífico viudo, quien tiene sólo un hijo pequeño, desea desposarla. El hombre considera que ahora no es un buen momento para hacerle la proposición. Y es mucho mejor partido que el anterior, se los puedo asegurar.
– Se trata de Ned, el herrero, ¿verdad? -preguntó Elizabeth con una amplia sonrisa.
– Cállate y ocúpate de tus asuntos -la reprendió Maybel.
– Sí, es Ned -respondió volviéndose hacia su tío y a Will Smythe-. El pobre perdió a su mujer el año pasado en el parto. Una de sus hermanas casadas, que también tiene un hijo, lo está amamantando. ¿Así que le gusta la joven Nancy? ¿Y ella lo sabe?
– Por supuesto que lo sabe, pero está tan ocupada en lamentar la pérdida del pastor que no se la debe molestar. Yo misma la he entrenado para el trabajo de doncella de una dama, pensando en que algún día usted la iba a necesitar, Elizabeth. Como ya dije, ella es muy buena para peinar el cabello y es hábil con la aguja.
– ¿Es agradable? -preguntó lord Cambridge.
– Nancy es dulce como la miel, pero no es demasiado inteligente -le respondió Maybel con franqueza-. Es simplemente lo que la señorita Elizabeth necesita y sé que está esperando la oportunidad de servir a mi ama. Entonces, ¿le digo que ya llegó la hora de comenzar su tarea?
– ¿Qué piensas? -preguntó la joven a su tío.
– Todavía faltan unas semanas para que partamos. Creo que sería conveniente que comenzara a trabajar ya mismo a tu servicio de manera tal que se vayan conociendo. Debes acostumbrarte a tener una doncella, querida niña. Todas las damas las tienen.
Elizabeth se dirigió a Maybel.
– Dile a Nancy que la contrataré. Pero debe tener su propio cuarto. No me gusta dormir con otra persona en mi habitación y menos aun a los pies de mi cama en un catre.
– Eso no es ningún problema aquí en casa, aunque en la ruta, mi niña, tal vez no haya otra opción -dijo Maybel.
– Ahora hay posadas mucho más refinadas que en los días en que hiciste el viaje con Rosamund al palacio -la tranquilizó lord Cambridge-. Antes de nuestra partida, haré las reservas en los lugares adecuados. Tal vez, alguna noche, tú y Nancy deban compartir una cama, pero trataré de ahorrarte esa incomodidad, querida. Y, por supuesto, en mis casas no habrá ningún problema. En apenas unas semanas comenzaremos nuestra aventura, tesoro. Tu guardarropa está casi terminado y estoy seguro de que sorprenderás a la corte con tu deslumbrante belleza.
– Yo no soy hermosa, tío -respondió Elizabeth.
Lord Cambridge pareció sorprendido por las palabras de su sobrina.
– ¿Qué no eres hermosa? -exclamó, poniendo la mano en su corazón-. Mi querida Elizabeth Julia Anne Meredith, tú eres la más bella de las hijas de Rosamund, con ese cabello dorado y esos ojos verdes. Esos colores son bastante raros en el palacio. Mi esperanza es que tu belleza venza los prejuicios respecto de tus tierras del norte. Tus facciones son armoniosas, tus dientes son blancos y tu aliento es dulce. Serás muy codiciada por tu belleza, Elizabeth.
– Tío, la belleza se desvanece con el paso del tiempo. Lo que importa es lo que uno lleva en el corazón.
– Es cierto. Pero antes de que lleguen a conocer tu corazón, querida niña, los caballeros de la corte sucumbirán ante tu belleza.
Elizabeth rió.
– Y se sorprenderán al ver que no río tontamente ni me sonrojo.
– Las risitas son para las niñas tontas. Y tú no lo eres.
– No, para nada.
A fines de febrero, llegó del norte una gran tormenta de nieve que duró varios días y noches. La noche previa a la tempestad, alguien golpeó con fuerza a la puerta de la casa. La criada abrió y se asustó tanto que gritó. Parado en el umbral, había un hombre alto y silencioso que se introdujo en la casa sin pedir permiso. Se quitó las botas y la capa con un gruñido.
– Traigo un mensaje para la dama de Friarsgate-dijo finalmente.
– Entre, señor -repuso la sirvienta y mientras lo conducía al salón anunció-: Un mensajero para la señorita Elizabeth.
El hombre dio un paso hacia delante y todos se dieron cuenta de que era escocés.
– ¿Viene de Claven's Carn? -preguntó Elizabeth, aunque la insignia del clan que usaba el hombre le era desconocida.
– ¿Y usted es la dama de Friarsgate? -preguntó el mensajero.
– Así es -respondió, asombrada por la altura y el porte sólido del forastero.
El escocés le tendió una carta.
– Mi nombre es Baen MacColl, milady. Vengo de Grayhaven, en las Tierras Altas.
– No conozco ese lugar.
– Pero estoy seguro de que conoce Glenkirk, milady. Mi padre habló con lord Adam y él me envió aquí. -El hombre parecía incómodo.
– Por favor, tome asiento junto al fuego. Basta verlo para darse cuenta de que está congelado. El tiempo es particularmente hostil esta noche y el aire huele a nieve -le dijo Elizabeth a su visitante. Miró a uno de los sirvientes y ordenó-: ¡Vino!
