CAPÍTULO 15

Rosamund advirtió con angustia que los intentos de Elizabeth y Baen Por zanjar sus dificultades nunca llegaban a buen puerto. Admiraba realmente la paciencia de su yerno, pues al parecer su hija no podía resistir la tentación de zaherirlo cada vez que se presentaba la oportunidad. Muchas veces estuvo a punto de reprenderla severamente, pero, sabiendo que eso empeoraría las cosas y que Elizabeth pensaría que ella estaba a favor de Baen, prefirió el silencio.

– ¿Amas a Baen? -le preguntó Rosamund una tarde.

– Pienso que sí. No me hubiese acostado con él si no lo amara.

– Pero ahora, ¿lo amas? -insistió la madre.

– No lo sé.

– O lo amas o no lo amas, no hay otra alternativa -exclamó con impaciencia-. Piénsalo bien, Elizabeth. Un heredero no es suficiente para Friarsgate y es mejor concebir a los otros con el hombre que amas.

– Empiezo a entender a Philippa -dijo Elizabeth con mordacidad.

Rosamund se echó a reír sin sentirse ofendida en lo más mínimo.

– Su renuncia a la herencia fue tu ganancia, hija mía. Amas a Friarsgate con tanta pasión como yo. Los niños son frágiles.

– El que llevo en el vientre es un muchacho grande, saludable y perezoso. Si no nace pronto, creo que me volveré loca. Y en cuanto a tener otros hijos, no es el momento apropiado para hablar del asunto, mamá.

– Pero Baen es un buen hombre.

– Sí, lo es -admitió la joven.

Pasaron varios días y Rosamund calculó que su hija ya estaba a punto de parir, pero Elizabeth no mostraba señales de dar a luz.

Recién el Día de San Juan, a comienzos del verano, los gritos de una mujer despertaron a la señora de Claven's Carn, que saltó de la cama y, cubriéndose con una capa, se encaminó al dormitorio de Elizabeth, de donde provenían indudablemente los alaridos.

La encontró en medio de un charco de líquido junto a Nancy, que la contemplaba paralizada de miedo. Rosamund se hizo cargo inmediatamente de la situación.

– Nancy, dile al cocinero que caliente el agua y que tengan listos los paños limpios. ¿Los han preparado con anticipación?

La doncella se limitó a mirar, perpleja.

– ¡Ay, Bessie! ¿No fuiste capaz de preparar los lienzos para el parto? ¿Se puede saber qué otras cosas no hiciste mientras permanecías sentada quejándote estas últimas semanas? -Luego se dirigió a la doncella-: Dile a la lavandera que necesitamos paños limpios. Y que Albert se encargue de encontrar la mesa de partos, debe de estar en el ático. Que la traiga al…

Rosamund hizo una pausa para decidir dónde convenía ponerla, y agregó:

– Que la traiga al salón, junto al fuego. ¿Está lista la cuna de mi nieto?

– ¡La cuna! -exclamó Elizabeth.

– ¡No me digas que tampoco está en condiciones! Reconozco que eres una excelente castellana, pero ahora tienes otras obligaciones, además de Friarsgate, y debes cumplirlas lo mejor posible. La cuna también está en el ático, Nancy. ¡Vamos, muchacha, apúrate!

– ¿Voy a tener el bebé? -preguntó con voz trémula.

– Sí. La bolsa se ha roto y la criatura va a nacer.

– ¿Cuándo?

– Cuando lo juzgue conveniente -repuso Rosamund, lanzando una breve carcajada-. Algunos partos son rápidos. Otros no. ¿Tienes dolores?

Elizabeth meneó la cabeza.

– Te sacaré la camisa y luego bajaremos al salón, preciosa.

La madre le quitó la camisa empapada en sudor y le puso una limpia. Luego la sentó en la cama y tras cepillarle la abundante cabellera rubia, la recogió en una sola y larga trenza.

– Tu padre tenía el cabello igual al tuyo -comentó.

– ¿Mamá? -dijo de pronto con una voz lastimera, insólita en ella-. Tengo mucho miedo, mamá.

– ¡Tonterías! He parido ocho hijos sin ningún contratiempo, eres una muchacha saludable y has guardado el debido reposo. Vamos bajemos al salón. Puesto que te has olvidado de hacer los preparativos para el nacimiento, me ocuparé de compensar tu negligencia. ¿Quieres que mande buscar a tu marido?

– Baen es una persona muy confiable -dijo Elizabeth, mientras bajaba lentamente la escalera.

– Según Edmund, fue una suerte que me casara con él. ¿Dónde está Maybel? ¡Necesito a Maybel!

– Le diré a Albert que la traiga -respondió Rosamund ayudando a su hija a sentarse en la silla de respaldo alto, junto al fuego-. Bebe un poco, te hará bien. Me ocuparé de que todo esté en orden antes de que comience el parto.

