– Te enviaré de nuevo a Inglaterra, Baen -anunció Colin Hay, amo de Grayhaven, a su hijo mayor.
Era un hombre corpulento, de más de un metro noventa de altura, cabello negro y ojos verdes. Pese a sus cincuenta y cinco años, era apuesto y de aspecto juvenil. Parecía el hermano de Baen y no su padre.
– He escrito a Friarsgate y me han respondido enseguida. Te quedarás todo el verano y el otoño, e incluso más tiempo si es necesario -continuó.
– ¿Por qué? Acabo de regresar a casa, papá.
Baen era unos centímetros más alto que su padre, pero había heredado su amplia frente, la nariz larga y recta y una boca generosa. La gente solía confundirlos a la distancia.
– Quiero interiorizarme más sobre esos tejidos de los que me hablaste. Las campesinas de Friarsgate trabajan todo el invierno en los telares y obtienen unos tejidos que aportan excelentes ganancias. Aprenderás todo lo que haya que saber sobre esa industria, pues tengo la intención de instalar una empresa similar en Grayhaven. Te encomiendo la tarea a ti, Baen, porque tus hermanos carecen de talento para el comercio o la industria.
– ¿Cuándo debo partir?
Baen se preguntaba si la encantadora Elizabeth Meredith habría regresado a sus tierras y si habría contraído matrimonio. Sabía que no debía hacerse ilusiones con ella, pero le resultaba imposible olvidarla. Recordaba sus dulces labios, su cabello dorado y sus luminosos ojos verdes. Lanzó un suspiro y se preguntó si acaso Elizabeth también pensaba en él.
– Puedes partir mañana mismo. Y retornarás cuando hayas aprendido absolutamente todo sobre el tema.
Al día siguiente, Baen salió de Grayhaven en compañía de su perro Friar. Llevaba vino y pasteles de avena. Cabalgaba desde el alba hasta que caía la oscuridad. Por las noches, su caballo pastaba en los campos donde se detenían para descansar. Baen dormía abrigado por una gruesa capa de lana y su fiel perro. Friar cazaba conejos y además ahuyentaba a los intrusos o a los animales salvajes. Cuando subió a la cima de la colina que dominaba el valle de Friarsgate y miró el paisaje, experimentó una extraña sensación. Era como si contemplara su propio hogar. Friar, que también había reconocido el lugar, se puso a ladrar ruidosamente y a corretear de un lado a otro, presa de la excitación.
El padre Mata vio a Baen MacColl al salir de la iglesia y le dio una cálida bienvenida.
– Me alegra volver a verte, jovencito. Edmund está en la casa con Elizabeth. Hoy es el día en que cuentan las ovejas.
– ¿La señorita Elizabeth ya regresó de la corte? -preguntó el escocés mientras se apeaba del caballo-. ¿Y la acompaña un apuesto prometido?
– ¡Oh, no, muchacho! Por desgracia no consiguió esposo -contestó el sacerdote meneando la cabeza.
– Tal vez encuentre alguno entre los vecinos de Friarsgate -acotó Baen sin mucha convicción.
– Los pocos vecinos que tenemos viven muy lejos -replicó el párroco con gesto sombrío-. No sé qué hará lady Rosamund ahora. Siempre pensó que su hija se casaría y daría a luz a un nuevo o una nueva heredera de Friarsgate, pero parece que eso no va a ocurrir. ¡Ay, muchacho, qué será de estas tierras! Rosamund se enfurecerá con su hija cuando se entere. Todavía no le han comunicado la noticia para evitar la discordia. Y me parece bien, pues el enojo y los reproches no ayudarán a resolver el problema.
Llegaron juntos a la casa y un mozo de cuadra se encargó del caballo de Baen. Entraron en el salón donde se hallaba lord Cambridge, quien al verlos se puso de pie y prodigó una amplia sonrisa a Baen MacColl.
– ¡Es un placer verte de nuevo, mi querido! ¡Bienvenido a Friarsgate! Ven, siéntate a mi lado. Es una suerte que aún me encuentre aquí Y pueda gozar de tu compañía. Los albañiles que están construyendo la nueva ala de Otterly avanzan a paso de hormiga.
Baen se sentó junto a Thomas Bolton y un sirviente les sirvió vino. El sacerdote había desaparecido del salón.
– Me comentó el padre Mata que la visita a la corte fue un fracaso- dijo Baen-. Lo lamento mucho, aunque recuerdo que a usted no le agradaba la idea y que se avino a ir al palacio sólo para satisfacer el deseo de la madre de la señorita Elizabeth.
– Esa estratagema surtió efecto con las hermanas mayores y mi prima tenía la esperanza de que también sirviera para Elizabeth. Pero no fue así.
– ¿Y qué hará ahora, milord?
– Estoy meditando en ello. Pero cuéntame, muchacho, ¿por qué te ha enviado tu padre? ¿Vienes a comprar más ovejas?
– Él quiere que me interiorice en el negocio de la lana. Como soy su hijo bastardo y no podré recibir nada en herencia, trata de conseguirme un trabajo para que me gane la vida. Es un buen hombre, me ama y se preocupa por mi futuro. Hay muchísimas cosas para repartir en Grayhaven, pero Jamie y Gilbert tienen prioridad.
– Estoy seguro de que tu padre es una buena persona -observó lord Cambridge. Las palabras de Baen reavivaron sus esperanzas. Si el señor de Grayhaven amaba a su bastardo y se preocupaba por su futuro, podría aceptar un arreglo que lo beneficiara. Tal vez Colin Hay no se opondría a que su primogénito se hiciera súbdito de Inglaterra. Lo primero que tenía que hacer era fomentar el idilio que había nacido entre Baen MacColl y Elizabeth durante el invierno. Había notado que a su sobrina le gustaba el escocés y esperaba que Flynn Estuardo no le hubiera roto el corazón de manera irremediable. En segundo lugar, debía convencer a Rosamund de que aprobara ese matrimonio. En principio, el joven contaba con dos ventajas a su favor: sería un amante esposo de su hija y la ayudaría a ocuparse de Friarsgate.
