CAPÍTULO 14

Elizabeth se sobresaltó al oír ruidos de pasos en la entrada del salón Alzó la cabeza y lo primero que vio fue el rostro de Baen MacColl. Sintió un ardor en las mejillas y tuvo que hacer un enorme esfuerzo para ponerse de pie.

– ¡Ajá! Conque lograron arrancarte de los brazos de tu padre. Has perdido el tiempo, señor. Ya no me interesa ser tu esposa. Seguiremos con la parodia del matrimonio provisorio hasta que venza el plazo. He decidido criar sola a mi bebé. No te necesito, ¡así que vete ya mismo!

Baen la contempló con su enorme panza y pensó que era la mujer más hermosa del mundo. Caminó hacia ella, la abrazó y le dio un largo beso.

– Te he extrañado como a nadie en mi vida, pequeña.

Ella reculó con una agilidad sorprendente en su condición, alzó la mano y le pegó una bofetada.

– ¡Canalla! ¿Cómo te atreves a besarme? Te dije que no volvieras cuando me dejaste. ¡Te detesto!

– ¡No digas eso! -exclamó lord Cambridge llevándose la mano al corazón en un gesto de profunda angustia-. He ido y vuelto de las heladas Tierras Altas, he cabalgado semanas y semanas para devolverte a este caballero, querida Elizabeth, ¡y ahora me dices que todo ha sido en vano! -Se desplomó en un sillón y extendió el brazo para tomar la copa de vino que le ofrecía un sirviente.

Una leve sonrisa se dibujó en el rostro de la joven, pero al instante desapareció.

– No te burles de mí, tío. Desde el momento en que supe que estaba embarazada, te dije a las claras que podía criar perfectamente sola a mi hijo. No necesito a este hombre.

– ¿Qué? -dijo Baen-. Me sedujiste, me dejaste ir y ahora juegas a ser la víctima. Me usaste para conseguir un heredero. Ese niño es tan mío como tuyo; yo planté la semilla en tu vientre.

– ¡Cerdo mentiroso! ¡Bien que te gustó que te sedujera!

Baen tomó la mano de Elizabeth y la apoyó en su corazón.

– Habría sido un tonto si te hubiera rechazado.

– ¡Maldito escocés! ¡Canalla, alimaña, rata sucia!

– Me suenan esas palabras. ¿Me parece a mí o tú me las dijiste alguna vez? -preguntó Logan Hepburn a su esposa.

– Sí, querido -respondió Rosamund.

– ¡Iré a la cama! -gritó Elizabeth, furiosa.

– ¡De ninguna manera, jovencita! Te sentarás a la mesa junto a tu esposo y ordenarás que nos sirvan una cena decente. Hemos cabalgado todo el día y solo hemos comido unos míseros pasteles de avena ¡Estamos muertos de hambre!

– Él no es mi esposo.

– ¿No se casaron en secreto el verano pasado?

– Sí -replicó Elizabeth mirando ferozmente a su madre-. Pero no es lo mismo que casarse formalmente. Es solo una promesa de matrimonio y he cambiado de parecer.

– ¡Pues yo no! -dijo Rosamund-. Mañana por la mañana el padre Mata formalizará la unión entre tú y Baen MacColl. Mi nieto nacerá legítimo, pues será el próximo heredero de Friarsgate.

– ¿Por qué estás tan segura de que será un varón?

– Porque los Hay suelen engendrar varones -explicó Baen a su prometida. Tomándola de la cintura, la acercó a él y le acarició la panza. Sintió que el niño se movía impetuosamente y, con una sonrisa de satisfacción, declaró-: Será un niño, no tengo dudas. Llevas a nuestro hijo en tu vientre, Elizabeth.

Ella también había notado la reacción del bebé ante el contacto con su padre. Por un instante, la ternura estuvo a punto de traicionarla, pero controló sus emociones y se puso firme una vez más.

– Friarsgate jamás será tuyo.

– No lo quiero. Sólo te quiero a ti, y a este niño y todos los hijos que tengamos. Friarsgate te pertenece, tú eres la única dueña. Nada ni nadie cambiará eso.

– Salvo un marido. ¿Crees que soy una ignorante y no conozco la ley? La mujer se vuelve una esclava cuando se casa. A mi madre le pasó y por suerte pudo escapar de esa situación. ¡Yo no seré propiedad de nadie!

– Siéntate, por favor -instó Rosamund a su hija-. Lee el contrato que Baen firmó voluntariamente y que luego firmarás tú, querida. Acérquese, padre Mata, y sea testigo de la firma del contrato matrimonial Mañana por la mañana oficiará la boda. Logan y yo queremos regresar a casa lo antes posible. Los muchachos están solos y no paran de pelear en nuestra ausencia.

La joven desplegó el pergamino sobre su regazo. Cuando terminó de leerlo, suspiró aliviada y su corazón dejó de golpearle el pecho. Respiró hondo y pidió que le alcanzaran una pluma. Estampó su rúbrica, la secó con arena y entregó el documento al padre Mata.