Varios criados entraron en el salón tambaleándose bajo el peso de la enorme mesa de partos. Los seguía Albert llevando la vieja cuna ahora ennegrecida por el tiempo. Rosamund y su hermano habían dormido en ella, así como su padre y sus tíos. E incluso había mecido a sus tres hijas allí. Sintió que las lágrimas le inundaban los ojos y parpadeó para evitar que fluyeran. El tiempo se deslizaba con demasiada rapidez.

– Envía un criado a la casa de Maybel y otro a buscar al amo.

– Enseguida, milady -replicó Albert.

Todos se afanaban por llevar a cabo las tareas correspondientes. Dos robustas criadas de rojas mejillas habían restregado la pesada mesa de partos, la habían secado cuidadosamente y habían colocado varias almohadas en uno de sus extremos. La cuna fue desempolvada y pulida. Maybel, que acababa de entrar en el salón como un torbellino, la miró extasiada y colocó en el fondo el nuevo colchón que ella misma había confeccionado. Sus ojos se encontraron con los de Rosamund y las dos mujeres sonrieron con aire cómplice.

– ¿Cómo te sientes, polluela? -le preguntó a Elizabeth.

– El niño es un perezoso, Maybel. En vez de nacer ha preferido dormir la siesta.

– ¡Qué disparate! Nacerá muy pronto. La criaturita tiene buenos modales y está esperando a que todo esté listo para recibirlo.

Con la ayuda de Maybel, Rosamund terminó de poner el salón en condiciones. Todos hablaban en voz baja, expectantes, mientras aguardaban el nacimiento del próximo heredero de Friarsgate.

Albert se aproximó.

– El cocinero desea saber si debe preparar el almuerzo, milady.

– Todo se hará como de costumbre. La familia necesita comer, Albert.

– Muy bien, milady.

– Ahora ve y hazle la misma pregunta a tu ama. Deberías haberte dirigido primero a ella, no a mí -lo reprendió amablemente.

– Le pido disculpas, milady -replicó Albert, ruborizado.

– Entiendo. Eras un niño cuando yo regía en este salón, pero ahora la castellana es mi hija, no lo olvides.

El sirviente se acercó a la joven, intercambió unas breves palabras con ella, le hizo una reverencia y se marchó. Rosamund había observado la escena y se sintió satisfecha.

Al promediar la mañana, Elizabeth tuvo la primera contracción.

– ¡Mamá, me duele! -exclamó sobresaltada, con los ojos abiertos de par en par.

– El parto ha comenzado. Vamos, levántate y caminemos un poco. Eso te ayudará.

Durante varias horas los dolores fueron esporádicos, pero al finalizar la tarde era evidente que las contracciones se producían con mayor frecuencia, eran más intensas y más prolongadas. Era el día más largo del año y la servidumbre no veía la hora de unirse a las festividades de la noche de verano. Las fogatas de San Juan ya estaban ardiendo.

– ¿Dónde está mi marido? -preguntó Elizabeth malhumorada.

– Aquí, mujer -repuso Baen. Había llegado al salón más temprano, pero juzgó más sensato mantenerse al margen-. ¿En qué puedo ayudarte, mi amor? -le dijo, arrodillándose a su lado y tomándole la mano.

– Quédate conmigo.

Él no pudo menos que sorprenderse. El estado de ánimo de su esposa no se había dulcificado en las últimas semanas, ni siquiera con la llegada de su madre.

– Estoy aquí y no me iré a ninguna parte.

– Ponía en la mesa de partos -le pidió Rosamund-. Ya es tiempo.

– ¿El bebé está por nacer? -le preguntó Elizabeth a su madre.

– Vendrá a su debido tiempo. Pero es hora de que lo ayudes a salir al mundo, Bessie.

– ¡No me llames Bessie! ¡Ay, ay, ay! ¡Cómo duele, mamá!

– Claro que duele. Estás a punto de expulsar al niño de tu cuerpo.

– Si va a haber alegría, primero debe haber dolor.

El largo crepúsculo de verano duró casi hasta medianoche y después reinó la oscuridad. Las contracciones se sucedían una tras otra, sin darle un respiro. Elizabeth sentía una terrible presión en el bajo vientre y gotas de sudor le perlaban la frente. Los rubios mechones, liberados de la trenza, caían, lacios, alrededor del rostro. De pronto sintió un dolor agudísimo, como si le atravesaran las entrañas con un cuchillo, y lanzó un grito desgarrador. La expresión de sus ojos se parecía a la de un animal atrapado.

– ¡Mamá! -aulló, incapaz de controlarse.

– Lo estás haciendo muy bien, hijita -la tranquilizó Rosamund, aunque ciertamente no se sentía tan segura como aparentaba. Su mirada se encontró con la de su yerno.

– Necesito alejarme un momento, querida. Volveré de inmediato -le dijo, palmeándole cariñosamente la mejilla. Baen no tardó en seguirla.

