CAPÍTULO 18

El día posterior a su arribo a Londres, Ana Bolena tuvo pocos compromisos oficiales. La reina, de seis meses de embarazo, pasó la mayor parte del tiempo descansando y jugando a las cartas. Se celebró un banquete en honor a los dieciocho nobles erigidos caballeros de la Orden del Baño, pero la nueva soberana no asistió a ese evento eminentemente masculino. A la noche, siguiendo una antigua tradición, los flamantes caballeros se bañaron y se confesaron. Además, gozarían del privilegio de ocupar sitiales de honor durante la entrada formal de la reina en Londres y también en la ceremonia de la coronación. El rey quería convertir ese acto en un acontecimiento memorable para sus súbditos.

La coronación y su tradicional desfile se llevarían a cabo al día siguiente, que era sábado. Pese al escaso tiempo de que disponían las autoridades de Londres para organizar los preparativos, las calles estaban decoradas igual que veinte años atrás, cuando Enrique asumió el trono de Inglaterra. Se impartió la orden de que todas las casas situadas a lo largo del itinerario colgaran estandartes y banderas.

Philippa y Elizabeth cabalgarían junto con las damas de la reina, y las habían provisto de lujosos vestidos de paño de oro, especialmente diseñados para la ocasión. Philippa se sorprendió cuando le anunciaron que podía conservar el vestido como recuerdo del evento.

– ¡Cuánta generosidad! -exclamó acariciando la tela de la falda.

– Te regalo el mío -le dijo Elizabeth-. No tendré oportunidad de usarlo en Friarsgate, aunque reconozco que es hermoso.

– Recuerda que deberás montar como una dama y no a horcajadas.

– Espero poder hacerlo. Es difícil galopar por las calles tan finamente sentada.

– ¿Por qué crees que me han invitado a participar en la procesión?

– Le dije a Ana Bolena que, pese a tu amor por la princesa de Aragón, eras una súbdita leal al rey y la reina. No mentí del todo, pues me cuidé muy bien de no pronunciar el nombre de la nueva reina.

– Yo no debería estar aquí.

– Tu marido y tus hijos están aquí y además, hermanita, te encantan este tipo de espectáculos.

– La duquesa de Norfolk entregará a Catalina un informe pormenorizado de las personas que asistan a la ceremonia. ¡La pobre se sentirá tan dolida y desilusionada cuando se entere de mi presencia!

– Échale la culpa a Crispin. La princesa de Aragón considera que toda esposa debe obedecer al marido. Dile que él te obligó a venir por el bien de tus hijos y que te pidió que dejaras los sentimientos de lado.

– Y eso es exactamente lo que me dijo. ¿Cómo lo sabías?

– Conozco a Crispin; es un hombre de una gran sensatez.

– La duquesa de Norfolk, en cambio, ha desobedecido a su esposo -remarcó Philippa.

– En mi breve estadía en la corte conocí a la familia Howard. Son unos arrogantes que se consideran superiores a los reyes. No creo que el duque haya ordenado a su esposa asistir a la coronación. Él puede excusarse perfectamente pues está en Francia por encargo del rey. Y ella no va porque no quiere. De ese modo, querida, se aseguran de quedar bien con Dios y con el diablo. Algún día se pasarán de listos y caerán en desgracia. Además, la anciana madre del duque irá sentada en una cómoda litera detrás de la reina. No, Philippa, los Howard jamás serán considerados desleales, y tú tampoco.

– ¡Cómo maduraste, hermanita! La última vez que nos vimos eras una niña atolondrada, que no tenía idea del decoro ni de los modales.

– Soy una mujer del campo. Y extraño muchísimo a Baen y a mi hijito. Pero le prometí a Ana que estaría a su lado hasta que naciera el bebé.

– ¿Qué pasará si no es varón? -preguntó Philippa casi en un susurro mientras caminaban por los jardines de la torre.

– No quiero ni pensarlo -se estremeció Elizabeth.

– Dicen que Enrique está flirteando con cierta dama cuya identidad se desconoce porque el romance es ultra secreto.

– A la reina no le agrada la pequeña Seymour…

– ¿Te refieres a Jane Seymour de Wolf Hall? Esa niña es una tonta si se enreda con el rey. Su familia carece de importancia y terminará como María Bolena y Bessie Blount: embarazada, casada con un don nadie y recluida en el campo. Además, es vulgar y excesivamente dócil. No. No es el tipo de mujer que le gusta a Enrique.

– La princesa de Aragón era una esposa complaciente.

– Sí, pero también era inteligente y una buena compañera. Nada que ver con esta…

– Ana es inteligente e ingeniosa, pero reconozco que tiene un carácter fuerte. Se ve que el rey quiere un poco de pimienta en su vida.

– ¡Señoras, señoras! -gritó una doncella-. ¡Tienen que formarse para la procesión!

Levantándose las faldas, las dos hermanas echaron a correr. Cada una montó su caballo. El contraste entre las faldas doradas y el pelaje oscuro de los animales era asombroso y realzaba la prestancia de las jinetes. Las bridas de Philippa estaban decoradas con cascabeles de plata, porque te gustaba escuchar el tintineo de las campanillas mientras cabalgaba.

La reina salió de sus apartamentos. Lucía un manto y un vestido de seda blanca ribeteados de armiño. Llevaba suelto el cabello negro azabache, largo hasta la cintura, con una corona de piedras multicolores que centelleaban bajo la diáfana luz del sol primaveral. La litera, sostenida por dieciséis caballeros en trajes de seda verde Tudor, estaba forrada en paño de oro y era conducida por dos corceles cubiertos por una gualdrapa de plata.

Delante de la reina marchaba el canciller y detrás iba su lord chambelán y caballerizo, seguido por un grupo de damas en sus vestidos de paños de oro, dos carrozas primorosamente decoradas que transportaban a la vieja duquesa de Norfolk y a la marquesa de Dorset. El séquito se completaba con un grupo numeroso de damas debidamente ataviadas y los guardias de la reina con sus casacas bordadas en hilos de oro. Enrique VIII no había escatimado dinero en su afán de coronar a la mujer que con tanta desesperación había ansiado desposar. Y pese a que los londinenses recibieron la noticia sobre la hora, habían puesto su mayor empeño para estar a la altura de las circunstancias.