Maybel entró en el salón para saludar a Baen, que se puso de pie y se acercó a la anciana.
– ¡Bienvenido, muchacho! Ni bien me enteré de tu llegada, ordené que te prepararan una habitación en el piso de arriba, pues tengo entendido que pasarás un largo tiempo entre nosotros. ¿Este es el cachorrito que te llevaste de aquí hace unos meses? -preguntó dándole palmadita a Friar-. Parece que lo has cuidado muy bien.
– Así es. Nos hemos hecho grandes amigos y por nada del mundo me separaría de él. Está tan guapa como siempre, señora Maybel, si me permite el elogio -dijo con un brillo en los ojos y le besó las manos
Maybel se echo a reír.
– Vamos, muchacho -replicó Maybel, ruborizada, y le dio una cariñosa palmadita-. Eres un perfecto bribón.
– Mañana es la Fiesta de San Juan, Maybel. ¿Bailará conmigo alrededor de las fogatas?
– ¡Claro que sí! Y todas las mujeres sentirán envidia al verme acompañada por un joven tan apuesto.
– ¡Bienvenido a Friarsgate, Baen MacColl! -saludó Elizabeth entrando en el salón. Los ojos le brillaban y su tío se dio cuenta de que estaba realmente contenta de ver al escocés.
"Ajá. Es obvio que la atracción persiste -pensó lord Cambridge-, y con un empujoncito más se convertirá en un amor duradero. ¿Qué importa que sea escocés? Su padre sin duda aprobará que se case con una joven como Elizabeth, pues será un matrimonio muy provechoso para su hijo. Baen finalmente se establecerá y vivirá con holgura por el resto de su existencia. Es un hombre que ama la tierra. ¿Cómo no se me ocurrió antes?". La situación que se desplegaba en su mente lo hizo casi ronronear de placer. Había prometido conseguirle marido a Elizabeth e iba a cumplir su promesa, aunque nadie estaba enterado todavía.
– ¡Trajiste a Friar! -exclamó Elizabeth y se arrodilló en el piso para mimar al perro.
– Insistió en venir -Baen se arrodilló junto a ella y acarició el lomo de Friar.
– Lo has cuidado muy bien.
– Se está convirtiendo en un excelente pastor.
Ambos se pararon al mismo tiempo.
– Le diré a Maybel que te muestre tu cuarto. Tenemos espacio de sobra. En un ratito servirán la comida. Tío, el barco hizo varios viajes a los Países Bajos desde que fuimos a la corte. Los tejidos que fabricamos el último invierno son muy solicitados pero, como siempre, hay quejas por la escasez de lana azul de Friarsgate. El próximo invierno deberíamos aumentar la producción. Edmund dice que este año obtendremos una generosa cantidad de lana. En breve comenzaremos a esquilar las ovejas.
Baen se retiró del salón junto con Maybel. Estaba asombrado por las palabras de Elizabeth. La joven acababa de llegar de la corte y todas sus aventuras palaciegas parecían haber quedado en el olvido, opacadas por la pasión que sentía por sus tierras y su empresa textil. Subió la escalera precedido por Maybel, que se desplazaba muy despacio.
– Las rodillas -se quejó- ya no me responden como antes. -Llegaron a un oscuro corredor. La anciana lo atravesó deprisa, se plantó frente a una puerta y la abrió-. Este es tu cuarto, jovencito. Es amplio y ofrece más privacidad que una cama en el salón. Cuando termines de instalarte, vuelve al reunirte con nosotros -dijo, y cerró la puerta.
Baen miró a su alrededor. Aunque no era muy espaciosa, la alcoba parecía confortable y estaba limpia. En una de las paredes había un pequeño hogar, y frente a él, una cama con cortinas de lino color natural, que colgaban de unas finas argollas de bronce. A los pies del lecho había un cofre de madera y, a la derecha, una ventana. Sobre una mesa vio una jofaina de bronce y una jarra de porcelana llena de agua. Baen guardó las alforjas en el cofre, se lavó el rostro y las manos, tal como le había enseñado Ellen, su madrastra, y luego bajó al salón. Elizabeth y su familia estaban sentados a la mesa. Se quedó parado unos segundos, vacilante.
– ¡Siéntate a mi lado, querido! -lo invitó lord Cambridge sacudiendo la mano-. Debes de estar famélico después de tanto viaje.
– Me vendrá de maravilla una buena comida. Hace días que no ingiero otra cosa que galletas de avena.
Thomas Bolton le sirvió un plato de carne con verduras y le alcanzó un trozo de pan. Como la familia ya había dicho las oraciones, se persignó y empezó a comer. Untó mantequilla en una gruesa rebanada de pan y le agregó varias lonjas de jamón y un trozo de queso. A cada rato los sirvientes le llenaban la copa con cerveza negra. No dijo una Palabra, tan concentrado estaba en saciar su apetito. Y, por supuesto, no se olvidó de alimentar a su perro, que estaba debajo de la mesa junto a sus pies y le reclamaba pedazos de carne.
– Me encantan los hombres de buen apetito -dijo lord Cambridge cuando vio que Baen estaba satisfecho.
– A mí también -coincidió su sobrina y tomó un durazno-. No hay nada más ofensivo para la dueña de casa y para el cocinero que la gente melindrosa con la comida.
Elizabeth pensó que era maravilloso estar de vuelta en Friarsgate podía usar ropas cómodas que le permitían respirar y calzar sus bofas en lugar de los primorosos pero torturantes zapatitos de la corte.
