CAPÍTULO 10

A la mañana siguiente, antes de partir, Rosamund salió a busca Baen MacColl para hablar con él. Cuando lo vio, comprendió la atracción que su hija sentía por el escocés. Era hermoso, corpulento, viril.

– ¿Ha tenido noticias de los Glenkirk? ¿Cómo está el conde?

– Bien, pero muy anciano. No lo he visto últimamente. Dicen que ha dejado sus asuntos en manos de lord Adam, su hijo. Parece que la memoria le falla desde hace varios años, pero la gente lo sigue queriendo y respetando como siempre. Mi padre es amigo de Adam Leslie. ¿Conoció usted a Patrick Leslie?

– Sí, hace mucho tiempo. Cuando regrese y vea a lord Adam, por favor mándele saludos a él y a toda la familia de parte de Rosamund Bolton -sonrió con aire nostálgico-. Es usted un buen hombre, Baen MacColl. Me alegra que haya vuelto a Friarsgate y espero que obtenga todo lo que desea durante su estadía aquí.

– Gracias, señora -replicó. Tenía una sonrisa encantadora y hablaba en un tono dulce y seductor-. La señorita Elizabeth ha sido muy amable y solidaria.

– Mi hija siente debilidad por los escoceses -dijo sin rodeos-. No puedo criticarla porque yo misma me he casado con un escocés.

De manera tácita, Rosamund había dado su aprobación al matrimonio entre su hija y el joven MacColl. Ahora, todo dependía de Elizabeth.

– Adiós, señor -Rosamund concluyó el diálogo y le dio una amigable palmadita en el brazo.

Thomas Bolton, que había oído la conversación de principio a fin, acercó a su prima fingiendo que acababa de entrar en el salón.

– ¿Estás lista, querida? Permíteme que te acompañe hasta el caballo. Ayer mandé un mensajero para avisar al bueno de tu marido que regresabas a casa. Los guardias de Friarsgate te escoltarán hasta la frontera y luego seguirás viaje con los hombres de Claven's Carn. No te preocupes por Johnnie, llegará sano y salvo a St. Cuthbert. – Tomándola del brazo, la condujo fuera del salón.

– ¡Escuchaste todo, viejo ladino!

– No todo -mintió-, apenas lo suficiente para saber que no te opones al enlace entre el bastardo de Grayhaven y la heredera de Friarsgate.

Lord Cambridge se conmovió al descubrir que la llama del amor que Rosamund había sentido por Patrick Leslie aún no se había extinguido del todo, y seguía ardiendo secretamente en su corazón. ¡Quién podría olvidar una pasión tan intensa!

Elizabeth los esperaba afuera.

– Cabalgaré un trecho contigo, mamá.

Lord Cambridge despidió a Rosamund con gran efusividad y exclamó en tono dramático:

– ¡Quién sabe cuándo volveremos a vernos, mi paloma!

– Querido Tom -replicó Rosamund mirándolo desde lo alto de su cabalgadura-, te aseguro que será muy pronto. ¿Cuándo piensas regresar a Otterly?

– Will llegó anoche. Mi ala está a medio terminar. La malvada de tu hija convenció al constructor de colocar una puerta entre mi nueva morada y el resto de la casa. Pero Will logró que la quitaran y taparan el agujero con ladrillos. Además, retó severamente a Banon y al constructor. Parece que no podré regresar a Otterly hasta octubre, si la nieve lo permite, claro está. Le escribiré a mi heredera regañándola por lo que hizo, te lo aseguro. -Estrechó la mano de Rosamund entre las suyas y la besó-. Buen viaje, mi niña, y dale mis más calurosos saludos a tu marido.

Las dos mujeres y los guardias armados partieron rumbo a Claven’s Carn. El día estaba nublado, hacía calor y amenazaba lluvia.

– Me gusta el escocés -dijo Rosamund a su hija-. Sí logras llevarlo al altar, cuentas con mi consentimiento.

– Gracias, mamá. ¿Y qué dirá Logan?

– Por ahora, no se enterará de nada. No querrás que tu padrastro te mande un ejército de pretendientes escoceses mientras intentas conquistar a Baen MacColl. Le explicaré a Logan que no encontraste un buen partido en la corte y que Tom está considerando otras posibilidades entre las familias que él conoce. Logan cree en mí, de modo que no insistirá en el tema.

– ¡Pobre! Lo manipulas con total descaro y él no se da cuenta.

– ¡Por supuesto que no! Los escoceses son muy orgullosos, ten eso muy en cuenta, Elizabeth. Me gusta Baen. Será un buen marido y respetará tus derechos, como lo hizo tu papá. Lo único que me preocupa es la excesiva lealtad hacia el padre. Sospecho que en algún momento tendrás que recurrir al amo de Grayhaven, si deseas desposar a su hijo. Y en ese caso conviene pedir a Logan que interceda, pues sólo un escocés es capaz de comprender a otro escocés.