En varios puntos del itinerario real, se montaron espectáculos en honor de Su Majestad. A lo largo del camino, nuevos artistas ofrecían sus entretenimientos, escanciaban vino, cantaban y recitaban poesías en honor a la soberana.

La procesión avanzó por las callejuelas oscuras de Londres. Si bien las habían limpiado especialmente para el auspicioso evento, eliminando hasta el último gramo de basura, el olor pestilente de la ciudad seguía impregnando el aire. Las damas, precavidas, llevaban racimos de flores fragantes y cascaras de naranja para evitar el hedor. Las aceras estaban atestadas de gente, multitudes de curiosos se asomaban por las ventanas, pero no hubo gritos de júbilo ni rostros de alegría, sino, por el contrario, miradas hostiles y sombrías. Elizabeth alcanzó a escuchar dos "¡Dios salve a la reina!" a lo largo de todo el trayecto, así como varios epítetos insultantes, tales como "¡Ramera!", "¡Bruja!", y varias voces que clamaban: "¡Dios salve a la reina Catalina!". "¡Pobre Ana -pensó la dama de Friarsgate-. No obstante, cuando nazca el niño todos cambiarán de opinión".

Antes de llegar a la abadía de Westminster, Ana recibió como obsequio una bolsa con mil marcos de oro. Pronunció unas cálidas palabras de agradecimiento y luego se dirigió al destino final. La ayudaron a bajar de la litera y la condujeron al interior del edificio donde ella y las mujeres de su séquito fueron agasajadas con refrescos y entremeses. Acto seguido, se retiró de la abadía y volvió a su barca para ir al encuentro del rey.

Las damas que pertenecían al círculo más íntimo de la reina la acompañaron, pero como Philippa y Elizabeth no podían abandonar a sus caballos y no había nadie que los cuidara, tuvieron que cabalgar hasta el puente de Londres, cruzar el río y regresar a la mansión Bolton. Al llegar, se encontraron con un mensaje de la reina en el que le pedía a su amiga que se reuniera con ella.

– ¡Qué lástima! -exclamó Philippa-. Pensé que pasaríamos la noche juntas. Crispin vendrá pronto y apenas tuvimos tiempo de conversar tranquilas.

Elizabeth se quedó mirando la nota escrita a las apuradas por la propia Ana. Por la letra, se dio cuenta de que la reina la había redactado en un estado de gran agitación, pero suponía que ahora sus ánimos estarían más calmos y serenos.

– Tomaré un baño tibio y me cambiaré la ropa. Luego me reuniré con Ana.

– Pero la reina…

Elizabeth levantó la mano para acallar a su hermana.

– La reina no se dará cuenta de mi tardanza pues estará de lo más entretenida. Sin duda está triste por la reacción de la gente en las calles. ¿Y qué esperaba? Estoy sucia e irritable, no podré consolarla en estas condiciones.

Dicho esto, subió las escaleras a toda prisa. Al rato aparecieron el conde de Witton y Hugh, su hijo menor.

– Cuéntale la noticia a tu madre, Hugh -dijo Crispin tras besar a su esposa.

– Voy a ser paje de la reina, mamá. Hoy me vio con Henry y le preguntó al rey si yo era su paje. Él respondió que lo sería en el futuro y Ana le dijo que era un niño muy lindo y que me quería para ella -contó lleno de orgullo Hugh St. Claire, de ocho años-. El rey dijo que hoy estaba dispuesto a satisfacer todos sus deseos. ¡Y mira lo que me regaló la reina! -exclamó mostrando un larga cinta de plata-. La llevaré siempre conmigo. La reina es muy hermosa, mamá, ¿no crees?

– Claro que sí, querido. ¿Tienes hambre, Hughie? Ve a la cocina a comer.

– A la noche debo volver con la reina.

– Tu tía también. Viajarás con ella.

Philippa vio cómo su hijo se alejaba con la cinta atada a una de las mangas de su camisa.

– ¡Lo ha hecho para humillarme! Esa mujer conoce mi devoción por la reina Catalina y quiere quitarme a mi hijo.

– Catalina ya no es reina, pequeña -señaló Crispin St. Claire abrazando a su esposa, que no paraba de llorar-. Deseas lo mejor para tus hijos y eso está muy bien. El mayor ha servido al rey durante muchos años y regresará a casa luego de la coronación. El del medio se encuentra en la corte del duque de Norfolk y ahora el menor comenzará a servir a la reina Ana. Sé que te habría gustado que Hugh ocupara el lugar de Henry, pero el rey opina distinto que tú y su decisión es irrevocable.

– Somos meras piezas en un tablero de ajedrez -dijo Philippa con consternación.

– Así es -asintió riendo el conde de Witton-, y por eso preferimos los campos y los bosques de Oxfordshire, pequeña. Lo único que conseguirán nuestros hijos en la corte será una esposa y tal vez algún cargo en el servicio diplomático, si lo desean. Nada más. Los días de gloria han pasado, Philippa. Debemos resignarnos si queremos ser felices.

– ¡Vaya, vaya! ¿No saben hacer otra cosa que acariciarse todo el día? -preguntó Elizabeth entrando en el salón-. ¡Hola, Crispin!

– ¡Hughie será paje de la amante del rey! -gritó Philippa.

– Ana ha de estar muy afligida por la recepción de hoy. ¡No es el fin del mundo, hermanita! Al contrario, piensa en la carrera que podría hacer tu hijo en la corte. Es un honor para Hughie que la reina lo haya elegido. Volveré mañana después de las festividades. No partirán ya mismo, ¿verdad?

Philippa se contuvo de contradecir a su hermana. Aunque odiaba admitirlo, tanto Crispin como Elizabeth tenían razón.

– No. ¿Dónde está el vestido para la coronación?

– Ya lo puse en la barca. Usaré la grande, no la pequeña de mamá. ¿Te parece bien?

– Sí. Tendrás que llevar a Hughie contigo. Esa mujer quiere que se presente de inmediato.

– Si tu hijo va a servir a la reina, tendrás que referirte a ella en términos más gentiles o causarás la ruina de los St. Claire -aconsejó Elizabeth.

– Me resulta difícil decirle "reina" o "esposa del rey".

