Cuando Elizabeth llegó a la mansión Bolton, en Londres, se encontró con su hermana mayor y ambas se sintieron gratamente sorprendidas.
– ¿Qué estás haciendo aquí?- le preguntó Philippa.
– La reina me ordenó venir- repuso Elizabeth, advirtiendo el agotamiento de su hermana.
– La reina está en la corte- dijo. Luego, al comprender el significado de sus palabras, hizo una mueca de disgusto-. Oh, entiendo. Te ha llamado esa mujer que intenta usurpar el lugar de la reina. Hace poco la maldije en presencia de la pobre Catalina. ¿Y sabes cuál fue la respuesta de esa santa mujer? ‘’No la maldigas, Philippa. Ten piedad de ella. Ten piedad de esa disoluta que no ha vacilado en robarle el marido a otra y ahora se pasea delante de todos, orgullosa de su abultado vientre. ’’ ¡La odio! ¡Nunca me apiadaré de semejante ramera! ¡Ojalá aborte!
– ¡Philippa!¡Philippa!-Elizabeth abrazó a su hermana, que comenzó a sollozar-. El rey necesita un hijo y Catalina de Aragón no puede dárselo. No es el primer monarca que abandona a una esposa estéril por otra más joven y fecunda. Tu lealtad es admirable pero no permitas que te ciegue. Continúa amando y sirviendo a tu señora, pero no culpes a Ana por las falencias de Catalina.
Philippa se liberó del abrazo de su hermana y, sacando un pañuelo de la manga, se secó las lágrimas.
– Ana Bolena nunca será mi reina, Bessie. ¡Nunca!
– Pero es la reina de Enrique Tudor, Philippa, y por favor, no me llames Bessie-respondió la joven sin perder la calma.
– ¿Cuánto tiempo te quedarás aquí? Como sabes la corte está en Greenwich.
– Descansaré un día en casa de Tom antes de hundirme en esa vorágine que tanto te agrada -respondió Elizabeth con una sonrisa-. La reina me envió una escolta, pero les ordené que regresaran a Greenwich y le avisaran que estaré allí dentro de dos días. Iré en barca. Los guardias reales ya han partido con mi equipaje y mi caballo. Ahora cuéntame lo que sabes.
– Pues no sé mucho. Circularon rumores durante el invierno, el matrimonio se hizo público en Pascua, pero ignoro si se celebró después de Navidad, como dicen algunos. Te enterarás de todo cuando llegues a Greenwich. Esperaron a que el Papa aceptase el nombramiento de Cranmer como arzobispo de Canterbury, quien declaró nulo el casamiento del rey con la reina Catalina y válida su unión con Ana Bolena. ¡Y ahora la maldita ramera se pasea por todas partes luciendo su voluminosa barriga! -Philippa había apretado los labios hasta convertir su boca en una larga y amarga línea. Sus ojos centellaban de furia.
– ¿Cómo están mis sobrinos? -le preguntó Elizabeth, cambiando de tema. Era obvio que no podía hacerla entrar en razón en lo tocante al nuevo matrimonio de Enrique Tudor, y sintió pena por su hermana. Sin embargo, también la admiraba. La integridad de Philippa le impedía ser desleal.
– Henry aún está al servicio del rey, pero ya es demasiado grande para ser un paje. Owein sigue perteneciendo al séquito del duque de Norfolk. Según me dijo, Norfolk no aprueba el casamiento de su sobrina. Se sorprendió cuando lo supo, pues jamás pensó que el rey la desposaría. No obstante, utilizará a lady Bolena para sus propios designios. Los Howard son una familia ambiciosa, y si de ambiciones se trata, el duque es el peor de todos. En cuanto a Hugh, ya no está con la princesa María, quien, por orden del rey, no cuenta con nadie que la asista, al igual que Catalina. Pero Crispin convenció a Enrique Tudor de incluirlo en su séquito, en reemplazo de Henry. Ciertamente, ello significa un ascenso para mi hijo y me siento muy agradecida.
– ¿Y tu hija? -inquirió Elizabeth sabiendo que mientras hablaran de la familia su hermana se mantendría en calma.
– Cumplió tres años en diciembre. -El rostro de Philippa se había distendido por completo y una embelesada sonrisa le iluminaba el rostro-. Ninguna madre podría tener una hijita más dulce, Bess…quiero decir, Elizabeth. Y Mary Rose es muy inteligente. Ya recita el abecedario y sabe contar hasta veinte. Le espera un gran futuro. Crispin la adora y ella lo maneja a su antojo. Si no supiera que Crispin me ama, me moriría de celos.
– Me alegro por ti, hermanita. Pareces tener todo cuanto has deseado. -Elizabeth dirigió la mirada al río-. No me gusta la ciudad, pero al mirar el Támesis no puedo sino percibir su belleza. ¿Es mi imaginación o hay más edificios en torno a la mansión Bolton?
– La ciudad no deja de crecer -admitió Philippa-. Y ahora háblame de tu familia.
– Tom tiene casi dos años y Baen es el marido ideal para mí. Somos una pareja perfecta.