– ¿Qué ocurre, Rosamund? -El niño es muy grande, y es su primer parto.

– ¿Qué puedo hacer al respecto?

– ¿Alguna vez ayudaste a parir a un animal?

– Sí. Una de las vacas de mi padre tuvo dificultades durante el alumbramiento. Yo le metí la mano y logré sacar al ternero.

– Entonces debes hacer lo mismo con tu hijo. Si podemos liberar la cabeza y los hombros, el resto saldrá por sí solo. El bebé se ha esforzado en vano por salir. Indudablemente, está extenuado. Y eso es peligroso para ambos.

Regresaron a la mesa de partos, donde Elizabeth yacía a medias consciente. Al escucharlos llegar, abrió los ojos.

– ¿Qué ocurre? ¿Me voy a morir, mamá? ¿El niño está bien?

– El niño es grande-dijo Rosamund.

– Lo sé. ¿Acaso no te dije que era grande?

– Necesitas ayuda para parirlo. Ya no te quedan fuerzas, y tampoco al bebé. Por lo tanto, su padre lo ayudará a venir al mundo y luego tú harás el resto.

– ¡No! Lo pariré sola.

– ¡Por el amor de Dios, mujer! -rugió Baen-, ¡Ya no aguanto más! Te quiero, Elizabeth. ¿Comprendes lo que te digo? Te quiero con toda mi alma. Y te pido perdón por haberte abandonado. Debí tener la sensatez y el coraje de pedir la bendición de mi padre y casarme contigo Pero me comporté como un tonto y perdí lo que más deseo en el mundo: tu amor. Lo lamento. ¡Pero no voy a permitir que tu tozudez ponga en peligro tu vida y la vida de mi hijo! Y ahora déjame ayudarte, inglesa cabeza dura.

Por primera vez en su vida Elizabeth se rindió sin proferir palabra. Luego se dejó caer sobre las almohadas, al tiempo que miraba cómo su marido se lavaba las manos y luego se untaba la mano y parte del brazo con aceite de oliva.

– Avísame cuando sientas que viene el dolor.

Ella asintió en silencio y, un momento más tarde, exclamó: "¡Ahora!". Estaba de espaldas, con las piernas separadas, las rodillas en alto y los pies apoyados en la mesa. Fascinada, lo vio inclinarse y meter la mano dentro de ella. Un dolor insoportable invadió todo su cuerpo.

Al inclinarse, Baen había visto la cabeza del niño, de modo que no vaciló en tomarla entre el pulgar y el índice con el propósito de liberar la oscura testa del túnel materno, cuya apertura se había dilatado considerablemente. Elizabeth aulló de dolor cuando la cabeza y los hombros del niño salieron finalmente al mundo. Baen la miró y el corazón se le partió en dos al descubrir que estaba bañada en lágrimas.

– Cuando venga la próxima contracción, trata de pujar, amor mío. Lo peor ya pasó, muchacha, ¡y el niño es bellísimo!

– No lo has visto entero -se quejó.

– Tal vez sea una niña.

Luego hizo una mueca y, como si ya no pudiera soportar más el sufrimiento, pujó con todas sus fuerzas hasta expulsar el bebé. Lo envolvieron en un paño limpio y Rosamund le abrió la boca a fin de extraer de ella cualquier sustancia extraña. El niño tosió y comenzó a llorar. Baen sonreía, radiante.

– Tenemos un hijo, preciosa. Es perfecto, aunque de un tamaño insólito, lo admito -dijo, inclinándose para besarla.

Elizabeth lo miró, pálida y exhausta.

– ¿Dijiste en serio que lamentabas haberme abandonado y que todavía me amas?

– Sí, lo dije en serio -repuso con sus bellos ojos grises rebosantes de amor.

– Entonces te perdono -murmuró. Después ahogó un grito de dolor y miró a su madre, sorprendida-. ¡Mamá, todavía me duele!

– Pero mucho menos que antes, ¿verdad? Es la placenta. Cuando la hayas expulsado, Baen la llevará afuera y la enterrará bajo un fresno o un roble.

– ¿Para qué? -preguntó Elizabeth.

– Para que tenga todas las cualidades de ese árbol, hijita. Su belleza, su fuerza.

– Quiero ver a Thomas.

– ¿Thomas? -inquirió Rosamund.

– Thomas Owein Colin Hay -repuso la joven mirando a Baen-. Con tu permiso, querido, desde luego.

– Es un lindo nombre para un muchacho, querida esposa.

Elizabeth le devolvió la sonrisa. Desde su regreso a Friarsgate, era la primera vez que le sonreía auténticamente. Baen se dio cuenta de que, embargado por el miedo de perderla y de perder a su hijo, le había pedido disculpas y había admitido que ella tenía razón. Estuvo a punto de echarse a reír. ¿Algo tan simple como una disculpa era todo cuanto se necesitaba para solucionar sus desavenencias? ¿Por qué no se le había ocurrido antes? Porque ambos tenían razones válidas y ambos eran igualmente tozudos. Pero ya no tenía importancia. Le había sonreído y pedido su opinión con respecto al nombre del niño.