– Tendrás que aprender porque eso es exactamente lo que es, te guste o no. En fin, tú y Crispin harán lo que les dicte la conciencia. ¿Dónde está Hugh?

– En la cocina. Enviaré un sirviente a buscarlo.

– No te molestes, iré yo misma.

Cuando encontró al niño, le informó que era hora de partir.

– Pero no terminé de comer -protestó.

– En la corte serás muy afortunado si tienes tiempo para comer. Vamos o me iré sola. Llévate lo que puedas cargar.

Cuando subieron a la barca, la joven preguntó a su sobrino:

– ¿Cómo lograste llamar la atención de la reina?

Hugh se encogió de hombros.

– No lo sé. Estaba con Henry porque iba a ocupar su lugar. Él volverá a casa después de la coronación. Ya tiene once años y si no fuera tan alto podría quedarse hasta cumplir los doce.

Hugh procedió a comer sus escones.

– ¿Cómo estaba de ánimo?

– Parecía enojada y al mismo tiempo con ganas de llorar.

Elizabeth suspiró y midió las palabras que iba a pronunciar:

– Escúchame bien, pequeño. Si vas a servir a la reina debes serle totalmente fiel. Si por casualidad te enteras de algo que pueda ser de interés para Su Majestad, no vaciles en contárselo. No te pido que seas un soplón, ni que repitas rumores dolorosos que solo le causarán aflicción. Mucha gente dirá cosas inconvenientes en estos días, por lealtad a la reina Catalina, pero con el tiempo se calmarán los ánimos. Ana es una mujer de buen corazón, pequeño. Tendrá sus arranques de mal humor o tristeza; si puedes, trata de consolarla. -Elizabeth le acarició una mejilla-. ¿Comprendes lo que te digo, Hugh? ¡Eres tan pequeño para cargar con tamaña responsabilidad!

– A mamá no le gusta la reina.

– No es eso, tesoro. Es que siente devoción por la princesa de Aragón, a quien ha servido desde su infancia. Le cuesta aceptar los cambios. Ten paciencia con ella, Hugh.

– Tú aceptas perfectamente los cambios, tía.

– Porque vivo en medio de la naturaleza y la naturaleza cambia constantemente, aun cuando menos lo esperas -repuso Elizabeth y luego le despeinó el cabello con una sonrisa-. Eres un hombrecito muy inteligente.

– A mí me gusta la reina.

– ¡Excelente! Me quedaré con ella hasta que nazca la criatura, de modo que tendremos tiempo para conspirar juntos en la corte -dijo haciéndole cosquillas.

– ¡Ja, ja! De acuerdo, tía -asintió el chiquillo y le tomó la mano hasta que llegaron a destino.

– ¿Dónde te habías metido? -gritó Ana Bolena cuando la dama de Friarsgate entró en sus aposentos-. ¡Me siento perdida sin ti, Elizabeth! ¡Oh, miren quién está aquí! ¡Mi adorable paje! Ni siquiera sé su nombre, pero lo encontré tan encantador que no pude resistir la tentación de robárselo al rey.

– Su nombre es Hugh St. Claire, Su Alteza, y es mi sobrino -informó Elizabeth, sorprendida de que la reina no supiera nada.

– ¿Tu sobrino? -exclamó la soberana con genuino asombro.

– Es el hijo menor de mi hermana y su marido, los condes de Witton. Y está feliz de servirla, Su Alteza.

– ¡Muy feliz, Su Majestad! -acotó el pequeño Hugh.

La reina rió como una niña.

– ¿Me amas, Hugh St. Claire?

– Sí, Su Alteza -dijo el niño, ruborizado-. Y la serviré siempre.

– ¡Qué dulce! ¿Sabes cantar y tocar algún instrumento? -Sí, Su Alteza. He traído mi laúd. ¿Quiere que lo traiga y toque para usted?

– ¡Cómo no! Necesito dormir esta noche para estar bien mañana durante la coronación. La música me calmará los nervios. No tardes, pequeño.

Hugh St. Claire salió corriendo de la estancia.

– Hay un cuartito con un colchón fuera de mi cámara privada. El niño puede dormir allí. Quiero tenerlo cerca. Es una criatura inocente, recién llegada del campo y no contaminada por la corte. ¿Qué edad tiene?

– Ocho años. Está realmente fascinado por usted, Su Alteza.

Las damas que rondaban por ahí refunfuñaron por lo bajo al oír ese comentario. Elizabeth sabía que les molestaba el favoritismo de la reina hacia ella. No obstante, trataba de hablarles dulcemente y fingía no darse cuenta de su fastidio. Cegadas por su propia ambición y la de sus familias, no comprendían el significado de la palabra "amistad. Gozar de la confianza de la reina era un privilegio muy codiciado. La española Catalina se había ido y ahora imperaba Ana Bolena. Era un gran honor para ellas servirla y, sobre todo, les permitía acceder al rey y a todas las figuras encumbradas de la corte. No las movía el afecto, sino la mera conveniencia.

Por orden de Su Majestad, las damas le prepararon la cama. Elizabeth nunca interfería en las tareas de las demás mujeres. Ella estaba allí exclusivamente en calidad de amiga. Cuando la reina se acostó en el amplio lecho, la joven se sentó a su lado, en una silla de respaldo alto y comenzó a leerle un libro ilustrado de cuentos tradicionales. Hugh regresó con el laúd a cuestas y se sentó en un taburete junto al fuego. Comenzó a tocar una canción escrita por el rey a Ana durante los primeros tiempos de su romance.

La reina sonrió contenta, y cerró los ojos para relajarse.

– ¿Sabes la letra, Hugh? -le preguntó al niño.

Él empezó a cantar la canción en voz muy baja, para que solo Ana y su tía pudieran escucharla.

Elizabeth observó a su sobrino. Era tan joven y al mismo tiempo tan consciente de las necesidades de la reina. Los rulos color caoba, sus grandes ojos celestes y la dulzura de su rostro denotaban la inocencia de la infancia. "Pero crecerá muy rápido -pensó Elizabeth-. La corte no es un lugar para los inocentes". Ana no protestó cuando la joven dejó de leer. Estaba exhausta y muy pronto se quedó dormida. Había sido una jornada larga y difícil.