Al rato, se sirvió la cena. Elizabeth se sorprendió por la enorme cantidad de comida, pues esa noche pensaba cenar sola. De alguna extraña manera, los sirvientes se habían enterado de que llegarían visitas.

Baen tomó asiento a la derecha de su prometida, que le dedicó una detenida mirada bajo sus gruesas pestañas. Era un hombre muy apuesto, y se preguntó si el hijo -o la hija, se corrigió- se parecería a él. Había notado que el nombre del novio que figuraba en el contrato marital era Baen MacColl Hay, de donde infirió que el padre finalmente le había dado su apellido. Al menos Hay no sería un nombre conflictivo en esa región de Inglaterra.

Baen la observó atentamente mientras comía. Notó con alivio que conservaba el buen apetito de siempre, lo que garantizaba que el niño nacería fuerte y saludable. También notó que bebía vino aguado, y eso le llamó la atención.

– El vino puro no es recomendable para una mujer encinta -explicó ella, como si le hubiera leído el pensamiento.

Esas fueron las únicas palabras que dirigió a su prometido durante la cena.

Más tarde, mientras todos se hallaban reunidos junto al fuego, Elizabeth pidió ver a Edmund y Maybel.

– No me casaré sin ellos. Estuvieron presentes en mi nacimiento, mamá, y también lo estarán en mi boda.

– Mándalos llamar ahora mismo, entonces. No pienso esperar un día más.

– Yo tampoco -acotó lord Cambridge-. Si mañana cabalgo todo el día, llegaré a Otterly por la noche. Extraño a Will y mi casa. No veo la hora de dormir en mi cama, comer las comidas que me gustan y pasar largas horas en la biblioteca. Estoy seguro de que Will no ha catalogado los libros de la manera que yo quiero, de modo que tendré hacer todo el trabajo de nuevo, sin que él se dé cuenta, por supuesto. Al final creerá que ha sido una gran ayuda para mí y yo se lo agradeceré infinitamente Elizabeth lanzó una risotada.

– Eres un zorro astuto, tío. Ahora que he cumplido con la tarea que se me ha requerido, me iré a la cama. Buenas noches a todos.

– ¿No la acompañas, Baen? -preguntó en voz baja Thomas Bolton con una mirada pícara.

– Prefiero esperar a que ella me lo pida -susurró el joven.

– ¡Ni lo pienses! -gritó Elizabeth, que los había escuchado, y se retiró.

Logan soltó una risita.

– Eres muy sabio, Baen -dijo Rosamund al tiempo que fruncía el ceño a su marido-. Al margen de lo que diga el contrato, debes convencer a mi hija de que lo cumplirás. Y cuando deje de ladrarte como un perro rabioso, tendrás que reconquistarla. Te prometo que el esfuerzo valdrá la pena y que te ganarás su corazón para toda la eternidad.

– Lo sé. Elizabeth es un premio valiosísimo, señora, pero no es una mujer fácil de llevar.

– Tienes toda la razón -admitió Rosamund ante las risas de la concurrencia-. Albert, ¿ya han mandado un mensajero a la casa de Edmund y Maybel?

– Sí, milady.

– Entonces podemos retirarnos. Baen, esta noche dormirás en la habitación contigua a la de Elizabeth. Cuando mi hija te perdone, puedes usar la puerta interior que comunica ambas alcobas.

– Sí, señora. Y a partir de ahora me ocuparé de la casa.

– Así lo hemos acordado, jovencito -replicó Rosamund. Saludó con la cabeza, tomó el brazo de Logan y abandono el salón.

– ¡Asunto arreglado, querido! -exclamó lord Cambridge-. Eres el marido ideal para mi sobrina, lo supe desde el primer momento.

– Eres un mentiroso, Tom. Tú querías un distinguido caballero de la corte y no el hijo bastardo de un caudillo de las Tierras Altas. Igualmente agradezco tus amables palabras.

– Es cierto, mi idea era conseguirle a Elizabeth un candidato más lustre. En realidad, la corte está llena de bastardos con sangre mil veces más noble que la tuya, muchacho, pero tú eres un hombre noble de verdad. Cuando me di cuenta de eso, decidí que eras el marido perfecto para ella. Sabes muy bien que contabas con mi aprobación y la de mi prima.

– Amo a tu sobrina. Jamás conocí una mujer capaz de hacerme hervir la sangre como ella. Te prometo que nunca volveré a abandonarla, Tom.

– Querido, me temo que será imposible librarte de ella una vez que se le pase el enojo y te haya castigado por tu deslealtad. Siempre supe que se reconciliarían, aunque, como habrás notado, nadie está más contento que yo por el feliz desenlace de esta historia. Todavía no puedo creer que haya logrado casar a las tres muchachas más testarudas del planeta. Ahora es hora de dormir. Buenas noches.