– Tengo entendido que tu padre desea saber cómo fabricamos y comercializamos nuestras telas -dijo a Baen.
– Así es -replicó el joven, mientras admiraba su belleza.
– Mañana cabalgaremos juntos y examinaremos los rebaños antes de la esquila. En las próximas semanas te mostraré cómo almacenamos y preparamos la lana antes de hilarla. Esa tarea nos mantiene ocupados en el otoño. Después, durante el invierno, hilamos la lana, luego la teñimos y por último la enrollamos en los carretes. Algunos la tiñen antes de hilarla, pero yo prefiero el procedimiento inverso. Es un trabajo muy arduo y requiere mucho temple. ¿Crees que tus campesinas serán capaces de hacerlo?
Baen asintió, aunque en su fuero íntimo dudaba de que los hombres y las mujeres del clan de su padre tuvieran la paciencia necesaria para semejante empresa. De todos modos, estaba firmemente decidido a aprender todo lo que Elizabeth le enseñara, aunque más no fuera para estar cerca de ella.
El salón le resultaba de lo más acogedor, con el fuego encendido y los perros durmiendo a pata tendida. De pronto se dio cuenta de que lord Cambridge y su secretario se habían retirado. Maybel y Edmund roncaban profundamente en sus respectivas sillas. Él y Elizabeth estaban solos.
– ¿Te gustó la vida de la corte? -Baen sabía la respuesta, pero estaba ansioso por iniciar una conversación seria.
– Un poco. Los trajes son fabulosos, las charlas son divertidas, pero no soportaría vivir allí todo el tiempo. La gente se la pasa jugando í tratando de congraciarse con Enrique Tudor. Me resultó bastante aburrido ese mundo, pero al menos hice amistad con una amiga del rey: la señorita Ana Bolena.
– Dicen que es una bruja -comentó Baen.
– Son meras habladurías -rió Elizabeth-. Todos están de acuerdo en que el rey necesita un heredero y debe divorciarse de la reina Calina. Lo que los desconcierta es que se haya enamorado de Ana y prefiera casarse con una inglesa común y corriente y no con una princesa de Francia.
– ¿Cómo es ella?
– Es muy llamativa, aunque, debo decirlo, no es hermosa. Y tiene un gran corazón, pero su tío, el duque de Norfolk, ejerce un enorme dominio sobre ella y la manipula a su antojo. Ana está asustada, aunque no lo demuestra, por supuesto, pues sabe ocultar muy bien sus temores. Siento mucha pena por ella.
– ¿A quién más conociste en la corte?
– A otro escocés como tú, al medio hermano de Jacobo V.
– ¿Y qué hacía allí?
– Es el mensajero personal del rey Jacobo, el contacto entre las cortes de Inglaterra y Escocia. Se llama Flynn Estuardo y congeniamos desde un principio porque era un marginal, como yo.
– ¿Lo besaste? -preguntó Baen, celoso.
– Sí -admitió Elizabeth con una leve sonrisa-. Varias veces.
– ¿Y a quién más besaste?
– A nadie más. Sólo a Flynn. No soy una mujer ligera.
– Pero besaste a un extraño al que apenas conocías.
– Es que tengo debilidad por los escoceses -replicó con picardía-. Ahora, iré a la cama. Mañana tengo que madrugar. Buenas noches, Baen, me alegra que hayas vuelto.
El joven se quedó sentado. Él también se alegraba de haber regresado.
Pero debía controlar sus emociones cuando estaba con Elizabeth Meredith. Ya era bastante mayor y sabía que no era un candidato potable fara ella, aunque le gustaría serlo. No tenía nada que ofrecerle; sólo el amor que crecía en su corazón. Elizabeth merecía un hombre que pudiera brindarle algo más que su tierno corazón. Se quedó mirando el fuego durante varios minutos antes de retirarse.
Maybel abrió los ojos. No había estado dormida. Había escuchado observado la escena por la rendija de los párpados. Había visto la expresión del rostro de Baen. Una expresión atormentada. A menos que se equivocara, el muchacho sentía algo más que afecto por Elizabeth ella, que jamás había sido tocada por el amor, parecía ignorarlo. Maybel no sabía si debía preocuparse o no. Decidió observarlos atentamente a partir de ese momento, e incluso pensó en hablar del asunto con Thomas Bolton.
– Despiértate, viejo -dijo a su esposo dándole un codazo-. Es hora de acostarnos.
Edmund despertó con un gruñido y, somnoliento, se encaminó a los tumbos a la alcoba. Se desplomó en la cama y cayó dormido antes de apoyar la cabeza en la almohada.
Al día siguiente, Elizabeth y Baen se levantaron temprano y salieron a inspeccionar los rebaños en los prados de Friarsgate. Las ovejas estaban bien gordas y cubiertas con una gruesa capa de lana, y los corderos nacidos el pasado invierno habían crecido gracias a la leche de sus madres y a la hierba que comían con fruición. Los carneros que cuidaban los rebaños se hallaban un poco alejados del resto y parecían monarcas velando por su reino.
– Tienes unas pasturas excelentes -comentó Baen-. No me extraña que los animales se vean tan saludables. Estas praderas son mil veces más exuberantes que los campos de las Tierras Altas. Friarsgate es un lugar mágico, Elizabeth.
– ¿Verdad que sí? -replicó la joven con orgullo-. Este sitio es único, no hay otro igual en la Tierra. Nunca volveré a irme de aquí.
Retornaron a la casa al caer la tarde. Las fogatas de San Juan comenzaban a arder en las laderas de las colinas. Los criados habían colocado varias mesas frente a la casa y se aprestaban a servir la comida. Todos los pobladores de Friarsgate habían sido invitados a la celebración.