El criado salió corriendo para cumplir con la orden de su ama. Sabía que más tarde sería regañado por su negligencia, pero estaba muy sorprendido por el tamaño del escocés.
– Sí -dijo Elizabeth al mensajero-. Mi familia conoce a los Leslie de Glenkirk. -Miró el paquete que tenía en la mano y añadió-: Está dirigido a mi madre. Ella no reside en Friarsgate. Vive en Claven's Carn con su marido, Logan Hepburn. Cabalgó demasiado. Le daré la dirección de la residencia de mi madre y podrá partir mañana mismo. ¿Ha comido algo?
– No, milady. Comí mis últimas galletas de avena al amanecer.
– Un hombre tan grande como usted no puede vivir de galletas. Venga a la cocina conmigo y se verá recompensado con una abundante comida. Luego, le espera una linda cama en la habitación contigua al hogar -le prometió Maybel.
Baen MacColl se puso de pie e hizo una gentil reverencia a Elizabeth.
– Gracias por su hospitalidad, señorita. -Luego se dio vuelta y siguió a la anciana.
– ¡Qué hombre más hermoso! -exclamó Thomas Bolton.
– SÍ te gusta ese tipo de hombre… -respondió William Smythe.
– ¿Qué tipo? -preguntó Elizabeth.
– Tosco y medio salvaje. Esos escoceses son muy distintos de nuestros caballeros ingleses. Su padrastro, por ejemplo, no se parece en nada a lord Cambridge.
– Al mensajero no lo veo nada parecido a Logan -respondió Elizabeth-. En comparación, Logan parece un hombre de lo más civilizado. Este escocés es más rústico, pero acaso sea la vestimenta característica de las Tierras Altas lo que le da ese aspecto. Y, además, el pobre hombre tenía el rostro agrietado por el frío.
Maybel regresó al salón.
– Me pregunto qué tiene que escribirle el amo de Grayhaven a tu madre -dijo Thomas Bolton pensativo-. Le preguntaremos cuando la veamos la próxima vez. ¡Dios mío! Qué hambre tenía ese escocés. Primero, devoró dos tartas de carne y, cuando me fui, estaba mordiendo una pata de cordero El cocinero está feliz porque le encanta ver que la gente disfruta de su comida. Hasta le prometió una tarta de manzana. El joven es de lo más respetuoso y tiene muy buenos modales. Además, es muy guapo. Si yo fuera joven, le echaría el ojo.
– ¿Por qué, Maybel? No sabes nada acerca de él.
– Sé bien lo que me gusta, mi niña. Será porque soy una vieja experimentada.
– ¿Y qué diría Edmund? -bromeó Elizabeth.
– Creo que diría que para ser una mujer vieja todavía tengo los ojos bien abiertos -rió.
Por la mañana, cuando volvió al salón, Elizabeth se sintió desilusionada porque el escocés ya había partido rumbo a Claven's Carn. Después de desayunar, se puso su capa y salió deprisa para hablar con los pastores. Sabía que se avecinaba una tormenta y quería que reunieran a todos los rebaños en los establos. Las ovejas todavía seguían pariendo y si no estaban bien resguardadas, podrían perder muchos corderitos en la nieve o por la acechanza de los lobos. Cabalgando de rebaño en rebaño, supervisó el arreo hacia los establos.
Ya entrada la noche habían concluido la tarea, ayudados por la luz tenue de la luna llena. Las ovejas que estaban en los campos más lejanos fueron encerradas en establos construidos para ese propósito y para almacenar el heno. Los pastores y sus perros permanecerían en unas chozas conectadas con los establos para cuidar a los animales. Cada una de esas casitas poseía un pequeño hogar de piedra, leña, comida y agua. Elizabeth Meredith era una mujer previsora y siempre tenía en cuenta todas las posibles dificultades.
Mientras entraba en su casa, cansada pero vigorizada por el largo día de trabajo en el campo, las nubes comenzaban a ocultar la luna, desplazándose a toda velocidad. Los vientos empezaban a soplar con fuerza y producían un aullido inquietante que anunciaba la tormenta. Thomas Bolton y William Smythe habían cenado temprano y ya se habían retirado a sus aposentos. Elizabeth se sentó sola a la mesa mientras los sirvientes le traían la cena: cordero con zanahorias y cebollas, pan casero fresco, mantequilla y queso. También le llenaron la copa con la cerveza de octubre. La joven, hambrienta, devoró la comida y terminó limpiando el plato con los restos del pan.
Luego, reclinándose en la silla, contempló con placer el salón de su casa. Los perros yacían dormidos junto al fuego. Los viejos y lustrados muebles de roble brillaban. Afuera nevaba y el mundo estaba sumergido en un dulce silencio. Había trabajado arduamente y estaba satisfecha. No quería ir a la corte ni ponerse esos bellos pero incómodos vestidos recién confeccionados. No quería verse obligada a recordar sus buenos modales ni cuidar su lenguaje. Quería quedarse en su hogar, en Friarsgate, y gozar de la primavera y del recuento anual de los rebaños. Pero, en lugar de eso, debía viajar a Londres, a una corte de la que no quería formar parte. Y encontrarse con una hermana que la criticaría por no ser una auténtica dama. Elizabeth Meredith se sobresaltó cuando oyó un estruendoso golpe en la puerta de entrada.