Amaneció el primer día de junio. Elizabeth y Hugh se retiraron de la alcoba a fin de que la reina pudiera prepararse para la coronación. Ella enseñó a su sobrino el cubículo donde debía instalarse y le pidió que llevara allí las pertenencias que había dejado en la habitación donde dormían los pajes. Luego salió en busca de Nancy para que la ayudara a vestirse.

Desde su arribo a Londres casi no había pensado en él, pero al ver cómo Nancy le ponía el vestido de brocado azul con el escote bordado en hilos de plata y oro, se acordó de Thomas Bolton. Lamentó su ausencia, pues sabía que le habría encantado ser testigo del pomposo evento. Elizabeth se impuso la misión de observar y memorizar cada detalle para contárselo a su tío cuando regresara al norte.

– Si te quedas junto a la ventana, podrás ver partir la procesión -le dijo a su doncella.

– Cuénteme todo lo que ocurra. No se olvide de nada. Milord querrá saber hasta el último detalle.

Ella asintió con una sonrisa y salió de la habitación donde se vestían las damas de la reina, quienes miraban con envidia su atuendo. La idea de usar el azul en vez del verde Tudor había sido acertadísima. Todos los vestidos eran de ese color y ninguno era tan bello como el de Elizabeth.

Al ver a la reina, ataviada con un vestido color púrpura real y una larga capa ribeteada de armiño, le preguntó si necesitaba algo.

– No te separes de mi paje favorito -contestó la reina entregándole una tablita de arcilla-. Con esto ambos podrán entrar a la catedral y pónganse también mis insignias.

– Gracias, Su Alteza -dijo Elizabeth haciendo una reverencia.

Ana le sonrió y le guiñó el ojo.

– Esta capa pesa tanto como el rey -murmuró.

– Yo llevaré la cola, Su Alteza -tronó la voz de la anciana duquesa de Norfolk-. ¿Podría hacerme un favor en el día de hoy?

– ¿De qué se trata?

– ¿Sería tan amable de permitir que su prima, la pequeña Catalina Howard, asista a la coronación? Tal vez la dama de Friarsgate pueda acompañarla a la iglesia. Será muy emocionante para esa pobre niña. ¡Su vida es tan aburrida!

– ¡Por supuesto! -dijo Ana-. Jane Seymour, dele a la dama de Friarsgate una insignia para mi prima Catalina Howard.

– Enseguida, Su Alteza -repuso Jane, y al instante desapareció.

– No me gusta nada esa jovencita -comentó Ana a Elizabeth en voz baja-. Y a esa Catalina Howard ni siquiera la conozco, pero si la anciana duquesa desea ayudarla, no puedo negarme. Espero que no sea una molestia para ti, Elizabeth.

– ¿Una niña tan correcta como la pequeña Howard? Lo dudo.

La reina salió de sus apartamentos para tomar la barca que la llevaría a Westminster. Al rato apareció Jane Seymour y le entregó la insignia.

– ¿Por qué está siempre al lado de la reina, señora Hay? -preguntó en tono impertinente.

– Soy su amiga -se limitó a responder Elizabeth y se retiró. No tenía deseos de entablar una conversación con la señorita Seymour. Había algo en esa muchacha que le disgustaba. Sus mohines y actitudes remilgadas eran a todas luces falsos.

Cuando vio a Catalina Howard, se quedó sorprendida por su belleza. Tenía el rostro pálido en forma de corazón y mejillas rosadas. Los ojos eran de un azul casi transparente y el cabello que asomaba de la cofia era de un color caoba brillante.

– Mi nombre es Catalina Howard, milady -se presentó haciendo una graciosa reverencia.

– Dígame "señora Hay". La reina le ha concedido el permiso de asistir a la coronación, señorita Howard. Y me encomendó que cuidara de usted y de su paje, Hugh St. Claire. Mí barca nos está esperando para ir a Westminster.

– ¿La barca es suya? Ha de ser muy rica, entonces, señora Hay. Salvo mi tío, el duque de Norfolk, no conozco a nadie que tenga una embarcación propia.

– La barca pertenece a mí tío, lord Cambridge, quien efectivamente es muy rico. Yo soy tan solo la dueña de una hacienda en el norte.

– Mi padre es el conde de Witton -se jactó Hugh ante la niña.

– ¿Y eres su heredero? -inquirió Catalina Howard.

– No, soy el hijo menor.

– Entonces no tienes importancia. -La niña irguió la cabeza y miró hacia delante.

Elizabeth se echó a reír.

– Te ganó -dijo al ruborizado Hughie.

Entre las ocho y las nueve de la mañana, la procesión se dispuso a ingresar en Westminster para avanzar hasta la gran catedral.

– ¡Deprisa! SÍ no nos apuramos a entrar en la iglesia, no conseguiremos un buen lugar -dijo Elizabeth tomando a los niños de la mano.

Al llegar a la catedral, mostró al guardia los pases que le había dado la reina. El hombre los tomó y la miró con una sonrisa.

– ¡Qué hermosos jovencitos! ¿Quiénes son y quién es usted?

– Soy la señora Hay y estoy al servicio de Su Majestad. El muchacho es hijo del conde de Witton y el paje favorito de la reina. Y la niña es su prima, la señorita Howard.

– Usted es del norte si el oído no me engaña.

– De Cumbria.

– Yo soy de Carlisle. Pase, señora Hay, les buscaré un fugar desde donde puedan disfrutar de toda la ceremonia. -El guardia los condujo hasta la capilla real y los ubicó en la punta izquierda de un banco situado en las primeras filas-. Si se mantienen en silencio, nadie notará que están aquí.

Al son de las trompetas, la procesión hizo su entrada en la catedral. Los niños se pararon encima de sus asientos para ver mejor el espectáculo. La marquesa de Dorset portaba el cetro de oro; el conde de Arundel, la vara de marfil adornada con una paloma, y el conde de Oxford, quien era lord chambelán, llevaba la corona. Ninguno de esos nobles aprobaba la coronación de Ana Bolena, pero por nada del mundo iban a resignar su derecho a participar del fastuoso evento.