Thomas Bolton se deslizó del salón casi bailando, tan alegre estaba por el resultado de los acontecimientos. Baen comenzó la ronda nocturna. Bajó el fuego del hogar, apagó todas las velas y tomó una para iluminarse al subir las escaleras. Luego se fue a su alcoba y se metió en la cama.

Antes de clarear, Albert lo despertó, sacudiéndole suavemente el hombro.

– Señor, es hora de levantarse. El ama ha ordenado que la ceremonia se celebre inmediatamente después de la salida del sol, que será dentro de media hora.

– ¿Quedan flores en los prados o en las laderas de las colinas?

– No, señor, pero hay algunos brezos secos en la despensa.

– Pídele a Nancy que me consiga una cinta azul y que no le diga nada a su ama, por favor. Quiero darle una sorpresa a la novia, Albert.

– Comprendo, señor.

El mayordomo, como toda la gente de Friarsgate, sentía cariño y respeto por el escocés, y estaba contento de que se casara con la señorita Meredith. Se retiró de la alcoba para satisfacer el deseo de su nuevo amo.

Baen tomó la jarra que estaba sobre las brasas calientes, se lavó, se puso sus mejores calzas y una camisa de lino. Como no tenía jubón, decidió usar un chaleco sin mangas de cuero con botones, de hueso y la manta con los colores rojo, negro y amarillo del clan de los Hay. Abrochó la insignia que su padre le había regalado cuando cumplió los dieciséis años y cuyo motivo era un halcón de ojos granate. Por último, se calzó las botas que alguien había lustrado previamente, y sonrió complacido. No era un elegante caballero de familia noble, pero Elizabeth no tenía por qué avergonzarse de él. Con los dedos peinó su tupida cabellera y abandonó la alcoba para bajar al salón.

– ¡Ya estás listo! -lo saludó Elizabeth. Lucía un vestido celeste de terciopelo con mangas abullonadas y atadas en los puños con cintas color crema. El exuberante busto sobresalía tentadoramente del escote y no había forma de disimular la panza. Llevaba el cabello recogido en la nuca y sujetado con alfileres de plata.

– Tú también. Estás muy hermosa.

La joven se ruborizó, pero de inmediato hizo un gesto adusto.

– No trates de halagarme. Me abandonaste y regresaste sólo porque te obligaron. ¿Huirás a Escocia cuando el sacerdote nos haya casado?

– Me quedaré a tu lado para siempre, Elizabeth. Y no es cierto que te haya abandonado, pues jamás prometí que me quedaría en Friarsgate. Tenía que volver a Grayhaven y lo sabías muy bien.

– ¡Yo estaba embarazada!

– Un hecho que ignoraba en ese momento. Podrías haberme escrito una carta.

– ¡Te odio!

– Y yo te amo.

– ¡Señor! -dijo Albert y le dio un bouquet hecho con ramitas de brezos secos y atado con una cinta azul.

– Gracias. -Baen entregó el ramo a la novia-. Es lo único que encontré. Todavía no hay flores y ni siquiera sé en qué mes estamos.

Ella tomó la ofrenda, emocionada. Parpadeó para evitar que se le cayeran las lágrimas.

– Hoy es 5 de abril.

– Un mes perfecto para una boda.

– ¡Buenos días! -saludó Logan Hepburn-. He venido para escoltarte hasta la iglesia, si el novio me concede su permiso. Rosamund y el tío Tom te están aguardando afuera, Baen.

Cuando el joven se retiró, Elizabeth tendió el ramillete a su padrastro.

– Quiero odiarlo, pero el muy maldito ha logrado conmoverme con estas flores. ¿Cómo se atreve a tratarme así, Logan? Si tú y el tío Tom no lo hubiesen arrastrado hasta aquí, jamás habría aceptado casarse conmigo.

– Estás muy equivocada, Bessie. Él te ama y por eso quiere desposarte.

– ¡No me llames Bessie!

– Vamos, pequeña bruja -dijo el señor de Claven's Carn tomándola del brazo-. El padre Mata nos está esperando. Baen te adora, Elizabeth. Deja de comportarte como una tonta y de negar obstinadamente lo que tu corazón sabe muy bien.

El día era frío y gris. Las colinas estaban envueltas en una bruma plateada. La superficie del lago parecía un vidrio oscuro y jirones de niebla pendían sobre él.

Cuando llegaron a la iglesia, Logan se detuvo unos instantes en la puerta para que Elizabeth se calmara. La joven no paraba de sollozar.

– ¿Estás lista ahora? -preguntó finalmente. La muchacha asintió, ahogando el último sollozo. El bebé se movió y ella apoyó la mano sobre el vientre en un gesto maternal.

Rosamund, lord Cambridge, Maybel, Edmund, Albert, Nancy y Eriar estaban dentro de la iglesia. El señor de Claven's Carn condujo a su hijastra hasta el lugar donde se hallaba el novio y luego se colocó al lado de su esposa.