Luego de cenar, los niños juntaron las últimas ramas para la enorme hoguera que se iba a encender enseguida y que se hallaba a una distancia prudencial de la casa. Los pequeños esperaban con ansiedad y excitación que comenzaran a arder las llamas y se iniciara el gran baile alrededor del fuego. La noche era clara por el crepúsculo del verano, el aire era cálido y húmedo, y algunas estrellas parpadeaban tímidamente en el cielo.
La dama de Friarsgate se puso de pie y preguntó:
– ¿Quién quiere ayudarme a encender el fuego? -Una masa de niños se abalanzó sobre ella, empujándose unos a otros para tener el privilegio de ser el elegido-. ¿A quién escogerías tú, Baen?
El joven paseó la mirada por la bulliciosa multitud infantil y se detuvo en una niñita que había quedado rezagada. Sus ojos transmitían desconsuelo y resignación, como si pensara que era demasiado pequeña para que alguien reparara en su persona. Pero él había reparado en ella. Tenía trenzas rubias como Elizabeth, y Baen imaginó que alguna vez ella había sido igual a esa chiquilla. Luego de abrirse paso entre el tumulto, alzó a la niña y dijo:
– ¿Qué le parece esta hermosa princesa, señorita?
Una sonrisa de felicidad iluminó el rostro de la niña y conmovió el corazón de Baen.
– Excelente elección -aprobó Elizabeth y luego dijo a la niña-: Pon tu mano sobre la mía, Edith, vamos a encender juntas la fogata de San Juan.
A Baen le sorprendió que conociera el nombre de la criatura, y que pudiera mantener el orden pese a la infinidad de niños que se agolpaban en torno a ella. Edith apretó con firmeza la mano de Elizabeth. La antorcha tocó la pila de leños tres veces hasta que una llamarada se elevó al cielo iluminando la noche estival. Todo el pueblo de Friarsgate se puso a aplaudir y a gritar a viva voz.
– Lo hiciste muy bien, palomita -felicitó Baen a Edith, que le sonrió con dulzura.
– Gracias por elegirme, señor -dijo la niña. Luego hizo una reverencia y, orgullosa de su hazaña, salió corriendo en busca de su madre.
– Eres muy cariñoso -murmuró Elizabeth.
– La pequeña quería que la eligieran pero tenía pocas esperanzas, pues era la más rezagada. Es duro ser ignorado cuando uno tiene tantos deseos de que le presten atención. ¿No te pasaba lo mismo con tus hermanas mayores?
– En una época fuimos muy unidas. Pero las cosas comenzaron a cambiar cuando Philippa regresó de la corte. Estaba insoportable la pasaba hablando de lo maravilloso que era ser doncella de la reina quejándose de Friarsgate. No veía la hora de volver al palacio.
– Me gustaría conocerla.
– No creo que te agrade. Ahora es una noble condesa y lo recalca todo el tiempo. De todos modos, debo ser justa con ella y reconocer que fue muy buena conmigo en la corte. Hizo todo lo posible para que me sintiera a gusto.
Los músicos comenzaron a tocar alegres melodías campestres v la gente formó un círculo alrededor de la fogata. Baen tomó la mano de Elizabeth y se unieron al jolgorio. Bailaron con ímpetu mientras el cielo se iba cubriendo de un manto cada vez más oscuro. Los leños crujían y lanzaban chispas al aire. Las danzas se sucedían interminablemente y Elizabeth comenzó a fatigarse. Cuando por fin se ennegreció el cielo, las parejas se fueron alejando del fuego para sumergirse en la oscuridad. El círculo de bailarines se fue achicando y las llamas se alargaban proyectando luces y sombras en la superficie circundante. Elizabeth tomó la mano del escocés y lo condujo a un rincón en tinieblas.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Baen apretándole la mano.
– Nunca estuve con un hombre en la Noche de San Juan. Tengo veintidós años y considero que es hora de vivir esa experiencia.
– ¿Sabes por qué huyen las parejas del fuego?
– Sí, para hacer el amor. ¿Quieres hacerme el amor, Baen?
El joven dio un respingo. No podía verla y la única prueba de que ella estaba a su lado era la mano que aferraba la suya.
– Elizabeth, hace poco me dijiste que no eras una mujer ligera ahora sugieres que demos rienda suelta a nuestra pasión. Antes de avanzar, dime qué pretendes exactamente.
– ¿No deseas besarme?
– Sí, con locura.
– Entonces, ¿por qué no lo haces?
– Una vez me dijiste que los besos llevan a las caricias y las caricias la pasión.
– Quiero que me beses. Tengo veintidós años, soy una vieja doncella con escasas probabilidades de contraer matrimonio. Hoy es la Fiesta de San Juan y deseo ser besada en la oscuridad. Pero no quiero que lo haga cualquier hombre sino uno que me guste y al que admire, como tú Baen MacColl. -Le rodeó el cuello con los brazos y se apretó contra él de manera provocativa.
Él sintió los senos de Elizabeth oprimidos contra su pecho, y su delgado cuerpo adherido al suyo, firme y tenso. Cerró los ojos unos instantes para gozar de las sensaciones que ella le causaba. Elizabeth le acarició la boca con los labios.
– Bésame -susurró-, bésame.
Sus bocas se fundieron una y otra vez. Ella suspiró, lanzándole una bocanada de aire cálido en el rostro. Él acarició los rasgos que no podía ver por la densa negrura que los rodeaba. Luego le besó la trente, los párpados, la nariz, las mejillas, el mentón, antes de volver a la invitante boca y beber el dulce néctar de sus labios. La tocaba con ternura, como una prueba de su gran capacidad de control, pues lo que anhelaba en realidad era arrojarla sobre la hierba y poseerla completamente.
– Debemos detenernos -murmuró.
– ¿Por qué? Me gusta besarte.