– Si Baen no me ama lo bastante para quedarse a mi lado, entonces no me interesa. No soy un trofeo, mamá.

– ¡Sí que lo eres, hija mía! Cuando el señor de Grayhaven comprenda que la vida que le ofreces a Baen es mucho mejor que la que él puede brindarle, no dudará en entregarte a su hijo. Esa es tu ventaja; no la desperdicies por el orgullo, ¡te lo suplico!

– Si Baen me ama se quedara a mi lado -insistió-. La decisión ha de ser suya y de nadie más.

Rosamund prefirió no contradecir a su hija y se quedó en silencio. Si seguía discutiendo, lo único que lograría era afianzar aun más la posición de Elizabeth.

La joven acompañó a su madre hasta la frontera con Escocia, donde Logan Hepburn y media docena de hombres de su clan esperaban a la señora de Claven's Carn para escoltarla hasta la casa.

Tras desmontar de su corcel, lord Hepburn se acercó a saludar a su esposa y a su hijastra. Cuando besó la mano de Rosamund, sus miradas se encontraron y brotó la pasión que aún existía entre ellos. No necesitan palabras para expresarla.

– ¿Has conseguido marido, pequeña? -preguntó sin circunloquios a Elizabeth mientras sus vibrantes ojos azules la miraban con ansiedad.

– No, a ninguno de los petimetres de la corte le interesa Friarsgate, Logan. Mamá te contará las novedades. Si me apresuro, podré llegar a casa para terminar las tareas del día. Adiós, mamá. Gracias por tu visita. ¡Te mucho! -gritó tirando besos al aire y luego hizo girar a su caballo.

– ¡Adiós, querida mía!

Respiró aliviada, pues había logrado eludir el interrogatorio de su padrastro. Su madre se ocuparía de Logan y ella se ocuparía del otro escocés. Baen era orgulloso, como había señalado Rosamund, pero la quería. Elizabeth no era una experta en lo tocante a las relaciones entre hombres y mujeres, pero sabía cuándo un hombre amaba a una mujer. Y tenía la intención de acosarlo hasta que él no pudiera resistirse a sus insinuaciones. Lo tenía en sus manos, aunque él no lo supiera. Sonriendo, espoleó a su caballo y salió disparada como una flecha. Los hombres de Friarsgate la seguían detrás.

Contempló con satisfacción los campos verdes, el heno secándose al sol antes de ser almacenado para el invierno, los rebaños sanos y robustos. Empezarían a esquilar los animales la semana siguiente, después del 24 de junio. Durante el resto del verano y el otoño, las ovejas volverían a recuperar el pelo y podrían protegerse de los fríos invernales. La lana de la última esquila era hilada en hebras cada vez más largas y resistentes. El secreto de los excelentes tejidos de Friarsgate residía en ese procedimiento. Había sido una buena temporada para los rebaños, pues no habían perdido ninguna oveja por enfermedad o por la acción de los depredadores.

Esa noche, el salón parecía más vacío sin Rosamund. Había sido el alma de Friarsgate durante tanto tiempo que su ausencia siempre provocaba cierta tristeza.

Mientras conversaban después de la cena, Edmund comentó que no se sentía bien y de pronto se cayó de la silla. Maybel gritó y Baen saltó para socorrer al hombre desmayado. Lo levantó en andas y lo cargó escaleras arriba hasta la alcoba que compartía el matrimonio. Elizabeth se le había adelantado y le abrió la puerta. Baen acostó al anciano sobre la cama. Maybel lo apartó de un empujón y comenzó a desabrocharle la camisa lanzando gemidos de consternación.

– Dé… Déjenme… solo -musitó Edmund abriendo los ojos.

Con suma delicadeza, Baen corrió a Maybel a un lado y se inclino sobre el enfermo para hablarle al oído.

– ¿Dónde le duele? -le preguntó.

– La cabeza. No… no… puedo moverme.

– Debe descansar, Edmund, y dejar que Maybel lo cuide. Mañana se sentirá mejor. Ha estado trabajando mucho.

– Sí -asintió Edmund y volvió a cerrar los ojos.

– ¿Qué le pasó? -dijo Maybel con tonto implorante-. Siempre fue un hombre fuerte. ¿Qué le pasó?

– No conozco el nombre -respondió Baen-, pero he visto casos parecidos en personas ancianas. Si Dios quiere, recuperará la movilidad de los miembros, pero no será tan fuerte como antes. Manténgalo abrigado y dele vino aguado si tiene sed. El mejor remedio es dormir.

– Prepararé una jarra de vino -ofreció Elizabeth-. Y le agregaré un somnífero para que pueda descansar. Quédate junto a él, enseguida regreso.

– ¡Como si fuera a abandonarlo! -bufó Maybel. Los jóvenes se retiraron de la habitación y bajaron las escaleras a toda prisa.

– ¡Pobre Edmund! -exclamó Elizabeth. Luego llamó a Albert y le ordenó que buscara unas hierbas-. ¿Por qué se habrá puesto así? No es un hombre que suela enfermarse.