El padre Mata ofreció la primera misa del día y después procedió a casar a la joven pareja. Elizabeth se distrajo mirando ¡os hermosos vitrales que su madre había mandado instalar en la iglesia. En un día soleado, una miríada de colores se vería reflejada en los muros y los pisos de piedra. Baen le apretó la mano suavemente para que prestara atención al sacerdote. La ceremonia estaba por concluir; sin embargo, ella no recordaba haber pronunciado las solemnes palabras. Supuso que las había dicho; de lo contrario, el sacerdote no estaría envolviendo sus manos con el manto sagrado, ni dando su bendición ni declarándolos marido y mujer. Se ruborizó al pensar que no recordaría casi nada de su propia boda.

– Puedes besar a la novia -dijo el padre Mata.

Baen tomó por los hombros a la joven y le dio un delicado beso

– Eres mi esposa -le susurró al oído.

Elizabeth no emitió sonido alguno. No estaba lista para el matrimonio. ¿Cómo había permitido que la forzaran a casarse? Se puso pálida y comenzó a balancearse. Baen la sostuvo firmemente con sus brazos.

– Sujétate de mí. No pasa nada, solo necesitas comer algo. El niño tiene hambre.

Cuando entraron en el salón, Baen la ayudó a sentarse a la mesa y ordenó a Albert que sirviera el desayuno de inmediato. Rosamund se sentó junto a su hija, tomó sus heladas manos y las frotó para calentarlas. Baen colocó en sus labios una copa de sidra, que ella bebió con avidez. Cuando sus ojos se encontraron, la joven apartó la vista.

– ¿Mamá? -preguntó la joven con su vozarrón de siempre.

– No pasa nada, Bess… Elizabeth. El corpiño te oprime el pecho y tienes hambre. -Rosamund aflojó los lazos-. Ahora te sentirás mejor. Una mujer en tu condición no puede pretender estar a la última moda, ni siquiera el día de su casamiento. -Le sonrió y acarició sus mejillas.

La joven asintió, agradecida, e hizo una larga y profunda inspiración. Comenzaba a sentir calor de nuevo y la sidra le había hecho efecto. Sin embargo, la avergonzaba mostrarse tan débil frente a Baen. Él podía pensar que era una de esas mujercitas frágiles que requieren un control y un cuidado constantes por su propio bien.

– Estoy mejor -anunció con voz potente-. Albert, trae el desayuno. Los invitados tendrán que partir muy pronto si quieren llegar a sus hogares al anochecer.

Los sirvientes corrieron al salón portando fuentes y bandejas. Frente a cada comensal colocaron una escudilla de avena caliente con canela y pasas de uva, un plato con huevos cocinados en una cremosa salsa de eneldo y otro con jamón del campo. También había pan recién horneado, queso, mantequilla, mermelada y, de beber, vino, cerveza y sidra.

Logan Hepburn propuso un brindis por los recién casados y les deseó una larga vida y muchos hijos. A continuación, lord Cambridge se levantó de su silla y brindó por "la misión cumplida". Todos se echaron a reír. Luego tomó la palabra Edmund; dijo que él y Maybel habían visto nacer a Elizabeth y agradecían a Dios el haber podido asistir a su boda y, muy pronto, al nacimiento de su hijo.

Finalmente, terminaron de comer y los visitantes se aprestaron a partir de Friarsgate. La flamante pareja los acompañó hasta sus caballos. Una llovizna comenzó a caer.

Lord Cambridge se sintió embargado por una profunda tristeza cuando abrazó a su sobrina.

– Tesoro, tienes un esposo adorable. Cuídalo bien y haz las paces lo antes posible, por tu bien y el del niño. -La besó en ambas mejillas y la mantuvo en sus brazos unos segundos más-. Has hecho una excelente elección, Elizabeth, y él también.

– Ojalá pudieras quedarte, tío -dijo la sobrina en tono infantil.

– Si me quedo mucho tiempo más, Will va a pensar que lo he abandonado. No, querida. Es preciso que regrese. Hace rato que dejé de ser joven, aunque no es algo que suela admitir ante cualquiera. Ha sido un invierno largo y difícil, paloma. -Volvió a besarla, esta vez en la frente, y luego montó su caballo-. ¡Rosamund, tesoro, adieu, adieu! ¡Logan, querido, tu compañía ha sido deliciosa! ¡Baen, cuida a la heredera! ¡Es hora de marcharme! ¡Adiós, adiós a todos!

– Volveré dentro de unas semanas, cariño, a fines de mayo -dijo Rosamund a su hija-. Según mis cálculos, el niño nacerá a mediados de junio. Baen, por favor, no le permitas hacer tareas pesadas.

– Puedo ocuparme perfectamente de mi trabajo, mamá.

– Tú sí, pero el niño no soportará que andes corriendo de un lado a otro. Debes descansar hasta que nazca.

– ¿Como hiciste tú? -replicó la joven con ironía. Rosamund comenzó a reír y abrazó a su hija.

– Al menos inténtalo.

– Por una vez en tu vida, escucha a tu madre, Elizabeth -dijo Logan Hepburn-. Y recuerda que él puede pegarte a ti, pero tú no puedes pegarle a él.