Entonces pusieron en sus manos la bacinilla con la placenta.

– La enterraré de inmediato y luego anunciaré el nacimiento de nuestro hijo… con tu permiso, desde luego.

Elizabeth asintió con la cabeza y tendió los brazos para recibir el envoltorio que le alcanzaba Maybel.

– Oh, es un lindo muchachito, el más lindo de todos los recién nacidos que vi en mi vida. Y es el vivo retrato de su padre, no cabe duda -gorjeó la anciana.

Elizabeth contempló, arrobada, a su hijo. Luego levantó la vista y miró a Maybel y a su madre.

– Gracias por estar conmigo -murmuró suavemente, antes de concentrar su atención en el niño. Tenía el cabello oscuro y los ojos azules, aunque, según su madre, el color de los ojos podía variar, pasado un tiempo.

– Algo ha cambiado, mamá -dijo Elizabeth, rompiendo el silencio en el que se habían sumergido.

– Lo sé.

– ¡Se disculpó, mamá! ¿O fuiste tú quien le pidió que lo hiciera?

– No, hijita, jamás se me hubiera ocurrido.

– ¡Me ama!

– Y mucho. Pero eso ya lo sabías. ¿Han hecho finalmente las paces? Elizabeth asintió. Estaba exhausta y no veía la hora de meterse en la cama.

– El parto fue difícil.

– No el más difícil que haya visto, pero bastante largo. Necesitas descansar, preciosa. Cuando Baen regrese te llevará al dormitorio -repuso Rosamund, al tiempo que alzaba al bebé.

– ¿Dónde está la niña encargada de mecerlo?

– Aquí, milady -dijo una jovencita.

Rosamund puso a Thomas en la cuna.

– Mécelo suavemente -le encomendó a la niña.

– Sí, milady.

– Es la sobrina de Alfred. Se llama Sadie -acotó Maybel.

– Cuida bien a mi nieto, Sadie.

– Sí, milady.

Con la ayuda de Nancy, las dos mujeres se dedicaron a limpiar toda evidencia del parto. Ya habían terminado cuando Baen regresó al salón y llevó a su esposa a la cama para que gozase de un merecido descanso. AI volver, las encontró sentadas a la mesa, comiendo. El padre Mata no tardó en llegar y felicitó a Baen por el nacimiento de su hijo

– ¿Cuándo piensan bautizarlo?

– ¿Vendrá tu padre del norte para asistir a la ceremonia?

– No, Rosamund. Él jamás abandona sus tierras, pero quizá venga mi hermano menor. Me gustaría que fuese el padrino, junto con lord Cambridge. -Luego se dirigió al sacerdote-: El niño parece fuerte y saludable, padre. Podemos esperar un poco, ¿no lo cree? El sacerdote asintió.

– Estoy aquí para serles útil, en caso de producirse una emergencia, Baen.

– Entonces lo bautizaremos el 10 de agosto, cuando se celebre el comienzo de la cosecha. Eso le permitirá al mensajero llegar a tiempo al norte y traer a Gilbert con él.

– Y yo volveré mañana mismo a Claven's Carn -anunció Rosamund-. Pero deberían enviar a alguien a Otterly a fin de avisarle a mi primo que su tocayo ha llegado al mundo sano y salvo. Y pedirle a Albert que lleve la cuna al dormitorio de Elizabeth para que le dé de mamar. La pobrecilla no podrá bajar al salón cada vez que el pequeño Thomas tenga hambre. El bebé y Sadie deben estar siempre con ella. ¿Ya han elegido a la niñera?

– ¿Piensas que le permitiré a otra persona ocuparse de esa preciosa criatura? -exclamó indignada Maybel-. No soy tan vieja para desempeñar esa tarea, Rosamund Bolton.

– No. Pero debes estar con Edmund por las noches, y si él se enferma, ¿quién cuidará del niño? Lo que necesitamos es tu consejo para elegir a una niñera.

– La madre de Sadie, Grizel, es viuda y muy competente.

– ¿Me prometes que hablarás con ella, querida Maybel?

– No lograrás engatusarme, milady -dijo riéndose y apuntándola con el dedo-. Recuerda que te crié y conozco todas tus artimañas. No soy tan tonta para no comprender que necesito la ayuda de una mujer más joven.

Rosamund se inclinó y besó a la anciana en ambas mejillas.

– Gracias, Maybel. -Luego invitó a su yerno y al sacerdote a sentarse a la mesa y desayunar con ellas-. Has pasado la noche en vela y necesitas descansar, Baen. También a usted, padre Mata, se lo ve exhausto.

– He pasado la noche rezando por Elizabeth y por el niño. No crean lúe han sido los únicos en ayudar a la dama de Friarsgate -sonrió. Una buena razón para reposar un poco y recuperar las fuerzas.