Suavemente, Baen separó los brazos que rodeaban su cuello y se apartó de ella.
– Porque estoy empezando a sentir deseos de tocar todo tu cuerpo.
– Y yo también -admitió Elizabeth sin la menor timidez.
– Te has convertido en una jovencita desvergonzada -rió Baen-. Ya no sé qué hacer contigo.
– Yo sí. Bésame y acaríciame -propuso con picardía.
– ¿Y si luego queremos algo más que besarnos y acariciarnos? Jamás, e deshonraría, Elizabeth. No sería correcto -replicó con gesto adusto.
– ¿Cuál es el problema? -preguntó en tono desafiante-. Eres el único que me desea.
– Sabes que no soy digno de ti.
– Si fuera una simple aldeana, ¿me harías el amor en medio de la noche?
Elizabeth se acercó peligrosamente a él y volvió a abrazarlo del cuello. ¿Acaso no era lo bastante atractiva para que él la deseara? Y por qué ansiaba tanto que él le hiciera el amor?
– Elizabeth -dijo Baen con desesperación. El impulso de poseerla crecía con cada segundo que pasaba. ¡Ay, si fuera otra mujer, cuán fácil sería arrojarla sobre la hierba!
– Hagamos como si fuera una muchacha del pueblo. Olvídate de que soy la heredera de Friarsgate. Piensa que soy una linda muchacha que desea juguetear contigo en la Noche de San Juan. ¿Es tan difícil?
Él no era un mojigato ni un adolescente incapaz de refrenar la pasión. La joven quería que la besaran y la tocaran. Era en extremo apetecible y ¡Dios sabía cuánto la deseaba! Sin decir una palabra, la condujo hasta el campo donde se hallaban las parvas de heno, y la acostó en la más alejada de todas. Y allí se besaron apasionadamente hasta quedar exhaustos.
El corazón de Elizabeth latía a un ritmo frenético al sentir cómo el cuerpo firme del escocés la hundía en el dulce heno. Emociones nuevas, desconocidas, agitaban cada fibra de su ser. Sus lenguas anhelantes se enredaban y se acariciaban con deleite. Elizabeth gemía de placer, liberando la extraña pasión que se desarrollaba en su interior.
En un momento sintió una humedad pegajosa entre sus piernas. Baen comenzó a desatarle la blusa con sus hábiles dedos y deslizó una mano bajo la delicada tela para tocar sus pequeños y redondos senos. Ella lanzó un gritito, sorprendida, pero no lo rechazó. Los senos parecían cobrar vida al contacto con las grandes manos del escocés. La carne se tornó firme, tensa, y los deliciosos pezones se irguieron como púas.
– ¡Qué dulzura! -murmuró Baen mientras ella suspiraba de placer-. Nadie te tocó antes, ¿verdad?
– Sabes que soy virgen -atinó a responder Elizabeth, embargada por el placer que le brindaban sus caricias.
– Algunas vírgenes besan y acarician, aunque no permiten que les arranquen la virtud. En cambio tú jamás sentiste la mano de un hombre sobre tu cuerpo.
– No hasta hoy. ¿Y qué más me falta sentir? Enséñame, Baen -imploró la joven, convencida de que iba a desfallecer si él no le daba más. Por toda respuesta, Baen le abrió completamente la blusa, inclinó su oscura cabeza sobre uno de los pechos y comenzó a succionar el pezón.
– Oh, santo Dios! -gritó Elizabeth casi sollozando. Él lamía sus senos con avidez y ella se estremecía de júbilo. Se sentía transportada a un nuevo mundo-. ¡Más, quiero más!
Baen corrió la boca hacia el otro pezón y lo besó tan deliciosamente como al primero, al tiempo que escuchaba los atronadores latidos del corazón de Elizabeth. No pudo refrenar el impulso de deslizar una mano debajo de su falda y tocar su entrepierna con sensuales caricias. Para su sorpresa, ella no opuso la menor resistencia; al contrario, apretó su cuerpo contra la mano que frotaba suavemente su monte de Venus. Cuando Baen sintió en la piel los fluidos de su femineidad, decidió interrumpir el juego amoroso. Temía perder la cabeza y avanzar hasta un punto sin retorno. ¿Qué clase de locura lo había atacado? Él era un hombre mayor, experimentado, y ella era una virgen presa del deseo. Sabía portarse como un caballero, pero le resultaba imposible no ceder a la tentación de poseer ese cuerpo que se le ofrecía tan generosamente.
– Elizabeth, no podemos seguir.
– ¿Por qué? ¡Por favor, no te detengas, Baen! Es maravilloso. Con renuencia, él sacó la mano de debajo de la falda y le dio un rápido beso.
– Te deseo, Elizabeth. ¡Deseo todo tu cuerpo! Pero no quiero perjudicarte. Debes permanecer virgen para el hombre que algún día tendrá la inmensa fortuna de ser tu esposo, pequeña. Lo que hemos hecho no es sino el producto de la fiebre del verano y, por suerte, no llegamos a cometer ninguna tontería. -Volvió a anudar los lazos de la blusa, se paró y la ayudó a levantarse-. Vamos, si nos quedamos más tiempo, la gente empezará a pensar mal de nosotros.
Al principio le costaba caminar a Baen, pero la oscuridad era tan densa que nadie podría notarlo.
A Elizabeth le flaqueaban las piernas y apenas podía moverse por su cuenta. Se colgó del brazo de Baen, y mientras avanzaban juntos por el prado rumbo a la fogata, tuvo una revelación. Jamás se entregaría a un hombre cualquiera, sino a uno que le gustara y al que pudiera amar. Flynn Estuardo era encantador y había conquistado su corazón pero por un breve lapso. Sin embargo, tal como él mismo le había señalado, no era el candidato ideal. Solo se casaría con alguien que amara Friarsgate tanto como ella. ¿Podía ser Baen ese hombre? Se dio cuenta de que ambos tenían más cosas en común de las que había pensado en un principio Comenzó a entender mejor a su madre y sus hermanas, pero ¿serían ellas capaces de comprenderla y de aceptar al marido que eligiera?