– Y es escocés. Cuán parecida eres a nuestra madre, Elizabeth. Pero me alegra que seas feliz. ¿Has visto a Banon?
– Unas pocas horas, cuando viajaba rumbo al sur. Ella está bien, como de costumbre. Sus hijos son bulliciosos, como de costumbre y Neville la adora, como de costumbre… o tal vez más.
– ¿Y a ti te agrada estar a cargo de Friarsgate?
– ¡Oh, sí! Espero que no lamentes tu decisión, Philippa.
– ¡Jamás! Brierewode es mi hogar. Mi vida sería perfecta si no fuera por la pobre reina Catalina. Es una mujer tan noble, tan valiente. No permite a nadie criticar al rey en su presencia. Aún siente devoción por él, pese a su crueldad y a la de esa sucia y maldita ramera.
– Ana no es una persona cruel, créeme.
– ¡Es una arrogante y vengativa zorra! -exclamó Philippa-. ¡Ha amenazado incluso con convertir a la princesa María en su sirvienta!
– ¿Y tú crees que el rey, que adora a su hija, toleraría a una mujer capaz de amenazarlo con algo tan repudiable? No te dejes llevar por rumores infundados, hermana. Tu devoción a la reina Catalina te impide ver la realidad. Debes aprender a controlar tus sentimientos o pondrás en peligro el futuro de tus hijos.
– ¿Por qué habría de seguir el consejo de una campesina que no tiene la menor idea de cómo es la vida en la corte?
– Porque soy tu hermanita menor y te amo, aunque te hayas convertido en una mojigata pomposa. Y porque tío Tom me pidió que te ayudara, pues sabe cómo te sientes. Sé razonable. No puedes hacer nada para cambiar lo ocurrido. Debes pensar en tus hijos. Tu ira no te beneficia ni tampoco beneficia a la pobre reina Catalina. Aunque Ana no es cruel, no olvida los desaires con facilidad y suele devolverlos con creces -le advirtió Elizabeth-. Si perdemos la amistad de Enrique Tudor, mamá se enojará contigo. Y recuerda que no hay nada más importante que la familia.
– Tienes razón -suspiró Philippa-. Pero lo que ha sucedido me indigna, no puedo evitarlo.
– Eres una consumada cortesana y, por consiguiente, la hipocresía no te es ajena. Oculta tu rabia, como lo has hecho en otras ocasiones. -Elizabeth se puso de pie y se desperezó-. He viajado durante una eternidad y lo que necesito ahora es una bañera caliente, una opípara cena y una cama que no sea residencia de una familia de voraces pulgas. ¿Estarás aquí mañana?
– Sí. Iré a Greenwich contigo. Nos invitaron a la coronación y Crispin ya está allí. Algunos, como la esposa del duque de Norfolk, no asistirán.
– La duquesa de Norfolk es la tía de Ana -dijo Elizabeth sorprendida.
– Por matrimonio, no por sangre. Y adora a Catalina. Ojalá yo fuera tan valiente como ella, pero no lo soy.
– Tampoco tu apellido es tan noble ni perteneces a la familia Howard -repuso secamente Elizabeth-. A Ana no le agradan su tío ni su tía, y le importa un rábano si asisten o no a la coronación. Tarde o temprano encontrará la manera de cobrarse el desprecio de la duquesa, no lo dudes.
Elizabeth besó a su hermana en la mejilla y se encaminó a la alcoba. Nancy la estaba esperando.
– ¿Tengo algún vestido para usar en la corte o habrá que arreglar el atuendo del viaje?
– Me temo que habrá que ponerlo en condiciones, milady. Sus baúles deben de haber llegado a la mansión Bolton, en Greenwich. Y dentro de un día, cuando se presente ante Sus Majestades, la falda y el corsé se verán respetables. Les daré ya mismo una buena sacudida en los jardines y después los colgaré en la cocina para que se oreen. Ahora disfrute del baño, milady -dijo Nancy y abandonó la alcoba a toda prisa.
"Juré que no volvería a Londres y sin embargo aquí estoy, lista para participar en las celebraciones de la corte -pensó Elizabeth-. El viaje fue un tedio y odié cada paso que me alejaba de Baen, de mi niño y de Friarsgate. Espero que la reina no me retenga a su lado demasiado tiempo. ¿Qué puede querer de mí Ana Bolena? No tengo nada que ofrecerle. Ha logrado su objetivo. Es la esposa del rey y pronto será coronada reina de Inglaterra. Además, está encinta". Luego, trató de olvidar el asunto. Necesitaba comer, dormir y, sobre todo, no devanarse los sesos con preguntas que sólo Ana Bolena podía responder.
Pasó el día junto a su hermana mayor. Sentadas en los jardines de la mansión Bolton, observaron el tránsito del río y hablaron de su infancia, de su madre y de Friarsgate. Philippa se sorprendió de la madurez y el sentido de responsabilidad de su hermana menor, y se percató de cuánto se parecía a Rosamund. A Elizabeth, por su parte, le fascinaba la sofisticación de Philippa y admiraba la facilidad con que se movía entre los encumbrados y poderosos. Sobrevivir en la corte exigía un talento especial. Ambas llegaron a la conclusión de que habían comenzado a comprenderse y a respetarse mutuamente, y se sintieron más hermanadas que nunca.