Finalmente hizo su aparición la reina, escoltada por su reticente padre, conde de Wiltshire y Ormonde. Los títulos se los había otorgado la propia Ana, pero no lograron hacerlo cambiar de opinión; seguía oponiéndose rotundamente a ese matrimonio. Al ver la sobrefalda añadida al vestido para disimular el embarazo, le dijo que debía quitársela y agradecer a Dios por encontrarse en esa situación.

– Mi situación es mil veces mejor que la que hubieras deseado -le espetó su hija.

Tras ser conducida a un trono situado entre el altar mayor y el coro, escuchó cómo los niños inundaban la capilla con sus voces angelicales. Luego, con una leve inclinación, ordenó al arzobispo de Canterbury que comenzara el servicio religioso. Ana se levantó del trono y se arrodilló frente al altar. Cuando se puso de pie nuevamente, el arzobispo ungió su cabeza y su corazón, y después de que el coro entonara cantos triunfales, procedió a coronar a la reina. Colocó la corona de san Eduardo sobre su cabeza, el cetro en su mano derecha y la vara de marfil en la izquierda. Se cantó el Tedeum de rigor y la liviana diadema hecha especialmente para Ana reemplazó la pesada corona.

La reina volvió a sentarse para escuchar la misa y en su debido momento comulgó. Cuando finalizó el oficio religioso, Ana hizo una ofrenda al sepulcro de san Eduardo y salió por una puerta ubicada cerca del coro. El rey no participó en la coronación de su esposa, pero observó toda la ceremonia desde una galería cerrada, junto a los diplomáticos de los países a los que quería impresionar.

Tanto Elizabeth como los niños a su cuidado se impresionaron ante tanta pompa y esplendor. Era una hermosa historia para contar a su familia cuando regresara a Friarsgate. Al salir de la catedral, Catalina Howard dijo:

– ¡Cómo me gustaría ser reina algún día!

– No tienes pedigrí -replicó Hugh St. Claire vengándose del comentario desdeñoso que le había hecho la niña anteriormente. Catalina se ruborizó.

– ¡Hughie! -regañó Elizabeth a su sobrino y abrazó a la pequeña Howard-. Vayamos a ver a la reina. Debe de estar descansando hasta la hora del banquete.

El primer plato constaba de veintiocho manjares distintos. Durante toda la comida, la condesa de Oxford estuvo parada a la derecha de la reina y la condesa de Worcester, a su izquierda. La tarea de esta última consistía en tener siempre a mano la servilleta de la soberana y limpiarle los labios cada vez que daba un mordisco. Dos mujeres sentadas a los pies de la reina y debajo de la mesa sostenían una bacinilla de oro para que Su Majestad pudiera orinar cada vez que lo necesitara.

Tras el último plato, se sirvieron barquillos y vino dulce a todos los invitados. Finalmente, la reina se puso de pie y caminó hasta el centro del salón, donde brindó por el rey con la copa de oro que le tendió el alcalde. A las seis de la tarde, se retiró de Westminster. La breve travesía por el río le revolvió el estómago. De todas las delicias que le habían ofrecido, solo había probado unas pocas, pero aun así se sentía descompuesta. AI regresar a sus aposentos, vomitó casi todo lo que había comido.

– Sáquenme los vestidos -ordenó a su doncella-. Necesito acostarme. ¡Dónde está la señora Hay? Quiero verla ya mismo. ¡Encuéntrenla!

Una criada salió de la alcoba y le comunicó que la reina requería su presencia.

– La duquesa no ha dado instrucciones de devolverla a su casa, señorita Howard -dijo Elizabeth a la pequeña Catalina-. Tendrá que pasar la noche aquí. Nancy, mi doncella, la cuidará muy bien. Hugh, ven conmigo y trae el laúd.

– Gracias, señora Hay. Ha sido muy amable conmigo -dijo la pequeña Catalina.

Ana estaba exhausta y no toleraba a las mujeres que la rodeaban pero también se sentía eufórica por el glorioso acontecimiento del día, No solo se había convertido en reina sino también en una mujer sumamente rica y una gran terrateniente. Una gran cantidad de personas se ocupaban de atenderla, y hasta el rincón más miserable de la cocina era un sitio codiciado. Algunas mujeres habían dejado las casas de encumbrados aristócratas para ofrecer sus servicios a la nueva reina. Muchas parientas de la reina habían solicitado un lugar en la corte y aunque en su mayoría no habían sido solidarias con ella, Ana las aceptó porque sus maridos eran importantes para el rey. La presencia de la señora de Friarsgate era un enigma para esas damas de alcurnia. No tenía sangre noble, provenía del norte, y para colmo se rumoreaba que su marido era un rústico escocés. ¿Por qué diablos estaba allí?

La reina extendió sus dos manos para que Elizabeth las besara.

– ¡Fue un día grandioso! -exclamó Ana-. ¿Pudiste ver todo? Mi pequeña prima es una criatura adorable. ¿La anciana duquesa la llevó de regreso a su casa?

– Fue un día maravilloso, Su Alteza. Gracias al guardia, que nos dio una excelente ubicación, pudimos disfrutar de toda la ceremonia. Tengo un montón de cosas para contar a mi familia cuando regrese al norte. Lord Cambridge morirá de envidia -rió-. La señorita Howard está con Nancy en estos momentos.

– Me gustaría que te quedaras conmigo para siempre. Me siento más tranquila en tu presencia.

– Me honra su halago, pero no lo merezco. Mi familia y mi hacienda precisan toda mi atención, Su Alteza. Permaneceré a su lado hasta que nazca el príncipe y después me marcharé. No me gusta esta ciudad. Necesito estar en mis tierras, oler el aire fresco de Friarsgate, contemplar el cielo y las colinas que me rodean.

– Tu vestido es hermoso -observó la reina ignorando las palabras de Elizabeth-. Me sorprende que estés a la moda viviendo tan lejos

– Mi tío es un ser milagroso, Su Alteza. Pese a ser un hombre de provincias, viste siempre a la última moda. Dice que su gente no espera menos de él, y tiene razón. Los pobladores de Otterly lo adoran.

– Su Alteza, debería acostarse en la cama. Mañana será un día ajetreado -interrumpió lady Jane Rochford, celosa de la atención que recibía la dama de Friarsgate.