Elizabeth estuvo a punto de protestar, pero enseguida se percató de la broma y soltó la risa.

– ¡Así me gusta! Estuviste muy hosca toda la mañana, ¡No sabes cuánto me alegra que me despidas con una sonrisa! Baen, cuídala bien ¡Dios los bendiga!

Elizabeth y su flamante esposo permanecieron afuera hasta que el último visitante desapareció de su vista. Maybel y Edmund los esperaban en el salón. A Edmund se lo veía mucho mejor que varias semanas atrás, aunque su brazo aún colgaba inerte.

– Acerquémonos al fuego -invitó a los ancianos-. Lamento haberlos llamado tan tarde anoche, pero mamá insistió en que la boda se celebrara hoy a la mañana temprano porque estaba ansiosa por llegar a Claven's Carn. Edmund, mi esposo se hará cargo de la administración de las tierras, según establece el contrato marital. ¿Serías tan amable de enseñarle el trabajo y asesorarlo? Les recuerdo que yo seguiré siendo la autoridad.

– Por supuesto -asintió Edmund-. Vendré mañana mismo.

– No -dijo Baen-. Si no es molestia, preferiría ir yo a su casa. De paso, veré los rebaños y contaré a los nuevos corderos.

– Siempre serás bienvenido en mi hogar -replicó el anciano.

Los hombres siguieron discutiendo sobre asuntos del trabajo mientras Maybel y Elizabeth conversaban en voz baja. En un momento apareció Albert anunciando que el carro estaba listo para llevar a los Bolton a su hogar. Se podía ir a pie hasta la casa, pero Edmund no estaba en condiciones de caminar. La pareja de ancianos les deseó muchas felicidades a los recién casados y luego se marchó.

– Bien, a trabajar. No pertenecemos a la nobleza, de modo que no perderemos más tiempo en celebraciones. Hay muchas cosas que hacer -dijo Elizabeth en un tono seco y cortante.

– De acuerdo, pero primero saquémonos los trajes nupciales.

Ella se sorprendió al ver que Baen se había instalado en la alcoba contigua a la suya.

– ¿Quién te dijo que durmieras aquí?

– Tu madre, pero si quieres me mudaré a otro lugar.

Tras considerar la propuesta unos instantes, la joven respondió:

– No me importa dónde duermas. Solo te pido una cosa, Baen. No sacies tu lujuria en este cuarto, lleva a las damas a los establos.

– ¿Cómo tú me llevaste a mí? -le recordó con una sonrisa maliciosa- Sabes muy bien que, para mí, no hay otra mujer más que tú.

– Pero tuviste otras mujeres.

– Por supuesto. Tengo diez años más que tú y no soy un monje

– Está bien, no me importa.

– Sí te importa. Y, para tu tranquilidad, prometo mantenerme casto hasta que estés dispuesta a volver a hacer el amor conmigo.

– ¡Jamás volveré a acostarme contigo!

– Sí, lo harás. Te amo, Elizabeth Meredith Hay, pese a que me usaste vilmente para conseguir un heredero.

– ¡Es cierto! -Baen se echó a reír.

– No sabes mentir, esposa mía. Solo querías disfrutar del placer.

– ¿Piensas perder la mañana discutiendo conmigo en lugar de trabajar? -dijo Elizabeth furiosa. Luego entró en su alcoba, cerró la puerta con un fuerte golpe, y se dispuso a cambiarse las ropas. Estaba ansiosa por ponerse los vestidos amplios y sueltos que se había acostumbrado a usar.

Pronto desaparecería la escarcha de los campos y empezarían a arar la tierra. Ella había aprendido a rotar los cultivos para que la tierra no se agotara y tenía que decidir qué plantaría en las distintas parcelas. En completo silencio, Nancy la ayudó a vestirse. La muchacha sabía muy bien cuándo hablar y cuándo callarse.

– Este será un día como cualquier otro -le dijo mientras la doncella le ataba el cuello del vestido-. Estaré en la biblioteca.

– Sí, mi ama -replicó al tiempo que Elizabeth salía de la habitación. Nancy miró a su alrededor. No sabía si el amo dormiría con su esposa, pero, por las dudas, decidió cambiar las sábanas y ventilar la cama.

La dama de Friarsgate utilizaba la biblioteca como lugar de trabajo. Era un cuarto cálido y acogedor. Afuera llovía a cántaros y lamentó que los invitados se hubieran marchado con tanta prisa. Todo el mes de abril era así, húmedo y lluvioso. Estiró las piernas para calentarse los pies.

Estaba casada. Era la esposa de Baen MacColl. Baen MacColl Hay, se corrigió. No había dudas en torno a la legitimidad del niño que llevaba en su vientre. Iba a ser el próximo heredero o heredera. No pensaba acostarse nunca más con Baen. Él había logrado su propósito, ya había conseguido una esposa que le arreglara la vida. Tarde o temprano daría cuenta de que su intención de no cohabitar con él iba muy en serio, y entonces saldría a buscarse una amante.