A la mañana siguiente se prepararon para partir a Greenwich. La embarcación de lord Cambridge cabeceaba en el muelle, al pie de los jardines. Los barqueros usaban la librea de la casa de Witton, y Philippa se había puesto un vestido de seda de un verde tan oscuro que parecía negro. Sobre su cabeza caoba, había colocado una toca en forma de acento circunflejo con un velo que cubría su cabellera, muy del estilo de Catalina de Aragón.
– Una toca francesa sería más apropiada -comentó Elizabeth.
– Es anticuada.
– Tan anticuada como la que te has puesto.
– ¡No usaré una toca francesa!
– Entonces ponte la inglesa o cúbrete el cabello con un velo. Ana advierte ese tipo de cosas y siempre está al tanto de la moda.
– ¡Ja! -bufó Philippa y, sacándose la toca, le pidió a Lucy que le alcanzara la inglesa-, ¿Ahora estás satisfecha, hermanita?
Elizabeth asintió sonriendo.
– ¿Viajaste con esa ropa? -le preguntó la condesa de Witton.
– Es la única que tengo. Mis baúles están en Greenwich y Nancy se encargó de ponerla en condiciones.
– Pues hizo un espléndido trabajo -dijo, y luego de una pausa agregó-: Supongo que no habrás cabalgado a horcajadas mostrando las piernas.
Elizabeth se echó a reír.
– Te sentirías más escandalizada si hubiera llegado en calzones confeccionados con la lana azul de Friarsgate.
– Eso habría sido el colmo -admitió Philippa lanzando una breve carcajada-. El color te sienta. Aunque el corpiño no tiene bordados y los puños de marta son bastante vulgares, lo mismo que la toca.
– Pero es un atuendo perfecto para viajar. Y Ana pensará que el haber venido directamente de Londres sin siquiera tomarme el trabajo de cambiarme de ropa significa que estoy ansiosa por verla.
– Nunca imaginé que fueras tan astuta.
– Hermanita, suelo frecuentar los mercados de hacienda y sé negociar mejor que la mayoría de los hombres. Y aunque no tenga un título nobiliario, siempre me las he arreglado para obtener lo que quiero. No es preciso vivir en la corte para saber esas cosas, basta con entender cómo es el mundo.
Ya era hora de partir y las dos hermanas, acompañadas por sus doncellas, se encaminaron al muelle donde las aguardaba la embarcación. En ese momento el Támesis estaba en calma, libre del flujo y reflujo de las mareas, de modo que los barqueros pudieron atravesar velozmente la ciudad. En el muelle de piedra las esperaban varios criados, que se apresuraron a ayudarlas a descender de la barca y a subir los peldaños que conducían a los jardines.
– Vuelvan al desembarcadero de la mansión Bolton, en Greenwich. Nos quedaremos aquí y ya no los necesitaremos, al menos por hoy.
– Sí, milady -respondió el barquero principal.
La condesa de Witton y la dama de Friarsgate atravesaron los jardines seguidas por Lucy y Nancy. Elizabeth se sintió aliviada al divisar al rey y a la reina paseando con un grupo de cortesanos, y tras comunicárselo a su hermana, ambas se encaminaron hacia donde se encontraban Enrique y Ana. Elizabeth hizo una profunda reverencia y esperó a que Ana la reconociera.
– ¡Mira quiénes están aquí! -exclamó el rey con jovialidad-. La condesa de Witton y su hermana han venido a saludarte.
Ana no miró a Elizabeth sino a Philippa.
– ¿Ha venido a tributarme su honor, milady? -le preguntó.
– Primero corresponde tributárselo al rey, Su Alteza. Y luego a la reina.
– ¡Bien dicho, bien dicho! -se apresuró a responder Enrique, antes de que su quisquillosa cónyuge le preguntase a cuál reina se refería. Sabía cuán difícil era para Philippa y apreciaba su lealtad. Luego miró a Elizabeth y dijo-: Veo que respondió al pedido de mi esposa de venir a la corte, señorita Meredith. Estoy sorprendido y, al mismo tiempo, halagado.
"¿Pedido?" -pensó Elizabeth, y estuvo a punto de echarse a reír. -Me sentí muy honrada, Su Majestad, de que se me invitara a la corte en un momento tan auspicioso. Mi madre les envía saludos. -¿Continúa casada con el escocés?
– Sí, Su Majestad.
– Y, según me han dicho, usted ha seguido sus pasos -dijo Enrique Tudor achicando los ojos.
– Me temo que sí. Al parecer, tengo debilidad por los escoceses, como recordará Su Majestad.
Philippa la golpeó disimuladamente con el codo, escandalizada por la respuesta de su hermana.