– No creo que Edmund vaya a morir, pero es muy improbable que recupere todas sus fuerzas.

– Entonces voy a necesitar tu ayuda, Baen. Tendrás que tomar su lugar y yo misma te enseñaré todo lo que debes saber sobre los rebaños y la lana.

– Haré lo que digas con tal de ayudarte, pero no reemplazaré a Edmund. Sería un agravio de mi parte. ¿Qué va a pensar la gente de Friarsgate si ocupo un lugar que no me corresponde? Van a odiarme, y con razón.

– Él se recuperará muy pronto, si es cierto lo que dices. Además, basta con que yo te dé la venia para que la gente te acepte. ¡Por favor, Baen! Solo hasta que Edmund se cure. No puedo recurrir a nadie más. Edmund jamás necesitó ayuda y a nadie se le ocurrió que llegaría un momento en que ya no podría cumplir con su deber. -Lo miró con ojos suplicantes y llenos de angustia-. ¡Por favor!

– De acuerdo, pero solo hasta que se recupere.

– ¡Gracias! -exclamó; lo abrazó efusivamente y le dio un beso.

– ¡No, no, no, pequeña! -fingió que la retaba al tiempo que la apretaba contra su cuerpo-. ¿Quieres armar un escándalo?

– ¿Por qué?

– ¡Elizabeth! -Logró desprender los brazos de su cuello-. Ahí viene Albert con las hierbas. Más vale que prepares la poción; Maybel debe de estar nerviosa.

Ella tomó el recipiente y le guiñó un ojo al mayordomo, que no pudo evitar sonreír.

– Gracias, Albert -le dijo dulcemente. Luego procedió a hacer la mezcla: agregó unos polvos al vino, colocó un tapón en la botella y la agitó bien-. Llevaré esto a Maybel. Por favor, quédate en el salón hasta que regrese -dijo a Baen-. Tenemos que seguir hablando.

Cuando entró en la alcoba, colocó la botella en una mesita, vertió el líquido en una taza de barro y se la entregó a la vieja nodriza.

– Fíjate que lo beba todo.

Maybel obligó a su esposo a terminar el vino y le entregó la taza a Elizabeth, que la colocó junto a la botella. Edmund se quedó profundamente dormido.

– ¿Qué tiene? -preguntó Maybel con voz trémula-. ¿Qué va a pasar con él? ¿Morirá? ¿Quién te ayudará ahora?

– Tardará en recuperarse pero se pondrá bien, Maybel. Edmund Bolton es pariente de sangre además de empleado. El puesto sigue siendo suyo, pero mientras se reponga, Baen tomará su lugar. Se lo pedí expresamente. ¿Te parece correcta mi decisión, Maybel? Edmund jamás permitió que lo ayudaran ni adiestró a nadie para que lo sustituyera el día de mañana.

– A nadie le gusta pensar que morirá -dijo con la voz estrangulada-. Baen MacColl es un buen muchacho; estoy segura de que mi Edmund aprobará tu elección. Gracias por tu amabilidad, pequeña.

– ¿Amabilidad? ¡Tú y Edmund son mi familia!

Maybel meneó la cabeza.

– Si estuvieras casada, mi esposo y yo nos retiraríamos a nuestra casita. No queremos abandonarte ni que te ocupes sola de Friarsgate -hizo una pausa, como si sopesara lo que iba a decir a continuación-. El escocés es un buen hombre y he notado que se agradan mutuamente. La mayoría de la gente se casa por mucho menos que eso. Si tu madre lo aprueba, Baen MacColl sería la solución a tus problemas.

– Mamá me dio permiso para conquistarlo, Maybel, y es lo que pienso hacer a partir de ahora.

Una amplia sonrisa iluminó el rostro de la anciana.

– ¿Y él lo sabe? Parece un hombre independiente.

– Aún no lo sabe, pero se enterará muy pronto. ¿Por qué no bajas al salón y le dices a Baen que estás de acuerdo en que reemplace a Edmund por un tiempo? Se sentirá más tranquilo si sabe que cuenta con tu aprobación. Yo me quedaré cuidando al tío.

– Lo entiendo. No es como esos muchachos que imponen su presencia allí donde nadie los requiere. Le diré que estoy sumamente agradecida por su ayuda y su buena disposición. Enseguida regreso, pequeña.

Elizabeth se sentó junto a la cama. Edmund dormía plácidamente, pero su aspecto era preocupante. La comisura derecha de la boca se le torcía hacia abajo. Las manos estaban rígidas y medio abiertas. No se movía; el único indicio de vida era el pecho que subía y bajaba al compás de la respiración. Ella sufrió una gran conmoción al ver a su tío abuelo en ese estado, tan frágil y vulnerable. Siempre había sido sano y vigoroso, pero ahora tenía más de setenta años.