¡No! ¡No iba a permitirlo! La sola idea de que otra mujer yaciera sus brazos y saboreara sus besos embriagadores le provocó un súbito ataque de celos. ¡No! Si ella iba a permanecer casta, él también. Aunque Baen lo negara mil veces ante ella y ante todos los que quisieran escucharlo, estaba segura de que lo único que le importaba era Friarsgate ¿Cómo no iba a codiciar esas tierras? El hijo bastardo del caudillo de las Tierras Altas, el pobre muchacho que no tenía nada para ofrecer salvo su lindo rostro, era ahora dueño de Friarsgate. ¡Qué golpe magistral! Bueno, no sería exactamente dueño, pues las tierras las iba a heredar su hijo algún día. No obstante, Baen gozaría del privilegio de cabalgar libremente por los prados y de ser el amo para la gente del pueblo.

Se levantó de la silla con dificultad y se sentó frente a la mesa que utilizaba para trabajar. Desplegó un mapa de sus campos y lo estudió cuidadosamente a fin de decidir qué semillas plantar en cada uno de ellos. Ese año iban a necesitar más heno, de modo que marcó primero los prados donde lo sembraría. Trazó un círculo alrededor de tres campos situados al oeste y decidió destinarlos al centeno a fin de rellenar el suelo. El maíz iría aquí, la cebada allá y el trigo más allá. Luego eligió los campos donde cultivaría cebolla, guisantes, alubias y repollo. Una vez diseñado el plan, se sintió satisfecha. Más tarde tendría que verificar si las semillas almacenadas eran suficientes.

Escuchó un golpe en la puerta. Baen la abrió y se quedó parado en el umbral.

– ¿Tienes alguna tarea para mí? -preguntó-. Mañana veré a Edmund y luego hablaré con los pastores.

Elizabeth le indicó con la mano que entrara. Se sentía más fuerte y segura luego de volcarse al trabajo de todos los días. Aunque tuviera un esposo, seguía siendo la dama de Friarsgate.

– Ven a ver cómo he trazado las áreas de cultivo y dame tu opinión.

Baen rodeó la mesa hasta quedar parado junto a ella y observó el mapa.

– ¿Por qué no plantarás nada en estos campos?

– Siempre dejo algunos campos en barbecho y planto centeno para rellenar el suelo. ¿Tu padre no hace lo mismo?

– No puede darse ese lujo, Elizabeth. Sus tierras no son tan grandes como las tuyas y debe ganarse la vida con lo que tiene. A propósito no tuve tiempo de decírtelo antes, pero te he traído mi dote.

– ¿En serio? -La comisura de sus labios se curvaron ligeramente hacia arriba.

– La mayoría de las ovejas que te compré el año pasado y sus corderos.

– ¡Qué bien! Eres un hombre acaudalado.

– Bueno, fueron tuyas en un principio.

– Pero tú las adquiriste honradamente.

– Supongo que estarán muy contentos de regresar a Friarsgate. Las pasturas de las Tierras Altas no son tan exuberantes como las de aquí. Las ovejas no la pasaron muy bien.

– ¿Cuántos corderos son?

– Una docena, no más, aunque el carnero era de lo más vigoroso -murmuró.

Elizabeth se ruborizó.

– Quiero que te fijes si la provisión de semillas es suficiente. Lleva el mapa contigo cuando vayas al granero. Y si te queda tiempo, podrías visitar a las campesinas que hilan la lana. Edmund te indicará dónde encontrarlas. Averigua cuánto produjo cada una de ellas. Debo preparar el embarque para nuestro agente en los Países Bajos. La llegada de la lana de Friarsgate es siempre bienvenida en los mercados.

Baen salió de la biblioteca y dejó a Elizabeth enfrascada en sus asuntos. Su flamante esposa ya estaba trabajando. Se preguntó si otras parejas de recién casados pasaban el día de su boda igual que ellos. Su esposa ocultaba su enojo bastante bien, pero lo trataba con una fría arrogancia que no condecía con su naturaleza pasional. Baen se dio cuenta de que la convivencia iba a ser difícil y de que iba a costarle conseguir el perdón de la joven y reconquistar su corazón. Pese a todo, no tenía la menor intención de darse por vencido y pensó que al final ella lo comprendería. ¿O no?

Cada día de las semanas siguientes fue idéntico al anterior. Se levantaban, desayunaban, salían a trabajar. Al mediodía hacían una pausa para comer -el almuerzo era la comida principal de la jornada- luego volvían a trabajar hasta la puesta del sol. A la noche los criado les servían una colación y luego Elizabeth corría a encerrarse en su a] coba. Solo le dirigía la palabra para impartir órdenes o discutir asuntos de trabajo. No se mostraba abiertamente hostil e incluso escuchaba con suma atención los consejos de su esposo, pero la relación no era como antes y ella no hacía ningún esfuerzo por cultivar la intimidad.