– El caballero todavía reside con nosotros. Supongo que usted querrá reanudar esa vieja amistad, señorita Meredith -dijo el rey con una sonrisa cómplice.
– Señora Hay, Su Majestad -lo corrigió amablemente-. MÍ marido se llama Baen Hay. No ha venido porque es el administrador de la finca y tuvo que quedarse en casa. Además, no es un cortesano sino un hombre de campo.
– ¿Pero la dejó venir?
– Nunca desobedecería la orden del rey.
– Entonces, ha logrado domar a su escocés, señora Hay.
– Sí, Su Majestad.
El rey lanzó una carcajada.
– Pueden pasear con nosotros, señoras.
Las hermanas se mezclaron con la comitiva del rey, compuesta por las damas y los cortesanos favoritos. Philippa conocía a varias de |as mujeres y habló con ellas mientras caminaban. Por último, la esposa del rey manifestó su deseo de sentarse, y le trajeron de inmediato una silla confortable.
– Continúa tu paseo, milord -le dijo al rey-. Sé cuánto te gusta el ejercicio. Pero no deseo estar sola. Permite, pues, que alguien me haga compañía.
– ¿A quién prefieres?
– A Elizabeth Hay, desde luego -respondió Ana-. Ven, Elizabeth, y siéntate a mi lado, en el césped.
La joven obedeció y, cuando el rey y su comitiva se alejaron, dijo: -Me alegra verla de nuevo, Su Alteza.
– Ahora que estamos solas llámame Ana, por favor. Y gracias por haber venido.
– No me quedó otra alternativa: "Te ordeno asistir a la corte, señora de Friarsgate". Vaya manera de invitarla a una, y en primavera, cuando hay tanto trabajo en mis tierras -la reprendió Elizabeth.
– Pensé que si te lo pedía con la gentileza que mereces, no vendrías -admitió Ana.
– Lo sé. Y ahora dime qué demonios te pasa. Te casaste con el rey, estás encinta y te coronarán en junio. ¿Acaso no es todo cuanto querías? ¿Qué más puede desear una mujer?
Los bellos ojos de Ana Bolena se llenaron de lágrimas. Parpadeó para impedir que fluyeran y se mordió el labio.
– Sí, es todo cuanto deseaba. Pero mi familia me odia por ello. Pensaron que me convertiría en la amante del rey y que cosecharían los frutos de mi sacrificio. Cuando Enrique Tudor se cansara de mí, me casarían con algún viejo rico dispuesto a pagarles con creces el privilegio de desposar a la antigua amante del rey. ¡Pero eso no me bastaba! Y no cedí hasta el otoño pasado. No soy una libertina, aunque todos lo piensen. Mi padre ha decidido no dirigirme la palabra de ahora en adelante, alegando que al desplazar a la vieja reina Catalina he deshonrado a toda la familia. A su juicio, ser la amante de Enrique era más honorable que ser su esposa. Mi madre me visita en secreto, pues mi padre le ha prohibido hablar conmigo. Mi tío, el duque de Norfolk, comparte su disgusto, pero no vacilará en sacar provecho de mi encumbrada posición. Mi hermana está celosa porque he logrado obtener lo que ella no pudo. Y en cuanto a mi hermano George, no se ocupa sino de sí mismo. Estoy sola, Elizabeth, y no puedo contar con nadie.
– Tienes a tu esposo, que te ama…
– ¿Amarme? No, Elizabeth. Quizá me amó al principio, o incluso durante los años en que me negué a ser su amante. Pero no ahora. Sólo quiere un heredero. Si le doy un hijo varón, estaré a salvo. En caso contrario, no sé qué será de mí -dijo Ana presa de la desesperación-. ¿Te das cuenta, Elizabeth? Mi sueño se ha convertido en una pesadilla.
– Las mujeres embarazadas suelen albergar pensamientos lúgubres -repuso la joven para tranquilizar a la reina-. Ahora estoy aquí y haré lo que sea necesario para disipar tus temores.
– ¿A ti te ocurrió lo mismo?
Elizabeth sonrió y le contó la historia de su amor con Baen.
– ¿Sedujiste a un hombre? -exclamó Ana con los ojos súbitamente chispeantes-. ¡Oh, Elizabeth, cuan osada eres!
– Tú, queridísima Ana, no debes pensar en nada, excepto en tu hijo.
– Lo sé, Inglaterra necesita un príncipe. ¿Cuántas veces escuché decir eso, Elizabeth? A nadie le importa si vivo o muero, siempre que Inglaterra tenga a su príncipe. Esa es la única preocupación de mi marido, de la corte y del país. Me repudiarán, pero Inglaterra debe contar con un príncipe. -Su voz revelaba una profunda agitación.
– ¡Cálmate, Ana! Me has entendido mal. El niño que llevas en tu seno es frágil e indefenso. Solo tú puedes protegerlo porque es el hijo de Ana Bolena, no el hijo de Inglaterra. Pon las manos a cada lado de tu vientre y acúnalo. Se sentirá reconfortado.
La reina hizo lo que Elizabeth le pedía y una sonrisa de júbilo le iluminó el rostro.