– No vuelvas a decirme lo que tengo que hacer. Estás aquí solo porque eres la esposa de mi hermano -dijo Ana Bolena a su cuñada, entrecerrando los ojos, y luego agregó mirando a las demás mujeres-.Todas ustedes están aquí por razones de parentesco y en cualquier momento puedo reemplazarlas por damas más agradables y respetuosas.

– El ama y señora de Friarsgate vino por expreso pedido del rey y mío. Es nuestra amiga.

– Lo siento, Su Alteza -susurró Jane Rochford, las mejillas encendidas a causa de la reprimenda de la reina. "¡Perra -se dijo para sus adentros-, ya me las vas a pagar algún día!".

Elizabeth hizo una amplia reverencia y le pidió permiso para regresar a la mansión Bolton.

– Puedes retirarte -asintió Ana. Se dio cuenta de que Elizabeth trataba de distender la situación que se había creado.

– ¿Dónde está la doncella de la duquesa de Norfolk? -preguntó Elizabeth a Nancy, que cuidaba a la pequeña Howard-. Lleva a la niña con la anciana y reúnete conmigo en el embarcadero.

– ¿Adónde vas tan apurada, Elizabeth Meredith? -tronó una voz.

La joven se dio vuelta y se encontró cara a cara con Flynn Estuardo.

– A mi barca -le dijo.

– ¿Y abandonas a la reina? -preguntó caminando junto a ella-. En los últimos días te has convertido en la comidilla de la corte. Todos están azorados por la confianza que te tiene Ana Bolena, Elizabeth Meredith.

– Ahora soy Elizabeth Hay. La amistad es un concepto incomprensible para los cortesanos. Me encantaría poder volver ya mismo a mi hogar, pero la reina exige mi presencia. ¿Por qué ha venido, señor Estuardo? Lo imaginaba cabalgando a todo galope rumbo a Escocia para contarle al rey los pormenores de la coronación.

– Jacobo ya está al tanto de los acontecimientos del día. Su media hermana, lady Margaret Douglas, es una de las damas de honor de la reina. Antes me llamabas Flynn. ¿Adónde vas?

– A la casa de mi tío Thomas Bolton. La comadreja de Jane Rochford le hizo una escena a la reina por mi causa. No entiendo cómo la aguanta su marido.

– En realidad, no la aguanta, pero se casó con ella por conveniencia Ya sabes cómo son los nobles.

– Esa arpía va a acabar muy mal, te lo aseguro. ¡Ojalá estuviera en mi casa! ¡Odio este lugar!

– ¿Y por qué no empacas tus cosas y te mandas a mudar? La coronación ya terminó.

– Ana me pidió que la acompañara hasta el nacimiento del bebé y no pude rehusarme. Te he dado una primicia para tu amo, Flynn, aprovéchala.

El escocés lanzó una carcajada.

– La reina es como todas las primerizas. Necesita el cariño y la bondad de su fiel amiga del campo. Ninguna de esas pavas reales que la rodean puede ofrecerle un gramo de comprensión.

– Sí, es una desgracia.

– Ánimo, querida. Faltan pocos meses para que nazca la esperanza de Inglaterra y puedas retornar al norte. Hemos llegado. ¿Cuál es tu barca?

– Debo esperar a mi doncella, que está buscando a los sirvientes de la vieja duquesa de Norfolk para entregarles a la señorita Howard. La niña estuvo bajo mi cuidado durante toda la coronación. Esta noche dormiré en mi propia cama.

– Sola, imagino -repuso Flynn Estuardo con ojos pícaros.

– ¿Crees que soy una mujer fácil por el hecho de ya no ser virgen? -rió Elizabeth-. Mi marido es muy celoso y más corpulento que Enrique Tudor.

– No debí dejarte ir.

– ¡Vamos, Flynn! Hace tres años habría creído esas pamplinas románticas, pero desde entonces aprendí que los escoceses priorizan la lealtad por sobre las mujeres. Seduje descaradamente a mi marido al regresar a Friarsgate y eso no fue suficiente para retenerlo a mi lado. El deber hacia su padre era lo más importante.

– ¿Lo sedujiste? -preguntó incrédulo-. ¡Cómo me habría gustado estar en su lugar!

– Lo deseaba, Flynn.

– ¿Y lo amas? -inquirió él poniéndose serio.

– Mucho. Pude haberte amado a ti, pero no eras el hombre ideal para Friarsgate ni, por lo tanto, para mí.

– Pero seguimos siendo amigos, ¿verdad?

– Por supuesto, Flynn Estuardo. Y sigo pensando que deberías conseguirte una buena esposa e instalarte en algún sitio. Pero me temo que eres más feliz permaneciendo soltero. Te encantan la excitación y las intrigas de la corte.

– Así es.

– Señora, acabo de dejar a la señorita Howard con los sirvientes de la duquesa-dijo Nancy acercándose al muelle.

– Entonces huyamos a la mansión Bolton.

Flynn ayudó a las dos mujeres a subir a la barca.

– Volveré a verte -prometió el escocés.

– De acuerdo.

Cuando llegaron a la casa, Philippa estaba esperándolas en el gran salón y abrazó a su hermana. Elizabeth se quitó los zapatos, se desató los lazos y se sentó junto al fuego.

– ¿Cómo está mi Hughie? -preguntó la condesa de Witton.

– La reina lo adora. Con esa carita angelical y esa voz tan dulce el niño seduce a cualquiera. Ana disfruta de su compañía y es muy buena con él.

– Entonces está todo bien.

– La reina no sabía quién era. Cuando le dije su nombre, se sorprendió. Hugh es encantador y ha logrado conquistar el corazón de Ana Bolena, quien, te lo aseguro, no es una mujer fácil de engatusar. Hughie es muy afortunado.

– Crispin quiere que partamos mañana. No le apetece estar en la corte estos días y a mí tampoco, por extraño que parezca.

– No te preocupes, me las arreglaré sola. El hijo de Ana nacerá en septiembre, y regresaré a casa inmediatamente después del parto. Estoy cansada -dijo poniéndose de pie-, dormí toda la noche en una silla hoy tuve que cuidar a Catalina Howard, la prima de la reina.

– Habrá torneos y bailes durante el resto de la semana, así que me temo que estarás muy ocupada.

– Lo sé -bostezó Elizabeth-. ¡Ay, no sabes cuánto extraño Friarsgate!

