EPÍLOGO

Junio de 1536.


Flynn Estuardo cabalgaba por la frontera que separa Inglaterra de Escocia. Se había desviado del camino principal, pues tenía la intención de hacer un alto en Friarsgate antes de ver a su hermano. La belleza del lugar lo sorprendió y comprendió por qué Elizabeth prefería vivir allí y no en la corte. Habían pasado casi tres años desde la última vez que la vio en Greenwich, acompañada por su marido, y se preguntó si habría cambiado, aunque sospechaba que no. Se detuvo un momento para contemplar el paisaje y pensó si habría sido feliz él allí. Tal vez, pero nunca hubiera renunciado a servir a su hermano, el rey Jacobo V.

Espoleó la cabalgadura y descendió la colina hasta llegar a la casa solariega. Desmontó del caballo y un mozo de cuadra se encargó de llevarlo a los establos. Luego se encaminó a la entrada principal y golpeó a la puerta. Al cabo de unos instantes, apareció el mayordomo.

– Necesito hablar con la castellana -dijo Flynn Estuardo.

– Por aquí, señor -repuso Albert conduciéndolo al salón.

Elizabeth levantó la vista y sus ojos brillaron al reconocer al visitante. Se puso de pie de inmediato, extendiendo los brazos en señal de bienvenida.

– ¡Flynn, benditos los ojos que te ven! ¿Qué te trae por aquí? Espero que la reina no te haya enviado para obligarme a volver a la corte, pues no iré. Mis responsabilidades se han centuplicado desde mi regreso. Albert, sírvele un poco de vino al caballero.

Flynn tomó la copa que le ofreció el mayordomo y la bebió prácticamente de un trago. Estaba sediento.

– Voy camino a Edimburgo, pero decidí hacer un alto.

– Si mal no recuerdo, Edimburgo está mucho más al norte, en el extremo opuesto a Cumbria -dijo Elizabeth con una mirada divertida- Evidentemente, no tienes mucho sentido de orientación, Flynn Estuardo.

– En realidad, quise echarles un vistazo a ti y a tu Friarsgate -admitió-. Seguí tu consejo y, según me ha dicho mi hermano, me espera una esposa rica en Escocia. Además, ya no seré el mensajero de Jacobo en Inglaterra, afortunadamente. Estas son las últimas noticias que le llevo, y son muy importantes.

– Baen regresará pronto del campo. El pequeño Thomas está con él. Y tenemos dos niños más: Edmund, que nació nueve meses después de mi última visita a palacio, y Ana, que vino al mundo el 5 de diciembre del año pasado. Su pelo es tan renegrido que no tuve más remedio que ponerle el nombre de la reina -Elizabeth se echó a reír-. ¿Cómo está mi amiga? En estas remotas tierras del norte no nos enteramos de nada.

Baen entró en el salón y al ver a Flynn Estuardo le tendió cordialmente la mano. Lo acompañaba un niño alto y robusto, aunque de corta edad, que corrió hacia su madre y se sumergió en su regazo. Baen besó a su esposa en la boca y, rodeándole los hombros con el brazo, se dio vuelta para mirar a Flynn Estuardo.

– ¿Qué lo trae por aquí, señor?

– La reina me ha ordenado volver a palacio, pero no pienso ir -mintió Elizabeth con la intención de provocar a su marido.

Baen soltó una carcajada, consciente del embuste.

– No, preciosa, ni lo sueñes. No te permitiré regresar a la corte -dijo, y luego se dirigió a su compatriota-. ¿Se quedará esta noche, Flynn Estuardo?

– Sí, y gracias por su hospitalidad.

– ¿Y nos pondrás al tanto de los rumores palaciegos después de la cena? -preguntó Elizabeth.

– Lo haré -respondió Flynn tratando de disimular su pesadumbre. ¿Cómo se las ingeniaría para comunicarle la terrible noticia?

Durante la cena, Flynn observó, divertido, a los dos varones de Elizabeth, que tomaban cerezas y luego escupían los carozos para ver cuál de los dos los arrojaba más lejos. También le presentaron a la pequeña Ana Hay con sus negros rizos, muy parecida a su padre, aunque ya mostraba la vivaz personalidad de la madre.