La joven exhaló un suspiro de tristeza. Nunca había pensado seriamente en el paso del tiempo. Los años no solo transcurrían para ella sino para las personas que estaban a su alrededor. Se dio cuenta de que Edmund y Maybel no estarían a su lado para siempre. Era hora de que descansaran y gozaran de su adorada casita, que no visitaban desde hacía varios días. Elizabeth también se preocupó por el futuro de Friarsgate. Ninguno de sus sobrinos podía heredar las tierras. Por primera vez en su vida, comprendió la importancia del matrimonio. ¿Por qué había rechazado tan obstinadamente la idea del casamiento?

Por cierto, sabía la respuesta. Rosamund había encontrado el amor tres veces en su vida; Philippa y Banon eran muy felices en su matrimonio, y ella no se conformaría con una pareja mediocre, quería gozar de la misma dicha que su madre y sus hermanas. Sin embargo, hasta la llegada de Baen MacColl, había perdido toda esperanza de hallar un hombre a quien pudiera amar y que la amara tal como era: la dama de Friarsgate. Baen parecía reunir esas condiciones. El único problema era convencerlo de llevarla al altar.

La anciana tomó las manos del escocés, las besó y estalló en lágrimas.

– Agradezco a Dios y a la santa Virgen María por poder contar con tu ayuda en estos momentos difíciles, muchacho. Estaríamos perdidos sin ti.

Baen sintió el impulso de abrazar a la afligida mujer.

– Vamos, Maybel, Edmund se pondrá bien. Me quedaré a colaborar hasta que recupere la salud. ¿Cómo está ahora?

– Duerme. Elizabeth lo está cuidando en mi lugar. Debo regresar junto a mi esposo -dijo Maybel apartándose del grato cobijo que le brindaban esos brazos robustos.

– ¿Necesitas algo más? -preguntó lord Cambridge entrando en el salón.

– No, gracias, por ahora no -respondió Maybel antes de subir a su alcoba.

– Es una suerte que estés aquí, querido mío. Todas las mujeres de Friarsgate creen que pueden arreglárselas solas, pero tarde o temprano terminan precisando la ayuda de un hombre. ¡Pobre Edmund! Ya no es un jovencito. Rosamund y yo tampoco, pero él es el mayor de los Bolton.

Elizabeth regresó al salón y ordenó a Albert que sirviera la comida. El padre Mata llegó de la iglesia, donde había estado enseñando latín eclesiástico a sus acólitos. La muchacha le contó lo ocurrido y luego agregó:

– Cene primero y después vaya al cuarto de Maybel. Si no lo obligo a comer, es capaz de pasarse toda la noche junto a la cama de Edmund con el estómago vacío.

Después de decir las oraciones, el párroco devoró uno tras otro los platos que le iban sirviendo los criados: cordero con zanahorias y puerros, trucha con manteca y perejil, pan y queso. Una vez saciado su apetito, se dirigió a las escaleras. Al rato apareció Maybel, se sentó a la mesa por invitación de Elizabeth, comió tan rápido como el padre Mata y regresó a la habitación donde Edmund dormía. Thomas Bolton y Will Smythe jugaron al ajedrez y luego se retiraron del salón, dejando solos a los jóvenes.

– Sentémonos junto al fuego -propuso ella. Le ofreció la silla tapizada de respaldo alto y, sin pudor, se sentó en el regazo del escocés-. ¿Te agrada? -preguntó acurrucándose contra su pecho.

– Sí-asintió Baen rodeándola con sus brazos-. ¿Acaso intentas seducirme? -La delicada fragancia de su cabellera era cautivante.

– Así es. ¿Te molesta?

– Ay, pequeña. No me parece una buena idea -dijo en tono algo sombrío.

– ¿Por qué no? ¿No quieres que te seduzca?

– SÍ no fueras quien eres, sucumbiría con placer a tus maravillosos encantos -replicó. ¿Por qué lo torturaba de ese modo? No debería permitirle semejante conducta. Tenía que resistir.

– Bah, soy una persona común y corriente -objetó la joven. Los brazos de Baen eran cálidos y protectores, y sintió deseos de permanecer allí por siempre.

– Eres una rica terrateniente y yo soy un bastardo de las Tierras Altas. Ya hemos hablado del tema, sabes muy bien a lo que me refiero. -Baen trató en vano de separarla de su regazo.

– Claro que lo sé, pero tus argumentos carecen de sentido -dijo desatándole los lazos de la camisa-. Yo soy rica e inglesa y tú eres pobre y escocés. Conozco muy bien la cantilena y, aun así, no comprendo por qué no podemos satisfacer nuestro deseo. -Metió la mano debajo de la camisa y acarició la suave piel de su pecho.

Baen se excitó ante el contacto de sus dedos. Elizabeth se acomodó en su regazo y, bajando la cabeza, comenzó a lamerle las tetillas.