– Y a tu esposo, quiero creer.

– Sí, lo echo de menos. Es hora de que el pequeño Tom tenga un hermanito o hermanita -volvió a bostezar-. Buenas noches, Philippa No te vayas sin saludarme, por favor. -La besó en la mejilla y se dirigió a su alcoba.

El conde y la condesa de Witton partieron temprano la mañana siguiente. Elizabeth lamentó profundamente que se fueran. Le esperaba un largo verano, lejos de Friarsgate, lejos de Baen y de Tom. Se echó a llorar. Quería estar en su casa, y no en la justa que se celebraría a la tarde en honor a la reina, ni en el banquete y el baile de disfraces que seguirían a continuación. Ese mundo le era ajeno. No era una gran dama copetuda, sino simplemente Elizabeth Hay, dueña de Friarsgate. No pertenecía a la corte.

Según la costumbre, un mes antes del nacimiento del bebé la reina debía recluirse en sus apartamentos y solo podía ser atendida por mujeres. Para alegría de Elizabeth, Ana eligió parir en el hermoso palacio de Greenwich junto al río.

Durante su ausencia, los aposentos de la reina fueron reformados y acondicionados para el alumbramiento, siguiendo las reglas establecidas por la abuela de Enrique Tudor, Margarita Beaufort. Todas la ventanas salvo una y todas las paredes debían estar cubiertas con ricos tapices. Ana debía esperar la llegada del bebé en un ámbito tranquilo y en penumbras. Casi siempre la acompañaban Elizabeth y el pequeño Hugh St. Claire, que no solo era el paje preferido de la reina sino también de las otras damas. Todas estaban cautivadas por su voz melodiosa, su bello rostro y sus exquisitos modales.

Cada vez que podía, Elizabeth se escabullía a través de los bosques y se refugiaba en la mansión Bolton. Un día, a su regreso, se encontró con que Ana estaba hecha una furia y nadie lograba calmarla. Todo el mundo temía que el arranque de rabia le provocara un aborto.

– ¿Qué ocurrió? -preguntó a lady Margaret Douglas, la sobrina del rey.

– Alguien le contó que el rey está cortejando a una dama de la corte, que sus partidas de caza son meras excusas para encontrarse con su amante. ¡Imagínese lo celosa que ha de estar! -susurró lady Douglas.

– ¡Por Dios! ¿Quién le contó semejante cosa?

Elizabeth había escuchado rumores, por cierto, pero no les había prestado atención. Comprendía que los maridos buscaran diversiones en otra parte cuando se los privaba de la compañía de su esposa. Además, si el rey tenía una amante, al menos parecía actuar con discreción ya que nadie sabía quién era la mujer ni había visto nada indecente.

– No lo sabemos.

– Tiene que ser alguna de las mujeres que están aquí -dijo Elizabeth mirando a su alrededor. Clavó los ojos en Jane Seymour-. Será mejor que vaya a verla.

– ¿De veras? -exclamó lady Margaret aliviada-. Ella la quiere mucho y escucha sus consejos, señora Hay.

Elizabeth entró en el cuarto privado de la reina. Ana estaba llorando, con el cabello suelto y despeinado. Había pedazos de vajilla rota en el piso.

– Está sufriendo inútilmente, Su Alteza -empezó a decir y, con un gesto imperioso, indicó a las damas que se retiraran de la habitación.

– ¿Sabes lo que me dijo el rey? -sollozó la reina-. Lo mandé llamar y le conté lo que había escuchado. Le advertí que no iba a tolerar que fornicara con otra mujer, y menos ahora que estoy a punto de parir. No se disculpó ni trató de consolarme. Se limitó a decir con ese maldito tono despótico: "Debes cerrar los ojos, señora, y soportar con resignación, como lo hicieron las mujeres que te precedieron. No olvides que así como te elevé a alturas inconmensurables, en un segundo puedo hundirte en el pozo más profundo". ¡Ay, Elizabeth; ya no me ama! -se lamentó sollozando con violencia.

Elizabeth la rodeó con sus brazos para confortarla.

– Se puso nervioso porque lo descubriste. Durante todo el verano intentó evitarte cualquier situación que, a su juicio, fuera perturbadora para ti, Ana. Y debo decir que algunas eran bastante tontas. Él te ama, te lo aseguro. Deja de llorar y piensa en el niño que llevas en tu vientre.

– ¡Oh, Elizabeth, no me abandones nunca!

Un súbito escalofrío le recorrió la espina dorsal. ¿No abandonarla nunca? ¡Imposible! Se marcharía tan pronto como la criatura naciera. Ya había ordenado a Nancy que empacara sus cosas y solicitado que le enviaran un contingente de hombres de Friarsgate, por temor a que le negaran la escolta real. ¡Faltaba muy poco para regresar a casa! Ansiaba mucho estar en sus tierras y reencontrarse con su esposo y su hijo.

El domingo 7 de septiembre, Ana empezó el trabajo de parto en la enorme cama preparada para el alumbramiento. Médicos y comadronas se habían congregado alrededor de la reina. Elizabeth se sentó junto al lecho y le tomó la mano. A medida que el parto avanzaba y el dolor se hacía más intenso, Ana le oprimía la mano con tanta fuerza que Elizabeth pensó que ya no podría volver a utilizarla. Los gritos de la parturienta llegaron a los oídos de los cortesanos que esperaban ansiosos la gran noticia en la sala de recepción de la reina. Entre ellos estaba María Tudor, de diecisiete años, que aguardaba la llegada del hermano que finalmente la desplazaría del trono. Tenía la esperanza de que después del nacimiento le permitieran ver a su madre, la princesa de Aragón, y casarse con su primo Felipe, como quería Catalina. Felipe era un muchacho muy apuesto.

Entre las tres y las cuatro de la tarde se escuchó el potente llanto del bebé. La sala de espera se llenó de rostros felices y sonrientes. Todo había salido bien, pensaban aliviados. El niño, nacido bajo el signo de Virgo, sería un gran rey.

Cuando le mostraron la criatura a la reina, esta se echó a llorar desconsoladamente. Sólo las personas que estaban más cerca de ella atinaron a oír sus débiles palabras:

– ¡Estoy arruinada!