Cuando los niños se fueron a la cama, Elizabeth, Baen y él abandonaron el salón y se sentaron en el jardín. Era una noche de principios de verano y todo estaba en calma, excepto Flynn Estuardo, el encargado de darle la funesta noticia.

– ¿Tu hermana, la condesa, te escribe a menudo? -le preguntó en un tono casual-. No me agradaría repetir lo que ya sabes.

– No. Philippa concurre muy poco a la corte y prácticamente se ha convertido en una mujer de campo, como yo. Recibí una carta suya antes de que Ana naciera. Ella y Crispin viajaron a Gales el verano pasado acompañando al rey y a la reina. Philippa quería visitar el lugar donde nació nuestro padre. Según ella, era bastante desolado y no tan bello como Friarsgate.

– Entonces me veré obligado a contártelo yo. Después de tu partida, las cosas fueron de mal en peor. Las mujeres que rodeaban a la reina eran unas arpías. Su madre, su hermana, Jane Rochford, Mary Howard y otras brujas. Ninguna la quería, salvo Margaret Lee. Cuando te fuiste, fue la única capaz de comprender la soledad de la reina y se hicieron amigas.

– ¡Me alegro tanto! -repuso Elizabeth-. He pensado a menudo en Su Alteza, pero no tuve más remedio que abandonarla y volver a casa.

– Margaret Lee era su único consuelo -continuó Flynn-. La pasión del rey por Ana Bolena se había desvanecido por completo. Peleaban todo el tiempo, incluso en público. Además, Enrique coqueteaba abiertamente con otras mujeres; entre ellas la prima de la reina, Margaret Shelton. Y cuanto más flirteaba el rey, más se enfurecía Ana.

– Tenía miedo -dijo Elizabeth-. La pobre Ana siempre ha tenido miedo.

– Sí -admitió Flynn-. Hubo dos intentos de confinarla, pero no prosperaron. Luego, las alianzas propuestas por el rey, primero con Francia y después con el emperador Carlos, comenzaron a resquebrajarse. El Papa lo había excomulgado por negarse a aceptar nuevamente a la princesa de Aragón y a devolver a lady María el título que le corresponde como hija legítima. Durante el último verano, el rey se mostró descorazonado. Según él, todos sus esfuerzos por poner a Inglaterra a la cabeza del mundo habían sido en vano. No obstante, la estrella de la reina brilló una vez más cuando partieron juntos de vacaciones. Quienes los acompañaron, aseguran que se veían muy felices, salvo por la presencia de lady Seymour. En otoño, anunciaron que la reina estaba embarazada otra vez. El niño nacería en julio. La princesa de Aragón murió al día siguiente de la Epifanía. Enrique Tudor se negó a llevar luto y amenazó con castigar a quien lo hiciera. En cambio, dio banquetes y organizó torneos para celebrar el infausto acontecimiento. A fines de enero, un rival lo tiró del caballo por primera vez en su vida.

– Ya es demasiado viejo para dedicarse a esos juegos -comentó Elizabeth-. ¿Se lastimó mucho?

– No por la caída sino por el caballo, que se le cayó encima.

– ¡Dios santo! -exclamó Baen-. Supongo que no murió aplastado bajo el peso del animal.

– No murió, pero estuvo inconsciente durante dos horas, y ese maldito entrometido de Norfolk salió corriendo a decirle a la reina que el rey probablemente estaba muerto.

– Y ella perdió la criatura -concluyó Elizabeth.

– Sí. Y ese fue el principio del fin. El rey dejó de visitarla y se dedicó a cortejar a la señorita Seymour delante de todos. La reina estaba destrozada por la pérdida del bebé -un varón, por cierto- y, salvo unos pocos, no había nadie que la consolara. La corte se apresuró a alinearse con lo que iba a ser el nuevo régimen, mientras el rey buscaba una manera de liberarse de la reina, por las buenas o por las malas.