– ¡Basta! -imploró, pero en realidad no quería que ella se detuviera. Sus labios eran suaves como plumas y ¡tan excitantes! Le alzó la cabeza y le dio un apasionado beso, al tiempo que le desataba la trenza y hundía su mano en la rubia cabellera. No podía dejar de besarla. Sus bocas se fundieron una y otra vez hasta que la joven, con los labios casi morados, lanzó un gemido de placer.

Luego Baen comenzó a besarle la garganta, emitiendo voluptuosos sonidos. Le desató la blusa y le lamió los pechos apasionadamente. Elizabeth gritó, presa de un violento espasmo.

– ¡Oh, Baen!

¿Por qué no lo detenía? ¿Por qué no defendía su honor y les pedía a los sirvientes que lo azotaran por su insolencia?

– ¡Elizabeth, Elizabeth! -gimió el escocés, embriagado por el aroma a brezos. Metió la cabeza entre sus pequeños senos y escuchó los latidos de su corazón. Hacía meses que la amaba y anhelaba estrecharla en sus brazos, besarla…

Ella hundió los dedos en la oscura cabellera de Baen; se sentía extasiada por los besos y quería más. ¿Sería capaz de inducirlo a que le revelara los misterios de la pasión? Lanzó un suspiro de alegría.

Baen volvió en sí al oír el sonido de su voz cantarina. Estaba enamorado, pero no tenía derecho a poseerla. Era un hombre experimentado y sabía que si continuaban con esa gozosa actividad, la desgracia se abatiría sobre ambos, y en especial sobre Elizabeth Meredith. Cerró los ojos unos instantes; luego alzó la cabeza y dijo con voz firme:

– Basta, o terminaremos en la cama.

– ¿Y qué problema hay?

– ¿Qué haré contigo, pequeña? -dijo, incapaz de contener la risa-. Dímelo.

– Pienso que es lo mejor para nosotros.

– ¿Nosotros? ¡No podemos hablar de nosotros! -exclamó con rudeza.

Ella se incorporó de un salto y le espetó:

– ¡Claro que podemos hablar de nosotros, Baen MacColl! ¡Soy la dama de Friarsgate y quiero hacerlo! Y suelo cumplir mis deseos.

– ¡Maldición! ¿Por qué no lo entiendes?

– ¿Por qué no lo entiendes tú? -replicó dándole una patada. Lo miró de arriba abajo y notó el prominente bulto entre sus muslos ¡Mira cómo me deseas! No se te ocurra dar a alguna de mis criadas lo que yo quiero, Baen MacColl, ¡pues asesinaré a la muchacha con mis propias manos! ¿Me entiendes? Si deseas satisfacer la comezón que te he causado, lo harás conmigo y con nadie más.

– Mátame si quieres, pero no lo haré.

– Tú me matarás de placer primero -susurró apretando la boca contra la de Baen. Luego le acarició la entrepierna y volvió a sentarse encima de él.

– ¡No pareces una virgen, Elizabeth Meredith! -protestó, apartándola de su regazo.

– Hay una sola manera de averiguarlo, Baen MacColl.

– ¡Vete a la cama! -le ordenó, reprimiendo el impulso de poseerla allí mismo.

– ¿Sola? -preguntó frunciendo sensualmente los labios-. ¿No vendrás conmigo ni te acostarás a mi lado? Quiero que me hagas el amor y tú también lo deseas.

Por toda respuesta, el hombre salió disparado del salón mientras oía la risa burlona de Elizabeth. ¡Maldita sea, niña viciosa! ¿Qué demonio la había poseído? ¿Por qué actuaba de ese modo? Si ella lo seguía acosando, él ya no podría resistirse y finalmente sucumbiría a la tentación. Se frotó el miembro erecto porque le dolía. No tenía intención de satisfacer sus urgencias con otra mujer.

Elizabeth tenía la esperanza de que él acallara sus risas con besos ardientes. Besos que irremediablemente desembocarían en algo más. Sabía que terminaría seduciéndolo, aunque él insistiera en mostrarse como un hombre recto y honorable. Los juegos amorosos de esa noche la habían dejado satisfecha. La súbita enfermedad de Edmund, tan lamentable por cierto, había sido providencial para ella. Baen había caído en sus redes y ya no tenía escapatoria. Por fin sería suyo, sí, ¡todo suyo!

El estrépito de un trueno rompió el silencio de la noche. La tormenta que había amenazado todo el día estaba a punto de estallar. Una ligera lluvia golpeteaba las ventanas y a los pocos minutos cayó un feroz aguacero. Elizabeth recorrió toda la casa para asegurarse de que las puertas que daban al exterior tuvieran bien puesta la tranca. En su alcoba, Nancy la estaba esperando.

– ¿Por qué no te fuiste a la cama? Sabes que puedo arreglármelas sola.

– Se supone que debo atenderla, señorita. Usted es una mujer adulta y sabe muy bien que la dama de Friarsgate necesita una doncella Además, mi deber es cuidarla; de lo contrario, estaría trabajando en el campo, en la cocina o en la lavandería. Y la verdad es que prefiero servirla a usted, señorita.