– ¿Por qué dices que eres indigno de mí? -inquirió con calma.
– Sabes muy bien que soy un bastardo -empezó a decir Baen.
– También lo eran mis tíos abuelos: Edmund Bolton, el administrador de mis tierras, y Richard, prior de St. Cuthbert. Son hombres buenos a quienes todos respetan pese a su origen. Mi bisabuelo los reconoció y les dio gustoso su apellido. Eso ocurrió antes de casarse con mi bisabuela.
– Mi madre era hija de una campesina -prosiguió.
– Pero tu padre te ha reconocido y es el amo de Grayhaven -replicó Elizabeth-. Papá era un niño galés cuyo primo, administrador de Jasper Tudor, se apiadó de él y logró colocarlo como paje de la corte.
– Tu padre fue armado caballero, ¿verdad?
– Sí, luego de largos años de servir con lealtad y devoción a los Tudor. Pero carecía de tierras, Baen. Cuando conoció a mamá sólo tenía un caballo, la armadura y las armas. Era un hombre pobre.
– Yo sólo tengo a Friar. Todo lo demás pertenece a mi padre, incluso el caballo y la ropa que uso.
– De acuerdo, pero tu padre te ama, te respeta y te dará todo lo que le pidas, sin perjudicar a tus hermanos, quienes por lo que me has dicho, también te aceptan y te respetan.
– Le debo lealtad a mi padre.
– Me alegra oírte decir eso. La lealtad es una de las virtudes que más valoro en un hombre. Así que, por favor, no vuelvas a decirme que eres indigno de mí o de cualquier otra mujer.
– Besas mejor ahora -Baen cambió de tema.
– Gracias a las asiduas lecciones de Flynn Estuardo, supongo -bromeó Elizabeth con malicia.
Apuesto a que nunca te han dado una buena tunda en el trasero gruñó el escocés.
– Ahora estamos a la vista de todo el mundo, Baen. No lograrás asustarme con tus amenazas -replicó con una sonrisa burlona.
– Algún día, pequeña…
– Esperaré ansiosa la llegada de ese día, mi valiente escocés. Dime, ¿azotas traseros tan bien como besas y acaricias?
Baen estalló en una carcajada.
– Ya lo comprobarás, jovencita, pues sospecho que en algún momento deberé hacerlo.
– Es muy probable -coincidió Elizabeth.
Thomas Bolton los observó atentamente mientras regresaban. Los había visto huir del fuego, junto con otras jóvenes parejas. Según Maybel, Elizabeth jamás había hecho algo así. ¿Hasta dónde había llegado el flirteo? Había briznas de paja en el cabello de la joven, pero no tenía la expresión de una mujer satisfecha. El escocés era un auténtico caballero y no había sucumbido a la tentación. Lord Cambridge hablaría con su sobrina a la mañana siguiente. Tenía que averiguar cuáles eran sus sentimientos y si valía la pena seguir adelante con la estrategia que había planeado para resolver los problemas de la familia.
– ¿Estás tramando algo, tío? -preguntó Elizabeth sentándose en un banco junto a él.
– ¿Qué te hace pensar semejante cosa, mi querida?
– Estás frunciendo el ceño, como sueles hacer cada vez que meditas sobre algún problema. La Noche de San Juan no es el momento más propicio para sumirse en serias elucubraciones.
Ya era la madrugada. Comenzaba un nuevo día. "Es mejor que le hable ahora mismo" -pensó Thomas Bolton.
– ¿Te gusta el escocés? -preguntó sin rodeos.
– Nos viste cuando nos alejamos de la fogata -sonrió Elizabeth.
– No me has respondido, tesoro. ¿Te gusta Baen MacColl?
– Sí, tío, ya conoces mi afición por los escoceses.
– ¿Crees que sería un buen marido?
Elizabeth se ruborizó, pero al instante respondió:
– Sí, tío. Sin embargo, no olvides que es escocés y Friarsgate debe pertenecer a Inglaterra. Me gusta flirtear con él, pero tendría las mismas dificultades que con Flynn Estuardo.
– No, no es lo mismo. Flynn es hijo del difunto rey Jacobo IV y medio hermano del actual monarca de Escocia. Él les debe absoluta lealtad a los Estuardo. En cambio, Baen es el hijo bastardo de un hombre cuyas tierras son mucho más pequeñas que las tuyas. Pese a ser el primogénito, no tiene derecho a heredar. Todos los bienes de Colin Hay pasarán a manos de sus dos hijos legítimos.
– Baen es tan fiel a su padre como Flynn a su rey, tío. Él me dijo que carece de propiedades y que todo lo que posee pertenece a su padre.
– ¿Su padre realmente lo ama?
– Sí, mucho.
– Entonces aprovechará toda oportunidad de mejorar la posición de Baen. Conoció a su hijo cuando tenía doce años. Si bien le ha brindado cariño, conocimientos y protección durante veinte años, dudo que se oponga a que él se case contigo.
– Y se convierta en amo de Friarsgate, querrás decir.
– Siempre serás la dama de Friarsgate, tesoro, y Baen parece un hombre bueno e incapaz de usurpar tu lugar.
– Deja que eso lo averigüe yo misma con el tiempo. Él acaba de llegar y vivirá aquí varios meses. Necesito estar segura de que vamos a congeniar, tío. Además, te ruego que no le cuentes a nadie de esta conversación. No quiero que mamá y Logan se enteren todavía.