– Hay trabajo que hacer, Rosamund. Por ejemplo, segar el heno y…

– De eso se encargará Edmund -lo interrumpió su suegra.

Él se abstuvo de discutir. Nunca en su vida se había sentido tan cansado. "Como si fuera yo quien hubiera parido a mi hijo"-pensó, y la sola idea le arrancó una sonrisa de felicidad. Comió rápidamente y se levantó de la mesa, luego de excusarse. Una vez llegado al piso de arriba se encaminó al cuarto donde había dormido hasta ese momento. Estaba ansioso por ver a Elizabeth y no dudó en abrir la puerta que conectaba ambas alcobas y en trasponer el umbral.

Su esposa yacía de espaldas con los ojos cerrados, aunque sin dormir. Estaba exhausta y a la vez excitada por el nacimiento del niño. Al escuchar el ruido de la puerta, abrió los ojos y contempló a Baen.

– ¿Has comido? -le preguntó con una sonrisa beatífica.

Él se sentó en el borde de la cama y, tomándole la mano, se la besó.

– Sí, ya desayuné. Según tu madre, me hace falta dormir. Edmund se ocupará del heno.

– Mi madre tiene razón, como de costumbre. Estuviste conmigo toda la noche hasta el amanecer. Y Thomas es la criatura más hermosa del mundo, ¿no es cierto, Baen? -dijo. Su rostro brillaba de felicidad, una felicidad que nunca había experimentado antes.

– Sí, el niño es precioso y tú eres muy valiente, mi dulce mujercita.

– Nos salvaste, Baen. No podría haber dado a luz sin tu ayuda. Estaba demasiado débil y si no lo hubieras sacado, ambos habríamos muerto. Y no quería morir sin decirte que te amo.

– No necesitabas decírmelo, pues lo sabía. Después de todo, siempre tuviste debilidad por los escoceses.

– Sí -admitió ella con una risita-. Siempre tuve debilidad por ustedes, malditos escoceses.

Él se inclinó y sus labios se unieron en un rápido beso.

– Y ahora duérmete, mi amor.

– Quédate conmigo, Baen -le suplicó-. Dormiré mejor en tus brazos.

Cuando Rosamund se asomó a la alcoba una hora más tarde los encontró profundamente dormidos. Baen, con la espalda reclinada e las almohadas, abrazaba a Elizabeth y había dejado caer la cabeza sobre la rubia testa de su esposa, que descansaba en el pecho del joven. Rosamund cerró la puerta tan sigilosamente como la había abierto. Al día siguiente regresaría a Claven's Carn libre del peso que había oprimido su corazón en los últimos meses, sabiendo que su hija menor y su yerno convivirían en paz. Luego se dirigió a la biblioteca, tomó un pergamino y le escribió a Tom Bolton invitándolo al bautismo. No pudo dejar de sonreír al imaginar las airadas protestas de su primo, harto de que lo obligasen a viajar una vez más, pero el trayecto entre Otterly y Friarsgate era relativamente corto. Vendría, y también vendrían Banon y Neville con sus dos hijas mayores, pues no había lugar para alojarlas a todas. Y, por cierto, ella, Logan y sus cinco hijos estarían presentes. Pensaba escribirle a su tío Richard Bolton para que enviase a John Hepburn. Sería maravilloso pasar el día en familia.

Elizabeth se entristeció al saber que su madre partiría al día siguiente, pero Rosamund pertenecía a Claven's Carn. Aunque había notado que en este viaje los sirvientes la trataban con más deferencia que a ella. Evidentemente, la disciplina se había relajado durante los últimos meses de su embarazo, y era hora de que la servidumbre recordase quién era la auténtica señora de Friarsgate.

Poco a poco, se fue recuperando. Al principio, como no podía subir y bajar las escaleras, Baen la cargaba en brazos y pasaba las tardes en el salón. Una semana después, ya estaba de nuevo en la biblioteca, y a medida que iba recobrando las fuerzas, aumentaban sus actividades. Cuando llegó el día del bautismo, Elizabeth había vuelto a ser la misma de siempre.

– Querida muchacha! -exclamó lord Cambridge al verla-. ¡Estás enamorada! ¡Cuán maravilloso! ¿No es cierto que el amor es maravilloso, Will? – le preguntó a su secretario.

Elizabeth se echó a reír.

– Siempre tan romántico, tío -dijo, y luego besó a Will-. Veo que lo has cuidado muy bien y te lo agradezco. Tom es mi pariente favorito, ¡Entren, entren, por favor!

Poco después llegaron Banon y Neville.

– Jemima está de lo más disgustada porque no la incluyeron -le comentó a su hermana y, tras una pausa significativa, agregó-: Ojalá yo luciera tan espléndida como tú después de un parto, Elizabeth. No has engordado nada. ¿Sabías que acabo de tener un varón? Se llama Enrique, por el rey.