– De acuerdo -rió Elizabeth y dejó que Nancy le preparara la cama.

– ¿Cómo se encuentra Edmund?

– Mañana tendremos más noticias -respondió y luego procedió a repetir la explicación que le había dado Baen.

– ¡Pobre viejo! Friarsgate no será igual sin él. Ahora tendrá que hacer todo el trabajo sola, señorita.

– El escocés va a ayudarme. Edmund quiere que lo reemplace hasta que se recupere.

– Es un joven muy apuesto -señaló Nancy con una sonrisa pícara-. Todas hemos coqueteado con él, pero no muestra el menor interés. No creo que sea como lord Tom y su William. Tal vez tenga una noviecita en las Tierras Altas y quiera serle fiel.

Sin hacer ningún comentario, Elizabeth se metió en la cama y le dio las buenas noches a su doncella. Jamás se le había ocurrido que Baen tuviera una novia, y la idea la inquietaba.

Al día siguiente, mientras se dirigían al establo donde se esquilaba a las ovejas, le preguntó sin rodeos:

– ¿Te espera alguna mujer en las Tierras Altas?

– No -respondió y al instante se dio cuenta de que habría sido mejor decirle que sí para que lo dejara en paz.

– ¡Qué bien! No me gustaría que la defraudaras.

– Y suponiendo que hubiera una mujer, ¿cómo podría defraudarla?

– Casándote con otra.

– Nunca me casaré.

– ¿Por qué no?

– Porque no tengo nada para ofrecer a una esposa.

– Te equivocas, pero no discutamos ese asunto ahora.

– Tus palabras me reconfortan -rió el joven.

– ¿Sabes por qué esquilamos las ovejas más tarde que la mayoría de la gente?

– Sí, pero cuéntamelo de nuevo -replicó Baen, aliviado por el abrupto cambio de tema.

_Como el vellón es más grueso, y los pelos son más largos y fuertes, los tejidos son más compactos, abrigados y más resistentes a la lluvia.

– Y, según me dijo Tom, ustedes regulan la producción de la lana azul de Friarsgate.

– Así es. Es la mejor que existe y tiene mucha demanda.

– Te brillan los ojos cada vez que hablas de tu empresa. Elizabeth soltó la risa.

– Ahora comprendes por qué un caballero de la corte sería un marido desastroso para mí. Necesito ocuparme de mi trabajo. Por supuesto, me encantaría darle hijos a mi esposo, pero no pienso pasarme la vida sentada junto al fuego sin hacer nada.

– Hay que ser un hombre excepcional para vivir contigo.

– Y valiente.

– Muy valiente -acordó Baen, riendo.

Mientras el escocés observaba cómo esquilaban a las ovejas, ella montó su caballo y regresó a la casa. Su barco regresaría pronto del norte de Europa y estaba ansiosa por conocer las novedades del mercado. El resto del día se encerró en la biblioteca para revisar los libros contables. Ahora que Edmund se hallaba enfermo, ese trabajo recaía en ella.

Ese día, el anciano mostró signos de mejoría: la voz era más potente, había desaparecido el rictus en la boca y podía mover el brazo izquierdo. En cambio, la mano derecha seguía tan rígida como la garra de un pájaro. El padre Mata lo ayudó a bajar al salón y lo sentó en una silla. Maybel, que no había dormido en toda la noche, se quedó en su cuarto tratando de recuperar el sueño. Lo necesitaba realmente, pues ya no tenía la fuerza de la juventud.

Lord Cambridge asomó la cabeza por la puerta de la biblioteca.

– ¿Dónde está el escocés, querida? No deberías perderlo de vista.

– Está aprendiendo cómo se esquila la lana.

– ¿Y eso le servirá cuando decida esquilarte? -preguntó con una risita perversa.

– Lo más probable es que yo lo esquile primero. Es un hombre muy testarudo y de lealtades férreas, tío. Si lo dejo pensar mucho, no podré atraparlo. Se asombrará de las tácticas de seducción a las que puede recurrir una virgen como yo. Gracias al ejemplo de mamá y mis hermanas, he adquirido bastantes conocimientos en la materia.

– No lo dudo, querida. ¿Serías tan amable de contarme tus planes? ¿O también quieres sorprenderme?

– ¿No te gustan las sorpresas? Sé muy bien que te encantan, así que prefiero mantener en secreto mi estrategia.

– ¡Por Dios! Ese pobre hombre no tiene idea de lo perversamente calculadora que puedes ser. Pero ten cuidado, querida; Baen es inteligente y podría pergeñar una estrategia mejor que la tuya.

– No lo creo, tiene un corazón demasiado puro.

– Me parece que te has enamorado del bello escocés.

– Tal vez. Ahora déjame sola, tío. Tengo que hacer un montón de cuentas complicadas antes de ir al salón. Edmund manejaba los libros contables a la perfección. Nunca entendí cómo lo hacía, pero parecía todo tan fácil.