Elizabeth meneó la cabeza.

– No entiendo cómo la Seymour pudo sorberle el seso a Enrique Tudor. Ya ha pasado los treinta, tiene una barbilla huidiza, doble mentón y una cabellera del color del estiércol. No es bella en absoluto, ni joven. ¡Y esa boquita tan fruncida! ¡Si dan ganas de partirte un palo por la cabeza!

– Pero es dócil y obediente -acotó Flynn-. Jamás levanta la voz y se ha aliado con lady María.

– Es ladina y astuta -dijo Elizabeth, sin andarse con vueltas.

– Así es -coincidió él-. Pero déjame continuar con el relato. La señorita Seymour, como la reina, coqueteaba con el rey al tiempo que lo mantenía a distancia. Enrique le hizo muchos regalos. Según dicen, en Pascua le dio una bolsa repleta de monedas de oro que ella se negó a aceptar, alegando que ese tipo de obsequios no era el adecuado en ese momento. El rey no veía la hora de librarse de la reina y reclutó a Cromwell para llevar a cabo su pérfido designio. Elizabeth se estremeció.

– O sea que le metieron un zorro en el gallinero y la desollaron viva. Ese hombre es un malvado.

– Cromwell forjó una alianza. Y de pronto, la pobre Ana Bolena fue acusada públicamente de conducta inmoral. Henry Norris y William Brereton, dos ancianos caballeros a su servicio, fueron arrestados y llevados a la Torre junto con Francis Weston, lord Rochford y un joven músico también perteneciente a su séquito, un tal Mark Smeaton.

– Pero Norris y Weston han servido a los Tudor desde tiempos inmemoriales. Norris ya no tiene edad para enredarse en amoríos y, por otra parte, es demasiado caballero para hacer una cosa semejante -protestó Elizabeth.

– Norris negó haber cometido cualquier acto deshonroso, pero lo torturaron cruelmente hasta que confesó todo cuanto deseaban escuchar: que había cometido adulterio con la reina. Pero todos saben que es mentira. George Bolena, lord Rochford, fue sometido a juicio por mantener relaciones incestuosas con su hermana. Todos, sin excepción, fueron condenados.

– ¡Dios misericordioso! -exclamó Elizabeth, consternada-. ¿Y la reina?

– La arrestaron el 2 de mayo y la encerraron en la Torre. Fue juzgada el 15 de ese mes y la encontraron culpable de infidelidad y adulterio. También la acusaron de haber tramado la muerte del rey valiéndose de la brujería, de sabotear la sucesión, de cometer pecados demasiado abyectos para mencionarlos y de deshonrar a su esposo, Enrique Tudor, a su hija lady Isabel, e incluso al reino mismo.

– Querrá usted decir la princesa Isabel -acotó Baen, fascinado y a la vez horrorizado por lo que Flynn Estuardo estaba contando. Ese asunto no podía tener un final feliz y su esposa se iba a sentir devastada. Alargando el brazo, tomó la mano de ella entre las suyas.

– No, lady Isabel -continuó el escocés-. Se convocó a un nuevo parlamento para legislar el cambio en la línea sucesoria. Encontraron testigos corruptos dispuestos a proporcionar pruebas falsas que corroborasen las acusaciones contra Ana. Fue condenada y sentenciada a morir en la hoguera o decapitada, según lo que decidiera el rey.

Elizabeth gritó como si un cuchillo le hubiera atravesado las entrañas.

– ¡Por el amor de Dios! ¿No le bastaba con anular el matrimonio y permitir que Ana se exiliara en Francia? ¿Era necesario condenarla a muerte? -exclamó la joven comenzando a sollozar.

Flynn Estuardo miró fijamente a Baen, como si le preguntase si debía continuar o no con el espantoso relato. Baen asintió en silencio y el escocés retomó la palabra.

– El 17 de mayo los cinco hombres fueron decapitados en la Torre Verde. A Smeaton y a Brereton los descuartizaron después de muertos y obligaron a Ana a contemplar el espectáculo. El día que la condenaron, el arzobispo Cranmer declaró nulo el matrimonio del rey y la reina por razones de consanguinidad, dada la relación previa de Enrique con la hermana de la reina. En consecuencia, la hija de Ana Bolena y Enrique Tudor fue declarada ilegítima.