El vientre le pesaba cada vez más. Caminaba como un pato, resollaba al moverse y el mal humor crecía semana a semana. Baen esperaba con ansiedad la llegada de su suegra.

– Me has preñado de un gigante -le dijo irritada una noche.

– Todos los hombres de la familia son corpulentos. Sin embargo, Ellen, mi madrastra, era delgada como tú. Y no tuvo problemas cuando dio a luz a Gilbert; lo sé porque estuve presente. Nuestro hijo será un hombre robusto.

– Más vale que sea un varón, porque una mujer tan grande jamás conseguirá marido. Además, la gente se burlará de ella. No me digas que tu hermana es corpulenta.

– No, Margaret es menuda y delicada.

– Y es religiosa, ¿verdad?

– Sí, como tu tío Richard.

– Podríamos jugar a algo. ¿Sabes jugar al ajedrez?

– Sí, traeré el tablero.

– Me siento nerviosa esta noche.

Baen colocó el tablero y le ofreció elegir las piezas. Le sorprendió que ella escogiera las negras. "Negras como su estado de ánimo" -pensó.

– Seré el caballero blanco, entonces -dijo Baen en tono divertido.

– Eso piensa mi familia.

– Nadie me obligó a regresar contigo.

– ¡Pero lo hiciste! Friarsgate era una oferta muy tentadora y no pudiste rechazarla.

– El contrato marital que he firmado dice que aun cuando tú y el niño murieran, Dios no lo permita, Friarsgate volverá a tu madre. No me casé por ningún motivo espurio, Elizabeth, sino por amor. Pero cada día me resulta más difícil amarte porque me hieres con tu lengua, más filosa que una espada. Además, podrías haberme avisado de que estabas encinta; podrías haber pedido a mi padre que aprobara nuestro casamiento. Pero no lo hiciste, y solo acudiste a él cuando tu madre se enteró del embarazo.

– ¡Soy una mujer! Y las mujeres respetables no andan rogando a los hombres que se casen con ellas. ¡Eras tú quien debía proponerme matrimonio!

– Las damas respetables tampoco seducen a sus empleados. ¿Y cómo podía proponerte matrimonio si no tenía nada para ofrecerte y mi lealtad estaba comprometida con otra persona? ¡Por Dios, Elizabeth, tú eres la heredera de Friarsgate!

– ¿Comenzamos la partida? -preguntó la joven con frialdad.

– ¡No, maldita sea! -gritó barriendo las piezas con el antebrazo. Y salió furioso del salón.

Elizabeth se quedó muda del asombro. Jamás lo había visto enojado, si hasta parecía echar espuma por la boca. La había abandonado una vez más. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. Estaba gorda y no era una compañía agradable últimamente, así que ¿por qué Baen habría de quedarse en el salón? Ya no era la muchacha atrevida que lo había seducido descaradamente. Era mejor ser una vieja solterona que la esposa desdichada en la que se había convertido. El niño no paraba de moverse en su vientre y Elizabeth se largó a llorar desconsoladamente.

Cuando Baen regresó al salón, la encontró dormida en la silla. Se quedó mirándola un largo rato. Era hermosa, aun con esa barriga enorme. Lo invadió una ola de tristeza. Había albergado la esperanza de que, a esa altura de los acontecimientos, ella lo trataría con más dulzura. No podían seguir agrediéndose mutuamente. La situación se estaba tornando insostenible y había que hacer algo antes de que naciera el niño. "Los niños aprenden las cosas importantes de la vida de sus padres, pero si no sienten respeto por ellos se encontrarán en graves problemas" se dijo Baen, afligido. Y si Elizabeth no cambiaba de actitud, era muy improbable que su hijo llegara a respetarlo. El niño sería el Próximo heredero de Friarsgate y desde su nacimiento iba a ser tratado con la mayor deferencia, y con el correr de los años comenzaría percibir el tipo de relación que existía entre sus padres. Y era muy importante que viera amor entre ellos. Le tocó el hombro para despertarla.

– Elizabeth -susurró-, deja que te lleve a la cama. -La alzó y atravesó todo el salón.

– ¿Qué estás haciendo? ¿Dónde estoy?

– Te quedaste dormida junto al fuego y estoy llevándote a la alcoba.

– Puedo caminar. ¡No soy una inválida! -protestó tratando de liberarse de sus garras mientras subían las escaleras.

– Estas escaleras son muy peligrosas para ti ahora -explicó sujetando la pesada carga con firmeza-. Estás cansada, pequeña. Trabajas demasiado.

– Nada me impedirá cumplir con mis obligaciones, ni siquiera esta enorme panza.

– Lo sé. Eres la mujer más fuerte que conozco, Elizabeth.

Baen pateó la puerta de la alcoba con la punta de la bota. Nancy acudió enseguida, y se sorprendió al ver a la pareja.

– Se quedó dormida en el salón -explicó a la doncella.

Suavemente la bajó, la besó en la frente y sin pronunciar palabra se retiró.

– ¡Qué dulce! Es el hombre más bueno que he conocido, señora. Es usted muy afortunada.