Thomas Bolton asintió, le tiró un beso y se retiró.

Finalmente Elizabeth logró terminar su tarea. Los dedos le quedaron manchados de tinta negra. Subió deprisa a su alcoba para limpiarlos y se encontró con una grata sorpresa: Nancy la esperaba con un baño caliente.

– ¡Dios te bendiga!

– ¡No toque la ropa con esas manos mugrientas! -se alarmó la doncella, y ayudó al ama a desvestirse.

– ¡Aaaah! -dijo Elizabeth con una sonrisa radiante mientras se sumergía en la tina de roble.

– Supuse que le sentaría bien un baño ahora y no más tarde. Pero recuerde que pronto servirán la comida, señorita.

– Sí, sí. Asentar números, línea por línea, página por página, es agotador. Prefiero mil veces cabalgar por los campos al aire libre. Cuando Edmund se recupere, va… ¡Basta! Debo dejar de pensar que todo sigue igual, Nancy. Edmund está viejo y cuando se recupere irá con Maybel a su casa. Ha trabajado aquí durante más de cincuenta años. -Se enjabonó los dedos y los frotó con un lienzo para quitar las manchas de tinta, mientras Nancy le restregaba la espalda con un cepillo.

– Es cierto, está muy viejo. Sufrió varios ataques este año, pero el pobre no quería decirle nada a Maybel ni a usted, señorita. Tenía miedo de que no pudiera arreglárselas sin él.

– He sido una egoísta. Solo he pensado en mis deseos y no en los de quienes me sirven y sirven a Friarsgate. He sido un ama desconsiderada, Nancy, pero no me daba cuenta. A partir de ahora las cosas van a cambiar. ¡Tienen que cambiar!

– Siempre ha sido justa con nosotros, señorita. Nadie diría que usted es un ama desconsiderada. -Le tendió un lienzo a Elizabeth-. Tome, salga de la tina. El sol se está poniendo, muy pronto servirán la cena y usted debe estar presente para decir las oraciones.

Mientras se secaba, se miró al espejo, preguntándose si Baen la hallaba atractiva, si su cuerpo era apetecible. Luego se puso una camisa limpia, dos enaguas, una falda negra de lino y una blusa blanca. Se colocó un ancho cinturón de cuero y se sentó para que Nancy peinara su larga cabellera y le hiciera una trenza. Finalmente metió los pies en unas zapatillas de cuero negro y salió de la habitación.

Fue hasta la habitación donde Edmund estaba durmiendo. Maybel se puso de pie cuando Elizabeth abrió la puerta y corrió hacia ella.

– Está cansado, pero se encuentra mejor. Lo único que no puede mover es la mano derecha.

– Cuando se sienta bien, regresarás a tu casa, Maybel. Edmund ha sido un fiel servidor de Friarsgate durante demasiado tiempo. Es hora de que descanse, y tú también. Sé que mamá estará de acuerdo con mi decisión. Esta mañana le envié una carta contándole de la enfermedad de tu esposo, pero no le pedí que viniera. Tú y yo cuidaremos a Edmund.

– ¿Y quién se ocupará de la casa ahora?

– Elige el sucesor que desees. Yo me inclino por Albert.

Maybel asintió.

– Mi casa está sucia -susurró como si hablara para sí.

– Mandaré a alguien para que se ocupe de la limpieza. Vamos a comer ahora. Le diremos a una de las sirvientas que se quede cuidando a Edmund mientras nos ausentamos.

El salón estaba lleno de gente: los habitantes de la casa, los hombres armados que custodiaban la propiedad, los sirvientes y un vendedor ambulante que había pedido un lugar donde dormir.

– Denos su bendición, padre -dijo Elizabeth ocupando su lugar en la mesa.

– Los ojos de todos a ti te aguardan, Señor -comenzó a orar el párroco.

– Y Tú les das la carne en el momento debido -replicaron los presentes.

El padre continuó hasta concluir la plegaria diciendo:

– Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.

– El mundo fue, es y será siempre infinito. Amén -remató el coro.

Baen ocupó el lugar que le correspondía a Edmund, a la derecha de Elizabeth. Se sentía algo incómodo, pero nadie hizo ningún comentario adverso.

– ¿Aprendiste algo hoy?

– Sí, que las ovejas son muy ágiles y no se dejan esquilar muy fácilmente. Pero tenías razón, el vellón es maravilloso.

Los criados les sirvieron vino en sus copas. Elizabeth cortó en dos el pollo relleno con pan, cebolla y salvia, colocó una mitad en su plato y la otra en el de Baen, y le agregó varias fetas de jamón. Él no dijo una palabra, pero estaba sorprendido porque lo trataba como a un igual. Miró a su alrededor esperando descubrir caras de asombro ante las atenciones que la dama de Friarsgate prodigaba al bastardo escocés. No vio nada raro, y dio las gracias en voz baja. Comió y bebió hasta que, en un momento, dejándose llevar por la fantasía, comenzó a imaginar cómo sería su vida si fuera el señor del lugar y estuviera casado con Elizabeth. Sería maravilloso, pero al rato volvió a la realidad y el cálido rubor que había encendido sus mejillas desapareció súbitamente.