– En algún momento tendré que comunicar a tu madre que has vuelto a casa. Y sabes que sentirá curiosidad por saber qué haces.
– Dile solamente que se te ha ocurrido una idea y que precisas tiempo para analizarla.
– ¿Quién está tramando cosas ahora? -preguntó lord Cambridge jocoso.
– ¿Crees que Baen se casaría conmigo?
– Sería un tonto si no lo hiciera.
– ¿Volverás pronto a Otterly?
– He enviado a William a averiguar cómo avanza la obra. Me temo que requeriré de tu hospitalidad por un tiempo más, querida. ¿Estás de acuerdo? -le prodigó una dulce sonrisa. Sus brillantes ojos marrones transmitían todo el amor que sentía por ella.
– Por supuesto. Celebro que te quedes más tiempo, tío del alma, necesitaré tus consejos y tu protección cuando mamá y Logan me regañen.
– Terminemos ese asunto de una vez por todas, mi ángel. Mañana mismo le escribiré una carta a tu madre. No podré evitar que venga corriendo a Friarsgate, pero juntos la tranquilizaremos. Y cuando Rosamund haya regresado a Claven's Carn, te dedicarás a seducir al escocés. Dispondrás de parte del verano y de todo el otoño para cumplir tu cometido, pequeña.
– ¡Ay, tío! ¿Qué te hace pensar que intento seducirlo? Soy una virgen decente -declaró Elizabeth algo indignada.
– ¡Ja, ja, ja! Es imposible que no hayas heredado el carácter fogoso de tu madre y tus hermanas. Elizabeth, en tu relación con Baen MacColl, sigue siempre los dictados del corazón y del instinto. Jamás te defraudarán.
– ¡Me sorprendes, tío Tom!
– Lo sé, querida. Rosamund y tus hermanas también reaccionaban como tú ante mis consejos. No tengo esposa ni amantes, tesoro, pero conozco muy bien el amor. -Se levantó del banco-. Hay mucha humedad y las noches de verano no son buenas para este pobre anciano. Iré a la cama.
– Yo también. ¿Cuándo crees que regresará William?
– Dentro de unos días. Mañana enviaré un mensaje a tu madre y lo redactaré de manera tal que entienda que debe venir sola y no con Logan.
– Sería lo mejor. Si mi padrastro se entera de que estoy pensando en casarme con un escocés, me mandará a todos los hijos de sus amigos -suspiró-. No comprendo a ese hombre, tío. Esperó tantos años a mamá y, sin embargo, no entiende que yo también quiera amar y ser amada.
– Es a tu madre a quien tenemos que convencer, mi ángel. Ella se ocupará de explicar a su salvaje escocés que entregarás tu corazón a quien debas entregarlo.
A la mañana siguiente enviaron un mensajero a Claven's Carn y unos días más tarde Rosamund Bolton Hepburn apareció en Friarsgate acompañada solo por el emisario y John Hepburn, su hijastro. Lord Cambridge corrió a saludar a su adorada prima con un cálido abrazo.
– ¡Queridísima mía! -exclamó besándola en ambas mejillas-, Luces radiante como siempre. ¡Bienvenida a casa!
La escoltó hasta el salón donde Maybel aguardaba a la mujer que había criado. Las dos se abrazaron emocionadas y se sentaron a parlotear. Minutos más tarde, la anciana nodriza se levantó del asiento.
– Veré cómo anda la cena.
Lord Cambridge se sentó junto a Rosamund y le ofreció una copa de vino.
– Supongo que me hará falta un trago. ¿Dónde está Elizabeth?
– Donde debe estar: en el campo contando las ovejas. Es una excelente ama y señora de Friarsgate.
– Sin marido ni herederos. ¿No había ningún candidato potable en la corte? ¿Alguien a quien mi hija pudiera amar?
– Nadie, absolutamente nadie. Estuvo flirteando un poco con el hijo bastardo del difunto Jacobo Estuardo y mensajero personal de Jacobo V en la corte de Enrique Tudor. A propósito, nuestro rey te manda saludos.
– ¿Y Catalina no?
– La reina no estaba en la corte. La enviaron a Woodstock. Ana Bolena es quien gobierna ahora en su lugar. Enrique está muerto de amor por ella.
– ¡Pobre Catalina! Pese a ser una reina y a su gran devoción a Dios, ha tenido una vida mucho más desdichada que la de cualquier mujer humilde. Siento una gran pena por ella, Tom. Y de haber estado en la corte, estoy segura de que Catalina le habría conseguido un buen esposo a mi hija. Pero me decías que se te ocurrió una posible solución para este problema. Dímela ya mismo, te lo suplico.
– Baen MacColl acaba de regresar a Friarsgate… -empezó a decir lord Cambridge.
– ¿El escocés que estuvo aquí el invierno pasado? ¿Para qué ha vuelto? ¿Qué pretende?
– Su padre, el amo de Grayhaven, envió una carta solicitando que recibiéramos a su hijo en Friarsgate y le enseñáramos todo sobre el negocio de la lana, pues tiene la intención de instalar una empresa similar en sus tierras. Edmund no vio razones para oponerse y le dio su beneplácito. Pues bien, resulta que el invierno pasado surgió una cierta atracción entre Baen y Elizabeth. Y aún persiste. El joven no puede recibir ningún legado de su padre porque los legítimos herederos son sus hermanos. Elizabeth lo aceptaría como marido si logra convencerlo, por supuesto, porque el muchacho es extremadamente leal a su padre y no quiere defraudarlo.
– ¿Sugieres que un escocés sea dueño de Friarsgate?
– Baen no tiene aspiraciones políticas, Rosamund. Sólo profesa lealtad a su familia.