– El maldito Cranmer no se mostró tan escrupuloso cuando coronó a Ana reina de Inglaterra -comentó amargamente Elizabeth-. Me pregunto cómo responderá ante Dios por haber participado en esta terrible parodia. -La joven hizo una pausa y luego clavó los ojos en los de Flynn-: Está muerta, ¿verdad?

El escocés asintió con la cabeza.

– Cuando la encerraron en la Torre le concedieron cuatro asistentes, todos ellos hostiles a su persona. A Margaret Lee le permitieron alojarse allí, pero le prohibieron ver a la reina. Sin embargo, creo que William Kingston, el alguacil de la Torre, dejó que Ana y su amiga se encontrasen de tanto en tanto. A esa altura de los acontecimientos, la reina ya estaba medio loca. Temía por el destino de su hija y se disculpó ante lady María por cualquier desdicha que le hubiera causado. También le pidió que cuidara a su media hermana, lady Isabel. Por último se confesó, comulgó y se declaró inocente de todo cuanto se le imputaba. Incluso el sacerdote que la asistió afirmó en privado que la reina era una mujer inocente. El 19 de mayo a la mañana, la reina se puso un hermoso vestido de brocado gris y se recogió el cabello bajo una cofia de terciopelo negro ribeteada de perlas. Sir William la escoltó hasta el cadalso, donde se quitó la cofia y puso de inmediato la cabeza en el tocón. El lugar estaba repleto de cortesanos y de espectadores que llegaban de todas partes. Por orden del rey, no se permitió la presencia de extranjeros. El día era soleado y diáfano. Enrique no quiso que la quemaran e hizo venir a un verdugo de Calais -un consumado espadachín- para llevar a cabo la ejecución. Entre las cuatro mujeres que la habían escoltado hasta el cadalso se encontraba Margaret Lee, a quien Ana le había regalado su libro de oraciones. Dicen que al final habló con valentía. Yo no pude estar presente, pero me enteré de lo ocurrido por los secretarios de Cromwell, que lo acompañaron a la ejecución. El duque de Norfolk también estuvo allí.

– El muy maldito no se habría perdido el espectáculo por nada del mundo -dijo Elizabeth furiosa. En ese momento le resultaba imposible llorar. Lo haría más tarde, cuando estuviera sola.

– El rey se casó casi de inmediato con Jane Seymour, que es actualmente la nueva reina de Inglaterra -agregó Flynn.

– ¿Al menos la enterraron con honores?

– Lamentablemente, no. No habían preparado ningún ataúd. Las mujeres envolvieron la cabeza en un lienzo y la colocaron junto al cuerpo, en una vieja caja de madera destinada a guardar flechas. Está enterrada en la iglesia de san Pedro, en la Torre. Siento haber sido yo el portador de tan nefastas noticias, pero debías conocer la verdad, Elizabeth.

La joven se puso de pie y lo miró con tristeza.

– Gracias, Flynn Estuardo -le dijo con voz serena y luego abandonó el salón. Las lágrimas todavía no afloraban a sus ojos. Ana Bolena, esa ambiciosa y asustadiza muchacha, estaba muerta. Ana, su querida amiga. El corazón le pesaba como una piedra. Se prometió que jamás volvería al sur.

Al día siguiente, se despidió de Flynn Estuardo y le deseó buena suerte en su matrimonio. Luego envió un mensajero a Otterly rogándole a su tío que viniera lo antes posible.

Thomas Bolton no se hizo esperar. Cuando su sobrina concluyó el relato, meneó la cabeza, consternado.

– Me he vuelto demasiado viejo para comprender el comportamiento de los poderosos. O para excusar sus excesos. Que Dios acoja en su seno a la pobre reina Ana y le permita descansar en paz, querida muchacha. Como dijo tu amigo, muchos creen en su inocencia, y yo también. La conducta del rey fue vengativa y cruel. La única capaz de suavizar el temperamento salvaje de Enrique Tudor era la princesa de Aragón. En ese sentido, su influencia fue benéfica. ¿Todavía no has llorado, sobrina? Pues deberías llorar a moco tendido o acabarás por enfermarte.