– No deberías servirme -le dijo cuando ella le puso varios trozos de queso en el plato.

– ¿Por qué no?

– Porque no merezco ocupar este lugar ni soy digno de ti.

– Esa decisión me corresponde tomarla a mí, Baen. Después de todo, soy la dama de Friarsgate. Francamente, tu maldita humildad empieza a resultarme irritante. No te queda bien y estoy segura de que tu padre opinaría lo mismo que yo. Ya te he dicho que tengo la intención de casarme contigo.

– No digas esas cosas -susurró Baen.

– Las seguiré diciendo hasta que seas sincero conmigo y expreses lo que siente tu corazón.

– ¿Cómo sabes lo que siente mi corazón? Jamás te he dicho una palabra.

– Tus miradas son muy elocuentes, Baen. En la corte he aprendido a interpretar la expresión de los ojos, que muchas veces no concuerda con lo que dicen los labios. Podría haberme enamorado de Flynn Estuardo, el medio hermano del rey Jacobo, por lo que vi en sus ojos. Ahora los tuyos me dicen que me deseas y me amas. Pero, como te rehúsas a expresar tus sentimientos, me veo obligada a hablar por los dos. Quiero que seas mi esposo.

– ¡Eso es imposible! No puedo defraudar a mi padre. Siempre estuviste rodeada de amor y bondad, Elizabeth. No sabes los terribles sufrimientos que padecí en la casa del esposo de mi madre. Me odió aun antes de que yo naciera. Si mi madre no me hubiera protegido desde el momento del parto, ese hombre infame me habría abandonado en las colinas para que muriera de hambre y de frío. Y si me devoraban los lobos, mejor para él. En su lecho de muerte, mamá me reveló la identidad de mi verdadero padre y cómo me había concebido. Apenas finalizó el funeral, huí para siempre de esa casa nefasta, donde ella fue tan desgraciada, y fui a ver a Colin Hay. Él podría haberme rechazado o alojado en los establos, y yo lo habría entendido. Pero no hizo nada de eso, Elizabeth. Al contrario, me acogió en su casa con los brazos abiertos. La esposa lo regañó por sus pecados juveniles y luego se echó a reír. Me alzó la barbilla, me miró a los ojos, y dijo que siempre había querido tener muchos hijos varones y que yo era el único que le había ahorrado los dolores del parto. Les debo lealtad a los Hay de Grayhaven.

– Come -le aconsejó Elizabeth con voz dulce-. Estás muy angustiado, Baen. En toda pareja siempre hay uno que es más fuerte que el otro. Veo que yo tendré que ser la más fuerte, como lo es Banon en su Matrimonio.

– Si me permito amarte, romperás mi corazón.

– No. Tú romperás el mío si me dejas por tu familia. Eres el amor d mi vida. Nunca hubo ningún hombre antes que tú ni lo habrá después Estamos destinados a amarnos, Baen.

Él apartó la mirada y se dispuso a comer. La comida estaba fría y ya no tenía hambre. Ella acababa de ofrecerle un paraíso que no podía aceptar. Lo más prudente era alejarse de inmediato de Friarsgate, pero eso era imposible. Su padre le había encomendado una misión que aún no había concluido. Todavía le faltaba aprender muchas cosas sobre el negocio de la lana y su rentabilidad. A su juicio, Grayhaven no tenía superficie ni rebaños ni pasturas suficientes para crear una empresa similar a la de Friarsgate. Pero cabía la posibilidad de instalar una más pequeña. No podía irse y defraudar a su padre.

– No has terminado la cena.

– Ya no tengo apetito.

– Vamos, Baen, eres un hombre robusto que necesita alimentarse bien -dijo Elizabeth. Untó una rodaja de pan, colocó encima una feta de queso y se la dio-. Cómetelo o te lo meteré en la boca con mis propias manos -ordenó y llenó su copa de vino.

Las atenciones de la joven lo conmovieron.

– Serás una buena madre algún día.

– Lo sé. Y tendremos los hijos más hermosos del mundo, Baen MacColl.

– ¿Cómo podré amarte y luego dejarte? -preguntó en voz baja.

– Harás lo que debas hacer. No creo que tengas que elegir entre tu padre y yo, pero si debieras hacerlo, aceptaría tu decisión. ¿Acaso me queda otra alternativa? -Elizabeth no creyó ni por un instante en lo que acababa de decir.

– Es cierto -replicó Baen con seriedad. La amaría aun sabiendo que el romance no prosperaría y que ella lo estaba incitando a hacer algo que podría llevarlos a la perdición. Pero la atracción que sentían era demasiado intensa para negarla-. ¿Cómo podría no amarte, Elizabeth?

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