– No podía albergar a toda tu familia -dijo Elizabeth, sin inmutarse por la velada queja de su hermana-. Mamá pensó que era mejor que vinieran solo las dos mayores. Si hubiéramos incluido a Jemima las otras habrían querido venir. Y no hay espacio suficiente. Mis hermanos, por ejemplo, han sido relegados a los establos.

– ¿No sería más sencillo agrandar la casa?

– Estamos considerando esa posibilidad.

– De modo que finalmente te has casado con el escocés. ¿Dónde está? -dijo, mirando a su alrededor.

– Es el hombre más grande del salón -repuso orgullosamente Elizabeth.

– ¡Santo Dios, Bessie! ¡Es terriblemente apuesto! ¿Cómo diablos te las ingeniaste para atraparlo?

– Lo seduje. ¡Y, por favor, no me llames Bessie!

– ¡No es posible! -exclamó Banon un tanto escandalizada-. Jamás te hubiera creído capaz de hacer algo semejante.

– Pues créelo, Banon. La prueba de mi mal comportamiento está ahora en brazos de tío Thomas.

Su hermana miró, perpleja, al bebé que sostenía lord Cambridge.

– ¡Pero es enorme! ¿Cuándo lo pariste?

– El 25 de junio al amanecer.

– Nunca pensé que encontrarías un hombre apropiado para ti… y para Friarsgate, pero evidentemente lo has hecho -dijo abrazándola con fuerza-. ¡Me alegro tanto, Elizabeth! Ardo en deseos de que Philippa lo conozca. La invitaste, supongo.

– Sí, yo misma le escribí una carta, pero no vendrá. Está demasiado ocupada atendiendo a la reina Catalina. El rey no quiere verla y la ha enviado primero a Moor Park, en Hertfordshire, y luego a Bishops Hattfield. Y le han quitado la custodia de su hija, al menos eso me ha escrito Philippa.

– Pobre reina Catalina -se compadeció Banon.

– Pobre tonta -repuso Elizabeth-. Ana Bolena me dijo que sería reina, y lo será, tarde o temprano. Sin embargo, admiro la inquebrantable lealtad de mi hermana.

– Sí, ella cree que se lo debe todo a la reina. Por mi parte, prefiero vivir en el campo y no en la corte.

– El bienestar de Philippa, como el de todos nosotros, es obra de Tom Bolton.

– Así es, querida -coincidió Banon.

Poco después, Thomas Owein Colin Hay se convirtió en cristiano en la misma iglesia donde había sido bautizada su madre. Lord Cambridge y Gilbert Hay, que había venido de Escocia tal como Baen había previsto, eran los padrinos. El bebé chilló cuando el agua bendita mojó su oscura cabeza, lo que se consideró un buen augurio, pues el demonio había sido expulsado del niño mediante el simple acto del bautismo. Tanto la madre y el padre como los parientes sonrieron complacidos.

– Es un lindo y valiente muchachito -dijo Gilbert mirando al niño que tenía en brazos-. Papá se alegrará cuando se lo diga.

– Ojalá hubiera venido contigo -murmuró Baen.

– Oh, ya sabes cómo es. Jamás sale de sus tierras. Últimamente ha visitado Glenkirk. El conde no está muy bien de salud. Piensan que no pasará otro invierno, pero ¿quién sabe? El viejo es un hueso duro de roer.

Hubo festejos en honor del pequeño. Los habitantes de Friarsgate, luego de admirar al nuevo heredero, comieron y bebieron hasta el hartazgo. Y cuando el sol desapareció en el horizonte y pusieron al niño en la cuna, custodiado por Sadie, comenzaron las danzas y los bailes.

Por último, regresaron a sus hogares. La servidumbre limpió el lugar de los restos del festejo y la familia se instaló en el salón. Alexander y James Hepburn habían desaparecido en la oscuridad, seguramente para dar caza a un par de bellas criadas. Los mellizos Thomas y Edmund Hepburn jugaban a las escondidas con Katherine y Thomasina.

– ¡He pasado un día espléndido, querida! -dijo lord Cambridge, entusiasmado-. Tu mesa no podía ser más pródiga, y mi tocayo es un niñito adorable. Will y yo nos hemos divertido muchísimo. Tal vez volvamos en la próxima primavera.

– Siempre serán bienvenidos, tío. Quiero que el pequeño Thomas te conozca y te ame tanto como lo hemos hecho nosotras-repuso Elizabeth.

Los criados aparecieron trayendo bandejas con jarras de vino dulce y barquillos de azúcar, mientras los miembros de la familia conversaban animadamente. Logan tomó la mano de su esposa. Rosamund ya no vendría a Friarsgate con tanta frecuencia, y ambos lo sabían. Con Baen y Elizabeth al frente, la propiedad estaba en buenas manos. Además, había un heredero varón, el primero en varias generaciones. Logan se sentía dichoso, pues su amor por Rosamund se había acrecentado con los años. La amaba desde que era un niño y su pasión no había menguado incluso cuando ella se enamoró de otro hombre. Pero ahora la amaba más que nunca y la quería toda para él.