– ¡Lo siento! ¡Puedo sentir al niño! -exclamó maravillada-. ¿Lo ves? Eres la única persona capaz de alejar mis temores y de preocuparse por mí.
– Lamentablemente, no me quedaré mucho tiempo… -empezó a explicarle la joven, pero la reina, impaciente, alzó la mano y la obligó a interrumpirse.
– ¡No puedes abandonarme!
– Ana, tengo un marido, un hijo y la responsabilidad que implica ser la dama de Friarsgate. Vine no solo porque me lo ordenaste, sino porque eres mi amiga, pero me es imposible permanecer contigo para siempre.
– Debes quedarte hasta que nazca mi hijo, hasta que Inglaterra tenga su príncipe. ¡Promételo, Elizabeth! ¡Júramelo!
La joven suspiró. No era, desde luego, lo que había previsto o deseado, pero Ana había sido muy generosa con ella y no podía defraudarla.
– Me quedaré hasta que nazca tu hijo. Ni un día más. Ana esbozó una sonrisa felina y repuso:
– Sabía que eras incapaz de abandonarme, a diferencia de quienes me rodean. ¡Oh, Elizabeth, compartiremos todos nuestros secretos, y las remilgadas damas que me sirven se morirán de celos!
– Entre ellas, mi hermana.
– No le caigo muy bien a la condesa de Witton, ¿verdad?
– No, pero no debes enojarte con Philippa. Conoció a Catalina de Aragón cuando tenía diez años, y a los doce ya era su dama de honor. Cuando mi madre dejó la corte, continuó su amistad con Catalina y con la reina Margarita. Y Philippa es tan leal como mamá. No le resulta fácil adaptarse a los cambios, pero respeta al rey y sería incapaz de faltarte el respeto, como lo hacen otros.
– ¿Puede dejar de lado su lealtad tan fácilmente?
– No se trata de lealtad, Ana. Philippa será leal a Catalina de Aragón hasta el día de su muerte. Pero también se preocupa por el futuro de sus hijos. El mayor es actualmente uno de los pajes de Enrique, aunque pronto regresará a su hogar, pues ya no tiene edad para ocupar esa posición y, como heredero de Brierewode, necesita aprender a administrar la propiedad. Lo reemplazará su hermano menor, Hugh St. Clair. Owein, quien ahora es el paje de tu tío, el duque de Norfolk, pertenecía al séquito de Wolsey, pero el arzobispo cayó en desgracia, ¿no es cierto? Y Philippa no quería que la carrera de su hijo se frustrase antes de comenzar. No, mi hermana jamás te faltará el respeto, por muy susceptible que sea. Tiene un buen corazón y ama a su familia, Ana.
La reina sonrió.
– Siempre dices la verdad y rara vez la envuelves en términos diplomáticos. Por eso me gustas y confío en ti.
– Nunca te defraudaré, Ana, puedes estar segura.
En ese momento, apareció una mujer joven de rostro afilado.
– ¿Qué hace aquí sentada, Su Alteza? -dijo, sin molestarse en mirar a Elizabeth-. ¿Por qué la han dejado tan sola? ¿O acaso mi pobre hermanita está padeciendo los malestares propios de su condición?
Luego le hizo una seña a un paje y le ordenó:
– Trae una silla para lady Rochford. ¡Rápido, muchacho!
Elizabeth y Ana intercambiaron una mirada divertida y cómplice.
– Lady Jane Rochford, esta es mi amiga Elizabeth Hay, la dama de Friarsgate -dijo la reina-. Elizabeth, esta es la esposa de mi hermano George. ¿Lo recuerdas, verdad? Él no ha podido olvidarte desde la última vez que estuviste en la corte. Te encontró sencillamente encantadora -agregó Ana con malevolencia, pues sabía que su cuñada era en extremo celosa-. La mandé llamar para que disfrutara de nuestra coronación.
Jane Rochford observó a Elizabeth con detenimiento y llegó a la conclusión de que no valía la pena congraciarse con ella; la joven estaba pésimamente vestida. Movió apenas la cabeza y Elizabeth le devolvió el saludo con un gesto tan altivo e insultante como el de ella. Lady Rochford se sintió un tanto ofendida, pero no dijo una sola palabra, dadas las circunstancias.
– ¿Te quedarás en la casa de tu tío? -le preguntó la reina.
– Sí, Su Alteza. Y ahora, si usted me lo permite, debo retirarme. Acabo de venir de Londres y aún no he tenido tiempo de quitarme la ropa de viaje y ponerme otra más adecuada -dijo Elizabeth levantándose del césped.
– Desde luego, Elizabeth. Y dile a tu hermana, la condesa de Witton que me complace verla entre nosotros.
– Lo haré, Su Alteza. Y gracias -replicó la joven haciendo una elegante reverencia y alejándose a paso vivo por los jardines.
– ¿La condesa de Witton? ¿Esa muchacha provinciana es la hermana de la condesa de Witton? -Lady Rochford se mostró sorprendida y pensó que debía someter a la muchacha a un nuevo y más exhaustivo escrutinio.