– Quiero ir a la cama. Quítame esta tienda de campaña que tengo encima.

Nancy no dijo nada, pero esbozó una sonrisa que lo decía todo. Elizabeth tuvo que contenerse para no darle una bofetada. Logró liberarse del vestido, se lavó la cara y las manos y se metió en la cama.

– Prepárame el baño cuando me despierte.

– No es conveniente que se suba a la bañera en ese estado.

– Entonces trae la más pequeña, la que usábamos cuando éramos niñas. Y varios baldes. Me bañaré parada. No soporto el olor apestoso que me envuelve. Buenas noches, Nancy.

Cerró los ojos y se quedó boca arriba pues le resultaba imposible ponerse de lado. Baen le había dicho unas cuantas verdades esa noche y por primera vez en mucho tiempo le había prestado atención. Ella lo había seducido para convertirlo en su esposo y lo había logrado. Hacía seis semanas que se habían casado. ¿Por qué persistía el enojo? Baen era un hombre honorable, pero aún dudaba de que realmente la amara, pese a sus declaraciones. Y necesitaba ser amada, como su madre y sus hermanas.

Lo acusaba de codiciar Friarsgate y sabía que no era cierto. Baen nunca había demostrado interés por sus tierras. La trataba con todo el respeto que merecía por su actual condición, y siempre había sido atento con ella. Cumplía con sus obligaciones como administrador y la gente del pueblo lo quería y respetaba. Todos lo trataban con el apelativo de "amo". ¿Por qué le costaba tanto perdonarlo? Hizo una leve mueca de dolor cuando el bebé estiró sus diminutos miembros dentro de su vientre.

– ¿Serás como tu papá, pequeño Tom? -susurró.

Había decidido bautizarlo con el nombre de su amado tío. Lo llamaría Thomas Owein Colin. No conocía a su suegro e incluso dudaba que alguna vez llegara a verle la cara, pero sabía que lo halagaría el hecho de que su primer nieto llevara su nombre. También le daría una gran alegría a Rosamund al ponerle el nombre de su padre, Owein Meredith. Mientras imaginaba cómo sería su hijo se acariciaba suavemente el vientre. ¿Sería igual a Baen o a ella? Empezó a sentir sueño. Los párpados le pesaban y muy pronto cayó dormida.

En la habitación contigua, Baen se hallaba tendido en la cama, presa del desasosiego. Recordó los breves instantes en que había cargado a Elizabeth en sus brazos para llevarla a la alcoba. El enojo había desaparecido y de pronto pensó que había vuelto la joven que él amaba. Estaba tan calma y relajada entre sus brazos, la cabeza rubia apoyada en su hombro. ¡Qué dulce había sido ese momento! ¿Por qué no era así todo el tiempo? Tomó la decisión de recuperarla definitivamente. Haría cualquier cosa para conseguir ese propósito, aunque sabía que la tarea no iba a ser nada fácil. Finalmente se quedó dormido. Hacia fines de mayo, Rosamund llegó a Friarsgate para asistir a su hija durante el parto. Cuando la vio, se sorprendió por su aspecto. La panza era demasiado grande y los tobillos parecían a punto de reventar. Luego de darle un caluroso abrazo, le dijo en tono admonitorio:

– No debes estar parada mucho tiempo.

– Tengo que trabajar, mamá.

– Vamos, hija, no exageres. Estoy segura de que los libros están en orden, de que contaste los corderos y enviaste la lana a Holanda. Y ya he visto cómo están creciendo los cultivos. Has administrado las tierras a la perfección, pero ahora tienes que descansar.

– Baen es un excelente administrador, mamá, el mejor que hubo en Friarsgate. Ha salido temprano y no volverá hasta la noche.

– Me alegra oírte decir eso. ¿Se llevan mejor ahora?- Elizabeth hizo una pausa antes de responder.

– Eso quisiera, madre, pero no puedo perdonarlo.

– No he conocido persona más terca que tú, hija mía. ¿Qué puedo decirte? De todos mis hijos, eres la que menos gozó de mi compañía. Nunca te gustó Claven's Carn y tuve que dejarte regresar a Friarsgate al cuidado de la querida Maybel. No debí hacerlo. Te has vuelto demasiado independiente.

– ¡Tú también eras independiente, mamá!

– Es cierto, pero siempre supe retractarme a tiempo de una posición insostenible. Tú, en cambio, jamás das el brazo a torcer. Tendrán que resolver el problema entre ustedes ¿Cómo te sientes?

– A veces pienso que este estado seguirá eternamente y que nunca volveré a verme los pies o dormir de costado.

Rosamund se rió.

– Lo sé.

– Pero ninguno de tus hijos era tan enorme como este, mamá. -Baen es un hombre muy corpulento, Elizabeth. Todo saldrá bien, hijita, y estaré a tu lado.

– Estoy tan feliz de que hayas venido.

– Yo también, Bessie. Y no me retes, siempre serás Bessie en el corazón de tu madre.

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