Ya era muy tarde cuando abandonaron el salón. Lord Cambridge y Will fueron los primeros en retirarse, seguidos por Banon, Neville y las niñas. Rosamund y su marido les desearon las buenas noches y se dirigieron a su alcoba.

Baen y Elizabeth se quedaron solos en el salón. Juntos corrieron el cerrojo de la puerta principal y juntos verificaron si el fuego de las chimeneas ardía al mínimo y apagaron las velas. Cuando llegaron al pie de la escalera, se abrazaron y besaron. Baen le acarició el rostro y ella lo miró a los ojos con infinita ternura. Después subieron a la alcoba. Nancy ya se había retirado, de modo que se desvistieron el uno al otro. Como era la primera vez que harían el amor tras la partida de Baen en octubre, experimentaban una cierta timidez.

Elizabeth lo ayudó a sacarse las calzas y el jubón y le desenlazó la camisa. Su rubia cabeza se inclinó para besar la cálida carne del pecho, y él se estremeció ante el contacto de esa boca voraz cuyos besos eran, sin embargo, tan leves como el roce de un ala de mariposa. Luego ella le dio la espalda y Baen le desató el vestido de seda celeste -el color favorito de Elizabeth y el que más le sentaba- y le quitó las enaguas, dejándola solo en camisa. El dulce olor de su esposa lo deleitaba.

– He anhelado este momento durante meses -dijo Baen.

– Y yo lo he anhelado desde antes de nacer -repuso ella, mientras le quitaba las botas y las medias-. ¡Dios, qué pies tan grandes tienes! -comentó con una sonrisita.

– Ahora es tu turno -le ordenó Baen.

Elizabeth se sentó y estiró las piernas. Una vez que le hubo sacado los zapatos las ligas y las medias, metió las manos debajo de la camisa y las fue deslizando hacia arriba hasta llegar a la oscura caverna, que acarició con morosidad.

– Ahora estás completamente desnudo y haré contigo cuanto se me antoje -le dijo con malicia.

– Pero aún no estamos en igualdad de condiciones, señora. Cuando le quite la camisa que todavía cubre su bellísimo cuerpo, también yo haré con usted lo que me venga en gana, Elizabeth Meredith Hay -repuso Baen, abrazándola con fuerza-. ¿Sabes acaso cuánto te deseo, mi amor?

– Sí -replicó ella con los ojos centelleantes de malicia-. Tu deseo ya es harto visible… y palpable, querido mío.

Cuando se besaron, él le separó los labios con la lengua y la hundió en su boca, donde ambas lenguas se enroscaron en una danza sensual, cálida y húmeda. Luego le tomó el rostro entre las manos y lo cubrió de besos. Sus labios rozaron los cerrados párpados, las mejillas y retornaron, sedientos, a la boca para beber el néctar de su ardiente pasión.

– ¡Te amo! ¡Te amo, pequeña! -murmuró con una voz sofocada por el deseo.

Las lágrimas se deslizaron por debajo de las espesas pestañas de Elizabeth, pero sus ojos permanecieron cerrados.

– Nunca he sido tan feliz, Baen. Júrame que no volverás a dejarme. ¡Júramelo!

– Abre los ojos y verás que no miento. Te amaré mientras viva, y cuando la muerte me llame, te amaré incluso desde la tumba. Jamás te abandonaré, mi esposa, mi amor, mi única -exclamó y, tras alzarla en sus brazos, la depositó en la cama, que olía a lavanda.

– Y yo te adoro, Baen, hijo de Colin.

Él comenzó a acariciarle los senos, más redondos y turgentes que antes, y pensó en su hijo, amamantado por esos hermosos senos. Lamió con la lengua uno de los pezones, y apenas lo hizo cayó una gota de leche. Incapaz de controlarse, aferró el pezón con la boca y lo succionó habiendo el líquido que fluía a raudales y casi no le daba tiempo a tragarlo. Se preguntó si estaba haciendo algo malo. Pero le resultaba imposible detenerse y, por otra parte, Elizabeth no se lo prohibía. Incluso cuando el seno quedó seco continuó chupando. Era la experiencia más excitante que había tenido en su vida.

Luego introdujo los dedos en sus labios interiores y comprobó que ella estaba húmeda. Jugó con su delicada y sensible carne y le frotó el sexo hasta que ella empezó a murmurar, su entrepierna empapada por el placer que él le procuraba. Baen la miró y le puso los dedos en la boca.

– Tu sabor me enloquece, mujer. ¡Quiero beberte! -dijo y, hundiendo la cabeza entre sus muslos, comenzó a lamerla con avidez.