– Pues sí. Y lord Cambridge es su tío. Elizabeth es una rica terrateniente del norte, Jane. Nos hicimos amigas durante su último viaje a Greenwich. Su madre creció en la corte del rey Enrique VIII No pertenece a la nobleza, ciertamente, pero está muy bien relacionada. La mandé buscar porque me encanta su franqueza y honestidad, dos cualidades que no abundan por aquí. Dejó a su esposo, a su hijo y a su finca para venir a verme. Es una verdadera amiga.
Lady Jane Rochford percibió el reproche en la voz de la reina y, clavando los ojos en la silueta cada vez más lejana de la dama de Friarsgate, se preguntó qué papel desempeñaría la joven en todo ese asunto. Y en cuanto a su esposo, ¿la había encontrado tan encantadora como afirmaba su cuñada? ¿Trataría George Bolena de cortejarla esta vez?
Elizabeth sintió la mirada de lady Rochford quemándole la espalda y apuró el paso. Deseaba llegar lo antes posible a la mansión Bolton a fin de cambiarse la ropa y, abstraída en sus pensamientos, sin mirar por dónde caminaba, tropezó de pronto con un caballero.
– Disculpe, señor -murmuró algo avergonzada.
– ¿Elizabeth? ¿Elizabeth Meredith?
La voz le sonó familiar y, al levantar la vista, comprobó que el caballero no era sino Flynn Estuardo.
– ¡Querido Flynn! ¡Qué alegría verte! Me dijeron que estabas en la corte. ¿Seguiste mi consejo y le pediste al rey Jacobo que te buscara una esposa rica?
– Se lo pedí, pero me respondió que mientras fuese su mensajero en la corte de Inglaterra de nada me serviría tener una esposa en Escocia. Y estoy de acuerdo, me temo. ¿Y tú? ¿Has encontrado a un marido digno de tu persona?
– Sí, lo he encontrado. Y es escocés como tú. Pero ahora debo correr a casa de lord Cambridge a cambiarme de ropa. Como te habrás percatado, no estoy vestida para la corte. Nos veremos en otro momento dijo, y se apresuró a cruzar el bosquecillo que separaba la mansión Bolton de Greenwich.
Se había enamorado de Flynn en una ocasión y sospechaba que él la habría amado si la lealtad a su regio hermano no hubiese interferido, ¿por qué los hombres preferían el deber al amor? ¿Y por qué el corazón le latía tan deprisa si estaba felizmente casada? Mientras buscaba la llave en el bolsillo y abría la puerta, concluyó que la excitación de la corte y lo súbito del encuentro la habían ofuscado. Apenas franqueó el umbral la envolvió el delicioso aroma de las rosas. Era mayo, como la última vez que había estado allí. Y, por cierto, nada había cambiado, pensó riéndose de sí misma. Luego, entró en la casa y llamó a Nancy.
Ante el asombro de la corte, Thomas Cranmer, el recién confirmado arzobispo de Canterbury, convocó un tribunal eclesiástico, que se reuniría el 10 de mayo en Dunstable. Catalina de Aragón podría haber concurrido, pues se hallaba cerca de su actual residencia. No obstante, prefirió ignorar la citación, tal como había hecho con todas las medidas tomadas por Enrique respecto del divorcio. Catalina se consideraba la esposa legítima y la reina de Enrique VIII. Y la madre de su heredera. No había nada que discutir. El tribunal sesionó durante tres días y el 3 de mayo declaró nulo el matrimonio de Enrique Tudor con la princesa de Aragón. Ese matrimonio nunca había existido y, en consecuencia, cuando el rey había desposado a Ana Bolena el 25 de enero, era un hombre soltero. En suma, Ana era su legítima esposa y la auténtica reina de Inglaterra. El hijo que llevaba en su vientre sería legítimo. Muchos ingleses lloraron al enterarse del veredicto. Catalina, desde luego, se negó a aceptar una decisión tan injusta y temió por el destino de su hija, la princesa María. Si declaraban bastarda a María, la joven no podría contraer un matrimonio acorde con su condición. Pero Catalina estaba dispuesta a luchar per su hija.
Según se había decidido, Ana se embarcaría rumbo a Londres el 21 de mayo. Su primer destino iba a ser la Torre de Londres, donde todos los reyes y reinas que aguardaban su coronación permanecían hasta que les colocaban la corona en la cabeza. Pero primero había sido necesario restaurar los apartamentos reales. Durante días los artesanos trabajaron sin descanso para que todo estuviese perfecto. Pintaron estucaron los viejos muros. Cambiaron los cristales y las emplomaduras de las ventanas. Colocaron nuevas alfombras y tapices. Volvieron a dorar el mobiliario.