– No puedo llorar, tío. Aún estoy atontada por el golpe.

Lord Cambridge permaneció varios días en Friarsgate. La mañana en que se disponía a regresar a Otterly, llegó un mensajero de parte de la condesa de Witton con una carta para Elizabeth. Luego de leerla, la joven se largó a llorar desconsoladamente. Los sollozos la estremecían de pies a cabeza, como si provinieran de las insondables profundidades de su corazón, de ese lugar del alma al que solo se accede a través del amor más sublime o del dolor más intenso. Asombrados, los tres hombres aguardaron a que se calmara.

El primero en romper el silencio fue Thomas Bolton.

– Querida mía, ¿qué te ha escrito tu hermana para ponerte en ese estado?

Elizabeth levantó los ojos del pergamino y dijo:

– Ana… Anita le dejó a Hughie su propio laúd, tío.

– Que nadie en esta familia hable mal de la infortunada reina. A despecho de cuanto se dijo de ella, era una buena mujer y nunca la olvidaremos. Si alguien puede vivir en un corazón ajeno, entonces Ana no ha muerto del todo. Oh, sobrina, ya has llorado a tu amiga y ahora debes seguir adelante. Sonríe, sonríele a tu viejo y estrafalario tío. Es lo que ella hubiera querido. Recuerda: Ana Bolena nunca vivió a medias sino que lo hizo con gusto, con estilo, con elegancia, y tú deberías seguir su ejemplo… bueno, tal vez no al pie de la letra -dijo Thomas Bolton besándola en la frente.

Elizabeth se echó a reír tan súbitamente como había empezado a llorar.

– Oh, Tom, no hay nadie en el mundo capaz de comprender la vida como tú lo haces. No cambies nunca, por favor.

– Querida, a mis años cambiar es una proeza, pero si no estamos dispuestos a aceptar lo nuevo, terminaremos por oxidarnos y nos crujirán las coyunturas. ¿Valdría la pena vivir si todo fuera siempre lo mismo? No. Yo nunca miro hacia atrás, Elizabeth, porque siento curiosidad por ver lo que me espera en el futuro. Por cierto, ese rasgo de mi carácter me ha acarreado algunas dificultades en otros tiempos, ¿no es cierto, querido Will?

– En efecto, milord -el tono de voz de William Smythe era seco, aunque la sonrisa lo delataba.

– Bueno, mi ángel, es hora de emprender el tedioso regreso a Otterly. Volveré en otra ocasión, pues pese al horror que me produce la vida rústica, adoro Friarsgate. -La besó una vez más-. ¡Adiós, adiós, preciosa! Cuídate y trata de hacer feliz a tu escocés, aunque veo que ya has hechizado por completo a ese delicioso muchacho.

Elizabeth y Baen salieron a despedir a lord Cambridge y a su fidelísimo Will. Y se quedaron mirando mientras los dos hombres trotaban, camino abajo, en sus cómodas cabalgaduras, ambas de color blanco amarillento y ambas igualmente castradas.

– Él tiene razón -dijo Baen con voz serena-. Es preciso seguir adelante con nuestra vida. Nunca te sentiste a gusto en la corte.

– No -admitió ella, y luego dijo-: Hoy es la noche de San Juan, Baen MacColl. ¿Recuerdas la primera noche de San Juan que pasamos juntos?

– Sí, mi amor, la recuerdo perfectamente. ¿Deseas volver a ese verano, Bessie? -le preguntó, el rostro iluminado por una inefable sonrisa.

– No. Quiero mirar al futuro y atesorar recuerdos nuevos, especialmente esta noche -repuso Elizabeth recogiéndose las faldas azules y echando a correr rumbo al lago. A mitad de camino, se detuvo un instante para darse vuelta-: ¡Y no me llames Bessie!

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