Elizabeth lanzó un grito de sorpresa al sentir la lengua de Baen en la parte más íntima de su cuerpo, y enseguida se rindió al creciente gozo y le pidió que no se detuviera. Hundió los dedos en la oscura cabeza de Baen, clavándole las uñas en el cuero cabelludo. Tras lamerle la parte interna de los muslos, introdujo la lengua en el íntimo túnel femenino. Elizabeth se estremeció hasta la médula y gritó su nombre, pero Baen, poseído por la lujuria que ella le despertaba, apenas si escuchó su voz.

Incapaz ya de contenerse, montó a su esposa ensartándola en su potente virilidad. Y aunque ella aulló de dolor, pues hacía dos meses que había parido y sus entrañas aún estaban lastimadas, Baen no se detuvo, a tal punto lo devoraba la pasión. Ella lo deseaba con igual vehemencia, y cuando el dolor desapareció, le envolvió el fornido torso con sus piernas y procuró ajustarse a su frenético ritmo, al tiempo que le arañaba la espalda. Nunca se habían deseado con tanta desesperación ni gozado con tanta intensidad.

– ¡Baen! -gritó Elizabeth. Y el niño, que dormía en la cuna junto al hogar, comenzó a moverse.

– Déjate ir -murmuró Baen al oído de su esposa-. ¡Ya no puedo contenerme!

– Culminaremos juntos -repuso Elizabeth con voz ronca, contrayendo las paredes de su amoroso canal y apretando con fuerza el miembro de su marido hasta que él la inundó con sus jugos.

Una vez alcanzada la mutua satisfacción, se separaron, estremecidos, jadeantes. Baen estiró el brazo para tomarle la mano y se la besó. El bebé comenzó a lloriquear.

– Tiene hambre -dijo Elizabeth levantándose para atender al pequeño Tom.

Lo alzó, lo depositó en el lecho y le cambió los pañales. Después se sentó en el borde de la cama y le dio de mamar.

– ¿Se quedará con hambre? -le preguntó Baen, sintiéndose ligeramente culpable.

– Por ahora, no. Pero se despertará enseguida.

– Consigue un ama de leche, entonces.

– ¿Por qué? Soy capaz de alimentarlo -protestó Elizabeth.

– Además, podría enfermarse si lo dejamos en alguna de las casitas de la aldea.

– Trae al ama de leche aquí y asunto arreglado. No quiero fornicar a mi esposa en presencia de mi hijo. Y tampoco quiero compartir con él tus adorables senos.

– Todavía no, Baen. Esperemos hasta la Noche de Reyes.

– Hasta San Miguel, a lo sumo -la corrigió-. Aguardaré hasta esa fecha y te castigaré si me desobedeces.

– ¿Serías capaz? -le preguntó indignada.

Él volvió a sonreír.

– ¿Deseas poner a prueba mi palabra, mujer? Elizabeth le clavó los ojos y, por un momento, pensó que hablaba en serio.

– Friarsgate te pertenece, pero, según la ley y según la Iglesia, tú me perteneces, querida mía.

– ¡No es justo!

– No, no lo es. Sin embargo, recurriré a mis privilegios conyugales si no me obedeces. No quieres buscar un ama de leche y traerla a casa, ¿verdad? Más te vale pedirle consejo a Maybel para que te ayude a encontrar una nodriza. Sabes que te amo y que amo a mi hijo, pero no compartiré mi alcoba con él más que lo necesario. Mañana mismo hablaré con Maybel. ¿O prefieres hacerlo tú?

– Nunca pensé que fueras un matón, Baen -murmuró apretando al niño contra su pecho-. No me habría casado contigo, de haberlo sabido.

– Tampoco sabía yo cuan endiablada podías ser, Elizabeth, pero hubiera desposado de todas maneras, mi amor. La joven rió.

– Evidentemente estamos hechos el uno para el otro, tal como lo predije, esposo mío. Pero, si vamos a fornicar tan a menudo, corro el riesgo de preñarme otra vez. ¿Eso es lo que quieres, Baen? ¿Más hijos?

– Sí, siempre que el próximo sea una niña.

Lo primero que hizo Elizabeth a la mañana siguiente fue buscar a su madre, que estaba a punto de partir para Claven's Carn.

– Por favor, mamá, dime cuál es el secreto para no quedar encinta

– Pregúntaselo a Nancy, querida, pues acabo de darle la receta. Al principio se escandalizó, pero siente curiosidad.

– Baen quiere que encuentre un ama de leche para Tom, y que se hospede en la casa.

– Dale el gusto, pero empieza a tomar el brebaje de inmediato -dijo, besando a su hija-. Adiós, mi querida. Me alegra dejar Friarsgate en tan buenas manos.

– ¿Lo dices por Baen? -preguntó Elizabeth.

– Sí, pero también porque Friarsgate tiene ahora un nuevo heredero… y pronto vendrán otros -dijo Rosamund Bolton con una radiante sonrisa.

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