Al llegar a Greenwich, una magnífica procesión de cincuenta barcas echó anclas y aguardó. A las tres de la tarde apareció Ana. Llevaba un vestido confeccionado en una tela de oro y su larga cabellera le cubría la espalda. Aunque la acompañaban sus damas de honor, solo ella navegaría en la embarcación real. El resto no tenía más remedio que apiñarse en las barcas que iban a unirse a la procesión. Varios nobles habían llegado por su cuenta. Entre ellos figuraban el duque de Suffolk, el cuñado del rey, la marquesa de Dorset e incluso el padre de la reina, Thomas Bolena, conde de Wiltshire y Ormonde, que no deseaba ventilar públicamente las desavenencias con su hija, a punto de ser coronada reina de Inglaterra.
La barca de la mansión Bolton transportaba a la condesa de Witton, a su hermana, y a tres damas de honor amigas de Philippa. Ana había querido que Elizabeth viajara con ella, pero esta fue lo bastante sensata para no aceptar la propuesta.
– Puedo ser tu acompañante siempre y cuando no ofendas a mis superiores. Tu preferencia por mi persona ya ha provocado suficientes celos y sería terriblemente insultante para todos si yo fuese en tu embarcación. Sabes muy bien que se las ingeniarán para separarnos y que son capaces de apelar al rey para que me envíe de vuelta a Friarsgate -dijo Elizabeth, procurando hacerla entrar en razón.
– ¡El rey no haría semejante cosa, y menos ahora!
– Pero tu conducta lo pondría en un aprieto. ¿Deseas realmente avergonzar a Enrique? Ha sido bueno contigo y te ha defendido contra todos. No, Ana, Philippa y yo viajaremos en nuestra propia barca.
Y así lo hicieron. Ana comentó más tarde que la embarcación de lord Cambridge, de la que colgaban campanitas que tintineaban movidas por la leve brisa y por el suave oleaje, había sido la más original y encantadora.
La procesión se encaminó río arriba. Muchas naves mercantes y de guerra se alineaban a orillas del Támesis y, cuando pasaba la nueva reina, la saludaban con salvas. El estrépito llegó al máximo cuando la barca de Ana Bolena, con el halcón blanco flameando, arribó a la Torre. El lord chambelán y el oficial de armas la saludaron y la ayudaron a desembarcar. Durante un momento Ana contempló con deleite todo cuanto la rodeaba. El día era perfecto. Luego el lord chambelán la escoltó hasta el rey, que la esperaba en lo alto del muelle. Enrique la saludó con un beso, al tiempo que le murmuraba al oído: "Bienvenida, preciosa".
Ana se distendió y, por primera vez en varios meses, se sintió segura. Todo saldría bien. Enrique la amaba. El niño que llevaba en su vientre era saludable. Tenía una amiga fiel. Dándose vuelta, les sonrió a todos con una sonrisa que nadie había visto jamás en el rostro de Ana Bolena.
– Mi buen soberano, lord chambelán, damas y caballeros, queridos ciudadanos, desde el fondo de mi corazón les agradezco su cálida bienvenida. Que Dios los bendiga a todos -dijo, saludándolos con la mano.
La multitud allí presente profirió muy pocas exclamaciones de júbilo, pero Ana no se percató de la reticencia de sus futuros súbditos, pues acababa de entrar en la Torre del brazo del rey.
Una vez anclada la enorme embarcación en donde había viajado Ana, bajaron a tierra los veinticuatro remeros. La barca, probablemente la mejor de Inglaterra, había pertenecido a Catalina de Aragón, y como ya no la utilizaría, Ana le ordenó a su chambelán que la confiscase y la restaurase para su uso personal.
Chapuys, el embajador del sobrino de Catalina, que era no solo el rey de España sino el emperador del Sacro Imperio Romano, se quejó a Cromwell. Cromwell procuró suavizar la ira del embajador alegando que Enrique Tudor se sentiría consternado ante semejante noticia. Chapuys decidió entonces transmitirle su disgusto al tío de Ana, el astuto duque de Norfolk. Thomas Howard esbozó su gélida sonrisa de siempre y se mostró de acuerdo con Chapuys; su sobrina fastidiaba a todos y era la responsable de los males que ahora afligían a la corte. El chambelán de Ana fue amonestado, pero el emblema de la nueva reina reemplazó al de Catalina, pese al supuesto desagrado del rey.
No obstante, quienes menos toleraban la unión de Enrique Tudor y Ana Bolena eran los súbditos del reino. Habían querido a la princesa de Aragón y no estaban dispuestos a aceptar a esa bruja libertina que había hechizado a su bienamado monarca. En las iglesias de Londres cuando llegó el momento de orar por el rey Enrique y por la reina Ana muchos fieles no vacilaron en retirarse. Furioso, el rey llamó al alcalde y le dijo, en los términos más severos, que esos incidentes no debían volver a repetirse. Desde entonces, cualquier crítica a la reina Ana se consideraría un delito punible.
Se limpiaron las calles de Londres y se las cubrió con grava nueva. En algunos lugares especiales se instalaron barricadas para que el público pudiera ver la procesión sin correr riesgos. Varios gremios organizaron desfiles para la coronación. El alcalde de Londres cumplió estrictamente las órdenes recibidas, e incluso les pidió a los mercaderes extranjeros que participaran en los festejos y que obsequiaran regalos a la esposa de Enrique Tudor. La mayoría lo hizo, aunque con renuencia.