– No olvides que los escoceses se vuelven férreos nacionalistas cuando se ven enfrentados a una guerra con Inglaterra. Logan y yo tuvimos suerte hasta ahora, pero si estallara la guerra entre nuestros países, no sé qué haríamos, Tom.
– Se encerrarían en Claven's Carn y esperarían a que el conflicto llegara a su fin. Además, cuando hay guerra, los ingleses suelen apuntar a Edimburgo, que queda tan lejos de Friarsgate como de Claven's Carn. Siempre hemos estado seguros en esta región.
– ¿Qué sabemos realmente de este Baen MacColl?
– En primer lugar, sabemos que es un buen hombre. Quédate unos días con nosotros y lo comprobarás con tus propios ojos.
– ¿Tiene intenciones de casarse con mi hija?
– Querida prima, ese tema no se ha tocado aún. Sólo se tocará en el momento en que Elizabeth lo decida.
– ¡O sea que el escocés ni siquiera ha manifestado interés por mi hija! -protestó Rosamund.
– Es un joven humilde, tesoro, y se considera indigno de ella explicó lord Cambridge tratando de aplacar la ira de su prima.
– Y aun así Elizabeth tratará de convencerlo.
– Me temo que sí.
– Lamento que no haya conseguido un esposo inglés en la corte. Pero, ¿por qué tiene que elegir precisamente a este hombre?
– Porque desde que conocí al conde de Glenkirk, mamá -interrumpió Elizabeth, que acababa de entrar en el salón-, siempre he tenido debilidad por los escoceses. ¡Bienvenida a casa!
Rosamund la estrujó con fuerza y luego la miró fijamente a los ojos.
– ¿Estás enamorada de él?
– Creo que sí. No sé muy bien qué es el amor, pero estoy aprendiendo.
– ¿Se ha aprovechado de ti, hija mía? -preguntó Rosamund con temor.
– No, mamá, fue al revés: ¡yo me aproveché de él! -rió la joven pero él se resiste y dice tonterías sobre el honor y su condición social.
– Seguiré tu consejo, Tom, y me quedaré unos días para observar a este escocés tan quisquilloso -suspiró Rosamund.
– Por favor, mamá, no le digas nada. Lo último que deseo es espantarlo -suplicó Elizabeth-, Realmente me gusta.
A los pocos días Rosamund descubrió que también le agradaba Baen MacColl. Era algo rudo y de una extraña manera le recordaba a Owein Meredith. Era atento, sentía un gran amor y respeto por la tierra y trataba a la dama de Friarsgate con consideración, igual que Owein. Pero había un problema: era escocés y, para colmo, nacido y criado en las Tierras Altas. Era evidente, a los ojos de la madre, que a Elizabeth le gustaba. ¿Por qué había puesto la mira en un escocés? La noche anterior a su regreso a Claven's Carn, Rosamund contó sus preocupaciones a Thomas Bolton.
– No sé qué hacer, Tom. Por primera vez en mi vida no sé qué hacer. Tienes que ayudarme.
Sentado tranquilamente en una silla, lord Cambridge acariciaba a su gatito Dominó, que ronroneaba en su regazo.
– Tú fuiste la primera en darle el ejemplo, querida. Elizabeth es distinta de la mayoría de las mujeres de su edad. Es muy consciente de sus responsabilidades como terrateniente. No se contentará con sentarse junto al fuego tejiendo y criando un niño tras otro. Siente devoción por Friarsgate y necesita un hombre que la comprenda y no intente convertirla en algo que no es. ¿Preferiría yo que fuera inglés y no escocés? ¡Qué importa eso, tesoro! Por primera vez en su vida tu hija se ha enamorado de un hombre, y él también la ama. Sospecho que empezó en el invierno. Pero Baen también tiene un gran sentido y sabe muy bien qué y quién es. No sé qué pasará, Rosamund. Mi consejo querida prima, es que dejemos que la naturaleza y el destino siga su curso.
– ¿Y qué hará Elizabeth para resolver los dilemas del muchacho? ¿Cómo conseguirá arrancarle la promesa de mantenerse neutral en ¿en caso de que estalle una guerra entre ambos países? ¡Friarsgate no puede quedar en medio de dos bandos opuestos!
– Dejemos que ellos resuelvan esos asuntos a su manera. Ya encontrarán juntos una solución, porque el amor sin duda zanjará cualquier diferencia. Elizabeth convencerá al renuente escocés de que debe permanecer a su lado, te lo aseguro. Y el señor Colin Hay no se opondrá a que su hijo bastardo despose a una heredera, aun cuando ello implique perderlo.
– Logan se pondrá furioso cuando se entere de que Elizabeth se ha enamorado de un escocés. ¡Le encantaría que ella desposara a alguno de los hijos de sus amigos!
– ¡Ay, los viejos tiempos! Recuerdo cómo era tu Logan cuando te perseguía para casarse contigo. Apasionado, temerario… ¡hasta peligroso, diría! Ahora que está satisfecho contigo y con sus hijos, se ha vuelto un ser normal y aburrido. Parece que ese es el destino de los hombres una vez que contraen matrimonio. ¿Por qué viniste con John? Estuvo casi todo el tiempo con el padre Mata; apenas pude verlo.
– Mata le presentará al prior Richard dentro de unos días.
– ¿Logan finalmente dio el brazo a torcer? ¿Cómo no me lo dijiste antes, tesoro?
– No dio el brazo a torcer, primito. Logan comprendió que la vocación de John no es ser dueño de Claven's Carn, pero aún mantiene la esperanza de que cambie de opinión antes de tomar los votos definitivos.
– Pero no cambiará de opinión y, por consiguiente, tu hijo Alexander se convertirá en el heredero de su padre. ¿Me equivoco? John trazará su propio camino, como lo hará Elizabeth.
– Y como lo hice yo -acotó Rosamund-. Gracias, Tom.