– ¡No! -le susurró al oído Elizabeth-. Es una niña sana y fuerte. Ya le darás otros hijos al rey.

Una de las damas de honor salió a anunciar que había nacido una princesita y que se llamaría Isabel en honor a la difunta madre del rey. Acto seguido, Enrique VIII entró en el cuarto y se acercó a ver a la pequeña. Con voz jovial, declaró que era la niña más hermosa que había visto. La pelusa que cubría su cabecita era de color rubio rojizo, igual que el cabello de su padre. Ya tendrían más hijos, agregó, pero todos sabían que estaba desilusionado. La estrella de Ana Bolena se estaba apagando irremediablemente y los ojos del rey comenzaban a iluminar el rostro de una de las damas presentes: la dulce y sumisa señorita Jane Seymour.

– La llamaremos María -dijo a su esposa.

– No, ya tienes una hija con ese nombre -replicó Ana Bolena, un poco más animada-. La llamé Isabel en honor a tu madre, Dios la tenga en la gloria. Tú elegirás el nombre de los varones, milord, y yo el de las mujeres.

El rey recuperó el humor por unos instantes y le sonrió.

– De acuerdo. Siempre has sido una excelente negociadora, Ana -asintió y se retiró de la habitación.

Elizabeth volvió a entrar para acompañar a su amiga. Ana estaba más pálida que de costumbre; grandes círculos oscuros rodeaban sus ojos y su mirada era lúgubre.

– El rey ha sido muy amable contigo -la consoló mientras las doncellas le preparaban la cama para dormir.

– Lo he defraudado. ¿Sabes una cosa? No solo elegí el nombre por la madre del rey sino por ti, amiga mía. Ojalá sea tan fuerte como tú, Bess.

Tres días más tarde, el arzobispo Cranmer bautizó a la princesita bañándola en la fuente de plata destinada a los bebés de los reyes. Luego se la llevaron a sus aposentos. Ana Bolena permaneció en la capilla para recibir a las figuras más encumbradas y poderosas. Pese a los festejos y las celebraciones, se respiraba un aire sombrío. Todo el mundo sabía que el rey estaba decepcionado, aunque dijera lo contrario. Y Ana estaba condenada a permanecer recluida cuarenta días más, hasta que se realizara la ceremonia religiosa de purificación y de acción de gracias.

Una mañana de principios de octubre, mientras el rey salía de su capilla, se cruzó en el corredor con un hombre de tupida cabellera negra, altísimo y corpulento, flanqueado por dos guardias reales que lo tomaban firmemente de ambos brazos. El rey y sus acompañantes se quedaron atónitos ante la presencia del intruso. El gigante se liberó de las garras de los guardias e hizo una reverencia al monarca, clavándole sus ojos grises.

– Su Majestad -dijo con voz profunda y un acento que indudablemente era del norte-, he venido a buscar a mi esposa.

– ¿A su esposa? -preguntó Enrique Tudor sorprendido.

– Elizabeth Hay, la dama de Friarsgate, Su Majestad. Vino a la corte en primavera por pedido de la reina. Ahora me gustaría que usted le diera permiso para regresar a casa.

El rey lanzó una risa que muy pronto derivó en una estrepitosa carcajada. Sus acompañantes se miraban entre sí con perplejidad y nerviosismo, y decidieron permanecer en un discreto silencio. El rey dejó de reír y dijo:

– ¡Oh, sí, usted es el marido escocés! Es hora de que recupere a su esposa. Si, como sospecho, su esposa se parece a su madre, Rosamund Bolton, ha de estar desesperada por volver a su amado Friarsgate. -Miró a unos de los hombres que lo acompañaban y le indicó que se acercara-. Mandaré a uno de mis sirvientes para que le avisen a la señora Elizabeth Hay que lo espere en los jardines. Tiene mi autorización para retornar a su hogar. Mientras tanto, este compatriota suyo le hará compañía. -El rey comenzó a reír nuevamente y se alejó por el largo corredor.

Los dos escoceses se miraron unos instantes y luego el hombre del rey extendió su mano:

– Mi nombre es Flynn Estuardo.

– Baen Hay, más conocido como Baen MacColl. Usted debe ser el escocés que Elizabeth besó cuando estuvo aquí la vez pasada.

Flynn Estuardo no pudo reprimir una sonrisa.

– Un caballero no ventila esas cosas, señor -replicó mientras salían a los jardines junto al río.

Baen le devolvió la sonrisa.

– ¿Cree que Elizabeth la pasó bien esta vez?

– Vino obligada por la reina, pero extraña Friarsgate. Su Majestad necesita realmente su amistad, pero no tiene en cuenta las responsabilidades ni los afectos de su amiga. Lo único que le importa son sus propias necesidades.

– Dicen que es una bruja.

– No es cierto. Es solo una mujer ambiciosa que acaba de jugar su carta de triunfo y probablemente haya perdido. Si usted no hubiera venido a rescatarla, su esposa jamás se habría liberado de la reina. Es mejor que no sea testigo de los próximos acontecimientos, Baen Hay. Su corazón es demasiado puro.

– Sí, lo sé muy bien.

– ¡Baen! -gritó Elizabeth atravesando a toda velocidad los jardines de Greenwich y levantándose las faldas para no tropezar, y se arrojó en los brazos de su esposo-. ¡Oh, Baen! -Le tomó la cabeza y lo besó con fervor.

– Me despido de ustedes y les deseo buen viaje -se despidió Flynn Estuardo. De inmediato notó que ella amaba a su marido con pasión, y sintió una pizca de envidia.

Acurrucada en los brazos de Baen, la joven lo miró y le prodigó una dulce sonrisa.

– Gracias, Flynn -le susurró.

La dama de Friarsgate y su marido caminaron juntos por los verdes senderos de Greenwich rumbo a la casa de Thomas Bolton. Elizabeth en ningún momento dio vuelta la cabeza para mirar hacia atrás. En consecuencia, no pudo ver a la mujer solitaria que la observaba desde una de las ventanas superiores, ni la escuchó decirle adiós. Tampoco vio la lágrima que rodaba por el rostro de la reina. No, miraba hacia delante. Por primera vez en varios meses se sintió feliz. Era octubre, el sol brillaba, Baen estaba a su lado… ¡y emprendía el regreso a su amado Friarsgate!

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