En la Torre, el rey, la reina y unos pocos invitados selectos acababan de ingresar en los apartamentos recién remodelados, donde se iba a servir un banquete. A Elizabeth no la habían invitado porque no era lo bastante noble, aunque Ana le había pedido que la esperara en sus aposentos. La dama de Friarsgate advirtió de inmediato el malhumor de la nueva reina. Ana gritó a sus damas de honor que la dejaran tranquila.
– Elizabeth me atenderá. Métanse en la cama, brujas. Y tú, Bride, aguarda afuera-le dijo a su doncella, dando un portazo.
– ¡Malditas perras!
– ¿Por qué estás tan enojada, Ana?
– Por la señorita Seymour. La dócil, dulce y escurridiza señorita Jane Seymour. ¡Si hubieras visto las caídas de ojos que le dedicaba a mi marido! La virgencita estaba pidiendo a gritos que el rey la montase. Y él se ha vuelto insaciable, Elizabeth. Mi vientre no me favorece, supongo, y su lujuria debe ser satisfecha. ¿Pero por qué demonios no me deja en paz y refrena un poco sus instintos? -exclamó, arrojándose en la cama.
– Levántate, te ayudaré a desvestirte.
– Eres tan buena conmigo, Elizabeth -murmuró la reina-. Tu presencia me tranquiliza. Después de todo -continuó, recuperando de pronto el buen humor-, fue un día triunfal. Un día perfecto, como si Dios me hubiera sonreído. ¡Y qué inteligente de tu parte decorar la barca con esas adorables campanitas!
– Fue idea de Philippa. Sabes cómo le gustan los detalles novedosos y elegantes.
– ¿De veras? ¿Estás segura de que no estaba tratando de eclipsarme? Elizabeth se rió.
– No seas tonta, Ana. Siente devoción por la princesa Catalina, pero jamás se atrevería a comportarse de ese modo. Es demasiado correcta.
– ¿Te agrada tu hermana? Pues a mí me disgusta la mía. Cuando estuvimos en Francia la consideraban una ramera. Parecía un ángel, con ese halo de cabellos rubios y esos ojos azules, pero era la prostituta más grande de la corte. El rey Francisco la llamaba su yegua inglesa; ¡la montaba con tanta frecuencia! Desde que se casó aparenta ser un dechado de virtudes, lo que es ridículo, porque todos conocemos su conducta previa.
– Deberías hacer las paces con lady María. La familia lo es todo -repuso Elizabeth mientras le ponía varias almohadas detrás de la cabeza y otras tantas bajo los pies-. ¿Quieres un poco de vino?
– Con mucha agua. Estoy sedienta.
En ese momento se abrió la puerta de la alcoba y entró Enrique Tudor. Al ver a Elizabeth, enarcó una ceja.
– Buenas noches, señora Hay -dijo el monarca.
La joven le hizo una reverencia y le alcanzó la copa de vino a Ana.
– Buenas noches, mi señor. ¿Desea Su Majestad estar a solas con la reina?
– Sí -replicó el rey.
– No quiero que Elizabeth se vaya -dijo Ana con cierta irritación.
– Su Alteza, me pone usted en un dilema -repuso la joven reprendiéndola amablemente-. Ha sido un día muy ajetreado y usted necesita descansar. Si mañana desea que la acompañe, así lo haré. Además su esposo quiere hablar con usted en privado y, según me enseñaron el deber de una esposa es obedecer a su marido. Perdóneme, pero debo respetar los deseos de Su Majestad.
Elizabeth se inclinó por última vez ante la real pareja y abandonó la alcoba.
– Una joven sensata que conoce su lugar -opinó el rey.
– ¡Últimamente te muestras tan desdeñoso conmigo! -se quejó Ana y comenzó a sollozar.
– No llores, preciosa. No es mi intención castigarte. ¿Acaso no te he dado un día perfecto?
– Sí. Pero el pueblo no me ama.
– Lo hará cuando nazca nuestro hijo. Entonces mis súbditos te adorarán por haberles dado un príncipe. -El rey puso la mano en el vientre de Ana y sintió que el niño se movía en respuesta a esa leve presión-. Nuestro hijo será uno de los más grandes monarcas de Inglaterra. Lo sé. -Luego se inclinó y la besó en la frente-. Elizabeth Hay tiene razón, necesitas descansar.
– ¿Adonde irás? -preguntó Ana con suspicacia.
– A jugar a las cartas con mis amigos.
– Dile a la señorita Seymour que venga. Me será más fácil conciliar el sueño si alguien me lee un libro. Y dormirá en la otra cama, por si la necesito durante la noche.
Ana esbozó su habitual sonrisa felina y el rey no pudo contener la risa.
– Eres muy astuta, mi pequeña Ana, pero tranquilízate. Te quiero más que a todas las mujeres y te querré aun más cuando nazca el heredero -dijo y, tras hacerle una reverencia, Enrique Tudor se retiró de la alcoba.